—Intente hablar.
—¿Hola? —dijo una voz aguada, lenta.
—Perdone. Todavía es demasiado pronto, señora. Soy muy consciente de ello. Pero merece saber lo que ha pasado, lo que está pasando ahora y lo que puede esperar cuando vuelva a tener piernas. Y una voz real. No sonidos hechos por una caja mecánica.
—¿Pamir? —chilló ella.
—Sí, señora.
—¿Estoy… viva, todavía?
—Encontramos sus restos y también los de los otros capitanes. La mayor parte, al menos. —Pamir asintió, aunque la paciente no podía verlo—. Sus cabezas estaban apiladas dentro de una de sus pequeñas habitaciones. A la espera de juicio, supongo. Si Miocene se hubiera salido con la suya…
—¿Dónde está Miocene?
—¿Su mejor amiga? ¿Su favorita y más íntegra colega? —El hombre se permitió una carcajada severa, y luego admitió—: Miocene ha muerto. Y dejémoslo ahí por ahora. Las explicaciones pueden esperar unos cuantos días.
—¿Mi nave?
—Maltrecha pero recuperándose, señora.
Silencio.
—Su motín se las arregló para fracasar —le aseguró él—. Hay bolsas de resistencia. Bandas, algún lobo solitario y poco más. Ya no hay forma de subir refuerzos.
—¿A quién… a quién se lo agradezco?
Pamir solo le ofreció el silencio.
—¿A ti? —preguntó ella.
Silencio una vez más.
Al final la mujer dejó entrever una mezcla de emociones y dijo:
—Gracias, Pamir.
—Y también a Washen.
Se elevó un sonido confuso de la caja. Luego la maestra murmuró:
—Supongo que no entiendo mucho, ¿verdad?
—Apenas nada, señora.
—¿A quién más le doy las gracias?
—A los rémoras —dijo él—. Y a los tarambanas. Con la ayuda de otras cien especies, además de unos cuantos millones de inteligencias mecánicas. Silencio.
Pamir continuó y admitió ante la maestra:
—Encontré mucha cooperación. Pero para mantenerla tuve que hacer promesas. Grandes promesas.
Una pausa. Luego:
—¿Sí?
—Tenemos que llenar huecos en las filas de los capitanes, y también en otros sitios. Les aseguré a nuestros nuevos aliados que ellos serían nuestros primeros candidatos…
—¿Rémoras? —lo interrumpió ella.
—«Todo lo que puede pensar, puede servir». Ese ha sido mi pequeño lema durante las últimas semanas. Creí que era lo mejor.
—¿Tarambanas? ¿Como capitanes?
—Si quieren quedarse a bordo. Sí, señora. Como es natural.
—¿Pero por qué iban a irse? ¿Porque unos cuantos oficiales enfermos intentaron tomar mi nave?
—Bueno, en realidad no es eso lo que está pasando. —Pamir se echó a reír de nuevo y añadió—: Es todo muy complicado, y la mayor parte de las respuestas llevaría demasiado tiempo. Pero lo que tiene que saber antes que nada… No estamos siguiendo el rumbo dispuesto, me temo…
—¿Qué?
—De hecho, dentro de unos cuantos milenios habremos salido por completo de la galaxia. Nos moveremos más o menos hacia el grupo Virgo, al parecer.
Un silencio furioso. Luego la voz mecánica preguntó:
—¿Y yo qué?
—¿Qué pasa con usted, señora?
—¿Seguiré siendo la maestra?
—Personalmente, me cuesta decidirme. —Pamir sintió una oscura satisfacción y pronunció cada palabra con el cuidado que había practicado—. Señora, usted se rodeó de personas muy competentes que logran cuanto quieren, cultivó su ambición, y cuando unos cuantos capitanes se volvieron contra usted, se sorprendió. No estaba preparada, fue incompetente, estaba atónita.
Un silencio colérico.
—Miocene quería someterla a juicio. Y yo podría hacer lo mismo. Como maestro en funciones, en principio tengo la autoridad necesaria, y con el ambiente general que hay por aquí, creo que perdería su preciosa silla. En un juicio justo, o incluso si dispusiera de todas las ventajas.
Una pausa. Luego:
—De acuerdo, Pamir. ¿Cuáles son tus intenciones?
—No podemos perderla. No tras un motín, y no cuando hay tantos cambios en marcha, y tan rápido. —Pamir suspiró y añadió—: Nuestra nave necesita continuidad y un rostro conocido, y si no accede a reclamar su silla, con ciertas condiciones, ya me inventaré yo una manera de poner su rostro y su grande y temerosa voz delante de los pasajeros y la tripulación. ¿Me ha entendido?
—Sí —replicó ella. Y después de un momento de reflexión dijo—: Bien.
Después de una espera larga y dolorosa, la maestra añadió:
—Y por supuesto quieres ser mi primero en la presidencia. ¿No es cierto, Pamir?
—¿Yo? No. —Se echó a reír durante un buen rato. Una carcajada profunda y honesta—. Pero conozco a una persona más cualificada. Muchísimo más.
La maestra quizá estuviese magullada y desorientada, pero era lo bastante perspicaz para adivinarlo.
—¿Dónde está Washen? —preguntó—. ¿Podría hablar con ella?
—En su momento —admitió Pamir.
Luego se puso en pie y se colocó la gorra espejada en la cabeza, en el ángulo acostumbrado, y mencionó:
—Su primera en la presidencia está arreglando las cosas por la nave. Créame, no le conviene confiar a nadie más esa misión.
—Gracias otra vez, Pamir —dijo la maestra en voz baja, casi sumisa.
—Ya. De nada.
Luego, con una leve carcajada, la maestra añadió:
—Sabía que nos traerías suerte algún día. ¿No te dije que tenía una corazonada? ¿No te lo dije?
Pero la maestra ya estaba sola. Pamir se había escabullido sin pedir permiso, y no había nadie allí para oír la voz ronca de la cajita.
—Gracias, gracias —exclamaba con una alegría atolondrada—. A todos los que contribuyeron para salvarme a mí y a la nave… ¡un trillón de gracias!
A primera vista parecían unos simples amantes.
La mujer era humana, alta para su especie y encantadora. El varón humano que compartía la mesa con ella era igual de alto, y desde luego no tan guapo. La mujer sonreía y hablaba en voz baja, y el hombre esbozaba una amplia sonrisa y se reía. Luego, con una palabra o dos hacía que la mujer lanzara una larga y sonora carcajada. Después se cogían de las manos como amantes. Era un gesto sencillo, natural, que sus dedos y sus manos lograban con la perfección que da la práctica. Los que pasaban a su lado apenas los miraban. ¿Para qué? Era común ver amantes en esa avenida en concreto, y estos pasajeros estaban demasiado ocupados con sus propias e importantes vidas para fijarse en dos humanos que en ese momento no llevaban uniforme y cuyos rostros habían cambiado de aspecto solo lo suficiente para prestarles un merecido anonimato.
Eran tiempos emocionantes. Quizá incluso tiempos maravillosos. Después de eones de absoluta e imperturbable uniformidad a bordo de la Gran Nave, todo había cambiado. Había habido un motín y una guerra, e incluso ahora que eso se había acabado, a todo el mundo se le echaban encima los cambios. ¡Un nuevo rumbo para la nave! ¡Se hablaba de que se iban a contratar nuevos capitanes entre los pasajeros, y de que habría nuevas oportunidades para todas las especies! ¡Y en el centro de aquel grande y viejo navío había misterios demasiado increíbles para poder describirlos, y mucho menos comprenderlos en cuestión de días y semanas!
Todo el mundo quería ver ese Médula, aunque fuera desde una distancia segura. Y dado que en realidad no podían ver el mundo en sí, hablaban sobre él en voz alta y emocionada, o a gritos químicos, o con complicados toques que planteaban las preguntas obvias para las que nadie parecía tener respuestas.
¿Qué había encerrado en el centro de Médula?
¿Qué era en realidad eso que todo el mundo llamaba el inhóspito?
¿Y lo de la Gran Nave? El rumbo que seguía abandonaba la galaxia, algo más que una pequeña complicación para la mayor parte de los pasajeros. No había tantos taxis ni tantos mundos vivos entre aquel lugar y el universo intergaláctico posterior… y no parecía muy probable que ni siquiera una fracción de los que querían embarcar fuera a poder hacerlo.
Lo que dejaba a los pasajeros… ¿dónde?
En cierto sentido, atrapados. O, en un sentido diferente, dichosos para siempre. ¿Cuántas almas habían hecho jamás un viaje de este alcance? Dentro de cientos de millones de años, con suerte, la Gran Nave penetraría en el grupo Virgo… y más allá de esos puertos salvajes había más vacío, extensiones negras de tiempo y maravillas que sin duda asombrarían a todos los que pudieran soportar una espera tan larga…
¿Y los rebeldes?, se preguntaban las voces entre sí, temerosas, graves, respetuosas.
Los rumores afirmaban que todavía había miles de millones de rebeldes viviendo en Médula, cerca del antiquísimo inhóspito, mientras que otras voces, sabias y al parecer enteradas, afirmaban que los rebeldes seguían en libertad, por las avenidas bien iluminadas y al parecer pacíficas de la nave. Se habían desvanecido durante el caos y ahora estaban ocultos en los lugares más remotos y vacíos, reuniendo sus fuerzas para su siguiente y horrible ataque.
A menos, por supuesto, que estuvieran incluso más cerca.
Unas cuantas voces sugerían que quizá los rebeldes ya estaban entre ellos. Quizás había un cuadro de sacerdotes elegidos y bien entrenados que solo fingían ser pasajeros humanos acaudalados. ¿Pero cómo los ibas a reconocer? ¿De qué modo sutil, accidental, traicionarían su identidad y permitirían que un simple pasajero disfrutara del peligro y el honor de capturarlos en medio de una avenida llena de luz?
Esos dos amantes eran rebeldes. Fue la comida lo que los traicionó. Alguien observó que aquella mujer alta y guapa había pedido una fuente de una cosa monstruosa llamada alamartillo, y que cuando llegó a su mesa lo abrió con una pericia despreocupada, le sirvió una ración a su hombre y luego le besó el dorso de la mano antes de dejar que diera el primer bocado.
Alguien gritó:
—¡Rebeldes! ¡Allí!
Varios individuos de diferentes especies oyeron la traducción de la advertencia y respondieron acercándose a empujones a la mesita. Amenazaron a los comensales con brazos y patas, y con voces y ventosidades aterradas repitieron la acusación:
—¡Mirad! ¡Rebeldes!
—¡Detenedlos!
—¡Que alguien los arreste!
Los amantes no podrían haberse mostrado más tranquilos. Dejaron sin prisa los cubiertos, estiraron los brazos para salvar la mesa una última vez, entrelazaron los dedos con la misma comodidad… y después de un momento de suspense devastador decidieron dejar caer sus disfraces y se irguieron. Sus ropas turísticas volvieron a transformarse en los brillantes y preciosos uniformes que se suponía que debían llevar siempre los capitanes.
—¿Qué te parece? —preguntó la mujer a su amante.
—¿Comisteis este bicho durante cuánto tiempo? —gruñó el hombre.
—Casi cinco mil años —confesó ella.
—¿Y alguna vez supo bien?
—¿A ti qué te parece? —le preguntó ella.
Y luego se rieron y se abrazaron, y fue como si no se hubiese reunido una multitud a su alrededor. Como si solo estuvieran ellos y se encontraran completamente solos.
—Pensé que necesitaban ver esto por sí mismas —les dijo Washen—. Sentarse en la misma habitación durante una eternidad no contribuye al proceso creativo.
Las IA escribas se quedaron mirando la superficie de Médula sin decir nada.
—¿Se inspiran? ¿Encuentran ideas nuevas?
Una de las escribas habló en nombre de todas y dijo que no con tono indignado. Implícito en sus palabras había un «¡por supuesto que esto no ayuda!».
Lo cierto es que no había mucho que ver. Incendios arrolladores y energías contenidas de incontables volcanes que habían llenado la atmósfera del mundo inferior de nubes negras y opacas, hasta cubrir casi todas las longitudes de onda. Pero por muy mal que las cosas parecieran desde allí, la mayor parte de Médula no estaba ardiendo ni hirviendo. Los sensores de largo alcance y todas las simulaciones de las IA daban la misma y clara respuesta: la conflagración no había tocado las antiguas tierras rebeldes. Lo que le estaba pasando al mundo no era mucho peor que lo que habían provocado en el pasado un millón de otros desastres. De hecho, era muy probable que el ecosistema saliera revitalizado por el caos, mientras que algunos o la mayor parte de los rebeldes podían acurrucarse, lamerse las heridas y esperar a que se despejasen los cielos.
Las escribas siguieron mirando con gesto cortés las nubes negras e hirvientes.
Washen hizo un gesto. Locke salió a la plataforma de diamante, se arrodilló al lado de las escribas y en voz baja y reverencial dijo:
—Quizá yo pueda ofrecerles una idea nueva. ¿Están interesadas, máquinas?
Una tras otra, las caras de goma se volvieron hacia él. Las expresiones corteses se habían quedado congeladas mientras las rápidas mentes que había detrás hacían caso omiso de todo salvo de aquel único e inmenso problema digno de las considerables molestias que se habían tomado.
—Esta nave —dijo Locke—. ¿Y si no saben sus dimensiones reales?
Hubo una chispa momentánea de interés.
Locke se pasó la lengua por los labios y luego explicó:
—Cuando era niño tenía un juguete: una maqueta de la nave. Me cabía en la mano, así de pequeña era. Pero era demasiado joven para apreciar las dimensiones reales.
Los ojos se abrieron mucho al imaginarse aquel juguete tan antiguo.
—Mi madre intentó explicarme el tamaño de las cosas. Me habló de protones, kilómetros, segundos luz y años luz, y me aseguró que la nave era inmensa. Pero los años luz son inmensos, ¿no? Así que cuando tenía cinco o seis años creía que la nave debía de ser así de grande. Millones de años luz de anchura, pensé. Una tontería, por supuesto. Mi madre me tomaba el pelo, lo recuerdo. Ah, qué tonto era, de formas que apuesto que ustedes no lo han sido jamás.
Los ojos comenzaron a distraerse de nuevo. Pero entonces Locke preguntó:
—¿Y si…? Cuando estaban fabricando la nave… ¿y si los constructores no se detuvieron en el casco? Médula rodea al inhóspito, sea lo que sea eso, y lo que llamamos la Gran Nave rodea a Médula. Pero, ¿y si el casco no es el final de su trabajo? ¿Y si su proyecto se extiende mucho más allá y ahora, después de todo este tiempo, ha llegado al límite de lo que podemos ver, o imaginar?
Sin excepción, todas las escribas se inclinaron hacia delante.
—Ustedes están estudiando las estructuras de la nave y sus proporciones exactas, buscan algún mensaje oculto —concluyó Locke—. Pero, ¿y si el mensaje no está escrito solo en esta piedra, hierro e hiperfibra? ¿Y si la nave de los constructores es también el universo…, los trillones de estrellas y las galaxias que giran y las motas de polvo que no figuran en ningún mapa, y todo lo demás que podemos ver o suponer por toda la creación visible?
No se movió ninguna de las IA.
No emitieron sonido alguno que el oído humano fuera capaz de escuchar. Washen puso una mano en el hombro de Locke.
—Les interesa. Lo están considerando.
—Bien —dijo él.
Madre e hijo salieron a la pasarela, miraron entre sus pies y contemplaron la superficie tenue y negra de Médula. Todos los ingenieros disponibles esperaban sobre ellos, listos para empezar a verter hiperfibra en el campamento base y luego en el túnel de acceso. No sería un derrumbamiento catastrófico. Se tomarían su tiempo, llenarían poco a poco, con meticulosidad, aquel agujero abierto en lo que de otro modo era la pared perfecta de la cámara. Era obvio que los constructores habían tenido sus razones para hacer lo que hicieron. Por lo que Washen o Pamir veían, la única opción sensata era volver a sellar la prisión, que las cosas volvieran a ser como eran antes y tan permanentes como fuera posible. El único cambio serían unos cuantos ojos de seguridad pequeños, imposibles de encontrar, pegados a la lustrosa pared plateada de la cámara para vigilar a los millones de nietos de Washen…
Por un momento, mientras permanecía en esa pasarela pensando en sus nietos, Washen sintió el repentino y extraño impulso de lanzarse a Médula.
Pero respiró hondo, la sensación pasó y con un gesto práctico de la mano miró la hora. Luego anunció a Locke y a las IA escribas:
—Tenemos que irnos. Ahora.
Las máquinas se levantaron y se reunieron en una pulcra línea.
—¿Han pensado en lo que les he dicho? —les preguntó Locke.
—Desde luego —respondió una de las máquinas.
—¿Tendrán pronto sus respuestas? —presionó él.
El rostro de goma se limitó a sonreír, y con cierta altanería atractiva dijo:
—Pronto. Dentro de un siglo, o de un millón de años. Sí. Pronto.
Washen apenas oyó la voz ni la carcajada campechana de su hijo.
Se arrodilló en la pasarela, donde primero se vertería la nueva hiperfibra, sacó su reloj mecánico con la tapa de plata abierta y lo dejó allí. Fue lo más duro del mundo. Pero consiguió ponerse en pie y alejarse mientras murmuraba para sí:
—Para más tarde. Por ahora lo dejaré aquí y volveré más tarde a buscarlo…