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El Centro de Cálculo Leygraf ocupaba un reducidísimo grupo de oficinas en uno de los más antiguos edificios comerciales del centro de Portston. Garrod se adentró en la densa zona de recepción, se aproximó a la mujer de rostro vulgar y aspecto de eficiencia que presidía el despacho y le entregó su tarjeta.

—Me gustaría ver unos minutos al señor Leygraf.

La recepcionista sonrió a modo de excusa.

—Lo lamento… El señor Leygraf está en una reunión, y si usted no está citado…

Garrod sonrió a su vez, y después miró su reloj.

—Son exactamente las cuatro y un minuto. ¿Cierto?

—Pues…, sí.

—Lo que significa que Carl Leygraf está sentado a solas en su oficina sorbiendo su primera bebida del día. La bebida es un aguado whisky con soda en un vaso alto y lleno de hielo, y yo mismo deseo algo parecido. Por favor, hágale saber que estoy aquí.

La mujer vaciló antes de hablar por un intercomunicador. Pocos segundos después, Leygraf surgió del despacho interior con un vaso bañado de humedad en su mano. Era un hombre delgado, descuidadamente vestido, prematuramente calvo y con preocupados ojos grises.

—Entra, Al —dijo—. Llegas justo a tiempo para tomar un trago.

—Lo sé. —Garrod entró en la oficina de Leygraf, una habitación plateada en la que complejos modelos matemáticos de alambre y cuerda ocupaban el lugar de ornamentos—. Me vendría bien un trago. Mi coche se enfadó conmigo a dos manzanas de aquí y tuve que abandonarlo y caminar. ¿Sabes algo de motores de turbina?

—No, pero explícame los síntomas y tal vez se me ocurra algo.

Garrod meneó la cabeza. Una de las cosas que le gustaban de Leygraf era que estaba preparado para interesarse por cualquier tema del mundo y sostener una conversación al respecto.

—No he venido a verte por eso.

—¿No? Te va el combinado de vodka, verdad?

—Gracias. No demasiado fuerte.

Leygraf preparó la bebida y llevó el vaso al escritorio ante el que se había sentado Garrod.

—¿Aún estás preocupado por esos automóviles Stiletto?

Garrod asintió, pero dio un largo trago de bebida antes de hablar.

—Tengo nuevos datos para ti —dijo al fin.

—¿Por ejemplo…?

—Supongo que habrás oído hablar del accidente del Aurora hace dos días.

—¡Que si he oído hablar! No he escuchado otra cosa, amigo mío. Mi mujer compró nuevas emisiones del SCA el año pasado, siguiendo mi consejo, y está… —Leygraf se interrumpió con el vaso en los labios—. A qué te refieres por nuevos datos?

—El Aurora llevaba vidrios Thermgard.

—Sabía que tenías ese contrato, Al, pero seguramente ese avión llevaría meses volando.

—No con mis cristales incorporados. Los de la Sociedad de Constructores estaban ansiosos por adelantar la parte de baja velocidad del programa de pruebas, así que lo hicieron volar algún tiempo con transparencias convencionales. —Garrod contempló el interior de su vaso y vio las diminutas corrientes de frío líquido con los destellos de los cubitos de hielo—. El vuelo del martes fue el primero con el Thermgard instalado.

—¡Pura coincidencia! —Leygraf resopló enfáticamente—. Oh, vamos ¿qué estás intentando hacerte?

—Viniste a verme, Carl. ¿Recuerdas?

—Sí, lo sé… pero también te dije que se trataba de un caprichoso curso de los cálculos. Cuando analizas algo tan complejo como las exigencias del tráfico urbano, es inevitable que te topes con todo tipo de deportivos…

—En camino al aeropuerto McPherson, Esther y yo casi chocamos con un Stiletto que estaba girando a la izquierda.

—Estás estropeando mi mejor bebida del día —protestó Leygraf afligido, dejando el vaso a un lado—. Sal del problema un momento… ¿Cómo es posible que un nuevo tipo de vidrio para parabrisas cause accidentes? ¡Por amor de Dios, Al! ¿Cómo es posible?

Garrod se encogió de hombros y concentró su mente momentáneamente en uno de los modelos matemáticos, intentando identificar la ecuación que representaba.

—He producido un nuevo tipo de cristal. Más duro que cualquier vidrio conocido. Ni siquiera debería ser transparente, porque refleja energía en prácticamente todas las longitudes de onda del espectro. Sólo las longitudes de onda visibles lo atraviesan. Nada de calor. Así que patenté el mejor material para parabrisas del mundo. —Garrod hablaba absorto; su mente estaba deslizándose sobre las curvas y generatrices del modelo—. Pero supongamos que algún otro tipo de radiación lo atraviesa, que incluso esa radiación se amplifica o concentra. Es algo que no sabemos.

—Algo que hace que buenos conductores y pilotos se vuelvan malos? —Leygraf, olvidando obviamente que había renunciado a su bebida, cogió el vaso y apuró el líquido—. ¿Algo que hace que les crezca pelo por toda la cara y que les salgan unos dientes como éstos?

Se metió los nudillos en la boca y agitó los dedos que se proyectaban hacia abajo. Garrod se echó a reír de buena gana.

—No me recuerdes que esto parece una locura. Lo único que pretendo hacer es pensar en otras categorías. Creo haber leído algo sobre una carretera francesa que tenía un punto negro de accidentes y nadie sabía el motivo, ya que se trataba de una de esas rutas rectas, amplias y bordeadas de álamos. Resultó que los álamos estaban espaciados de un modo tal que, si conducías a lo largo de esa carretera al límite de velocidad, el sol que atravesaba los árboles fluctuaba a diez ciclos por segundo.

—¿Y eso qué tiene que ver con…? —Leygraf parecía desconcertado—. ¡Ah, comprendo! El ritmo alfa del cerebro. Hipnosis.

—Exacto. Y luego está la epilepsia. ¿Sabías que no es prudente que un epiléptico intente ajustar un televisor que sufre lentas oscilaciones luminosas?

Leygraf meneó la cabeza.

—Diferentes tipos de fenómenos, Al.

—Tal vez no. ¿Y si el Thermgard oscila? ¿Y si produce un efecto de pulsación?

—Eso no explicaría el sentido de los virajes. La investigación de mi compañía demostró que prácticamente todos los accidentes de Stilettos ocurrieron durante virajes a la izquierda. Si quieres saber mi opinión, la geometría de la dirección de ese vehículo es sospechosa.

—No —repuso firmemente Garrod—. He visto los informes provisionales.

—Naturalmente, el Aurora estaba virando cuando tuvo el accidente… —Los ojos de Leygraf se habían entreabierto ligeramente—. Podría decirse que un avión gira en el plano vertical cuando aterriza, no es cierto?

—Sí, es lo que se denomina nivelamiento… Pero en este caso Renfrew no lo hizo a tiempo. Casi llevó al Aurora directamente contra el suelo.

Leygraf se puso en pie de un salto.

—¡Giró demasiado tarde! Y eso es lo que tienden a hacer los conductores de Stilettos. Estiman en menos el tiempo que necesitan para cruzar el otro sentido del tráfico. Eso es, Al.

El corazón de Garrod empezó a ensancharse en su pecho.

—Eso es ¿qué?

—El factor común, por supuesto.

—Pero ¿adónde nos lleva eso?

—A ninguna parte… Da validez a tus nuevos datos, eso es todo. Sin embargo, estoy comenzando a inclinarme por tu idea de que el Thermgard afecta a la luz que lo atraviesa. ¿Y si altera la longitud de onda de la luz ordinaria y la convierte en perjudicial? Es probable que un conductor o un piloto enfermo…

Garrod negaba repetidamente con la cabeza.

—En ese caso los colores no serían auténticos al verse a través del material. Los parabrisas han de cumplir con todo tipo de normas, ya sabes.

—Bien, algo hace lentas las reacciones de los conductores —dijo Leygraf—. Mira, Al, estás jugando con dos factores. Está la misma luz, que es una constante, y está…

—No digas más. ¡No hables!

Garrod aferró los brazos del sillón mientras el suelo parecía inclinarse pesadamente bajo sus pies. Experimentó una fría y punzante sensación en su frente y mejillas, al tratar de expresar la idea que acababa de ocurrírsele, el abismo entre lógica y lenguaje resultó ser un puente demasiado enorme.


Dos horas más tarde, tras un agotador recorrido en una hora punta del tráfico, los dos hombres llegaron al edificio color crema que era el centro de investigación y administración de Transparencias Garrod. Era una magnífica tarde de octubre, y el ambiente era apacible y brumoso, nostálgico. Desde la zona de aparcamiento distinguieron una distante pista de tenis, una gema en medio de un grupo de árboles, en donde blancas figuras jugaban tal vez el último partido de la temporada.

—Eso debería estar haciendo yo —dijo amargamente Leygraf mientras caminaban hacia la entrada principal.

—¿Tienes que mantener tan en secreto el motivo de que me hayas arrastrado hasta aquí?

—No estoy guardando ningún secreto. —Garrod notaba que estaba moviéndose con sumo cuidado, igual que un hombre inseguro de sus pasos—. Simplemente, no deseo influirte de ninguna forma. Voy a enseñarte algo, y tendrás que explicarme qué significa.

Entraron en el edificio y subieron en el ascensor hasta las oficinas de Garrod, situadas en el segundo piso. El edificio parecía desierto, pero un hombre rechoncho, con destornilladores en el bolsillo de su camisa semejando estilográficas, fue a su encuentro en el pasillo.

—Hola, Vince —dijo Garrod—. ¿Te dieron mi mensaje?

Vince asintió.

—Sí, pero no lo entiendo. ¿De verdad quería un tablero para montaje provisional y dos bombillas montadas en él? ¿Y un conmutador rotatorio?

—Eso quería.

Garrod dió una palmada en el hombro a Vince, un gesto de disculpa por no explicar el misterio, y entró en su despacho. Era una combinación de oficina ejecutiva y sala de diseño, con una mesa de dibujo que compartía el mejor sitio con un gran escritorio desordenado.

Leygraf señaló la pizarra que ocupaba la pared.

—¿Realmente usas eso? Pensaba que sólo salían en las películas. Las viejas películas de William Holden.

—Me ayuda a pensar. Cuando hay un problema expuesto en esa pizarra, puedo comprenderlo y trabajar en él sin importar lo que esté pasando aquí.

Garrod hablaba lentamente mientras examinaba el montaje provisional que había en su escritorio. Consistía en una base de conglomerado que llevaba dos bombillas y un conmutador rotatorio para variar el ritmo de encendido, todo ello conectado mediante cables plásticos y unido a una toma de corriente. «Algún día —pensó Garrod, con una curiosa falta de emoción—, los museos científicos del mundo se enfrentarán en una subasta para quedarse con este trasto.» Conectó el cable a un enchufe de la pared, accionó el conmutador y ambas bombillas brillaron en concordancia. Moviendo ligeramente el mando del conmutador, Garrod ajustó el ciclo de manera tal que las bombillas estuvieran encendidas un segundo, aproximadamente, y apagadas otro segundo.

—Igual que Times Square.

Leygraf respiró ruidosamente para llamar la atención hacia su sarcasmo.

Garrod le cogió por el brazo y lo acercó al escritorio.

—¿Comprendes el circuito que tenemos aquí? Dos bombillas y un interruptor conectados en serie.

—Eso no entraba en mi curso de computadoras del Instituto Técnico de California, pero creo que capto la idea general. Creo que mi mente está expandiéndose para captar la avanzada tecnología involucrada.

—Sólo quería estar seguro de que apreciabas…

—¡Por el amor de Dios, Al! —La paciencia de Leygraf comenzaba a abandonarle—. ¿Qué tengo que apreciar?

—Sólo esto. —Garrod abrió un armario y sacó lo que aparentaba ser un trozo de vidrio ordinario, aunque más bien grueso—. Thermgard —aclaró.

Llevó el vidrio al escritorio, donde las dos bombillas brillaban intermitentemente en concordancia, y lo puso en posición vertical delante del tablero, de tal forma que sólo una de las bombillas era visible a través del cristal.

—¿Cómo se comportan las bombillas ahora?

Garrod no las miró.

—¿Cómo van a comportarse, Al? No has hecho nada que… ¡Oh, Dios!

—Precisamente.

Garrod se inclinó hacia un lado y observó las dos luces aproximadamente bajo el mismo ángulo que Leygraf. La bombilla que estaba detrás del vidrio seguía emitiendo sus resplandores de un segundo, pero no seguía el ritmo de la otra. Apartó el cristal y ambas bombillas volvieron a concordar. Colocó de nuevo el vidrio y se desfasaron.

—Nunca lo hubiera creído —dijo Leygraf.

—¿Recuerdas que dije que el Thermgard no tenía derecho a ser transparente? Al parecer, incluso la luz tiene dificultad para atravesarlo…, tanta dificultad que el recorrido de cuatro centímetros a través de este fragmento de material le cuesta casi un segundo. Por eso los conductores de Stilettos han estado envueltos en tantos accidentes, y por eso el piloto del Aurora estuvo a punto de estrellar el aparato contra el suelo. Esos hombres estaban discordes con sus alrededores, Carl. ¡Estaban viendo el mundo tal como era un segundo antes!

—¿Pero por qué el efecto aparece tan de cuando en cuando?

—Se habrá manifestado en otras circunstancias, causando erróneos juicios de distancia y probablemente algunas colisiones entre parachoques de coches que iban en la misma dirección. Pero en esos casos las velocidades relativas son pequeñas, y no producirían excesivos daños. El accidente sólo ocurre cuando un conductor efectúa inoportunamente un viraje que cruza el otro sentido del tráfico (y nuestra exactitud al juzgar las fracciones de segundo es sorprendente en esos virajes, Carl), porque entonces las velocidades son elevadas y el resultado es desastroso.

—¿Y cuando se gira en una esquina?

—Las velocidades son bajas, y la esquina no está precipitándose hacia ti a cien kilómetros por hora. Además, es probable que al girar en una esquina el conductor esté mirando también la acera por la ventanilla y compensando la desigualdad de un modo instintivo. Pero cuando vira para cruzar el otro sentido del tráfico sus ojos están fijos exclusivamente en el coche que se aproxima, el coche visible a través de su parabrisas, y sus ojos reciben una información errónea.

Leygraf se acarició el mentón.

—Supongo que todo esto puede aplicarse a la aviación.

—Exacto. En un vuelo en línea recta el retraso tendría poca importancia, y no olvides que el Aurora tenía el cielo a su disposición; pero un viraje aumenta el fenómeno.

—¿Cómo?

—Simple trigonometría. Si un piloto está en línea con el pico de una montaña a cien kilómetros de distancia e inicia una desviación de dos grados, el pico debería apartarse de su rumbo unos…, unos. Vamos, Carl, tú eres el matemático.

—Ah…, dos o tres kilómetros.

—Eso constituye para el piloto un indicador muy sensible para efectuar un viraje o prescindir de él. Y por supuesto, en la fase de nivelamiento del aterrizaje, con el avión a escasos metros del suelo y todavía volando a trescientos kilómetros por hora…

Leygraf pensó durante un momento.

—¿Sabes una cosa? Podrías tener algo fantástico en tus manos si continúas desarrollando este material ¿crees que podrías prolongar el retraso hasta el punto de que fuera obvio?

—Eso es lo que voy a averiguar —replicó Garrod.


—¿En esto has estado trabajando tantas semanas? —Esther Garrod contempló dubitativa el rectángulo de vidrio que cubría la mano derecha de su marido—. Parece un vulgar trozo de vidrio.

—Pero no lo es. —Garrod se deleitó infantilmente en prolongar el momento—. Se trata de… vidrio lento.

Intentó identificar la expresión del rostro nítido y diamantino de su esposa, negándose a aceptar que fuera de hostilidad.

—Vidrio lento. Ojalá comprendiera lo que te ha ocurrido, Alban. Dijiste por teléfono que me traías un trozo de cristal con un grosor de tres millones de kilómetros.

—Este cristal tiene tres millones de kilómetros de espesor…, por lo que atañe a un rayo luminoso. —Garrod se dio cuenta de que estaba empleando el enfoque incorrecto, pero no sabía decidir cómo cambiar su curso—. Para explicarlo de otro modo, este trozo de vidrio tiene un espesor de casi once segundos-luz.

Los labios de Esther se movieron en silencio y la mujer se apartó hacia la ventana, tras la cual relucía una solitaria haya, igual que una hoguera bajo el sol del atardecer.

—Mira, Esther —dijo Garrod de un modo apremiante.

Sostuvo firmemente el rectángulo cristalino con su mano izquierda y con gran rapidez apartó la mano derecha que había estado debajo del vidrio. Esther miró la mano y chilló al ver que había otra mano derecha encerrada en el cristal.

—Lo siento —se excusó débilmente Garrod—. Ha sido una tontería. Había olvidado la sensación de la primera vez.

Esther contempló el vidrio hasta que la mano que contenía, una mano que se movía con vida propia, se desplazó violentamente a un lado y dejó de existir.

—¿Qué has hecho?

—Nada, cariño. Sostuve la mano detrás del vidrio hasta que su imagen, la luz reflejada por la mano, lo atravesó. Se trata de un tipo especial de vidrio que la luz tarda once segundos en recorrer, de forma que la imagen ha sido visible once segundos después de que mi mano se había retirado. No tiene nada de espantoso.

Esther meneó la cabeza.

—No me gusta.

Garrod experimentó el inicio de una especie de desesperación.

—Esther, vas a ser la primera mujer en toda la historia de la raza humana que va a ver su cara como es en realidad. Mira hacia el vidrio, por favor.

Sostuvo el cristal rectangular ante ella.

—Eso es una tontería. Me he mirado al espejo…

—No es una tontería… Mírate. La razón por la que digo que ninguna mujer ha visto realmente su cara es que un espejo invierte el lado izquierdo y el lado derecho. Si tuvieras un lunar en la mejilla izquierda, la mujer que verías en el espejo tendría un lunar en la mejilla derecha. Pero con vidrio lento…

Garrod hizo girar el vidrio, y Esther contempló su propia cara. Su imagen persistió durante once segundos, moviendo la boca silenciosamente, hasta que la luz recorrió la estructura cristalina del material. A continuación, el rostro desapareció. Garrod esperó a que su esposa dijera algo. Esther sonrió lánguidamente.

—¿Se supone que debo estar impresionada?

—Francamente, sí.

—Lo siento, Alban.

Esther volvió a la ventana y se quedó contemplando la descendente panorámica de los prados. Al contemplar la silueta femenina, Garrod notó que los brazos pendían del cuerpo, con los codos ligeramente doblados. Recordaba de las clases de antropología que se trataba de una diferenciación normal del varón, cuyos brazos se esperaba que colgaran rectos, pero ese detalle hacía que la compacta forma de Esther pareciera, en la imaginación de Garrod, agresiva, en tensión para ejercer su control. Un pálido y frío principio de cólera empezó a arder en el interior de Garrod.

—Lo sientes… —dijo abruptamente—. Bien, yo también lo siento. Siento que no poseas la visión para comprender cuánto va a significar este material para nosotros y el resto del mundo en cuanto esté completamente desarrollado.

Esther se volvió para mirarle a la cara.

—No quería mencionar esto por la noche, ya que ambos estamos cansados, pero puesto que has mencionado el tema…

—Adelante.

—La semana pasada estuve hablando de cuentas con Manson y me dijo que planeabas unos costos de investigación y desarrollo superiores al millón para tu… vidrio lento. —Dedicó una triste sonrisa a su marido—. Te darás cuenta, claro, de que eso es indeciblemente disparatado.

—No veo por qué.

—No veo por qué —repitió burlonamente Esther— ¿Es que no ves que ninguna treta comercial vale tanto dinero?

—Lo siento por ti, Esther, de veras.

—No lo sientas. —Su voz fue ganando riqueza y calidez conforme mostraba la carta de triunfo que durante sus dos años de matrimonio había sido preparada con frecuencia pero jamás expuesta sobre la mesa—. Me temo que no puedo permitir que seas tan descuidado con el dinero de papá.

Garrod respiró profundamente. Había temido ese momento desde hacía días, pero precisamente cuando se hacía realidad notaba un curioso júbilo por poder desempeñar su papel en esa insignificante escena.

—¿Has hablado con Manson en los dos últimos días?

—No.

—Le daré una reprimenda de tu parte… No tiene éxito como espía comercial.

Esther levantó los ojos hacia su marido, repentinamente circunspecta.

—¿De qué estás hablando?

—Manson debería haberte informado de que esta semana he cedido en alquiler un par de patentes secundarias de Thermgard. Se hizo en secreto, desde luego, pero él debería haberse enterado.

—¿Eso es todo? Escucha, Alban, el hecho de que por fin te las hayas arreglado para ganar unos cuantos dólares en el acto no significa…

—Cinco millones —dijo Garrod, risueño.

—¿Qué?

El color había desaparecido del rostro de Esther.

—Cinco millones. He saldado cuentas con tu padre esta tarde. —Garrod observó cómo se abría la boca de su esposa, y una parte de su mente reparó en que aquel embobamiento, aquel asombro de blancos dientes hacía que su mujer pareciera más hermosa que en cualquier otra ocasión que él recordara—. Tu padre se quedó casi tan sorprendido como tú ahora.

—No estoy sorprendida por eso. —Esther, siempre experta en la lucha cuerpo a cuerpo, cambió de táctica inmediatamente—. No entiendo cómo te las has arreglado para conseguir cinco millones con un material para parabrisas que es inútil para parabrisas, pero lo has logrado usando el dinero de papá como trampolín; no olvides que él te permitió disponer de un préstamo no garantizado con unos intereses mínimos. Un caballero le habría ofrecido la oportunidad…

—¿De comprar algo sólido? Lo siento, Esther. Thermgard me pertenece. A mí solo.

—No llegarás a ninguna parte con eso —predijo ella—. Perderás hasta el último centavo.

—¿Eso piensas?

Garrod se acercó a la ventana, apoyó en ella el cristal rectangular y después se retiró a grandes zancadas hacia la parte más oscura de la habitación. Cuando se volvió para mirar a Esther, ésta dio un paso atrás y se cubrió los ojos. En sus manos, centelleando con aquella magnificencia oro y rojo, Garrod sostenía el sol poniente.

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