Los inhóspitos

Mi soledad eterna y perfecta la hizo añicos una abundancia de estrellas, y la vida, una vida bulliciosa y abundante; y dio la sensación que así había sido siempre. Los cielos se llenaron de soles y mundos vivos y la vida de mi interior pingüe y constante, próspera más allá de toda necesidad o deseo razonable, ¿y cómo podría ser de otro modo? Vida pacífica, más que otra cosa. Vida puntuada por grandes amores y derrotas soportables. Vida que conjura niños del semen y el óvulo, de programas y cristales fríos; y esos niños recorren disparados sus encarnaciones recién restregadas con un celo inocente que siempre se erosiona y se convierte en la simpatía fresca y firme, que es una marca de madurez que el tiempo, bajo su mano incansable, nos obliga a aceptar a cada uno de nosotros. Ya casi me había olvidado de la muerte.

No como teoría, nunca. Como principio y tragedia ocasional no podía evitar pensaren esa gran entidad que todo lo equilibra. Pero como detalle práctico, como la simple e inevitable consecuencia de la vida, la muerte parecía haberse quedado tan atrás como mi antigua y muy atesorada soledad.

O quizás, en realidad, nunca llegué a conocerá la muerte.

A mí su rostro me parece austero y seguro de sí mismo, pero inesperadamente bello. Una bella faz que descansa sobre un cuerpo alto que se va haciendo más fuerte a medida que la carnicería empeora, y también más bonito. Un cuerpo que se alimenta de un alma o de diez millones de almas, que escoge sus bocados con una malicia veleidosa que con certeza dejará a los vivos preguntándose: «¿por qué yo no? ¿Por qué sigo aquí, sola?».

Oigo sus voces. Desde mi piel llegan murmullos. Gritos. Chasquidos codificados y grandes rugidos blancos de ruido electromagnético, y siempre la encantadora muerte bebe de su gloriosa miseria.

—¡Abandonen el puesto… ahora!

—Los ves… No… Todavía no, ¡no!

—Espera…

—Ahí no, tienes que estar… al lado del taller Arregla y Reza… Ves, ¡no!

—¡Retirada!

—Bajas… superiores a… once millones en el bombardeo y veinte millones de desplazados a los sótanos…

—Nos tendieron una emboscada con armas nucleares de taller…

—Mátame. Si llegamos a eso.

—Lo haré. Te lo prometo.

—Bajas, ochenta por ciento. Enjambre todavía en funcionamiento.

—¡Retrocedan y caven!

—Tenemos un reactor saboteado. Desconectado. Solicito ingenieros.

—¿Qué te parece? ¿Un polvo rápido?

—Reunirán aquí a los prisioneros. Clasificados según sus probables conocimientos. A mi lado. Luego los llevarán a casa para interrogarlos, o se dispondrá de ellos…

—Fanáticos.

—Polvos sin alma.

—¿Qué te parece un polvo muy rápido?

—¡Venid a ver! Quiero enseñároslos a todos. ¡Son cíborgs! ¡Lo que eran los inhóspitos! Nada, salvo máquinas con tripas raras metidas dentro. Mirad, tocad sus tripas. Tocad y oled. Haceos ropa con su extraña piel. Partid sus conchas y convertidlas en trofeos. Máquinas y carne, y un mal inmenso, nada más. ¡Os lo prometo!

—Bajas, noventa y dos por ciento. Eficacia del enjambre disminuida.

—Escapen en cuanto puedan…

—Aviso: dentro del último envío de prisioneros había un dedo camuflado de antimateria. deben examinar a todos los prisioneros a conciencia antes de embarcar…

—¡Retírense de nuevo… con todos los rayadores disponibles!

—¡Son los inhóspitos renacidos! ¡Es nuestra obligación y honor rajarlos!

—Nuestra última ciudad… Corazones de Wune… abandonada…

—Aviso: los pasajeros no están sujetos al mismo trato que los rémoras. No pueden ser ejecutados de forma sumaria, sea cual sea su comportamiento. LOS códigos civiles permanecerán vigentes. SIEMPRE. DEL despacho de la maestra capitana…

—¡No pienso decirte nada, inhóspito! ¡Jamás!

—Ahora nos llaman inhóspitos. Sea lo que sea eso. No sé. A fin de cuentas, quizá deberíamos considerarlo un insulto…

—¡Presiónalos! ¡Castígalos!

—Yo he terminado y tú lo prometiste.

Un crujido electromagnético, luego un golpe seco.

—Dulces sueños, amigo mío.

—Mi enjambre ha desaparecido. Mi familia está en Río Acaecido. Decidles…

—¡Muy bien, mierdas! Soy un inhóspito. Todos somos unos putos inhóspitos. ¿Os asusto? ¿Os meáis de miedo? ¡Porque vamos a seguir manteniendo nuestra posición, cabrones, y si queréis tomarnos tendréis que seguir el meado hasta nuestro agujero!

—¡Todos ¡os motores recuperados y asegurados!

—¡Reactores, conectados!

—Rebeldes, siguen viniendo… Siguen llegando nuevas unidades… Hay más rebeldes que estrellas tenemos…

—Una vez más, retirada. ¡Ya sabéis cómo!

—Anuncio público: se reducen las luchas durante las últimas horas de la insurrección. Se ha recuperado la cara posterior de la nave. LaS operaciones esenciales de la nave jamás resultaron afectadas. LOS distritos de pasajeros jamás han estado en peligro. por vuestro apoyo y vuestras bendiciones, gracias. del despacho de la maestra capitana…

—Así que tenemos un poco de tiempo. ¿Qué tal un polvo sin prisas?

—Suena bien.

—¿A que sí?

45

Uno de los generales lo dijo primero y lo dijo mal.

—Los rémoras están casi vencidos —declaró, de pie ante los últimos holomapas estratégicos. Cuando se dio cuenta de que la maestra había oído por casualidad sus audaces palabras, estiró la espalda, cuadró los hombros y añadió—: Hemos destruido cada una de sus ciudades, encarcelado o matado a la mayor parte de ellos y empujado a sus refugiados hasta la proa de la nave. Sin cobijo y casi sin esperanzas. —Entonces realizó una inclinación mínima—. Señora. —Dedicó una sonrisa a la maestra mientras sus ojos pálidos no perdían de vista a Till.

Procedía una reprimenda.

Algo brusco, potente y duradero.

Miocene esbozó una fina sonrisa y con algo parecido a un suspiro le aseguró a su oficial:

—Aquí no hay nada que celebrar.

—Por supuesto, señora. —De nuevo la pequeña inclinación—. Yo solo me refería…

Ella lo detuvo con un enérgico gesto de la mano y no dijo nada.

En lugar de las palabras esperadas, Miocene se quedó mirando a cada uno de sus generales y a Till. Pero evitó de forma ostensible mirar a nadie cuando anunció:

—Cuando llegamos aquí vi a un hombre. Un varón humano que estaba de pie fuera del puente. No llevaba nada salvo un cartel manuscrito.

Silencio.

—«El fin está aquí» —citó la maestra.

El silencio perdió confianza.

—Soy una persona muy atareada, pero todavía tengo tiempo para hacer preguntas sencillas. —La mujer sacudió la cabeza—. Era un idiota, es obvio. Una de esas pobres almas que se concentra demasiado en algo, que no puede librarse de alguna idea patética que lo consume. Durante los últimos seis siglos, ese idiota ha llevado su cartel en público. Ala puerta del puesto de la maestra. ¿Lo sabíais? ¿Sabíais que pintaba esas palabras en un pergamino nuevo cada mañana, con mucho cuidado de no repetir jamás las volutas y colores de ninguna de las letras? Por qué era importante para él, yo no sabría decirlo. Hace dos días, la última vez que dejé estas dependencias, podría haberme detenido por un momento y haberle hecho esas preguntas. Podría haberle dejado que me explicara sus pasiones. «¿Qué lo hace tan importante, señor, que está dispuesto a invertir cientos de años en lo que le parece vano a un alma normal?» —Miocene suspiró con fuerza—. Incluso si quisiera, ya no podría hacerle ninguna pregunta. Ni podría ayudarlo, si pensara que eso era lo mejor. Porque se ha desvanecido. Más de doscientas mil mañanas levantándose antes del alba para pintar su importante pronunciamiento según su difícil y asfixiante lógica…, y por alguna razón el idiota no pudo situarse en su terreno habitual hace dos mañanas. Ni ayer por la mañana. Ni hoy, si a eso vamos. No lo veo a través de ninguno de mis ojos de seguridad. Es muy sencillo, se ha desvanecido. ¿No les parece que es muy extraño?

Una de los generales rebeldes, Bendición Gable, carraspeó y cuadró los hombros.

—Señora…

—No. Cállate. —Miocene sacudió la cabeza y luego les advirtió a todos—: No me interesan las razones de nadie. Ni para esto ni para aquello. Y con franqueza, la suerte de un alma extraña no me parece demasiado fascinante. Lo que me pone enferma es saber que alguien hizo suposiciones sin plantear primero unas sencillas preguntas. Lo que me preocupa es mi propia y sencilla pregunta: «¿qué más se están olvidando de preguntar mis arrogantes e inexpertos generales, a sí mismos o a los demás?».

Till dio un paso adelante. Aquella reunión de personal le pertenecía a él. Por sólidas y obvias razones, Miocene había dado a su primero en la presidencia la dirección de la guerra. Ahora mismo ella tenía demasiadas responsabilidades propias de las que hacerse cargo. Además, aquellos acontecimientos eran demasiado grandes y demasiado confusos para implicar de forma directa a una maestra. Mejor su hijo que ella, sí. Ni un nanogramo de inseguridad reconcomía a Miocene.

—Tiene razón, señora —admitió Till. Luego demostró a sus generales cómo se hacía una reverencia mientras hablaba al suelo de mármol, gastado por tantos pies—. Es demasiado pronto para decir que se ha ganado nada, señora. La victoria llega a un coste terrible. Y por supuesto que los rémoras podrían ser solo los primeros enemigos.

—Sí. Sí. Exacto —dijo ella.

Porque aquella no era su reunión era libre de abandonarla. Una demostración de poder era el único punto de su orden del día, así que se giró de pronto y se dirigió hacia uno de los varios pasillos que llevaban a la parte posterior del enrevesado apartamento de la maestra… mientras le decía a su hijo por un canal privado, de nexo a nexo:

—Cuando termines aquí, ven a verme…

—Sí, señora —respondió con una voz llena de energía. Mientras que la del canal privado le prometía—: No tardaré mucho, madre.

Miocene pensó en echar un vistazo por encima del hombro. Pero no, no serviría de mucho. Sabía por experiencia que no vería emociones inesperadas en aquellos rostros. Haz todas las preguntas sencillas que quieras, se dijo, pero no desperdicies una energía muy valiosa cuando sabes que las respuestas, agradables o amargas, no van a querer presentarse.

El apartamento siempre había sido terreno conocido, y una persona más débil, infectada por la inseguridad, quizá hubiera evitado estas habitaciones más bien pequeñas, siempre cómodas y tan normales a propósito. Pero la nueva maestra jamás se había planteado vivir en ninguna otra parte. Si se merecía la silla de la antigua maestra, ¿por qué no entonces el hogar de aquella mujer? De hecho, después de las primeras semanas, los pasillos y los huecos, las selvas en miniatura e incluso la vieja y amplia cama, a Miocene solo la hacían sentirse cómoda.

Su cama ya tenía un ocupante.

—¿La reunión? —empezó él.

—Todo va bien —respondió ella. Pero para estar segura conectó los enlaces a los ojos y oídos de seguridad: el grito constante y los aleteos de sus generales quedaban interrumpidos por el gruñido más bajo y potente de Till. Escuchó con gesto satisfecho durante un momento—. ¿Algún progreso?

—Un poco lento —respondió Virtud—, pero sí.

Los rémoras sabían cómo dañar la nave. Parecía que el supuesto amor de Wune por aquella máquina no significaba tanto, y la atacaban con el mismo celo con el que habían luchado contra el cargo y la autoridad de Miocene. Esta consumió en un instante los últimos informes de daños y las predicciones de reparaciones, aunque uno de sus nexos no pudo proporcionarle los datos al primer intento.

—Ese problema está surgiendo otra vez —dijo con tono enérgico y airado.

—Te lo advertí —respondió él. Virtud la miró con los ojos grises y brillantes, demasiado grandes para su rostro y demasiado abiertos para ocultar nada—. Lo que te estamos haciendo…, bueno, nunca se ha hecho. No a un ser humano. Cambios tan profundos…

—«…en un periodo de tiempo blasfemo». Recuerdo lo que tú, y todos los demás, me habéis dicho. —Miocene negó con la cabeza a pesar de todo, y luego le dijo a su uniforme con tono indiferente que se fundiese por los hombros. La tela se derrumbó sobre la alfombra viva; su cuerpo ancho, profundo y precioso quedó brillando bajo el falso sol del dormitorio.

Se sentó al borde de la cama.

Virtud se acercó un poco, pero le costó un momento encontrar la fuerza necesaria para acariciarle el pecho desnudo. Por supuesto que a él no le gustaba su nuevo cuerpo, y por supuesto que a ella le daba igual. Los nexos necesitaban espacio y energía, y su cuerpo tenía que incrementarse en proporción a sus responsabilidades. Además, la timidez de Virtud tenía encanto. Incluso cierta dulzura. La maestra no pudo evitar sonreír, bajar los ojos y observar aquellos dedos pequeños que acariciaban desesperados la extensión castaña de su pezón izquierdo.

—No tenemos tiempo —le informó ella—. Mi primero en la presidencia llegará pronto.

Virtud lo agradeció, pero tuvo el aplomo suficiente para dejar que su mano se detuviera allí un momento más, que sus dedos palparan el pezón hinchado de sangre y nuevos fluidos.

Cuando desapareció la mano de su compañero, Miocene pidió al camisón que la vistiera.

—Pareces cansada. Incluso más de lo habitual, creo —señaló Virtud con cierto tono de preocupación.

—No me pidas que duerma.

—No puedo pedirme a mí mismo que duerma —fue la respuesta de él.

Miocene comenzó a sonreír otra vez, giró la cabeza y abrió la boca para pronunciar un elaborado cumplido: «ojalá fueras tan bueno con mis nexos como lo eres con mi humor».

Tenía toda la intención de decir esas palabras, pero un impulso brusco e inesperado se convirtió en un destello coherente dentro de uno de los nexos que funcionaban… y dudó después de decir solo «Ojalá…».

Virtud esperó, listo para sonreír cuando le tocara.

La mujer se concentró en algo que nadie más podía ver.

Después de una larga pausa, su amante reunió el valor para preguntar:

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo Miocene.

Después se levantó de la cama y se miró el camisón con una expresión confusa, como si no recordara haberlo pedido.

—Nada —repitió—. Espera aquí. Espera.

Dio un paso hacia la pared posterior del dormitorio y ordenó a su uniforme que volviera a cubrir su cuerpo, y por tercera vez, con apenas la fuerza de un suspiro, le dijo que esperara cuando apareció una puerta en lo que parecía granito rojo pulido.

—Pero… —balbució él—. ¿Dónde…?

La puerta se cerró y se selló tras ella.

Que el apartamento de la maestra tuviera lugares secretos no había sido ninguna sorpresa. Como primera en la presidencia, Miocene se había dado cuenta de que la compleja distribución de habitaciones y pasillos dejaba espacios para la intimidad y lugares por los que huir. La única sorpresa fue que estos lugares secretos fueran al menos tan normales como los públicos. Estaban amueblados de manera insulsa, y con cierta frecuencia sin un propósito claro. La más grande de las habitaciones ocultas ya se había mejorado durante su ejercicio, y luego se había llenado de cabezas cortadas que se iban momificando poco a poco. Parecía el modo más adecuado de guardar a los capitanes de los que se había deshecho, crueldad y banalidad en perfecta armonía. Pero la habitación que había tras su dormitorio era mucho más pequeña, y nadie, ni Virtud, ni siquiera Till, sabían que contenía una escotilla oculta que la antigua maestra había instalado durante algún ataque reciente de paranoia. La escotilla llevaba a un coche cápsula sin registrar que se había construido in situ, listo para ese mismo instante.

Una vez en marcha, Miocene se aseguró de que no había nadie buscándola. Y solo entonces volvió a examinar el mensaje que había encontrado el modo de llegar a ella por medio de uno de los canales más antiguos y secretos empleados por los capitanes.

—Lo que propongo es lo siguiente —dijo la voz, y aquel rostro tan conocido que le hablaba desde una holocabina situada en el interior de cierto puesto secundario de las profundidades de la nave.

Una cabina que resultó que ella conocía bien.

La mujer sonrió. El cabello negro, corto y suave, los rasgos brillantes y lisos como si la piel, la nariz y el resto de su ser acabaran de volver a crecer. Sonrió con una mezcla de engreimiento y rencor y le dijo a Miocene:

—Sé lo que es la Gran Nave. Y creo con toda sinceridad que tú también tienes que saberlo.

Washen.

—Reúnete conmigo —dijo la muerta—. Y ven sola.

La primera vez que vio el rostro y oyó esas palabras tan improbables, casi había murmurado en voz alta: «no pienso reunirme contigo, y desde luego no sola».

Pero Washen había anticipado su obstinación, había sacudido la cabeza con gesto de sincera desilusión y le había dicho: «sí que te reunirás conmigo. No tienes alternativa».

Miocene cerró dos de sus ojos y dejó que el de su mente se concentrara en el mensaje grabado, en aquellos ojos profundos, oscuros y despiadados.

—Reúnete conmigo en el Gran Templo —indicó Washen. «En Ciudad Hazz», dijo. «En Médula», dijo.

Y luego casi se echó a reír y miró los ojos imaginados de la maestra.

—¿Por qué tienes miedo? —preguntó—. En toda la creación, ¿dónde ibas a sentirte más segura, vieja loca zorra entre todas las zorras?

46

Una flota de viejos rayadores, líneas puras y coches cápsula actualizados huía cruzando el casco interminable, disfrazados para que se parecieran a la magullada hiperfibra que tenían debajo, los motores enmascarados y silenciados, todos los vehículos rodeados de coches falsos, holoecos diseñados para que resultaran obvios, con la esperanza de que parecieran peligrosos o débiles; proyecciones que rogaban a los rebeldes que les dispararan a ellos en lugar de atormentar a los fantasmas que podrían o no serlo.

Orleans pilotaba uno de esos fantasmas.

Una pulsación electromagnética había empujado su IA hacia la locura, así que no le había quedado alternativa. La misma pulsación había destruido su reactor principal y los había dejado pendientes de un auxiliar que le susurraba al piloto:

—Estoy enfermo. Necesito mantenimiento. No os fiéis de mí.

El rémora hizo caso omiso de las quejas. En lugar de escucharlas, volvió la vista para mirar a sus pasajeros y una señal en susurros transmitió su mínima pregunta.

—¿Cuánto falta?

—Noventa y dos —dijo un rostro blanco como la leche.

Minutos, quería decir. Noventa y dos minutos, según la última proyección. Que era demasiado tiempo. ¿Y qué podía llevar tanto tiempo? Pero no lo preguntó.

Vio una libélula rebelde que despegaba del horizonte tras ellos e intentaba atraparlos. «Demasiado tarde», susurró.

—Objetivo.

Dos bebés de la parte posterior de su rayador habían visto al enemigo y estaban apuntando hacia el centímetro más débil de la libélula. Pero su láser improvisado necesitaba demasiado tiempo para cargarse, y un estallido de luz concentrada borró la proyección holográfica, una columna de luz blanca violácea que bailó por el casco con una elegancia siniestra en busca de algo que incinerar.

—Cargado. ¡Fuego! —gritaron demasiado tarde los muchachos.

Pero Orleans había tirado del volante y había fastidiado el tiro; en donde ellos habrían estado se habían levantado ampollas de energía pura, un grito electromagnético que trepaba y aturdía todo objeto electrónico en un kilómetro a la redonda. Los trajes salvavidas se agarrotaron durante un horrible instante. Los controles del rayador obedecieron órdenes imaginadas e hicieron caso omiso de las reales. Con su voz privada, Orleans maldijo y recuperó el control después de que la gravedad tirara con brutalidad de los jugos de todos. Volvió a maldecir y compartir sus sentimientos con los demás.

—Fuego —repitió una voz.

Su arma era diminuta comparada con la de los rebeldes, pero tenía piezas de visión arrancadas de uno de los láseres principales de la nave (piezas destinadas a encontrar y golpear motas de polvo a una distancia fantástica), y el suave y estrecho rayo se elevó hacia el cielo color lavanda para luego internarse en el objetivo blindado y hacerlo hundirse en el casco, que era donde debía estar.

Hubo una pequeña aclamación.

Simple acto reflejo.

Una docena de fantasmas nuevos aparecieron a su lado, pero ninguno parecía muy convincente. Orleans se dio cuenta de inmediato y comprendió que sus proyectores estaban estropeados y empezaban a fallar a toda prisa, así que borró los fantasmas antes de que los rebeldes se dieran cuenta.

Ahora era mejor depender de camuflaje propio. Y si podía, alcanzar al resto de la flota y luego perderse entre los innumerables fantasmas y fraudes.

Cosa que pareció posible, al menos durante un rato.

La mujer que tenía detrás y que escuchaba un canal seguro, se inclinó hacia delante y le dio un empujón en el hombro. Las falsas neuronas del traje de Orleans estaban demasiado fritas para sentir poco más que una ligera presión. Pero el rémora agradeció la presión, la caricia. Orleans se inclinó hacia atrás y una vez más preguntó:

—¿Cuánto falta?

—Cuarenta —respondió ella.

Los equipos de sabotaje volvían a cumplir el horario previsto. Y en veintidós minutos estarían en el interior del búnker.

La mujer estuvo a punto de hablar otra vez, pero la interrumpió la voz quejosa del reactor del rayador:

—Estoy fallando por completo —declaró—. Aguantaré otros once minutos, lo prometo —dijo a Orleans con tono orgulloso y susceptible.

—Joder —espetó el rémora para sí—. Lo siento —dijo a los demás con un susurro—. No hay techo para nosotros. ¿Alguna idea? ¿La que sea?

Nadie se sorprendió. Lo que Orleans vio en los rostros y casi pudo saborear en el éter no fue más que una cansada desilusión que se evaporó un momento más tarde. Dos semanas de guerra habían acabado con todo. Las emociones estaban tan aplastadas y lisas como la hiperfibra nueva. Luego, porque era lo que se esperaba, los artilleros jóvenes dijeron:

—Deberíamos dar la vuelta. Girar y cargar contra esos cabrones, y matar a unos cuantos.

No iban a matar a nadie, salvo a sí mismos.

Orleans se giró en su asiento y les mostró la cara. Las intensas radiaciones le habían llenado de ampollas la piel, dejándole mutaciones y extraños cánceres que aparecían en forma de bultos y ampollas negras. Los ojos del color del ámbar le colgaban, y tenía los colmillos desalineados. Pero su boca desafiante anunció:

—Eso no es una alternativa.

Decenas de rostros cerraron un amplio y espléndido surtido de ojos, señal de profundo respeto entre los rémoras.

—Conozco un lugar —confesó—. En principio no es ningún búnker, pero tiene techo. —Luego se volvió hacia delante y murmuró mientras luchaba con el rayador para ponerlo en un rumbo nuevo —: Al menos eso espero.

Una vez más la mujer le tocó el hombro muerto.

¿Iba a decirle el tiempo que faltaba?

Pero no, solo quería acariciarlo. Y mientras masajeaba el moribundo reactor del rayador para extraerle a él y a sí mismo las últimas gotas de energía, Orleans se concentró en aquel ligero toque de la mano femenina y se regaló con una fantasía más antigua que su especie.

Los rémoras existían porque el casco necesitaba reparaciones constantes.

Cosa que ellos hacían muy bien. Pero no a la perfección. La velocidad era vital cuando se trataba de llenar el cráter profundo de una explosión. La hiperfibra, sobre todo en sus mejores grados, era muy sensible a una multitud de variables. Y en ocasiones se cometían errores. Una capa se estropeaba antes de que pudiera curarse y ya tenía encima una o más capas, suaves como la piel e igual de flexibles. Los gases inestables liberados producían burbujas y las burbujas debilitaban el parche. Pero arrancar el trabajo más reciente y reparar el daño significaba perder tiempo y, lo que era peor, daba al universo la oportunidad de golpear la tumba del cometa con un segundo cometa, quizá más grande.

—Es mejor dejar que permanezca la tara —había dicho Wune, que hablaba de cascos y también de otros temas—. Construid a su alrededor y conservadla. Recordad: la tara de un día puede ser el tesoro de otro.

Había una espaciosa tara en la cara delantera de la nave. Unos túneles ocultos llevaban a una cámara lo bastante amplia para ocultar a todos los rémoras supervivientes; durante los últimos diez días habían trasladado allí pilas de maquinaria y armas hechas en los talleres, lo que convertía la antigua cagada de alguien en la última fortaleza disponible.

Salvo que Orleans jamás llegaría allí. Su rayador apenas era capaz de acercarse a menos de cuatro kilómetros de una burbuja más pequeña y menos segura. La había encontrado durante una visita de cumplido a uno de aquellos altos monumentos conmemorativos de color hueso; quería leer los nombres de amigos muertos siglos atrás. Al lado del monumento había un respiradero de gas congelado que llevaba al casco, a una burbuja apretada, sin luz y no especialmente profunda.

Cuando el rayador murió, Orleans gritó el consejo más obvio:

—¡Corred!

Los trajes salvavidas tenían fuerza, no velocidad. Los dominaba una lentitud de ensueño y una onírica sensación de absoluta impotencia. Recorrían una planicie lisa, gris y en general anodina. Si no fuera por el monumento se sentirían perdidos. La aguja blanca los llamaba desde la primera y torpe zancada, y todos los ojos que se elevaban podían medir el progreso que hacían. Las mentes que había tras los ojos pensaban: «más cerca». Las bocas decían: «no está lejos». Todos mentían con una impaciencia desesperada y se susurraban unos a otros: «solo unos segundos más. Pasos. Centímetros». Se olvidaban adrede del cielo.

El fuego de color lavanda de los escudos se hacía más brillante y capturaba cada vez más cantidad de gas y polvo nanoscópico. Los láseres gigantes continuaban aporreando el espacio con trabas grandes como puños, como hombres, como palacios. Y tapando las estrellas habituales había un único sol rojo y gigante, hinchado, antiguo y moribundo. Su masa tocaba ya la nave, empezaba a tirar de su trayectoria.

Un destello más brillante de luz apareció por detrás y los sobresaltó a todos. Los muchachos dijeron únicamente «rayador».

Orleans ralentizó el paso y miró hacia atrás el tiempo suficiente para ver formas que pasaban como rayos, y más estallidos de luz. Láseres y, a lo lejos, el delicioso destello sin sonido que producían las minas nucleares al detonarse.

Y luego volvió a correr. Se quedaba atrás y pensaba «tenemos tiempo», cuando sabía muy bien que no era así. Estaba cargando contra ellos un ejército de monstruos rebeldes, y si se cumplía el último horario, apenas les quedaban tres minutos antes de…

Antes.

Luego dejó de pensar y levantó los ojos y, una vez más, en silencio, con confianza, se dijo:

—Solo unos cuantos pasos más.

El monumento era demasiado alto y estaba demasiado cerca para abarcarlo con una sola mirada, pero todavía estaba demasiado lejos para que le pareciera imponente. Orleans volvió a bajar la vista. Obligó a los servos de sus piernas a desangrarse del todo con cada zancada, y utilizó sus propios músculos para alargar los pasos y porque así se sentía mejor. Maldecía con cada aliento húmedo e irregular.

—Deprisa —dijo la mujer del rostro lechoso.

Él volvió a levantar la vista y se dio cuenta de que se estaba quedando muy atrás.

—Más rápido —le dijo ella, y volvió la vista para mirarlo mientras con un brazo largo y brillante le hacía gestos torpes.

El traje de Orleans tenía muchísimos problemas. Lo supo antes de que su propia maquinaria confesara debilidad alguna; la guerra y la mala suerte habían erosionado los servos de ambas piernas, y las dos fallaron con solo tres pasos de diferencia.

—A la mierda —maldijo.

Los músculos levantaron las piernas y las volvieron a dejar caer.

El traje era pesadísimo, pero su objetivo estaba por fin cerca. Honesta, tentadoramente cerca. Orleans gruñó y dio unos cuantos pasos más, pero luego no le quedó más remedio que parar y quedarse quieto mientras sus pulmones, profundos y perfectos, aspiraban oxígeno libre arrancado de su propia y perfecta sangre y de su orina para alimentar la sangre negra. Esta necesitaba unos momentos para purgar los músculos de toxinas y devolverles algo parecido a una cierta forma física.

Su gente estaba en la base de la aguja e iban desapareciendo uno tras otro por un agujero diminuto y todavía invisible.

—Deprisa —le dijo la mujer otra vez en voz baja; se volvió y agitó los dos brazos. Su rostro apenas era visible, había miedo en su blancura.

Orleans se tambaleó y se detuvo. Y cuando volvió a coger aire, giró la cabeza y miró el terreno que había cubierto. Unos vehículos blindados saltaban y se deslizaban por la planicie grisácea. Según alguna lógica rebelde, cada uno tenía la forma de un insecto; llevaban las alas inútiles dobladas y las patas articuladas sujetaban armas. Se disparó un láser, una luz abrasadora pasó por encima de él, barrió el monumento y continuó hacia el infinito. La aguja blanca se fundió cerca de la base, se inclinó con una majestuosidad silenciosa y luego se derrumbó sin siquiera provocarle una muesca al casco.

Una segunda explosión fundió la base abierta del monumento.

¿Dónde estaban la mujer y los demás?

Orleans no los veía, ni a ellos ni nada que no fuera un charco repentino de hiperfibra fundida. Quizá estaban bajo tierra y a salvo. No hacía más que decirse que era posible, incluso probable…, y después de un rato se dio cuenta de que estaba corriendo otra vez: sus piernas intentaban alejarlo de un ejército rápido e incansable.

No podía parecer más patético.

Llegó al borde del potingue fundido, y como no había más que hacer se volvió de nuevo y se quedó mirando a sus perseguidores. Ya casi estaban sobre él. Al final, al verlo solo e indefenso, habían decidido tomarse su tiempo. Quizá fuera un prisionero valioso, se decían los monstruos. Quizá la propia monstruo jefe los recompensase por capturar a un criminal tan formidable como Orleans.

El rémora dio un largo y agotado paso hacia atrás.

La hiperfibra estaba increíblemente caliente y era profunda, llena de burbujas de gases liberados. Pero sin flujo de energía ya se estaba curando otra vez. Sería un grado aguado, muy débil, y algún día alguien tendría que arrancarlo del casco y sustituirlo entero. Y luego construir un monumento incluso mayor, claro. Pero el traje de Orleans también era de hiperfibra. Un grado excelente, aunque un tanto magullado. Podía soportar el calor. Su piel se ampollaría y herviría, sí. Pero si podía evitar que estallara la visera de diamante entonces quizá… Quizá…

Dio otro paso más atrás.

Y tropezó.

El peso de sus reactores y de los sistemas de reciclado lo ayudaron a meterse a medias bajo la superficie. El dolor fue inmenso e incesante, pero un instante después ya no sintió nada. El casco de Orleans y la cabeza eran las únicas partes que había a la vista, y el rostro sobrevivió el tiempo suficiente para que sus ojos se elevaran hasta aquel sol rojo, grande y glorioso, amortajado por los escudos y los estallidos constantes de los láseres…, y fue entonces cuando se preguntó si había llegado el momento, y si quizá debería intentar hundirse un poco más…

De repente, sin aviso previo, se evaporaron los escudos y todos y cada uno de los láseres gigantes dejaron de disparar contra los peligros inminentes.

Un instante después comenzó a caer una lluvia repentina y fiera…

47

Porque vieron un coche rebelde (una maquinita con la forma de un alacobriza), Washen y los demás se subieron al bosque de epífitas, se metieron en un refugio camuflado y desde arriba observaron el vehículo que se posaba en la orilla de grava. Porque podría haber sido cualquiera siguieron escondidos cuando saltó al exterior un hombre con la cara y la constitución de Pamir; las grandes botas patearon la gravilla y una voz dura y cansada llamó a Washen por su nombre, por encima de la corriente continua del río. Porque era Pamir, y estaba cansado, le dijo al bosque:

—Supongo que lo has pensado de nuevo y has cambiado de idea. —Negó con la cabeza—. Bien. No te culpo. Jamás me gustó esta parte de nuestro plan. —Y luego levantó la vista, de algún modo sabía con exactitud dónde debía mirar.

Washen se levantó y se puso el láser al hombro.

—¿Podías verme? —preguntó.

—Hace mucho —respondió él con un vivo sentido del misterio. Luego señaló con un gesto el coche—. Es robado. Bien limpio y vuelto a registrar, si lo hicimos todo bien.

Se levantaron Quee Lee y Perri. Y al final también Locke.

Un repentino y apagado estremecimiento cruzó el cañón. Uno de sus nexos recién implantados le dijo a Washen lo que ella ya había supuesto: un cometa había impactado contra el casco y había borrado al instante mil kilómetros cúbicos de blindaje.

—Si vas a ir —dijo Pamir—, tienes que irte ahora. Ya vamos tarde.

Quee Lee acarició el brazo de Washen.

—Quizá tenga razón —le dijo con preocupación maternal—. No deberías hacerlo.

Se dirigían de uno en uno a la orilla de grava.

—Asegúrate de que estás satisfecho con todo —ordenó Washen a su hijo—. Rápido.

Locke asintió con gesto grave y saltó al coche que flotaba.

—Necesitamos un cebo, y necesitamos que sea convincente —recordó Washen a todos—. Delicioso y de peso. ¿Qué otra cosa podemos ofrecer más que a mí misma?

No habló nadie.

—¿Qué pasa con Miocene? —preguntó.

—Recibió tu invitación hace veintitrés minutos —le informó Pamir—. Todavía no hemos visto ningún movimiento que pueda ser ella. Pero es un viaje largo y sin planear, y dado que va a temer una emboscada, no espero que venga demasiado rápido ni que siga ninguna de las rutas fáciles.

Un estremecimiento inmenso hizo retumbar todo el cuerpo de la nave.

—El más grande hasta ahora —fue la valoración de Perri.

Hacía cinco minutos que se habían bajado los escudos.

—¿Cuál es la explicación oficial? —preguntó Washen.

—Los rémoras son unos hijos de puta —dijo Pamir—. En la versión oficial están demostrando ser enemigos de la nave, y dentro de unos diez, veinte o cincuenta minutos se harán las reparaciones necesarias, se restaurarán los escudos y en menos de un día hasta el último cabrón estará muerto.

Bum, y luego un segundo y repentino bum.

—Todo está listo —gritó Locke desde dentro del coche.

Washen saltó al interior, se detuvo un momento y respiró inquieta. Estaba nerviosa, y le llevó un momento darse cuenta del porqué. No, no porque fuera el cebo. La tormenta de su corazón no tenía nada que ver con ningún peligro. En plena paz se sentiría igual. Volvía a Médula después de más de un siglo de ausencia. Volvía a casa, y eso ya era inmenso por derecho propio.

Se despidió con un gesto de Quee Lee y su marido.

Luego, la puerta de acero se cerró con un tirón y con voz apresurada, impropia, le gritó a Pamir:

—Gracias por estos días.

El sistema de seguridad rebelde era meticuloso. Impecable.

Y desde luego no estaba en absoluto preparado para una invasión de solo dos personas: una famosa capitana fallecida y su hijo, más famoso incluso que ella.

—Ha estado desaparecido —declaró un hombre uniformado que se había quedado mirando a Locke con una mezcla de asombro y confusión—. Hemos estado buscando su cuerpo, señor. Creímos que lo habían matado el primer día.

—La gente comete errores —fue el consejo de Locke.

El hombre de seguridad asintió y luego tropezó con la primera pregunta obvia. Locke la respondió antes de que se hiciera:

—Estaba en una misión. Por insistencia del propio Till. —Hablaba con autoridad e impaciencia. Daba la sensación de que nada podía ser más cierto—. Se suponía que debía recuperar a mi madre. Por cualquier medio, a cualquier coste.

El hombre parecía pequeño dentro de su uniforme oscuro. Le echó un vistazo a la prisionera de ambos.

—Debería pedir instrucciones… —dijo.

—Pídaselas a Till —fue el sano consejo de Locke.

—Ahora —balbució el hombre.

—Esperaré dentro de mi coche —le aseguró uno de los rebeldes más grandes y homenajeados—. Si le parece bien.

El otro no tuvo más alternativa que asentir.

—Sí, señor.

El puesto secundario estaba encaramado a la entrada del túnel de acceso. El tráfico fluía con rapidez en ambas direcciones. Washen vio vehículos gigantes de acero con la forma de todos los alamartillos conocidos. Los vacíos se metían en aquel buche de varios kilómetros de anchura mientras, bajo ellos, aparecían otros que se apresuraban a llevar unidades nuevas a las brechas que iban quedando en las líneas rebeldes.

La carnicería de la guerra era incesante. Y quizá peor para la nave fuera el pánico hinchado, inestable, que se daba entre pasajeros y tripulación.

Washen cerró los ojos y dejó que sus nexos absorbieran las actualizaciones. Chorros cifrados. Imágenes de los ojos y oídos de seguridad. Las avenidas y las plazas públicas se llenaban de pasajeros aterrados y furiosos. Las voces coléricas culpaban a la nueva maestra, y también a la vieja. Además de a los rebeldes. Y a los rémoras. Y a ese enemigo mayor y más aterrador: la simple estupidez. Luego contempló el polvo y los guijarros que caían a un tercio de la velocidad de la luz y destrozaban vehículos rebeldes cuando la tremenda velocidad a la que marchaban se transformaba en una luz brillante y un calor abrasador. Un ejército había cargado contra la trampa desesperada de los rémoras, y estaría muerto dentro de unos momentos. Pero llegaba un nuevo ejército para sustituir lo que se había perdido. Washen abrió los ojos y contempló los alamartillos de acero que se dirigían a la lucha. Y en medio de ese caos de mensajes codificados, órdenes y ruegos desesperados, se perdió una pequeña pregunta. Y se envió una respuesta ficticia pero totalmente creíble, metida dentro de sellos de codificación falsos.

La IA del puesto secundario examinó los sellos, y a causa de un fallo sutil y reciente en sus habilidades cognitivas proclamó:

—Es de Till. Y es auténtico.

Con un alivio palpable, casi atolondrado, el rebelde le dijo a Locke:

—Tiene que llevar a la prisionera a casa, gran señor.

—Gracias —respondió Locke.

Luego sacó el coche del punto de atraque, se hundió en el túnel tras uno de los alamartillos vacíos y aceleró hasta que los vehículos que subían se desdibujaron, convertidos en una sola línea apagada. Médula entera parecía ascender ahora, impaciente por contemplar un universo inmenso y excepcionalmente peligroso.

—Cambios —le había asegurado Locke.

Había descrito a fondo el nuevo Médula, había mostrado el gusto de un buen poeta por la tristeza y la ironía. Washen llegó con ciertas expectativas. Sabía que los dóciles unionistas habían terminado el puente de Miocene, y luego, con los recursos rebeldes, habían mejorado el puente haciendo que fuera posible que se transportaran ejércitos enteros a través de los contrafuertes medio desvanecidos. El antiguo campamento base de los capitanes había albergado a los ingenieros que habían reconstruido a toda prisa el túnel de acceso. La energía y toda la materia prima se había traído del mundo inferior. Unos láseres de potencia fantástica habían ensanchado el viejo túnel, y la propia hiperfibra de la cámara se había rescatado y vuelto a purificar para después recubrir con capas gruesas y rápidas las paredes superiores de hierro sin refinar. Después se trasladaron esos mismos láseres y se cavó un segundo túnel paralelo, apenas lo bastante ancho para instalar conductos de energía y comunicación. Lo llamaron la Espina dorsal. Unía Médula con la nave, convirtiéndolos en uno y lo mismo.

—Desde aquí, todo es trabajo nuestro —mencionó Locke con cierto orgullo.

El túnel se estrechó de repente. Los alamartillos apenas si los esquivaban en medio del vacío silencioso.

—¿Hasta qué punto es fuerte? —inquirió Washen.

—Más de lo que creerías —respondió él casi a la defensiva.

Una vez más Washen cerró los ojos y contempló la guerra. Pero los rebeldes se habían retirado o habían caído, y la mayor parte de los enlaces de los rémoras estaban muertos. No había nada que ver salvo el casco magullado de un color rojo reluciente que irradiaba el calor de los impactos y las batallas, así como el fulgor ensangrentado del sol que pasaba a su lado.

Cerró todos los nexos y mantuvo los ojos cerrados.

En voz baja Locke se identificó ante alguien.

—Necesito paso franco e inmediato a Médula —exigió—. Tengo una prisionera importantísima conmigo.

Y no por primera vez Washen se preguntó: ¿y si…?

Locke se había ofrecido a traerla allí. Solo, sin quejas, la había ayudado a encontrar modos factibles de atravesar los sistemas de seguridad, un viaje que había ido notablemente bien. Lo que la hacía preguntarse si no era una treta. ¿Y si Till le había dicho a su viejo amigo: «quiero que encuentres a tu madre de algún modo. Por los dos. Encuéntrala y tráela a casa, y utiliza los medios que desees. Con mis bendiciones»?

Era posible, sí.

Siempre.

Recordó un día diferente en que había seguido a su hijo al interior de una selva lejana. Entonces Locke obedecía las órdenes de Till. Por improbable que pareciera, ahora podía ser igual. Claro que Locke no había advertido a nadie de la rebelión inminente, ni de los planes de los rémoras para barrenar los escudos de la nave. A menos que también hubieran permitido que ocurrieran esos acontecimientos para servir a algún propósito mayor y más difícil de percibir.

Pensó en ello de nuevo, y una vez más y con una convicción forzada dejó a un lado esa posibilidad.

El alamartillo que llevaban delante estaba frenando.

Locke lo rodeó y luego se zambulló hacia el fondo, todavía invisible.

Quizás adivinó los pensamientos de su madre. O quizá fue el momento, el humor compartido.

—Nunca te lo he contado —comenzó—, ¿verdad? A uno de los favoritos de Miocene se le ocurrió una explicación para los contrafuertes.

—¿A qué favorito?

—Virtud —respondió Locke—. ¿Te lo han presentado?

—Una vez —admitió ella—. Solo un momento.

Su IA se hizo cargo de los mandos y frenó su descenso cuando pasaron al lado de miles de alamartillos vacíos, aparcados a la espera del siguiente cargamento de tropas.

—Ya sabes qué pasa con la hiperbórea —continuó su hijo—. Cómo se refuerzan las uniones domesticando pequeños flujos cuánticos.

—Nunca he llegado a comprender ese concepto —confesó ella.

Loche asintió como si la entendiera. Luego sonrió. Sonrió y se volvió hacia su madre. Su rostro jamás había estado tan triste.

—Según Virtud, estos contrapuerta son esos mismos flujos, pero despojados de la materia normal. Están desnudos, y mientras dispongan de energía son prácticamente eternos.

Si era cierto, pensó Washen, sería la base de otra tecnología fantástica.

Su mente cambió de rumbo.

—¿Qué pensó Miocene de esa hipótesis?

—Que si es verdad —dijo su hijo— sería una herramienta inmensa. Una vez que aprendiéramos a duplicarla, por supuesto.

La capitana esperó un momento y luego preguntó:

—¿Y Till?

Locke no pareció oír la pregunta.

—Virtud estaba preocupado —comentó—. Después de esbozar su especulación les dijo a todos que robar la energía del núcleo de Médula era lo mismo que robarla de los contrafuertes. Podríamos debilitar la maquinaria, y con el tiempo, si no teníamos cuidado, podríamos incluso destruir Médula y la nave.

Washen escuchaba solo en parte.

Su coche pasó por una rápida serie de puertas automáticas y frenó hasta casi detenerse; de repente, el túnel que la rodeaba se abrió y reveló la burbuja inferior de diamante, el puente, grueso e impresionante en el centro, y Médula, visible por todos lados. Creía estar preparada para la oscuridad, pero la sorprendió de todos modos. El mundo entero se había hinchado desde la última vez que estuvo allí y había caído en un atardecer más profundo. Miles de luces resplandecían en su superficie de hierro, cada una de ellas clara y visible a través de una atmósfera cálida, seca.

Médula era una ciudad inmensa, ininterrumpida.

Y a pesar de estar advertida Washen sintió una repentina tristeza.

—Till escuchó las preocupaciones de Virtud —le informó Locke—. Escuchó todas y cada una de ellas, y en todo momento parecieron interesarle. ¿Pero sabes lo que le dijo a ese hombre? ¿Lo que nos dijo a todos?

Su coche obedeció alguna orden inaudible y bajó rumbo al puente, hacia un hueco abierto. A casa.

—¿Qué dijo Till? —murmuró Washen.

—«Esos contrafuertes son demasiado fuertes para que se puedan destruir con tanta facilidad», nos dijo. «Estoy seguro». Luego nos dedicó a todos su sonrisa. Ya sabes cómo sonríe. «Son demasiado fuertes, sin más», repitió. «Sería demasiado fácil. Los constructores no trabajan así…».

48

De la boca que respiraba salió un silbido fuerte e intenso, era obvio que emocionado. —Silencio —gruñó Pamir.

Como si fuera necesario, como si alguien pudiera oírlos allí dentro.

—Aquí viene —dijo el traductor conectado al pecho del tarambana—. Veo a la falsa maestra. Un pequeño disparo y queda eliminada para siempre.

—No —dijo Pamir. Luego dijo a todos—: Esperaremos. Esperad.

Les hablaba a quinientos seres humanos, incluidos siete de los capitanes supervivientes y quizás el doble de tarambanas. Pero era una instalación gigantesca, y la mayor parte estaba muy ocupada atacando el trabajo de última hora con una preparación improvisada y una desesperación profesional. Había que encontrar e inutilizar las trampas. Había que despertar una maquinaria que no había funcionado en miles de millones de años, y hacerlo en secreto. Y las acciones de aquel equipo debían conjugarse con las de otros veinte equipos, cada uno de los cuales accionaba una nota clave, cada uno de los cuales se esforzaba por cumplir un programa que parecía más caprichoso a cada momento de preocupación que pasaba.

Una vez más el tarambana dijo:

—Le voy a disparar.

—Dispárate tú —le soltó Pamir.

Fue un insulto brutal, peligroso; el suicidio era la abominación definitiva.

Pero el alienígena conocía a Pamir desde hacía mucho tiempo y lo respetaba sin mucha alegría. Decidió tragarse el insulto sin hacer ningún comentario. En lugar de eso, un dedo enorme señaló un diminuto nudo de datos que se movía a toda prisa por la tubería de combustible, y con un silbido lento, reflexivo, le dijo al humano:

—Este es el vehículo de la falsa maestra. Lo es. Y con la confusión reinante nadie la echará de menos hasta que sea demasiado tarde. Si me permites…

—¿Que nos expongas?

Las dos bocas se cerraron con fuerza.

Pamir sacudió la cabeza, la indignación mezclada con un cansancio ardiente.

—Miocene no es ninguna imbécil. Disfraza el escáner para hacer que parezca rebelde y luego examina ese coche cuando pase. Ella no estará a bordo. Hasta cuando tiene prisa sabe muy bien lo que hay que hacer.

El alienígena se preparó. Las manos grandes y la mente tenaz enviaron una serie de nítidas instrucciones a los sensores escondidos.

Pamir se agachó para acercarse más a la escotilla de visión; observó los vehículos de acero de los rebeldes que se elevaban y caían al pasar al lado de su escondite. El coche cápsula de Miocene era una mota diminuta de hiperfibra, apenas visible a simple vista, y pasó a su lado en un instante. Esperó unos momentos más.

—¿Qué has visto? —preguntó.

—Una pasajera.

Pamir estuvo a punto de estremecerse. Luego se le ocurrió preguntar:

—¿Qué clase de pasajera?

—Compuesta de luz moldeada —confesó el tarambana—. Una holografía con el aspecto de la falsa maestra.

Un simple asentimiento fue toda la satisfacción que se permitió Pamir. Era probable que Miocene se hubiera deslizado en el interior de uno de los coches de tropas vacíos sin contarle a nadie su paradero, por si acaso sus enemigos la estuvieran esperando por el camino. El silencio satisfecho quedó interrumpido por un trueno profundo y repentino. Desde lejos los humanos y los tarambanas se llamaban los unos a los otros.

—¿Un ataque? —preguntaban—. ¿U otro impacto?

—Un impacto —gritaron varias voces entendidas.

—¿Muy grande?

—¿Muy grave?

Un orondo cometa se había estrellado no lejos de Puerto Erindi, y cuando examinó los primeros datos Pamir supo que había sido un estallido inmenso. Había batido todos los récords. Luchó contra el impulso de llamar a los rémoras, de ordenarle a Orleans, o al que quedara, que volviera a subir los escudos. Pero todavía era muy pronto.

—Seguid trabajando —les dijo a todos, incluido él mismo.

Y se quedó mirando las imágenes robadas mucho más abajo, eligió al azar una de las máquinas de acero y la vio hundirse en la boca del túnel de acceso, pasar a toda velocidad por el puesto secundario en el que se habían detenido Washen y su hijo a la espera de que les dieran permiso antes de desvanecerse en aquellas profundidades imposibles.

De repente, sin aviso alguno, uno de los líderes de equipo le susurró al oído:

—Aquí estamos listos. La válvula grande es nuestra.

Otra voz, el alarde traducido de un ingeniero tarambana, anunció:

—Aquí estamos preparados. En contra de todas las predicciones, sin que nos vieran, y antes de lo previsto.

¡Va a ocurrir!, se permitió pensar Pamir.

Su corazón respondió hinchándose y golpeando con fuerza contra la garganta, su voz a punto de quebrarse cuando le preguntó al alienígena que tenía al lado:

—¿Cómo estamos?

—Cerca —le aseguró el silbido.

El siguiente silbido fue una maldición.

—Mierda de extraño —dijo el tarambana con una rabia instintiva que se elevó antes de derrumbarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Pamir—. No me digas que son las bombas…

—No —dijo su compañero.

Un pulgar grueso, con la uña como una lanza, le mostró uno de los vehículos que subían. Estaba frenando delante de ellos y desplegaba antenas y sólidos láseres. Soldados blindados ya desfilaban hacia el interior de sus cámaras estancas de inyección.

—Mi escáner… —gimió el tarambana.

—O bien es una patrulla rutinaria —sugirió Pamir—, o alguien notó que se estaba desviando su energía.

El alienígena gimió.

—Si he sido yo —dijo— me pego un tiro.

—Bien —dijo Pamir.

Se apartó de la escotilla de visión y de las pantallas, y salió a la pasarela que había contribuido a construir solo un siglo antes. Las personas eran unas motas que casi pasaban desapercibidas en las esquinas más oscuras. Las bombas gigantes parecían estar muy cerca, sumidas en aquella antigua penumbra, y eran de una sencillez engañosa: lustrosas bolas y huevos de hiperfibra que envolvían una maquinaria más inmensa que cualquier corazón, poseedora de una fuerza fantástica y lo bastante duradera para esperar miles de millones de años antes de dar el primer y estruendoso latido.

Era la misma estación de bombeo que los capitanes habían utilizado como refugio. Los rebeldes la habían registrado a conciencia, y con todos los trucos de cualquier capitán habían intentado asegurarla. De vez en cuando enviaban patrullas. Pero el número de soldados era limitado, y había miles de kilómetros de tuberías de combustible suplicando que las vigilaran; y había también una guerra que librar, y siempre tenían demasiada prisa para desmantelar el sofisticado camuflaje que Pamir había ayudado a instalar.

—¿Cuánto falta? —preguntó con un susurro a su equipo.

—Listos —dijeron unos cuantos.

—Pronto —prometieron otros.

Luego volvió a la escotilla y a las pantallas, y calculó cuánto faltaba para que llegaran los rebeldes a estrecharle la mano.

—Listos —dijo otra voz. Y otra.

—Con lo que tenemos ahora podemos hacerlo —comentó el tarambana.

Menos bombas de lo ideal, y no todas las válvulas bajo su control. Pero sí, podían hacerlo. Lo que él había soñado allí arriba, en el apartamento de Quee Lee, y lo que siempre le había parecido resbaladizo como un sueño… era ahora una realidad, de algún modo.

Se abrieron las dos bocas del alienígena y la que respiraba silbó.

—Debemos hacerlo ahora. Eliminar del universo a esos monstruos.

Pamir no dijo nada.

Una vez más miró por la escotilla y contempló el trozo de acero con forma de bicho alineándose para un asalto. Luego le echó un vistazo a una pantalla entrometida. Una chispa brillante marcaba el descenso de otro coche que bajaba muy rápido, sin un ápice de cautela.

—No —dijo Pamir a su aliado. Luego se dirigió a todos los equipos en un radio de mil kilómetros—. Terminad vuestros preparativos. Ahora mismo.

El alienígena lanzó un silbido agudo y furioso; el traductor fue lo bastante diplomático como para no explicar lo que se acababa de decir.

—Estamos esperando —repitió Pamir—. Esperando. —Luego, para sí, por lo bajo, murmuró—: Esta absurda trampa tiene que llenarse un poco más.

49

Se habían pasado casi cinco milenios trepando para alcanzar la libertad. Un alma fuerte logra lo que solo se puede considerar imposible construyendo una sociedad de la nada y luego llegando a su destino como justa recompensa. ¿De qué otra forma podía ver Miocene aquella épica? Y sin embargo, se encontró desandando su ascenso, realizando la desesperada y larga caída en lo que parecía un abrir y cerrar de ojos, la vibración de un corazón, demasiado rápido para sentir siquiera una mínima duda. Y todo porque una colega muerta y lo más parecido a un amiga que tenía le había enviado unas cuantas palabras y le había prometido que se reuniría con ella y le contaría una historia.

Estaba claro que alguien le gastaba una broma.

Miocene comprendió lo obvio al instante, por instinto.

Pero aun así dejó la seguridad de su puesto. Había tomado una decisión. Luego los rémoras derribaron los escudos de la nave y ella comenzó a entender la enorme trampa que podía suponer. Y sin embargo continuó hundiéndose. Capaz de gobernar la nave desde cualquier parte, escupió órdenes, directivas, estímulos feroces y amenazas descaradas para intentar asegurarse de que se aplastara la insurrección en poco tiempo. Luego llegó victoriosa a la cima del nuevo puente, salió del alamartillo vacío y se encaminó al coche que la esperaba. Entonces dudó. Se encontró mirando al otro lado, hacia la superficie gris e hinchada de Médula, aunque solo fuera por un instante.

El agente que estaba de guardia, un hombre de rostro cuadrado llamado Dorado, se acercó y levantó los ojos sonrientes hacia la maestra de la nave. Luego, con voz orgullosa le informó:

—Los envié directamente abajo, señora. Directamente abajo.

Tuvo que preguntarlo.

—¿A quién?

—A Locke y su prisionera —respondió él, y su tono era a la vez interrogativo—. ¿A quién más esperaba?

Miocene no dijo nada.

Muy poco a poco cerró los ojos, pero en su mente todavía veía las luces frías de Médula y su fría superficie de hierro. Las veía mejor con los ojos cerrados. Y lo que sintió, si acaso, fue un alivio infeccioso. Y una alegría nerviosa, infinita.

Si aquello era una emboscada, razonó, entonces Washen era el cebo. Y Miocene se recordó que tampoco ella carecía de recursos: disponía de un poder tremendo y de océanos de experiencia y astucia. Y también de crueldad.

Se revisaron todas las posibilidades una detrás de otra. Después volvió a tomar la misma decisión, con una nueva resolución.

Abrió los ojos y miró a Dorado.

—Bien —dijo sin observar el rostro sonriente, orgulloso y excepcionalmente tonto del guardia.

—Gracias por tu ayuda —dijo Miocene a aquel hombre ferviente.

Después entró en el coche sellado y sin ventanas, se sentó en la primera silla y con una única palabra cayó de nuevo, cada vez más rápido; los cansados y antiguos contrafuertes se introdujeron en la pared y le lamieron la mente, le hicieron sentir, solo durante unos perezosos momentos, una locura maravillosa, deliciosa.

50

La administradora del templo seguía luciendo las largas túnicas grises de su cargo y todavía luchaba contra cualquier fuerza que amenazara con alterar su vida o su día. Se puso en pie y se quedó mirando a los recién llegados con una expresión de horror vacilante. Luego cruzó los brazos y respiró hondo con gesto fiero.

—No —dijo a Washen tras exhalar con un dolor obvio—. Murió como una heroína. ¡Ahora siga muerta!

Washen tuvo que lanzar una carcajada antes de responder.

—He intentado estar muerta. He hecho todo lo que he podido, querida.

Fue Locke el que se adelantó. Se acercó lo suficiente para intimidarla y luego habló con una voz rápida y suave que no dejaba lugar a dudas sobre quién estaba allí al mando.

—Necesitamos una de las cámaras del templo. Nos da igual cuál. Y usted nos traerá en persona a nuestros invitados, y luego se irá. ¿Ha comprendido?

—¿Qué invitados?

—Las tristes almas encerradas dentro de su biblioteca.

Washen dejó escapar una sonrisa.

La mujer abrió la boca para dar forma a su negativa.

Pero Locke no le dio la oportunidad.

—¿O preferiría que le dieran un nuevo destino, querida? Quizá en una de esas heroicas unidades que suben rumbo al casco…

La boca se cerró de golpe.

—¿Hay alguna cámara libre? —preguntó Locke.

—Alfa —admitió la administradora.

—Entonces es allí donde estaremos —respondió él, y con el decoro de un capitán esperó a que su subordinada se diera la vuelta y se escabullera. Fue un paseo corto y revelador hasta la cámara.

Washen estaba preparada para los cambios, pero el mundo exterior, atestado y deshidratado, se quedó en el exterior. Los pasillos estaban casi vacíos e, igual que ella los recordaba, hasta tenían las atrapamoscas de las macetas. Y si bien el aire parecía más seco que antes y era muy probable que fuera purificado, todavía se las arreglaba para apestar a Médula: óxidos, polvo de insectos y metales pesados, por no mencionar un aroma sutil que solo se podía describir con el término «raro».

Un hedor agradable, se descubrió pensando.

Algún feligrés que otro se inclinaba ante Locke y luego miraba boquiabierto a su madre.

Esta observó que todo el mundo parecía igual de delgado, como si estuviera teniendo lugar una hambruna orquestada. Pero al menos todos iban vestidos con ropas sencillas y limpias que no habían fabricado a partir de su propia piel. ¿Restos de la tradición unionista? O quizá las personas hambrientas no se podían curar lo bastante rápido para hacer que mereciera la pena desollarse.

No se permitió preguntar.

De pronto, impaciente, entró en la cámara y su sola presencia hizo que las luces despertasen. El techo abovedado era tal y como ella lo recordaba: fingía ser el cielo, y tras la barandilla de acero pulido la imitación de diamante del puente era muy parecida. Pero el puente era más grueso y fuerte y estaba mejor protegido que en los planos originales de Aasleen. Unos conductos llenaban los dos huecos que luego se fundían con el antiguo campamento base: un hilo blindado apenas visible que se aferraba al cielo curvado durante unos diez kilómetros, y luego volvía a desvanecerse.

La Espina dorsal.

—¿Es una maqueta? —preguntó.

Locke tuvo que alzar los ojos y se tomó un momento para descifrar la pregunta.

—No —admitió—. Es una proyección holográfica. En tiempo real y precisa.

Bien.

Luego miró a Locke, lista para darle otra vez las gracias. Y para felicitarle por todo lo que ya había hecho.

Los interrumpió una nueva voz.

—Es ella —exclamó alguien—. ¡Washen!

La voz de Manka seguida por Manka. Y Saluki. Zale. Kyzkee. Westfall. Aasleen. Luego se quedó mirando a los hermanos. Promesa con Sueño a su lado, como siempre. Los dos avanzaban arrastrando los pies, que nunca llegaban a abandonar el suelo del todo. Las piernas y las caras estaban iguales, solo que más delgadas. Había un escalofrío en su tacto y, tras el escalofrío una calidez desesperada y una felicidad sincera, y después una preocupación reflexiva por si Washen no era real o por si pudiera desvanecerse en cualquier momento.

—Soy real y es posible que me lleven de aquí —admitió.

Más de cien antiguos capitanes la abrazaron o se abrazaron entre sí. Susurros cercanos preguntaron:

—¿Cómo va hoy el motín?

—¿Qué motín? —preguntó Washen.

Aasleen lo entendió. Se echó a reír y estiró la espalda, luego los pliegues de su gastadísimo uniforme.

—Hemos oído rumores. Gruñidos. Advertencias.

—Guardias nuevos, a medio entrenar, han sustituido a nuestros antiguos vigilantes —expuso Manka—. Y a los antiguos tampoco les hacía mucha gracia la perspectiva.

Los rostros se volvieron hacia el puente de diamante y las lejanas imágenes, y durante mucho tiempo nadie pareció capaz de hablar. Luego, Saluki preguntó:

—¿Y Miocene? ¿Goza de salud la nueva maestra, o vamos a ser felices?

Washen estuvo a punto de responder, pero cuando abrió la boca para coger aliento, una nueva voz los llamó desde la entrada:

—Miocene goza de una salud estupenda, querida. Estupenda. Y muchísimas gracias por tan dulce y sentido interés.

La nueva maestra se paseó entre los capitanes.

No parecía preocupada por ninguna amenaza y desde fuera habría parecido que dominaba la situación. Pero Washen conocía a aquella mujer. El rostro hinchado y el cuerpo ocultaban pistas, y el uniforme brillante le proporcionaba una autoridad instantánea y sin esfuerzo. Pero la expresión de los ojos era abierta y obvia. Bailaban y se posaban en Washen, luego volvían a bailar. Rodeada por los otrora leales capitanes, parecía estar decidiendo cuál la golpearía primero. Luego miró más allá de ellos y sus ojos oscuros y fríos contemplaron enemigos que no podían verse desde allí.

—He venido —le dijo a Washen con un tono que parecía controlar a la perfección—. Sola, como pediste. Pero supuse que estaríamos solo nosotras dos, querida.

Durante un cauto momento Washen no dijo nada.

El silencio irritaba a Miocene, y volvió a posar de mala gana los ojos en Washen.

—Querías contarme algo —le dijo con tono gruñón—. Prometiste que «me explicarías la nave» si no recuerdo mal tus palabras.

—«Explicar» —respondió Washen— es quizá demasiado fuerte. Pero al menos puedo ofrecer una nueva hipótesis sobre los orígenes de la nave. —Señaló con un gesto los largos asientos de madera de virtud y se dirigió a sus compañeros—. Sentaos. Todos, por favor. Esta explicación no llevará mucho tiempo, espero. Deseo. Pero teniendo en cuenta lo que quiero contaros, quizás agradezcáis no tener que estar de pie.

Con una mano, Washen sacó el reloj del bolsillo y la tapa se abrió con un roce del dedo. Luego, sin mirarlo, lo volvió a cerrar y tras levantarlo dijo:

—La nave. ¿Qué edad tiene?

Nadie tuvo tiempo de responder.

—La encontramos vacía. La encontramos dirigiéndose como un rayo hacia nosotros procedente de lo que quizá sea la parte más vacía del universo visible. Por supuesto descubrimos pistas sobre su edad, pero son pistas contradictorias, imprecisas. Lo más fáciles creer que hace cuatro, cinco o seis mil millones de años, en alguna galaxia joven y precoz, surgió la vida orgánica inteligente y vivió el tiempo suficiente para construir esta maravilla. Para fabricar la Gran Nave. Luego, una tragedia horrenda, pero imaginable, destruyó a sus constructores. Antes de que pudieran reclamar su creación estaban muertos. Y nosotros no fuimos más que los afortunados que encontramos esta antigua máquina…

Washen hizo una pausa. Luego, en voz baja y rápida añadió:

—No. No, creo que la nave tiene mucho más de seis mil millones de años.

Miocene picó el anzuelo.

—Imposible —declaró—. ¿Cómo vas a explicar lo que sea si te permites tomar en consideración esa bobada?

—Si rastreas su rumbo a través del espacio y el tiempo —la interrumpió Washen—, ves galaxias. Al final. El espacio vacío nos permite ver muy lejos, y son algunas de las motas más antiguas de luz infrarroja que podemos ver. El universo no tenía todavía mil millones de años y los soles ya estaban formándose y detonando, escupiendo los primeros metales sobre un cosmos diminuto, caliente y excepcionalmente joven…

—Demasiado pronto —fue la respuesta de Miocene. Al contrario que la mayor parte del público estaba de pie, y llevada por una mezcla de energía nerviosa y simple ira visceral se acercó a Washen con los puños levantados y lanzando pequeños golpes al aire—. Eso es demasiado pronto, con mucho. ¿Cómo puedes imaginar que la vida inteligente pudo haber evolucionado entonces, en un universo que no tenía nada que ofrecer salvo hidrógeno y helio, y solo rastros finísimos de metales?

—Salvo que no es eso lo que yo propongo —respondió Washen.

El rostro abotargado absorbió las palabras, luego volvió a abrir la boca. Pero Miocene no emitió ningún sonido.

—Piensa en más tiempo incluso —aconsejó Washen. Luego miró a Aasleen, a Promesa y a Sueño—. Locke me lo explicó. En el centro de Médula se crea hidrógeno y antihidrógeno. Cada uno se funde con su propia clase. Y las dos clases de ceniza de helio se funden y se convierten en átomos de carbono. Un proceso que produce las dos clases de hierro, clases que el reactor reúne para luego aniquilarlas a las dos. Y las energías producidas por esta pequeña brujería alimentan los contrafuertes, las industrias rebeldes, y hacen que Médula se expanda y se contraiga como un gran corazón.

—Hemos oído hablar del motor de los contrafuertes —sugirió Aasleen.

Washen asintió y luego dijo:

—Bajo nuestros pies hay una especie de Creación.

Unos cuantos rostros hambrientos asintieron con gesto de complicidad.

Miocene estaba furiosa, pero no dijo nada.

—Siempre hemos aceptado que la nave se talló a partir de un Júpiter normal —continuó Washen—. Y Médula se debió tallar a partir del núcleo de ese Júpiter. Pero creo que en eso nos hemos confundido. Creo que lo entendimos al revés. Imaginad una inteligencia antigua y poderosa. Pero no orgánica. Evoluciona en ese entorno rápido, denso y rico del primer universo. Utiliza el motor que hay bajo nosotros para crear hidrógeno, carbono y hierro. Crea cada uno de los elementos. Nuestra nave pudo haberse construido desde cero. De la nada. Quizás antes de que el universo estuviera lo bastante frío y lo bastante oscuro para que la materia normal se formara sola, alguien construyó este lugar. Un laboratorio. Una forma de asomarse al futuro lejano, muy lejano. Aunque si eso es verdad, me preguntó por qué iban a lanzar estos constructores su imaginativo juguete tan lejos.

La cámara estaba en silencio. Alerta.

—Pistas —dijo Washen—. Están por todas partes, y es de suponer que son obvias. Pero la mente que nos las dejó era extraña, y creo que tenía una prisa horrible.

Levantó la vista para mirar el puente de diamante y respiró hondo.

—Médula. —Luego miró a Aasleen antes de decir—: Es una conjetura. Casi. Pero hay buenas razones para pensar que Médula podría haber sido el primer lugar en el que evolucionó la vida orgánica. Bajo un cielo brillante iluminado por los contrafuertes, en un entorno frío y vacío comparado con el universo que lo rodeaba, nacieron los primeros microbios, que luego evolucionaron hasta convertirse en una amplia serie de organismos complejos. Este lugar solo sirvió de sofisticado escenario en el que los reinos y filos futuros desarrollaron su primera y tentativa existencia.

»Los motores, los tanques de combustible y los hábitats se construyeron más tarde. Lo que se aprendió aquí se aplicó a su diseño. Los humanos encontraron escaleras intactas que esperaban pies humanoides. ¿Por qué? Porque según la investigación de los constructores, era inevitable que la evolución orgánica construyera criaturas como nosotros. Hallamos controles medioambientales listos para regular atmósferas y temperaturas según las fisiologías de nuestros pasajeros. ¿Por qué? Porque los constructores solo podían suponer nuestras necesidades concretas y ansiaban ser útiles.

«¿Recordáis nuestra antigua investigación genética? —preguntó a Promesa y a Sueño—. Las formas de vida de Médula son antiguas. Más diversidad genética que todo lo encontrado en mundos normales. Lo que suele insinuar que este es un lugar muy, muy antiguo…

—¿Y qué pasa con esos primeros humanoides? —preguntó Sueño—. ¿Qué les pasó?

—Se extinguieron —respondió su hermana al instante—. Aquí lo que hace falta son especies pequeñas y muy adaptables. No grandes simios que lo aporrean todo con sus grandes pies.

Aasleen levantó una mano y luego planteó una pregunta:

—No lo entiendo. ¿Por qué construir una máquina tan grande y maravillosa para luego tirarla? Quizá me domine la ingeniera que hay en mí, pero eso me parece un desperdicio mezquino.

Washen balanceó la cadena con el reloj.

—Pistas —dijo de nuevo.

Luego le dio una vuelta al reloj y lo lanzó por el pasillo. Una docena de manos flacas se extendieron sin alcanzarlo, y la brillante cajita de aleación golpeó el suelo con un chasquido duro y resbaló hacia el otro extremo de la cámara, donde se introdujo en las sombras y se perdió de vista.

—No solo lo tiraron, sino que lo lanzaron hacia donde estaban seguros que no iba a chocar con nada durante mucho, mucho tiempo. —Hablaba con lentitud, con certeza y sin prisas—. Lo enviaron a través de un universo en expansión, y se aseguraron de que perforara cada muro de galaxias por donde más fino fuera. No querían que lo encontrara nadie, es obvio. Y si el movimiento de la nave hubiera variado en un trocito nanoscópico, también habría evitado nuestra galaxia. Nos hubiera evitado a nosotros y habría continuado hasta salir del grupo local y entrar en otro reino vacuo, donde pasaría desapercibido durante otros quinientos millones de años.

Hizo una pausa antes de proseguir.

—Los constructores. —Sacudió la cabeza, sonrió y admitió—: Nunca quise creer en ellos. Pero son reales, o al menos lo fueron. Diu percibió de alguna forma una parte de su historia. Y también Till. Igual que todos los rebeldes. Por una cuestión cultural o por una epifanía planeada, los humanos tienen la capacidad de absorber y creer en una historia que es probable que tenga más de quince mil millones de años: la historia de los comienzos de nuestra creación; y a pesar del cojín del tiempo, es una historia que sospecho que todavía es importante. Todavía inmensa. Ahora y siempre, ¡y creo que tenemos que enfrentarnos a ese hecho improbable!

Miocene estaba mirando el suelo, el rostro tenso y sorprendido, los puños caídos a los lados y olvidados.

Un capitán arrastró los pies hacia Washen y le colocó el reloj roto en la mano extendida.

Washen le dio las gracias y esperó a que se sentara de nuevo.

—Si los constructores eran reales —dijo con voz cauta—, entonces tuvieron que existir los inhóspitos. Salvo que yo creo que los rebeldes ven las cosas al revés, en cierto modo. Los inhóspitos no llegaron desde el exterior para intentar robar la Gran Nave. Al menos no según nuestro sentido de la geometría. —Dudó un momento sin llegar a mirar a los capitanes. Luego preguntó—: ¿Para qué se iba a construir una gran máquina y luego se iba a tirar, o lanzarla lo más lejos posible? Porque la máquina tiene un propósito, concreto y terrible. Un propósito que exige aislamiento y distancia, además de la seguridad relativa que acompaña a esas ventajas.

»No puedo saberlo con seguridad, pero yo creo que la nave es una prisión.

»Bajo nosotros, bajo el hierro caliente e incluso bajo el motor de los contrafuertes, vive al menos un inhóspito. Eso creo. Los contrafuertes son sus paredes. Sus barrotes. Médula se hincha y se contrae para alimentar los contrafuertes y mantenerlos en buen estado. Los constructores supusieron que aquellos que primero subieran a la nave serían cautos y meticulosos, y que pronto encontrarían Médula. Que la encontrarían y la descifrarían. Pero los pobres constructores no supusieron, excepto quizá en sus pesadillas, que nuestra especie llegaría aquí y no se daría cuenta de nada, y que luego convertiría la prisión en una nave de pasajeros, un lugar repleto de lujo y pequeñas vidas interminables.

Washen hizo una pausa para respirar.

Durante un buen rato Miocene no dijo nada. Luego, en voz baja y furiosa preguntó:

—¿Has hablado con mis IA?

—¿Qué IA?

—Las viejas eruditas —dijo. Luego levantó los ojos hacia el techo arqueado y admitió—: Una de esas máquinas hizo una predicción parecida. Dijo que la nave es una maqueta del universo. Afirmó que se supone que la expansión refleja el periodo inflacionario del universo, después llega el espacio sin vida y más allá están los espacios vivos…

La mujer sacudió la cabeza y luego lo descartó todo con una sola palabra:

—Coincidencia.

Aasleen preguntó lo obvio:

—Si esto es una cárcel, ¿dónde están los guardias? ¿Los constructores no dejarían algo para vigilarlo todo, y cuando llegara el momento explicárnoslo? Fue Locke el que respondió.

Al lado de su madre, pero un poco más atrás, les recordó a los capitanes:

—Los guardias son maravillosos. Hasta que deciden cambiar de bando.

—El inhóspito está encarcelado —sugirió Washen—, pero creo que puede susurrar entre los barrotes. Si sabéis a lo que me refiero.

Medio centenar de capitanes murmuraron el nombre de Diu. Murmuraron el nombre de Till.

—Ambos se adentraron en las profundidades de Médula —les recordó Washen. Luego miró a su hijo y se mordió el labio inferior antes de añadir su última especulación—: El inhóspito —dijo— no es un constructor que se volviera maligno. Tiene que ser algo completamente diferente.

»Los constructores —explicó con voz atronadora— no podían reformar la entidad ni destruirla. Lo único que podían hacer era encerrarla de momento. Y ahora los constructores se han desvanecido. Han muerto. Pero lo que hay bajo nosotros sigue vivo. Sigue siendo peligroso y poderoso. Lo que me obliga a ser de la opinión de que lo que tenemos aquí, lo que nuestra estúpida ambición nos ha obligado a reclamar, es una entidad incluso más antigua que los constructores. Incluso más dura. Y después de estar encerrada durante tanto tiempo, creo que podemos suponer con cierta certeza lo que quiere… ¡y que hará lo que sea para lograr sus fines!

51

Las cámaras estancas de inyección chocaron contra la pared con un golpe seco, repentino y suave, y los explosivos nucleares personalizados perforaron la hiperfibra. El rugido quedó acallado por el lamento salvaje de las bombas. Luego vino el destello brusco de color blanco violáceo de los láseres, sin sonido alguno, y Pamir se agachó mientras gritaba al tarambana.

—¡Dispárale al coche!

Pero el cochecito frenó de repente y se escabulló por detrás de uno de los vehículos de tropas vacíos, y dejó que los láseres de la nave interceptaran la rociada de diminutos misiles nucleares mientras su cuerpo de insecto absorbía la furia de todos los láseres actualizados y microondas que podía dirigirle el tarambana. El acero se convirtió en escoria y la escoria explotó convertida en una fiera lluvia al rojo vivo. Entonces el coche volvió a acelerar y pasó por la estación de bombeo a la velocidad del rayo. Desapareció.

El tarambana no dijo nada sobre su pésima puntería.

—Mierda —gruñó Pamir y se volvió hacia su compañero, pero no encontró a nadie. Donde debería haber estado el alienígena había una nube de gas incandescente y ceniza que flotaba con una tranquilidad engañosa. La pasarela se había fundido. Un estallido fortuito proveniente de la parte inferior, o lo habrían matado a él también. Pamir giró en redondo y corrió al tubo del ascensor más cercano. Su láser intentaba localizarlo, su nexo más seguro se despertaba, sus órdenes rápidas se envolvían en el fondo de un código y se lanzaban a chorro a todos los equipos y todas las IA.

—Inundad a los hijos de puta —rugió Pamir.

Luego saltó al tubo. Un guante ascensor lo agarró y lo subió a toda prisa. Se movía demasiado rápido para que pudiera mantenerse en pie. Como si lo sometieran a una paliza salvaje, Pamir cayó de rodillas, luego sobre el vientre dolorido, y mientras yacía inmóvil sobre el suelo acolchado se le ocurrió que el lamento de las bombas había cambiado. Una pulsación profunda, poderosa, se elevó hacia él cuando el hidrógeno líquido pasó por las codiciosas bocas y adquirió una velocidad tremenda, un río rápido nacido en un instante, más inmenso que cualquier Amazonas, furioso, justo, fabuloso.

Un equipo de tarambanas había cerrado la válvula gigante.

Una columna de hidrógeno congelado y presurizado chocó contra la válvula y la enorme tubería de combustible se estremeció, tembló y aguantó.

El hidrógeno giró y el vórtice barrió medio centenar de alamartillos. Al chocar contra las paredes y la válvula, el frío hizo pedazos los cascos de aleación. Las astillas y la carnicería se fueron deteniendo a medida que el estanque se agrandaba, para después depositarse en el fondo como un sedimento fino, resignado.

En el puesto secundario, el sentido de la responsabilidad evitó el pánico. El oficial de más rango (el mismo oficial que le había permitido el paso a Washen) llamó a Till. A Miocene. Ambos estaban abajo, en alguna parte, y corrían peligro. Calculó la velocidad de la corriente, sugirió simulaciones informáticas de la inundación inminente, y con voz asustada, afligida, mencionó:

—Quizá, señor, señora, deberían cerrar el túnel. Salvar Médula.

Al principio Miocene no respondió. Till sí. Con voz tranquila, casi indiferente, les dijo a todos los que estaban bajo sus órdenes:

—El túnel sigue abierto. Ahora y siempre.

—Ahora, pero no siempre —gruñó el agente.

—Si puedes —le aconsejó Till—, sálvate tú. ¡Si no, besaré tu alma cuando renazcas!

El agente se enderezó, e incapaz de imaginar solución alguna, permaneció al lado de una ventana cercana. Apareció un alamartillo.

Era la misma nave que había atacado el baluarte enemigo, las cámaras estancas desplegadas, luego rotas en mil pedazos, el caparazón gris lanzado contra la pared contraria y luego hundido contra uno de los edificios del puesto secundario. Hubo una vibración momentánea y después un agudo estallido. Sorprendido, el agente se dio cuenta de que fuera se había formado una atmósfera, el combustible de hidrógeno se había evaporado y se había formado un viento fuerte y repentino que casi podía sentir; apoyó una mano en la ventana de diamante cuando el viento se convirtió primero en huracán, y luego en algo mucho peor.

—Pero si nadie cierra el túnel, y si esta inundación llega a mi casa…

Era obvio que Till no entendía el problema. Por un canal diferente, aquel hombre llamó a Miocene. Y con la esperanza de que estuviera escuchando se lo volvió a explicar todo, dejando que el pánico se filtrara en su voz.

Fuera, el torrente empeoraba. El hidrógeno había llenado la tubería de combustible hasta el puesto secundario, y los primeros dedos de líquido atravesaban disparados los edificios y se elevaban a toda prisa hasta convertirse en una pared que lo barría todo en todas direcciones, que tiraba de las estructuras blindadas y de las asustadas almitas de su interior y las arrancaba.

—Mierda —dijo el agente—. No era así como tenía que ser.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Miocene? —susurró el hombre—. Nada. Estoy esperando.

—No entiendo… ¡Qué!

—Señora —dijo el hombre y se volvió, lo bastante confuso para pensar que quizá la maestra se encontraba a su lado. Pero solo una voz conocida en su nexo.

—¡¿Qué, qué, qué estás haciendo?! —chilló Miocene.

—Nada en absoluto —le aseguró el hombre.

Y de nuevo tocó la ventana y sintió el frío brutal. Hubo un crujido suave, casi intrascendente, en algún sitio cercano. Cerró los ojos, y hubo algo en aquel último, sencillo y antiguo acto reflejo que le dio fuerzas para mantenerse en su sitio.

52

—¡¿Que, qué, qué estás haciendo?!

La pregunta salió como un rugido de todas y cada una de las bocas de Miocene, se extendió por todos los nexos y luego explotó en la piel, la saliva y la boca con dientes de cerámica dentro del Gran Templo. Sus palabras se transmitieron por la recién terminada espina dorsal y luego se amplificaron; los pasajeros y la tripulación escucharon horrorizados y asombrados: la nueva maestra de la nave parecía pedirles a todos y cada uno de aquellos imbéciles encogidos que explicase lo que estaba haciendo.

Respondieron miles de millones.

En susurros y gruñidos, ventosidades, canciones y gritos violentos le dijeron a la maestra que estaban asustados y hartos de sentirse así, y que cuándo conseguiría que los escudos funcionasen de nuevo y que cuándo podrían recuperar su vida.

Miocene no escuchó nada.

Unos ojos salvajes se quedaron mirando a los capitanes, y a Washen y a su hijo traidor. Pero la única cara que Miocene podía ver bajaba a toda velocidad por el túnel de acceso y comenzaba a acercarse al puente. Con una sonrisa extraña, casi avergonzada, Till se encontró con la mirada de su madre y levantó la vista para inspeccionar uno de los ojos de seguridad del coche.

—Creo que lo entiende… por fin —comentó a su compañero.

Virtud se encogió como si esperara que lo golpearan.

—No tenía alternativa, señora —dijo desesperado—. Amor mío…

Miocene huyó del coche que caía.

Al volver al Templo para reunirse otra vez con los capitanes, su boca más antigua tomó una profunda e inútil bocanada de aire antes de declarar: —He sido una idiota.

Washen estuvo a punto de hablar, luego pareció pensárselo mejor. Aasleen intentó consolar a la maestra.

—No podríamos haberlo imaginado, ni mucho menos creerlo. —Sus dedos finos y negros se acariciaban los labios asombrados—. Suponiendo que de verdad exista eso del inhóspito y que la nave sea su prisión…

Miocene se rodeó con los brazos.

—No. No. No me lo creo. No.

¿Cuánto tiempo llevaban las lágrimas recorriéndole la cara? Washen miró a los otros capitanes y habló con tono práctico y alentador.

—Era una trampa. Quizás haya un inhóspito bajo nosotros, quizá no. Pero hay criaturas llamadas rebeldes que han tomado mi nave, y quiero que eso termine. Ya.

En términos claros y concisos describió el río de hidrógeno que caía hacia ellos y calculó el momento en el que la gravedad llevaría el río hasta allí. Como era lógico, el campamento base que tenían sobre su cabeza quedaría borrado. Y la burbuja de diamante. Y el puente. Luego, aquel líquido frío se convertiría en una lluvia horrenda, la electricidad estática o la vela olvidada de alguien prendería un gran incendio. El oxígeno de Médula intentaría consumir la inundación y transformar el hidrógeno en agua dulce y un calor fiero. Pero el tanque de combustible era inmenso, y con el tiempo no quedaría más oxígeno. Al final, la lluvia helada caería sin trabas sobre las cenizas, el hierro y los muertos, y la civilización rebelde estaría muerta…

—Solo hay otra alternativa. O dos. —añadió Washen tras una pausa. Miró de nuevo a Miocene y sintió la confianza suficiente para enfurecerse—. Tu rendición absoluta —le sugirió—. O supongo que, si puedes, podrías darle unas patadas a la pared del túnel de acceso, unas buenas patadas, derrumbarlo, destruir la Espina dorsal y hundirlo todo antes de que nos alcance la inundación.

Un placer perverso se adueñó de Miocene.

Seguía sollozando, todavía era desgraciada. Pero al tiempo que empujaba las lágrimas por su rostro hinchado y desconocido, sintió que se formaba una sonrisa.

—Eres lista, sí —dijo a Washen con una alegría fría y horrible—. Ya veo cómo robaste esas bombas y esas válvulas. Yo no podría recuperarlas. No con tiempo suficiente, lo más seguro. Pero cuando levanto los ojos y miro esas bombas, ¿sabes qué más veo? ¿Sabes lo que está pasando ahí arriba?

—¿Qué?—preguntó Washen.

Miocene estableció un enlace con la proyección holográfica de la nave y se lo enseñó a todos. En un instante, tras una orden silenciosa, los capitanes se encontraron dentro de una burbuja de observación de la parte posterior de la nave, rodeados por unas imponentes toberas de cohete que no hacían nada. Salvo por la pronunciada, casi perezosa inclinación de cada una de ellas, parecían de lo más normales. Pero en el mismo momento en que una decena de voces pedía explicaciones, surgieron de ellas fuegos lo bastante grandes para asar mundos enteros, penachos de gas y luz que lanzaban hacia las estrellas.

Todas las toberas se estaban encendiendo.

Ni uno solo de los capitanes recordaba un día en el que se hubieran necesitado todos los motores; asombrados y confusos, pidieron una explicación.

—Es mi hijo —confesó Miocene.

De nuevo se abrazó con fuerza, manos coléricas que tiraban de su piel hinchada e inútil, que tiraban hasta que los vasos estallaban y la sangre fluía bajo sus duras uñas.

—Cuando realizamos esa última y pequeña aceleración, creí que era yo la que controlaba los motores —murmuró—. Y Till me dejó creer lo que quise creer…

Washen se acercó lo suficiente para tocarla y habló con voz áspera.

—Me da igual Till. Quiero saber… ¡por qué está disparando los motores ahora precisamente!

Miocene se echó a reír, sollozó y lanzó otra carcajada aún más fuerte. Entonces Washen se pasó las largas manos por el pelo oscuro y con las mismas palabras de todo piloto a punto de estrellarse, susurró:

—Oh, mierda.

53

Un escalofrío brutal agarró a Washen por la garganta y el vientre, y durante un fugaz instante la mujer se encontró esperando la llegada del pánico. El suyo y el de todos. Pero aquello era demasiado enorme, y los golpeó con excesiva brusquedad. Entre los capitanes, solo Miocene parecía capaz de sentir el dolor con la angustia adecuada: se derrumbó sobre el suelo de acero y se arañó el grueso cuello con las manos mientras sollozaba, de forma incoherente al principio, luego murmurando para sí con una confianza sólida e inesperada.

—Esta es mi catástrofe. Mía. El universo jamás me olvidará, ni me perdonará. Nunca.

—Ya está bien —gruñó Washen.

Los capitanes susurraron entre sí y luego gimieron por lo bajo. Washen tiró de las manos y el pelo de la mujer y obligó a aquellos ojos angustiados a mirarla. Luego, con el tono más enérgico que fue capaz de lograr, dijo:

—Enséñanoslo. Lo que está pasando, con exactitud. Enséñanoslo ahora.

Miocene cerró los ojos.

Los capitanes se encontraron de pie en la cara delantera de la nave, mirando un sol rojo y senil. Parecía muy grande, y tan cercano que resultaba aterrador. Pero aún les quedaban por cruzar varios miles de millones de kilómetros. Auna tercera parte de la velocidad de la luz el viaje llevaría quince horas, y según los rigurosos planes trazados siglos antes, evitarían la cálida atmósfera de ese sol por unos cómodos cincuenta millones de kilómetros.

Con cada segundo que pasaba iba cambiando su rumbo. Iba mutando, y de una forma muy peligrosa.

—Si los motores siguen funcionando… —dijo Miocene con los ojos todavía bien cerrados.

La imagen saltó quince horas. La nave se zambulló en el ribete exterior del sol, un plasma cálido, más fino que la mayor parte de los vacíos respetables. El casco podía absorber tanto el calor como un trillón de pequeños impactos. Pero la simple fricción tenía que alterar la velocidad de la nave todavía más, y en otro abrir y cerrar de ojos los capitanes se encontraron cayendo hacia el compañero, diminuto e inmensamente denso, del moribundo sol, cuya descomunal gravedad retorcía el casco hasta que se partía en pedazos y las antiguas tripas de la nave quedaban esparcidas y convertidas en un disco de aumento caliente, cada bulto y cada partícula destinada a caer en esa gran nada negra y a dejar el universo para siempre.

—¡No, no, no! —exclamó Locke.

—¿Y el inhóspito? —preguntaron decenas de voces.

Con una voz llena de dudas, Aasleen sugirió:

—Quedaría destruido, quizá.

Pero los agujeros negros ya existían en el primer universo, creados por torbellinos y remolinos de plasmas hiperdensos. Washen se lo recordó a todos.

—Los constructores podrían haberlo hecho. Pero sabían que era lo mejor, y lo que hicieron, por la razón que fuera, fue lanzar la nave hacia donde había muy pocos agujeros negros, si es que había alguno.

Se disolvió la imagen que tenían sobre su cabeza y el templo volvió a rodearlos.

Washen echó un vistazo al techo alto y al campamento base. Luego se quedó mirando a Miocene.

—¿Estás segura de que no puedes detener los motores? —preguntó en voz baja.

—¿Qué cojones crees que estoy haciendo? —replicó Miocene llena de cólera—. Estoy intentando detenerlos en este mismo momento. ¡Pero los motores no me conocen y no puedo cortar el dominio que ejerce Till sobre ellos!

—¿Entonces por qué se dirige hacia aquí? —Silencio—. Si no hay nada que podamos hacer, ¿por qué no se acurruca Till cerca de los motores y espera?

El rostro lloroso de la mujer se calmó.

Reflexionaba.

Después de un largo momento se adueñó de ella el asombro.

—Porque no es mi hijo —balbució—. Por supuesto. No es él quien está controlando los motores.

El inhóspito, comprendió Washen. ¡Tras estar prisionero durante quince mil millones de años, claro que querrías el timón en este momento clave, perfecto!

Miocene alzó los ojos hacia el puente de diamante, la burbuja y la Espina dorsal. La Espina permitía que algo que residía en las profundidades de Médula diera órdenes como un capitán, y cuando aceptó esa imposibilidad preguntó:

—Si puedo derribar el puente, Washen, cortar la conexión con Médula, ¿crees que tú y tus aliados podríais sabotear la suficiente maquinaria a la velocidad suficiente para salvarnos?

—No lo sé —empezó a decir Washen.

Se oyó y sintió un golpe sordo y brusco, casi suave, y el suelo de acero se movió lo suficiente para hacer que todos se miraran los pies.

—¿Qué has hecho? —preguntó Locke.

Miocene se levantó con gesto majestuoso y cansado, y parpadeó unas cuantas veces los ojos enrojecidos.

—La batería que controla los terremotos —dijo—. Es un sistema antiguo y siempre ha sido mío. No podrían robármelo sin que yo sintiera los húmedos dedos del ladrón.

Un segundo temblor atravesó el templo.

Miocene sonrió ante su propia y malvada astucia, casi infinita, y anunció:

—El hierro está cansado de dormir, creo. Y no creo que tengamos tanto tiempo.

Una palabra y una mirada furiosa les proporcionaron a los capitanes todos los ascensores disponibles, y todos los coches del puente, vacíos o llenos, comenzaron a caer de inmediato hacia el templo.

—¿Sabía que la batería ha fallado?—chilló la administradora—. ¿Que la placa de la ciudad ya se ha movido cinco metros?

Miocene lo pensó un momento.

—Lo sé. Sí —dijo.

—¿Pongo al personal clave en los coches para salvarlo?

La mujer se refería a sí misma, como es natural.

—Sí —respondió Miocene, indiferente y tranquila—. Por supuesto. Pero permanezca aquí hasta que los demás puedan reunirse. ¿Comprendido?

—Sí, señora. Sí…

Subieron al coche más grande. Washen se sentó entre Miocene y Locke e inspiró profundamente antes de que el coche saltara hacia las alturas y la velocidad la estrujara hasta dejarla sin aire. Después, el puente entero se lanzó hacia un lado. Las paredes del coche arañaron el tubo. Alguien profirió un grito y Washen se dio cuenta de que era su propia voz. Había gritado. Locke estiró la mano inmensa contra la aceleración y encontró la fuerza necesaria para depositarla sobre la de su madre, mientras con voz triste y sólida le decía:

—Incluso si morimos, podríamos ganar.

—No es suficiente —respondió ella—. Para nada.

El puente corcoveó de nuevo y rodó bajo ellos. Miocene emitió un sonido, susurraba a alguien en voz baja.

Washen dejó caer la cabeza hacia un lado. Pero no, esa vieja zorra no le hablaba a ella. Estaba murmurándole a alguien que solo ella podía ver, el rostro tranquilo y sereno, y por extraño y escalofriante que fuera, feliz.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Washen.

Pero entonces entraron en los contrafuertes y se volvieron locos; el coche se vio empujado y pateado, y un chirrido irreal eclipsó aullidos y maldiciones. Las sacudidas retorcieron el tubo que rodeaba al coche, frenaron y casi se detuvieron por completo antes de que algún sistema auxiliar encontrara la fuerza necesaria para llevarlos hasta la cima.

Las puertas se abrieron con un siseo suave y decepcionante.

Los capitanes vomitaron bilis y se soltaron, y cuando se pusieron en pie vomitaron aire con olor a bilis. Todo el mundo salió tambaleante a la plataforma abierta de diamante, a la luz gris y tenue del campamento base casi desierto.

Había dos hombres de pie, esperando. Virtud sollozaba sin dignidad ni la menor compostura. Till, en perfecto contraste, se había quedado mirando a Miocene; su expresión se hizo aún más fría.

—No te das cuenta de lo que has hecho, madre —comentó—. En absoluto.

—Lo que estoy haciendo —respondió Miocene— es salvar la nave. Mi nave. Que es lo único que importa. ¡Mi nave!

El rostro juvenil se puso rígido.

Después se suavizó.

El puente crujió bajo ellos y tiró; la plataforma se hundió un metro entero antes de contenerse.

Washen miró abajo. Lo que a primera vista parecían nubes de lluvia eran columnas de humo que ondeaban, innumerables incendios provocados por terremotos brutales, interminables, que atravesaban la gruesa corteza y hacían pedazos la placa de hierro por cada punto débil que encontraban.

Volvió a levantar la vista. Una mano reconfortante se posó en el hombro de Virtud.

—Al coche —dijo Till. Dio un suave empujón—. Si así lo deseas, Locke, tú también puedes volver con nosotros.

Locke enderezó la espalda y no respondió.

—Entonces muere aquí —fue el pronunciamiento de Till—. Con el resto…

Miocene levantó una mano.

Metido en aquella masa hinchada de carne, nexos y hueso había un pequeño láser. Parecía insustancial. Peor que inútil. Casi patético. Pero Washen sabía que podía incinerar a un hombre con un destello moldeado, y que no quedaría nada. Y sabía por la cara de Miocene que tenía intención de matar a su hijo.

Nunca se hizo ese disparo.

Cayó de arriba otro rayo de luz que le evaporó el arma y la mano. Pero en lugar de sorpresa o dolor, a Miocene parecía embargarla un poder salvaje e indestructible. Se inclinó hacia delante, chilló y se impulsó con las piernas su nuevo volumen. Chocó contra su hijo justo cuando el puente se retorcía de nuevo. Una puñalada de luz violeta borró la pierna que Miocene había dejado atrás.

Washen se tiró al suelo.

Después miró hacia arriba.

Vio al soldado rebelde. Dorado, ¿no? Lo vio de pie sobre una pasarela elevada, apuntando el gran láser con calma profesional. Estallidos resueltos, demasiado rápidos para poderlos contar. Luego volvió la vista atrás y miró a Miocene, vio gemir a aquella mujer que se desvanecía en jirones de sangre hervida y ceniza al rojo vivo.

Moribunda, se aferró a su hijo.

A punto de morir, todavía consiguió murmurar el nombre de su hijo con voz desesperada. Blanda al final. Condenada y arrepentida.

—Por favor… —susurró con la boca ardiendo. Y luego nada.

Un último estallido quirúrgico de luz borró la cabeza y la gorra espejada de la maestra, y ya demasiado tarde, solo medio segundo, su hijo se volvió y vio caer al coche y su único ocupante sin el menor aviso previo.

La maquinaria del puente estaba fallando. Un modo seguro lanzó a Virtud hacia abajo para intentar salvar el valioso vehículo. Miocene había retrasado a su hijo justo el tiempo suficiente. Washen se quedó mirando a Till, y ante sus ojos se reflejó un pensamiento imposible en aquel atractivo rostro. ¿Cómo era posible que pasara aquello? ¿A qué gran propósito servía? Con una voz que no era la suya, Till preguntó:

—¿Y ahora qué hago?

Si hubo una respuesta, Washen no la oyó.

Pero algo debió de oírse, o al menos pensarse, porque sin dudarlo un instante Till se lanzó por la puerta abierta y un momento después la puerta se cerró; el puente se sacudió hacia un lado una última vez, y tanto él como la Espina dorsal se hicieron pedazos justo debajo de la burbuja de diamante del campamento, y se desplomaron de lado hacia la superficie en llamas de Médula.

El hidrógeno líquido terminaría cayendo.

Los capitanes hablaron de hacer planes. De refugiarse en algún sitio o quizá encontrar un coche que pudiera sobrevivir a la tormenta. Pero Washen no tomó parte en aquella sesión, estaba muy ocupada sentándose con las piernas cruzadas, sin observar nada salvo el giro lento y paciente de las manecillas de su reloj.

Aasleen pensó que estaba loca.

De nuevo, para sí, Locke habló sin problemas sobre el abrazo de la muerte. Promesa, y luego Sueño, intentaron dar las gracias a Washen por sacarlos de Médula.

—Pensamos que jamás volveríamos a estar en ningún otro sitio —confesaron—. Y tú hiciste todo lo que pudiste.

Hasta Dorado se reunió con ellos, les ofreció su arma cuando se rindió y después se pasó los minutos siguientes viendo cómo hervía y explotaba Médula.

Washen cerró por fin el reloj.

Con gesto importante e indiferente, se puso en pie.

Todos la miraron cuando salió al espacio abierto y alzó los ojos. ¿Pero no era demasiado pronto para la lluvia fría? Luego la vieron saludar a algo que había arriba, y todos los capitanes y los dos rebeldes levantaron juntos la cabeza y contemplaron asombrados y en silencio una flota de navíos con forma de ballena que comenzaban a frenar, preparándose para un aterrizaje difícil.

Pamir fue el primero en salir.

Lo siguieron Perri y diez tarambanas armados.

Aasleen reconoció de inmediato el rostro escarpado de Pamir, se echó a reír y dijo:

—¿Qué es esto? ¿No sabes que se acerca una inundación?

Pamir enarcó las cejas y esbozó una amplia sonrisa. Luego contempló Médula, la primera vez que le echaba un buen vistazo.

—Ah, ya he desconectado esa inundación —comentó con tono indiferente—. Hace mucho —dijo—. Un lago de hidrógeno dentro de ese tubo grande y largo de vacío…, bueno, se evapora al caer. Podéis creerme, atravesamos nadando lo que queda de él, y lo más probable es que aquí no lleguen ni dos gotas.

Sueño pareció sentirse insultado y preguntó a Washen:

—¿Y qué pasa con tu amenaza? ¿Lo de enviar la inundación asesina?

—No soy tan cruel —respondió Washen—. Yo no asesino mundos indefensos.

Pamir sacudió la cabeza y rodeó a Washen con un largo brazo para apretarla contra él.

—¿No lo habrías hecho?

—A mí solo me gusta meterme con los mundos de vez en cuando —añadió ella con una sonrisa y una lágrima. Al mismo tiempo, pensaba que en toda su larga y extraña vida jamás se había sentido tan cansada.

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