Era lo que era: un billón de voces reunidas en el menos disciplinado de los coros, cada cantante chillando su propia y apasionada melodía, cada uno de ellos utilizando un idioma incómodo, intensamente personal; y en el interior de aquel caos y majestad solo una entidad era capaz de escuchar el quejido lastimero de la voz más suave y tímida.
Tal era la carga de la maestra, y su alegría más arrolladora y estimulante.
Con unos oídos perfectos escuchaba los perfiles del viento por encima del enorme mar Alfa. El mar Azul. El mar de Lawson. El mar de la Sangre de Bendición. Y los demás quinientos noventa y un cuerpos de agua estancada más importantes. Oía los puntos fuertes del escudo de la nave. La salud de su batería de láseres. La situación de las reparaciones en la cara delantera: correcta, buena, excelente (nunca mala, y en su mayor parte excelente). Además de las cosechas de hidrógeno procedentes del entorno extrapolar, en toneladas métricas por microsegundo. Conocía los perfiles de oxígeno de cada cámara, corredor y armario habitado (dos décimas partes de un tanto por ciento demasiado alto en el Cenagal, lo que ponía en peligro a sus pasajeros, cuyo nivel anaeróbico era mínimo). Los niveles de dióxido de carbono con la misma y cálida precisión. Los gases biológicamente inactivos, menos. Y luego estaban los niveles de luz ambiente. Y voces que hablaban de temperatura. Humedad. Comprobaciones de toxinas. Proporciones fotosintéticas, acreditadas por medios directos y por implicación. Proporciones de descomposición y agentes de descomposición. Biológicos, químicos, desconocidos. Cifras censales, actualizadas con toda precisión cada siete segundos. Inmigrantes, emigrantes, nacimientos, divisiones asexuadas y el ocasional gemido de la muerte. Se recopilaban y volvían a recopilar listas exhaustivas de pasajeros. Por especies. Por mundo natal. Por nombre audible, o tacto estructurado, o el distintivo y enriquecedor aroma de una flatulencia concreta. Y también según su forma de pago. Moneda de la nave, trueque o por medio de donaciones de conocimiento. Los beneficios eran tan importantes como las cosechas de hidrógeno y los recuentos de oxígeno, y se calculaban sobre la base de veintitrés escalas diferentes y sofisticadas, ninguna de las cuales era de una precisión perfecta. Pero todas reunidas construían un cálculo integral no demasiado desastroso, y era ese sólido cálculo el que se enviaba por medio de un haz a la ya lejana Tierra, una vez cada seis horas, junto con un esbozo exhaustivo del último cuarto de día de la nave: en esencia, querían recordarle a quien quiera que estuviera escuchando a treinta mil años del día de hoy que allí estaban, que su viaje estaba progresando según el programa y que el trayecto iba bastante bien, gracias.
Dijo la mismísima voz de la maestra.
La antigua indigente había evolucionado hasta convertirse en una nave vibrante, rica y en general feliz, al menos hasta el punto en el que los muchos nexos de la maestra podían medir cualidades tan etéreas y privadas como la felicidad.
Pero había un asunto que seguía preocupando tanto a los nexos como a la mujer, y era el irritante e imposible misterio que envolvía a Miocene y los otros capitanes desaparecidos.
Cuando se desvanecieron sus capitanes, la respuesta de la maestra fue un pánico majestuoso y decidido. Despachó varias tropas de seguridad, de uniforme y de paisano, que peinaron la inmensa nave en busca de aquellos cientos de mujeres y hombres. Al principio las tropas utilizaron medios sutiles. Luego, después de una semana estéril, se llevaron a cabo barridos aleatorios. Y después de otro mes de manifiestos fracasos, las tropas reunieron a todos los agitadores conocidos y demás almas antipáticas y realizaron una serie de interrogatorios quirúrgicos.
Y sin embargo, los capitanes desaparecidos (los mejores de los mejores) seguían sin encontrarse.
Sus colegas comprendieron pronto el alcance de las cosas, y cuando los susurros dejaron escapar la noticia, primero entre los miembros de bajo rango de la tripulación y luego entre los propios pasajeros, las explicaciones se hicieron obligatorias. Y fue por eso por lo que la maestra se inventó la historia sobre una misión secreta a un mundo lejano, y dejó sin definir el propósito y el destino exacto para permitir que la imaginación y la paranoia de su público llenasen las incógnitas. Todo lo que importaba era que repitiese la historia con la frecuencia suficiente para obligara los demás a creerla, y después de un siglo sin saber ni una palabra de los capitanes desaparecidos, ni siquiera una aparición plausible, la maestra se colocó una expresión afligida e hizo un anuncio muy público.
—La nave de los capitanes ha desaparecido —informó.
Era su banquete anual; miles de capitanes menores parpadearon al escuchar la noticia y mostraron su expresión afligida cuando comenzaron a absorber aquellas palabras.
—Su nave ha desaparecido y suponemos que ha sido destruida —continuó—. Ojalá pudiera explicar su misión. Pero no puedo. Baste decir que nuestros colegas y buenos amigos son héroes, y que estaremos para siempre en deuda con ellos, como lo está la Gran Nave.
Se impusieron nuevas medidas de seguridad. Diseñadas por la maestra y aplicadas por su guardia de élite, estas paranoias tenían el cometido de vigilar a los capitanes que quedaban. Se prohibieron las viejas rutas de huida, una idea sabia en épocas anteriores, y se dio orden de que se desmantelaran. Los nuevos nexos incorporados a su inmenso cuerpo no hacían más que informar sobre el paradero de los capitanes, sus actividades, fracasos y éxitos y, sin resultar demasiado indiscretos, también le pasaban ciertos pensamientos.
Para entonces la escasez de capitanes era un tema real y pernicioso. Había desaparecido un tanto por ciento muy pequeño de la lista, pero, sin embargo, la eficacia había caído una cuarta parte y la innovación se había derrumbado en casi un sesenta por ciento. La maestra se encontró estudiando los talentos de todos los miembros de la tripulación, y también los de los pasajeros humanos. ¿Quién, entre todos esos cuerpos cálidos e inmortales, podría convertirse en un capitán pasable? ¿A quién podrían confiarle una pequeña parte de la nave, aunque solo fuera para vestirlos con el uniforme adecuado y hacerlos desfilar por las avenidas públicas para infundir confianza en aquellos que más la necesitaban?
El talento escaseaba (ese talento real, instintivo, el de «llévanos por toda la galaxia»).
Incluso con preparación, tiempo y manipulación genética, no eran muchas las almas que disponían de la profunda ambición y la necesidad de responsabilidad que requerían los capitanes. La maestra se encontró automatizando cada vez más nexos, atareando aún más sus días y sus noches. Estaba claro que sería una bendición contar con unas cuantas almas bien dispuestas y con talento. ¿Pero cómo iba a encontrarlas? La nave estaba muy lejos de las colonias terráqueas, y sus necesidades eran tan terrible e insoportablemente urgentes…
—¿Qué le parece una amnistía general? —sugirió su nuevo primero en la presidencia.
Se llamaba Tijereta y estaba encantado con la desaparición de Miocene. Y así debía ser. Pero Tijereta carecía de las mejores cualidades de su predecesora como, por ejemplo, el buen sentido de Miocene a la hora de admitir en público su ambición. Por no mencionar su tristemente famosa incapacidad para perdonar y olvidar.
—¿Una amnistía? —dijo la maestra. En su voz se reflejaba la duda, pero no la decisión.
—Según el último recuento, señora, ochenta y nueve capitanes han dejado las filas. Algunos están encarcelados por delitos menores mientras que otros se desvanecieron hace mucho tiempo entre la población general y asumieron nombres y rostros nuevos, vidas sin responsabilidades.
—¿Y necesitamos personas así?—preguntó la maestra.
—Sí, si están dispuestos a comenzar con un rango bajo —argumentó él—. Y si sus delitos son lo bastan te pequeños para que usted, en su magnificencia, pueda perdonarlos. Yo diría que sí, podríamos darles un buen uso. Sí.
Ella misma solicitó la lista.
En una fracción de segundo el funcionariado compuesto por IA resumió esas ochenta y nueve vidas y actas de servicio, y su alma consciente miró los nombres, recordó la mayoría y se sorprendió por el talento apuntado allí. Un dedo suave y fuerte señaló el nombre de más rango con voz retumbante.
—¿Qué crees que le pasó a tu predecesora?
—¿Señora?
—A Miocene. Quiero que me cuentes tu mejor conjetura. —Levantó la gigantesca mano y repitió lo obvio—: Varios cientos de colegas se desvanecen el mismo día, y no hemos encontrado ni siquiera un dedo perdido. ¿Dónde crees tú que deben de estar?
—Muy lejos —fue el veredicto del hombre.
Luego, al notar el humor de la maestra, como haría cualquier buen primero en la presidencia, añadió:
—Fue una influencia alienígena. —Se acusó a varias especies, todas locales y todas sospechosas—. Pudieron haber sobornado a nuestros capitanes, o haberlos raptado. Y luego los sacaron a escondidas de la nave.
—¿Por qué esos capitanes?
El ego le hizo decir:
—No sé por qué, señora.
No era una cuestión de talento, parecía afirmar. Aunque los dos sabían que silo era.
—Debería confiar en sus nuevas medidas de seguridad. —Tijereta volvía a arrastrar la conversación hacia el tema de la amnistía—. Podemos vigilara cada uno de estos capitanes perdonados. Si nos decepcionan, actuamos de la forma correspondiente. Puede actuar, señora. No existe ninguna posibilidad de que se repitan estos acontecimientos, señora.
—¿Estoy preocupada por una repetición?
—Quizá yo lo esté —respondió él. Luego se acordó de sonreír mientras miraba la lista de capitanes caídos y el nombre señalado con firmeza por la maestra. Dijo en voz baja «Pamir».
La maestra contempló a su primero en la presidencia.
—¿Crees de verdad que una amnistía general iba a funcionar? —preguntó—. ¿Que un hombre como Pamir entregaría su libertad a cambio de este uniforme?
—¿Entregar su libertad?—balbució Tijereta sin terminar de comprender. Luego, por complacer a la maestra, añadió:
—Recuerdo a Pamir. Era un capitán nato, de gran talento. A veces desabrido, sí. Pero se diga lo que se diga sobre él, señora, era todo un experto a la hora de lucir nuestro uniforme…
La amnistía se publicitó bien en los lugares más discretos y se le dio una esperanza de vida de un siglo exacto.
Durante los primeros dos minutos, la mitad de los capitanes encarcelados y ausentes sin permiso aceptaron sus términos al tiempo que rogaban el perdón por sus varios crímenes. Sin ruido, pero de forma abierta, se permitió que cada uno de ellos volviera al servicio, se les dio un rango modesto y responsabilidades oscuras y, después de cinco décadas de servicio fidedigno, se les concedieron pequeños aumentos de sueldo y posición.
Pamir no había aparecido.
La maestra estaba desilusionada, pero no sorprendida. Le parecía conocer a aquel hombre desde siempre. En cierto sentido, incluso lo comprendía. No sería propio de Pamir unirse a la primera oleada de suplicantes. Era cierto que una loable desconfianza formaba parte de su modo de ser. Pero sobre todo era una criatura con un orgullo tremendo, casi paralizante. Durante los últimos años de la amnistía, a medida que más almas perdidas daban un paso adelante, la ausencia de Pamir se hizo más notable. Hasta la maestra decidió que, si seguía vivo y todavía residía en la nave (dos supuestos enormes), haría falta un regalo un poco más dulce que el perdón para llevarlo a casa con ella.
Veinte minutos antes de que terminara la amnistía, un hombre grande con una túnica y sandalias de contemplador, y que se ajustaba de forma vaga a la descripción de Pamir, entró sin prisas en la oficina de seguridad de Puerto Beta, se sentó tranquilo, con gesto indiferente, y dijo a todos los que quisieron oírlo:
—Estoy aburrido de estar por ahí fuera, quiero recuperar mi trabajo, o algo similar.
Unos escáneres de profundidad comprobaron que se correspondía con el capitán desaparecido.
—Has de rogar el perdón de la maestra —le explicó el general interno. Veinte duros policías ataviados con sus uniformes de color púrpura y negro rodeaban a aquel hombre grande y poco atractivo—. Es uno de los términos básicos de la amnistía. De hecho, es el único término. La señora puede verte y oírte. Ruégale ahora. Vamos.
Pamir no quiso.
A varios miles de kilómetros de distancia, la maestra contempló a aquel hombre, que sacudía la cabeza y decía a su público:
—No pienso disculparme por nada. Y bien podrías no cansarte la boca pidiéndomelo.
El general parpadeó, perplejo.
—No tienes alternativa, Pamir.
—¿Cuál fue mi delito? —respondió él.
—Permitiste que una entidad peligrosa subiera a bordo. Y estuviste implicado en la destrucción de una de nuestras mejores plantas de tratamiento de residuos.
—Y sin embargo —se encogió Pamir de hombros—, no me siento especialmente culpable. Ni siquiera me arrepiento un poco.
A miles de kilómetros de allí, la maestra lo observaba. Escuchaba. Y detrás del gran dorso de su mano, sonreía.
—Hice lo que debía —añadió el disidente. Luego miró más allá de sus acusadores; había adivinado dónde se ocultaba el ojo de seguridad y le habló solo a la maestra—. No puedo pedir perdón, perdón de verdad, si no me siento culpable.
—Muy cierto —susurró ella para sí.
Los agentes no eran tan comprensivos. Uno tras otro sacudieron la cabeza indignados, y el más enfadado, un tipo de largos brazos salpicado de genes de simio y un temperamento carente de gracia, realizó una absurda amenaza.
—Entonces te arrestaremos. Un juicio, una condena rápida. Y te pasas el resto de este viaje tan, tan largo, sentado en la celda más diminuta y oscura.
Pamir miró con atención inexpresiva al hombre iracundo.
Luego se puso en pie.
—La amnistía tiene otros ocho minutos de vida —señaló—. Todavía puedo irme. Pero supongo que podríais olvidaros del tiempo y derribarme. Si en eso habéis puesto el corazón y el estómago, que así sea.
La mitad de los agentes estaba pensando en placarlo.
Como si quisiera picarlos, Pamir dio una gran zancada hacia la puerta de la oficina. Luego fingió pensárselo mejor. Medio se rió, medio se giró. Luego volvió a mirar al ojo de seguridad.
—¿Se acuerda de todos esos capitanes que se desvanecieron? —le dijo a la maestra—. ¿Los que, según esa ridícula historia suya, nos dejaron para realizar aquella misión secreta?
Nadie habló, ni se movió, ni se acordó de respirar.
—Una semana después de que se perdiera de vista… yo vi a uno de sus capitanes.
El billón de voces de la nave se quedó en silencio.
De repente la maestra no oyó nada salvo a Pamir, y tampoco vio a nadie más. Desde su alojamiento justo debajo de Puerto Alfa, gritó:
—¿A quién viste?
A la velocidad de la luz, a su voz pareció llevarle una eternidad llegar hasta su público. Pero no obstante bramó, e hizo que todas las cabezas salvo una sufrieran una sacudida de sorpresa.
—Salid de la habitación —rugió—. ¡Que se vaya todo el mundo salvo el capitán Pamir!
Durante un instante Pamir dejó que los policías vieran su sonrisa. Los agentes se pusieron furiosos, apretaron los puños y fueron saliendo de uno en uno. Quedaron solo ellos dos. La maestra interrumpió todas las entradas y salidas de información salvo una, y apareció ante él como luz hecha forma y una voz pánica.
—¿A cuál de mis capitanes viste? —exigió.
—A Washen —respondió él en voz baja. Parecía disfrutar con aquello.
—A Washen.
Pamir y Washen habían sido amigos íntimos, si la memoria no le fallaba.
Durante aquel largo instante ya no fue la maestra. Se olvidó del billón de voces, dejó la Gran Nave flotando por el espacio sin su dirección, y el efecto, si acaso, fue agradable. Estimulante, ligero. Grato.
—¿Dónde viste a Washen?
Con una serie de detalles vivos y seguros, Pamir le contó lo suficiente para que lo creyera.
Luego, con una sonrisa sabia, añadió:
—Quiero que me devuelvan mi rango. No tiene que pagarme ni confiar en mí. Pero me aburriría, y no serviría de nada si fuera capitán de rango un millón.
La mujer estuvo a punto de asombrarse.
—¿Por qué te mereces consideración alguna? —preguntó con una sonrisa también forzada.
—Porque usted necesita talento y experiencia —respondió él con fría certeza—. Y porque no sabe lo que estaba haciendo Washen ni dónde ha ido. Y dado que yo sé algo sobre las desapariciones, quizá pueda ayudarla a encontrarla. De algún modo, algún día. Quizá.
Fue el más extraño de los momentos.
La maestra capitana, la que oía cada voz, no sabía qué decir.
Entonces Pamir sacudió la cabeza y habló con una clarividencia bastante desagradable.
—Señora… —Se inclinó hacia delante—. No pretendo faltarle al respeto, señora, pero la nave es un sitio muy grande y, con franqueza, usted no la conoce ni la mitad de bien de lo que cree. Y ella a usted no la conoce ni la cuarta parte de lo que usted cree que debería…
Pamir había nacido en un pequeño y desvencijado mundo colonial. Su padre apenas tenía treinta años, casi un niño en estos tiempos inmortales, mientras que su madre, una autoproclamada sacerdotisa y vidente, era miles de años mayor que él. Mamá tenía una belleza gozosa y una riqueza casi incalculable, y con esas bendiciones podría haber tomado casi a cualquier hombre del lugar, además de a una buena porción de las mujeres de la zona. Pero era una mujer extraña y singular, y por alguna razón convincente decidió cortejar a un muchacho inocente y casarse con él. Y a su modo bastante peculiar, estas dos personas tan mal emparejadas se convirtieron en una pareja estable, e incluso feliz.
Su madre era muy aficionada a las religiones alienígenas y a sus dioses. El universo estaba construido a partir de tres grandes almas, creía ella: la Muerte, la Mujer y el Hombre. De niño, a Pamir le enseñaron que él era la encarnación del Hombre y que la Mujer era su compañera y aliada natural. Por eso ya casi nunca se veía a la Muerte. Al trabajar juntos, los dos dioses habían suprimido de forma temporal al tercero, al que habían dejado debilitado y falto de eficacia. Pero la estabilidad era una ilusión en una tríada. La Muerte estaba tramando su regreso, le aseguraba su madre. Algún día, de algún modo profundo y astuto, la Muerte seduciría al Hombre o a la Mujer y el equilibrio volvería a cambiar. Cosa que no dejaba de ser lo más natural y adecuado. Su madre le decía que cada dios era igual de hermoso que los demás, y que cada uno se merecía un tiempo en el que reinar, o el universo se derrumbaría bajo el peso del gran desequilibrio.
Durante meses y años, Pamir yació despierto por la noche mientras se preguntaba si la Muerte vendría a su cama después de que se quedara dormido para susurrarle en sueños, y si él encontraría la fuerza necesaria para resistirse a sus horribles encantos.
Por fin, desesperado, le confesó sus temores a su padre.
Aquel hombre juvenil se echó a reír, tomó a su hijo por los hombros y le advirtió:
—No puedes creer todo lo que dice tu madre. Está perturbada. Como todos, por supuesto. Pero ella está peor.
—No te creo —gruñó el muchacho. Intentó desprenderse del brazo de su padre y fracasó—. ¿Cómo puede nadie estar otra cosa que cuerdo?
—¿Quieres decir porque tiene un cerebro moderno? —Papá era un hombre grande y feo, un legado caucásico y azteca reforzado por un estofado de genética barata del tamaño de un cuanto—. Lo cierto es que mamá es tan vieja que vivió la mayor parte de una vida normal antes de que la actualizaran. Antes de que supieran cómo hacer de la carne y el hueso algo medianamente inmortal. Vivía en la Tierra. Ya tenía cien años y estaba muy desgastada cuando los autodocs empezaron por fin a trabajar con ella. Fue una de las primeras. Motivo por el cual todavía no habían acertado del todo con la tecnología. Cuando convirtieron su viejo cerebro en biocerámica y demás, parte de su vejez permaneció en él. Se perdieron recuerdos, y sin que nadie se diera cuenta entró un puñado de pequeños errores. Y también unos cuantos errores grandes. Aunque yo no te lo he contado, y si se lo repites a alguien le diré al mundo que tu imaginación está enferma y que no se puede confiar en ti.
En el físico, Pamir era hijo de su padre. Pero en temperamento y emociones se parecía mucho a su madre.
El niño se preparó para lo peor.
—¿Estoy loco como ella? —preguntó al fin.
—No. —El hombre sacudió la cabeza—. Tienes su temperamento y parte de ese ingenio cortante. Y cosas para las que nadie ha encontrado nombre. Pero esas voces que oye le pertenecen a ella. A ella sola. Y esas ideas absurdas salen directamente de su enfermedad.
—¿Hay alguna forma de ayudarla? —preguntó el niño.
—Lo más probable es que no. Suponiendo que ella quisiera que la ayudaran, claro…
—¿Pero quizás algún día?
—La triste y sencilla verdad —continuó su padre— es que estos trucos que nos mantienen jóvenes también evitan que cambiemos. Casi sin excepción. Una mente enferma, como cualquier otra sana, tiene pautas clave encerradas en su ultracórtex. Una vez allí, no hay nada que las pueda sacar.
Pamir asintió. Sin montar ningún escándalo y con una notable falta de dolor asumió el estado de su madre y lo aceptó como otra más de las cargas de la vida. Lo que más le molestaba, lo que con el tiempo mantuvo al joven despierto por las noches, era esa persistente y tóxica idea de que un ser humano pudiese vivir durante tanto tiempo y ver tantas cosas, y sin embargo, a pesar de elevarse sobre toda aquella experiencia, siguiera sin poder cambiar su naturaleza más simple.
Si eso era cierto, comprendió el muchacho, entonces estaban todos condenados.
Para siempre.
El mundo de Pamir estaba compuesto de desierto y altas montañas secas, aire pobre en oxígeno y pequeños mares salpicados de sales de litio tóxicas. Veinte millones de años atrás abundaba la vida, pero un asteroide había asesinado todo lo que superaba el tamaño de un microbio. Con el tiempo habrían evolucionado nuevas formas de vida multicelular, igual que en otro tiempo habían conseguido hacer en la antiquísima y pulverizada Tierra. Pero los seres humanos no le dieron al mundo esa oportunidad. En unas pocas décadas, los colonos se habían extendido por una amplia zona, y los inmigrantes y sus hijos habían creado ciudades instantáneas donde antes no había nada salvo sal y rocas; se restregaron todos los mares hasta despojarlos de sus toxinas y luego los surtieron con ejemplares ligeramente retocados, pero de otro modo normales, de vida terrenal; grandes nubes azules de aerogel absorbían el agua potable, y luego los niños de la lluvia pastoreaban las nubes hasta el interior y las apretaban hasta dejarlas secas, llevando lluvias suaves a las granjas nuevas y a los jóvenes y verdes bosques.
Para cuando cumplió los treinta, Pamir había decidido que su hogar era un sitio aburrido que se iba haciendo más aburrido con cada día que pasaba. A veces se tendía en un risco alto mientras el polvoriento cielo rosa se iba oscureciendo al llegar la noche, hasta revelar una masa incluso más polvorienta de estrellas frías y lejanas. Y él levantaba su joven mano, la sostenía contra el cielo y empequeñecía todas aquellas motas fieras de luz.
Ahí es donde quiero estar, pensaba para sí.
Ahí.
En cuanto la huida fue posible, Pamir visitó a su madre, ansioso por contarle que iba a emigrar y que nunca volvería a verla.
La casa de su progenitora era hermosa a su extraño modo, como su propietaria. Esta vivía dentro de un pico volcánico aislado, muerto mucho tiempo atrás. La mansión subterránea lucía una majestad artificial, absolutamente demencial y todavía más caótica porque seguía construyéndose a perpetuidad. Los robots y los simios alterados mantenían el ambiente lleno de polvo y maldiciones. Todas las habitaciones estaban talladas en roca blanda, según los volubles planos de su madre, y la mayor parte de los pasillos eran tubos volcánicos vacíos alineados según una lógica magmática.
Su madre desconfiaba de la luz del sol. Escaseaban las ventanas y los atrios. En su lugar, decoraba su hogar con alfombras gruesas de fertilizante perfumado y abono, sintetizado a muy alto coste y aligerado con las esporas de hongos modificados. Los champiñones se hacían enormes en aquel aire cerrado y húmedo, y filtraban una luz débil, rojiza y difusa, por debajo de sus amplios sombreretes. Los hongos más pequeños, los bejines y las especies con algo parecido al pelo, producían un fulgor dorado y azulado. Para mantener el bosque controlado, unos escarabajos gigantes vagaban por allí como ganado. Y para mantener a los escarabajos bajo control, lagartos parecidos a dragones se deslizaban por la húmeda oscuridad.
Pamir necesitó tres días enteros para encontrar a su madre.
No se estaba escondiendo. Ni de él ni de nadie. Pero ya habían pasado casi cinco años desde la última vez que la había visitado, y los equipos de construcción, con las explícitas instrucciones de su jefa, habían cerrado todos los pasillos que conducían a ella. No había forma de entrar salvo una única y estrecha hendidura que no aparecía en los mapas de nadie.
—Pareces disgustado —fueron las primeras palabras de la mujer.
Pamir la oyó antes de verla. Tras abrirse paso por el reluciente bosque, rodeó el gigantesco tallo de un champiñón señora de la muerte que ya tenía un siglo y se encontró mirando un dragón de dos cabezas. Siamés, y el favorito de su madre.
Estaba sentada en un sillón alto de madera y fingía sujetar una correa con una cadena de oro. El dragón siseaba con una boca mientras que la otra, la cabeza en la que Pamir nunca había confiado, saboreaba el aire con una lengua del color de las llamas.
Lo saboreaba a él.
Su madre era antiquísima y estaba loca, pero siempre se las arreglaba para tener un aspecto más bello que demente. Pamir siempre había supuesto que era así como atraía a los jóvenes para que se convirtieran en sus maridos. Era pequeña y más pálida que sus hongos, salvo por una larga y espesa mata de pelo que solo lograba que su palidez fuera más obvia. Aquel rostro marcadamente bonito sonreía, pero de un modo desaprobador.
—No me visitas con la frecuencia suficiente para ser un hijo de verdad —le recordó—. Así que debes de ser una aparición.
El tuvo buen cuidado de no decir nada.
El dragón se deslizó un paso hacia delante, quitándole de las manos la correa a su dueña. Ambas bocas emitieron siseos bajos y amenazantes.
—No te recuerdan —le advirtió.
—Escúchame —dijo Pamir.
Su voz tosca lo traicionó todo. La mujer hizo una mueca.
—Ah, no. Hoy no necesito ninguna noticia amarga, muchas gracias.
—Me voy a ir de aquí.
—¡Pero si acabas de llegar!
—En la próxima nave estelar, madre.
—Eres cruel al decir eso.
—Espera a que lo haga. Eso sí que debería doler.
El sillón de su madre se pudría, crujió bajo ella cuando se irguió sobre los brazos finos como palos, sin llegar a levantarse del todo. Cogía aire en bocanadas regulares y profundas.
Por fin, llena de dolor, preguntó:
—¿Adonde vas?
—Me da igual.
—La siguiente nave es una vieja carreta bomba. La Elassia. —Para ser alguien que vivía como una reclusa, parecía estar en contacto con todo lo que ocurría en su mundo—. Espera diez años —le sugirió—. Va a venir un crucero de los asteroides, uno nuevo y muy bonito.
—No, madre.
La mujer volvió a estremecerse y gimió. Luego pidió silencio a sus voces antes de cerrar los ojos y comenzar a canturrear; consiguió emitir una versión confusa de una plegaria de los silbidos.
Los silbidos eran una especie vecina. Criaturas diminutas, más bien lerdas y supersticiosas. Unos cuantos humanos sin voluntad creían que los silbidos podían ver el futuro, además del pasado remoto. Si se utilizaban los rituales adecuados acompañados de un espíritu puro, cualquier especie podía obrar su magia. ¿Cuántas veces había discutido Pamir ese tema con aquella orate? Ella no entendía la lógica de los alienígenas. Lo que esas bestezuelas creían, más que nada, era que el pasado resultaba ser algo tan turbio como el futuro. Sus cánticos funcionaban en ambas direcciones, y nunca demasiado bien.
Con todo, la mujer murmuró las poderosas frases.
Luego se incorporó sobre el suelo negro y desnudo, se levantó la larga falda y orinó entre sus pies para leer el patrón de los charcos.
Por fin, con un melodramatismo forzado y una sonrisa extraña e inesperada, anunció:
—Es bueno. Sí, tienes que irte. Ahora mismo.
Pamir se quedó asombrado, pero se esforzó por ocultar su humor. Dio un paso adelante y abrió los largos brazos, listo para ofrecerle a la anciana un beso y un largo abrazo. Nunca más volvería a ese lugar, nunca más vería a la persona más importante de su vida; la enormidad del momento lo puso profunda y asombrosamente triste, y una parte muy real de él solo quiso llorar.
—Es tu destino, esa nave.
La mujer pronunció esas palabras con tal fervor, con una convicción tan pura que una parte de Pamir no pudo evitar creerla.
—Debes hacerlo —proclamó ella. La sonrisa se hizo aún más brillante, y todo en aquel rostro pequeño y pálido acentuó la sensación de locura—. Prométeme que te irás ahora.
Era una trampa. Estaba gastándole una broma torpe y estúpida para aprovecharse de sus emociones. Pero Pamir se oyó gruñir:
—Lo prometo.
Mamá fingió que aquello la complacía. Había algo en sus grandes ojos pálidos que transmitía, entre todo lo posible, un asombro absurdo, abrumador.
—Gracias —le dijo al tiempo que se arrodillaba ante él y se hundía en su propia orina.
Los dragones siameses sisearon y dieron un paso hacia Pamir. Y porque él siempre había querido hacerlo, apretó el puño y lanzó un golpe a la cabeza en la que no confiaba y la proyectó hacia atrás con brusquedad y un sonido agudo y limpio. Luego sintió el dolor apagado y firme cuando el dedo roto comenzó a curarse.
Una vez más, en voz más baja esta vez, su madre canturreó en aquella lengua alienígena.
—¿Por qué no puedes ser normal? —fue lo último que le dijo a aquella mujer. Luego se volvió y se alejó siguiendo sus propias pisadas a través del abono de olor dulzón y negro como la noche.
No existía esa criatura llamada Inmortalidad.
Pero la vida moderna, dotada de sus maravillas técnicas y su prosperidad médica, tenía una fuerza, una terquedad sincera que llevaba a sus ciudadanos a superar los desastres y que iba más allá de la simple indiferencia.
En tres ocasiones durante los dos mil años siguientes, Pamir se acercó tanto a la muerte como era posible. Su alma solo salió del caos lo suficiente para que su cuerpo volviera a cultivarse, sus recuerdos se despertaran y su espíritu beligerante se mantuviera puro.
Cuando la carreta bomba se puso en órbita le entregaron un regalo de su madre. Una bonita suma acompañada de una extraña nota que afirmaba: «salmodié y vi. Esto es lo que vas a necesitar, con toda exactitud. En dinero».
No era una fortuna, que fue por lo que Pamir se convirtió en aprendiz de ingeniero. No había sueldo con el puesto, pero significaba un pasaje gratis; es más, si uno de los ingenieros de verdad lo dejaba o moría, un aprendiz estaría listo para llenar el hueco, preparado ya por la biblioteca de la nave estelar y ejercitado hasta la extenuación por sus superiores.
El ingeniero de menor rango era un tarambana, el nombre humano que se le daba a una especie humanoide famosa por su mal humor.
Pamir decidió que quería el trabajo del alienígena.
Dado que conocía los peligros, visitó la gran cabina de la criatura, se sentó sin pedir permiso y soltó el rollo.
—En primer lugar —comentó—, soy mejor ingeniero que tú. ¿Cierto?
Silencio. Lo que significaba «cierto».
—En segundo, a la tripulación le caigo bien. Me prefieren a mí antes que a ti en casi todos los sentidos. ¿Tengo razón?
Otro silencio que otorgaba.
—Y por último, te pagaré para que dimitas. —Pronunció una suma calculada con todo cuidado y luego añadió—: Ganarás lo suficiente. Y en nuestro siguiente puerto encontrarás una nueva tripulación a la que no le importe que seas un pesado de mierda.
Por el agujero por el que comía, el tarambana emitió un sonido bajo y ligeramente húmedo.
Por el otro agujero de la cara, el que respiraba y hablaba, salió un chillido duro que contenía una respuesta brusca.
—Que te jodan, simio —dijo el traductor.
—Eres idiota —le aseguró Pamir.
El alienígena se puso en pie y se irguió en toda su altura sobre el gran humano.
—De acuerdo, bien —admitió Pamir—. Date un año para pensártelo, entonces te haré la misma oferta. Habrá menos dinero en la bolsa la próxima vez.
Insultar a un tarambana suponía una venganza, sin excepción. Pero lo inesperado y el alcance del ataque cogieron por sorpresa al joven Pamir.
—Ha desaparecido un barrenero —le informó la maestra ingeniera. Fue doce horas más tarde, y con un guiño travieso la mujer añadió—: Parece una buena tarea para ti. Lo último que supimos es que estaba abajo, cerca de la placa de empuje, por donde el ombligo, en alguna parte.
En naves mejores los barreneros buscaban a los suyos. Pero podían ser máquinas muy caras, y en una vieja carreta bomba por lo general escaseaban. Tras meterse en un traje salvavidas destinado a un hombre más pequeño y ponerse luego un segundo traje de hiperfibra y una saca con herramientas de segunda mano, Pamir estaba listo para la tarea. Era una caída de tres kilómetros hasta el tallo, y el último medio kilómetro se hacía a pie. La placa de empuje era un disco enorme construido en un principio con aleaciones de cerámica metálica, pero parcheado con armaduras de diamante y luego hiperfibras de grado barato, según fueron abriéndose brechas y fisuras a lo largo de los siglos. Unos pasadizos mínimos, resistentes a los impactos, permitían el acceso. La placa en sí se estremecía bajo él, un temblor borroso provocado por la detonación constante de pequeños explosivos nucleares. En ese reino un hombre débil y poco fiable sentía claustrofobia, y su mente aburrida inventaba rostros y voces para llenar el pesado trabajo. Como con cualquier otra cosa, con esa tarea se pretendía probar el carácter, y Pamir aceptó la prueba sin quejarse, recordándose que, antes o después, él tendría el poder de enviar abajo a un aprendiz por ese mismo corredor.
El ombligo no es que estuviera colocado exactamente en el centro de la placa. Una fracción gruesa de un kilómetro de anchura y de una redondez perfecta no servía para nada. Una detonación prematura había evaporado un gran volumen del blindaje y, dado que el ombligo estaba en la parte más gruesa de la placa, su reparación podía esperar hasta la próxima revisión general.
Recibió a Pamir un chisporroteo de luz blanca azulada.
El joven hizo una pausa y llamó a la maestra ingeniera, que a su vez se puso en contacto con el maestro capitán para pedir un cierre de motores mientras prometía que las alteraciones serían mínimas. Se advirtió a pasajeros y tripulación que las perezosas fuerzas de la gravedad estaban a punto de desvanecerse. Se desencadenaron programas de mando. Después, los explosivos nucleares dejaron de disparar, se desvaneció la rápida luz blanca azulada y, en un instante, la placa se quedó quieta.
Pamir había hecho que se intercambiaran de lugar la cabeza y los pies, y luego se había trasladado al lugar en el que el tejado del pasadizo había quedado reventado. Sus botas se agarraban con fuerza al suelo ennegrecido y lleno de marcas.
El barrenero estaba en el centro del cráter de la explosión, que era un sitio muy extraño. ¿Por qué saldría la máquina hasta allí?
Estaba desactivada. Y lo que era peor, lo más probable es que tampoco sirviera para nada, y muy bien podría dejarla allí. Pero sentía la obligación de ser concienzudo, que fue por lo que levantó las botas y utilizó la mochila de chorro para bajar como un cohete por el cráter poco profundo, mientras unas manos torpes se estiraban en busca de las herramientas necesarias para hacer salir la cabeza de la máquina y poder ver si había algo en el interior que fuera recuperable.
Nunca estuvo muy seguro de por qué levantó la vista.
Más tarde, al esforzarse por revivir los acontecimientos, Pamir se preguntó si tenía intención de contemplar su destino final. La carreta bomba caía hacia un sol de clase K y sus dos jóvenes planetas, que estaban siendo terraformados por colonos humanos. Debió de ladear la cabeza porque quería contemplarlo a simple vista. Era un hombre joven que admiraba su primer sol nuevo, y con él una vida que con toda seguridad sería larga y llena de muchos lugares exóticos. Por eso vio un destello de luz, un explosivo nuclear inesperado que ascendía…, y por eso tuvo justo el tiempo suficiente para girar su inmenso cuerpo y dirigirse al pasadizo mientras dejaba caer las herramientas de las dos manos al ordenar a su mochila de chorro que quemase hasta el último gramo de combustible en una fracción de segundo.
Se vio lanzado por donde había venido.
Demasiado pronto pensó que saldría ileso. ¿Y no sería un placer ver ahora la cara del tarambana?
Pero se había equivocado en medio metro al apuntar: el brazo y el hombro izquierdos recortaron el blindaje ennegrecido, y su cuerpo giró y rebotó contra la pared contraria. Perdió un impulso valiosísimo… y el explosivo nuclear detonó con una luz fantástica que lo persiguió, lo atrapó demasiado pronto y lo borró casi todo…
Lo que sobrevivió fue el casco bien blindado y un cráneo apenas humano y bastante cocido. Pero el cirujano de la nave y los autodocs de a bordo eran relativamente hábiles (consecuencia del cuestionable historial de la nave en materia de seguridad), y en tres meses el alma de Pamir se había vertido en una nueva mente y en un cuerpo recién cultivado que podía reconocer como propio.
Cuando la nave estelar se detuvo en un punto de atraque situado encima del primer mundo nuevo, la maestra ingeniera se deslizó en el interior de la cámara de terapias y contempló a Pamir, que terminaba un ciclo de dos horas de isometría. Luego, en voz baja, con una mezcla de desprecio y curiosidad, le dijo:
—A los tarambanas no les hacen gracia los sobornos. Jamás.
Pamir asintió mientras se aspiraba el sudor oleaginoso de la cara y el pecho.
—No le diste alternativa —dijo la ingeniera, mayor y más cauta—. Según su naturaleza, el pobre tipo tenía que buscar venganza.
—Ya sabía todo eso —respondió él—. Es solo que no esperaba que me metieran un explosivo nuclear por el culo.
—¿Qué esperabas?
—Una simple pelea.
—¿Y creías que ganarías?
—No, suponía que iba a perder. —Luego se echó a reír con calma y tristeza—. Pero también supuse que sobreviviría. Y la criatura tendría que darme su trabajo.
—Pero la que toma esa decisión soy yo —advirtió la maestra.
Pamir no parpadeó.
Su comandante lanzó un profundo suspiro y desvió la vista sin dirección fija.
—Tu adversario se ha ido —admitió—. Junto con la mitad de mi personal. Estos terraformadores están pagando incentivos a los buenos ingenieros. Y a los malos. Intentan que sus trozos de roca sean habitables.
Pamir esperó un momento y luego preguntó:
—¿Entonces me he ganado mi puesto?
La anciana tuvo que asentir.
—Pero podrías no haber hecho nada —le dijo—. Nada, y de todos modos habrías conseguido lo que querías.
—Son dos cosas diferentes —fue la respuesta de él.
—¿Qué quieres decir?
—O bien pagas por algo o es caridad —explicó él—. Y me da igual cuánto tiempo viva. Todo lo que recibo, lo pago. En caso contrario, mis manos no piensan tocarlo.
Empujado por el talento, la disciplina y la falta de interés en un trabajo mejor, Pamir terminó ascendiendo al cargo de maestro ingeniero.
Durante los siguientes mil seiscientos años la vieja nave sufrió dos rehabilitaciones, la última de las cuales la despojó de su anticuado motor de bomba. Se instaló un motor de fusión en su lugar, con sus toberas rotativas, puntas de antimateria y todo lo demás. Estaban sacando a diez mil colonos de un mundo de clase Tierra. Por delante de ellos estaban los espesos ribetes de la nube de Oort de otro sol. Las nubes de Oort eran los peores lugares para las naves estelares. Los obstáculos eran demasiado escasos para señalarlos en un mapa y demasiado comunes para hacer caso omiso de ellos. Pero los riesgos solían ser pocos, y como el tiempo y una pingüe deuda los presionaban, el maestro capitán decidió atajar a través de los ribetes.
Cuando se rehabilitó la nave, despojaron a la vieja placa de empuje de su masa extra y la reforzaron con nuevos grados de hiperfibra. Luego sujetaron al morro todo aquel torpe aparato. La placa absorbía los impactos del polvo. Los cañones de aceleración pulverizaban los guijarros y las pequeñas bolas de nieve, mientras que el viejo motor de bomba lanzaba explosivos nucleares contra los obstáculos más grandes para volatizarlos a una distancia que esperaban que fuera segura.
Hacía falta un ingeniero para supervisar las reparaciones repentinas e inesperadas de los sistemas clave. En la mayor parte de las naves estelares, el maestro ingeniero delegaba ese trabajo. Siendo joven como era, Pamir quizá hubiera tenido estómago para esa clase de abuso, pero había vivido la mayor parte de su vida en esa excéntrica nave y la conocía mejor que nadie. Por eso se puso un traje salvavidas y una armadura, y luego subió a los conocidos corredores de la placa de empuje; vivió dentro de su traje durante veinticinco días enteros, y pudo repararse media docena de fallos gracias a su oportuno y rápido trabajo.
No llegó a ver el cometa que los alcanzó.
Su única advertencia fueron los disparos rápidos; casi aterrados, de los cañones de aceleración y de los explosivos nucleares. Dejaron de lanzarse bombas cuando el objetivo estuvo demasiado cerca, y con una claridad matemática Pamir se dio cuenta de que el impacto era inminente. Sin razón útil alguna se hizo una bola, colocó las manos sobre las rodillas y llenó los pulmones con una última y profunda bocanada de aire.
Luego negrura.
Más vacía que cualquier espacio, y muchísimo más fría.
Todos los que rondaban a su alrededor eran extraños, y nadie quería hablarle de los pasajeros, la tripulación o la suerte de su nave.
Al final, un ministro eternicista con muy buenas intenciones dejó escapar la noticia.
—Es usted un hombre muy, muy afortunado —proclamó mientras su rostro sonriente igualaba la sonrisa de su voz, casi atolondrada—. No solo ha sobrevivido, querido amigo, sino que una nave de amables mineros de asteroides encontró sus restos dentro de esa vieja placa de empuje.
Una vez más vertían el cuerpo de Pamir casi de la nada. Todavía sin terminar y desesperadamente débil, se encontró echado en una cama blanca de hospital, dentro de un hábitat de gravedad cero y con unas cinchas suaves colgadas sobre su cuerpo desnudo, correas erizadas de sensores que marcaban sin descanso sus constantes progresos.
A pesar de la debilidad, extendió la mano en busca del ministro.
Al pensar que era un gesto de necesidad, el hombre intentó tomar esa mano entre las suyas. Pero no, la mano se deslizó un poco más allá y se cerró sobre el hombro más cercano para luego tirar de la pesada tela de la túnica. Y con una voz demasiado nueva para parecer humana, Pamir gruñó:
—¿Qué pasa… con el resto?
—Vidas largas y felices que han recibido su merecido descanso —dijo el ministro con certeza dichosa—. Tal y como debería ser.
Pamir cerró la mano de golpe alrededor del cuello expuesto. El ministro intentó arrancársela, pero fracasó.
—Todos ellos murieron en un instante indoloro —graznó—. Sin preocupaciones. Sin el menor sufrimiento. ¿No es así como usted, en su momento, desearía morir?
La mano se tensó, pero por fin se volvió abrir. Y con esa nueva voz Pamir dijo que no, mientras sus ojos recién nacidos miraban a lo lejos y no veían nada.
—Quiero sufrimiento. Quiero preocupaciones. Cuando vea a la muerte, pronto, espero, le diré que quiero lo peor que tenga. La peor mierda. Lo quiero todo hasta el puñetero final…
Habían pasado siglos mientras el cuerpo de Pamir flotaba entre las estrellas. Se encontró viviendo en una región poco colonizada del espacio humano, entre asentamientos esparcidos que llegaban al borde de la Vía Láctea. Solo había ocurrido un acontecimiento de importancia durante su ausencia, y era enorme: se enteró de que se había descubierto una nave estelar alienígena entre las galaxias. Nadie sabía de dónde venía o por qué estaba allí. Los mundos y especies más importantes estaban reuniendo recursos para llegar a ella y reclamarla como propia.
Por una simple cuestión de suerte los humanos habían sido los primeros en verla. La ventaja era suya. El gremio de los mineros de asteroides, con un alcance inmenso y rico en experiencia, había optado por construir una flota de naves rápidas. Y para conseguir ventaja sobre los otros grupos, lanzaría sus primeras naves antes de que estuvieran terminadas, pequeños asteroides elegidos por su mezcla adecuada de metales, potingue carbonáceo y agua helada; los atravesaron con unos túneles mínimos, construyeron hábitats duraderos, profundos y seguros, y luego sujetaron al tosco exterior motores e inmensos tanques de combustible.
Los mineros contrataron a todos los ingenieros de la región por su saber hacer, por sus manos y en no pocas ocasiones solo para mantener secas las reservas de talento y hacer la vida más difícil a sus competidores.
Su experiencia en el espacio hizo que incluyeran a Pamir en el primer equipo.
Los rumores aseguraban que se incluiría a alguna fracción del equipo en la gran misión. Al principio, Pamir supuso que lo invitarían a unirse a los mineros y que él se negaría. La nave alienígena era bastante interesante, pero ese distrito era prácticamente un desierto. Un hombre acaudalado que tuviera su propia nave estelar podría visitar decenas de mundos alienígenas, ninguno de los cuales había visto jamás una cara humana. En lo que a aventuras se refería, él creía que esa era la mayor. Y con esto decidido, creyó que su futuro estaba resuelto.
Una mañana temprano se encontró flotando dentro de un túnel mugriento, atestado de polvo y haciendo caso omiso de una acalorada discusión entre arquitectos y bolidólogos. El tema era el ángulo preciso de aquel túnel sin importancia, y Pamir no podría haberse aburrido más. Sus plegarias para que surgiese alguna distracción, por pequeña que fuera, tuvieron una respuesta repentina: aparecieron cien capitanes flotando por una cadena suelta, todos ellos recién llegados de las profundidades de la Vía Láctea y todos tocados con los nuevos uniformes espejados que se habían inventado específicamente para la gran misión.
A la cabeza del grupo había un par de mineras de asteroides, cada una más alta que la otra. De la más grande se rumoreaba que era la favorita para ocupar la silla de maestra capitana.
Su compañera, de rostro cortante y magistral, observó que Pamir flotaba solo.
Hizo un gesto en su dirección.
—Ese, señora —dijo—, es el caballero que sobrevivió al desastre de la Elassia.
Habían pasado siglos, pero ellas seguían recordándolo.
Pamir se volvió para saludar con un gesto silencioso. El debate sobre el ángulo del túnel se detuvo en seco, en medio de un silencio embarazoso.
La futura maestra sonrió, pero luego decidió que aquel momento requería un toque sin humor.
—Me gustaría tener a este con nosotros —proclamó—. ¡Nos traería suerte!
Pero la capitana de rostro cortante tuvo que discutirlo.
—La suerte fue suya, señora. No la compartió con su nave.
Pamir sintió un odio natural por esa mujer. Se asomó al polvo negro y leyó la placa con su nombre. «Miocene». ¿Qué sabía de ella? Era joven, decían los rumores. Y ambiciosa como nadie. La futura maestra guiñó un ojo a su humilde ingeniero.
—¿Te interesa, querido? ¿Te gustaría dejar atrás la galaxia?
Y él pensó: Gracias, pero no.
Pero hubo algo en las circunstancias, algo en el polvo flotante y en las dos capitanas, y en aquella charla sobre la suerte… Todos esos factores, y más, se combinaron en su interior.
—Sí, quiero ir —dijo—. Desde luego.
—Bien —respondió la gigantesca mujer—. Nos vendrá bien toda la suerte que podamos subir a bordo. Aunque te la quedes toda tú solo.
Era un chiste, y además muy malo. Pamir no pudo obligarse a reír, aunque los otros capitanes, los arquitectos y los expertos en rocas estaban partiéndose de risa como tontos.
Aparte de él, la única persona que permanecía impasible era Miocene.
—Los que van —les recordó a todos— son las personas que merecen ir. Nadie más. Dado que nuestra nave se va a construir de camino, sin la ayuda de nadie, no tenemos espacio ni paciencia para aquellos que no sean los mejores de los mejores.
En ese instante Pamir se dio cuenta de que había tomado la decisión correcta: lo único que quería era formar parte de esa magnífica misión. Durante todo el año siguiente trabajó sin quejarse, sin pelearse jamás con sus comandantes y dirigiendo sus pequeños equipos con una eficacia discreta. Pero a medida que llegaba el plazo impuesto se apoderó de él cierta inquietud. La intranquilidad se convirtió en un terror negro e inmenso. Sabía con toda exactitud lo que era. Se consideraba un buen ingeniero, y nada más. A los hombres y mujeres que lo rodeaban les preocupaba más la maquinaria que las personas. Contaban chistes sobre motores de fusión, chismorreaban sobre sus respectivos diseños y sus mejores amigos eran máquinas. Había unos cuantos ingenieros que vivían abierta y felizmente con robots que ellos mismos habían diseñado, sus formas físicas manipuladas solo hasta cierto punto, su carácter de máquina obvio bajo las cálidas glándulas de goma y las excepcionales caritas de muñeca.
Cuando se publicó la lista definitiva, el miedo se convirtió en resignación.
Pero pasó por el ritual de buscar su nombre, y a pesar de saber bien lo que había, sintió una sorpresa paralizadora al no verse entre los afortunados.
La sorpresa fue descendiendo y convirtiéndose en una furia sorda empeorada por dos días con sus noches de licores fuertes y la ingestión de varias y potentes drogas. Sumido en esta alterada calima, la venganza le pareció una posibilidad muy dulce. Con la lógica de un tarambana fabricó un arma a partir de un taladro láser, le quitó los seguros y volvió a sintonizar sus frecuencias. Luego, con el láser desmantelado y oculto, pasó flotando al lado de las tropas de seguridad y entró en la nave estelar a medio nacer mientras pensaba en Miocene cuando murmuraba para sí: «ya le enseñaré yo a esa lo que es la suerte».
Los capitanes ya vivían a bordo. Quizá Pamir tenía intención de herirlos, o algo peor. Pero una vez que la posibilidad de la venganza se convirtió en realidad, su cólera se disolvió convertida en un odio por sí mismo, puro y sin mezclas.
Jamás se había sentido así.
Fueron las drogas que tenía en su organismo, no quería creer otra cosa. Pero si acaso, lo único que hacían esas sustancias químicas era aplastar sus emociones, distorsionar toda razón y obligarlo a seguir buscando el momento clave de su dolor.
Los ingenieros más afortunados y con más talento estaban trabajando en los hábitat principales.
Pamir subió arrastrándose por un hueco sin salida.
Al final de su viaje, aquella nave estelar estaría entre las mejor construidas jamás por manos y mentes humanas. Pero no por sus manos, lo sabía. Dentro de ese agujero oscuro y asfixiante descubrió que le daba igual esa nave. La única que le importaba era la otra. ¡La reliquia muerta que se precipitaba desde la nada y que se dirigía directamente hacia él!
Quizá fueran las drogas, o la desesperación. O quizá fuera solo lo que le pareció en ese momento. Pero los movimientos de su vida (irse de casa cuando lo había hecho; viajar con la Elassia, luego como cadáver, y la singular buena suerte que había hecho que lo encontraran), estos improbables acontecimientos, de repente, le parecieron el Destino y el Gran Proyecto. Todos los sucesos importantes de su vida, y también los diminutos, habían ocurrido para colocarlo allí, agachado en ese lugar tan impropio y en ese estado, borracho, drogado y dueño de sí mismo, y nada le pareció más obvio que su destino personal.
Tenía que encontrar algún medio de continuar a bordo.
Pero un polizón no podía seguir escondido durante mucho tiempo. No durante un siglo, y mucho menos durante miles de años. La única solución era obvia, inevitable.
Son pocos los hombres que podrían haber hecho lo que Pamir hizo a continuación. Para un humano al que se le han dado miles quizá millones de años de vida ininterrumpida, la idea de poner semejante tesoro en peligro mortal era impensable.
Pero Pamir ya había muerto antes.
Dos veces.
No solo conectó el láser, sino que al hacerlo sus manos estaban firmes como una piedra. Se iba sintiendo más feliz a cada momento que pasaba, con cada bocanada de aire. Colocó con todo cuidado el cuerpo en la parte posterior del estrecho túnel y se tomó algo de tiempo para juzgar el modo en el que se fundiría aquella porquería carbonácea parecida al alquitrán y fluiría alrededor de su cadáver incinerado, y el modo en el que su negrura se fusionaría y ocultaría la de su cuerpo.
Al final, durante apenas un instante, tuvo miedo.
No era hombre de canciones. Pero mientras esperaba a que se cargase el láser antes del disparo escuchó su voz tosca abrirse camino a través de una vieja melodía de los silbidos que, si la memoria no le fallaba, su madre le cantaba a él y a su querido dragón de dos cabezas.
—Todo el universo —cantaba su madre— y yo soy la única.
»Toda la creación, y solo hay una como yo.
»Todo de todo y lo que soy ahora nunca volverá.
»Con cada paso, cambio.
»Con cada paso, muero.
«¡Siempre y por siempre, aquí, aquí, aquí estoy!
Pamir jamás había visto el puesto de la maestra en semejante estado de confusión.
Las puertas automáticas funcionaban a pleno rendimiento y las escotillas blindadas estaban selladas y trabadas. Las brigadas de las fuerzas de seguridad lucían armas imponentes y rostros amedrentadores. Una paranoia infecciosa, embriagadora, pendía del aire brillante y húmedo. Pamir fue interrogado por dos capitanes y una maestra adjunta. Cuántos registros de su cuerpo y su uniforme se llevaron a cabo con toda discreción, no sabría decirlo. Le preguntaron a bocajarro sobre Washen y Miocene. ¿Qué había visto? ¿Qué había oído? ¿Y qué les había dicho él, si es que había dicho algo, a sus agentes desaparecidos? Él lo contó todo de forma voluntaria, ningún detalle era demasiado mundano. Luego, con tono despreocupado, confesó que habían pasado veinte segundos enteros antes de que se pusiera en contacto con la maestra para informarle de que se le habían aparecido un par de fantasmas, y para enterarse de que esas mismas apariciones habían hablado con ella primero.
—Quizá estén muertas —sugirió él—, pero siguen respetando la jerarquía.
Preguntaron a Pamir sobre la ruta que había tomado para llegar al puente de la nave, su medio de transporte, y si había visto algo peculiar, aunque solo fuera un poco.
En ningún viaje por la nave, por breve que fuera, faltaban cosas extrañas. Pamir describió la visión de un par de rufianes de cuello azul copulando a la vista de todos; había visto un banco de calamares de espalda cortada a los que se les había quedado la burbuja rodante atrapada en la entrada de una tienda, y mencionó que cuando su coche cápsula prioritario se acercaba al puente de la nave había distinguido a un solitario varón humano que lo único que vestía era un cartel manuscrito que declaraba: «¡El fin está aquí!»
Los interrogadores se dedicaban a recopilar toda suerte de rarezas. Más tarde, sus empleados clasificarían estos incidentes según su supuesta importancia, y cuando fuese necesario los investigarían.
Era un magnífico desperdicio de mentes y tiempo, algo fascinante.
Se abrió la última escotilla y Pamir entró en el puesto. Una de las IA empleadas allí lo miró alborozada con su rostro de goma.
—¡Por fin! —dijo con una alegría nerviosa. Giró todo el cuerpo menos la cabeza—. ¡Sígame! ¡A la carrera!
Pamir recorrió en un momento el puesto entero.
El centro administrativo de la nave tenía tres kilómetros de largo y la mitad de ancho, con grandes arcos de olivino verde en lo alto que formaban una red suspendida del techo. Los capitanes y sus ayudantes, humanos y de otras especies, se aferraban a sus puestos de trabajo y charlaban en el dialecto comprimido del puesto. Hablaban sobre los capitanes desaparecidos. Pamir oía comentarios sobre los distintos registros, todos ellos llevados a cabo en las profundidades de la nave. Los equipos de seguridad acababan de terminar la ronda e iban a comenzar nuevas búsquedas. Cuando los humanos hacían una pausa para respirar, las IA seguían hablando en sus propias lenguas chirriantes, manipulando océanos de datos calientes para encontrar algo que pudiera confundirse con un patrón útil.
Unos fantasmas hacen un par de holollamadas y mira el caos que provocan.
La cara de goma se hinchó cuando cubrieron los últimos cientos de metros y la IA advirtió:
—Hoy quiere honestidad. Solo eso.
En circunstancias normales la maestra no aprobaba que se dijera demasiado la verdad. Pero Pamir respiró hondo. —No te preocupes —dijo.
—Pero ese es mi trabajo —respondió la IA, ahora herida—: la preocupación.
Se detuvieron delante del alojamiento de la maestra. Pamir se quitó la gorra y dejó que su uniforme se alisara y limpiara de sudor y suciedad. Después de inspirar lentamente varias veces para calmarse, subió hasta la puerta de hiperfibra. Cuando se abrió pudo ver varias decenas de generales de seguridad, hombres y mujeres embutidos en uniformes negros blindados; todos aquellos rostros, profesionales y fieros, contemplaron al recién llegado con esa mezcla de desconfianza y asco que daba la práctica.
En su mente Pamir siempre sería el traidor: el capitán traicionero que había obligado a su maestra a concederle el perdón absoluto, con su viejo y muy deshonrado rango y todo.
La maestra se destacaba por encima de sus generales y miraba hacia Pamir, aunque sus amplios ojos castaños parecían perdidos. Cerró los párpados, sacudió los dos brazos y comunicó a los demás:
—Por ahora no hay nada. Ni nadie ni nada. Pero seguid buscando e informad de inmediato sobre cualquier cosa. ¿Me han entendido?
—Sí, señora —dijeron treinta rostros inclinados.
En un instante se quedaron solos ellos dos, mil IA ocultas y una multitud de máquinas que no disponían más que de su instinto.
El alojamiento de la maestra era más pequeño que la mayoría. Hasta el apartamento de Pamir parecía espacioso en comparación. Aquella mujer solo requería media hectárea dividida en una multitud de pequeñas habitaciones, cada una decorada con las alfombras domésticas más anodinas, tapices sin ningún valor artístico y selvas en miniatura, florestas compuestas por las especies terráqueas estándar y mobiliario con los mismos colores, sin más pretensión que la de ofrecer una comodidad muy poco inspirada a sus visitantes.
La maestra dominaba todas las habitaciones, y eso era lo que quería. Se cernía ahora sobre Pamir, y entre todas las expresiones que podía mostrarle se decidió por una sonrisa amplia y cálida que casi llegaba a resultar coqueta.
La sonrisa lo cogió por sorpresa.
Luego, una voz cálida dijo «Pamir» con cariño.
Pero él ocultó la sorpresa, realizó la reverencia acostumbrada y respondió «señora», mientras clavaba los ojos en los pies larguísimos de la mujer, aquellos pies desnudos, dorados y carnosos, y en el níveo suelo de mármol, sobre el que esos mismos pies habían creado suaves surcos tras tantos milenios de viaje.
—¿En qué puedo ayudarla? —inquirió él—. Señora.
—He estudiado tu relato de los acontecimientos —le dijo la maestra—. Un trabajo excelente y meticuloso. Como siempre. Estoy segura de que no has dejado nada fuera.
—Nada. —El hombre miró el uniforme de su jefa y luego el reflejo de su propio rostro confuso—. ¿Ha encontrado a alguna de las dos, señora?
—No.
¿Se lo diría acaso de haberlas encontrado?
—No —repitió ella—, pero estoy empezando a creer que no hay nadie a quien encontrar. Por lo menos no entre mis capitanes desaparecidos.
Pamir parpadeó mientras pensaba en esas palabras.
—Así que no fue Washen la que habló con nosotros…
—Fue, supongo, la idea que tiene alguien de una broma pesada. —No le sonreía a Pamir tanto como le sonreía a esa sencilla idea. Era una posibilidad tranquilizadora, y a su artificial manera, casi racional—. Proyecciones holográficas. Personalidades sintéticas. Hemos rastreado la fuente hasta cierto puesto secundario que se destruyó momentos más tarde. Es obvio que para darle a esta ficción una mayor credibilidad.
Pamir esperó un momento.
—Se equivoca, señora.
Ella se quedó mirándolo.
—Vi a Washen —le aseguró él—. La reconocí, pero desde luego había cambiado. La piel de color ahumado y ese tosco uniforme que llevaba…
—Recuerdo el aspecto que tenían las dos. Sí, gracias.
—Además —continuó él—, ¿por qué iba nadie, persona, alienígena o quien fuera, a fingir su reaparición y la de Miocene?
La maestra estaba jugando a uno de sus juegos. Lo que ella creyera era secundario: primero estaba lo que quería de Pamir, y sus deseos se revelarían solo según su conveniencia. O quizá nunca.
—Cualquier enemigo podría haber hecho ese truco —sugirió ella mientras asentía con repentina certeza—. Alguien que está deseando hacernos quedar a mí y a mi gran oficina como completos imbéciles.
Pamir guardó silencio.
—Auténticas o no —continuó la maestra—, esas fantasmas se pusieron en contacto solo con nosotros dos. Entiendo por qué me distinguieron a mí. Y a ti, por supuesto. Siempre has afirmado que viste a Washen después de su desaparición. —La mujer recalcó el «después»—. ¿No es cierto?
—Sí —dijo él.
Nada más.
—Ese mundo de mierda… Médula —citó la maestra.
Pamir esperó.
—¿Esa palabra significa algo para ti?
—Donde nace la sangre. Eso es todo lo que significa para mí.
La maestra señaló con un gesto la hilera de IA.
—Han hecho una lista con todos los mundos conocidos que llevan ese nombre, o alguna permutación. En lenguas alienígenas, por regla general. Pero ninguno de nuestros sospechosos está cerca. No lo estamos ahora, y pocas veces lo hemos estado en el pasado.
—Es un detalle extraño —comentó Pamir—. Es decir, para gastar una broma.
Ahora fue la maestra la que decidió quedarse callada; le tocaba a ella esperar.
Pamir sabía lo que quería aquella mujer.
—Yo no sé nada, señora. Ver a Washen y Miocene… fue una impresión total y absoluta.
—Te creo —respondió ella sin mucha convicción. Entonces lo miró con dureza—. ¿Tú qué crees? Basándote en tu absoluta ignorancia, por supuesto.
Pamir respondió con el corazón golpeándole en el pecho y una mano invisible atenazándole la garganta.
—Eran auténticas, esas fantasmas. Y creo que siguen en la nave. Washen. La maestra adjunta Miocene. Y es de suponer que también los otros capitanes desaparecidos.
—Cada uno es libre de tener su opinión.
El hombre se puso furioso, pero no lo demostró.
—Dos veces —dijo ella—. Una vez, y luego otra. Dos veces.
—¿Disculpe, señora?
—Me he arriesgado contigo. ¿Te acuerdas, Pamir? —La sonrisa era amplia y malévola—. Casi se me olvida la primera vez. Pero tú la recuerdas, ¿no es cierto? Al principio, cuando los ingenieros descubrieron tu cadáver destrozado… Querían dejarte en ese estado hasta que se te pudiera trasladar a una prisión adecuada.
—Sí, señora.
—Pero yo te salvé. —Lo dijo con una mezcla de amargura y placer sublime—. Decidí que un alma que quería estar con nosotros hasta ese punto tenía que tener un gran valor, fueran cuales fueran sus talentos. Y por eso ordené que te hicieran nacer de nuevo. Y cuando tus compañeros ingenieros se negaron a aceptarte, ¿no fui yo quien tuvo la inteligencia de convertirte en capitán?
No exactamente. Unirse a las filas de los capitanes había sido idea de él, e iniciativa también suya. Pero sabía que ese era un punto que no debía discutir, así que asintió sin rebajarse y habló para sus pies grandes y descalzos.
—He intentado servirla a usted y a la nave.
—Con un lapso o dos incluidos.
—Un lapso —respondió él, que se negaba a caer en trampas sencillas.
—Y con toda honestidad, tú no sabes nada de estas bromas. ¿O sí?
—Ni siquiera sé si son bromas. No lo sé, señora.
—Lo que nos deja ¿dónde, Pamir? Quiero oírlo de tus labios.
—Si lo desea… —respondió él con voz grave y firme—. Con su permiso podría registrar la nave en busca de Washen. En busca de todos esos capitanes desaparecidos. De forma oficial… o no.
Su mirada se elevó.
—¿Estarías dispuesto a hacerlo?
—Encantado —dijo él, y hablaba en serio.
—Supongo que estás cualificado —comentó ella. Luego se deleitó con las viejas heridas para señalar—: Te las arreglaste para evadir a mis equipos de seguridad durante mucho, mucho tiempo. Y al parecer sin demasiado esfuerzo.
Pamir no podía hacer nada salvo mirarla a la cara y contener el aliento con fuerza.
—Y dado que lo has mencionado —continuó ella—, no me vendría mal un poco más de confianza. En tu lealtad, si acaso. —Hizo una leve pausa y luego añadió—: Si encuentras a Washen, quizá pueda dejar de vigilar cada paso que das. ¿Entendido?
Era fácil olvidar por qué había vuelto a unirse a las filas de los capitanes. Pamir esbozó para la maestra una sonrisa fina y fría.
—Señora. —Luego se inclinó apenas—. Si encuentro a esos capitanes desaparecidos y están vivos, entonces usted estará demasiado ocupada preocupándose por ellos para molestarse conmigo…, señora.
Pamir estaba sentado en la oscurecida sala ajardinada, sobre el tocón fragante de un palorrosa del atardecer. El jardín estaba en el corazón de un apartamento de lujo situado en uno de los distritos humanos más antiguos y elegantes. Una pareja peculiar compartía sus espaciosas salas y pasillos (un hombre y una mujer que se habían casado durante los primeros milenios del viaje); los amantes se pasaron toda la visita de Pamir cogiéndose de las manos y susurrándose al oído, lo que provocó que su brusco visitante sufriera los amargos comienzos de la envidia.
Quee Lee era una mujer acaudalada y extraordinariamente anciana. Nacida en la Tierra, había heredado su fortuna de un abuelo chino que había hecho dinero con el negocio del transporte y las drogas legales. En otras ocasiones, la mujer hablaba de su mundo natal con tanto cariño como horror. Era casi tan anciana como lo sería la madre de Pamir hoy en día, aunque él nunca mencionaba a aquella loca. Quee Lee era lo bastante anciana para recordar la época en la que el vuelo espacial era cualquier cosa salvo rutinario, y cuando la gente se sentía afortunada (o maldita) por vivir un mero siglo. Luego llegó el día en el que las primeras emisiones alienígenas cayeron del cielo y se llevaron por delante el aislamiento de la Tierra. Para cuando entró en la mediana edad, todo había cambiado. Se conocían ya veinte especies duchas en temas tecnológicos, y sus conocimientos, emparejados con una explosión intelectual cultivada allí mismo, produjeron cosas como los motores estelares, la genética eterna y las sondas que abandonarían la Vía Láctea y, con el tiempo, aquella gran nave, antigua y sin duda maravillosa, en la que viajaban con lujoso esplendor.
Su joven marido había nacido en la nave. Perri había sido rémora, una de esas extrañas almas que vivían en el casco de la nave. Pero decidió abandonar aquella extraña cultura porque prefirió la rareza mayor del interior de la nave. Cuando Pamir era un capitán que comenzaba a ascender, los dos hombres fueron enemigos. Pero después de que Pamir abandonara su cargo y asumiera nuevos rostros e identidades, Perri había ido evolucionando hasta convertirse en un aliado y amigo ocasional.
Solo ciertas IA especialistas conocían la nave mejor que él.
Un rostro masculino más bonito que atractivo estudiaba una serie de holomapas. De vez en cuando apartaba con un manotazo al lucimurciélago ocasional, y luego esa misma mano ajustaba los controles del mapa, cambiaba la perspectiva o el distrito que se estaba examinando, o la escala de todo lo que miraba, aunque siempre con una concentración perfecta.
—¿Otra copa? —preguntó Quee Lee.
Pamir miró su vaso vacío.
—Gracias. No.
Era una mujer hermosa bajo cualquier luz. Un rostro sin edad que envolvía unos ojos antiguos y cálidos. Era aficionada a los sarongs lisos y a las joyas muy ornamentadas y demasiado alienígenas. Aferrada a una de las manos de su esposo, miró el mapa.
—Siempre se me olvida —confesó con un leve suspiro.
—Lo grande que es la nave —dijo Perri para completar el pensamiento de su mujer.
—Lo es —se hizo eco ella al tiempo que levantaba los ojos para mirar a su invitado—. Es enorme y maravillosa.
Perri marcó una cueva probable y se dirigió al siguiente distrito. No comentó por qué merecía la pena echarle un vistazo a aquel lugar. Realizó la pregunta obvia:
—¿A quién estás buscando?
Luego, con una sonrisa que no podría haber sido más encantadora, dio la respuesta.
—A esos capitanes desaparecidos. Apuesto a que sí. Lo que quieras. La familiaridad era una herramienta muy poderosa.
A Pamir no le hizo falta responder. Se limitó a mantener la boca cerrada y ladeó la cabeza de un modo ligero y un tanto sugerente.
Perri leyó su postura, asintió y esbozó una amplia sonrisa privada de satisfacción. Luego volvió a marcar una ubicación.
—Hay un río pequeño que atraviesa un cañón prácticamente sin fondo. Para serte franco, podría haber un millón de kilómetros cuadrados ahí abajo. Todo ello en vertical. Basalto negro y bosques de epífita. Conozco dos asentamientos. Ninguno humano. Entre ellos hay espacio para unos cuantos cientos de miles de personas. Si tuvieran cuidado, y un poco de suerte, nadie sabría jamás que estuvieron allí.
Quee Lee contempló a su marido con cariño.
—Ese cañón se rastreó el mes pasado —respondió Pamir—. Con robots de seguridad, y a conciencia.
—Los capitanes conocen unos cuantos trucos —dijo Perri—. Mierda, tú has utilizado esos mismos trucos. Sería bastante fácil hacer que las máquinas no vieran más que roca y malas hierbas trepadoras.
—¿Crees que debería mirar allí?
—Quizá.
En otras palabras, «no veo por qué iban a estar allí».
Pamir no dijo nada.
Una vez más el mapa cambió de distrito. De repente Perri estaba mirando una ciudad enterrada a gran profundidad, y en cuya elección no había existido azar alguno. Una abundancia de colores y formas complicadas mostraba la presencia de especies alienígenas. Lo tocó con el gesto del que sabe lo que hace, fue más allá de las catacumbas y las arterias principales y siguió un oscuro capilar hasta un puesto secundario que aparecía con una fuerte luz dorada, en funcionamiento, listo para dar la bienvenida a todos los visitantes.
Perri marcó el puesto secundario y luego lanzó una risita.
—¿De qué te ríes?
Sonrió al capitán.
—De esto —dijo—. Lo que sé es lo que dicen los chismorreos. Que alguien destruyó este sitio, que no es nada. Fue un acto aleatorio, sin sentido. ¿No es ese el veredicto oficial? Y, sin embargo, a los pocos minutos la maestra ordenó un barrido meticuloso de cien distritos centrados en ese único puesto.
Una vez más Pamir utilizó el silencio. Y con él, una mirada dura.
Perri manipuló la escala del mapa. Fue aumentándola poco a poco, hasta que de repente estuvieron contemplando casi una décima parte de un uno por ciento de la nave, una región inmensa, complicada y con frecuencia vacía, con cien mil kilómetros de pasadizos importantes que se desdibujaban en un rompecabezas geométrico demasiado irregular para parecer planeado, y mucho menos atractivo; y para cualquier mente lo bastante grande para apreciar las distancias, resultaba obvio que era un rompecabezas sin una solución que mereciera la pena.
No por primera vez, Pamir se sintió del todo impotente.
—Así de grandes fueron los barridos —dijo Perri—. Y la gente sigue hablando de ellos. Un par de especies que viven ahí abajo tienen sentimientos muy fuertes sobre la presencia de autoridades. Una lo odia, mientras que a la otra le encanta. Esos barridos les hicieron sentirse importantes, y todavía siguen cantando sobre ello hoy en día.
—Me lo imagino.
Dentro de esa inmensa región, las seis decenas de marcadores de Perri aparecieron como puntos de luz de color violeta. Hizo un gesto con la mano libre. —Esto es una pérdida de tiempo. Yodo.
—¿Perdona?
—Quiero decir que eres una persona bastante brillante. Pero la verdad es que tú y el resto de los uniformados estáis atacando el problema de la forma más obvia.
Pamir hizo una mueca.
Quee Lee conocía el temperamento del capitán. Se inclinó hacia delante y sonrió como si todo dependiera de eso.
—¿Estás seguro de que no quieres otra copa?
Pamir sacudió la cabeza y luego se hizo eco de aquellas palabras.
—La forma más obvia.
—Se trata de vuestros capitanes desaparecidos. Y no es solo una suposición razonable por mi parte. Una de las IA de tu maestra filtró la noticia a su psiquiatra, que se lo babeó a su amante, que lo mencionó en público una vez… Al menos eso fue lo que oí que pasó.
Pamir aguardó.
—Tú has estado muy ocupado desde entonces. Eso también lo sé. Has estado entrevistando a todos tus viejos contactos. ¿Cuánto tiempo ya?
—Seis semanas.
—Y en comparación, ¿cómo queda mi lista? Respecto a las otras, me refiero.
—Es concienzuda. Es razonable. Encontraré lo que quiero en uno de esos lugares.
—Bueno, pues yo no lo creo.
Quee Lee apartó la mano de la de su marido y con un índice corto y suave tocó la más baja y aislada de las luces violetas.
—¿Qué es esto? —inquirió.
—Un hábitat alienígena —dijo Perry.
—Para las sanguijuelas —añadió el capitán—. Ya lleva abandonado mucho tiempo.
—¿Lo registró la maestra? —preguntó Perri.
Pamir asintió.
—Con proxys, y también algunas personas de seguridad —añadió.
—Lo que creo —le sugirió Perri— es que primero tienes que aceptar un hecho difícil. ¿Me estás escuchando?
—Siempre.
—No sabes nada en absoluto de esta nave. —De repente era como si Perri estuviera enfadado. Aquel hombre perpetuamente encantador, que recubría toda ocasión social con una superficialidad fácil, se inclinó lo suficiente para que su aliento repleto de licor se mezclara con los aromas nocturnos del antiquísimo jardín—. Nada en absoluto —repitió—. Igual que todos los demás.
—Sé lo suficiente —contraatacó Pamir, y hablaba en serio.
Perri negó con la cabeza y agitó las manos vacías.
—¡Y una mierda! ¡No sabes quién construyó esta nave, ni cuándo, ni siquiera dónde pasó!
De repente el capitán quiso esa copa, pero decidió quedarse sentado, tranquilo, y no decir nada, dejando que fueran su postura y su mirada furiosa las que hicieran el trabajo sucio.
—Y lo peor de todo —dijo Perri— es que ni siquiera sabes por qué se construyó esta máquina. ¿O sí? Sin pruebas convincentes, ni siquiera puedes fingir que tienes una teoría factible. Solo unas cuantas suposiciones a medio hacer que llevan cien milenios sin cambiar. Que es la nave que utilizaba alguien para saltar de galaxia en galaxia. O eso esperáis. Y que fue lanzada demasiado tarde, o demasiado pronto. ¿Pero hay alguien que tenga alguna prueba real de eso?
—No —dijo Pamir.
Perri se echó hacia atrás y sonrió como un hombre que sabe que acaba de ganar una batalla importante, con las manos entrelazadas y colocadas detrás de la cabeza.
—Médula —dijo en voz baja el capitán.
—¿Perdona?
Era la primera vez que pronunciaba esa palabra desde que había visto a la maestra, y la única razón para utilizarla entonces era que quería desviar la conversación.
—¿Conoces algún lugar con ese nombre?
—¿Médula?
—Eso es lo que he dicho. ¿Lo conoces?
Perri cerró los ojos y pensó en esa única palabra hasta que por fin, con tono convencido aunque de mala gana, solo pudo admitir:
—No se me ocurre nada. ¿Por qué? ¿Dónde lo has oído?
—Haz una suposición cualquiera —le aconsejó Pamir.
El hombre tuvo que reírse. De sí mismo, de su compañero y también de todo lo demás.
—¿Es allí donde están los capitanes desaparecidos?
—Ojalá lo supiera…
Luego Quee Lee dijo «Médula» de un modo diferente, utilizando un dialecto ya extinto. Levantó un dedo.
—Hace mucho tiempo, antes de que los seres humanos fueran remodelados y pudieran vivir para siempre…, en la época en la que éramos seres sencillos y frágiles, la médula estaba en el centro de nuestros huesos. No como hoy. No salpicaba también los músculos e hígados.
Los dos hombres se volvieron y se la quedaron mirando.
—Sois demasiado jóvenes para acordaros —ofreció ella como si les estuviera dando una excusa. Luego hizo girar el dedo y señaló un punto situado mucho más abajo, más allá de las luces violetas más profundas—. Médula a veces significaba el centro de las cosas. El corazón. El núcleo más profundo.
Luego levantó la vista y sonrió. Su rostro, tan redondo, tan anticuado, quedó iluminado por el fulgor del mapa.
Una vez más Pamir pensó que era una mujer hermosa.
—Mira en el núcleo de la nave —le aconsejó ella.
En voz baja, casi cortés, los dos hombres disfrutaron de una buena y larga carcajada a costa de la pobre Quee Lee.
Pamir elaboró una lista de lugares prometedores y luego realizó registros a pie y visuales de todos y cada uno, siempre disfrazado, siempre tomándose su tiempo y con el cuidado obsesivo natural en un inmortal que trabaja solo. Durante los años siguientes descubrió un océano de rumores afilados, mentiras resbaladizas y algo parecido a apariciones distraídas. Por lo que pudo determinar, la única certeza era que todos y cada uno de los organismos sensibles habían visto a los capitanes desaparecidos al menos una vez y, a juzgar por las apariciones, los capitanes estaban en todas partes. Hasta Pamir se había contagiado de la histeria. Los colegas desaparecidos surgían sin previo aviso. Antiguas amantes en general. Washen más que nada. Sin previo aviso veía a una mujer alta que paseaba con aire despreocupado por una avenida atestada, su modo de andar y el color y el moño de su cabello gris y castaño reconocibles a medio kilómetro de distancia. Pamir echaba a correr y al acercarse redoblaba la velocidad. Pero para cuando alcanzaba a Washen, esta se había convertido en otra mujer atractiva, turbada y quizá un poco halagada por tener a un extraño tirándole del brazo. En una ocasión diferente la distinguió sentada con las piernas cruzadas en el medio de una cámara por lo demás vacía; desnuda, elegante y bella. Pero en el tiempo que le llevó a Pamir acercarse, su amiga se había convertido en una estatua de veinte metros de altura, y justo cuando se convencía de que aquella era su primera pista de verdad, la estatua se convirtió en un simple y sugerente montón de escombros mal iluminados. Pasó un año y Washen apareció arrodillada en un saliente entre las epífitas de color violeta que crecían sobre la orilla de gravilla en la que Pamir había instalado el campamento. Levantó la vista y vio su rostro conocido sonriéndole, observando cómo asaba un salmón chinook recién pescado. Luego, el viento cambió y oyó la voz de Washen preguntando: «¿suficiente para dos?». Pero para entonces Pamir ya sabía lo que había y no se permitió emocionarse. Se levantó una ráfaga de viento y el rostro de Washen se convirtió en un nudo de hojas muertas. Y él sacudió la cabeza, se rió de su propia ridiculez y colocó el pez un poco más cerca de la chisporroteante hoguera.
Los pasajeros y la tripulación se enteraron de su búsqueda, y por todo tipo de razones imaginables trataron de despistarlo.
Algunos querían dinero a cambio de sus mentiras.
Otros rogaban que les prestara atención, que los alabara, los amara o los hiciera famosos.
Mientras que había unos cuantos que estaban tan sinceramente deseosos de complacer que no sabían que estaban mintiendo, que inflaban los difusos recuerdos con ilusiones y construían épicas coherentes capaces de soportar cualquier batería de pruebas psicológicas.
Los capitanes desaparecidos vivían con luditas radicales en algún lugar de los Fondos.
Habían formado su propia comunidad ludita, oculta en el interior de una cámara que no figuraba en los mapas, en algún lugar por debajo del Mar de Gasa.
Habían sido abducidos por los kajjan quasans, una especie diminuta, en parte orgánica y en parte silicio, que los habían convertido en esclavos y los utilizaban como transporte, como si fueran ganado.
Una corriente de gel los había sepultado en el distrito Magna.
O estaba la teoría, muy común y casi plausible, de los alienígenas amargados y vengativos. Los villanos preferidos eran los fénix, aunque había muchos candidatos dignos. Fueran quienes fueran, habían regresado a la nave en secreto, y como castigo por los antiguos crímenes de la maestra habían asesinado a sus mejores capitanes.
Un ser humano muy sincero afirmaba que un alienígena desconocido había trinchado las funciones mentales superiores de los capitanes y luego había dejado a los discapacitados supervivientes dentro de una planta de tratamientos de la zona. Por improbable que pareciera, el testigo recordaba haber visto a una mujer idéntica a Washen.
—Hablé con ella —juraba—. Pobre señora. Tonta perdida, ahora. Pobre señora.
Lleno de esperanza y preocupación, Pamir se metió dentro de la inmensa cámara. La maquinaria de reciclaje original se había visto aumentada ahora con un bosque de hongos personalizados, una escena que no pudo evitar recordarle al capitán al hogar que tanto tiempo atrás tenía su madre. Los champiñones se cernían muy por encima de su cabeza, dándose un festín con los desperdicios de mil especies. Una aldea de chozas bajas y hogueras humeantes era justo donde se esperaba encontrar una colonia humana que no figuraba en ningún mapa, ni oficial ni de otro tipo. Poco a poco, con mucho cuidado, se acercó a la choza más cercana, y después de respirar hondo dio un paso y sonrió a la mujer que se encontraba ante una puerta abierta.
Reconoció el rostro. Sin lugar a dudas se parecía a alguien que en otro tiempo había sido una de las ingenieras que habían ayudado a construir la nave estelar de los mineros de asteroides, y que luego se había unido a las filas de los capitanes.
—¿Aasleen? —preguntó mientras se paraba a tiro de piedra.
El rostro casi no había cambiado, sí: un color negro suntuoso y brillante sobre unos rasgos lisos y elegantes, con una sonrisa luminosa de color blanco amarillento. La sonrisa también era muy, muy parecida. Cuanto más miraba Pamir esta aparición, más seguro estaba.
La mujer dijo «hola» en voz baja, casi demasiado baja para ser oída.
—Soy Pamir —dijo él—. ¿Me recuerdas, Aasleen?
—Siempre —respondió ella, y la sonrisa se iluminó.
Su voz era demasiado suave y demasiado lenta. No era la correcta, pero, ¿y si alguna criatura la había mutilado de algún modo muy elaborado? Con cada palabra la voz se iba acercando un poco más a la que él recordaba, a la que esperaba. Se descubrió disfrutando de esa ilusión. Se acercó más y la observó a medida que el rostro seguía cambiando, evolucionando hasta que se pareció mucho al de su ex amante.
—¿En qué estás pensando, Aasleen? —le preguntó.
La mujer abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido.
—¿Sabes cómo llegaste aquí? —Pamir se acercó aún más y sonrió al repetir la pregunta—: ¿Sabes cómo?
—Lo sé —mintió ella—. Sí.
—Dímelo.
—Por accidente —respondió la mujer—. Eso es lo que tuvo que ser.
Pamir estiró la mano para cogerle la cara.
—No —le dijo cuando ella intentó apartarse—. Déjame.
Luego su amplia mano pasó por una proyección de luz y polvo ionizado. La choza de hongos y las hogueras eran también irreales. Aquello no era una comunidad, sino un simple entretenimiento. Alguien había tirado su IA empática, probablemente con la mierda de la mañana, y de alguna forma había sobrevivido a la caída y a los procedimientos de esterilización, para terminar aterrizando con el tiempo en el potingue que tenía bajo los pies.
Pamir lo dejó donde lo había encontrado, sin marcarlo en ningún mapa.
Abandonó la zona de búsqueda y viajó por media nave hasta un lugar que significaría mucho para Washen y Aasleen. Trepó al interior del tanque de antimateria donde habían vivido en otro tiempo los fénix. Como esperaba, la instalación estaba vacía. Totalmente limpia y vacía. Ni siquiera lo esperaba allí uno de los fantasmas de Washen. De pie en el fondo, sobre un suelo de hiperfibra lustrosa y sin edad, se encontró recorriendo aquella inmensidad con la mirada. El tanque hacía que se sintiera diminuto, aunque una parte muy sabia de él le advertía que aquello no era nada, que la nave eclipsaba ese pequeño cilindro y que el universo eclipsaba a la nave, y que todos esos majestuosos proyectos y maravillas plateadas no eran nada comparados con las interminables extensiones que surcaban.
Habían invertido dieciocho años y tres semanas en una búsqueda cuidadosa y minuciosa de los capitanes, y todo había quedado en nada. Nada.
Por simple costumbre Pamir se remitió a la lista original de lugares en los que quería buscar, cada sitio borrado con todo cuidado a lo largo de los años; sus ojos cansados fueron bajando hasta llegar a aquella extraña y última palabra: «sanguijuelas».
Ese sería el último lugar en el que mirase. Había desperdiciado años de trabajo y esperanza, y no se había enterado de nada salvo de que nada quería aparecer. Mientras salvaba la larga caída que llevaba al hábitat alienígena, decidió que Washen, Aasleen y Miocene no estaban esperando tras ninguna de aquellas proverbiales curvas. De repente fue capaz de creer en esas teorías que con tanto cariño guardaba la maestra: otra especie había contratado y se había llevado a sus mejores capitanes; o, lo que era más probable, los había secuestrado. En cualquier caso, estaban lejos de la nave, y perdidos. Y la misteriosa reaparición de Washen había sido una broma peculiar de alguien, y la maestra era muy astuta y muy sabia al no dejar que la distrajera el sentido del humor enfermo y mal encaminado de esa persona.
Las sanguijuelas serían un final adecuado, decidió.
Cuando salió del tubo y se metió en aquel lugar gris y plano, Pamir estuvo a punto de desechar el sitio sin más. Washen jamás se hubiera quedado allí. Ni siquiera un año, y mucho menos varios milenios. Pamir comenzaba a sentir que su mente se erosionaba y que su voluntad y su corazón flaqueaban con cada aliento; estaba bastante seguro de que ningún otro capitán viviría por voluntad propia dentro de aquel reino de dos dimensiones.
Dos pasos y ya quería huir.
Pamir se detuvo en seco, respiró hondo y luego se aseguró de que la solitaria puerta del tubo estuviera abierta y trabada. Después se arrodilló y abrió una saca de diminutos barreneros, narices de perro y ojos peregrinos.
Los soltó y los sensores se repartieron por las dos dimensiones.
Puesto que tenía acceso a ciertos archivos reservados, solicitó el historial de las sanguijuelas. Lo que le proporcionaron fue un esbozo que no le dijo nada nuevo. Los exófobos habían vivido en aquel hábitat intencionadamente anodino durante seiscientos años, y luego la especie entera había desembarcado: su nave se los llevó a una nube de polvo molecular que ya hacía mucho tiempo que habían dejado atrás.
Las sanguijuelas se habían ido antes de que los capitanes se desvanecieran.
—Adiós —susurró. Levantó la mirada; su voz había sido magnificada por el suelo y el techo, y aquella única palabra se había apresurado a dibujar un círculo perfecto que terminaba con la lejana pared redonda para luego volver con él, ruidosa, profunda, transformada en la voz de un extraño.
—Adiós —le gritó la habitación.
En cuanto pueda, pensó. En el mismo instante en el que termine.
Las sondas encontraron anomalías.
Siempre lo hacían; no había nada inesperado en su alarma.
Pamir construyó un mapa de las anomalías, comprobó los patrones y luego comenzó a caminar haciendo un barrido, examinando todas y cada una de ellas. No había nada lo bastante grande para verse a simple vista. La mayor parte de las rarezas eran escamas secas de piel humana. Pero lo que más le chocó a Pamir, lo que le pareció peculiar, incluso notable, es que apenas una decena de escamas esperaban a ser encontradas. Si unos seres humanos habían vagado por ese lugar, ¿no habrían dejado bastante más cantidad de tejido? Tejido antiguo, cuando midió el deterioro. Maltratado hasta el punto el que no se podían leer los marcadores genéticos. Y tampoco había ninguna bacteria aferrada a las motas. Nada de ese material benigno e inmortal que había llevado a la humanidad al espacio.
Unos agentes o micromáquinas de limpieza habían restregado aquel lugar hasta dejarlo casi estéril. Cosa que no era tan improbable. Era un hogar alienígena, y sus intrusos podrían haber sido muy educados.
Podría ser.
Aparecía una luz violeta más en el mapa, acurrucada cerca de la pared.
Era un jirón de carne incinerada. Inmersa en el interior del suelo de plástico, debió de pasar desapercibida a los intrusos. Pero un barrenero no tuvo ningún problema para encontrarla, y guiado por él Pamir utilizó un taladro láser y extrajo el tesoro ennegrecido, del tamaño de un dedo, y lo insertó en su laboratorio de campo.
Sin ruido, con paciencia, el suelo gris empezó a arreglar el agujero recién hecho.
Casi un kilo de carne viva se había carbonizado hasta prácticamente desaparecer. Había marcadores genéticos aunque no los suficientes para compararlos con alguno de los capitanes desaparecidos. Pero la carne caramelizada implicaba una violencia homicida, lo que ofrecía otra razón para explicar por qué los visitantes podrían haber intentado cubrir sus huellas.
Pamir contempló el suelo que volvía a crecer plano y lustroso. Luego midió el plástico gris y trazó un mapa meticuloso de una red de marcas muy finas, casi invisibles. Esa diminuta porción del hábitat había resultado dañada. Quizá no hacía mucho. El suelo tenía marcas, igual que el techo y la gruesa pared gris. Allí, justo allí se había destruido alguna especie de máquina. Pamir encontró un fino sabor a metal dentro de los hidrocarburos irritados. Explosiones y láseres habían acribillado ese lugar. Podía distinguir los sitios donde unas manos resueltas habían acabado con cualquier cosa que pudiera constituir una prueba. El suelo se había curado una y otra vez, luchando por conservar su sello mientras otra fuerza, igual de incansable, se esforzaba por borrar su crimen.
Pamir sudaba y pensaba de nuevo en los fantasmas.
¿Y ahora qué?
Sentado en una antigua almohada, dibujó un círculo completo y vio al barrenero con la cara pegada a la pared remendada.
—Ya he mirado ahí —le dijo Pamir.
Pero el bicho se negó a moverse.
Pamir se levantó y a punto estuvo de golpearse con la cabeza en el techo. Se acercó a la pared.
—¿Qué pasa? —preguntó.
En muchas especies, quizá incluso en los antiguos humanos, el lenguaje había evolucionado como herramienta para hablar con los muertos. Dado que el mundo vivo podía leer en el rostro y el cuerpo, solo los fantasmas requerían esas sencillas y primeras palabras.
¿De quién era esa teoría?
Pamir intentaba recordarlo, sin pensar en nada más, cuando se arrodilló al lado del barrenero y se metió en sus datos. Enterrado en lo más profundo de la pared, más cerca del frío vacío que de él, había un objeto de metal. Era redondo y liso, y por lo que él veía, no podía ser más sencillo.
No es nada, pensó Pamir.
Nada.
Pero utilizó el láser y abrió un agujero estrecho que luego ensanchó lo suficiente para que el bicho se metiera con cierto esfuerzo, y luego volviera a salir del mismo modo.
El artefacto estaba fabricado con plata sucia y el láser lo había calentado demasiado para poder cogerlo. Pamir lo colocó encima del bicho y tomó una pequeña colación de güisqui seco y celacanto endulzado. Luego examinó la bisagra del artefacto y su tosco cerrojo utilizando los ojos y los dedos. Pasara lo que pasara allí, el objeto había quedado dañado. Los rayos X le mostraron una primitiva red de engranajes y espacio vacío. Sacó al bicho uno de sus miembros y lo utilizó como palanca, con lo que por fin consiguió disparar el maltrecho cerrojo. Sin embargo, mientras levantaba con cuidado la tapa la bisagra se rompió en mil pedazos y la tapa cayó entre sus pies. Pamir se quedó mirando la cara del reloj, arcaica, sencilla y maravillosamente extraña.
La batería, muy tosca, se había acabado. Las elegantes manecillas negras estaban inmóviles en su sitio. Una esfera mostraba lo que podría ser una fecha, «4611,330», leyó. Su corazón se detuvo durante un largo, un interminable instante.
¿Era una especie de accesorio ludita? ¿O el juguete de un niño?
Fuera lo que fuera, tenía unos mecanismos de metal delicados, forjados con todo cuidado. Pamir pudo ver el desgaste de los dedos en la parte inferior y en los bordes del estuche plateado. Como experimento, sujetó el reloj en la mano e intentó imaginarse a su desaparecido propietario. Luego se volvió y echó a andar hacia la pared. Sin querer le dio una patada a la tapa rota, que se deslizó sobre el lustroso suelo gris.
La tapa se introdujo debajo de una de las duras almohadas.
—Es mío —dijo Pamir a los fantasmas.
Se arrodilló, metió la mano bajo la almohada y sacó aquel pesado trozo de plata y otros metales más fuertes y duraderos; durante un instante se quedó mirando la parte superior, la tapa pulida y gris como el suelo. Era cualquier cosa menos anodina. Luego, como si se le acabara de ocurrir la idea, le dio la vuelta y vio los arañazos. No, eran demasiado regulares para ser arañazos. Giró la tapa como si fueran las manecillas de un reloj y dio la vuelta a las marcas, que revelaron las letras grabadas en la plata con métodos que los seres humanos llevaban eones sin utilizar.
Leyó las palabras para sí.
Luego se las leyó a los fantasmas en voz alta.
«Un trozo del cielo. Para Washen. De tus devotos nietos».
Y durante un momento largo, eterno, a Pamir le pareció que la inmensidad de la habitación se llenaba con los ecos de los latidos de su corazón.
La maestra susurró una orden secreta y se despachó un ejército de robots erizado de sensores al hábitat de las sanguijuelas; buscarían a Washen y a los otros capitanes desaparecidos por todas las vías razonables.
Los robots no encontraron nada y Pamir se dio cuenta de que nada en esa búsqueda sería ni obvio ni fácil.
Tras sus recomendaciones, la maestra permitió que varios especialistas firmaran unos convenios de seguridad y se unieran a su misión. Se estudió el hábitat de las sanguijuelas sobre el terreno con todos los medios disponibles, y luego se enviaron muestras a laboratorios rivales y se examinaron hasta los detalles nanoscópicos. Se examinó el vacío moldeado de la pared del gigantesco tanque en busca de defectos y puertas secretas. Ásperos estallidos de sonido sondearon el inmenso océano de hidrógeno desde su superficie hasta sus profundidades centrales medio derretidas, y se captaron con todo cuidado los objetivos del tamaño de un ser humano o mayor para traerlos a la superficie: una tarea concienzuda que exigía mucho tiempo, y que el inmenso frío y la necesidad de mantenerla en absoluto secreto no hacían más que empeorar. Ni siquiera a los ingenieros de la misión se les dio una imagen clara de lo que estaban buscando, y, como consecuencia, su genio quedó seriamente mermado. Después de tres duros años de reflotar barcos hundidos y robots congelados. Los ingenieros se rebelaron. Se enfrentaron en masa a Pamir y le explicaron lo que él ya sabía muy bien: permanecían sin explorar cientos de miles de kilómetros cúbicos de hidrógeno y, lo que era peor, se había manipulado el combustible durante los últimos años. En parte estaba quemado. Se habían dividido algunos kilómetros cúbicos entre medio centenar de tanques de combustible auxiliares. Lo peor de todo era que unas fuertes y caóticas corrientes habían fluido por aquel océano frío, aunque solo fuera durante un breve periodo de tiempo.
—No sabemos qué estamos persiguiendo aquí —se quejaron—. Danos un tamaño y forma exactos, y una composición, y podremos construir algún modelo fiable. Pero hasta que no nos digas algo útil ni siquiera podemos hacer conjeturas mejores. ¿Lo entiendes?
Pamir asintió. Con una mano se aferraba al reloj primitivo, abría la tapa reparada y se quedaba mirando las lentas manecillas negras.
En principio, el líder de la misión era él. Pero la maestra exigía informes instantáneos y tomaba casi todas las decisiones, incluidas las rutinarias. Los dos habían anticipado aquel asunto, y Pamir sabía lo que tenía que decirle a su personal.
—Como es probable que ya hayáis supuesto —les comentó—, estamos buscando a las sanguijuelas. Muertos o no, creemos que los alienígenas siguen por aquí cerca, y existen muchas razones que tienen que ver con la seguridad para que esta noticia no salga de aquí.
Odiaba mentir, y lo hacía con una habilidad incómoda.
—Sois una especie de exófobos paranoicos —continuó Pamir—, sois varios cientos y queréis esconderos. Quizá estáis por aquí cerca. Esa es la única pista que puedo revelar. Y bien, ¿qué nuevas ideas podéis darme?
Los ingenieros soñaron una ciudad secreta, protegida térmica y acústicamente; la urbe se podía enterrar en las profundidades del tanque de combustible, allí abajo, donde el hidrógeno era un sólido rígido, puro y casi impenetrable. Pero ese tipo de tecnología significaba energía, lo que implicaba energía de fusión, lo que significaba una corriente detectable de neutrinos. Se construyó una gran batería de detectores de vanguardia que colocaron flotando sobre la superficie del océano. Si bien Pamir creía que esa era una respuesta muy, muy poco probable, estaba nervioso y esperanzado cuando activó el sistema de detección con la maestra a su lado y observó el flujo de datos, la alarma suave e insistente de una maquinaria que le decía a él y a la maestra:
—Veo algo. Algo. Ahí abajo.
Pero la nave estaba salpicada de reactores de fusión y cada uno producía su propio chorro radiante de neutrinos, y cada chorro se desviaba y diluía siempre que pasaba por los megaenlaces de la hiperfibra. Separar lo importante de lo superfluo era un trabajo duro y lento. Siguieron seis meses de trabajo pesado y meticuloso; se excluyó más del noventa y ocho por ciento de los neutrinos, lo que dejó una pequeña cantidad que podría o no ser importante.
Luego, con una deliciosa brusquedad, se olvidaron los detectores.
Dos de los ingenieros de Pamir se habían alejado sin más compañía: querían algo más que un poco de privacidad. Al igual que miles de robots antes que ellos, siguieron una oscura tubería de combustible que los internó aún más en la nave, hasta que por fin llegaron a un punto en el que, sin razón aparente, la hiperfibra parecía más reciente. Más fresca. Allí pasaba algo.
Los robots habrían descartado tales datos como insignificantes. Era obvio que se había parcheado la tubería de combustible. Pero ese tipo de trabajos era normal en los primeros días del viaje, y buena parte se había realizado sin que se guardaran registros. Y dado que no había costuras ni señales de la existencia de tráfico (nada salvo una pared fuerte y estupenda), los robots se habían detenido solo unos cuantos microsegundos antes de continuar con su zambullida.
Pero los amantes estaban intrigados.
Permanecieron allí una hora entera y realizaron sondeos precisos antes de volver a su estrecho coche para celebrar otra ronda de sexo torpe. Luego, con el arrebol posterior, uno de ellos dijo:
—Espera. Sé lo que es.
—¿Qué es qué?
—Es una escotilla. Una escotilla muy grande y bonita.
—¡Y mira, aquí está mi pene, muy grande y bonito!
—No, escúchame —dijo el primer hombre. Entonces se echó a reír—. Eso es lo que es, una escotilla secreta. Por eso parece que a la hiperfibra le pasa algo.
—De acuerdo. Pero veríamos las junturas del borde. ¿No?
—No si la escotilla en sí es pequeña. Y no si las junturas son perfectas.
Lo que dejó a su amante con otra duda:
—¿Cómo conseguirían las sanguijuelas engañarnos así?
Sería una tarea difícil, sí. Pero realizaron más pruebas y por fin olisquearon un defecto nanoscópico que se cruzaba con unos doce mil millones de defectos más para crear una escotilla apenas lo bastante grande para que pudiera pasar un coche cápsula pequeño. Quizá. Armados con estos nuevos datos volvieron con Pamir. El líder de la misión se reunió con ellos en la barcaza de aerogel que flotaba en medio del mar de hidrógeno, rodeado de oscuridad y un frío perpetuos. Con un humor igual de sombrío el capitán escuchó a los ingenieros y asintió.
—Gracias —les dijo—. En nombre de la maestra y en el mío propio, gracias.
—Pero, ¿y las sanguijuelas? —tuvo que preguntar el primer ingeniero.
—¿Qué pasa con ellas?
—No nos dimos cuenta de que tenían los medios para construir ese tipo de puerta, y mucho menos engañarnos durante tanto tiempo. —Y sin embargo nos engañaron —respondió Pamir.
Se quedó mirando la superficie lisa y tranquila del océano de hidrógeno y sus pensamientos volvieron a Washen. Si es que en algún momento la habían dejado. Nadie más en toda su larga vida había sido mejor amigo que ella. En el fondo, Pamir sabía que Washen lo estaba esperando. Lo necesitaba o estaba muerta. En cualquier caso, era imperativo que la encontrara, y con ese pensamiento ardiendo en su interior despidió a los dos hombres, se puso en contacto con la maestra y tres minutos después se canceló de forma oficial la misión de los ingenieros; se repartieron apretones de mano y abultados incentivos junto con advertencias de que a nadie más le hacía falta saber nada sobre aquel extraño y frío asunto.
Lo que los capitanes podían construir podían comprenderlo, y si se daba el caso, lo que podían construir también lo podían romper.
Se informó de todos los datos a treinta maestros adjuntos y regulares de alto grado, la mayor parte con experiencia en ingeniería; los reunieron dentro de un complejo de bombeo abandonado situado encima de la puerta secreta. Barreneros especiales y sondas de polvo inteligentes examinaron la zona y luego emprendieron una búsqueda igual de exhaustiva por todas las tuberías de combustible parecidas. Pero solo había aquella puerta, y todas las pruebas confirmaron que era real, que no se había abierto desde hacía al menos varios años y que, según su limitada tecnología, no existían sensores de vigilancia ni había ningún tipo de trampa esperándolos.
La maestra se decidió por una investigación cauta.
Pero seis meses más tarde, con sus capitanes todavía ocultos dentro del complejo de bombeo, su paciencia se disolvió en una osadía frustrada. —Romped la escotilla y abridla —rugió.
Pamir estaba en la sala de conferencias, sentado detrás de una fila de maestros adjuntos. Habló en voz baja, aunque no demasiado.
—Señora… —Lanzó un suspiró—. Quizá estemos estrechando la búsqueda demasiado.
Se giraron varios rostros.
Pero no el de la maestra. Sus ojos oscuros permanecieron enterrados en los holomapas, las listas de equipos y la extensión de su propia mano, uno de cuyos grandes dedos señalaban un detalle minúsculo, pero de repente vital.
—Explícate —dijo sin mirarlo—. Deprisa, capitán Pamir.
—Alguien o algo podría haberse caído del hábitat de las sanguijuelas — comentó mientras los miraba a todos salvo a la maestra—. Deberíamos seguir registrando el tanque de combustible. Y yo todavía tengo la batería de neutrinos allí. Estaba detectando una posible fuente… que procedía de algún sitio por debajo de nosotros, si los primeros datos son ciertos.
Uno de los maestros adjuntos lanzó una tos estruendosa.
—Se ha registrado el tanque de combustible —recordó a su superiora—. De una forma casi exhaustiva, señora. Y Pamir está hablando de una meada de neutrinos demasiado débil para tener valor alguno…
Pamir conocía los riesgos y lo interrumpió:
—Deberíamos vigilar la puerta y esperar —argumentó. Observó las caras que tuvieron la presencia suficiente para devolverle la mirada—. Si nuestros capitanes están tras esa puerta, entonces les estaremos mostrando lo que sabemos. Y como en cualquier juego, no nos conviene renunciar a nuestro turno demasiado pronto.
La maestra se tomó un momento y permitió que aquellas palabras se evaporaran en el tenso silencio.
—Gracias —dijo al fin.
La opinión de Pamir se había descartado de una forma tajante.
La maestra se dirigió entonces a capitanes más probados.
—Manteneos a salvo vosotros y vuestra nave —les ordenó—. Pero, tan pronto como sea físicamente posible, quiero que forcéis la escotilla. Por favor.
Veinticuatro horas más tarde, se colocaron en las bisagras ocultas y detonaron cargas de antimateria finas como cabellos.
La escotilla se desplazó una distancia nanoscópica y luego se atascó con firmeza.
Se desplegó el equivalente más sofisticado de una palanca para darle un empujón, y un segundo, y entonces el tapón gris y reluciente de hiperfibra pura se fue deslizando poco a poco, cada vez más rápido, hasta que cayó dando tumbos por la tubería de combustible más de veinte kilómetros. Se detuvo al alcanzar una válvula cerrada y estrellarse contra un lecho de aerogel, que la atrapó como si fuera una gran mano y la conservó para posteriores estudios.
Los barreneros descendieron por el agujero abierto, seguidos por capitanes de algo rango. Todos ellos iban ataviados con armaduras y erizados de armas. Las máquinas marchaban desprovistas de expectativas, mientras que los humanos intentaban prepararse para cualquier cosa.
Tras la puerta secreta, esperándoles, estaba la nada.
La roca fría y rica en hierro estaba mezclada con astillas de hiperfibra. Que tampoco es que fuera nada. Pero a medida que los miembros arácnidos y las manos enguantadas tocaban los estratos, cayó sobre ellos una clara decepción y los capitanes se preguntaron: ¿es que la escotilla es un señuelo? ¿Es solo un modo medio inteligente de mantener nuestros ojos y mentes apuntando en la dirección equivocada?
Pero no, los análisis demostraron que aquella era la porción superior de un túnel vertical, y si el túnel seguía hundiéndose se fundiría con una de aquellas galerías de acceso derribadas, antiguas, enigmáticas y completamente inútiles.
Once días después de la misteriosa reaparición de Washen, una carga de antimateria había destruido el túnel. Los archivos sísmicos mostraban un golpe y un crujido que habían pasado desapercibidos entre los golpes y crujidos habituales de la nave. Pero el daño parecía meticuloso hasta lo obsesivo. La roca circundante estaba pulverizada y era traicionera. Para reconstruir solo los primeros kilómetros del túnel haría falta tiempo y unos recursos ingentes.
—Hacedlo —ordenó la maestra.
Pero no necesitaban treinta capitanes para lo que podían lograr tres de ellos acompañados por una brigada de zánganos mineros.
Pamir pidió permiso para regresar al tanque de combustible y continuar su búsqueda.
—Denegado —respondió la maestra al instante, sin más—. Permanecerás con el equipo de excavación. Pero si encuentras un momento o dos de tiempo libre, no puedo impedirte que hagas lo que quieras.
—¿Yo solo? —preguntó él.
El rostro dorado de la mujer sonrió cuando se dirigió a su capitán más difícil:
—Lo siento. Mis disculpas. Creí que así era exactamente como te gustaba hacerlo todo.
Permanecieron los neutrinos y los lentos fantasmas, pero solo por el rabillo del ojo y en una esquina de su mente. El principal deber en la vida de Pamir era tallar un simple agujero, seguir la vena destrozada hasta donde lo llevara; con los años, esa tarea aparentemente sencilla se convirtió en lo que podría haber sido la excavación más profunda y exigente de la historia humana.
No quedaba nada del túnel de acceso original. Una serie de explosiones intensas había arrasado las paredes de hiperfibra y, lo que era peor, había introducido unas cantidades fantásticas de calor en la roca y el hierro circundante. Una columna de magma hirviente llevaba a las profundidades de la nave. Reconstruir el túnel no parecía imposible, pero casi. Lo más sencillo era extraer el magma como si fuera nata obstinada a través de una pajita ancha, y luego cubrir las paredes que lo rodeaban con grados cada vez mejores de hiperfibra, para así crear un hueco vertical de más de un kilómetro entero de anchura.
Treinta años de excavaciones y los tres capitanes se encontraron en un lugar tan profundo como el punto más profundo del tanque de combustible.
Cincuenta años después se abrían camino desgarrando un desierto de hierro.
Pamir siempre estaba presente, pero los otros capitanes cambiaban de rostro y nombre cada ocho o diez años. Ser destinado al «gran agujero» no era ningún honor, en absoluto. Después del primer siglo de trabajo y varios derrumbamientos catastróficos, la maestra y la mayor parte de su personal habían perdido las esperanzas en el proyecto. La escotilla camuflada no había sido más que una distracción inteligente. Alguien había destruido el túnel de acceso, sí. Pero no era tan difícil lanzar bombitas de antimateria por un agujero diminuto. Entre el reducido círculo de IA y capitanes que sabían lo de la excavación, ninguno creía que allí abajo hubiera algo digno de encontrarse.
Hasta a Pamir le fallaba la imaginación.
En sus sueños, cuando se veía cavando a toda prisa con una pala manual, no conseguía imaginarse encontrando más que otra capa de hierro duro y negro.
Y sin embargo el agujero era responsabilidad suya, una obsesión magnífica que todo lo consumía. Cuando no estaba coreografiando la excavación acosaba a las fábricas lejanas para que le proporcionaran grados mejorados de hiperfibra. Cuando no estaba supervisando el vertido de un nuevo y grueso tramo de muro, examinaba en persona los tramos terminados, de arriba abajo, en busca de algún defecto, alguna juntura inadecuada por la que las brutales presiones de la gran nave amenazaran con combar todo aquel trabajo desperdiciado.
Los escasos momentos en los que salía del agujero y entraba en el tanque de combustible le parecían unas vacaciones. Su isla de aerogel seguía flotando en el plácido mar de hidrógeno. Allí, solo, reparaba los detectores de neutrinos y peinaba el último año o dos de datos, buscaba rastros de aquella débil señal para intentar decidir si de verdad provenía de abajo.
Después de décadas de refuerzo sutil, la señal empezaba a debilitarse.
Había años en los que parecía desvanecerse del todo.
La maestra y sus leales IA, al tanto de los mismos datos, llegaron a la misma y rigurosa solución:
—Se está desvaneciendo porque nunca estuvo allí —afirmaban—. Las anomalías tienen esa desagradable costumbre.
Pamir pidió permiso para construir detectores nuevos y aumentar su sensibilidad, pero se lo denegaron con brusquedad. Cuando mencionó que una segunda batería que flotara dentro de un tanque de combustible adyacente le permitiría identificar el lugar de nacimiento de cada partícula fantasma, se encontró con que el acuerdo se basaba en sólidos razonamientos técnicos.
—Pero en este tema no se trata solo de eso —le advirtió la maestra—. Es una cuestión de recursos e incomodidad general.
—¿Incomodidad? —inquirió él.
—Mi incomodidad —respondió la mujer mientras su imagen holográfica fingía una mueca—. Al flotar como flotan en el hidrógeno, tus juguetes suponen un riesgo. No nos atrevemos a bombear cantidades importantes de combustible, dado que eso podría alterarlos. Y lo que es peor, ¿y si atascan una tubería?
A Pamir se le ocurrieron media decena de fáciles soluciones.
Pero antes de que sugiriera alguna, la maestra añadió:
—Por eso quiero que se desmonte tu batería. Y pronto, por favor. Vamos a hacer un movimiento importante en poco más de dieciocho meses, una aceleración y los consiguientes sobrevuelos, y necesito mi hidrógeno. Desprovisto de aerogel, detectores y todo lo demás.
—Dentro de dieciocho meses —repitió Pamir.
—No —replicó la mujer. Su paciencia no era más que una delgadísima capa de hielo a punto de romperse—. Antes. Si te hace falta, cógete un permiso y deja el agujero. ¿Me has entendido?
El capitán asintió con secreta furia y decidió lo que debía hacer.
Con la ayuda de zánganos mineros desmanteló la mitad justa de la batería, guardó los sensores y luego, bajo su autoridad, los envió a Puerto Alfa. Siguió las elaboradas cajas, y en un estrecho punto de reunión situado bajo el casco exterior se encontró con un antiguo rémora que le debía más de un favor y más de dos.
Orleans tenía una nueva cara espléndida y horrible. Unos ojos grandes de color ámbar cabalgaban en los extremos de unos gusanos blancos empotrados en la visera del traje salvavidas. Sonreía con algo que podría haber sido una boca. O quizá se trataba de una mueca. O había cambiado de forma solo porque podía, sin más motivo.
—¿Dónde? —preguntó una voz descuidada.
Pamir le dio las coordenadas y luego, con su propia y fácil sonrisa añadió: —Esto solo lo tenemos que saber nosotros.
Orleans se quedó mirando a través de la pared de diamante de un cajón de embalaje y contempló el contenido con sus sentidos imitados. Quizá nadie apreciara una buena máquina como un rémora, casados como estaban con sus propios y voluminosos trajes.
—Vas a la búsqueda de neutrinos —comentó—. Yo no creo en neutrinos.
—¿No? —dijo Pamir—. ¿Y eso por qué?
—Me atraviesan, pero no me tocan. —El rostro casi fundido se las arregló para asentir—. No creo en cosas tan misteriosas.
Los dos hombres se echaron a reír, cada uno por razones propias.
—De acuerdo —dijo Pamir—, ¿pero querrás hacer esto por mí?
—¿Y qué pasa con la maestra esa que tenemos debajo?
—No tiene por qué saberlo.
Orleans sonreía. La expresión fue repentina y obvia. Sus ojos verdes de gusano se clavaron en el capitán.
—Bien —dijo con tono alegre—. Me gusta guardar secretos que esa vieja zorra desconoce.
La mitad de la batería original se desplegó en el exterior, en el casco de la nave, miles de kilómetros por encima de la otra mitad y a unos noventa grados de distancia, acurrucada en la inmensidad, entre un par de imponentes toberas de cohete.
Las calibraciones y la sincronización llevaron algún tiempo. Incluso cuando había datos razonables, resultaron ser obstinadamente poco convincentes. El universo estaba inundado de neutrinos, y el casco y las abrazaderas de hiperfibra de la nave distorsionaban ese caos y lo convertían en una niebla perniciosa. Eliminar todas las fuentes de partículas precisaba tiempo e ingenio. Las IA hicieron el trabajo más tedioso. Cuando terminaron, Pamir se quedó mirando un chorro vago y quizá ficticio. No procedía de un punto. No. Era una fuente difusa, alineada alrededor del núcleo de la nave: un lustre suave y blanco de partículas que se elevaban de una región situada incluso a más profundidad que el profundo agujero.
Pamir encontró excusas para dejar allí los detectores: según su razonamiento podría conseguir más datos durante los meses y años siguientes. Pero el chorro de neutrinos se mostró obstinado y siguió debilitándose, como si estuviese intentando de forma voluntaria y maliciosa hacerle quedar como un imbécil.
La maestra perdió los últimos jirones de paciencia que le quedaban.
—He visto que ha desaparecido la mitad de tus juguetes —mencionó—. Hacia dónde, no me lo han dicho. Pero el caso es que tenemos obstáculos en potencia flotando dentro de un tanque de combustible. Todavía. A pesar mío.
—Sí, señora.
—faltan poco más de treinta días para la aceleración, Pamir. —La proyección de la maestra se acercó a él. Estaba furiosa—. Quiero la libertad de poder utilizar mi hidrógeno. Y sin que se dé ni siquiera la posibilidad más remota de que tus juguetes se me atraganten.
—Sí, señora. Me ocuparé de ello de inmediato.
La mujer dibujó un elegante círculo.
—Pamir.
—¿Sí, señora?
Lo miró fijamente.
—Creo que es hora de dejar de cavar —admitió. O al menos de dejarles ese trabajo a los zánganos mineros. Se saben todos los trucos casi tan bien como tú, ¿no es cierto?
—Casi, señora.
—Hazme una visita. —Parecía casi amable, su rostro dorado se iluminó al mirarlo desde arriba—. Mi banquete anual es dentro de cuatro días. Reúnete conmigo y con el resto de tus colegas, y hablaremos de tu nueva tarea. ¿Comprendido?
—Siempre, señora.
La sonrisa adquirió una expresión útil de amenaza, y mientras se desvanecía le advirtió:
—Los rémoras tienen mejores cosas que hacer que cuidar de tus juguetes, querido.
Durante los tres días siguientes se arrastraron los detectores junto con la barcaza, para después desconectarlos. Luego los zánganos comenzaron a guardarlos para su próximo envío. El montaje del sonar y las dragas de profundidad esperaban su turno. Dónde terminaría todo ello, Pamir no lo sabía. Era probable que almacenado en un depósito. Tampoco le importaba demasiado el destino que le diesen.
Pasara lo que pasara ahora, desde luego que él ya había terminado con ese lugar.
Porque era una orden y porque podría sentarle bien, decidió asistir al banquete de la maestra. Regresó a su alojamiento, dejó que su ducha sónica le arrancara varias capas de piel vieja y luego salió al jardín, donde la piel nueva y limpia de debajo comenzó a madurar bajo el sol falso. En su ausencia, sus llanovibras se habían descontrolado; miles de bocas cantaban desafinadas, un coro de sonidos silvestres y desagradables, lo acompañaron mientras se ponía su uniforme más sofisticado. Se ató el misterioso reloj de plata a la faja espejada. Un bocado de esporas bacterianas garantizó que podría comer y beber cualquier cosa y que sus eructos y flatulencias serían convertidos en perfume. Luego se subió a su coche cápsula personal y, una vez en marcha, se dio cuenta de que no estaba únicamente cansado: estaba agotado. Más de un siglo de trabajo duro e ingrato le había empezado a pasar factura de repente.
Se desplomó y se quedó dormido.
Habría dormido hasta que hubiera aparcado al lado del Gran Salón, pero una IA lo arrancó de un sueño sexual de lo más delicioso.
El sueño se desvaneció, al igual que su erección. Con un canal seguro abrió una conexión con la IA. Una voz seca y bastante tranquila le informó:
—Se ha producido, señor, un repunte bastante considerable de la actividad de neutrinos.
—¿En dónde?
—Abajo —respondió la IA—. Con solo una batería no puedo señalar la fuente…
—¿Justo debajo? —la interrumpió Pamir.
—Y en una región que abarca una dispersión de ocho grados, sí.
—¿De cuánto es el aumento?
—Estoy presenciando niveles de actividad de alrededor de un doscientos dieciocho mil por ciento mayor que nuestro máximo ante…
—Enséñamelo —gruñó Pamir.
El universo de neutrinos lo envolvió. Los soles eran puntos de luz que ardían en medio de una interminable calima gris. El sol más cercano era un gigante rojo que dibujaba una órbita alrededor de un inmenso agujero negro. Brillaban tanto su núcleo abrasador como el débil disco creciente del agujero negro. Pero las luces más radiantes pertenecían a la nave: decenas de miles de reactores de fusión producían la energía esencial, y la red de energía parecía ante sus ojos bien abiertos una hermosa y delicada órbita compuesta por muchas perlas diminutas, brillantemente iluminadas.
Bajo la órbita había una región de negrura.
En el universo de los neutrinos, la piedra y el hierro eran teorías, fantasmas, y la materia normal pocas veces podía verse, o sentirse. Pocas veces se creía en ella.
Pero bajo la negrura, envolviendo el núcleo de la nave, había una segunda órbita. Lo que Pamir no había notado a primera vista se hizo obvio, luego inequívoco. Había ocho grados del cielo cubiertos con un reluciente objeto de neutrinos. Clavó los ojos en él y se oyó preguntar:
—¿Podría ser un motor encendiéndose? ¿Una aceleración adelantada, quizá?
Eso explicaría al menos los neutrinos.
—Señor, no hay ningún motor funcionando —respondió la IA con no poco desdén—. Incluso si lo hubiera, ninguna nave de reacción está bien alineada, señor. Pamir parpadeó.
—¿Se está haciendo más brillante? —preguntó.
—Desde que comenzamos esta conversación… se ha hecho más brillante en un novecientos once por ciento, sin señales de meseta, señor…
—Mierda —susurró Pamir para sí—. Explicaciones —exigió a la IA.
—No tengo ninguna, señor.
Pero era una IA técnica, no teórica. Pamir entrecerró los ojos para mirar la misteriosa proyección y observó que, al contrario que las brillantes perlas de luz de la nave, este objeto tenía un fulgor difuso, casi lechoso, sin fuente alguna y, a su manera, precioso.
Luego observó un borrón más brillante.
A noventa grados de distancia, lo que lo colocaba…, mierda, justo debajo de su propio y profundísimo agujero. Quinientos kilómetros más abajo. ¿Qué significaba, si es que significaba algo?
Pamir despidió a la IA técnica y luego se puso en contacto con su personal.
Respondió la IA capataz.
—¿Dónde están los capitanes? —preguntó.
—Uno está sentado con los de grado diez. El otro con los del quince. Señor. En el banquete de la maestra, comprendió.
—¿Qué ves? —le soltó. Luego concretó la petición—: ¿Cómo progresa el trabajo?
—Lo veo todo y todo está comprobado, señor.
—¿Observas alguna actividad extraña?
—Ninguna.
—De todos modos… Ponte a ti misma y al personal en alerta. ¿Entendido?
—No lo entiendo pero lo haré, señor. ¿Es eso todo?
—Por ahora.
Pamir despejó el canal y luego luchó por ponerse en contacto con la maestra. Pero su personal estaba haciendo todo lo que podía para protegerla en un día tan atareado, y eran muy fiables. Una IA con cara de goma lo miró furioso.
—Las festividades tradicionales han dado comienzo —le soltó con los ojos de cristal llenos de desdén—. Solo en un caso de urgencia gravísimo…
—Me doy cuenta.
—… le permitiré que interrumpa a la gran maestra.
—Solo entrégale un mensaje a sus nexos de seguridad. ¿Querrás hacerlo?
—Por supuesto.
Pamir mandó a chorro los últimos datos al puesto de la maestra, y luego añadió una rápida nota de aviso.
—No tengo ni idea de lo que está pasando, señora. Pero algo sucede. ¡Y hasta que alguien lo entienda, será mejor que intentemos tener cuidado!
La IA absorbió los datos y las palabras. Luego sugirió:
—Si tan importante le parece, quizá debería entregar el mensaje en persona…
Apagó el canal, dio a su coche cápsula un nuevo destino y una vez que se registró este destino lo anuló, con lo que enmascaró sus planes con toda eficacia. Luego se acomodó en su asiento y tuvo un momento de duda. El banquete sería un desperdicio; tardaría horas en llegar a oídos de la maestra, o a su mente. Pero en lugar de volar agujero abajo para ver las cosas en persona, como era su obligación, Pamir regresaba al gigantesco tanque de combustible y a su balsa de aerogel. Razonaba que si podía conseguir conectar media docena de detectores y recalibrarlos a lo largo del siguiente medio día…
¿Qué ocurriría?
Más y mejores datos. Y quizá diese con alguna explicación obvia…
Una vez en ruta, se puso dos veces en contacto con la capataz del agujero. Y ambas veces la conocida voz le dijo:
—No hay nada fuera de lo normal, señor. Y estamos excavando a la frenética velocidad habitual, señor.
Para llegar a la barcaza de aerogel tenía que atravesar el hábitat de las sanguijuelas. Se había injertado en la estructura alienígena un ascensor que recorría el tubo hasta alcanzar la superficie tranquila y fría del mar. Cuando el coche se detuvo en el túnel que había encima, se le ocurrió algo. Una vez más se puso en contacto con la capataz. Una vez más esta dijo que «nada» y que «estaban excavando». Luego pidió a la IA técnica una actualización de la actividad de neutrinos.
—Los recuentos se han triplicado desde nuestra última conversación — respondió la IA—. Han alcanzado una meseta que se mantiene, señor.
Pamir bajó del coche, se detuvo un momento y aspiró una bocanada de aire, profunda y lenta. Olía a algo… ¿A qué?
—¿Hay algo más, señor? —preguntó la IA técnica.
Pamir empezó a caminar. Mantenía el contacto a través de los nexos implantados.
—Lo que estamos viendo parece una esfera de neutrinos, pero no tiene por qué ser eso. ¿Tengo razón? Lo que estamos viendo podría provenir de un único punto dentro de un recipiente refractario. Como una de esas bombillas antiguas que envuelven un filamento incandescente. Pero en lugar de luz, vemos neutrinos. En lugar de cristal, los neutrinos surgen de un envoltorio de hiperfibra…
—¿Señor? —preguntó la máquina.
—Calcula esto. Imagínate la hiperfibra más fuerte conocida y luego dime lo gruesa que tendría que ser para mostrar lo que estamos viendo.
La respuesta llegó rápida, envuelta en una duda tranquila.
—Ciento noventa y siete kilómetros de espesor, y sin propósito alguno, señor.
Pamir echó a correr, rozando con ambas manos las paredes de diamante del túnel.
—Supón que es real —indicó—. ¿Esa cantidad de hiperfibra sería suficiente para soportar la masa de la propia nave?
Silencio.
—Lo sería, ¿no es cierto? —Corrió hacia la izquierda y luego bajó un tramo estrecho y empinado de escaleras. El gris propio de las sanguijuelas se apoderaba de todo. Pamir se reía, mareado y nervioso.
—Estás avergonzada, ¿verdad? —preguntó a la máquina—. Esta nave grande y vieja todavía oculta secretos. ¿No es así?
Pero la IA no le respondía, y en ese medio segundo en el que la curiosidad se habría convertido en preocupación, Pamir llegó al final de las escaleras. Cuando escudriñó los últimos metros de túnel gris vio a un extraño.
Un ser humano, y varón.
El extraño tenía la piel grisácea y ningún cabello. Parecía lucir, contra todo pronóstico, un uniforme de capitán. Llevaba aferrada en la mano izquierda una herramienta, o un arma, mientras la mano derecha y los ojos examinaban la puerta sellada que llevaba al hábitat de las sanguijuelas. Tuvo que oír el sonido de las botas de Pamir sobre el plástico gris, pero no reaccionó. Esperó hasta que Pamir se acercó antes de girarse en redondo, en su rostro casi una sonrisa, mientras la mano izquierda levantaba el artefacto (una especie de láser de tipo militar) con una despreocupación que parecía fruto de la práctica.
Pamir se detuvo de repente y contuvo el aliento.
Lo cierto es que el extraño vestía un uniforme de capitán, pero con adornos extraños. Un cabello abundante y dorado se entretejía en una trenza decorativa. Llevaba unas botas de cuero altas y un cinturón de cuero atestado de herramientas, algunas conocidas y otras no. Era un hombre bajo pero de constitución fornida. Un dedo fuerte estrechaba lo que obviamente era un gatillo mecánico.
—Quieto —le dijo con voz baja y suave.
Su voz tenía un acento inesperado.
—No me voy a ninguna parte —respondió Pamir.
—Bien.
No había forma de escapar, y muy pocas oportunidades de atacar al extraño. Pamir vestía el uniforme de gala y tenía un blindaje mínimo. —Canal de emergencia —dijo en un susurro—. Ya. El extraño sacudió la cabeza. —Eso no lo ayudará. Así era: nadie parecía oírlo. ¿Qué estaba sucediendo?
Pamir encogió los dedos dentro de las botas. Luego los relajó y respiró hondo una, dos veces.
—Parece perdido, capitán —dijo—. Y, para serle franco, huele usted un poco raro.
El hombre se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano derecha.
—Ábrame esta puerta.
—¿Por qué?
—Quiero ver la casa de los alienígenas. —Entonces adoptó un tono alarmado, aunque controlado—. La casa sigue ahí, ¿verdad?
Pamir inclinó la cabeza y sonrió.
—Tiene que estar ahí —decidió el extraño capitán—. ¡No intente confundirme!
—Puedo abrirle la puerta —dijo Pamir.
El hombre tenía unos ojos grises que se tornaban suspicaces con facilidad. Se hizo algún cálculo, había tomado una decisión. Apuntó el láser al pecho de Pamir.
—No lo necesito —le dijo—. Puedo romper yo mismo esa pequeña cerradura.
—Entonces hágalo.
—Quédese quieto —le aconsejó el extraño con los ojos entrecerrados—. Lo dejaré lisiado si se comporta. Si no, tendré que matarlo.
Pamir dio medio paso hacia atrás con ademán reflexivo.
Entonces los ojos grises descendieron y en voz baja, con una mezcla de sorpresa y marcado asombro, preguntó:
—¿Qué es eso?
Pamir se desabrochó sin prisa el reloj de plata y lo abrió.
—¿Qué está haciendo con eso? —preguntó—. ¿Se lo dio mi madre?
—¿Washen era su madre? —inquirió Pamir.
El extraño asintió.
—¿Dónde está? —preguntó.
—¿Por qué? ¿No lo sabe?
El hombre no pudo evitar mirar la puerta sellada, y fue en ese momento cuando Pamir arrojó el reloj en dirección a la nuca afeitada. Después, con toda su velocidad y desesperación, él se lanzó detrás.
El Gran Salón era un compartimento semiesférico de más de un kilómetro de altura en la cumbre y justo el doble de anchura. Junto al olivino verdoso, el techo disponía de unas bandas arqueadas de hiperfibra que prestaban una brillante intensidad a las luces flotantes de la sala y al eco de todos los sonidos. El suelo original era de simple piedra, pero los humanos lo habían pulverizado y mezclado con fertilizante orgánico, creando así una tierra profunda y rica en la que crecían árboles ornamentales de mil mundos diferentes, y un césped verde y suave conocido con el nombre de Kentucky sin motivo alguno, salvo que asilo habían llamado siempre. Durante la mayor parte del año la sala era un jardín público. En una nave atestada de espectáculos, aquel era un lugar tranquilo y sobrio en el que los nervios crispados encontraban solaz y al que unas cuantas almas desesperadas habían acudido ya para intentar suicidarse. Pero cuando se acercó el banquete de los capitanes los robots dispusieron mesas y sillas según cuidados patrones, y las mesas se cubrieron con intrincados manteles diseñados para aquella única ocasión. Luego se colocaron diez mil servicios según convenciones más antiguas de lo que nadie podía imaginar. Los platos, más blancos que el hueso, estaban flanqueados por pesados cubiertos de oro, y las servilletas perfumadas se doblaban hasta formar figuras artísticas, a la espera de limpiar bocas y dedos sucios. Las copas de cristal se llenaban solas, por medio de boquillas ocultas, con todo tipo de licores y drogas líquidas cultivadas en algún lugar de la nave. El agua helada se subía desde los famosos pozos artesianos que había cerca del Mar Alfa, para conmemorar el primer banquete improvisado de los capitanes, celebrado más de cien milenios atrás.
Cada capitán tenía su sitio, marcado con un cartel escrito a mano en el que la estruendosa letra de la maestra capitana resultaba obvia desde lejos. La ubicación de la silla que cada uno recibía lo era todo. El rango importaba, pero también la cualidad del año del oficial. Los capitanes a los que se iban a conceder nuevos honores se sentaban cerca de la mesa de la maestra. A los que necesitaban una humillación se les asignaban asientos más alejados de lo esperable, y los peores eran colocados detrás de una hilera de atrapamoscas valquilinas. Se suponía que la comida en sí debía ser una sorpresa, y en un intento de homenajear a sus pasajeros solía estar compuesta por una serie de platos alienígenas en los que se habían dejado intactos los aminoácidos y la estereoquímica, una magnífica tradición que incomodaba a no pocos vientres, y algunos años a muchos.
La comida de aquel día consistía en pescado frío crudo procedente de las profundidades sin sol del mar tarambana. Inmensos ojos muertos miraban a los hambrientos capitanes. Las bocas con las que comían estaban cerradas y cosidas, mientras que las de las agallas se abrían y cerraban lentamente, la carne demasiado obstinada para detener su inútil búsqueda de oxígeno. Dentro de cada pez había una ensalada de verdura violeta, frutas amargas y aliño de aceite de decena, que se parecía, en textura y olor, al petróleo sin refinar. Oculto en algún lugar del pez había un gusano dorado, más pequeño que un dedo y muy apreciado por los tarambanas; para ellos era una exquisitez que se debía consumir poco a poco.
Todos los capitanes y capitanas en activo tenían su lugar.
Incluso a los capitanes ausentes se les reservaba un plato, un pescado y el honor de una silla. Aunque a los cínicos les gustaba quejarse de que ese aparente honor solo subrayaba su ausencia, y a sus iguales más esnobs les daba la oportunidad de decir lo que quisieran sobre aquellos que no estaban presentes para defenderse.
Siglos atrás, cuando los capitanes se desvanecieron de golpe, sus sillas permanecieron en su sitio junto con los carteles con sus nombres escritos por una de las manos automáticas de la maestra; sus platos se prepararon en las cocinas de los capitanes, los sirvieron miembros de la tripulación vestidos de gala, y allí se quedaron para las moscas.
Durante años la maestra se puso en pie y comenzó la velada con un brindis vago, pero florido, en honor de aquellas almas desaparecidas; les deseaba lo mejor en el cumplimiento de las misteriosas responsabilidades de una misión que no se podía mencionar.
Luego llegó la cena inevitable en la que anunció con voz atronadora, pero afligida, que la nave de los capitanes había golpeado un fragmento de cometa y no se les volvería a ver. Se hizo el brindis con vino avinagrado, la bebida habitual para ocasiones lúgubres como aquella, y la cena en sí fue un banquete funerario que se tomó prestado de una especie alienígena del frío espacio profundo. Los capitanes se destrozaron la boca con un bocado ritual de fruta de metano helado. Ese fue el último año en el que se colocaron platos para sus desaparecidos colegas. Para Miocene y Hazz. Para Washen. Para el resto de los muy homenajeados fallecidos.
Habían pasado más de cuarenta y ocho siglos desde la Desaparición.
Se habían celebrado ciento veintiún banquetes desde que las dos fantasmas habían aparecido de repente, hablando sobre un mundo inexistente llamado Médula.
No se había sacado nada en limpio. La broma estúpida y cruel de alguien había provocado un pánico indecoroso en la maestra, que se había pasado el último siglo intentando convencer a todo el mundo de que las apariciones eran cualquier cosa salvo reales. Tenían que ser la cruel ilusión de alguien. Porque, ¿qué otra alternativa tenía? La primera obligación de una maestra capitana era para con su cargo y su nave, ¿y qué clase de maestra sería si una holoimagen y un puñado de pistas vagas la desviaban de tradiciones que habían servido tanto a la nave como a su cargo durante más de cien milenios?
No, no quería pensar en los desaparecidos. Ni esta noche ni nunca jamás. Pero parecía incapaz de evitarlo y al intentar purgar su mente, hacerse más fuerte e inflexible, al parecer solo conseguía hacer más fuertes también a los fantasmas.
La larga mesa de la maestra estaba colocada sobre un risco sembrado de hierba, lo que le permitía una vista que se amplió cuando se puso en pie con gesto lento y majestuoso. Su copa estaba llena de un vino de tarambana del color de la sangre. ¿Por eso estaba pensando en los muertos? ¿O era porque justo allí delante, casi burlándose de ella, estaba la silla vacía reservada para Pamir? Ausente otra vez. Igual que el año pasado, y el año anterior. ¿Qué le pasaba a ese capitán? Semejante talento… instintos cuestionables pero rápidos unidos a una tenacidad admirable, casi trascendente…, y a pesar de su desagradable temperamento, un capitán capaz de inspirar a sus subordinados y al pasajero medio…
Y sin embargo, no podía dejarse doblegar por estos pequeños rituales propios de los capitanes.
Era una debilidad de carácter, y de espíritu, que siempre, incluso en los mejores momentos, había paralizado sus oportunidades de alzarse hasta los rangos más elevados de la nave.
—¿Dónde está Pamir? —le preguntó a uno de sus nexos de seguridad.
—Desconocido —fue la respuesta instantánea.
—¿Hay algún mensaje de su parte?
La siguiente respuesta tardó en llegar y fue extraña. La voz asexuada del nexo le preguntó:
—¿Dónde cree que podría estar ese capitán?
Frustrada, la maestra apagó aquel molesto canal.
A veces la maestra se encontraba pensando que había vivido demasiado tiempo, que su vida había sido demasiado restringida y que la rutina diaria del trabajo había agotado el genio que le había proporcionado tan alto cargo. Si todos los presentes en aquella habitación fueran de repente comparados en los mismos términos, a ella casi con toda certeza no la nombrarían maestra capitana. Incluso en sus momentos más orgullosos comprendía que había otros que podían ocupar su puesto tan bien como ella, o mejor. Incluso cuando lo controlaba todo, como entonces, una parte de sí misma, sabia, eterna y muy, muy cansada, deseaba que uno de esos excelentísimos rostros le dijera: «Siéntate por ahí. Relájate. Yo cogeré el timón por ti, al menos durante un rato».
Pero el resto de la mujer hervía de furia con solo pensarlo.
Siempre.
Era la parte de ella más acerada y segura de sí misma la que se había puesto en pie y contemplaba el campo de rostros sonrientes, uniformes espejados y pescado muerto y frío. Con ocasión de aquel banquete se había atraído a los pájaros de la zona y a los insectos más ruidosos a unas jaulas que luego se habían llevado de allí. Todo aquel con un mínimo sentido sabía que debía guardar silencio. Y era un silencio muy poco natural el que pendía sobre la sala. Con la mano derecha la maestra tomó la copa de cristal. Dio una vuelta al vino y el coágulo rojo oscuro se desprendió del borde y empezó a girar poco a poco. Se llevó la copa al rostro e inhaló, antes de levantarla por encima de la cabeza.
—Bienvenidos —dijo entonces con voz tonante—. A todos los que os importo lo suficiente para estar aquí hoy, bienvenidos. ¡Y gracias!
Un murmullo orgulloso recorrió al público.
Luego, una vez más, silencio.
La maestra se dispuso a pronunciar su muy esperado brindis. Ese año se iba a distinguir a los capitanes que trataban con los pasajeros alienígenas más recientes. Elogiaría sus excelentes cualidades y luego exigiría mejoras para las décadas siguientes. La nave estaba entrando en una región repleta de nuevas especies, nuevos retos. ¿Qué mejor forma de preparar al personal que ofrecerle palabras de felicitación y luego mostrarle tu mirada más dura?
Pero antes de que la primera palabra encontrara la salida de sus labios, dudó. Le faltó el aliento y una oscura sensación vinculada a uno de sus nexos de seguridad comenzó a centrarse en algo muy lejano y pequeño. Algo iba mal.
Sus ojos vieron un movimiento lento, inesperado.
Desde detrás de las atrapamoscas valquilinas aparecieron varias figuras. Luego surgieron algunas decenas más, y acompañó a su aparición una conmoción creciente. Los capitanes sentados se giraban para contemplar a aquellos visitantes.
Eran capitanes, ¿no?
Llegaban Pamir y los demás maleducados, por fin, y lo hacían juntos. Eso fue lo que se dijo la maestra, pero no vio a nadie con la constitución de Pamir y notó que la mayor parte de los recién llegados, fuera cual fuera su color, mostraban un tinte ahumado de piel.
Para verlos mejor intentó comunicarse con los ojos de seguridad, pero solo consiguió averiguar que todos ellos habían entrado en modo de diagnóstico.
Como una persona torpe que intentara sujetar un montón de grasa templada, la maestra luchó por encontrar algún sistema de seguridad que funcionase.
No respondía ninguno.
—¿Qué está pasando? —preguntó a todos los nexos.
La bombardearon mil respuestas con un rugido inquietante y sin sentido. Luego se centró en los recién llegados, en los rostros más cercanos. La nave y todo lo demás se había desvanecido. La maestra miró fijamente a la atractiva mujer que iba en cabeza, la mujer alta con el rostro constreñido y el cráneo lustroso y pelado que se parecía a alguien por quien ella había perdido toda esperanza…
—Miocene —balbució la maestra—. ¿Eres tú?
Fuera quien fuese, la mujer sonreía como Miocene: una expresión tenaz, casi divertida, que la acompañó hasta la mesa principal. La flanqueaban personas que se parecían a los capitanes desaparecidos tanto en el rostro como en el porte y en los gestos seguros con los que se movían. Un hombre en concreto le llamó la atención. Tenía el rostro y la falta de cabello de Miocene, así como un cuerpo pequeño y juvenil, y unos ojos brillantes que parecían saborear todo lo que veían. Fue él quien miró a la izquierda y a la derecha antes de hacer un gesto a sus compañeros para que se detuvieran al lado de varias mesas; cada uno de los extraños cogió los peces fríos y los examinó con un asombro peculiar, como si nunca hubieran visto criaturas así.
Miocene, o quien fuera, trepó por el risco de hierba.
El hombre de los ojos brillantes permaneció a su lado.
—¿Eres tú? —preguntó incrédula la maestra.
La sonrisa de la mujer se había vuelto fría e iracunda. Su uniforme era espejado pero demasiado rígido, y el cinturón de cuero estaba totalmente fuera de lugar. Se detuvo delante de la maestra, miró hacia ambos extremos de la larga mesa y contempló a los maestros adjuntos en silencio.
Un silencio total.
Tijereta y los otros maestros adjuntos llamaban a los inexistentes sistemas de seguridad. Exigían que se tomaran medidas. Rogaban que se les diera información. Luego se miraron, y una sensación de pánico comenzó a apoderarse de ellos.
—¿Cómo estás, querida? —preguntó la maestra con voz controlada.
La respuesta llegó con la voz de Miocene, y con su fría firmeza.
—Tijereta, querido —dijo mirando al otro lado de la mesa—. Estás en mi silla.
La maestra casi se echó a reír.
—Si hubiera sabido que venías…
—Inhóspitos —dijo el hombre de los ojos brillantes.
Cien extraños más repitieron aquella palabra, «inhóspitos», como uno solo.
Miles de voces provenientes de todos los puntos del Gran Salón chillaron «inhóspitos» al unísono como un coro desigual y escalofriante.
Por fin el primero en la presidencia de la maestra comenzó a levantarse mientras preguntaba:
—¿Qué estáis diciendo? ¿Qué significa ese «inhóspitos»?
—Sois vosotros —sugirió el hombre con una sonrisa fría.
Luego Miocene estiró la mano izquierda y cogió un cuchillo de oro del servicio de la maestra.
—Esperé —dijo con una voz baja y llena de odio—. Esperé a que me encontraran y me salvaran. Esperé durante siglos y siglos…
—No pude dar contigo —confesó la maestra.
—Lo que demuestra lo que siempre he sospechado. —Entonces utilizó el nombre de pila de la maestra, un nombre patético y ordinario que llevaba eones sin escuchar—: Liza. Lo cierto es que no mereces esa silla. ¿Verdad que no, Liza?
La maestra intentó responder.
Pero le habían hundido un cuchillo en la garganta. Miocene gruñía por el esfuerzo. Entonces agarró la empuñadura de oro con las dos manos, empujó con más fuerza y sonrió cuando la sangre salió a chorros en el momento en que la columna y la espina dorsal quedaron divididas en dos.
Con un silbido brillante se disparó el láser.
Un tufillo de luz coherente hizo evaporarse la mitad del puño de Pamir.
Pero él siguió balanceando lo que quedaba, sin sentir nada hasta que la carne ennegrecida y los extremos romos de los huesos chocaron con la cara del extraño, y entonces un dolor agudo y deslumbrante le recorrió el brazo entero y le arrancó un grito.
El otro hombre gruñó y una expresión de apagada sorpresa apareció en su rostro ceniciento, en sus amplios ojos grises.
Incluso sin las dos manos, el capitán tenía una ventaja de treinta kilos. Se impulsó con las piernas, luego con el hombro derecho, y empujó a su oponente contra la puerta sellada del ascensor. Al sujetarle el brazo del láser al cuerpo, un segundo silbido le evaporó una porción de la oreja y el borde de su gorra de capitán. Pamir volvió a gritar, más alto esta vez, mientras la mano buena se estrellaba contra el cuerpo que se retorcía, castigaba las costillas y los tejidos blandos al tiempo que lanzaba la cabeza calva del hombre contra la puerta de hiperfibra.
Con un estrépito pesado, el láser cayó al suelo.
Pamir absorbió los golpes que le daban en el vientre, en las costillas. Luego, con la mano buena, agarró el cuello del otro hombre, tiró y lo retorció, apretó hasta que estuvo seguro de que ni un solo jirón de oxígeno podía deslizarse por aquella garganta aplastada. Después utilizó la rodilla para clavarle el hueso en la ingle, y cuando una mirada de auténtico dolor cruzó el rostro ahogado le chilló que se estuviera quieto y tiró al hombre otra vez pasillo arriba.
El láser yacía al lado del reloj de Washen.
Pamir estiró la mano mala, se dio cuenta de la torpeza y ya demasiado tarde rodeó con la otra el asa del arma, la blancura del hueso pulido reforzado con el peso arcaico del acero forjado.
Un pie calzado con una bota dura como una piedra pateó a Pamir en la cara y le destrozó tanto los pómulos como la nariz.
Al sentirse lanzado de nuevo contra la puerta, levantó la mano buena y disparó. Un rayo demoledor de luz azul negruzca abrasó el otro pie de su oponente.
El hombre se derrumbó y gimió por lo bajo durante un instante.
Con las piernas también temblorosas, Pamir se apoyó con fuerza en la lustrosa puerta y se obligó a ponerse en pie mientras vigilaba la cara del extraño, que se estaba tranquilizando. Resignando. Y una vez más, una mirada desafiante cruzó su rostro gris.
—Mátame —exigió el extraño.
—¿Quién eres? —preguntó Pamir.
No hubo respuesta.
—Eres ludita, ¿verdad? —El capitán lo dijo con confianza, incapaz de imaginar ninguna otra explicación—. Washen vivía en uno de vuestros asentamientos. ¿Es eso?
Una vacua expresión de incomprensión le proporcionó la respuesta que buscaba.
—¿Cómo te llamas? —preguntó de nuevo.
Unos ojos grises miraron las charreteras de Pamir. Luego, en voz baja y ronca, el hombre anunció:
—Eres de primer grado.
—Pamir. Así me llamo.
El hombre parpadeó y suspiró.
—No recuerdo tu nombre —dijo—. Debes de ser nuevo en las filas de los capitanes.
—Conoces la lista, ¿verdad?
Silencio.
—Tienes una gran memoria —admitió Pamir.
El silencio adquirió un orgullo definido.
—Claro —añadió Pamir— que Washen siempre tuvo también una memoria excelente.
Al oír el nombre el hombre parpadeó y clavó la mirada en Pamir.
—¿Conoces a mi madre? —preguntó el hombre con calma forzada.
—Mejor que cualquier otro, casi.
La afirmación confundió al hombre, pero no hizo comentario alguno.
—Te pareces a ella —le confesó Pamir—. En la cara, sobre todo. Aunque ella era mucho más dura, creo.
—Mi madre… es muy fuerte.
—¿Es?
Silencio.
—¿Es? —preguntó de nuevo. Luego cogió el reloj de Washen con los dos dedos supervivientes de la mano magullada. El dolor era constante y razonable. Dejó colgada en el aire la máquina de plata entre los dos dígitos—. Está muerta. Tu madre. Encontré esto y nada más. Y buscamos por todas partes, pero no encontramos ningún cuerpo.
El hombre se limitó a mirar hacia arriba para mostrarle al techo su desprecio.
—Ocurrió dentro del hábitat de las sanguijuelas, ¿verdad? —Pamir adivinó que estaba en lo cierto—. ¿La viste morir? —preguntó.
El hombre le pidió otra vez que lo matara, pero sin tanta intensidad.
El pie quemado se le estaba curando. Un buen ludita no poseería semejantes talentos.
—Sé de dónde eres —dijo Pamir a falta de una conjetura mejor—. Del centro de la nave, de algún modo. De algún modo.
El hombre se negó a parpadear siquiera.
Pero Pamir tenía la sensación de que era verdad, por imposible que pareciera.
—¿Cómo has subido hasta aquí? ¿Hay un túnel secreto en alguna parte?
Los ojos permanecieron abiertos. Bajo control.
—No —susurró el capitán—. Yo he estado excavando hacia vosotros un agujero estupendo, muy grande. Casi hasta abajo, y así es como subiste aquí. ¿Tengo razón?
Pero no esperó una respuesta. Por un canal seguro llamó a la capataz mecánica que trabajaba dentro del agujero.
—Todo está comprobado, señor —le dijo la IA en voz baja y confidencial—. Todo está como debería.
Pamir cambió de canal, por probar. Y de nuevo:
—Todo está comprobado, señor.
Eligió un tercer canal, una ruta y un sistema de codificación que jamás había utilizado, y la respuesta fue un silencio perfecto, sin junturas, que lo hizo murmurar «mierda» por lo bajo.
Su cautivo flexionaba el pie que ya le estaba creciendo.
Pamir lo volvió a cocer con una lanza de luz azul oscuro. Luego se guardó el reloj en el bolsillo y agarró al hombre por un brazo.
—Te mataré —le aseguró—. En su momento. Pero tenemos que mirar una cosa primero.
Arrastró al hombre hasta su coche cápsula.
Mientras se apresuraba por una ruta indirecta, Pamir intentó ponerse en contacto con la maestra. Le respondió la voz de una IA. Una imagen constreñida y muy codificada del puente y un rostro de goma que apareció justo detrás de la ventanilla del coche.
—Sea breve —fue la respuesta.
—Tengo una emergencia —le explicó Pamir—. Un intruso armado…
—¿Un intruso?
—Sí…
—Llévelo al centro de detención más cercano. Según las instrucciones que le dieron…
—¿Qué instrucciones?
Una incomodidad sincera se extendió por aquella cara asexuada.
—Se ha activado una alarma de primer grado, capitán. ¿No la ha oído?
—No.
La incomodidad de la máquina se convirtió en un dolor intenso.
—¿Qué está pasando? —exigió saber Pamir.
—Nuestro sistema de alarma se ha visto comprometido. Está claro.
—¿Qué pasa con los capitanes que están en el banquete?
—He perdido contacto con el Gran Salón —confesó la máquina, casi avergonzada. Luego dudó de repente, y con un tono diferente dijo—: Quizá debería venir al puesto de la maestra, señor. Puedo explicarle lo que sé si acude de inmediato.
Pamir miró al canal y parpadeó.
Durante un buen rato se quedó sentado, inmóvil, sin prestar atención a su prisionero, planteándose lo que sabía y lo que tenía que hacer en primer lugar.
Más de un siglo atrás, después del descubrimiento de la escotilla camuflada, los capitanes habían construido un refugio dentro de la estación de bombeo de la zona. Como ocurría con cualquier refugio, había una decena de formas secretas de meterse allí. Como cualquier cosa construida por los capitanes, la instalación estaba en perfecto estado, todos los sensores desconectados pero listos para despertar si introducían el código adecuado las personas autorizadas.
Pamir se deslizó en el interior del refugio sin incidentes. Pero no se molestó con los sensores, pues sus propios ojos se lo contaron todo.
Subían por la tubería de combustible y eran decenas, quizá centenares de coches extraños, sin ventanillas y enormes, con la forma de una especie de escarabajo depredador y construidos con un metal gris brillante. Acero, quizá. Lo que los convertía en unos vehículos extraños, excepcionales, impresionantes. Calculó su volumen y el posible número de cuerpos metidos en el interior de cada uno. Luego se quedó mirando a su prisionero y no dijo nada. Observó y aguardó hasta que el hombre le devolvió la mirada.
—¿Qué querías? —le preguntó al fin.
—Me llamo Locke.
—Locke —repitió él—. ¿Qué quieres?
—Somos los constructores renacidos —dijo el extraño hombrecito—. Y tú eres una de las almas equivocadas al servicio de los inhóspitos. Y estamos recuperando la nave, os la quitamos…
—Muy bien —gruñó Pamir—. Es vuestra. —Negó con la cabeza—. Pero yo no pregunto eso, señor Locke. Y si eres la mitad de listo que tu madre, ¡lo sabes perfectamente!
Pamir los llevó a hacer otro viaje con sus correspondientes rodeos.
Se detuvo dentro de una tubería de combustible secundaria y luego utilizó el láser para mutilar quirúrgicamente a su prisionero. Ahora que Locke era inofensivo, roció trajes salvavidas de emergencia sobre sus cuerpos y después de un momento, para permitir que los trajes se curaran, le quitó el sello a la escotilla principal.
La atmósfera de la cabina explotó en el vacío.
Pamir se arrastró hasta el espacio abierto, cogió un equipo de herramientas y luego le dio al coche un rumbo aleatorio y un destino que nunca podría alcanzar. Después sacó del coche a Locke a rastras antes de volverlo a sellar, y juntos lo vieron acelerar y perderse en la negrura.
Había una válvula a su lado. Construida por manos desconocidas, llevaba miles de millones de años sin usarse y la habían dejado abierta, al parecer solo para ellos.
Pamir arrastró a su prisionero tras él. Luego activó un interruptor que cerró la válvula lenta, muy lentamente.
La tubería terciaria tenía un kilómetro de longitud y terminaba en un tanque auxiliar diminuto que nunca había sido utilizado. Y tras ese tanque estaba el océano de hidrógeno del tamaño de un mundo.
Mientras caminaba deprisa con Locke a la espalda, Pamir empezó a hablar. Su voz se filtraba por la tela rociada.
—No está muerta —dijo—. Hubo una pelea y yo supuse que, si estuvo allí, la habían borrado del mapa o habían recuperado su cuerpo de algún modo. Pero a Washen la dejaron atrás y nunca la encontraste, ¿verdad? Volviste a esa casa alienígena por una razón. Tu primera oportunidad en más de un siglo, y volviste allí corriendo para buscar a tu madre. A Washen. Una de mis amigas más antiguas, de mis mejores amigas.
Locke respiró hondo, le dolía.
—Buscamos. Si se cayó alguien de ese hábitat, deberíamos haberlo encontrado. Un cuerpo pesado expulsado por la descompresión habría tenido un pequeño vector horizontal. Por eso miramos justo debajo de la casa alienígena. —Casi corría, pensaba en cuánto tiempo tenían y en lo que haría si no encontraba ayuda—. ¿Me estás escuchando, Locke? Sé cuánto maltrato puede soportar una persona, conozco algo al respecto. Y si podemos encontrar lo suficiente de tu madre, vivirá de nuevo.
Silencio.
—Tú estabas allí, Locke. —Pamir dijo las palabras dos veces y luego añadió—: El hidrógeno tiene corrientes, lentas pero complejas. Y como ya he dicho, estábamos buscando un cadáver completo. Porque era lo más fácil. Pero si solo había un trozo pequeño de ella, como la cabeza, la descompresión le habría dado un vector horizontal tremendo. Su pobre cabeza se habría congelado en cuestión de momentos y habría caído con fuerza en la oscuridad, habría bajado directamente a los fondos helados, y si ese es el caso, nosotros dos podríamos encontrarla. El equipo de búsqueda sigue allí, listo para intentarlo. Solo necesita conocer su objetivo…
—La cortaron en varios pedazos —dijo la voz cerrada y apagada del hombre—. La cabeza, con un brazo todavía pegado. Recuperamos el resto de ella.
Pamir meditó unos momentos.
—De acuerdo, entonces. Eso nos ayuda mucho. Gracias.
Luego, después de una pausa comprensiva, preguntó:
—¿Quién se lo hizo, Locke? ¿Quién trató a tu madre de esa manera?
Un silencio profundo, siniestro.
—Mi padre… —admitió al fin Locke con un dolor abrasador, fruto de la práctica—. Mi padre, Diu… estaba intentando matarla.
Pamir escuchó su respiración profunda, marcada por leves suspiros.
—¿Existe algún método que tú conozcas, Pamir, capitán de primer grado? — preguntó con voz angustiada—. ¿Existe alguna forma de matar un recuerdo que no eres capaz de olvidar?
El rumor fue repentino, espectacular y fantástico, y si solo una mínima parte era verdad, sus consecuencias serían por lo menos trascendentales. La primera reacción entre los pasajeros y la tripulación fue reírse de toda aquella absurda idea, burlarse de ella e insultar a cualquiera que se atrevía a contar aquella historia tan ridícula, y quizá golpearlo hasta dejarlo sin sentido o mearse en su cara mentirosa, o demostrarle, según el modo concreto de cada especie, las dudas que en cada uno inspiraba lo que con toda claridad resultaba imposible.
—¡La maestra capitana está muerta! —decían miles de millones de susurros nerviosos.
¿Cómo podía ser? ¡Era demasiado astuta y demasiado poderosa para morir!
—¡Todos sus capitanes han sido asesinados! ¡En su cena anual! ¡Lo hicieron extraños armados que salieron de una parte secreta de la nave!
¿Cómo podía ser cierto algo así? ¿Cómo, cómo, cómo?
—¡Y ahora esos extraños han robado el control de la Gran Nave!
Cosa que resultaba absurda. Por supuesto. La nave era demasiado fuerte y muy grande, demasiado grande para que la conquistara cualquier fuerza. Desde luego no en un día, y además con tan poco alboroto. ¿Dónde estaban las tropas de seguridad de la maestra? ¿Y sus duros y viejos generales? Y lo que es más, ¿dónde estaban las IA y esas otras máquinas tan elaboradas cuya única obligación era servir a esa gigantesca humana? ¿Cómo es que un ejército tan fiero, leal y profundamente arraigado podía permitir que triunfara una invasión en mil años, y mucho menos en un solo día?
Durante un día entero de la nave, eso fue lo esencial de casi todas las conversaciones públicas y privadas, rumores entrecortados y caóticos contestados con tercas dudas.
Pero el rumor tenía vida propia y fue adquiriendo anchura, profundidad y una especie de robusta lógica.
Al segundo y tercer días, y sobre todo al cuarto, los oficiales más humildes y ciertos ingenieros ofrecieron nuevas pistas. Lo que había pasado no había sido una invasión. No exactamente. Más bien se parecía a un motín, y los cabecillas eran los otrora capitanes. Los desaparecidos habían regresado de entre los muertos, se decía. Al menos parte de los capitanes desaparecidos se habían vuelto a materializar, dirigidos por esa maestra adjunta de cara recortada. Esa tal Miocene. En las avenidas y parques, en las costas y salones de sueños, los pasajeros contaban esta nueva historia y se enfrentaban a sus consecuencias. ¿Quién era Miocene? En el recuerdo de todos era la callada, eficaz y al parecer sosa primera en la presidencia de la ahora depuesta maestra. Y nada más. De todas las biografías escritas sobre ella se vendieron diez mil millones de ejemplares, por lo menos. La mayor parte solo leía lo más importante. Lo suficiente para reconocer la ambición de aquella mujer y su innegable poder. Si alguien podía derrocar a la maestra capitana, esa era su primera en la presidencia. Ese fue el veredicto más obvio. ¿Qué otra persona en toda la Creación tenía un conocimiento más íntimo de cada uno de los procedimientos de seguridad, de cada sistema de comunicación y de las fuentes de energía de la nave?
Pero Miocene no había vuelto a casa sola. Se había traído un ejército de soldados leales y duros que se desplegaron durante las primeras horas y atraparon a la mayor parte de las tropas de la nave en sus barracones, o bien los sorprendieron en el campo. Unos cuantos testigos describieron batallas campales y soldados muertos en ambos bandos. Pero incluso las historias más grandiosas hablaban de unidades pequeñas y daños mínimos. La mayor parte de las armas de la nave fallaron antes de que se pudieran disparar, saboteadas por códigos de seguridad que la propia maestra había instalado, códigos destinados a proteger al público y a los capitanes si esas armas percibían que eran las manos equivocadas las que las empuñaban. Unas cuantas unidades leales a la maestra se las arreglaron para escabullirse y confundirse con la población general. Pero estaban muy repartidos y carecían de liderazgo y de las herramientas necesarias para hacer daño alguno al enemigo.
Sobre la antigua maestra y sus capitanes, nadie parecía saber nada.
Un relato reconfortante era que los viejos líderes seguían vivos, de una forma u otra. Quizá no estaban conscientes o enteros, pero todavía podían volver a nacer… si Miocene, en su sabiduría, decidía considerarlos inofensivos…
En cuanto a la nueva maestra y su personal, se sabía incluso menos.
¿De dónde venían?
Mil rumores contaban la misma historia, en esencia: los desaparecidos debieron de dejar la nave, era probable que contra su voluntad. Luego, en un mundo misterioso con tecnología muy avanzada, Miocene había reunido las herramientas, el ejército y la flota de naves estelares necesarias para alcanzarlos otra vez. Dónde se encontraba hoy su flota, nadie lo sabía. Todos estaban de acuerdo en que los puertos principales estaban tranquilos; la Gran Nave había pasado por una región muy poco habitada situada alrededor de un agujero negro activo y moderadamente peligroso. Y era difícil imaginar que unas naves pequeñas hubieran podido alcanzarlos sin que nadie las viera. ¿Pero no tenía mucho más sentido esa explicación que todas esas tonterías sobre cámaras secretas y mundos ocultos en el corazón de la nave?
Y aun así… Los viajeros relataban que habían visto enormes vehículos con pinta de insecto que ascendían a través de cierto distrito situado en el sótano. Ese primer día, y cada día subsiguiente, se produjo un desfile incansable de máquinas de acero que iban ganando velocidad a medida que trepaban. Se dirigían en tropel hacia el puesto de la maestra y hacia cada uno de los ejes principales.
—Tienen que venir de alguna parte —era el perezoso veredicto, comunicado con palabras habladas, aromas estructurados y destellos suaves de luz muda.
Y «alguna parte» significaba algún lugar bajo ellos.
De lo más profundo de los tanques de combustible, asumían algunos. Mientras que otros preferían lugares más fantásticos, como una cámara o cámaras secretas enterradas en el corazón de hierro de la nave.
El cuarto día del motín, ese misterioso lugar adquirió un nombre: Médula. De repente todo el mundo susurraba esa extraña y antigua palabra, en terráqueo y en toda la multitud de idiomas que se hablaban en la nave. La palabra apareció tan de repente y en tantos lugares que las almas aficionadas a las conspiraciones decidieron que ese conocimiento, verdadero o falso, procedía directamente y con un propósito concreto de quienquiera que estuviera al mando.
Había un mundo oculto dentro de la Gran Nave, afirmaban las voces: un reino oculto, maravilloso y sin duda poderoso.
Comenzaron a salir a la luz detalles incitantes sobre Médula.
Las especies sin prejuicios y menos disciplinadas abrazaron la revelación. Unos cuantos incluso la celebraron. Mientras que otros, más conservadores por naturaleza o elección, hicieron caso omiso de todo lo dicho y de las implicaciones más desenfrenadas.
Por regla general, los seres humanos estaban más o menos en el medio.
Hubo algún incidente pequeño y un tanto molesto. Algunos distritos se oscurecieron cuando fallaron reactores clave, y la energía se racionó y concedió solo a los sistemas más esenciales. Las comunicaciones se enmarañaron en todas partes durante los cuatro días siguientes. Fue el momento de vivir un modesto caos. Pero, en general, pocas cosas cambiaron. Los pasajeros más antiguos y la tripulación continuaron con los rituales de su vida, costumbres arraigadas a lo largo de milenios que no eran fáciles de dejar. Incluso cuando las redes de comunicación públicas fallaban por completo, todavía había caminos privados por los que los electrones y la luz estructurada podían enviar buenos deseos, divisas viables y los últimos y mejores chismorreos. Luego, esos pequeños cortes parecieron terminarse y las redes de comunicación volvieron a funcionar; los últimos rumores sobre combates armados pasaron de moda y, en general, se olvidaron. Era el noveno día del motín y el humor del público, según veintitrés medios sutiles, estaba al alza en cada distrito, en cada una de las ciudades importantes y secundarias y en la mayor parte de los apartamentos, hábitat alienígenas y cuevas ocupadas.
Había llegado el momento perfecto para que apareciera la maestra.
Con antiguas órdenes tomó el control de las recién restauradas redes de comunicación y de repente apareció en todas partes: una holografía ataviada con el brillante uniforme de la maestra y una sonrisa esplendorosa, fruto de la práctica. Su rostro era incluso más estrecho de lo que se esperaba, y llevaba el pelo gris oscuro muy corto. Los siglos parecían haber cambiado su piel, como si estuviera sucia o teñida por el humo o la herrumbre, y sus ojos oscuros del color de las nueces, más fríos que cualquier espacio, contemplaban a cada uno de los pasajeros y miembros de la tripulación con una expresión que no llegaba a ser reconfortante. Su boca fina, inteligente y recubierta con una sonrisa, se abría y cerraba, lo que dio a su público un momento para acostumbrarse a su presencia antes de que por fin les dijera con voz grave y fuerte:
—Soy Miocene.
»Con la autoridad de la que dispongo como maestra adjunta primera en la presidencia, he apartado a la maestra capitana de su cargo, de sus obligaciones, del puesto que durante tanto tiempo ha ostentado.
» No hay que preocuparse. La mujer sigue viva. La mayor parte de sus capitanes están vivos. Durante los próximos años os enteraréis de la profundidad y alcance de su incompetencia. De acuerdo con el fuero de la nave, se celebrarán juicios públicos y los castigos serán justos; la Gran Nave continuará con el rumbo previsto.
»Yo me preocuparé por vosotros.
»Si me lo permitís.
»No es necesario que cambien vuestras vidas. Ni hoy ni en el futuro. A menos, por supuesto, que deseéis cambiar lo que siempre ha sido vuestro. «Como maestra capitana, os hago esa promesa.
Y luego, por un momento, de forma inesperada, sus ojos adquirieron una repentina calidez, sincera y un poco espeluznante, y la transmisión se cerró con estas palabras:
—Adoro esta maravillosa nave nuestra. Siempre la he amado y apreciado. Y lo único que quiero es protegerla y defender a sus pasajeros y a su gran tripulación, hoy y hasta el final de este histórico viaje.
»Mi hijo será el primero en la presidencia.
»Se informará más adelante sobre los demás cargos.
»Vuestra maestra capitana os desea un buen día y unos maravillosos cien milenios próximos, mis queridos amigos.
En el extremo de la mesa de madera de perla habían encaramado un busto de oro reluciente de la maestra capitana, una pieza imbuida de una expresión de poder sereno y arrogancia perfecta. Al lado del busto, colocada en un ángulo descuidado, casi desconsiderado, se encontraba la cabeza cortada de la propia maestra. Su largo cabello era blanco y estaba enredado. La piel era blanda, muy deshidratada y pálida, y no quedaba rastro de sus pigmentos dorados. Algún lento proceso anaeróbico, por no mencionar una cólera fantástica, permitía que la cabeza abriera los ojos al tiempo que la boca se movía con lento vigor. Sin pulmones que le proporcionaran aliento, la maestra no podía siquiera susurrar. Pero lo que estaba diciendo era obvio. Cualquiera con paciencia y talento para leer los labios la podía entender.
—¿Por qué? —preguntaba—. Miocene, ¿por qué? —Luego, después de una larga pausa, añadía—: Explícamelo. Por mí. Por favor. —Pero estaba demasiado agotada para terminar la palabra, y con un sonido débil y húmedo los ojos y la boca volvían a cerrarse y ella caía de nuevo en un coma profundo e intermitente.
Con un gesto de frío cariño, Miocene le acarició el pelo blanco.
Miró a ambos lados de la mesa de conferencias y, después de pensarlo un momento, señaló y pronunció un nombre, y uno de sus empleados respondió con un resumen nítido y muy oficioso de lo que se había logrado, lo que estaban haciendo ahora y todo lo que tenían intención de lograr en ese futuro próximo, crítico y maravilloso.
—Bendición Gable —llamó a continuación.
Una mujer pequeña y fornida, nacida unionista pero unida a los rebeldes de niña, se levantó de su silla negra y luego habló sobre la resistencia entre los últimos miembros de la tripulación.
—Todavía tienen su baluarte en Puerto Alfa, y dos o tres bandas armadas están operando cerca de Puerto Denali. Pero el primer grupo está atrapado, y los otros están desorganizados y les faltan recursos. —Hizo una pausa durante un momento para remitirse a uno de sus nexos de seguridad. Luego añadió—: Acabamos de arrestar a los que sabotearon los reactores. Ingenieros descontentos, como usted predijo, señora. Las reparaciones, según me dicen, van muy por delante de lo programado. Lo que los constructores crean se niega a ser destruido con facilidad.
Hubo rumores de aprobación y muchos de sus compañeros oficiales repitieron «los constructores» con el habitual temor reverencial.
Bendición era general de la nave. Se detuvo un momento y con una mano alisó la tela siempre impoluta y de color violeta oscuro de su uniforme. Al igual que la mayor parte de los nietos, no apreciaba el arte de vestirse. Requería disciplina y costumbres nuevas. Pero como Miocene les había recordado a todos una y otra vez, los pasajeros de la nave esperaban cierto guardarropa de su tripulación. Unos capitanes y soldados ataviados con su propia piel y cabello no tranquilizarían a nadie. Y la tranquilidad sería un objetivo importante, incluso vital, durante los siguientes días y siglos.
—¿Cuántos de sus capitanes están sueltos? —preguntó el primero en la presidencia de Miocene.
—Treinta y uno —respondió Bendición—. Como mucho, señor.
Sentado a la izquierda de su madre, Till mostró a todos una mirada llena de preocupación, aunque también confianza. Al contrario que la mayor parte de los rebeldes, él parecía cómodo con el uniforme. Espléndido, incluso. Cada vez que Miocene lo miraba, cuando veía la tela brillante, las charreteras relucientes y los hombros esbeltos y fuertes listos para aceptar cualquier carga, sentía un amor poderoso además de una sensación de orgullo abrasadora, casi pavorosa.
Till era el primero en la presidencia perfecto.
—De esos treinta y uno, ¿quiénes son los más peligrosos? —preguntó este, aunque ya conocía la respuesta.
Bendición hizo una lista con los nombres importantes. Pronunció «Pamir» con tono desdeñoso.
—Es el oficial de más rango que sigue en libertad. Pero su estatus de primer grado puede ser engañoso. A juzgar por los archivos de la maestra, ese hombre no está muy bien considerado. Ni por parte de ella ni de los otros capitanes. Su lealtad está bajo sospecha. La propia maestra hizo un uso escaso de él.
—Recuerdo a ese —dijo Daen. Luego, con un gesto rápido y una risita nerviosa, añadió—: Yo no me preocuparía. Lo más probable es que Pamir esté escondido en uno de sus viejos agujeros, rezando para que llegue la próxima amnistía.
Daen era su segundo en la presidencia, el mismo puesto del que había disfrutado antes de Médula. Pero era un cargo que había aceptado de mala gana, incluso cuando por fin admitió que la antigua maestra era una inepta. Dejar que un loco como Diu consiguiera tanto poder, y luego no encontrar a sus capitanes tras casi cinco milenios… Bueno, con toda probabilidad merecía que la derrocaran. Pero aun así, de no haber sido por su lealtad hacia Miocene no habría tomado parte en algo tan feo. Lo había dejado claro en numerosas ocasiones. Y, a su vez, Miocene no le dio ningún papel importante ni responsabilidades clave. Daen y los demás capitanes antiguos tenían un único y claro propósito: demostrar que Miocene estaba actuando de forma legal y moral, apoyada por almas de probada valía que pensaban como ella.
Miocene estaba de acuerdo con la valoración que hacía de Pamir su segundo en la presidencia, pero, como siempre, Daen no incluía ciertos puntos clave.
—A pesar de lo que pensemos de ese hombre —les respondió ella—, Pamir tiene talento. Y lo que es más importante, tiene el rango de primer grado. Si va a haber un contraataque organizado, por ley y por tradición, Pamir es el líder. Aunque solo sea como marioneta de alguien, la gente puede considerarlo ahora el auténtico maestro de la nave.
La advertencia de Miocene tuvo un impacto lento y contraproducente.
Daen parpadeó, como si estuviera aturdido.
—Yo solo espero que no lleguen a producirse contraataques, ni una rebelión abierta —admitió.
Otros antiguos oficiales estuvieron de acuerdo con él. Pero Till les recordó a ellos y a sus rebeldes:
—No hay tiempo para preocuparse por un hombre. Ni por rebeliones que solo existen en nuestra imaginación.
Miocene asintió y desvió el centro de atención. Miró a otro de los maestros adjuntos.
—Twist —dijo con una sonrisa—. ¿Cuándo tendrás listos por fin los nexos nuevos para que puedan ser implantados, en ti y en los demás? Y en mí. Sobre todo en mí.
El encantador maestro adjunto intentó sonreír, pero fracasó.
—Otros quince días —admitió—. Justo a tiempo para la gran aceleración.
Había que despojarse de todo un sistema antiguo y bizantino, lleno de trampas y políticas fallidas, y luego construir uno mejor a partir de los ingredientes más crudos. No, los retrasos no eran una gran sorpresa, ni siquiera una gran desilusión.
—Pepsin —dijo Miocene.
El nieto de Aasleen asintió con gesto amable.
—Ya dispone del control absoluto de los motores principales, señora — prometió.
Miocene dejó que todos vieran su»sonrisa. Luego el ingeniero añadió:
—Hubo algunos episodios de sabotaje. Unos pocos. Pero lo que los constructores crean, seguro que es resistente…
—¿Tienes manos suficientes para hacer las reparaciones?
El hombre fornido asintió.
—Sí, señora —dijo—. Las tengo.
Estaba mintiendo. La maestra lo percibió al asentir, y luego, del modo más despreocupado, mencionó:
—Cuando te falten manos, ponte en contacto con Till o conmigo. Se desviarán hacia ti todos los recursos.
—Gracias, señora. Gracias.
La abuela de Pepsin habría sido de inmensa ayuda allí. Pero Miocene no se permitió el lujo de pedir deseos. Aasleen había tomado una decisión, y ahora disfrutaba de una existencia cómoda y aburrida en Ciudad Hazz. Había vivido así desde que los rebeldes se habían hecho con el control de las ciudades e industrias unionistas. Su invasión, terreno de prueba para lo que estaba pasando ahora en la nave, había sido rápida, con un mínimo de derramamiento de sangre e incomodidades. Para cuando Miocene volvió a nacer, la sociedad unionista ya se estaba disolviendo en la cultura rebelde, mucho más grande y potente. Para cuando se encontró recobrada y entera de nuevo, su hijo pudo entregarle un imperio repleto de posibilidades.
—Para ti, madre —le había susurrado al nuevo oído—. Esto es para ti. Y te prometo que no es más que el comienzo.
Una vez más Miocene se sintió obligada a levantar los ojos y mirar a su hijo, y no pudo evitar sentirse especialmente dichosa. Durante el renacimiento, su hijo le había enseñado lo que era posible. Se respondieron todas las preguntas. Todas las dudas se evaporaron sumergidas en su amor por Till. Y luego, a través de su amor y devoción, Till le ofreció el timón de la nave.
—La maestra no se merece su puesto —le había asegurado él—. No sirve a la nave como debería o como tú lo harás. ¿No es cierto, madre? ¿Puedes acaso sostener lo contrario?
Fue un momento grandioso, perfecto.
Todo lo que había en la larga y ambiciosa vida de Miocene señalaba hacia esa epifanía. Su obligación era obvia. De hecho, parecía que todas las privaciones y angustiosos dolores que había sufrido no eran más que la cuidadosa preparación de su alma, un modo de disponerla para lo que era, a falta de una palabra mejor, su destino.
—Los dos somos constructores renacidos —había ronroneado Till.
—Lo somos —había vocalizado ella mirando radiante a su único retoño.
Para Miocene los constructores eran una abstracción. Una idea con la que podía coexistir. No, no creía que sus almas tuvieran miles de millones de años. Pero estaba claro que lo más natural era que ellos se hicieran cargo de esa magnífica y maravillosa máquina. Contempló las almas endurecidas sentadas a la larga mesa. Rebeldes, unionistas. Se imaginó los millones de hijos nacidos antes y después de la fusión de aquellas dos naciones. Y estaban los capitanes que habían demostrado su valía a lo largo de una marcha de un siglo que había culminado con ese momento. Ahora…
—¿Me permite ponerme en pie, señora, y decir unas palabras? —preguntó Till.
Miocene asintió. Se posó encantada en la silla demasiado grande de la maestra y dejó que todas las miradas se centraran en él.
Durante los siguientes minutos, su hijo habló de responsabilidad. De la importancia de los días y semanas siguientes. Repitió lo que su madre ya había enfatizado: que era crucial que la aceleración de la nave se desarrollara según el programa. Tenían que demostrar a los pasajeros y a la galaxia que la nave estaba en manos competentes.
Era el discurso de Miocene, pero solo en parte.
Como siempre, esta observó cómo los presentes parecían beber las palabras de su hijo. Una vez más comprendió por qué aquel hombre podía encontrar seguidores y motivarlos. Hasta ancianos como Twist y Daen asentían con expresión admirativa. Su lealtad había cambiado de un modo abstracto y enrevesado, y se acercaba ahora un poco más a los rebeldes.
Y entonces la maestra dejó de pensar en Till: sus ojos se centraron en un nuevo capitán que acababa de entrar en la sala de conferencias. El recién llegado se inclinó ante sus superiores y tomó una de las dos sillas vacías que quedaban al otro extremo de la mesa.
Till concluyó diciendo:
—Bienvenido, Virtud.
El otrora traidor del campamento rebelde consiguió inclinarse aún más.
—Mis disculpas —respondió—. Hubo un problema…
—¿Con la espina otra vez? —preguntó Till.
—Con su perforación en concreto, señor, señora. La vieja hiperfibra está ofreciendo una lucha tenaz. —Sus ojos grises parpadearon como si sintiera vergüenza y luego se quedó mirándose las manos—. Dentro de una semana. Puedo asegurárselo, señora: dentro de una semana podrá gobernar la nave desde cualquier punto, incluido Médula…
En ese momento no eran más que un grupo de abordaje. Unos cuantos millones de personas motivadas, entrenadas a conciencia y bien armadas que vivían lejos de su hogar.
—Cuando la espina esté terminada, la integración de las funciones de mando no tardará mucho —prometió el hombre—. Un día o dos. O quizá tres.
Till miró a su madre.
—Gracias, Virtud —dijo por los dos.
Miocene apenas fue consciente del intercambio. Lo que estudiaba era la última silla vacía, que le hacía sentir una inquietud instintiva. Cuando devolvió la atención a la reunión y no oyó nada salvo un silencio paciente, se inclinó hacia delante en la mesa de madera de perla.
—Locke —indicó—. ¿Ha sabido alguien algo de él?
No respondió nadie.
Pero la expresión de Till se tensó levísimamente.
—No, no ha habido ninguna noticia —admitió en voz baja.
En los primeros momentos del motín, sin previo aviso, Locke había desaparecido. Era algo de conocimiento general, pero que nunca se discutía. Los otros capitanes y generales fingieron estar muy ocupados con detalles diversos mientras Miocene hablaba con su hijo.
—¿Todavía crees que está por ahí persiguiendo el alma de su madre? — susurró.
—Por supuesto —respondió Till.
¿Qué percibía Miocene en su voz?
—Conozco a ese hombre —continuó su hijo—. Quería mucho a Washen, aunque no la veía durante siglos enteros. Era un amor que Miocene podía entender.
—Y al pobre hombre lo atormentaba la culpa. Por lo que ocurrió, por lo que tuvo que hacer… Fue muy difícil para él.
Locke había matado a su propio padre al intentar salvar a su madre. Pero a pesar de todo Washen había muerto. Los dos rebeldes habían visto su cuerpo destrozado por los explosivos. Tanto la carne arrancada como la mente moribunda habían quedado esparcidas por un gran océano de combustible líquido, perdidas para siempre. Todos los informes existentes en los archivos de la maestra documentaban una larga e inútil búsqueda. Un rebelde solitario no tenía posibilidad alguna de encontrarla. Ninguna. Miocene estaba segura, pero tuvo que preguntarlo:
—¿Has enviado a alguien a registrar el hábitat de las sanguijuelas, tal como sugerí?
—Naturalmente —respondió Till.
—¿Y qué han encontrado?
—Estaba sellado, pero había señales de lucha —admitió él mientras sacudía la cabeza con repentina pesadumbre—. Es posible, solo posible, que Locke se tropezara con un guardia armado. Las pruebas son escasas, pero razonables. Hubo una lucha y lo mataron con su propia arma.
Su madre esperó un momento y luego preguntó sin rodeos:
—¿Por qué no me lo has contado?
Till parpadeó. Lanzó un suspiro.
—No me parecieron noticias apremiantes —respondió con una tristeza peculiar.
—Si Locke ha sido capturado…
—Madre —gruñó el hombre—. Locke no supone ningún peligro. Ya lo sabes.
La mujer se irguió en la silla de la maestra y se quedó mirando aquel hermoso rostro con toda la frialdad que pudo reunir.
—No sabe nada —insistió su hijo—. Su lugar en esta mesa es honorífico. Nada más. Hace ya mucho tiempo que no le doy ninguna autoridad. Porque, como te aseguré, lo conozco muy bien.
¿Ah, sí?, pensó ella en secreto.
Luego la invadió el frío y se estremeció sin que nadie se percatara de ello. Se produjo un largo silencio.
—Quizá desees registrar el propio tanque de combustible —dijo al fin.
—Ya lo hemos hecho —respondió Till.
Algo se había apagado en sus ojos. Algo ilegible. Incluso muerto.
—Ese tanque es inmenso —le recordó Miocene.
—Que es por lo que hasta hoy no se terminó nuestra búsqueda. —Aquella mirada inescrutable lucía una amplia sonrisa—. Envié diez enjambres a registrarlo…
¿Diez enjambres apartados de qué responsabilidades?
—… y todo lo que encontraron fueron barcazas de aerogel, e instrumentos científicos embalados y listos para su envío. Nada vivo, nada que tuviera la menor relevancia.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
Till entró con calma en la trampa.
—Sí, señora. Estoy bastante seguro.
Miocene alzó una voz de inusitada dureza.
—Pero ya en el pasado se le han pasado cosas importantes —exclamó—. ¿No es cierto, primero en la presidencia? ¿No es verdad?
Su hijo se envaró.
La sala quedó en silencio, expectante.
Till se obligó a relajarse. Luego, en voz baja y airada, dijo:
—Locke es un inútil.
Diez enjambres era un número enorme de soldados, sobre todo si se estaba persiguiendo a alguien que era inútil.
Pero Till se limitó a seguir sacudiendo la cabeza y a decir a todos los presentes ante la mesa de madera de perla:
—Aunque quisiera, no podría hacernos daño.
—No se preocupe. Solo es mi mano.
La presión era suave, tranquilizadora.
—Ahora quédese quieta, querida. Quieta. ¿Quién se estaba moviendo?
La voz pronunció un nombre conocido y la manó protestó ante la presión.
—Está luchando. Contra mí o contra otra cosa.
La voz está hablando de mí.
Otra voz, más profunda y lejana, dijo:
—Washen. Solo quédate quieta. Washen. Por favor.
Luego una mano más grande intentó asfixiarla, le apretó la boca y la nariz, y la voz profunda se acercó un poco más, íntima y familiar.
—No tenemos mucho tiempo —le dijo—. Estamos precipitando tu recrecimiento.
¿Recrecimiento?
—Duerme —le aconsejó él al levantar la mano.
—Creo que eso es lo que hace —dijo la voz de la mujer.
Pero Washen solo tenía los ojos cerrados, fingía dormir y saboreaba el dolor blanco y constante del nacimiento de su nuevo cuerpo.
Se abrieron unos ojos nuevos. Parpadearon.
Una luz penetrante y verde quedó eclipsada por la silueta de la cara de un hombre, y Washen oyó su propia voz.
—¿Pamir? —preguntó—. ¿Eres tú?
—No, madre —respondió él.
La mujer se estremeció.
—¿Esto es Médula? ¿Hemos vuelto?
Locke no dijo nada.
—¡Pamir! —gritó ella.
—Su amigo no está aquí ahora —dijo otra voz. Era la misma que antes, femenina y suave—. Se ha ido, aunque solo un rato —le aseguró la mujer—. ¿Cómo se siente, querida?
Movió la cabeza y el cuello le estalló en llamas.
—Despacio, querida. Despacio.
Washen respiró hondo y se encontró mirando a una encantadora mujer vestida con un sarongde color esmeralda. Cabello negro. Labios gruesos. Sonriente y tímida. Resultaba obvio que no era rebelde. Ni una unionista normal. Sus ropas lo decían, y la forma ligera y pausada que tenía de moverse subrayaba sus orígenes antiguos. Aquella mujer era una pasajera. Acaudalada, casi con toda certeza. Y era probable que poco acostumbrada a tener una mujer muerta en su hogar.
—Me llamo Quee Lee.
Washen asintió poco a poco, tratando de acostumbrarse al dolor. Los ojos tomaron una panorámica de la selva terráquea. El follaje húmedo y verde estaba puntuado por tumultos de flores salvajes y tropicales. Cruzaban el aire cálido y dulce pájaros y murciélagos pintados. En el tocón medio podrido de un árbol estaba sentada una tropa de monos modificados que formaban un círculo descuidado, hacían notorio caso omiso de los seres humanos y jugaban a una especie de juego con piedras, palos y los delicados cráneos blancos de unos búhos muertos.
—Volverán —dijo la anfitriona—. Pronto.
—¿Volverán?
—Mi marido y su amigo.
Washen yacía dentro de una cama autodoc abierta, su nuevo cuerpo vestido con un mejunje negruzco de silicona, oxígeno disuelto y un billón de micromáquinas. Así era cómo renacía un soldado, de una forma demasiado rápida y chapucera, carne y huesos hechos a granel mientras las funciones inmunológicas se mantenían al mínimo. Quee Lee se había sentado a un lado de la cama, Locke al otro. Su hijo estaba vestido con el colorido atuendo de cualquier pasajero, su piel oscurecida por la luz ultravioleta. Su precioso y espeso cabello había crecido lo suficiente para conseguir un rastrojo dorado e incipiente, y las manos y los amplios pies desnudos estaban atados con el cordón de seguridad estándar.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó con voz baja y nerviosa.
El no respondió.
Quee Lee se inclinó hacia delante.
—Ciento veintidós años —dijo—. Menos unos cuantos días.
Washen recordó los golpes explosivos y la sensación de que la arrancaban del hábitat de las sanguijuelas, de que avanzaba a tropezones a medida que su piel se congelaba y su mente caía en el coma más profundo posible.
Cuando pasó la sensación de náusea, preguntó:
—¿Me encontraste tú, Locke?
El joven se dispuso a responder, pero al final cerró la boca.
—La rescató Pamir —dijo Quee Lee—. Con la ayuda de su hijo.
Una vez más Washen contempló los cordones negros de seguridad y, luego, consiguió echarse a reír.
—Me alegro de que los dos os hayáis hecho buenos amigos.
La vergüenza se desangró hasta convertirse en una cólera helada. Locke enderezó la espalda y se obligó a explicarse:
—Fue un accidente. Fui a la casa alienígena. Para ver si los capitanes, o alguien más, habían estado allí. Y ese hombre feo se tropezó conmigo.
Pamir. Seguro.
Su hijo sacudió la cabeza indignado. Los dedos desnudos de los pies se encogían y estiraban en la tierra negra. ¿Qué pensaría un rebelde de aquel suelo tan rico? ¿Y de aquellos árboles de un color verde imposible? ¿Y de los monos? ¿Y qué pasaba con el elaborado trino de aquella ave, un sulfuradito, que caía sobre ellos desde las ramas más altas?
—Fui débil —admitió Locke al final con una tristeza inmensa.
—¿Por qué? —preguntó Washen.
—Debería haber matado a tu amigo.
—No es fácil matar a Pamir —respondió ella—. Créeme.
Una vez más Locke se aferró a su silencio.
Washen respiró hondo, con meticulosidad, y luego se sentó en la cama. El mejunje negro se le pegaba a la piel lisa como la de un bebé, totalmente desprovista de vello. Cuando se apagó lo peor del dolor, miró a Quee Lee.
—Ciento veintidós años —suspiró—. Las circunstancias han cambiado mientras yo dormía. He de suponer.
La mujer se estremeció y luego sonrió con timidez.
—¿Qué está pasando? —preguntó Washen—. ¿Qué sucede con la nave?
—No ha pasado nada —dijo su anfitriona—. Según nuestra nueva maestra capitana, la nave necesitaba un cambio de líder. Abundaba la incompetencia. Y ahora, según ella, todo está igual que antes, salvo lo que es mejor, y seríamos tontos si albergáramos alguna preocupación.
Washen miró furiosa a su hijo.
Este se negó a parpadear siquiera, o a mirar a nadie.
—Miocene… —escupió entonces Washen para sí, con voz grave y airada. Se volvió de nuevo hacia Quee Lee—. Al parecer es ella.
La IA del apartamento habló con una autoridad firme:
—Se está acercando Perri. Con el otro, sí. Parecen estar solos.
Luego preguntó:
—¿Les permito entrar, Quee Lee?
—Desde luego.
Habían pasado tres días más. Washen llevaba seis horas fuera de la cama. Se había puesto un sencillo sarong blanco y sandalias blancas, y acababa de tomar su primera comida sólida en más de un siglo. La fatiga incesante se convertía en energía nerviosa. Se encontraba al lado de Quee Lee, expectante. Se abrió la puerta del apartamento. La pantalla de seguridad estaba en su sitio, y fuera, en la amplia avenida rodeada de árboles, no había nadie. Lo que debería haber sido una escena atestada de gente cualquier día normal era una imagen tranquila, antinatural. De repente aparecieron dos hombres que caminaban con grandes zancadas. El más pequeño era guapo y sonreía con un encanto inconsciente. El otro era más grande, con un rostro ordinario, y Washen cometió el error más obvio. Una vez que cerraron la puerta y la bloquearon de veinte modos diferentes, le dijo al mayor:
—Hola, Pamir.
Pero el rostro ordinario se desprendió y expuso un segundo, idéntico al del hombre más pequeño. Igual de guapo. Y encantador. Y desde luego, aquel no era Pamir.
—Lo siento —dijo una voz alegre—. Pruebe otra vez.
El hombre menor era Pamir. Se desprendió de su disfraz.
—Hice que un autodoc me quitara treinta kilos de encima —se explicó con voz atronadora—. ¿Qué te parece?
—Tienes un aspecto maravilloso de todos modos —admitió ella.
El rostro de Pamir era tosco, como cortado a tajos en un bloque de roble denso y oscuro. Los bastos rasgos tenían una inclinación asimétrica, y el cabello, sucio y muy enmarañado, inclinaba las cosas todavía más. Daba la sensación de que aquel hombre sería incapaz de recordar la última vez que había dormido, pero los brillantes ojos castaños estaban despejados y alerta. Cuando miró a Washen sonrió. Al mirar hacia cualquier otro lugar su expresión se tornaba distante, distraída.
—Estoy muerto de hambre —comentó a nadie en particular.
Luego su mirada volvió a Washen y la sonrisa resurgió entre su inmenso cansancio.
—No me des las gracias —dijo con una mordacidad bien conocida, cínica y sabia—. Todavía no. Si esos nietos tuyos nos encuentran, desearás estar todavía en el fondo de ese mar de hidrógeno.
Era lo más probable.
Pamir se arrancó el resto del disfraz.
—¿Dónde está mi prisionero? —preguntó.
—En el jardín —respondió Quee Lee.
—¿Ha gruñido algo de importancia?
—Nada —respondieron las dos mujeres al unísono.
Una mano desnuda se apartó el pelo sucio. Luego Pamir se permitió una sonrisa.
—Quería estar contigo —confesó a Washen—. Cuando volvieras en ti. Pero tenía que ocuparme de un par de cosas antes. Lo siento.
—No te disculpes.
—Entonces no lo haré —bramó él.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó Quee Lee a su marido.
El hombre guapo puso los ojos en blanco y adoptó un tono burlón.
—¿En una palabra? —dijo—. Está todo muy tranquilo. Horrible, extraña e incansablemente tranquilo.
—¿Dónde habéis ido, cariño? —le preguntó su mujer.
Los dos hombres se miraron y Perri dijo «cariño» con tono de advertencia.
Después, Pamir sacudió la cabeza.
—La comida primero —dijo—. Quiero recuperar mis treinta kilos. —Se quitó la piel falsa de las manos—. Luego tenemos que ir a un sitio. Solo nosotros, Washen. Tengo un trillón de preguntas y apenas hay tiempo para hacerte diez.
Pamir estaba limpio y lucía ropa nueva. Washen y él estaban dentro de una habitación de invitados. El diamante del suelo de la suite estaba incrustado de generadores de holografías y sol. Al mirar entre sus pies podían ver la sala ajardinada de Quee Lee y, en concreto, podían vigilar al hombre rubio que se había sentado en el claro más grande. Nunca tiraba de las correas que lo retenían y observaba con toda atención cada movimiento de cada pájaro, cada insecto y cada mono medio domesticado.
—Cuéntame —empezó Pamir—. Todo.
Cruzaron casi cinco mil años en lo que pareció un aliento. La falsa misión. Médula. El Incidente. Hijos nacidos; rebeldes nacidos. El renacimiento de la civilización. Washen y Miocene escapando de Médula. Luego Diu las había cogido y llevado al hogar de las sanguijuelas y Diu les había explicado que él era la fuente de todo lo que había pasado. Y justo cuando Washen estaba a punto de terminar la historia, hizo una pausa para respirar y asentir, y le dijo a Pamir—: Sé lo que has estado haciendo durante estos últimos días.
—¿De veras?
—Estabas intentando decidir si era de verdad. Si podías confiar en mí.
El hombre tomó un último bocado de filete medio crudo y luego la miró.
—¿Y qué tal? —preguntó—. ¿Puedo confiar en ti?
—¿Qué has averiguado? —lo presionó ella.
—Nadie te menciona. A nadie parece importarle. Pero Miocene y tus nietos están buscándolo a él por todas partes. —Pamir señaló el suelo—. Estuvieron a punto de encontrarnos a él y a mí dentro del tanque de combustible. Pero no dejes que esos silencios ceñudos te engañen. Locke me dijo lo suficiente para restringir nuestro lugar de búsqueda lo suficiente…
—¿Cuántos capitanes sueltos hay?
—Yo cuento veintiocho. O veintisiete. O quizás haya bajado hasta veintiséis.
—Mierda —dijo Washen en voz baja.
—Sin incluirte a ti —añadió él —Pero ya hace mucho tiempo que se disolvió tu comisión. Y si eso no te vuelve loca, escucha esto. Ahora mismo estás sentada con el maestro capitán legal de la nave. ¿No es una idea aterradora?
Washen hizo todo lo que pudo por digerir la noticia. Luego se inclinó y colocó la palma de su nueva mano en el suelo, como si intentara aferrarse a la cabeza de su hijo.
—De acuerdo —susurró—. Dime todo lo que sepas. Rápido.
Pamir le habló de cómo las había buscado, a ella y a Miocene. De la ayuda de Perri y la creciente frustración, y de cómo al final, momentos antes de rendirse, se había tropezado con aquel reloj arcaico incrustado de plata.
—¿Todavía lo tienes? —preguntó Washen mientras levantaba la mirada.
Y allí estaba, colgando de una nueva cadena de plata. Pamir no tuvo que decirle dos veces que lo cogiera. Luego, mientras Washen abría la tapa y leía el lema, él le contó algo más de su historia: la fuente de neutrinos, la escotilla oculta, el túnel derrumbado… Se detuvo en el momento en el que Locke y él miraban sobre la casa de las sanguijuelas.
Con un leve chasquido, Washen cerró la tapa de plata.
—Si hubiera ampliado el radio de búsqueda y perseguido cada pequeño objetivo… —dijo Pamir en tono de disculpa.
—No estoy decepcionada —lo interrumpió ella esbozando una cálida sonrisa.
—Me distrajeron —continuó Pamir—. Primero los neutrinos. Luego encontramos la escotilla secreta de Diu, y lo único que hice fue cavar.
Washen rodeó con las manos su reloj y se concentró. Pamir había pronunciado «Diu» con desdén. Luego sacudió la cabeza.
—Te juro que soy incapaz de acordarme de ese pequeño gilipollas.
Quise a ese hombre, pensó Washen asombrada.
Luego dijo «neutrinos» con voz baja y curiosa. Levantó la cabeza para mirar a Pamir.
—¿Qué viste? Con exactitud. ¿Era muy grande el flujo?
Pamir se lo contó todo con nítidos detalles.
Como Washen no reaccionara, su amigo cambió de tema.
—En cuanto estés lo bastante fuerte, nos vamos. No existe ningún lazo oficial que me una a Perri o Quee Lee. Pero podría haber algún viejo archivo de seguridad en alguna parte, y Miocene lo encontrará. Necesitamos un sitio nuevo en el que ocultarnos. Que es en parte lo que he estado haciendo estos últimos días…
—¿Y luego?
—Esperar el momento adecuado. Tener paciencia y prepararnos. —Hablaba despacio, con tono seguro, igual que un hombre que le hubiera prestado toda su atención a ese tema—. Si queremos recuperar nuestra nave, y conservarla, entonces tendremos que reunir los recursos, los músculos y la sabiduría, para lograr que las cosas resulten un poco menos imposibles…
Washen no dijo nada. No sabía muy bien qué pensar. Su mente jamás le había parecido más vacía ni más inútil. Lo que se suponía que era su atención pasaba sin parar entre sus manos dobladas y una mirada larga y dolorida al hijo que se sentaba en la hermosa selva. Abrió primero las manos con esfuerzo, después la tapa de plata, y se quedó mirando de nuevo aquellas manecillas lentas, incansables.
—Tenemos aliados —admitió Pamir—. Eso es lo que también he estado haciendo durante estos últimos días. Entrando en contacto con amigos probables…
Una vez más Washen cerró el reloj y rodeó con las manos el metal que había calentado su sangre. Habló en voz baja, casi en un susurro.
—No teníamos reactores de fusión.
—¿Disculpa?
—Cuando me fui de Médula. La mayor parte de nuestra energía procedía de fuentes geotérmicas.
—Estuviste fuera más de un siglo —le advirtió Pamir—. Pueden cambiar muchas cosas en tan poco tiempo.
Quizá.
—A juzgar por las pruebas —continuó él—, yo diría que los rebeldes tuvieron que abrir un agujero muy ancho para salir de Médula. Dado que regresaban por el viejo agujero, el suyo se encontró con el mío, lo que hizo su trabajo más fácil. Pero aun así… Cientos de kilómetros excavados en días, u horas. Por eso no dispusimos de ninguna advertencia. Y por eso debieron de construir todos esos reactores de fusión, supongo.
Su amiga dijo «quizá», pero negaba con la cabeza al mismo tiempo.
Washen abrió las manos otra vez. Pero esta vez dejó caer el reloj, que aterrizó de canto y con un chasquido suave. Al inclinarse a recogerlo, la antigua capitana clavó la mirada en su hijo, que estaba absorto en la contemplación de un extraño mundo verde; los ojos del joven, grises y suaves, no traicionaban ni el susurro de una sensación de asombro, y mucho menos una mínima preocupación.
—¿Qué pasa, Washen?
Esta se dispuso a hablar, pero no dijo nada.
—Cuéntamelo —insistió Pamir.
—Creo que te equivocas —se oyó decir ella.
—Es muy probable. ¿Pero en qué?
Hasta que lo dijo no estuvo segura de lo que iba a soltar.
—En la fuente de energía. Te equivocas. Pero eso no es lo que más importa.
—¿Qué importa?
—Míralo —dijo Washen.
El anciano se quedó mirando entre sus pies y observó al prisionero durante un buen rato. Luego, por fin, con cierta indignación medida, preguntó:
—¿Qué debería ver?
—Locke es un rebelde. Todavía cree.
Pamir lanzó un leve bufido.
—Lo que es ese es un fanático —dijo—. Y no sabe más, así de simple.
—Till y él estuvieron en la casa de las sanguijuelas —le contestó ella sacudiendo la cabeza—. Ya conoces ese sitio. Susurra cualquier cosa y se oyen tus palabras en todas partes.
Pamir aguardó.
—Desde que me despertaste, es algo que me ha estado reconcomiendo. — Washen recogió el reloj y convenció a su sarong para que crease un bolsillo que lo albergase en un sitio seguro. Luego miró a Pamir con los ojos brillantes y llenos de certeza—. Till y Locke tuvieron que oír hablar a Diu. No les habría quedado más remedio. Su confesión fue meticulosa y no dejaba espacio para maniobrar. Todo lo que creen los rebeldes lo inventó Diu. Y esa es revelación suficiente para mutilar la fe más robusta.
—Tu hijo es un fanático —espetó Pamir con más porfía que razón—. Y Till es un arribista ambicioso y dañino.
Washen apenas lo oyó.
Estrechó los ojos y pensó en voz alta.
—Esos dos rebeldes lo oyeron todo, y no importó. Quizá ni siquiera les sorprendió que Diu estuviera vivo. No es tan escandaloso. Los rebeldes siempre sabían todo lo que estaba pasando en Médula. No había secretos para ellos. Y después de que Diu muriera, llevaron a Miocene a casa. Porque la necesitaban. Porque si son los constructores renacidos e iban a tomar de nuevo la nave… entonces necesitaban una capitana de alto grado, como Miocene. Alguien que sabía anular los sistemas de seguridad y a la vieja maestra…
Pamir respiró hondo y dejó escapar el aire entre los dientes.
—Till es un cínico y está utilizando la religión inventada por Diu, y Miocene le está siguiendo el juego… —sugirió.
—No —dijo Washen—. Y quizá. —Luego señaló a Locke—. Él cree. Conozco a mi hijo y entiendo, espero, su capacidad. Y en el fondo sigue siendo un rebelde.
—¿Entonces tú qué crees, Washen? —preguntó Pamir por pura frustración.
—Diu nos dijo… —La capitana cerró los ojos y recordó lo que parecían ser solo tres días antes para ella—. Cuando llegó por primera vez a Médula, solo, tuvo un sueño. Los constructores y los odiados inhóspitos salieron directamente de ese sueño…
—¿Y eso significa?
—Quizá nada —confesó ella. Luego sacudió la cabeza y se puso en pie—. Si hay alguna respuesta, se encuentra en algún lugar de Médula. Ahí está esperando. Y creo que te equivocas por completo con el calendario que nos has hecho aquí.
—¿Eso crees?
—Si esperamos, los rebeldes se harán más fuertes.
Pamir volvió a mirarse los pies y después clavó los ojos en su prisionero con una nueva intensidad, como si lo viera por primera vez.
—Si esperamos demasiado —le advirtió ella—, tendremos que hacer pedazos esta nave con una guerra total. Que es por lo que creo que tenemos que hacerlo todo ahora. En cuanto sea posible.
—Lo que tenemos que hacer —repitió él—. ¿Como qué?
Washen no pudo evitar reír. Su voz era apagada y triste.
—El maestro capitán eres tú —le respondió—. Mi única obligación es servir a la Gran Nave, y a ti.
—Hay un lugar —rememoró Miocene mientras invitaba a su hijo y a los otros rebeldes de alto rango a que la acompañaran en un pequeño viaje—. Es muy alto y bastante seguro, el lugar perfecto para contemplar la aceleración.
Sería un momento repleto de simbolismos, y, lo que era más importante, de pura reivindicación.
Pero Till lucía una expresión de duda. Miró más allá de Miocene.
—Señora —dijo mientras hacía la más pequeña de las reverencias—, ¿es este viaje absolutamente necesario? Es decir, si considerárnoslos riesgos. Y los escasos beneficios.
—Beneficios —se hizo eco ella—. ¿Has contado la tradición?
El joven sabía que no debía responder.
—No, no lo has hecho —dijo Miocene y se echó a reír con dulzura. Apenas se le notaba el desdén—. Es una tradición muy noble. La maestra capitana y sus leales empleados se colocan en la cubierta abierta y contemplan cómo gira su nave al viento.
—Noble —respondió él—, y antigua también.
—Lo hemos hecho a bordo de esta nave —le aseguró ella—. Muchas, muchas veces.
¿Qué podía decir a eso?
Antes de que se sugiriera alguna respuesta, la maestra capitana añadió:
—Comprendo lo que estás pensando. Que quizá estemos demasiado expuestos. Demasiado vulnerables. Que nos estemos arriesgando a sufrir algún desastre celestial…
—No en el hemisferio que dejamos atrás, señora. Eso ya lo sé.
—Entonces te preocupa un enemigo más cercano y emotivo. —Maestra o madre, su tarea consistía en dar confianza. Inspirar y, con suerte, instruir—. Nadie más sabe lo de esta empresa. No hay tiempo para preparar una emboscada. Y créeme —añadió mientras levantaba una mano hinchada en el aire, entre los dos—, soy lo bastante fuerte para defendernos de cualquier parte de la nave, y también de cualquier sitio de su enorme casco.
Unos días frenéticos habían provocado una transformación. La nueva maestra se sentaba en la cama de la vieja. No era tan inmensa como su predecesora, pero la tendencia era innegable. Unas redes entrelazadas de nexos yacían bajo su piel de un siglo de edad, se comunicaban entre sí en densos idiomas que viajaban a la velocidad de la luz y hablaban a los importantes sistemas de la nave en una maraña de frecuencias y jirones codificados de luz láser. Un instinto recién nacido le dijo a Miocene que se estaban alimentando y preparando las cámaras de reacción. Casi podía saborear el hidrógeno frío comprimido que se extraía de los profundos tanques. Aquella gigantesca aceleración, programada milenios atrás, se produciría sin retrasos ni momentos embarazosos. ¿Cómo podía dudar nadie de que la que estaba al cargo era ella? El simbolismo era flagrante. Los pasajeros nerviosos se consolarían con la aceleración. La tripulación descontenta tendría que admitir que esa vieja sabía lo que estaba haciendo. Y la Vía Láctea lo notaría, billones de pasajeros en potencia que tendrían incluso más razones para olvidar a la vieja maestra y su incompetencia.
Muy pronto, y de incontables maneras, Miocene mejoraría su nave. La eficacia daría un salto. Florecería la confianza. Y como resultado, el prestigio de la nave aumentaría aún más. Guiado por su mano, el conocimiento de un millón de especies se enviaría a casa con un haz para enriquecer a la humanidad junto con el legado personal de la maestra. Durante el último siglo, siempre que quería saborear un placer Miocene se imaginaba el día glorioso en el que la nave completaría su circuito por la galaxia y se acercaría a la Tierra después de una ausencia de medio millón de años. Para entonces, y gracias sobre todo a su trabajo, la humanidad dominaría su pequeña parte del universo. Y con su leal y cariñoso hijo a su lado, ella aceptaría todos los honores y las bendiciones radiantes de un pueblo que no tendría más remedio que verla como diosa y redentora.
—El universo… —susurró la maestra hablando para sí.
Till se inclinó un poco más hacia ella.
—¿Qué ha dicho, señora?
—Tienes que verlo por ti mismo —respondió ella—. Las estrellas. La Vía Láctea. Todo, y en toda su gloria.
Una expresión cambiante se convirtió en simple duda.
—Lo he visto —le recordó Till—. Por medio de luz holográfica y representado a la perfección.
—Nada que se represente es perfecto —contestó su madre. Luego, antes de que su hijo pudiera decir nada más, le recordó—: Uno de nosotros es la maestra. El otro es su primero en la presidencia.
—Lo sé, señora.
Pasó una mano amplia por la frente de su hijo, por la nariz esbelta. Luego, con un solo dedo, le acarició la atractiva y fuerte barbilla.
—Quizá el riesgo sea demasiado grande —admitió ella—. Sabes argumentar muy bien, sí. Así que solo estaremos tú y yo contemplando la aceleración. ¿Te parece un compromiso digno?
El joven no tenía alternativa.
—Sí, señora —admitió—. Sí, madre.
Pero, como siempre, Till pronunció las palabras con un entusiasmo convincente, envueltas en una sonrisa que no podría haber sido más brillante.
El casco de la nave era mucho más fino en la cara posterior, unas cuantas docenas de kilómetros de hiperfibra original, casi virginal, salpicada de túneles de acceso, cañerías cavernosas y bombas lo bastante gigantescas para mover océanos. Tanto la estética como la seguridad tenían allí su papel; Miocene y Till viajaron dentro de una de las principales cámaras de reacción. Allí no vivía nada, y casi nada acudía tampoco. Apoyados en las baterías de espejos perfectos no había lugar para ocultarse. Y dado que nadie salvo Miocene podía disparar esos motores, podían pasar sin que nadie los molestara; su rápido cochecito se elevaba por aquel buche similar a un cráter de la tobera de cohete, el cielo sobre ellos iluminado por mil millones de hogueras, cada una de las cuales empequeñecía la potencia de su magnífica máquina.
—Las estrellas —dijo Miocene, y no pudo evitar sonreír.
Till parecía muy joven allí de pie con las manos unidas a la espalda, esta arqueada y los pies ligeramente separados y enfundados en sus botas; su uniforme, su gorra y sus grandes ojos castaños reflejaban la luminosidad del universo.
Por un momento pareció sonreír.
Luego cerró los ojos, se volvió hacia ella y al abrirlos admitió: —Son preciosas. Por supuesto. Por supuesto.
La desilusión se apoderó de Miocene. ¿De verdad había creído que echarle un vistazo a la Vía Láctea con sus propios ojos provocaría una revelación? ¿Que Till levantaría los brazos y caería sobre sus débiles rodillas en un gesto de éxtasis maravillado?
Estaba decepcionada y, lo que era peor, furiosa.
Quizá porque percibió su humor, Till preguntó:
—¿Recuerdas, madre, cuando miraste por un nanoscopio y viste tu primer protón al descubierto?
La mujer parpadeó.
—No —confesó.
—Uno de los huesos esenciales del universo —la riñó él—. Tan vital como las estrellas y, a su manera, más espectacular. Pero fue real para ti antes de que lo vieras. Intelectual y emocionalmente, estabas preparada.
Miocene asintió y no dijo nada.
—Desde el momento en el que volví a nacer, y durante cada día desde entonces, la gente ha hablado de las estrellas. Ha descrito su belleza. Ha explicado su física. Me han asegurado que la simple visión de un sol me llenaría de admiración…
¿Qué haría falta para impresionar a Till?
—Con franqueza, madre, después de una propaganda tan enorme creo que el cielo tiene un aspecto bastante pobre. Casi insustancial. Lo que resulta una doble decepción, ya que estamos cerca de uno de los grandes brazos de la galaxia. ¿No es cierto?
Si Miocene encendiera el motor que tenían bajo ellos, Till quedaría impresionado. Lo meditó durante un instante de furia.
La maestra capitana esbozó una sonrisa débil, casi burlona y miró lo que tenían delante. Su coche realizó un giro brusco y se dirigió a la tobera parabólica. La antigua hiperfibra había quedado ennegrecida por efecto de los plasmas corrosivos y había dejado una pared anodina que parecía cercana cuando estaba muy lejos, y luego remota cuando frenaron y pasaron de repente por una escotilla camuflada. Los ingenieros habían añadido este rasgo. La escotilla llevaba a un túnel pequeño que atravesaba la tobera y terminaba en una burbuja de diamante suspendida a mil kilómetros por encima del casco. Solo a un imbécil no le impresionaría esa vista.
Madre e hijo permanecieron dentro del coche blindado, que flotó dentro de la burbuja. La Gran Nave poseía catorce gigantescas toberas de cohetes: una en el centro, cuatro rodeando esa y nueve más que rodeaban a esas cinco. La suya era una de las cuatro, y en el horizonte, una al lado de la otra, estaban dos de las toberas exteriores, alimentadas y a la espera de la orden de encenderse. Unos metales mutados y varios lagos de fluidos hidráulicos las habían inclinado y les habían dado un ángulo de quince grados. La aceleración de diez horas y once segundos cambiaría la trayectoria de la nave lo justo para que, dentro de otras dos semanas, pasase cerca de un gigantesco sol rojo y luego se hundiese todavía más cerca del compañero del astro, un inmenso, pero en esencia tranquilo, agujero negro.
En menos de un día, el rumbo de la nave se torcería dos veces. En lugar de abandonar aquella densa región de soles y mundos vivos, continuarían a lo largo del brazo de la galaxia para entrar en nuevos y lucrativos lugares.
Se oyó un suave e impresionado «hmm».
Till no estaba contemplando las estrellas ni las gigantescas toberas, sino que había bajado la cabeza.
—Desde luego, hay un montón de ellos —comentaba con voz desdeñosa.
Las luces salpicaban el paisaje de hiperfibra. Pero al contrario que el agradable desorden de las estrellas, esas luces tenían principios que las definían: se conectaban y convertían en líneas, círculos y densas masas que resplandecían ante la luz acumulada. Sí, había muchos. Es probable que más de los que hubiera cinco mil años atrás, y desde luego más que la última vez que ella había visitado ese lugar. Miocene sacudió la cabeza y dijo «rémoras» con un gruñido.
—Construyen sus ciudades en la cara posterior. Cada vez más ciudades.
Till sonrió.
—No te caen bien los rémoras —comentó con un gruñido encantador—. ¿Verdad, señora?
—Son obstinados y excepcionalmente extraños. —Pero admitió—: Realizan un trabajo importante. Nos resultaría difícil sustituirlos.
Su hijo no hizo ningún comentario.
—Veinte segundos —anunció ella.
Till dijo que sí y miró hacia arriba con gesto cortés. Sus ojos castaños y brillantes se entrecerraron para defenderse del fulgor de los motores que anticipaba. Y con Till distraído por un momento, Miocene se escabulló.
La sala no cambiaba nunca.
Sentadas a lo largo de cada pared, ataviadas con los cuerpos simbólicos y las togas blancas de ancianos escribas marchitos, había decenas de sofisticadas IA. Cada una era un poco diferente de su vecina, en habilidades y sensibilidad estética.
En ese reino las diferencias eran una bendición. La razón de su existencia era una sencilla pregunta, una pregunta que requería una concentración absoluta, además de cierta afición a la novedad. Cada día, cada semana o cada mes, una de las escribas proponía una solución nueva o una variación de la antigua, y con una juventud sin límites las máquinas discutían y debatían, y en ocasiones se gritaban. Era inevitable que encontraran algún fallo crítico en las elaboradas matemáticas o en las suposiciones lógicas, y en estos casos a la propuesta se le hacía un rápido funeral y su cuerpo se colocaba en un estante electrónico al lado de millones de hipótesis fallidas, prueba de su celo, que no de su genio.
En el centro de la sala había un mapa denso y extremadamente preciso de la nave. No la retrataba tal y como era hoy en día, sino tal y como existía cuando llegaron los primeros capitanes. Se exponía allí cada una de las inmensas cámaras y los largos túneles, cada grieta diminuta y cada majestuoso océano en toda su abandonada gloria.
Y sin embargo, faltaba un rasgo fundamental, quizá crítico.
Y en medio de esa ignorancia apareció la nueva maestra.
Las IA escribas la contemplaron con frío desdén. Eran almas conservadoras por naturaleza. Los motines no les parecían bien, ni siquiera los motines justificados por motivos legales. Con humor de máquina, una escriba dijo:
—¿Quién eres? No te reconozco.
Las otras se echaron a reír en tono bajo e indignado.
Miocene no dijo nada durante un largo instante. Luego su imagen fingió suspirar y habló con tono despreocupado:
—Puedo mejorar ese mapa vuestro. Sé cosas que la vieja maestra no podría imaginar siquiera.
La duda dio paso al interés.
Luego a la curiosidad.
Pero una de las escribas negó con su cabeza de goma.
—A tu predecesora hay que someterla a un juicio —le advirtió—. Un juicio público y justo, como ordenan las leyes mismas de la nave. De otro modo no trabajaremos contigo.
—¿Y no he prometido yo juicios? —respondió ella—. Examinad mi vida. Cualquier perfil que deseéis. ¿Cuándo he hecho otra cosa que no fuera defender las leyes de la nave?
Las escribas hicieron lo que Miocene les aconsejó y, como ella había esperado, se aburrieron pronto. Su vida no era ningún enigma. No tenía interés para ellas. Una tras otra, todas las miradas volvieron a su sofisticado y misterioso mapa.
—Si os doy esta información —les dijo ella—, no podéis compartirla con nadie más. ¿Comprendido?
—Lo entendemos todo —le advirtió la primera escriba.
—Y si encontráis alguna solución posible, no se lo digáis a nadie salvo a mí. A mí. —Se quedó mirando cada uno de los pares de ojos de cristal—. ¿Podéis comprometeros con esos términos?
Con una sola voz dijeron que sí.
Miocene insertó en el mapa los últimos parámetros, dibujó la concha de hiperfibra que rodeaba el núcleo, colocó Médula dentro de la concha y por fin les mostró lo que había en su interior. Luego hizo que Médula se expandiera y contrajera, y un torrente de datos explicó que la energía cumplía un círculo a través del cuerpo de hierro y que los contrafuertes lo mantenían en su sitio, todo aquello que tuviera algún interés potencial y que ella había absorbido a lo largo de aquellos horribles siglos.
En una fracción de segundo los viejos rostros quedaron cautivados.
Miocene sintió un leve estremecimiento cuando los motores de la nave comenzaron a lanzar plasma al gélido universo.
Su parte física estaba sentada al lado de su hijo, observándolo, cuando este se volvió y le mostró otra sonrisa llena de bondad.
—Es precioso, sí —admitió el joven.
El río de plasma era una amplia columna que se movía casi a la velocidad de la luz; solo una diminuta parte de su energía se desprendía en forma de luz visible, pero aun así era lo bastante brillante para que aquel imponente fulgor lograra que las estrellas se desvanecieran ante sus ojos, que no dejaban de parpadear y lagrimear.
—¿Podríamos irnos ahora, señora? —preguntó él en voz baja, como un niño aburrido.
La otra parte de ella, la imagen holográfica, estaba igual de decepcionada. Se encontraba rodeada de escribas que susurraban a la velocidad de la luz, capaces de lograr milagros en un instante. Y luego, con una expresión tranquila, sagaz, una de las escribas le ofreció una solución provisional, de una sencillez ridícula, a aquel gran enigma.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Esa es vuestra respuesta?
La primera escriba habló en nombre de sus iguales.
—Es una solución artística —admitió—. No matemática pura, señora.
—Es obvio. —Luego, mientras se desvanecía, gruñó—. No se lo digáis a nadie, de todos modos. Y seguid trabajando en ello. ¿Querréis hacer eso por mí?
—No —respondió la escriba dirigiéndose al aire vacío.
—Lo hacemos por nosotras mismas —dijeron sus vecinas.
Y de nuevo se pusieron a susurrar, utilizando aquellas voces rápidas y secas, su enigma y juguete transformado de repente. Su diminuto universo volvía a ser fascinante, y dentro de aquella sala sofocante todo resultaba enorme.
Para los ojos atentos no era más que otro equipo de reparaciones anónimo: varias decenas de rémoras encantados con su encarcelamiento dentro de los voluminosos trajes salvavidas, sentados hombro con hombro dentro de uno de sus viejos y duros rayadores, cada rostro diferente del rostro de su vecino, todos contando los chistes obscenos de siempre mientras se dirigían hacia la cara principal de la nave.
—¿Cuántos capitanes hacen falta para follar? —preguntó uno.
—Tres —gritaron los otros—. ¡Dos para hacerlo mientras el tercer capitán entrega los galardones y menciones apropiados!
—¿Adonde envía la maestra su mierda? —preguntó otro.
Todo el mundo señaló la tobera del cohete más cercano y luego lanzaron una risita.
Luego, Orleans se inclinó hacia delante y preguntó:
—¿Qué diferencia hay entre la nueva maestra y la vieja?
Se produjo un silencio repentino. Todo el mundo conocía la pregunta pero nadie reconoció el chiste. Lo que no era tan sorprendente, ya que el anciano se lo acababa de inventar.
Su boca más reciente se estiró en una enorme sonrisa y una especie de colmillos cortos chocaron contra la visera.
—¿Alguna idea? ¿No? —Entonces dejó escapar una gran carcajada—. Nuestra nueva maestra ha vuelto de entre los muertos. Mientras que la antigua nunca estuvo viva.
Una risa cortés, si bien un poco nerviosa, dio paso al silencio. Orleans giró el casco y le mostró el rostro a la tripulación. Por un canal público les dijo:
—No tuvo mucha gracia. Tenéis razón. —Pero luego habló por un canal privado—. No les deis vueltas a las cosas: muy pronto estaremos muertos. Relajaos.
El nerviosismo mutó en útil determinación. No, estaban pensando que no iban a morir. Las espaldas enderezadas y los puños desafiantes traicionaban la opinión de su personal. Eran sobre todo jóvenes, y la mayor parte aún creía que podía engañar a la muerte cultivando una actitud positiva junto con su inteligencia innata y una buena suerte más que merecida.
«Yo no», pensaba cada uno de ellos. «Yo no voy a morir hoy». Luego, uno tras otro volvían la cara hacia la tobera del cohete y contemplaban su inmensidad y la resplandeciente columna de luces (las flatulencias de la nueva maestra); la luz empequeñecía todo lo demás y partía el universo en dos pulcras partes.
Solo Orleans hacía caso omiso del espectáculo. Mantenía sus ojos del color del ámbar centrados en los edificios que como ampollas flanqueaban la amplia autopista. Estaba de un humor raro, se sentía sentimental y recordó que, cuando él era joven, desde luego que esperaba estar muerto a estas alturas. Vaporizado por el impacto de un cometa, con toda probabilidad. La idea de sobrevivir a todos los demás de su generación…, bueno, en aquel entonces no parecía una posibilidad. Una vida tan imposiblemente larga solo demostraría la cobardía del rémora, o al menos una cautela paralizante. Y sin embargo Orleans no era cobarde, ni alguien que se preocupara demasiado, y le tenía una intensa falta de respeto a la suerte, buena o no.
A lo largo de los siglos y luego de los milenios había visto morir a sus amigos sin aviso previo ni posibilidad alguna. Había sobrevivido a hijos y nietos, y luego a descendientes que solo podían transmitir una diminuta fracción de su simiente única. Pero no era la suerte lo que lo había llevado hasta allí. Ni la buena suerte ni su malvada compañera. A lo único que se podía culpar, sin duda, era a la majestuosa y lisa indiferencia del universo.
Orleans era demasiado pequeño para que se notara su presencia.
Demasiado insignificante para que se enviara un cometa contra él, cayendo a plomo.
La suya era una fe rica en lógica y con la belleza de un asceta y, hasta este momento, parecía ser una fe duradera y determinada. Pero de repente se había adentrado en su interior una segunda posibilidad. Quizá, solo quizá, mucho tiempo atrás algún destino grandioso había tomado a Orleans bajo su sudario protector y lo había salvado para aquel día y momento, haciendo posible que hiciera este viaje poco llamativo por el inmenso, austero y encantador casco de la nave.
La ciudad no era ni siquiera un nombre cuando nació él. Pero hoy era lo bastante grande como para que diera la sensación que dejarla llevaba una eternidad. Pasaban como rayos unos edificios con forma de ampolla tras otros. Hogares de hiperfibra, en su mayor parte. Lugares minimalistas con paredes y un tejado, un vacío duro e intimidad de sobra, donde las parejas y otro tipo de apareamientos aportaban su simiente, y los bebés nacían dentro de úteros de hiperfibra que se expandían según las necesidades; tanto el niño como la máquina desarrollaban manos y piernas, y una cabeza, y se les consideraba «nacidos» durante una celebración que duraba un día y que culminaba cuando se sujetaba a la amplia espalda del rémora un reactor en pleno funcionamiento y un sistema de reciclaje.
Entre las casas estaban las escasas tiendas que pregonaban las pocas mercancías que podían tentar a unos ciudadanos que no tenían necesidad alguna de comida o bebida, y que además miraban con malos ojos la mayor parte de las posesiones. Se habían montado otras estructuras a partir del diamante transparente y, al contrario que los edificios, estaban selladas contra el vacío. Selladas y pobladas por una variedad de especies terráqueas y de otro tipo. Todos los organismos eran inmortales al menos de nombre, y bajo la lluvia de fuertes radiaciones y la simple fuerza del tiempo, habían mutado de una forma caótica para producir un surtido salvaje de formas y colores improbables, y comportamientos inesperados, a veces entretenidos.
Parques para rémoras, en esencia.
El más grande estaba en la periferia de la ciudad, y cuando pasaron por aquel contorno borroso de color y forma Orleans se dijo que tenía que acercarse por allí a echar un vistazo a sus habitantes. ¿Quién sabía? Quizá encontrase inspiración para su próxima transformación autoinducida.
El rayador salió como una exhalación a cielo abierto y aceleró al máximo.
El tiempo se movía con pereza, obstinado. Una y otra vez Orleans le mostraba su rostro a su tripulación, y por el canal cifrado les obligaba a repetir el horario y describir cada uno de sus apremiantes trabajos. Luego, por primera vez, contempló por fin su objetivo y se permitió respirar rápida y profundamente una vez, contuvo su atmósfera personal dentro de unos pulmones que apenas eran humanos, unos pulmones construidos por toda una vida de dirigir con esmero unas mutaciones que les proporcionaba tanto a ellos como a su lenta y negra sangre una eficacia que rayaba en la perfección.
El ideal de cualquier rémora.
Al igual que cientos de rayadores en el pasado, el suyo se deslizaba cerca de la tobera gigante y los llevaba hacia la cara delantera de la nave. Una losa de hiperfibra desechada yacía en el espacio abierto. Incluso a la inmensa velocidad a la que iban, la IA piloto debería haber tenido tiempo para notar su presencia y reaccionar. Pero la IA, vieja y ya famosa por sus fallos, anunció que estaba enferma y tendría que conducir un ser humano a partir de ese momento.
Y en ese momento crítico, la losa se ladeó y luego saltó.
Envuelta en el campo de fuerza del rayador, giró una vez y luego se vio metida en el cuerpo de diamante, lo rasgó hasta llegar a la maquinaria y desconectó los dos reactores.
En menos de tres kilómetros el rayador cayó al casco y se detuvo.
En unos momentos se envió una súplica automatizada y un rayador vacío comenzó a sortear el tráfico de la ciudad rumbo al navío averiado. Y solo para hacer el drama más sincero, el transportista rémora se rió de la desgracia y de la vergüenza de la tripulación contando uno de los chistes favoritos.
—¿Por qué está el cielo lleno de estrellas?
Varias decenas de voces grabadas respondieron en un coro cuidadoso y desigual:
—¡Para entretener a los rémoras! —chillaron—. ¡Mientras esperamos los putos repuestos!
Washen los distinguió incluso de lejos, aunque lucían el uniforme de color negro amoratado de las tropas de seguridad, y su piel iba perdiendo poco a poco el matiz ahumado a medida que las luces de la nave y los nuevos alimentos actuaban sobre su organismo; con todo, Washen todavía era capaz de verlos como lo que eran. Rebeldes.
La aceleración de los dos motores estaba a medio terminar y cinco rebeldes bajaban sin prisas por la estrecha avenida. Si la presencia de Washen era tan obvia como la de ellos, estaba perdida. El siguiente par de ojos que la mirara la vería, un estrecho estallido de láser evaporaría su nuevo cuerpo y lo que quedara se llevaría directamente ante la nueva maestra; y las desgracias de Washen no habrían hecho más que empezar. Pero se recordó que ella no destacaba, ni siquiera un poquito. Tenía un nombre y una identidad sólida capaces de absorber todo tipo de escrutinios. Llevaba una máscara de piel de otra persona que le daba una apariencia diseñada para no llamar la atención. Es más, Washen había dejado de existir. La capitana de primer grado llevaba muerta miles de años. La líder unionista había caído más de un siglo atrás. Con mucha suerte, ambas mujeres habían sido olvidadas, inmersas en un delicioso anonimato que con el correr del tiempo reclamaría a todos los que estaban sentados allí en ese momento.
—Delicioso —murmuró.
—¿Qué? —preguntó uno de sus compañeros.
—El helado —admitió ella, y sonrió al hundir de nuevo la cuchara en el montón marrón que comenzaba a fundirse. Luego, con una discreta honestidad dijo—: Ha pasado algún tiempo desde la última vez que disfruté de un buen chocolate.
Pamir asintió con gesto amable. Lucía un rostro atractivo y, como Washen, vestía una sencilla túnica de color ocre oscuro que los hacía parecer clérigos de alguna de las varias fes racionalistas. Como clérigos que eran, estaban listos para buscar prosélitos al mínimo aliento que se les diera, y por eso la mayor parte de sus compañeros de viaje intentaba evitar hablar de naderías con ellos. Era la identidad perfecta para dos humanos que tenían que esconderse en el animado corazón de la nave.
El tercer miembro de su pequeño grupo era aún más imponente. Inmenso y altísimo, levantó una taza de algo rancio y se llevó unos cuantos tragos al agujero por el que comía, mientras que aquel por el que respiraba silbaba unas cuantas palabras.
—Es un lugar muy hermoso, este —declaró su traductor.
Pamir miró a Washen y se permitió una amplia sonrisa cómplice. Luego se quedó mirando la cara del tarambana.
—¿Qué tal tu bebida? —preguntó.
El alienígena era sobre todo plástico recalentado y motores ocultos. Locke estaba metido dentro de aquel largo cuerpo, las piernas atadas a la espalda y los brazos inmovilizados a los lados. Todo lo que el tarambana veía, él también lo veía. Todo lo que oía se canalizaba hasta sus oídos. Pero tenía la boca llena de un plástico permeable, y una pequeña IA le decía a la máquina cuándo debía moverse y qué debía decir. Locke era un pasajero dentro de ese autómata. Un cargamento. Desde los primeros días de la nave, varios mecanismos de ese estilo se habían dedicado a meter de contrabando cosas ilegales y valiosas. Según Pamir, aquel era el mejor modelo que tenían a mano, considerando los límites de tiempo y sus especialísimas necesidades.
La voz falsa silbó para responder a la pregunta de Pamir.
—Mi bebida es muy bella —dijo la caja que había en el amplio pecho.
—¿Y qué es la belleza? —preguntó Washen, y se pareció mucho a una proselitista—. ¿Recuerdas lo que te contamos, amigo?
—El residuo de la razón mezclado en un mar de caos —respondió su compañero.
—Exacto —dijeron los humanos al unísono mientras los dos hundían la cuchara en sus bellos postres. Luego Washen se quedó mirando a los rebeldes y dijo «caos» para sí, por lo bajo y cada vez más nerviosa.
Mientras paseaban por la avenida y contemplaban a los alienígenas y a los extraños humanos que hacían sus muy extrañas vidas, los rebeldes luchaban por conservar la sensación de control absoluto. No, no procedían de un mundo atrasado. No, no les maravillaba el interminable paisaje cosmopolita que era la Gran Nave. Sus rostros sonrientes y sus ojos fijos y tristes no mostraban nada salvo la dureza arrogante de todos los agentes de policía. Unos elaborados sensores sondeaban e investigaban de forma automática los cuerpos extraños que los rodeaban, les sacaban sus secretos para demostrar que allí no había nada que temer. Y aun así…
Tras los ojos había un nerviosismo, infantil y casi entrañable.
Cuando se acercaron al café, Washen los estudió con su amplia experiencia. Era obvio que los cinco se habían pasado su corta vida preparándose para aquel día. Para ese paseo concreto. Siempre habían sabido que subirían a bordo de la Gran Nave y que la recuperarían para los constructores. Habían estudiado su papel y practicado mil situaciones hasta el agotamiento, situaciones diseñadas por Miocene, sin duda, y, al igual que todos los niños, no aceptaban ese día con una rigurosa falta de imaginación.
Por supuesto que estaban allí. ¡Por supuesto que gobernaban la nave! Después de todo, ese momento se lo habían prometido Till y los constructores muertos. ¡Desde el momento en que nacieron, y en todas y cada una de las palabras pronunciadas!
Pero a pesar de los simulacros y de todas las lecciones sepultadas con cuidado, la realidad de ese lugar estaba empezando a caer encima de sus inexpertas cabezas: un tufillo kon los saludó con la cola y un joven levantó de repente la mano, listo para esquivar un golpe imaginado. Un sulfuradito dorado aterrizó en uno de los hombros blindados, preparado para cantar a cambio de comida, y por su esfuerzo no consiguió nada salvo un rápido empujón. Después, un niño humano que quizá sabía algo sobre los rebeldes dijo:
—Para usted. —Estaba sentado en una mesa cercana—. Un regalo, señor. —Y le entregó un escarabajo grande de color marrón verdoso. No, era una cucaracha. Algo que el niño había atrapado bajo las mesas del café, con toda probabilidad.
El rebelde aceptó el regalo y apuntó los sensores hacia el cuerpo y las patas que no dejaban de sacudirse. Luego miró a sus compañeros, y al no recibir ninguna sugerencia hizo lo que le debió parecer lo más cortés.
Se metió la cucaracha en la boca y masticó.
Lo que era una avenida tranquila se convirtió en un silencio mortal. Los pasajeros y unos cuantos miembros de la tripulación que no estaban de servicio contuvieron el aliento hasta que el rebelde tragó. Para entonces el muchacho se había dado cuenta de que se había equivocado, y por un momento se sintió perdido. ¿Qué debería hacer ahora? Pero entonces recordó los sabios consejos de algún profesor.
—Qué sabor más maravilloso —dijo.
Lo dijo con un encanto lleno de humildad. Después se echó a reír haciendo todo lo posible para exponer su vergüenza ante aquel público tan tenso. Por todas partes se respiró un alivio palpable.
Envuelta en ese diminuto drama había una lección. Washen miró a Pamir y este asintió, él también lo había visto.
No se echaba de menos a la vieja maestra ni a sus antiguos y polvorientos capitanes. El motín había sido rápido y casi incruento, y los amotinados (fueran cuales fueran sus motivos) tenían un encanto sencillo, por no mencionar otras cualidades que los turistas siempre apreciaban.
Estos rebeldes eran un tipo diferente de personas, novedosas y nuevas, y de una forma bastante inesperada se les podía entretener.
La patrulla continuó con su barrido y a los pocos momentos llegó a la mesa de Washen; una primera y breve mirada no les dio razón para quedarse. Pero la oficial que iba detrás, una mujer fuerte del color del chocolate, pareció notar algo en los tres y dudó. Se quedó mirando a Washen y esta se dio cuenta demasiado tarde de que había clavado los ojos en uno de los hombres más jóvenes. El rostro vivo y los ojos de un color gris ahumado le habían recordado a Diu.
Uno de los hijos de Diu, quizá.
—Por favor, si son tan amables —dijo la mujer—. Sus identidades, por favor.
Sus compañeros se detuvieron, miraron por encima del hombro y la esperaron con profesional impaciencia.
Washen, y luego Pamir, le mostraron sus nuevos nombres y motas de la piel de otras personas. El tarambana fue el último en obedecer, su actitud en perfecta consonancia con su naturaleza, una airada maraña de sonidos diluida en la traducción.
—Me molesta vuestra presencia, pero vosotros tenéis el poder.
La mujer parecía entender a la especie.
—Tengo el poder —asintió—, pero lo admiro de todos modos. —Luego se comprobaron sus nombres en las extensas listas de la nave y, cuando todo pareció estar como debía, les dijo a los tres—: Gracias por su gentil cooperación.
—De nada —respondió Pamir en nombre de todos.
La rebelde parecía lista para irse, pero se lo pensó mejor. O lo fingió. Dio medio paso antes de detenerse y una mirada a Washen precedió a la cautelosa pregunta:
—¿Por qué nos miran con malos ojos?
—¿Es eso lo que piensa? —preguntó Washen.
—Sí. —Había algo de Aasleen en el rostro y en los modales. Quizá no significaba nada, pero la mujer parecía menos rebelde que los demás—. Ignorancia —replicó con delicada cólera. Luego sacudió la cabeza como si estuviese desilusionada—. Usted se considera una persona de inteligencia racional. Según entiendo yo su uniforme racionalista. Pero creo que no entiende nada sobre mí. ¿Es eso cierto?
—Es probable que en cierta medida sea cierto, sí —dijo Washen.
La agente la estaba escaneando, un escáner profundo y meticuloso diseñado para encontrar anomalías, alguna excusa para someterla a un interrogatorio más profundo. La conversación era una excusa para acercarse más y mirarla fijamente.
—Sobre ese mundo suyo —comenzó Washen—, ese tal Médula…
—¿Sí?
—Parece muy misterioso. E improbable, creo.
Esos no eran puntos que se pudieran desviar con facilidad. La mujer se encogió de hombros y con una amabilidad forzada citó una máxima racionalista:
—«Las buenas preguntas bien planteadas disipan todos los misterios».
—¿Dónde nació?
—Ciudad Hazz —respondió la mujer.
—¿Cuándo?
—Hace quinientos cinco años.
Washen asintió. Se preguntaba si se había encontrado alguna vez con esa mujer.
—Ciudad Hazz… ¿Es un lugar rebelde?
—Sí.
—¿Siempre?
La mujer estuvo a punto de picar el anzuelo. Luego dudó, y con una precisión exquisita dijo a todos los presentes en el café:
—Médula no es un mundo muy grande. Y durante todo el tiempo que los humanos han vivido allí, de un modo u otro, todo lo que había en él ha sido rebelde.
Washen se quedó inmóvil, y en silencio.
Su interrogadora se volvió hacia Pamir.
—Por favor, señor —dijo—. Haga una buena pregunta.
El rostro falso esbozó una amplia sonrisa y se preguntó en voz alta:
—¿Cuándo puedo bajar a ver ese mundo suyo?
La agente estaba escaneando a Pamir, y sus compañeros formaron un semicírculo alrededor de la mesa. Sus sistemas sónicos e infrarrojos los sondeaban desde diferentes puntos. El hombre que tenía los ojos de Diu se rió con dulzura.
—Puede ir de visita ahora, si quiere —respondió.
«Como prisionero», quería decir.
La mujer no aprobó el comentario. Lo dijo con una mirada dura y luego, con calma y sin ambages, se lo explicó a Pamir.
—En un futuro cercano habrá visitas guiadas. Por supuesto. Es un mundo precioso, y estoy segura de que será un destino muy popular.
Algunos de los pasajeros asintieron con gesto amable, era probable que estuvieran deseando que llegara ese día.
Luego el tarambana eructó con un sonido seco y atrajo la atención de todos.
—Tengo una pregunta mejor que la suya —aseguró.
—Desde luego —dijo la mujer.
—¿Me permiten unirme a los rebeldes?
La pregunta provocó un silencio nervioso. Después, la mujer sonrió serena y sinceramente, y ofreció una respuesta honesta.
—No lo sé —dijo al alienígena—. Pero cuando me encuentre de nuevo en compañía de Till, tenga por seguro que le preguntaré…
La interrumpió un movimiento repentino.
Brusco y pequeño. Pero el movimiento se notó. Los clientes de las otras mesas bajaron los ojos asombrados y vieron que la superficie de sus bebidas se ondulaban cuando el techo, las paredes y el suelo de piedra rígida temblaron.
Un sonido siguió al movimiento. Hubo un rugido muy, muy bajo que lo barrió todo, recorrió a gran velocidad la avenida y se adentró en la nave.
Washen fingió sorprenderse.
Pamir lo hizo mejor. Enderezó la espalda y miró a la agente, y con una voz que bordeaba el terror preguntó:
—¿Qué cojones ha sido eso?
Ella no lo sabía.
Durante un largo momento los cinco rebeldes estuvieron tan perdidos como los demás. Luego, Washen sugirió una explicación obvia:
—Fue un impacto. —Miró a sus compañeros—. Ha sido un cometa. Estamos acercándonos a la siguiente estrella y al agujero negro… Debe de haber sido uno de sus cometas el que nos ha golpeado.
Se corrió la voz por todo el café y se fundió con la misma explicación que se iba generando por toda la larga avenida.
La rebelde estaba intentando creer a Washen. Pero entonces oyó un anuncio general que emitieron a través de un nexo implantado y que le explicó lo suficiente para que se estremeciera como si le doliera algo; luego gruñó por lo bajo, se volvió hacia sus compañeros y anunció:
—Uno de los motores… ha fallado. —Entonces pareció darse cuenta de que no debería haber hablado con tanta libertad, y conjuró una sonrisa que enmarcó sus siguientes palabras—. Pero todo está bajo control —les dijo a todos, aunque su expresión y su tono decían justo lo contrario.
Los rostros humanos adquirieron una expresión herida o bien se rieron atolondrados y nerviosos. Los alienígenas digirieron las noticias con todo tipo de reacciones, desde la calma hasta un grito de feromonas, el aire del café de repente atestado de hedores extraños y sonidos desgarradores e indigestos.
Llegó otro mensaje por un canal seguro. La mujer ladeó la cabeza; el anuncio había cautivado su atención. Luego le gritó a su equipo:
—Conmigo. ¡Ahora!
Los cinco rebeldes echaron a correr a toda velocidad.
Si acaso, eso empeoró la sensación de pánico. Los clientes comenzaron a investigar lo que pasaba en los servicios de noticias oficiales y también en los océanos de rumores. Las proyecciones holográficas cubrían las mesas y el lustroso suelo de granito, y bailaban en el aire. Uno de los dos motores de encendido de la nave había caído en un sueño prematuro. No se sabía nada más con seguridad. Mil autodenominados expertos aseguraron que no había combinación de errores que pudiera provocar un mal funcionamiento, desde luego nada así de catastrófico. Una y otra vez las voces mencionaron el término más directo: «sabotaje».
En menos de tres minutos, sesenta y cinco individuos y organizaciones fantasma se habían responsabilizado de la tragedia.
Washen lanzó a Pamir una breve mirada.
Su amigo no hizo nada. Después, tras unos momentos anunció:
—Tenemos que irnos —y se puso en pie. Miró avenida arriba, parecía estar decidiendo la ruta que los llevaría al siguiente escondite—. Por aquí —dijo, y cogió al tarambana por el codo puntiagudo y lo convenció para que lo acompañara.
En perpendicular a la avenida había un túnel estrecho y medio iluminado.
Pamir y el falso alienígena caminaban uno al lado del otro, pasaron por una puerta automática y entraron en una atmósfera más cálida y cargada. Cuando el túnel dobló a la derecha apareció una figura pequeña y veloz. El negro del uniforme hacía que se fundiera con la penumbra.
No había espacio para tres cuerpos.
La colisión fue repentina, violenta y totalmente unilateral. El agente de seguridad se encontró tirado de espaldas, mirando el rostro alienígena ilegible que tenía encima. —Mis disculpas —dijo Pamir mientras se arrodillaba. Le ofreció al agente una gran mano.
El rebelde lanzó un grito salvaje y profundo. Y fue entonces cuando apareció el resto de su pelotón, que doblaba la esquina para encontrarse con que, al parecer, estaban atacando a uno de los suyos. Se desplegaron armas. Se gritaron advertencias bruscas.
—¡Atrás! —dijo a todos el rebelde más ruidoso.
El tarambana siguió actuando según su naturaleza.
—Yo me quedo aquí —bramó—. Tú te quedas ahí.
Un cartucho cinético le entró por el cuello y borró la carne y los huesos de cerámica, pero no se dañó nada vital y la automatización apenas flaqueó. Las largas manos se lanzaron hacia el techo mientras la caja traductora gritaba:
—¡No, no, no, no!
Aterrorizados, todos los rebeldes dispararon contra el monstruo.
La cabeza cayó hacia atrás, cabalgando sobre un gozne de cuero, y los láseres disolvieron las piernas, con lo que el gran cuerpo cayó con fuerza sobre los muñones de las rodillas. Luego, un cartucho explosivo penetró en el torso y expuso un humano atado en un fardo secreto, envuelto en un sobre de silicona transparente.
Locke se quedó mirando a los agentes armados. Era fácil leer su expresión. Se había apoderado de el un terror puro y abrasador; la sorpresa fue total y los desarmó.
Muy cerca de él, Washen vio sus enormes ojos y poco más.
Todas las armas apuntaban hacia él. Hubo un resbaladizo momento en el que todo era posible, y quizá decidieran dejar los láseres y liberarlo. Quizá. Pero entonces Washen se lanzó hacia su hijo gritando «¡no!».
Dispararon.
Lo último que Locke vio fue a su madre intentando cubrirlo con su cuerpo inadecuado, y luego un resplandor de color púrpura que se ex tendía hasta la eternidad.
Una cadena de explosiones diminutas, casi exquisitas, había destrozado válvulas y estaciones de bombeo. Ninguno de los objetivos era vital. La Gran Nave no era nada, salvo excesos construidos sobre sólidos excesos. Pero los efectos acumulados fueron catastróficos: un lago de hidrógeno presurizado se depositó en el peor de los lugares posibles, y un último sabotaje hizo que una botella magnética fallara y una masa espejada de antihidrógeno metálico cayera en el lago repentino; el estallido resultante abrió una herida llena de plasma de más de doce kilómetros de anchura. El inmenso cohete resonó y luego se apagó.
A los pocos segundos, las fuerzas de seguridad estaban en máxima alerta y se reunían en un puesto predeterminado para la gestión de desastres.
En pocos minutos, utilizando láseres y dientes de hiperfibra, un barrenero se abrió camino por la parte más fina de escoria y una cabeza de repuesto empujó hasta salir al espacio abierto con la boca llena de ampollas debido a los plasmas residuales, en los ojos un arco iris de duras radiaciones.
Miocene no vio nada salvo el arco iris. Luego cerró ese par de ojos y abrió los suyos para ver la mirada dura de su hijo.
—No es nada —dijo con voz baja y tranquila. Hablaba tanto para Till como para sí misma—. No es más que un inconveniente. —Y después, antes de que él le pudiera responder, les aseguró a los dos—: Nuestra aceleración se reanuda dentro de siete minutos. Utilizamos bombas de apoyo a pleno rendimiento. Ampliaré la aceleración para compensar el retraso y la nave recuperará el rumbo.
Eso ya lo había supuesto él. Con una pesada sacudida de la cabeza le preguntó:
—¿Quién?
Lo que sabía se lo dijo.
Su hijo repitió la palabra crítica:
—Rémoras —dijo. Sentía una dolorosa desilusión—. ¿Cuáles? ¿Podemos saberlo?
Miocene le suministró gotas comprimidas de información, transmisiones codificadas e imágenes entresacadas de lejanos ojos de seguridad. La presunción de culpabilidad solo era eso. Nada los incriminaba del todo. Pero la inocente avería del rayador era demasiado perfecta para creerla.
—Jamás he confiado demasiado en los rémoras.
Entre los dos, el que menos emoción mostraba era Till.
—Nuestros enemigos… —dijo él con calma—. ¿Dónde están ahora?
Un rayador sustituto se había reunido con el equipo de rémoras y había continuado luego hacia la cara delantera de la nave.
—He ordenado su captura. Pero tengo la sensación de que no van a estar a bordo.
Su hijo estuvo de acuerdo y vio la mejor alternativa.
—El rayador averiado…
—Se remolcó hasta la ciudad.
Till quedó callado durante un buen momento.
A través de un nexo de seguridad Miocene sintió una ondulación, un temblor, y se le detuvo la respiración de repente.
—¿Has…? —comenzó a decir.
—¿Tú no lo harías? —fue la respuesta de su hijo.
Antes de que Miocene pudiera ofrecer su opinión, Till le aseguró:
—Utilizaremos un mínimo de equipos de cinco personas. Y solo buscarán ese único equipo. ¿No es la medida más razonable?
—Razonable o precipitada —respondió ella—, es responsabilidad de la maestra. Lo que significa que soy yo la que toma la decisión.
Till suspiró con fuerza y luego se obligó a esbozar una amplia sonrisa.
—Tómala —la alentó.
Un universo de datos rogaba que le prestaran atención. De un modo casi meticuloso, casi a la velocidad de la luz, Miocene asignó grados de importancia a cada noticia, real o rumoreada, y luego absorbió y digirió lo que parecía más vital. Se estaban produciendo pequeñas protestas en espacios repartidos por toda la nave. Se habían disparado armas en media docena de lugares públicos. Pero la mayor parte como advertencia. Con miles de millones de pasajeros, se podía garantizar que unas cuantas de las peleas eran simples delitos. Siempre había un nivel de violencia completamente habitual. Locke seguía desaparecido, mil pequeños jirones de pruebas insinuaban que había resultado muerto el primer día. Luego se centró en los equipos que Till había enviado a la ciudad rémora: su composición, sus historiales de entrenamiento, su inadecuada experiencia. Eran tan buenos como algunas unidades, no mejores que la mayoría. ¿Pero este trabajo no exigiría disponer de los mejores? Enviar unos cuantos cuerpos a una ciudad dominada por el enemigo parecía un desperdicio tan flagrante y peligroso…
Se detuvo en esa reveladora palabra.
Desperdicio.
Y luego volvió a examinar el daño a través de los ojos del barrenero. Absorbió una profunda bocanada de plasmas abrasadores y pensó en aquellas antiguas máquinas a las que habían asesinado sin propósito digno, y luego calculó el número de ingenieros y zánganos que requerirían esas reparaciones. Ingenieros rebeldes, con toda probabilidad, dado que todavía no confiaban en sus propios cuerpos. Y cuando ya estuvo lo bastante enfadada, se le abrió la boca viva y comentó a su primero en la presidencia:
—Voy a dejar que se respeten tus órdenes.
—Como desee, señora.
—Y también —continuó la maestra— quiero que se despliegue cerca una batería completa de armas. Por si atacan a nuestras tropas. En el lugar en el que estábamos cuando se dispararon los cohetes: esa sería una atalaya natural y una bonita ironía. ¿No te parece?
—Todo a su servicio, señora. —El rostro de Till se iluminó. Luego se inclinó.
Se inclinaba ante Miocene, esperaba ella.
Había un ejército de diminutos hongos venenosos de color blanco óseo sobre una alfombra de algo oscuro y acuoso desde la que se elevaban hacia el aire húmedo y brillante cálidos vapores etéreos.
Durante mucho, mucho rato no pasó nada, no cambió nada.
Luego se abrió una fisura y una mano y una muñeca sucísimas se abrieron camino hasta la luz, el codo quedó expuesto, el brazo se dobló hacia un lado, después al otro, los dedos acabaron con los delicados hongos venenosos con movimientos de tanteo que se iban haciendo más desesperados con cada momento que pasaba.
Por fin la mano se retiró, se desvaneció.
Transcurrió medio segundo.
Luego, con un sonido húmedo, aguado, se abrió el suelo de golpe y se sentó un cuerpo desnudo que escupía y jadeaba. Después tosió con un vigor asfixiante que decayó tras varios dolorosos minutos, convertido en una sarta de suaves quejidos.
El hombre se quedó mirando su entorno.
Lo rodeaba un bosque de setas de cuerpo grueso, cada una tan grande como un árbol de la virtud adulto. Su rostro mostraba asombro, duda y miedo, e incluso cuando ya debería haberse recuperado del ahogo, su respiración seguía estando agitada y el corazón le latía con paso angustiado. Poco importaba cuántas veces se limpiara los ojos con el dorso sucio de las manos, era incapaz de encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
Sin alzar la voz quebrada murmuró:
—¿Dónde? ¿Dónde?
Al oír el sonido de su voz surgió un hombre alto del bosque de setas. Llevaba el uniforme de maestro adjunto, pero la tela espejada estaba arrugada y cansada, las mangas deshilachadas, y un tajo vertical exponía una de las largas y pálidas piernas. Sonreía, y a la vez no lo hacía. Se acercó hasta un punto determinado y se arrodilló.
—Hola —dijo—. Relájate. Un nombre. Normalmente comenzamos con un nombre.
—¿Mi nombre?
—Quizá fuese lo mejor.
—Locke.
—Por supuesto.
—¿Qué me ha pasado? —balbució Locke.
—Tú estabas allí —comentó el otro hombre—. Mejor que yo, serías tú el que sabría lo que ha pasado.
Como una persona presa de repente del frío, Locke apartó las rodillas de la tierra negra y hedionda y se aferró a ellas durante un buen rato. Luego, en voz baja, muy baja, preguntó:
—¿Qué es este lugar?
—Una vez más —dijo el hombre—, tendrías que conocer también esa respuesta.
El rostro de Locke parecía muy simple y, por un momento, muy joven. Después de un pensativo jadeo dijo:
—De acuerdo —y se obligó a levantar los ojos con una mezcla de resignación y esperanza—. No te conozco —admitió—. ¿Cómo te llamas?
—Hazz.
Locke abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
—Me tomaré eso como señal de que me has reconocido —respondió aquel hombre muerto tanto tiempo atrás. Luego se puso en pie y le hizo un gesto al recién llegado—. Aséate. Dime qué ropas quieres y estas aparecerán. Luego, si lo deseas, sígueme. —El hombre sonrió con gesto cómplice—. Conozco a alguien que tiene muchas ganas de verte.
Locke debía de estar esperando a otra persona.
Ataviado con un calzón de cuero rebelde siguió a Hazz hasta que salieron del bosque de setas, y el sencillo y juvenil rostro se desvaneció de repente. Estaba enfadado. Su espalda se puso rígida y le falló la voz en el primer intento. Luego se obligó a decir «padre» con una amargura pura, sin mezcla.
Diu estaba sentado en un hongo venenoso petrificado, a la puerta de un simple refugio, vestido con las mismas ropas chillonas con las que había muerto. Los ojos grises danzaban. Una mirada traviesa inundó sus rasgos hoscos.
—¿Entonces quién te asesinó? —preguntó en voz baja y burlona—. Uno de tus hijos, espero.
Locke se contuvo, la boca adusta y resuelta.
Diu se echó a reír y se dio una palmada en las rodillas.
—O no —dijo—. Pero apuesto a que fue algún pariente lejano. Tu propia sangre, con toda certeza.
—Tuve que hacerlo —gruñó Locke—. Estabas matando a mamá…
—Se merecía morir —respondió Diu enmarcando las palabras con un gran encogimiento de hombros—. Escaparse de Médula de ese modo… Demasiado pronto y sin avisar a nadie. Estuvo a punto de alertar a la maestra de nuestra presencia. ¿En qué ayudaba eso a la causa rebelde?
Locke esperó.
—Era peligrosa —le aseguró Diu—. Todo lo que quieres y te mereces corrió un grave riesgo por su culpa y por culpa de Miocene.
Un suspiro profundo llenó el pecho de Locke y allí se quedó, anquilosándose.
—Pero olvidémonos de los despreciables y duraderos delitos de tu madre — continuó Diu—. Hay otro trasgresor. Alguien que podría llegar a ser mucho más peligroso para los rebeldes y para la gran causa de los constructores.
—¿Quién?
—Por favor —gruñó Diu, y sacudió la cabeza indignado. Luego se puso en pie—. Tenías una misión. Una responsabilidad clara. Pero en lugar de cumplir con tu obligación, saliste corriendo hacia esa casa alienígena en cuanto tuviste la oportunidad. Y quiero saber por qué, hijo. ¿Por qué era tan importante ir allí, joder?
Locke se giró rápidamente, pero el maestro adjunto Hazz se había desvanecido.
—Dímelo —lo presionó Diu.
—¿No sabes por qué?
—Lo que yo sé —respondió el otro con la voz ronca— no tiene trascendencia. Lo que no sé, y lo que importa aquí, es tu respuesta.
Locke no dijo nada.
—¿Esperabas encontrar a tu madre?
Nada.
—Porque no habrías podido. Till y tú no pudisteis recuperar su cuerpo hace más de un siglo. ¿Qué ibas a lograr yendo allí solo?
—No tengo por qué explicar…
—¡Error! —lo interrumpió Diu—. ¡Sí que tienes! Porque creo que no sabes lo que quieres. Durante este último y horrible siglo no has hecho nada salvo estar perdido. —Su padre sacudió la cabeza al tiempo que decía—: No hago estas preguntas para aplacar mi alma arrogante. Las hago por la tuya miserable. — Luego se echó a reír con carcajadas torturadoras—. ¿Qué? ¿Pensabas que estar muerto era fácil? ¿Que los constructores se limitarían a hacer caso omiso de los crímenes que cometiste con tu último aliento?
—¡Yo no he hecho nada malo!
—La vieja maestra estaba excavando, abriéndose camino hacia Médula, pero los rebeldes nunca supieron cómo encontró el antiguo agujero. Es muy probable que un registro rutinario hiciera aparecer esa puerta oculta. —Diu cerró los ojos durante un momento que se prolongó. Luego los abrió otra vez y pareció enfadarse al encontrar a su hijo todavía ante él, de pie—. Fuiste a esa casa de las sanguijuelas… Fuiste a ver si la antigua maestra había estado allí primero. Porque si había estado, entonces quizá se hubiera dado cuenta de dónde estaba Washen. Y quizá, solo quizá, habían rescatado a tu madre. Admite eso ante tu padre, Locke. Vamos.
—Muy bien. Lo admito.
—Quizá temías que nadie hubiese encontrado a tu madre y querías ayudarla. Un sentimiento muy noble, siempre. Nada.
—Porque se acercaba una larga aceleración —continuó Diu—. La más larga en muchos siglos. ¿Y si sus restos se canalizaban hasta uno de los motores y luego se incineraban? ¿Y si eso ocurría antes de que tú, el hijo obediente, pudieras sacarla de allí y depositarla en un lugar seguro?
Locke cogió aliento y lo guardó cerca de su aterrorizado corazón.
—Dime que esa es la verdad —le soltó Diu.
—Es cierto.
Entonces Diu replicó con una confianza desdeñosa, nítida:
—Estás mintiendo. No intentes engañar a tu viejo padre, Locke. Sé algo acerca de mentir.
Unas manos temblorosas tiraban del calzón.
—El tanque de combustible es un océano gigantesco de hidrógeno, uno de varios. ¿Qué posibilidades hay de que pudieran arrancar a Washen de su tumba? —Diu se irguió y dio un paso hacia Locke con los ojos grises clavados en él—. ¿Qué posibilidades hay de que la encontraran jamás? Destrozada y esparcida como estaba… Washen podría haber yacido en las profundidades para siempre y salvo tú, Till y Miocene, ¿quién lo habría sabido?
Locke no respondió.
—En cuanto al relojito de tu madre… —dijo Diu.
Locke abrió mucho los ojos, que adquirieron una expresión simple y tristísima. En voz baja, casi demasiado baja para que lo oyeran, preguntó:
—¿A qué te refieres?
—Till y tú limpiasteis la casa de las sanguijuelas. Hicieron falta días y teníais unos recursos mínimos, pero hicisteis un trabajo ejemplar. Teniendo en cuenta las circunstancias. —Diu sonrió como si pudiera verlo todo—. Es muy extraño, ¿no? Tan buen trabajo a la hora de ocultar vuestro rastro y, sin embargo, esa única pista crítica pasó desapercibida. Allí quedó, enterrada en las profundidades de la pared de plástico de las sanguijuelas…
Locke emitió un gemido profundo y dolorido.
—Hace que uno se pregunte —continuó su padre—: ¿se pasó por alto por casualidad? ¿O se hizo caso omiso de él a propósito?
Los amplios hombros cayeron hacia delante y Locke se quedó mirando los dedos de los pies.
—¿O alguien encontró su reloj…, lo sujetó entre sus propias manos, quizá… y luego lo dejó a propósito allí donde otra persona tendría que terminar encontrándose con él? Que es exactamente lo que tú esperabas que pasara, ¿verdad? ¿Tengo razón al pensar eso, hijo?
»Till no estaba vigilando tu trabajo porque confiaba en ti. Y tú dejaste allí una señal. Un indicador. Porque querías con todas tus fuerzas que encontraran a tu madre…
Locke abrió la boca y luego la cerró. Después, con una nueva actitud de desafío, gritó:
—No. ¡No pienso contártelo!
Pero Diu no estaba delante de él. Ya no.
Locke parpadeó y sintió que se le hundía el cuerpo. La desesperación se mezclaba con el alivio. Luego, una mano cálida lo cogió por el hombro desnudo y se volvió hacia ella. Sabía que era ella y lloró sin ruido, colérico, como el hombre que sabe que lo han engañado y que descubre que, en realidad, en el fondo, le da igual.
—¿Qué es este lugar y esos hombres muertos?
—Solo una esquina más de la nave —le aseguró Washen sujetándolo con fuerza por la espalda y la nuca—. Pamir lo encontró antes de hallar mi reloj. Aquí vive una IA. Con mi ayuda creó a Hazz. Y a tu padre. Con su ayuda, yo observé tus reacciones y partes de tu sistema nervioso.
—¿Has leído mi mente?
—Nunca —dijo Washen, y relajó los brazos para dejar que él se separase y la mirase a la cara antes de confesar—: No viste soldados rebeldes. No nos disparó nadie. Eso fue una representación diferente que existía en forma de datos falsos y que se envió directamente a tus ojos y oídos. Y desde luego ahora no estás muerto. —El alivio se diluyó convertido en una mueca culpable, consciente—. Solo estamos nosotros —le aseguró.
—¿Pamir?
—En este momento está haciendo otro trabajo. —La madre se sentó en el hongo venenoso petrificado sin dejar de mirar a Locke ni un momento—. No hay nadie más. Dime lo que quieras decirme. Luego, si lo deseas, te dejaré volver con Till. O quedarte aquí sentado. —Washen esperó medio segundo y luego añadió—: Y si no quieres contármelo, también lo aceptaré. ¿De acuerdo?
Locke suspiró y se miró las manos vacías.
Por fin, en voz baja, anunció:
—Creo que lo haré. Explicarte las cosas. Quizá.
Washen luchó por no decir nada y por ahogar la emoción que sentía. En lugar de eso, asintió.
—¿Cómo está nuestro hogar? —preguntó con voz dulce.
—Cambiado —soltó él. Se elevaron unos ojos grandes, asombrados—. No te das cuenta, madre. ¡Ha sido un siglo muy largo!
Locke no podía dejar de hablar, las palabras salían a presión.
—Para cuando llegué a casa los unionistas habían desaparecido. Conquistados. Disueltos. Había tantos simpatizantes y creyentes declarados dentro de vuestras fronteras que fue una invasión fácil. Ciudad Hazz estaba limpia y tranquila, y muy poco había cambiado. —Hizo una pausa—. Durante un tiempo —dijo. Se peinó el cabello dorado con las dos manos—. Volvimos Till y yo, y Till hizo que detonara las cargas de Diu para cerrar el hueco de arriba. Luego dio un discurso ante todos. De pie en vuestro templo principal, con la cabeza de Miocene a sus pies, les dijo a todos cómo se unirían nuestras sociedades, y cómo con la unión todos seríamos más fuertes, formaríamos parte de los planes definitivos de los constructores y pronto, muy pronto, todo quedaría explicado. —El joven tomaba bocanadas rápidas, profundas—. No reconocerías Médula. Ahora es un sitio muy extraño.
Washen resistió el impulso de preguntar: «¿y cuándo no fue extraño?»
Pero Locke adivinó sus pensamientos. Ladeó la cabeza como si fuera a reñirla y luego, con un jadeo desesperado anunció:
—Ya queda muy poco tiempo.
—¿Por qué? ¿A qué te refieres?
—No estoy seguro —le confesó Locke.
—Con exactitud, ¿qué sabes? —preguntó Washen con voz baja y cortante.
—Había calendarios. Till quería que recuperásemos la nave antes de que cambiara de rumbo. Antes de la aceleración de hoy, si era posible. —Sacudió la cabeza y bajó los ojos—. Desde que te fuiste, nuestra población se ha multiplicado por diez. Fábricas tan grandes como ciudades. Hemos estado produciendo armas y entrenando soldados, y hemos fabricado unas enormes y aburridas máquinas diseñadas para excavar hacia arriba. Y también hacía abajo.
—Hacia abajo —dijo Washen, y se acercó un poco más. Luego, emocionada y sin aliento le preguntó—: ¿Dónde encontrasteis la energía para alimentar todo esto? Locke se examinó los dedos de los pies.
—Till lo sabía —lo animó ella—. Lo de Diu, lo sabía. Y es probable que casi desde el principio. —Luego, porque podría estar equivocada por completo, añadió—: Solo así me lo explico.
Su hijo asintió apenas.
Washen no se pudo permitir el lujo de sentirse orgullosa de su astucia. En lugar de eso cayó de rodillas delante de Locke y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Till sabía lo de los escondites secretos de Diu. ¿Verdad?
—Sí.
—¿Cómo? ¿Vio a tu padre utilizarlos?
Locke dudó, se pensó la respuesta.
—Cuando Till era pequeño, justo después de sus primeras visiones, encontró un escondite. Lo encontró, lo vigiló y, al final, Diu salió de él.
—¿Qué más sabía?
—Que Diu le estaba facilitando las visiones. Diu contaba historias sobre los constructores y los inhóspitos. Washen tuvo que preguntarlo.
—¿Por qué se lo creía Till?
Una reprimenda en la mirada, seguida por una advertencia brusca.
—Comprendió que papá era un agente. Un receptáculo. —Locke sacudió la cabeza—. El cuenco de acero no tiene que creer en el agua que aplaca la sed de un hombre.
—Cierto —dijo Washen.
—El día que nacieron los rebeldes…
—¿Qué pasa con él?
—Ese valle, el lugar al que os llevé… El escondite de hiperfibra estaba metido dentro de una de esas grietas… y pasamos justo al lado. Washen no dijo nada.
—Yo no lo sabía. Entonces no. —Se filtró una pequeña carcajada amarga—. Años antes, Till le había preguntado a su madre por los sistemas de seguridad. Cómo funcionaban, cómo se les podía engañar. Miocene pensó que era algo que debía saber un capitán, así que se lo enseñó. Después, Till se metió en el interior del escondite y convenció a su IA de que era Diu y bajó con ella al interior de Médula. Debajo de todo ese hierro húmedo, y del calor, encontró la maquinaria que alimenta los contrafuertes.
—De acuerdo —dijo Washen en voz baja.
—De ahí es de donde procede casi toda nuestra energía —siguió su hijo—. El núcleo es un reactor de materia-antimateria.
—¿Lo has visto? —preguntó ella.
—Solo una vez —respondió Locke. Y luego recordó a Washen, o quizás a sí mismo—: Till confía en mí. Después de volver a Médula y después de que Miocene renaciera, nos llevó allí abajo. Para enseñarnos el lugar. Para explicarnos lo que sabía y cómo. Todo. —Otra pausa—. Miocene estaba encantada. Hizo que construyeran un conducto que aprovecha las energías. Afirma que el reactor, una vez que se comprenda del todo, transformará la Vía Láctea, y a la humanidad, y a todos nosotros.
—¿Ese lugar ofrece alguna respuesta? —preguntó Washen—. ¿Nos dice algo nuevo sobre la Gran Nave?
Locke sacudió la cabeza, su decepción ribeteada de ira.
Con voz lastimera la llamó madre y la miró a los ojos. La miró y suspiró, y como si se dirigiera a una niña pequeña le preguntó:
—Si Médula se oculta dentro de la nave, y si esta maquinaria se oculta dentro de Médula… ¿qué te hace pensar que estos misterios llegan alguna vez a su fin?
—¿Hay algo incluso más allá? —balbució ella.
Un asentimiento rápido, tenso.
—¿Lo has visto?
Una vez más el joven se miró los dedos de los pies.
—No —admitió. Luego, después de coger aire unas cuantas veces, dijo—: Solo Till ha llegado a esa profundidad. Y quizá, supongo, Diu.
—¿Tu padre?
—También era el padre de Till —le soltó Locke—. Till siempre lo sospechó. En secreto. Y en secreto hizo que nuestros mejores genedetectives descifraran los patrones genéticos. Solo para estar seguro.
Washen asimiló en silencio la última revelación.
—¿Es eso todo lo que quieres contarme? —preguntó—. ¿Que Till es tu hermanastro y que la nave está llena de misterios?
—No —respondió Locke.
Alzó los ojos hacia las altísimas setas y las grises insinuaciones del tejado de hiperfibra.
—Tengo ciertas ideas —admitió, angustiado y cansado—. Dudas. Durante el último siglo, desde que maté a Diu… he escuchado los planes de Till, y los de Miocene, he ayudado a cumplir todos los plazos, he observado lo que le han hecho a Médula y al pueblo…, un lugar que ya ni siquiera reconozco. —Locke respiró hondo—. Cuando miro en mi interior, me hago preguntas.
Bajó los ojos, desesperado por encontrar a su madre.
Pero Washen se negó a abrazarlo otra vez. Se puso en pie y dio un paso atrás, y por fin, con voz lenta, dura e inmisericorde, preguntó:
—¿Eres uno de los constructores?
Los ojos grises se cerraron de golpe.
—Eso es lo que te preguntas, ¿verdad? —Después, Washen elevó la mirada al cielo—. Porque si no sois las cándidas almas de los constructores renacidas, por casualidad o a propósito…, quizá Till y tú y el resto de los rebeldes… ¡quizá seáis los inhóspitos renacidos!
Cada rostro era rebuscado y completamente único, y cada uno tenía una belleza sólida e inesperada que siempre se hacía obvia con el tiempo.
Pamir contempló las caras y escuchó las voces desvaídas.
—Fue decisión mía. Mi plan. Mi responsabilidad. —La boca de Orleans sonrió y sus ojos del color del ámbar cambiaron de forma y crearon dibujos con forma de boca que imitaron su sonrisa—. Acepto la culpa y su castigo. O sus elogios y bendiciones. El veredicto que ustedes, en su sabiduría, deseen impartir.
La mayor parte de los jueces rémoras parecían incómodos, y no se debía a que Pamir pudiera estar malinterpretando sus expresiones. Una anciana, descendiente directa de Wune, su fundadora, citó los códigos rémoras:
—La nave es la vida más grande. Hiere sus órganos vitales y rindes tu vida. —Su único ojo, como un rubí flotando en medio de una leche amarilla, se expandió hasta casi llenarle la visera. Luego la boca comprimida añadió—: Conoces nuestros códigos, Orleans. Y recuerdo dos ocasiones en las que le arrancaste el traje salvavidas a otro infractor… ¡por delitos menos graves que inutilizar uno de los motores principales!
Podía haber hasta cien jueces y ancianos compartiendo el edificio de diamante. No había cámaras estancas y ni un solo soplo de atmósfera. Dos puertas se abrían a unas avenidas públicas en las que cientos de ciudadanos se peleaban por la oportunidad de ver aquel juicio semisecreto. Todo sonido oficial era una emisión cifrada. Al contrario que Pamir, el público solo podía seguir los procedimientos observando los rostros.
Se puso en pie otra anciana.
—Es pertinente otro código —dijo en medio del airado zumbido—. Y resulta que es el primer código de Wune, y el más esencial. Juntos, al unísono, los rémoras entonaron: —Nuestra primera obligación es proteger la nave de todo mal. El rostro azul de la oradora pareció asentir.
—Esta podría ser la defensa de Orleans, si así lo desea —sugirió su voz musical—. Un daño es un daño, ya provenga del impacto de un cometa o de un liderazgo peligroso. —Su casco giró y preguntó al acusado—: ¿Es ese tu argumento, Orleans?
—Desde luego —exclamó él.
Luego miró a su compañero y le hizo una seña haciendo girar los ojos sobre sus tallos. Como habían planeado, Pamir se adelantó:
—Distinguidos ciudadanos, solicito permiso para dirigirme al tribunal. Su traje salvavidas contenía una firma electrónica. Como hacían los rémoras entre sí, una simple mirada fue suficiente para dar su nombre, rango y estatus oficial.
—¿Es esto apropiado? —gruñó la anciana con un solo ojo—. ¿Un delincuente buscado que defiende a un delincuente capturado?
Pero un tercer anciano, un tipo pequeño y redondo con un rostro de pelo rojo, replicó:
—Deja los sarcasmos para más tarde. Habla, Pamir. Quiero oírte.
—No hay tiempo —asintió el capitán—. Ya vienen los escuadrones rebeldes. Buscan a Orleans, pero estarán encantados de encontrarme a mí también.
—Bien —bramó la mujer.
—Ojalá hubiera tiempo —continuó Pamir—. Para reflexionar. Para un gran debate. Para que todo el mundo tome una decisión sabia. Pero a cada momento que pasa los rebeldes se hacen más fuertes. A cada minuto que pasa, otra nave de acero sube desde Médula trayendo soldados, munición y una serie de creencias risibles, intolerantes e indiferentes a los deseos de todos los rémoras.
Hizo una pausa de medio segundo para realizar una comprobación con un nexo de seguridad y medir el progreso constante de los rebeldes.
Luego siguió hablando a aquellos bellos rostros.
—No quiero ser el maestro capitán, pero la maestra legítima está muerta o algo peor, y soy el oficial de mayor rango. Según el fuero, el maestro soy yo, y Miocene es una renegada. Y dado que solo estoy señalando lo obvio, debería recordarles algo. —Miró a la mujer de un ojo y luego al resto—. Durante cien milenios han servido a la nave y su fuero, igual que han servido a la fe de Wune. Con devoción y valor. Y lo que ahora quiero de ustedes, lo que les ruego, es lo siguiente: resístanse a los rebeldes. Por la autoridad de la que dispongo como maestro capitán momentáneo, no les den nada. Ni su cooperación, ni sus recursos ni su pericia. ¿Es demasiado pedir?
Se cernió sobre ellos un silencio inquietante.
Luego, Un Ojo declaró lo obvio:
—Miocene no se va a poner muy contenta. Y seguro que esos rebeldes responden…
—Entonces nosotros también responderemos —gruñó la mujer del rostro azul.
Hablaron los jueces en el mismo canal seguro, el ruido desafiante y preocupado, colérico y triste. Pero lo que más ruido hacía parecía ser el desafío. Sabiendo que las emociones podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos, Pamir escogió ese momento.
—¿Querrán prometérmelo?—gritó—. ¿Me prometen que no les darán nada?
Se hizo una votación rápida. Dos o tres rémoras asintieron.
—De acuerdo —dijeron.
Luego Pamir dio el siguiente paso lógico.
—Bien. Y gracias.
Si quería escapar de los rebeldes tenía que escabullirse en ese momento. Pero en lugar de huir se internó en medio de aquel edificio con forma de burbuja y una vez más, en voz baja, repitió la advertencia: «No les den nada».
Después, con la pesada elegancia de su traje salvavidas, dobló las piernas y se dejó caer al suelo para sentarse en el casco liso y gris de la Gran Nave.
Los equipos rebeldes pasaban a la fuerza entre los espectadores. Pamir oyó por la banda ancha el graznido de las sirenas y vio que los cascos brillantes se dividían para dejarlos pasar. Pero él permaneció sentado, como los ancianos jueces y Orleans; con una expresión triste y resuelta pasó esos últimos momentos recordándose que había hecho unas cuantas cosas igual de estúpidas que lo que estaba haciendo ahora.
Pero muy pocas, y siempre solo. Nadie más había corrido riesgos.
Otro graznido duro hizo que se dispersaran los últimos civiles. Surgieron del caos unos trajes salvavidas de color negro violáceo que atravesaron las puertas con los láseres levantados, y rostros duros y grises tras las viseras: los descendientes de los capitanes perdidos, sus fuertes rasgos extendidos sobre una naturaleza dura e inflexible.
La armadura de los soldados era ligera y sus armas podrían haber sido más potentes. Miocene, u otra persona, estaba mostrando una contención calculada.
Pamir respiró hondo y mantuvo el aire en los pulmones.
Dos de los equipos rebeldes bloquearon las puertas abiertas. Un tercero descubrió una escalera no declarada que llevaba al sótano de la ciudad. Los dos últimos equipos encontraron a Orleans y los láseres se mantuvieron levantados, pero listos mientras lo escaneaban, y después mientras repetían la operación con los otros rémoras.
—Por la autoridad de la maestra capitana… —comenzó un rebelde.
—¿La autoridad de quién? —respondieron decenas de voces en un coro confuso.
—… arrestamos a este hombre…
Algunos lanzaron una carcajada burlona mientras otros rémoras se quedaron callados. Un Ojo sacudió la cabeza.
—Deberíamos hacer lo que quieren —advirtió.
Con voz difusa, el rebelde dio una lista de los demás sospechosos de sabotaje. Luego, con la mano libre hizo un gesto. Con voz urgente ordenó a sus soldados que se dieran prisa con los escáneres.
—¡Rápido y bien! —gritó—. ¡Rápido y bien!
Pero el resto del equipo de Orleans no estaba allí. Lo dijo soldado tras soldado, sus rostros sombríos teñidos de una mezcla tóxica de emoción, miedo y una indignación instintiva. Hicieron falta dos escáneres y luego una mirada directa a través de la visera para que alguien dijera:
—Este no es como los otros. Mire, señor.
Pamir forzó una sonrisa y por fin dejó escapar por la boca el aire que había estado reteniendo. Una expresión lenta, asombrada, se extendió por el rostro del rebelde.
—Es ese oficial de primer grado que faltaba, señor —dijo con un grito ahogado—. ¡Es Pamir!
El rebelde de mayor graduación se volvió y guardó silencio. Todos los soldados se sorprendieron y luego sintieron una euforia feroz e inesperada, que terminó cuando la rémora de la cara azul anunció:
—Es el maestro capitán. Nuestro invitado, en nuestra casa. Lo que significa…
—¡Cogedlo! —exclamó el oficial rebelde superior.
—¡No! —gritaron la mitad de los rémoras.
El rebelde apuntó el arma.
—¡Quitaos de en medio —advirtió— u os arranco los putos caparazones!
Un Ojo estaba sentada sobre una mochila a reacción rémora estándar. Se había presentado voluntaria para ese trabajo, argumentando que, aunque no estaba de acuerdo con la votación, esta se había realizado, y quizás a ella los soldados no la escanearan tanto como a otros. Se habían desmantelado los seguros de la mochila.
Los respiraderos estaban cerrados de forma permanente. Cuando le dio una patada hacia el centro de la sala, los rémoras y Pamir siguieron sentados y no hicieron nada salvo volverse hacia la pared redonda para poner sus mochilas blindadas entre ellos y la bomba improvisada.
La explosión fue silenciosa. Al menos al principio. Pamir seguía sobre el casco con la cabeza metida entre las rodillas y el estallido repentino lo lanzó al otro lado de aquel gris lustroso y lo hizo rebotar contra rémoras y soldados. Por fin, uno de sus hombros se estrelló contra la pared de diamante. El edificio se llenó de una atmósfera temporal y abrasadora. Los que estaban de pie fueron los que sufrieron las sacudidas más fuertes: perdieron los láseres, que quedaron sueltos, y en poco segundos de caos nuevas manos los recogieron y activaron los seguros.
Pamir se puso en pie y se tambaleó un poco.
Tenía la rodilla izquierda hecha pedazos, pero los servos del traje la obligaban a llevarlo. Gritó «Orleans» tres veces antes de que la grata figura apareciera a su lado, y entonces echó a correr por delante mientras el rémora se lanzaba escaleras abajo.
El estallido de un láser abrió un agujero en el techo redondo. Derribaron a la soldado responsable y le arrancaron el arma de las manos. Orleans agitó un brazo.
—¡Por aquí! —gritó, y se lanzó a la carrera por un pasillo estrecho y apenas iluminado. Tenía el traje salvavidas pinchado. Pamir vio cómo escapaba de él un vapor blanquecino. La esencia de Orleans se disipaba en el vacío.
El pasillo se dividía en tres.
Izquierda, derecha y de frente.
Orleans se giró, y con un gesto tan viejo como la humanidad se llevó uno de los dedos enguantados a la boca gomosa. «Silencio», decía.
Se hundió en aquel agujero negro sin fondo. Pamir lo siguió con los pies por delante.
En aquella oscuridad perfecta no había sensación de caída. El cuerpo no sentía su propia y rápida aceleración y el tiempo parecía ralentizarse. Pamir intentaba relajarse, prepararse para un suelo lejano, cuando una voz inesperada le susurró al oído de repente:
—Pamir. ¿Puedes hablar?
Washen.
—¿Me oyes, Pamir?
Ni siquiera se atrevía a usar un canal cifrado. Alguien podría escuchar su enrevesado chirrido y luego rastrear la fuente. Pero quizá Washen se daba cuenta de lo mismo porque no dejaba de hablar, haciéndole sentir como si estuvieran cayendo juntos.
—Tengo noticias —le informó ella—. Nuestro amigo ha ayudado, y nos ayudará…
Bien.
—Pero tengo que saberlo —continuó su amiga—. ¿Nos asistirán nuestros otros amigos? ¿Han accedido a luchar con nosotros? Justo entonces algo poderoso chocó contra el casco.
Durante un instante lleno de chirridos Pamir rozó la pared del hueco. El casco entero se ondulaba bajo el impacto. Luego volvía a caer rodando por el espacio, sin peso alguno, funcionando por el momento como una nave pequeña, diminuta…, y cerró los ojos, recordó que tenía que respirar y luego le dijo a Washen y a sí mismo:
—Los rémoras lucharán. Nos hemos buscado una guerra.