…Un sueño, dulce como la muerte… Tiempo atravesado, una distancia incalculable… y luego una mancha brillante de luz surgida dé la oscuridad y el frío, y cuya cálida caricia me explicó poco a poco su existencia, me mostró soles, mundos pequeños y torbellinos de gas coloreado y polvo furioso y rugiente.
Una galaxia espiral barrada, eso era.
Poseía tal belleza y majestad que no pude evitar quedarme mirando. Y envuelta en esa majestad, una fragilidad, ignorante e inmensa.
El camino de la galaxia y el mío estaban claros.
No cabía duda, íbamos a chocar.
Mi mirada se encontraría con toda seguridad con muchas más miradas. Lo sabía, igual que había sabido que este día era inevitable. Sin embargo, cuando vi la primera y diminuta máquina que se acercaba a toda velocidad, me sorprendió. ¡Tan pronto! Y sí, la máquina podía verme. Contemplé sus ojos espejados, que se concentraban en mi rostro anciano y lleno de cicatrices. Vi que disparaba cohetes diminutos y se agotaba para pasar más cerca de mí. Luego escupió un mecanismo minúsculo cuya única obligación era colisionar con mi cara, sin duda seguido por una estela de datos y nuevas preguntas. A casi la mitad de la velocidad de la luz nos encontramos. Solo yo sobreviví. Luego, la nave madre pasó a mi lado apresurada volviendo los ojos, contemplando mi cara posterior mientras una parte de mí imaginaba su maravillada sorpresa.
Mi parte trasera está adornada con toberas de cohetes.
Más grandes que mundos, y más antiguos, mis motores están tan fríos y callados como este antiguo universo nuestro.
«Hola», dije.
Sin voz.
«Máquina hermana, hola».
Mi amiga continuó su camino y durante un corto periodo de tiempo volví a quedarme sola. Y fue entonces cuando sentí por primera vez lo profunda que se había hecho mi soledad.
Hice caso omiso de toda prudencia, negué toda obligación y comencé a desear otra visita. ¿Qué daño podía hacer? Un pequeño compañero robótico, transitorio e incompetente… ¿Cómo iba a suponer algún riesgo para mí un simple mecanismo?
Pero no enviaron una simple sonda a saludarme. No, las máquinas llegaron en tropel, flotas enteras. Algunas se suicidaron serenas, hundiéndose en mi cara principal. Otras volaron lo bastante cerca para sentir mi tirón, dibujaron un rizo alrededor de mi parte trasera y disfrutaron de un vistazo cercano y rápido de mis grandes motores. Su forma y diseño básico eran iguales que los de la primera sonda, lo que implicaba un artífice compartido. Tras seguir las trayectorias que habían tomado por el espacio y el tiempo descubrí una reveladora intersección. Un único sol amarillento yacía en el nexo. Habían sido él y sus soles vecinos los que habían engendrado las máquinas. Acepté poco a poco la improbable respuesta: una única especie me había visto antes que todas las demás. Pero estaba claro que aquella galaxia no era un lugar sencillo. A medida que pasaba el tiempo y las distancias intermedias se reducían, llegaron otros mecanismos desde una multitud de lugares. Vi un desfile de máquinas construidas con metales simples y gas esculpido y revestidas de hielo de hidrógeno, y en cientos de miles de soles se oyeron todo tipo de ruidos electromagnéticos, chorros y graznidos suaves, canciones elaboradas y gritos descarados.
«Hola», gritaban las voces. «¿Y quién eres tú, amiga?»
«Quien parezco ser, eso soy»
«Y dinos, amiga, ¿qué significas para nosotros?»
«Solo lo que al parecer significo», les dije. Con mi silencio. «En todos los sentidos, lo que veis en mí es desde luego lo que soy».
Llegaron animales de algún lugar situado entre ese sol amarillento y yo.
Su primer navío era diminuto, sencillo, y de una fragilidad extraordinaria. Una valentía enorme tuvo que traerlos hasta aquí. Las criaturas tuvieron que abandonar la luminosidad de su propia galaxia y en medio del viaje se detuvieron, giraron y emprendieron el regreso a casa; sus pequeños motores empujaron sin parar, igualando mi tremenda velocidad en el momento perfecto. Y luego volvieron a frenar, solo un poco, para permitir que los alcanzara y, tras mantener una distancia cauta e inteligente, convencieron a sus máquinas para que entraran en una órbita útil.
Y ante mi mirada, mil máquinas automatizadas descendieron sobre mí.
Planearon y luego se posaron.
Mis cicatrices y mi trayectoria indicaban mi edad.
No había galaxias a mis espaldas. Ni siquiera una galaxia oscura, a medio nacer, sin importancia. Un vacío que supone unos cuantos obstáculos. Los cometas son escasos, los soles más escasos todavía, ni siquiera abunda el simple polvo. Sin embargo, mi cara principal estaba repleta de cráteres y grietas, lo que para los curiosos animales significaba que yo había recorrido un camino tremendo y que era tan viejo como su mundo natal.
Como mínimo.
«Esta nave está fría», informaron sus máquinas. «Casi con toda claridad dormida, y es muy posible que muerta».
Una nave indigente, en términos más simples.
Entre mi cara principal y la cara posterior se encontraban grandes puertos, vacíos y cerrados, los cerrojos bien pasados. Pero había escotillas y puertas más pequeñas que se podían abrir con un empujón decidido y, después de rogar que les enviaran instrucciones, eso fue lo que hicieron varias máquinas. Abrieron con cuidado puertas que llevaban cerradas casi desde siempre, y tras ellas encontraron corredores que descendían y pulcras escaleras nuevas, muy apropiadas para el paso elegante de las largas piernas de un humanoide.
Los propios animales dieron por fin el último salto, tan pequeño.
No recordaba cuándo habían descendido por última vez unos pies mis escaleras. Pero llegaron los humanos, de dos en dos y de diez en diez, y entraron en mi interior cautos, pero decididos. Al principio utilizaban trajes voluminosos, llevaban armas y hablaban en voz baja por la radio, utilizando códigos elaborados. Pero a medida que se adentraban, el aire se espesó a su alrededor y las pruebas mostraron que quedaba oxígeno y se podía respirar, que había una multitud de sistemas de soporte vital que todavía funcionaban y que convencieron a mis invitados para que se quitaran los cascos, olisquearan el aire una vez y luego respiraran más hondo mientras, como suelen hacer los humanos, sonreían.
La primera voz dijo «hola», y a modo de respuesta solo oyó su propio eco nervioso.
Bajo mi casco blindado había un océano inmenso y frío de piedra engalanado con magníficos corredores y bruscos callejones sin salida, además de salas demasiado inmensas para poder absorberlas con una sola mirada, o incluso una vida entera. La oscuridad era rigurosa, despiadada. Pero cada una de las paredes y techos tenían sus lámparas y holoproyectores; su maquinaria transparente, sencilla, se podía incendiar con toda facilidad; además, había ejércitos de reactores locales que solo esperaban que los sacaran de su sopor para proporcionarles energía.
En lugares pequeños, y luego en otros más grandes, me fueron despertando.
Y sin embargo, yo no tenía voz.
¿Poseía alguna vez la capacidad de hablar?
Quizá no, comprendí. Quizá lo que yo recuerdo como mi voz es en realidad la de otro. ¿Pero la de quién? ¿Y cómo es posible que un lapso de tiempo te pueda robar un conocimiento tan básico y esencial?
La mayor parte de los humanos subieron ahora a bordo de mí.
Con cuidado y cariño los conté. Doce a la cuarta potencia, más unos cuantos más. Que era un número diminuto, casi insignificante, comparado con mi inmensidad.
Pero entonces llegaron más naves, una flota procedente de otros soles, otros mundos humanos. Estos últimos navíos tenían motores más poderosos y eficientes. Y me di cuenta de que, incluso si eran animales, eran capaces de adaptarse con rapidez. Lo que solo podía ser bueno.
¿Pero por qué era bueno?
Con todas mis nuevas energías intenté gritar a mis inocentes compañeros, quería rogarles que me escucharan.
Pero estaba muda.
Salvo el susurro del viento, el crujido de la energía caprichosa en una pared de granito y el estrépito seco de la grava que acompaña a una pisada humana, no pude emitir ningún sonido.
La población humana aumentó doce veces más.
Y durante un corto espacio de tiempo, no cambió nada.
Habían llegado todos los exploradores. Con una eficacia vivificante levantaron un mapa de cada túnel y cada grieta, y a cada uno de ellos le dieron una designación precisa.
Cada una de las grandes salas y cámaras cavernosas fue galardonada con un nombre especial. Se encontraron en mi interior, a muchas profundidades, magníficos mares de agua y amoníaco, metano y silicona. Baterías de maquinaria podían manipular su química y adaptarlos asía una amplia variedad de formas de vida. Como es lógico, los humanos hicieron un experimento, adaptaron uno de los mares de agua, vertieron sales y acidez a su gusto, la temperatura cálida en la superficie y fría debajo; y luego apostaron por la permanencia construyendo una pequeña ciudad con vistas a la costa de cantos negros de aquel mar.
Todo aquello que los humanos descubrieron en mi interior, yo lo descubrí también.
Hasta ese momento, yo jamás había comprendido del todo mi grandeza, ni mi propia belleza, gloriosa y raída.
Quería darlas gracias a mis invitados y no pude. Del mismo modo que no pude hacer que oyeran mis lastimeras advertencias. Pero cada vez estaba más cómoda con mi mutismo. Todo tiene sus razones, y por muy magnífica y gloriosa que sea yo, no soy nada comparada con los sabios que me crearon. ¿Y quién soy yo, una simple máquina, para cuestionar su sabiduría sin límites?
Bajo mis mares líquidos todavía había océanos más grandes de hidrógeno líquido. Combustible para mis motores dormidos, sin duda.
Los humanos aprendieron a reparar mis bombas y reactores gigantes y consiguieron activar uno de los grandes motores, un estallido experimental de plasmas de alta velocidad que resultaron estar más calientes y ser más poderosos de lo esperado.
A esas alturas estábamos metiéndonos en su galaxia.
Llevaba el nombre de unas secreciones maternas, esta Vía Láctea.
Comencé a saborear sus polvos y su débil calidez templó mi vieja piel. Tenía debajo de mí un cuarto de trillón de soles, además de cien trillones de mundos, vivos o no. Salía de la nada para precipitarme sobre el corazón cosmopolita del universo. Decenas de miles de especies habían visto mi llegada y, como es natural, unas cuantas enviaron sus propias y diminutas naves que orbitaron a mi alrededor, a la habitual distancia respetuosa. Luego utilizaron muchas voces para pedir que se les permitiera subir a bordo o para exigir directamente que me entregaran.
Los humanos los rechazaron a todos. Con educación al principio, luego algo menos.
Escuché sus palabras frías y oficiosas sobre el derecho interestelar y el estatus de las naves indigentes. Luego hubo un silencio cauto y calculado.
Uno de los intrusos decidió pasara la acción. Atacó sin previo a viso y convirtió las naves estelares humanas en luz y escombros pulverizados.
Poco preparadas para la guerra, a mayor parte de las especies se retiró sin mucha elegancia. Solo permanecieron allí los más violentos, que desataron sus armas contra mi casco blindado. Pero si puedo soportar el impacto de un gran cometa a una pingüe fracción de la velocidad de la luz, sus bombas de tritio y sus láseres de rayos X no podían hacer nada. Nada. Los humanos, a salvo en mi interior, continuaron con sus vidas sin prestar demasiada atención al bombardeo; siguieron reparando y recalibrando mis viejas entrañas mientras sus enemigos se agotaban contra mi gran cuerpo.
Una tras otra, las naves estelares renunciaron a la lucha y se fueron a casa.
Desesperada por establecer algún derecho, la última especie intentó un aterrizaje por la fuerza. Su capitán se precipitó hacia mi cara principal, entró y salió de los cráteres mientras avanzaba a toda velocidad hacia el puerto más cercano. Fue un acto valiente, atrevido y temerario. Una red de generadores de escudos, láseres y cañones de antimateria aguardaba dentro de profundos búnkeres. En alguna época perdida debieron de funcionar para protegerme de cometas y otros peligros. Igual que había ocurrido con los otros sistemas, los humanos habían descubierto la maquinaría y habían hecho reparaciones. Y con una mezcla de ansia de venganza y piedad, utilizaron los láseres para destruirlos motores y las armas de sus atacantes, y luego convirtieron en prisioneros a los supervivientes.
Después, con un rugido, le gritaron a la Vía Láctea:
«¡Esta nave es nuestra!»
«¡Nuestra!»
«¡Ahora y para siempre! ¡La nave nos pertenece!»
Colocadas sobre una gran roca negra había sillas negras de madera, y sentados en esas sillas, disfrutando del falso sol, estaban la maestra capitana y su personal más próximo, todos ellos vestidos con sus uniformes espejados más elegantes.
—Ahora que hemos ganado —comenzó la maestra—, ¿qué hemos ganado?
Nadie dijo nada.
—Tenemos derecho a gobernar la nave estelar más grande jamás vista — continuó mientras señalaba con un gesto un techo azul, la cálida espuma y la roca basáltica, más cálida todavía—. Pero los gobiernos y corporaciones pagaron la misión que nos trajo aquí, y tampoco es irracional que esperen sacar algún rendimiento de su elevada inversión.
Todos asintieron, y esperaron. Conocían bastante bien a la maestra y sabían que debían guardarse sus opiniones, al menos hasta que ella los mirase y pronunciase sus nombres.
—Esta nave se está moviendo a muchísima velocidad —señaló—. Incluso si pudiéramos rotar ciento ochenta grados y disparar sus motores hasta que se secaran los tanques, seguiríamos moviéndonos demasiado rápido para atracar en cualquier parte. No se puede hacer bailar a veinte masas terráqueas. ¿Verdad?
Silencio.
La maestra adoptó un rostro estrecho, profesional y frío.
—¿Miocene?
—Sí, señora —dijo su ayudante.
—¿Ideas? Lo que sea.
—No podemos detenernos, señora. Pero podríamos utilizarlos motores para regular nuestro rumbo. —Miocene era una mujer alta, en permanente calma. Le echó un vistazo al bloc de comunicaciones que tenía en el regazo y luego alzó sus ojos de color nuez y se encontró con la mirada impaciente de la maestra—. Tenemos una enana blanca delante de nosotros. Una aceleración de tres días a partir de ahora nos llevaría a pasar a corta distancia de ella, hablando en términos relativos, y en lugar de atravesar la galaxia nos haría girar. La nave surcaría el espacio humano y luego continuaría hacia el corazón de la galaxia.
—¿Pero con qué fin?—preguntó la maestra.
—Para darnos más tiempo para estudiar esta tecnología, señora.
Unos cuantos capitanes, sus compañeros, se arriesgaron a mostrar su acuerdo asintiendo. Pero, por alguna razón, la maestra no estaba convencida. Con un agudo crujido de madera se puso en pie, lo que la elevó sobre los más altos de sus subordinados. Durante mucho tiempo no hizo nada. Los dejó mirando mientras ella aguardaba. Luego se giró y se quedó observando el mar abierto, estudiando las olas impulsadas por el viento que rompían contra el basalto. Su mente rápida e incolora intentaba destilar lo mejor de entre todas las posibilidades.
Entre la espuma apareció una ballena.
Era una ballena visón modificada, una especie muy popular en los mundos terraformados, y montada en la silla que cruzaba su amplio lomo oscuro se veía un único retoño: una niña, a juzgar por su constitución y por la risita ahogada por el viento. En voz baja, la maestra preguntó:
—¿De quién es esa niña?
Al terminar la guerra, los capitanes y la tripulación habían producido algún que otro niño, hundiendo así sus raíces aún más en la nave.
Miocene se levantó y entrecerró los ojos para contemplar el agua brillante.
—No estoy segura de quiénes son los padres —admitió—. Pero la niña vive cerca. Estoy segura de que ya la he visto antes.
—Cogedla. Traédmela.
Los capitanes son capitanes porque son capaces de realizar cualquier tarea, y por lo general sin demasiado alboroto. Pero la niña y su ballena resultaron ser bastante difíciles de atrapar. La pequeña hacía caso omiso de las órdenes que recibía a través de los auriculares. Cuando veía que se aproximaba el rayador, lanzaba una ruidosa carcajada y luego hacía que su amiga se hundiera. Las dos utilizaban las agallas hidrolizantes para respirar, y permanecían lejos del alcance de todos durante una hora entera.
Por fin se encontró a uno de los padres, al que convencieron para que persuadiera a su hija para que saliera a la superficie, donde la capturaron y vistieron con una túnica demasiado grande, le secaron el largo cabello negro y se lo ataron antes de acompañarla a la cima de la gran roca.
La maestra se levantó y ofreció a su cautiva su propia y enorme silla. Ella se sentó en un afloramiento de basalto. Su uniforme espejado relucía bajo la luz de la tarde, y su voz era casi tan amable como firme.
—Querida —le preguntó—, ¿por qué montas esa ballena?
—Para pasarlo bien —replicó la muchachita al instante.
—Pero nadar es divertido —le respondió la maestra—. Tú sabes nadar, ¿verdad?
—Mejor que usted, señora. Probablemente.
Cuando la maestra se echó a reír, todos los demás se rieron también. Salvo Miocene, que contemplaba este interrogatorio cada vez con más impaciencia.
—Prefieres montar a nadar —dijo la maestra—. ¿Tengo razón?
—A veces.
—Cuando te aferras a tu amiga, ¿te sientes a salvo?
—Supongo. Claro.
—A salvo. —La palabra era tan importante que hacía falta repetirla. La maestra la dijo una tercera vez, y luego una cuarta. Y luego, una vez más, miró a la niña y sonrió—. Bien. Gracias. Vamos, ya puedes irte a jugar un poco más, querida.
—Sí, señora.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
— Washen.
—Eres una jovencita preciosa. Gracias, Washen.
—¿Por qué?
—Por tu ayuda, por supuesto —ronroneó la maestra—. Ha sido vital, desde luego.
Todos se quedaron pasmados. Los capitanes contemplaron a la niña mientras se alejaba con ese paso cuidado y lento que adoptan los niños cuando saben que los están mirando. Pero antes de que Washen se fuera, Miocene soltó:
—¿Qué significa todo esto, señora?
—Lo sabes muy bien. Los viajes interestelares no son lo que llamaríamos seguros. —Una sonrisa amplia y resplandeciente se extendió por el rostro dorado de la maestra—. Hasta a nuestra nave estelar más grande y resistente puede desintegrarla un fragmento espacial poco más grande que mi puño.
Cierto, por supuesto. Como siempre.
—Pero dentro de esta gran nave la pasajera está perfectamente a salvo. Hoy y siempre está protegida por cientos de kilómetros de hiperfibra de alto grado, y protegida por láseres y escudos, y servida por un cuadro de los mejores capitanes que se puedan encontrar. —La maestra hizo una pausa y por un instante disfrutó del melodrama del momento. Luego habló por encima del rumor de la espuma y anunció—; Vamos a vender pasajes de esta gran nave. Pasajes para un viaje alrededor de la galaxia, un viaje diferente a todos, y daremos la bienvenida a todo aquel cliente acomodado que quiera venir. ¡Humano, alienígena o máquina!
De repente, una ráfaga de viento.
El aire tiró la silla vacía de la maestra.
Una decena de capitanes luchó por el privilegio de levantarla mientras Miocene, más inteligente, prefirió reunirse con la maestra, inclinarse y sonreír mientras decía:
—¡Una idea estupenda, perfecta y maravillosa…, señora!
Washen era una capitana importante.
Alta, como dictaba la moda, con un cuerpo fuerte y sin edad, poseía unos rasgos atractivos que envolvían unos ojos sabios de color chocolate. Se recogía el largo cabello del color de la obsidiana en un sensato moño veteado con apenas las canas suficientes para prestarle autoridad. Transmitía una sensación de seguridad natural y relajada competencia, y con solo una mirada o una palabra discreta daba esa misma seguridad al que lo mereciese. En público lucía su uniforme espejado de capitán con un porte real y un orgullo discreto. Sin embargo, tenía el poco frecuente don de evitar que los demás tuvieran celos de su posición o se sintieran intimidados en su presencia. E incluso más escaso era el talento de Washen para abrazar los instintos y costumbres de las especies alienígenas de verdad, y por eso, a insistencia de la maestra capitana, una de sus responsabilidades era recibir a los pasajeros más extraños y explicarles lo que era la nave y lo que se esperaba de sus entrañables invitados.
Su día, como muchos otros días, comenzó en el fondo de Puerto Beta.
Washen ajustó la inclinación de su gorra y luego levantó la mirada para contemplar cómo bajaba un taxi de un kilómetro de longitud de la cámara estanca. Despojado de los cohetes, los voluminosos tanques de combustible y la amplia proa blindada, el taxi se parecía a una gran aguja. Su casco de hiperfibra relucía bajo las luces brillantes del puerto mientras los oficiales cualificados y sus IA controlaban el descenso con cables finos como cabellos y lo bajaban con la suavidad de un coche cápsula.
Cosa que era un error. A través de un nexo implantado, Washen llamó al jefe de los oficiales.
—Déjenlo caer —les aconsejó—. Ahora mismo.
Un rostro humano y blanco como el hielo hizo una mueca.
—Pero señora…
—Ahora —les exigió—. Déjenlo caer por sí solo.
La palabra de un capitán pesaba mucho más que la cautela de cualquier oficial. Además, el casco del taxi podía absorber maltratos mucho peores, y los dos lo sabían.
Con un profundo crujido, los tentáculos se apartaron.
Durante un instante, la aguja no pareció verse afectada. Luego, la gravedad de la nave (muy superior a la terráquea estándar) se hizo cargo y la bajó de un tirón hacia el punto de atraque que tenía reservado. El impacto fue discordante, pero lo amortiguaron el suelo de hiperfibra y una buena dosis de antirruido. Washen sintió el choque en los dedos de los pies y en las rodillas, y por un momento se permitió sonreír al imaginar la deliciosa sorpresa de los pasajeros.
—Tengo que rellenar un informe de accidentes —gruñó el rostro blanco.
—Desde luego —respondió ella—. Y yo aceptaré toda la culpa que pueda echarme. ¿De acuerdo?
—Gracias, capitán…
—No, gracias.
Washen se acercó con paso tranquilo al punto de atraque y al taxi, momento en el que se desvaneció su sonrisa y la sustituyó una gravedad histriónica muy apropiada para aquel trabajo.
Los pasajeros estaban desembarcando.
«Platijas», los habían llamado.
A primera vista los platijas parecían gruesas alfombras de lana transportadas sobre decenas de piernas fuertes y muy cortas. Procedían de un mundo superterráqueo y estaban acostumbrados a una gravedad cinco veces superior a la del puerto. Como muchas otras especies de mundos parecidos, exigían una atmósfera más cargada y rica que la que encontraban allí. Unos compresores implantados contribuían a facilitar su respiración rápida y superficial. Sus ojos grandes y sorprendentemente humanos estaban enraizados en un extremo del largo cuerpo, y miraban a Washen desde lo que, a falta de un término mejor, era la cabeza.
—Bienvenidos —anunció Washen.
Su traductor emitió un sonido bajo y retumbante.
—Os desprecio a todos y cada uno —bramó. Luego, siguiendo los consejos de los exopsicólogos, se inclinó y miró a los ojos a los recién llegados mientras les recordaba—: Aquí no tenéis ningún estatus. Ninguno. Una sola palabra mía y os aplastarán de la forma más horrible.
La cortesía humana no tenía espacio en aquella sociedad alienígena.
Los platijas (cuyo verdadero nombre era una serie de poéticos tictacs) equiparaban la amabilidad con la intimidad. Y la intimidad solo se concedía a los miembros de la familia, ya fueran carnales o políticos. Los exopsicólogos se mostraron inflexibles. Si Washen no podía intimidar a los platijas, estos se sentirían incómodos, de la misma forma que una humana se sentiría incómoda si se le acercara un desconocido, se refiriera a ella con un apodo cariñoso y luego le plantara un besazo con todas las babas.
—Esta es mi nave —dijo Washen a su público.
Había varios cientos de alienígenas al alcance de sus gritos, con las diminutas orejas alzadas, absorbiendo tanto su voz como el estruendoso retumbo de su traductor.
—Habéis pagado por mi paciencia, además de por un punto de atraque — siguió—. Habéis pagado con nuevas tecnologías que ya hemos recibido, dominado y mejorado.
Largos bigotes se acariciaron entre sí: los alienígenas conversaban por el tacto. Una vez más, la capitana se quedó mirando un par de ojos. De color azul cobalto, sumamente vivos.
—Mis reglas son muy sencillas, monstruito.
Los bigotes se quedaron de repente quietos. Su público contuvo el aliento colectivo.
—Mi nave es la nave —les explicó—. No le hace falta ningún otro nombre. Es extraordinaria y enorme, pero no infinita. Y tampoco está vacía. Cientos de especies comparten sus laberintos con vosotros. Y si no tratáis a vuestros compañeros con absoluto respeto, os desecharemos. Os desalojaremos. Os tiraremos por la borda y os olvidaremos.
Volvieron a respirar, más rápido que nunca.
¿Estaba siguiendo el juego demasiado bien?
Pero en lugar de contenerse, Washen mantuvo la presión.
—Hemos preparado para vosotros una cámara vacía. Tal y como nos rogasteis que hiciéramos. Sellada y presurizada. Con espacio de sobra y abundancia de vuestros asquerosos alimentos. En este nuevo hogar podéis hacer lo que os plazca. A menos que deseéis procrear, cosa que exige mi permiso. Y un nuevo pago. Dado que los hijos son pasajeros, su estatus es negociable. Y si tengo motivos, los tiraré en persona por la borda. ¿Está claro?
Su traductor hizo la pregunta y luego, con una voz suave y asexuada, ofreció una muestra de las respuestas de los alienígenas.
—Sí, señor capitán.
— Por supuesto, mi señor.
—¡Me asustáis, mi señor!
—¿Cuándo termina este espectáculo, madre? ¡Tengo hambre!
Washen sofocó una carcajada. Luego, después de respirar muy rápido también ella, admitió:
—Ha pasado una eternidad desde la última vez que eché a alguien de la nave.
Eran otros capitanes los que hacían las expulsiones. De modo muy humano, como es natural. Unos taxis u otras naves espaciales se llevaban a las especies molestas de vuelta a casa, o quizá, con más probabilidad, a oscuros mundos donde tenían probabilidades más que suficientes de sobrevivir.
—¡Pero no os equivoquéis! —rugió—. Adoro esta nave. Nací aquí y aquí moriré, y en el largo espacio de tiempo que haya entre medias haré todo lo que pueda para proteger sus antiguas salas y nobles piedras de todo y todos los que le muestren algo menos que un respeto absoluto. ¿Me entendéis, pequeños necios?
—Sí, su señoría.
—¡Su deidad!
—¿Pero es que no termina? ¡Tengo las lenguas entumecidas de hambre!
—Ya casi he terminado —respondió Washen a los alienígenas. Y luego, todavía más alto, añadió—: Pero os estaré vigilando. Desde este momento voy a planear sobre vosotros como la Noche Fantasma.
Eso provocó un respetuoso silencio.
La Noche Fantasma era un dios platija, cuyo nombre se traducía por un pequeño y áspero graznido que provocó un escalofrío hasta en la columna de Washen.
Con la altivez que da la práctica, la capitana se giró y se alejó.
La quintaesencia del capitán. Uno de los señores de la galaxia.
Y entonces, durante un intenso momento, Washen fue un monstruo mítico capaz de robar las almas de aquellos que se atrevieran a dormir.
Mucho tiempo atrás, Washen había llegado a esa edad en la que el pasado es demasiado grande para abarcarlo, cuando hasta la memoria más clara y eficiente tiene que desprenderse de pequeños detalles y siglos enteros, y hasta la infancia más querida ha quedado despojada de casi todo y no queda nada salvo una serie de recuerdos fragmentarios y unos cuantos momentos duros como el diamante que ninguna cantidad de tiempo, ni siquiera diez millones de años, pueden llegar a diluir.
A los primeros alienígenas de Washen los llamaron fénix.
Eso fue cuando la nave todavía estaba fuera de la Vía Láctea. Washen era más niña que otra cosa, y sus padres (unos ingenieros que habían subido a bordo de la primera nave espacial) formaban parte del aquel equipo grande y desdichado que diseñó un hábitat para los fénix.
Esos alienígenas no fueron muy bien recibidos. Después de todo, habían intentado conquistar la nave. Fue una invasión inútil pero, en cualquier caso, a la gente le resultó difícil perdonarlos. El padre de Washen, que solía ser caritativo en exceso, afirmó de forma bastante abierta que su trabajo era un desperdicio, peor aún, un crimen.
—Que le den a esas mierdas una catacumba diminuta, agua suficiente y un mínimo de comida, y luego que se olviden de que están ahí. Esa es mi humilde opinión.
Washen no recordaba la opinión concreta de su madre; hasta los primeros prejuicios de Washen se perdieron con el tiempo. Y tampoco recordaba por qué había visitado la prisión por primera vez. ¿Estaba buscando a sus padres? ¿O fue más tarde, después de que terminaran el trabajo y a los jovencitos como ella los atrajera la simple curiosidad?
Fuera cual fuera la razón, lo que aquel día recordaba era el funeral.
Washen jamás había visto la muerte. En su corta y feliz vida, ni un solo humano había muerto a bordo de la nave. Se habían domesticado la edad y las enfermedades, y el cuerpo moderno podía absorber hasta las heridas más horrendas. Si una persona era cauta y formal, no tenía por qué morir. Nunca.
Pero los fénix abrazaban creencias diferentes. Habían evolucionado en un mundo pequeño y caliente. Sus agallas alimentaban un trío de pulmones grandes y de sangre negra, y su metabolismo era rápido y feroz. Allí donde la mayor parte de los alienígenas alados planeaban o se encumbraban, pasivos y eficaces, los fénix eran el equivalente ecológico de peregrinos de tamaño humano. Eran cazadores hábiles y guerreros resueltos que poseían un amplio legado más antiguo que cualquier cultura humana. Sin embargo, a pesar de su abundancia de tecnología avanzada, no estaban de acuerdo con la inmortalidad que la mayor parte de las especies daba por sentada.
Dentro de una boca humana, su nombre era una cadena de notas que no se podía cantar.
El término «fénix» se sacó de un antiguo mito terráqueo. ¿O fue de un mito marciano? En cualquier caso, el nombre no era por completo apropiado. No eran aves, después de todo, y no vivían quinientos años. Los treinta estándar ya era demasiado tiempo para la mayor parte de ellos: los achaques físicos y la senilidad hacían de sus ancianos seres incapaces de volar, de cantar o de la más pequeña dignidad.
A su muerte, se quemaba el cuerpo junto con un nido ceremonial. Pero en lugar de una dulce resurrección, la familia y los amigos llevaban las cenizas frías y blancas hasta lo más alto y luego las liberaban; los vientos y los aleteos propagaban los restos por los confines de su enorme y hermosa celda.
Su hogar no se construyó por simple caridad. La maestra, que, como siempre, veía las cosas a largo plazo, decidió que si la nave debía atraer a pasajeros alienígenas, su tripulación tenía que saber cómo retocar y tergiversar los controles medioambientales de la nave, cómo convertir cavidades sin refinar en alojamientos en los que cualquier tipo de biología se sintiera como en casa. Por eso ordenó a sus mejores ingenieros que lo intentaran. Y eones más tarde, cuando por fin comenzó a entender a la maestra, Washen pudo imaginarse con toda facilidad la impaciencia de la mujer con alguien como su padre, un empleado con talento que se atrevía a quejarse de su trabajo, incapaz de apreciar los beneficios a largo plazo de lo que parecía caridad mal entendida.
El hábitat de los fénix había sido en otro tiempo la botella magnética de alguien.
Podría haber sido un tanque de contención de antimateria, aunque en el mejor de los casos este comentario era una suposición autoritaria y del todo descabellada.
Con cinco kilómetros de diámetro y algo más de veinte de profundidad, la prisión era una columna de aire denso y caliente puntuada por espesas nubes y masas de vegetación flotante. Se habían cultivado y luego adaptado las reservas biológicas de la nave estelar de los fénix. Dado que el tanque original carecía de luces, se construyeron de la nada tragaluces al estilo de la nave, y su luz se sintonizó con las frecuencias adecuadas. Puesto que no había espacio para chorros de aire ni tifones, se acometía el aire con una serie de respiraderos ocultos y unos cuantos trucos de ingeniería más. Y para esconder las altas paredes cilíndricas, una ilusión de nubes infinitas cubría cada superficie, una ilusión lo bastante aceptable para que a los humanos les pareciera real, pero no a los fénix, que volaban demasiado cerca.
Se pretendía que la prisión albergara a los derrotados y a los malvados, pero ambas clases de prisioneros envejecieron pronto y no tardaron en fallecer.
Fue el de uno de esos viejos guerreros el funeral que vio Washen. Aquel día no parecía muy probable, pero se recordaba de pie sobre una plataforma construida contra aquella gran pared redonda, ella y mil humanos más, con las manos aferradas a la barandilla, contemplando las formas aladas que se elevaban hacia ellos y luego subían aún más, volando con una precisión maravillosa y cantando lo bastante alto para que se les oyera por encima del constante silbido del viento.
Cuando dejaron caer las cenizas, los familiares del difunto estaban demasiado lejos para que nadie los viera.
Y la intención había sido esa, sin ninguna duda.
La joven Washen contempló el funeral. Al día siguiente, o quizá fue al año siguiente, hizo una propuesta.
—Podemos dejar libre al resto, ya que los malvados han muerto. Su padre no pensaba lo mismo.
—Por si no te habías dado cuenta, los fénix no son humanos —advirtió a su bondadosa hija—. Estas criaturas tienen un dicho: «heredas la dirección antes que las alas». Lo que significa, cariño mío, que los hijos y los nietos están tan resueltos a masacrarnos como lo estuvieron sus ancestros.
—Si es que no lo están más —añadió la madre con un inesperado tono sombrío.
—Estas criaturas son rencorosas —continuó el padre—. Créeme, saben hacer que sus odios se enconen y crezcan.
—Al contrario que los humanos —dijo su avispada hija.
Ninguno de los dos comentó la ironía de la joven, o quizá ninguno la advirtió.
Si hubo más polémica, su recuerdo se perdió. El cerebro moderno es denso y extraordinariamente duradero, un compuesto de biocerámica, proteínas superconductoras, grasas antiguas y microtúbulos cuánticos. Pero al igual que cualquier cerebro razonable, tiene que simplificar todo lo que aprende. Endereza. Racionaliza. El instinto y la costumbre son sus aliados, e incluso la más sabia de las almas emplea el arte de la extrapolación.
Cuando se concentraba, Washen podía recordar decenas de peleas con sus padres. Los temas infantiles de la libertad y la responsabilidad nunca parecían cambiar, y recordaba lo suficiente sobre sus políticas y personalidades para visualizar pequeñas rabietas y explosiones gigantes, horrendas, ese tipo de vorágines emocionales que hacía que los buenos de los ingenieros se sentaran a oscuras para preguntarse en silencio cómo se habían convertido en unos padres tan horribles e ineficaces.
Para Washen y sus amigos más íntimos, los fénix se convirtieron en una causa, un punto de reunión y una espina de una utilidad extraordinaria.
Había nacido un pequeño y mísero movimiento político. Sus seguidores más valientes, incluida Washen, protestaron públicamente contra la prisión. Sus esfuerzos culminaron en una marcha hacia el puesto de la maestra. Cientos entonaron cánticos sobre la libertad y la decencia. Enarbolaron holopancartas que mostraban unos fénix sin alas y atados con cadenas negras de hierro. Fue un acontecimiento valiente y notable que terminó con una pequeña victoria: unas cuantas y delegaciones reducidas pudieron visitar la prisión con toda libertad, observar las condiciones de primera mano y hablar con los lastimosos alienígenas bajo la cauta mirada de los capitanes.
Fue entonces cuando Washen conoció a su primer alienígena.
Los fénix machos eran siempre hermosos, pero este lo era de una forma excepcional. Lo que pasaba por plumas era de un color dorado brillante ribeteado por el negro más oscuro, y un rostro elegante y eficaz que parecía ser todo ojos y pico. Los ojos eran de un suntuoso color verde cobrizo, brillantes como gemas pulidas. El pico era del vivido color del jade, duro y obviamente afilado. Lo abría cuando cantaba y lo dejaba abierto después, sin cesar un momento de tragar los litros de aire que necesitaba aunque solo fuera para posarse en algún sitio y vivir.
El aparato que llevaba en el pecho traducía su elaborada canción.
—Hola —le dijo a Washen. Luego la llamó «portadora humana de huevos».
Había varios jóvenes humanos en la delegación, pero Washen era su líder. La joven debía seguir el protocolo fénix, así que sorteó todas las preguntas y habló en nombre de los demás, siguiendo una larga lista de temas que habían acordado semanas antes.
—Queremos ayudaros —le aseguró Washen.
Su traductor cantó esas palabras en apenas un instante, si es que llegó a eso.
—Queremos que seáis libres de moveros y vivir donde os plazca a bordo de la nave —les dijo la joven—. Y hasta que eso pueda ocurrir, queremos que vuestra vida aquí sea tan cómoda como sea posible.
El fénix cantó su respuesta.
—A la mierda la comodidad —dijo su caja.
Una profunda inquietud se transmitió por la delegación humana.
—¿Cómo te llamas, portadora humana de huevos?
—Washen.
No había traducción, lo que significaba que era un sonido imposible. Así que el joven fénix tragó un bocado de aire y emitió una nota que salió como «Pluma Nevada».
A Washen le gustó el nombre y así lo dijo. Luego se le ocurrió preguntar:
—¿Cómo te llamas?
—Ejemplo Supremo de Virilidad —respondió él.
Washen se echó a reír, pero solo por un segundo. Luego, en voz baja, con cautela, dijo:
—Viril. ¿Me permites llamarte Viril?
—Sí, Pluma Nevada. Te lo permito. —Luego las plumas que rodeaban el pico de jade se levantaron (una sonrisa fénix, recordó) y la criatura estiró uno de sus largos brazos, dejó atrás el hombro de Washen y con una mano pequeña y fuerte acarició con dulzura, con mucha dulzura, el borde sobresaliente de la enorme ala de la humana.
Todos los presentes en la delegación llevaban correas.
Sus alas se impulsaban con reactores del tamaño de pulgares y las guiaban los músculos del portador y, lo que era más importante, elaborados sensores y reflejos engastados. Durante los siguientes diez días, tiempo humano, iban a vivir entre los fénix como observadores y delegados. Dado que no había parte de la instalación que quedara fuera del alcance de la vigilancia, no existía peligro manifiesto. Por muy espesas que fueran las nubes intermedias o por mucho ruido que hicieran los truenos, los niños no podían hacer nada que no se observara y grabara; cada una de sus bienintencionadas palabras era pronunciada ante un público más amplio y muchísimo más suspicaz.
Quizá fue por eso por lo que Pluma Nevada tomó como amante a Viril.
Fue un acto provocador, desafiante y totalmente público, y la joven solo podía esperar que la noticia se abriera camino hasta sus padres.
O si dejamos a un lado el cinismo, quizá fuera algo parecido al amor, o al menos a la lujuria. Quizá lo provocó el propio alienígena y ese espléndido paisaje de extraños ensueños, y la alegría pura y sensual que se sentía con aquellas poderosas alas, y la sensación del viento deslizándose sobre la piel desnuda.
O podemos negar el amor y dejar la curiosidad como causa primordial.
O se puede dejar a un lado la curiosidad y llamarlo un acto de gran profundidad política provocado por la valentía, o por el idealismo, o por las formas más simples y malvadas de la ingenuidad.
Fuera cual fuera la razón, la joven humana sedujo a Viril.
En la cima de una selva aérea, con la larga espalda apretada contra la piel cálida y lisa de una cámara de aire vegetal, Pluma Nevada le pidió al alienígena una muestra de afecto. La exigió, incluso. Él no tardó en terminar, y tampoco en comenzar de nuevo. Y era incansable: mantenía sobre ella su cuerpo poderoso, cálido como un horno, de una elegancia imposible. Y sin embargo sus geometrías no se engranaban. Al final, fue ella la que le rogó:
—Basta. Para. Déjame descansar, ¿de acuerdo?
Su cuerpo estaba lacerado, y no solo un poco.
Con mirada curiosa, aunque estaba claro que en absoluto inquieta, su amante contempló la sangre que fluía entre sus piernas agotadas, de color carmesí al principio, pero ennegrecida bajo el aire hiperoxigenado. Luego la sangre se coaguló y la piel rasgada comenzó a curarse. Sin cicatrices y con un mínimo de dolor, lo que habría sido una herida mortal en una época anterior se había desvanecido sin más. Jamás había existido.
Viril esbozó una amplia sonrisa, como siempre hacían los fénix, y no dijo nada.
Pluma Nevada quería palabras.
—¿Cuántos años tienes? —estalló. Y cuando no hubo una respuesta, volvió a preguntar. Esta vez más alto—: ¿Cuántos?
Él respondió utilizando el calendario fénix.
Viril tenía algo más de veinte años estándar. Lo que lo convertía en un fénix de mediana edad. Casi ya en la vejez, de hecho.
Pluma Nevada hizo una mueca y luego le dijo a su amante:
—Puedo ayudarte.
Él cantó una respuesta y su traductor preguntó:
—¿De qué modo, ayudar?
—Ayuda médica. Puedo hacer que sustituyan tu ADN por una genética mejor. Que reemplacen tus membranas lípidas con tipos más duraderos, etcétera. —Se sorprendió ella más que él al contárselo—: Las técnicas son complicadas, pero de una eficacia probada. Tengo amigos a cuyos padres médicos les entusiasmaría tener la oportunidad de reconfigurar tu carne.
El graznido significaba «no».
La joven reconoció aquel sonido desafiante aun antes de que el traductor dijera que no con un tono frío y áspero.
Luego él rugió «nunca» mientras se ponían de punta aquellas encantadoras plumas doradas que hacían que su rostro y su gran cuerpo parecieran incluso más grandes.
—No creo en vuestra magia.
—No es magia —contestó ella—, y la mayor parte de las especies la usa.
—La mayor parte de las especies es débil —fue su respuesta instantánea.
Pluma Nevada sabía que debería dejar el tema. Pero con una mezcla de compasión y piedad, además de una buena dosis de terquedad esperanzada, advirtió a su amante:
—No va a haber cambios pronto. A menos que puedas prolongar tu vida, jamás irás a ningún otro sitio salvo este, dentro de tu pequeña prisión.
Silencio.
—Jamás volarás a otro mundo, y mucho menos a tu mundo natal. Hubo un gañido musical y las plumas giraron con un encogimiento de hombros del fénix.
—Un hogar es suficiente para un alma verdadera —le informó el traductor—. Aunque ese hogar sea una jaula diminuta.
Otro gañido.
—Solo los débiles y los que carecen de alma necesitan vivir durante eones — afirmó Viril.
Pluma Nevada no se enfureció ni se quejó. Su voz era firme y seria cuando respondió:
—Según esa lógica, yo soy débil.
—Y careces de alma —asintió él—. Y estás condenada.
—Podrías intentar salvarme, ¿no es cierto?
El rostro alienígena la miró confundido, si acaso. El pico se acercó y la muchacha olió el aliento ventoso y, por primera vez, durante un terrible instante, a Washen le asqueó aquel suntuoso hedor de la carne.
—¿No merezco que me salven? —lo presionó ella.
Los ojos verdes cerrados le proporcionaron la respuesta.
La joven sacudió la cabeza al modo humano. Luego se incorporó, giró sus alas y con una voz pastosa y dolorida preguntó:
—¿Es que no me quieres?
Una canción majestuosa salió como un rugido de la garganta masculina.
La caja que llevaba sujeta a su pecho musculoso redujo con eficacia toda aquella majestuosidad y pasión a simples palabras.
—La Gran Nada conspiró para crearme —informó a la joven—. Quería que viviera un día. Y lo mismo quiere para cada uno de nosotros. Soy un hombre egoísta, chillón, arrogante y viril, sí. Pero si permanezco vivo dos días, estoy robándole la vida a otro. A alguien que debía nacer, pero que se ha quedado sin sitio. Si vivo tres días, robo dos vidas. Y si viviera tanto tiempo como tú deseas, un millón de días…, ¿cuántas naciones se quedarían sin nacer?
Había mucho más en aquel discurso, pero ella no lo oyó.
Dejó de ser Pluma Nevada y volvió a ser una joven humana. Se encontró de pie e interrumpió la cháchara del traductor con una carcajada estridente. Luego se apoderó de ella un desprecio que le hizo gritar y decirle a Ejemplo Supremo de Virilidad:
—¿Sabes lo que eres? ¡Eres un pavo, estúpido y egocéntrico!
La caja de él dudó y se esforzó por encontrar una traducción.
Antes de que el aparato pudiera hablar, y sin mirar atrás, Washen saltó de la cámara de aire, extendió las alas mecánicas y se arrojó al vacío con el pecho peligrosamente cerca de la superficie negra azulada del bosque, antes de que una corriente de aire la reclamara y la ayudara a llegar a la plataforma de observación.
De nuevo en pie, Washen se desató las alas casi nuevas y las tiró por la barandilla. Luego, sin ruido, volvió a casa. Y ese día, o en algún momento de los meses siguientes, se acercó a sus padres y les preguntó qué pensarían si ella solicitase la entrada en la academia de capitanes.
—Eso sería maravilloso —entonó su padre.
—Lo que tú quieras —dijo su madre, que expresaba sus sentimientos con una sonrisa de alivio.
Nadie mencionó a los fénix. Washen nunca se enteró de lo que sabían sus padres. Pero después de que la aceptaran en la academia, y bajo la influencia de unas cuantas copas de celebración, su padre le dio un abrazo de calamar y con la sabiduría y la fácil convicción de un borracho, le dijo:
—Hay formas diferentes de volar, cariño.
»Alas diferentes.
»Y creo… sé… ¡que tú estás eligiendo las mejores!
Washen siempre había vivido en el mismo apartamento, en uno de los populares distritos de los capitanes. Pero eso no quería decir que su hogar no hubiese cambiado durante esa gran marcha que había sido su vida. Muebles. Obras de arte. Plantas cultivadas y animales domésticos. Con varias hectáreas de terreno de clima controlado y gravedad terráquea con el que jugar, y los recursos de la nave a su entera disposición, el peligro era que se dedicara a hacer demasiados cambios, que la gobernara la inspiración y nunca se permitiera disfrutar del tiempo suficiente para apreciar cada uno de sus logros.
Mientras volvía a casa procedente de Puerto Beta, elaboró su informe diario y luego estudió a los siguientes pasajeros que según el programa debían subir a bordo de la nave: una raza de máquinas superrefrigeradas y diminutas, impacientes por construir una nación nueva dentro de un volumen más pequeño que la mayor parte de los cajones.
Siempre que se aburría, Washen se encontraba ideando nuevas formas de redecorar las habitaciones y jardines de su hogar.
Haría el trabajo pronto, se dijo.
Dentro de un año, o de diez.
El coche cápsula la dejó ante su puerta privada. Mientras salía del coche, decidió que aquel día habían ido bien las cosas. Mil siglos de práctica constante la habían convertido en una experta en psicología alienígena y en el teatro que suponía manejarlos, y como cualquier buen capitán, Washen se permitió sentirse orgullosa porque sabía que lo que hacía lo hacía mejor que casi cualquier otra persona que hubiera a bordo.
Si es que había alguien mejor, claro.
No estaba pensando de forma consciente en su amante, muerto tanto tiempo atrás, ni en los fénix, ni en ese profético día que contribuyó a convertirla en capitana. Pero todo lo que era ahora había nacido entonces. La joven Washen no tenía un talento especial que la hiciera comprender a ninguna especie alienígena, ni mucho menos a Viril. Jamás sospechó lo que planeaban los fénix. Los acontecimientos fueron para ella una sorpresa absoluta, y una revelación, y fue solo la suerte, y la popularidad de Washen, lo que evitó que se viera manchada por aquel feo asunto.
Además de Washen, fueron varios los jóvenes que tomaron amantes. O los fénix los que permitieron que los tomaran. En cualquier caso, se formaron vínculos emocionales además de esperanzas políticas, y poco a poco, a lo largo de los años siguientes, los humanos ayudaron a sus amantes de formas que en un principio fueron cuestionables, luego ilegales y al final insidiosas.
Por mil conductos diferentes entraron máquinas prohibidas en la prisión.
Bajo la mirada vigilante de paranoicas IA y de capitanes suspicaces, se diseñaron y construyeron armas que luego se almacenaron en el interior de cámaras de aire flotantes, invisibles porque los sensores de los capitanes fueron saboteados por simpatizantes.
Cuando llegó, la rebelión se produjo sin previo aviso. Asesinaron a cinco capitanes junto con novecientos y pico oficiales, ingenieros y jóvenes humanos, incluyendo a muchos de los que en otro tiempo habían sido amigos de Washen. Destruyeron con láser sus cuerpos y sus cerebros biocerámicos: no quedó ni un recuerdo que se pudiera salvar. La Gran Nada había reclamado a unos cuantos de sus hijos más débiles, un logro que debió de llenar de un intenso orgullo a Viril, y por un momento en el tiempo, la nave misma pareció correr peligro.
Luego, la maestra capitana se hizo cargo de la lucha y en pocos minutos se puso fin a la rebelión. Se ganó la guerra. Se obligó a los prisioneros impenitentes a volver a su cámara y se despertó su maquinaria por primera vez en, al menos, cinco mil millones de años. La temperatura del interior del gran cilindro cayó. La escarcha se convirtió en duro hielo y, entumecidos por el frío, los fénix descendieron al suelo de la prisión y se acurrucaron en un estrecho grupo para conservar el calor mientras maldecían a la maestra con sus bellas canciones, y luego con su siguiente y fatigado aliento. Su carne se convirtió en un cuerpo sólido, vítreo y rígido, sin llegar a morir del todo, y por venganza, aunque fuese accidental, los dejaron allí, ladinos e inmortales.
Milenios más tarde, cuando la Gran Nave pasó cerca del espacio fénix, metieron a estos guerreros congelados en un taxi como si fuesen una carga cualquiera y se los llevaron a casa.
La propia Washen supervisó el traslado de los cuerpos. No era una tarea que hubiera solicitado, pero la maestra, que con toda seguridad poseía un archivo de las indiscreciones de la joven, pensó que sería un momento revelador.
Y quizá lo fue.
El recuerdo llegó como una rebelión. Al cruzar la puerta del apartamento, Washen recordó de repente aquella lejana tarea, y en concreto la mirada de cierto fénix macho sorprendido en pleno aliento, con las agallas bien abiertas y la negrura de la sangre todavía visible después de miles de años de sopor sin sueños. Aún maravilloso, así era Viril. Todos eran maravillosos. Y solo una vez, durante un instante, Washen acarició las plumas heladas y el pico desafiante con el sensible guante de su traje salvavidas.
Intentó recordar lo que había pensado al acariciar a su amor perdido. Tuvo que haber algún resto de tristeza y la aceptación de una persona madura que sabía que algunas cosas nunca cambiarían, y tuvo que haber el alivio sincero de una capitana por haber sobrevivido al asalto. La nave era una máquina y un misterio, y estaba llena de almas vivas que confiaban en ella para que las mantuviera a salvo. Y en ese instante, mientras pisaba el conocido pasillo posterior de su apartamento, sus pensamientos quedaron interrumpidos por la voz del apartamento.
—Mensaje —oyó.
La entrada estaba hecha de gastado mármol de seda, y sus paredes lucían en ese momento tapices tejidos por una inteligencia comunal de organismos parecidos a hormigas. Antes de que Washen pudiera dar un paso más, escuchó:
—Un mensaje prioritario. Codificado. Y urgente.
Parpadeó y se concentró.
—Nivel negro —oyó—. Protocolos alfa.
Era un simulacro. Esos protocolos solo debían utilizarse para los peores desastres y los secretos más graves. Washen asintió mientras acoplaba uno de sus nexos de conexión internos. Luego, después de varios minutos en los que demostró que era ella, se descodificó y entregó el mensaje.
Lo leyó completo, dos veces. Luego mandó a buscar la confirmación esencial, sabiendo que era un ejercicio y que la oficina de la maestra le daría las gracias por su oportuna y eficiente respuesta. Pero ocurrió lo impensable. Después de una brevísima pausa, le entregaron la palabra «proceda».
La dijo en voz alta y luego susurró el resto de aquellas increíbles palabras.
—Proceda con su misión, con la máxima precaución y dándole comienzo de inmediato.
No era tan fácil asombrar a una anciana. Y sin embargo aquí tenían a una anciana sorprendida hasta el punto de sentirse entumecida, y quizá un poco asustada, por no mencionar incandescentemente feliz por tener ante sí un reto tan repentino e inesperado.
Los rémoras trabajaban sin descanso para incomodar a Miocene, y todos sus esfuerzos sin excepción, hasta los mejores, fracasaban.
El intento de aquel día era de lo más típico. Estaba haciendo una de las visitas rituales por el casco exterior. Su guía, un anciano con mala fama, ladino y encantador llamado Orleans, pilotaba el rayador por la cara principal de la nave, pasando al lado de tantos postes, estatuas y diminutos monumentos conmemorativos como era físicamente posible. Lo hacía sin sutilezas ni disculpas. Lo que pasaba por boca sonreía sin cesar a la maestra adjunta, y una mano enguantada señalaba cada lugar mientras la voz húmeda y profunda le informaba de cuántos habían muerto en ese sitio y cuántos de ellos habían sido buenos amigos suyos o miembros de su enorme y gruñona familia.
Miocene no hacía ningún comentario.
El rostro enjuto de la mujer lucía una expresión que podría confundirse con la compasión mientras sus pensamientos se centraban en aquellos asuntos en los que podría llegar a lograr de verdad algún bien legítimo.
—Doce murieron aquí —informaba Orleans.
Luego, más tarde:
—Quince aquí. Incluyendo un bisnieto mío.
Miocene no era tonta. Sabía que los rémoras tenían una existencia dura. Sentía cierta simpatía por sus problemas. Pero había muchas y muy buenas razones para no desperdiciar ni un momento llorando por aquellos supuestos héroes.
—Y aquí —pregonó Orleans—, la Nebulosa Negra mató a tres equipos enteros. Cincuenta y tres muertos, en el espacio de un solo año.
El casco que tenían debajo estaba en buen estado. Amplias extensiones de hiperfibra nueva formaban una superficie brillante, casi espejada, que reflejaba el torbellino de colores de los escudos de la nave. Los tres monumentos conmemorativos eran agujas del color del hueso de no más de veinte metros de altura, visibles durante un instante y desaparecidas en cuanto la lanzadera pasó como un rayo a su lado en un abrir y cerrar de ojos.
—Nos acercamos demasiado a esa nebulosa —le participó Orleans.
Miocene mostró sus sentimientos cerrando los ojos.
Descarado como todos los rémoras, su guía hizo caso omiso de la sencilla advertencia.
—Conozco todas las razones —gruñó—. Hay un montón de mundos ricos cerca de esa nebulosa, y dentro. Teníamos que pasar lo bastante cerca como para atraer a nuevos clientes. Después de todo, hemos hecho una quinta parte de nuestro gran viaje y todavía tenemos puntos de atraque vacíos y hay cuotas que cumplir…
—No —lo interrumpió Miocene. Luego, poco a poco, con un suspiro de desprecio, abrió los ojos y los clavó en Orleans mientras le decía—: No existe el monstruo ese de las cuotas. Ni de forma oficial ni de cualquier otra forma.
—Culpa mía —dijo Orleans—. Perdón.
Pero la expresión del hombre parecía dubitativa.
Desdeñosa, incluso.
¿Pero qué significaba el rostro de un rémora? Lo que ella veía era espantoso e intencionado: la frente era amplia, de un color ceroso con gruesas cuentas de grasa alineadas en pulcras filas. Allí donde unos ojos humanos debieran devolverle la mirada, había pozos gemelos llenos de pelo; cada cabello, asumió Miocene, era fotosensible, y todos juntos formaban una especie de ojo compuesto. Si había una nariz estaba oculta, pero la boca era una cosa grande y gomosa que nunca podía cerrarse del todo. Ahora colgaba abierta, tan amplia que Miocene podía contar los grandes pseudodientes y las dos lenguas azules, y en la parte posterior de aquel bostezo quedaba bien a la vista lo que parecía ser la imagen blanca de una anticuada calavera humana.
El resto del cuerpo del rémora quedaba oculto dentro de su traje salvavidas.
Su aspecto era un misterio sin solución. Los rémoras no se quitaban jamás los trajes, ni siquiera cuando estaban solos con otro rémora.
Y sin embargo, Orleans era humano. Por ley se trataba de un miembro muy apreciado de la tripulación, y de acuerdo con su posición, a este varón humano le confiaban trabajos que exigían habilidad y espíritu de sacrificio.
Una vez más, y con intencionada seriedad, Miocene dijo a su subordinado:
—Las cuotas no existen.
—Culpa mía —respondió él—. Desde luego, y siempre.
La gran boca pareció sonreír. ¿O era una mueca llena de dientes?
—Y había consideraciones futuras en juego —continuó la maestra adjunta—. Es mejor correr un breve peligro ahora que correr otro más lejano y prolongado. ¿No te parece?
Los cabellos de cada uno de los ojos se juntaron, como si los entrecerrara. Luego la voz profunda dijo:
—No, con franqueza. No estoy de acuerdo.
Miocene no dijo nada y esperó.
—Lo que sería mejor —le informó Orleans— sería que saliéramos cagando leches de este brazo de la espiral y que nos alejáramos de todos los puñeteros obstáculos. Eso sería lo mejor, señora. Si no le importa que se lo diga.
A ella no le importaba, no. Por definición, es fácil hacer caso omiso de un sonido sin trascendencia.
Pero este rémora la presionaba más de lo que permitía la tradición y más de lo que la naturaleza de Miocene podía consentir. Contempló el insulso paisaje de hiperfibra, el horizonte tan lejano y plano, el cielo lleno de torbellinos púrpuras y magentas, con el estallido ocasional de algún láser que se hacía visible al atravesar los escudos de la nave. Luego, con una rabia sorda y calculada, dijo al rémora lo que él ya sabía.
—Tú decidiste vivir aquí arriba. —Y añadió también—: Es tu vocación y tu cultura. Eres rémora por elección, si mal no recuerdo, y si no quieres aceptar la responsabilidad de tus propias decisiones, quizá debería ser yo la que tomara posesión de tu vida. ¿Es eso lo que quieres, Orleans?
Los peludos ojos se unieron y convirtieron en pequeños y duros mechones. Una voz oscura preguntó:
—¿Y si se lo permitiera, señora? ¿Qué me haría?
—Te llevaría abajo y te arrancaría del traje salvavidas. Eso para empezar. Rehabilitaría tu cuerpo y tu mutilada genética hasta que pudieras hacerte pasar por humano. Y luego, para hacerte especialmente desgraciado, te convertiría en capitán. Te daría mi uniforme y un poco de autoridad de verdad, además de mis inmensas responsabilidades. Incluyendo estas visitas ocasionales al casco.
La espantosa cara estaba furiosa.
—Es cierto lo que dicen —aseguró con voz indignada—. Tiene usted el alma más horrible de todos ellos.
—Ya está bien —dijo Miocene en tono bajo y furioso. Luego procedió a informar a Orleans.
—Esta visita ha terminado. Llévame de vuelta a Puerto Erinidi. Y esta vez en línea recta. Si veo un monumento conmemorativo más, te juro que te arranco ese traje en persona. Aquí y ahora.
Había ocurrido sin querer, pero los rémoras eran una creación de Miocene.
Siglos atrás, cuando la Gran Nave alcanzó el borde polvoriento de la Vía Láctea, hubo una necesidad crítica de reparar el achacoso casco y protegerlo de impactos futuros. El trabajo abrumaba a la maquinaria que tenían disponible, nacida en la nave y construida por manos humanas. Fue Miocene la que sugirió que se enviara al casco a miembros humanos de la tripulación. Los peligros eran obvios e inconstantes. Después de miles de millones de años de descuido, los escudos electromagnéticos y los láseres estaban hechos pedazos; los equipos de reparación no podían esperar ninguna protección de los impactos, y dispondrían de un tiempo de aviso tan precioso como breve. Pero Miocene creó un sistema por el que a nadie se le pedía que corriera más riesgos que a los demás. Los ingenieros de más talento y los capitanes de más rango cumplían el servicio obligatorio y morían con una loable regularidad. Miocene esperaba remendar los cráteres más profundos en un único empujón bélico, y luego los ingenieros supervivientes automatizarían todos los sistemas, haciendo innecesario que las personas tuvieran que volver a recorrer el casco.
Pero la naturaleza humana subvirtió sus meticulosos planes.
Un miembro de la tripulación de bajo rango se ganaba una nota negativa. Podía ser una infracción menor con el uniforme o un episodio de clara insubordinación. En cualquier caso, el trasgresor podía limpiar su expediente sirviendo un tiempo extra en el casco. Miocene lo veía como una absolución, y de buena gana enviaba «arriba» unas cuantas almas. Pero hubo algunos capitanes que confundieron la obligación con un castigo, y durante el curso de unos cuantos siglos desterraron a miles de subordinados, a veces por poco más que una palabra malhumorada oída de pasada.
Hubo una mujer, un alma extraña llamada Wune, que subió al casco y se quedó allí. No solo aceptó sus obligaciones, las abrazó. Declaró que estaba viviendo una vida moral y pura, repleta de contemplación y un trabajo esencial. Con los talentos manipuladores de un profeta, encontró conversos a su fe recién nacida, conversos que se convirtieron en una población de filósofos, pequeña y unida, que se negó a abandonar el casco.
El término «rémora» comenzó como un insulto utilizado por los capitanes. Pero la inesperada cultura robó el insulto y se convirtió en un nombre que ostentaban con orgullo.
Un rémora jamás abandonaba su traje salvavidas. Desde su concepción hasta su muerte final, era un mundo en sí mismo; unos elaborados sistemas de reciclaje le proporcionaban agua, comida y oxígeno fresco; su traje pertenecía a su cuerpo y su dura genética se veía maltratada de forma constante por un flujo interminable de radiaciones. Las mutaciones eran comunes en el casco, y se conservaban con cariño. Es más, un verdadero rémora aprendía a dirigir sus mutaciones y desarrollaba a toda prisa nuevos tipos de ojos, órganos novedosos y bocas de todo tipo con formas de pesadilla.
Wune murió pronto, y murió como una heroína.
Pero la profeta dejó a su paso miles de creyentes. Inventaron formas de hacer niños, y con el tiempo su número alcanzó los millones y crearon sus propias ciudades, sus formas de arte y sus pasiones, y también, supuso Miocene, sus propios y extraños sueños. En algunos sentidos tenía que admirar su cultura, aunque no a los creyentes. Pero mientras contemplaba a Orleans pilotando el rayador, se preguntó (y no por vez primera) si este pueblo no era demasiado obstinado para el bien de la nave, y cómo podría amansarlos con un mínimo de fuerza y controversia.
Eso era lo que estaba pensando Miocene cuando llegó el mensaje codificado.
Todavía estaban a mil kilómetros de Puerto Erinidi y el mensaje tenía que ser un ejercicio. Nivel negro, ¿protocolos Alfa? ¡Por supuesto que era un ejercicio!
Y sin embargo, ella siguió los antiguos protocolos. Sin decir ni una sola palabra dejó a Orleans, caminó hasta la parte posterior de la cabina y cerró la puerta del lavabo, examinó las paredes y el techo, el suelo y las instalaciones, y se aseguró de que no hubiera presente siquiera una molécula oreja.
A través de un nexo de comunicación enterrado en su cerebro, Miocene descargó el breve mensaje y lo tradujo mentalmente. Su rostro no mostró ninguna emoción. No permitiría que se filtrara ninguna. Pero sus manos, muchísimo más honestas, se debatían en su largo regazo, dos oponentes igualados hasta extremos perfectos, incapaces de ganar aquella competición.
El rémora la llevó al puerto.
Miocene presintió la importancia del momento e intentó dejar a Orleans con unas cuantas palabras curativas.
—Lo siento —le mintió. Luego le colocó una mano en el traje salvavidas gris, cuyas pseudoneuronas transmitieron a la piel extraña la sensación de la palma cálida de la mujer. Después, en voz baja y con firmeza, añadió—: Has dado argumentos válidos. La próxima vez que me siente a la mesa de la maestra, haré algo más que mencionar la conversación de hoy. Te lo prometo.
—¿Es así como se llama? —dijeron las lenguas azules y la boca gomosa—. ¿Una promesa?
El muy capullo repugnante…
Aun así, Miocene le ofreció una inclinación pequeña y rígida en fingida señal de respeto y luego se escabulló con calma por el útil caos del puerto.
Los pasajeros iban entrando en un elevado coche cápsula. Eran una especie alienígena, cada uno más grande que una habitación de buen tamaño, y a juzgar por sus trajes salvavidas, autónomos y con ruedas, pertenecían a una especie de gravedad baja. Estuvo a punto de preguntar a sus nexos por aquella especie. Pero se lo pensó mejor, bajó la mirada y se movió con paso vivo y gesto distraído mientras se deslizaba entre dos de ellos sin apenas oír las voces que tanto se parecían al agua empujada por una cañería estrecha.
—Una maestra adjunta —dijo el traductor que llevaba implantado.
—¡Mira, oye!
—¡Tan elegante como la que más, esa!
—¡Poderosa!
—¡Mira, oye!
El coche cápsula privado de Miocene esperaba cerca. Pasó a su lado sin mirarlo siquiera y entró en uno de los coches públicos que habían traído a los alienígenas hasta Puerto Erinidi. Era una máquina inmensa, vacía y perfecta. Le dio un destino y alquiló su fidelidad con créditos anónimos. Una vez en marcha, Miocene se quitó la gorra y el uniforme. La fuerza de la costumbre hizo que lo posara encima de un banco acolchado. No pudo evitar quedarse mirando el uniforme, examinando su propio reflejo: su rostro y su largo cuello tomaban prestados los pliegues y muescas de la tela espejada.
—¡Mira, oye! —susurró.
Accedió a unas cuentas de mando establecidas de antemano y que solo ella conocía. El sumiso coche cápsula se encontró con una serie de destinos nuevos y extrañas tareas. En un lugar concreto esperaba un pequeño armario de ropa corriente. Dejó la ropa sin tocar de momento. Durante la hora siguiente, y a lo largo de varios miles de kilómetros, recogió un par de paquetes sellados. El primero contenía una pequeña fortuna en créditos anónimos, mientras que el otro se abrió para revelar un robot parecido a un escorpión despojado de códigos de fabricante o de cualquier identificación oficial.
El robot saltó sobre la única pasajera.
Con un interés paciente, el coche preguntó:
—¿Ocurre algo, señora? ¿Necesita ayuda?
—No, no —respondió Miocene mientras intentaba quedarse quieta sobre un largo banco.
La cola del escorpión se estiró, se le metió en la boca y luego empujó con la fuerza suficiente para partir el hueso moderno. El cuerpo desnudo de Miocene se enderezó, conmocionado. Durante un instante, en cierto sentido, la maestra adjunta murió. Luego se despertaron los genes encargados de los desastres y arreglaron los daños con una eficacia tajante. Se reparó el hueso y varias conexiones neurológicas. Pero los nexos que habían estado enterrados en el interior de Miocene, que habían formado parte de ella durante más de cien milenios, los habían arrancado los ganchos de titanio de aquel robot con un diseño tan limitado.
El robot se comió los nexos y los digirió en un horno de plasma.
Luego hizo lo mismo con el elaborado uniforme de la maestra adjunta.
Tras eso, el horno se dio la vuelta y, con un destello de luz de color blanco violáceo, lo que era metal se convirtió en un charco que se fue enfriando, en un hedor persistente.
Había que quemar una diminuta cantidad de sangre derramada. Una vez terminada esa tarea, Miocene se vistió con una sencilla túnica marrón que podría haber pertenecido a cualquier turista humano, y de la mochila que la acompañaba sacó trozos de piel falsa que tembló entre sus dedos fríos, rogando por la oportunidad de cambiar la apariencia de aquel rostro tan importante.
El coche se detuvo tres veces más para su extraña pasajera.
Se paró dentro de un puesto arterial importante, luego en el centro de una cueva repleta de unos árboles amarillentos e inclinados y un viento perpetuo. Y, por fin, aparcó en un barrio tranquilo de apartamentos acomodados; los humanos y alienígenas residentes estaban entre las entidades más acaudaladas de la galaxia, y cada uno poseía al menos un kilómetro cúbico de la gran nave.
Dónde desembarcó su pasajera, el coche no lo recordaba, ni mucho menos le importaba.
Después de eso, se apresuró a volver a su destino inicial. Pero aquellas coordenadas habían sido siempre una imposibilidad, y la IA que pilotaba estaba demasiado dañada para darse cuenta que era una labor temeraria. Vacío y perturbado, el coche bajó a toda velocidad por las arterias más largas y grandes, por donde los grandes vacíos permitían velocidades enormes. El vehículo circunnavegó la nave muchas veces durante los días siguientes, y solo se detuvo cuando un equipo de seguridad lo incapacitó con sus armas y luego irrumpió a bordo, listo para cualquier cosa salvo el vacío y una total falta de pistas.
Una semana después, mientras desayunaba y contemplaba a los que pasaban, Miocene se preguntó porqué entonces. ¿Por qué era tan importante en ese preciso momento que ella se desvaneciera?
¿Cuáles eran las intenciones de la maestra?
El plan básico era antiguo y de lo más sensato. Después de las guerras con los fénix, la maestra había ordenado a sus capitanes que prepararan rutas que los sumiesen en el anonimato. Si alguna vez invadían la nave, sus enemigos, como es natural, querrían capturar a sus capitanes, y es probable que quisieran matarlos. Pero si cada capitán mantenía una ruta de escape permanente, y si nadie más conocía esa ruta, incluida la maestra, entonces era posible que la sangre más brillante de la nave permaneciera libre el tiempo suficiente para organizarse y recuperar el control con su propia contrainvasión.
—Una precaución desesperada. —Así había llamado la maestra a su plan.
Más tarde, a medida que la vida a bordo de la nave se convertía en rutina, las rutas de emergencia se mantuvieron por otras razones igual de sólidas.
Como una forma de probar a los capitanes, por ejemplo.
A los capitanes jóvenes e inexpertos la oficina de la maestra les enviaba un mensaje codificado. ¿Eran lo bastante leales para obedecer una orden tan difícil? ¿Conocían la nave lo bastante bien para desvanecerse durante meses o años? Y lo que era más importante: una vez que se desvanecían, ¿seguían actuando de una forma responsable, como buenos capitanes?
La simple inercia burocrática era otro factor. Una vez establecidas, las rutas de escape se mantenían con facilidad. Miocene invertía cada año unos minutos en mantener la suya abierta, y con toda probabilidad era mucho más meticulosa que la mayor parte de sus subordinados.
Y la última razón era lo imprevisto.
Desde los fénix, nadie había intentado invadir la Gran Nave. Pero en un viaje que iba a circunnavegar la Vía Láctea, no traía cuenta tirar un arma que podría, de alguna forma inesperada, hacerle un servicio a la maestra.
¿Y si había ocurrido lo imprevisto?
Miocene estaba sentada en un café diminuto, disfrazada y a salvo, cuando observó una docena de agentes de seguridad vestidos de negro que entrevistaban a los peatones. Pura rutina en ese tipo de distrito, sí. Pero al verlos se preguntó por los otros capitanes. Además de ella, ¿a cuántos más habían alejado de sus funciones las órdenes explícitas de la maestra?
Sintió la tentación de utilizar herramientas secretas para contar a los desaparecidos. Pero era posible que sus sondeos se notasen y rastreasen, y la ignorancia era muchísimo más decorosa que verse atrapada en la torpe red de alguien.
La mitad del equipo de seguridad iba avanzando hacia el café. Estaban quizás a unos doscientos metros cuando una dosis de paranoia se apoderó de Miocene. Dejó los bollos de salchicha y el café con hielo sin terminar, pero se puso en pie con una elegancia despreocupada. Luego eligió la dirección más anónima antes de desvanecerse ante todos. En aquel distrito cada avenida tenía algo menos de cien kilómetros de longitud, con una anchura exacta de una milésima parte y una altura de diez milésimas. Había mil avenidas idénticas talladas con rigor en la roca de la zona, alineadas con una limpia precisión geométrica.
La suposición original, formulada por los primeros equipos de inspección, era que estas relaciones geométricas estaban repletas de significados. Los constructores de la nave eran por lo menos tan inteligentes como las personas que la habían descubierto, y un mapa preciso de cada sala y cada avenida, de cada tanque de combustible y cada tobera de cohete, revelaría un océano de pistas matemáticas. Quizá se pudiera construir un lenguaje auténtico a partir de todas esas intrincadas proporciones. En términos más sencillos, la Gran Nave les proporcionaba su propia explicación… con solo aplicar los datos y la astucia suficientes a este maravilloso y resbaladizo problema.
Miocene siempre había dudado de esa lógica.
La inteligencia era un talento irregular en el mejor de los casos. Según creía, la imaginación era capaz de engañar a su propietaria, de atraerla para que perdiera el tiempo persiguiendo todo tipo de ilusas posibilidades. Por eso ya hacía mucho tiempo que había predicho que no había IA, ser humano o cualquier otro tipo de alma inteligente capaz de encontrar algo especialmente importante en la arquitectura de la nave. Esta era una de esas circunstancias en las que los aburridos y los poco inteligentes proporcionaban las mejores respuestas. Estas mil avenidas, además de todos y cada uno de los otros huecos de la Gran Nave, habían sido cincelados por máquinas estériles que seguían unos planes igual de estériles. Eso explicaría los patrones repetitivos, como los de los insectos. Y lo que es más importante, ofrecía una pista reveladora de por qué ninguna expedición había encontrado jamás ni el más pequeño rastro de vida que hubiera quedado atrás. Ni un solo cadáver alienígena.
Y tampoco microbios inexplicables.
Ni siquiera un nudo molecular que en otro tiempo fuera la proteína de alguien.
Allí donde la imaginación veía misterio, Miocene veía simplicidad. Era obvio que aquella nave se había construido no para viajar entre las estrellas sino para cruzar de una galaxia a otra. Sus diseñadores, fueran quienes fueran, habían empleado máquinas estériles en cada fase de la construcción. Luego, por razones desconocidas, nunca habían llegado a poner los pies a bordo de su creación.
La suposición más sencilla era que los había golpeado alguna catástrofe natural. Con toda probabilidad algo inmenso y horrendo.
Cuando el universo era joven y bastante más denso, las galaxias tenían la molesta costumbre de explotar. Seyferts. Quásares. Series de supernovas que caían en cascada. Todas ellas eran síntomas de una juventud peligrosa. Había muchas pruebas que demostraban que la Vía Láctea tenía una historia parecida. El pulso amoral de la radiación gamma había extinguido la vida que había nacido en su juventud: una vez, dos, o mil veces.
Lo que los expertos más aburridos y creíbles proponían, y lo que hoy creía Miocene sin siquiera cuestionarlo, era que había surgido una especie inteligente en el pasado, en algún lugar tranquilo y remotísimo. La especie predijo la tormenta que se aproximaba. Se envió un programa de urgencia de máquinas autorreplicantes a un mundo de clase joviana, es probable que a un mundo que flotase dentro de una nebulosa polvorienta, lejos de cualquier sol. Siguiendo unos programas sencillos, como los de los insectos, se reconstruyó ese mundo. Se quemó su atmósfera de hidrógeno para darle velocidad. Bruscos sobrevuelos añadieron aún más. Pero para cuando pasó a toda velocidad al lado de su mundo natal, ya no quedaba nadie a quien salvar. Las avenidas vacías esperaban a unos humanoides asesinados ya por el fuego de un seyfert, y durante los siguientes mil millones de años la nave esperó, vacía y paciente, siguiendo un curso ciego entre galaxias, degradándose poco a poco, pero consiguiendo aguantar hasta que llegó a la Vía Láctea.
Nadie había identificado jamás a la galaxia madre.
Si se volvía la vista atrás y se examinaba la trayectoria de la nave, no se podía encontrar siquiera una oscura galaxia enana que pareciera una madre probable.
Y también estaba el persistente tema de la edad de la nave.
Cinco mil millones de años era el veredicto oficial. Un lapso de tiempo inmenso, pero de una inmensidad cómoda que no exigía una gran reescritura de la primera historia del universo.
El problema era que la roca madre podía tener más de cinco mil millones de años. Antes de solidificarse, se manipularon el granito y el basalto. Los radionúclidos reveladores se habían cosechado por medio de sistemas hipereficientes. ¿Para enmascarar su edad o con algún propósito menos intrigante? En cualquier caso dejaba la roca fría y dura, y era solo uno de los medios que habían utilizado los constructores de la nave para legar un buen rompecabezas a los científicos de hoy.
Había personas entusiastas e imaginativas, atiborradas de cócteles y drogas más desafiantes, a las que les gustaba afirmar que ocho, diez o doce mil millones de años era una edad más probable para la nave. Y doce mil millones de años tampoco era el cálculo más elevado. Disfrutaban de los imponderables y argumentaban que aquella nave indigente procedía de aquella hermosa y lejana salpicadura de pequeñas galaxias azules que cubrían los cielos más remotos, todas nacidas en los albores del tiempo. Cómo era posible que los humanoides, o lo que fuera, hubieran evolucionado tan pronto era una pregunta que quedaba sin respuesta. Pero dado que el misterio era su pasión, resultaba que todo aquel asunto era más embriagador que cualquier copa.
A Miocene no le gustaban las preguntas inmensas ni las respuestas ridículas, sobre todo cuando ninguna era necesaria.
Ella veía una explicación más sencilla: la nave era una jovencita de cinco mil millones de años, y en algún lugar entre las galaxias, es probable que poco después de su nacimiento, su rumbo había quedado desviado por un agujero negro invisible o por alguna masa de materia oscura que no figuraba en ningún mapa. Eso explicaba por qué era huérfana en todos los sentidos. Pensar otra cosa era pensar demasiado y equivocarse siempre.
Aquella nave se había quedado huérfana, era una indigente y luego unos seres humanos la habían encontrado.
Y ahora era suya; de Miocene, al menos en parte.
Mientras caminaba por aquella avenida tan larga, olió cien mundos diferentes. Humanoides y alienígenas de otras formas disfrutaban del falso cielo azul, y la mayor parte disfrutaba de los demás. Oía palabras y canciones y olía los potentes almizcles de los chismorreos, de las feromonas, y de vez en cuando, cuando se le antojaba, se metía en una de las diminutas tiendas a curiosear como cualquiera que no tuviera a donde ir.
No, no era tan imaginativa como otras personas.
En cualquier otra circunstancia Miocene hacía esa confesión sin dudarlo. Pero acto seguido, añadía siempre que tenía imaginación suficiente para gozar de la majestuosidad de la nave y de su cosmopolita atractivo, y la creatividad suficiente para ayudar a gobernar aquella sociedad tan original y valiosa.
Mientras mecía su bien merecido orgullo, se abrió paso por la avenida.
Los productos alienígenas superaban en número a los humanos, incluso en las tiendas de estos. Al cruzar cualquier puerta siempre esperaba que notaran su presencia, y cuando no era así Miocene recordaba que ya no era maestra adjunta. Sin uniforme, libre de responsabilidades, era dueña de un anonimato que parecía una sorpresa interminable.
A una inteligencia mecánica con patas de araña le compró una enciclopedia escrita exclusivamente sobre la Gran Nave.
En una diminuta tienda de comestibles adquirió una fruta del pecado de tarambana, con las proteínas y extraños azúcares reconfigurados para adaptarlos a los estómagos humanos.
Mientras se comía una compra hojeaba la otra.
Había un delgado artículo de cien terabits sobre ella. Leyó secciones, sonrió la mayor parte del tiempo y tomó notas mentales sobre el medio centenar de puntos que debería corregir el autor.
A un simiesco dependiente yik yik le compró una droga suave.
Luego, más tarde, se pensó mejor la necesidad de este lujo y se la vendió con cierto beneficio a un varón humano que la llamó «dama» y la dejó con un consejo:
—Parece cansada. Que le echen un polvo, y luego duerma un buen rato.
Parecía estar ofreciéndole un servicio del que Miocene decidió hacer caso omiso.
Después vio otro equipo de seguridad. Humanos y tarambanas iban disfrazados de pasajeros. ¿Pero qué hay más obvio que un policía de servicio? Ningún pasajero va tan atento, jamás. Pero no llegaron a verla cuando se deslizó por uno de los estrechos y oscuros callejones que llevaban a una avenida paralela.
Unas puertas automáticas invisibles le hicieron cosquillas en la piel. La maestra adjunta se adentró en un clima más frío en el que el aire tenía la deliciosa pobreza de las montañas.
Otra máquina con patas de araña alquilaba sueños y habitaciones para utilizarlos. Miocene cogió uno de cada y luego durmió doce horas seguidas, soñando con la nave cuando se descubrió y estaba vacía, y con su yo soñado paseando por esas avenidas oscurecidas, sus ojos los primeros en ver las paredes pulidas del color verde del olivino que pronto estarían repletas de salas que se convertirían, en un abrir y cerrar de ojos geológico, en prósperas tiendas.
Era el sueño alquilado, al principio.
Luego, los recuerdos de Miocene comenzaron a construir imágenes. ¿Cuántos túneles y salas había visto al principio? Nadie lo sabía. Ni el autor de la enciclopedia ni la propia Miocene. Y eso le provocó una alegría persistente que le hizo sonreír a la mañana siguiente mientras sorbía el café con hielo y desayunaba las tartaletas picantes de grasa de ballena.
Sus órdenes secretas incluían un destino.
Y un vago programa.
Era de suponer que allí contestarían a sus preguntas. Pero algunas veces, sobre todo en momentos tranquilos y alegres como aquel, Miocene se preguntaba si este asunto no era más que una forma inteligente que tenía la maestra de dar a su maestra adjunta favorita un buen descanso.
Unas vacaciones: una explicación sencilla y aburrida.
Y atractiva.
¡Por supuesto que eran unas vacaciones!
Miocene se puso en pie, mil rostros al alcance de sus ojos, y comenzó a buscar al muchacho del día anterior mientras razonaba:
Mis primeras vacaciones después de mil siglos de devoción. ¿Por qué no?
Era un vegetal caro, sobre todo cuando lo que pagabas era la calidad. Pero Washen conocía a su público. Estaba segura de que su viejo amigo valoraría las voces que se elevaban de las muchas bocas de la planta, las voces que llenaban la cavidad vacía, casi oscurecida, con una melodía serena, digna del espacio profundo que a su oído en concreto le parecería preciosa. Su amigo no estaba allí ahora mismo.
Pero allí donde estuviera, su amigo oiría cantar a la llanovibra por encima de la negrura, el vacío y el frío glorioso que hay entre las galaxias.
En otra vida su amigo cultivaba llanovibras como afición, dominaba la compleja genética de la especie, manipulaba sus elaborados genes hasta que cantaban melodías incluso más serenas que aquel espécimen, y que en el mercado abierto resultaban infinitamente más valiosas.
Pero nunca quiso vender a sus compañeras.
Luego, su vida y sus peculiares intereses se movieron en direcciones más extrañas todavía y a él dejó de interesarle lo que en otro tiempo había sido su preciada afición.
Con el tiempo, perdió su puesto de capitán en alza.
Se habían cometido crímenes. Se presentaron cargos. El hombre utilizó la ruta de escape que la propia maestra les había ordenado crear a sus capitanes y se ocultó. El único contacto que Washen había tenido con él desde entonces había sido una críptica nota que le decía que si alguna vez quería ponerse en contacto con él, tenía que plantar una llanovibra en aquella vacía y oscurísima esquina de la nave, y luego plantarse ella en un cómodo sillón que encontrase en la taberna humana más cercana.
Que fue lo que hizo Washen durante los dos días siguientes.
La taberna estaba oscura y casi siempre vacía, pero era bastante más cálida que el espacio profundo. Se sentó atrás, en un reservado tallado en un único roble petrificado, y bebió un océano de cócteles diferentes mientras pensaba en todo y en nada. Al final llegó a la conclusión de que era esperar demasiado que alguien la recordara después de tantos siglos, y decidió que ya era hora de continuar con su misión.
Apareció un hombre que entrecerró los ojos en aquella oscuridad chabacana, y Washen supo que era él. Era grande, como ella lo recordaba. Su rostro había cambiado, pero mantenía su agradable fealdad. Su porte había perdido la arrogancia de los capitanes, y lucía las ropas civiles con una facilidad que Washen solo podía envidiar. ¿Quién sabía con qué nombre se le conocía ahora?
Pero la mujer hizo caso omiso de los riesgos, hizo bocina con una mano y gritó al otro lado de las tinieblas: —¡Eh, Pamir! ¡Aquí!
Habían sido amantes, pero no se compenetraban bien como pareja. Los capitanes pocas veces se compenetraban. El hombre era testarudo y seguro de sí mismo, inteligente y en la mayor parte de las circunstancias perfectamente capaz de valerse solo. Pero esas mismas cualidades que lo hacían triunfar como capitán también habían supuesto un peso en su carrera. Pamir no tenía la habilidad necesaria y tampoco le interesaba pronunciar las palabras adecuadas ni hacer pequeños regalos a las personas que ostentaban una posición superior. Si no hubiera sido por su considerable talento para tener razón con más frecuencia que la mayoría, la maestra le habría cortado las piernas profesionales al principio, dejándole con un rango mínimo y casi sin responsabilidad alguna. Cosa que, según se vio después, habría sido lo mejor.
Aquel hombre grande se sentó y pidió un dolor de lágrimas. Mientras contemplaba su atractivo rostro, Washen revivió su trágica caída.
Cuando era capitán, Pamir había entablado amistad con un alienígena muy extraño. Y en esa nave ser extraño no era tan fácil. Era una entidad gaiana, un cuerpo humanoide pequeño, engañosamente normal y con una capacidad secreta para cubrir cualquier mundo con su propio ser. Su carne podía crecer a toda velocidad, formar árboles, animales y masas de hongos, todos unidos por una única conciencia. La criatura era un refugiado. Había perdido su hogar a manos de un segundo gaiano. Y cuando ese archienemigo subió a bordo, estalló una guerra a gran escala que con el tiempo destruyó una costosa instalación, además de los restos de la carrera de Pamir.
La lucha de los gaianos terminó en un agotado empate, pero su odio seguía ardiendo.
En sus mejores días Pamir era un hombre difícil, pero tenía el don de ver lo mejor en el interior de cualquier desastre dejado por imposible. Volvió un láser contra ambos gaianos y conservó solo el tejido justo para permitirles comenzar de nuevo. Luego, utilizó su propia carne para crear un hijo que aprovechó lo mejor de ambos alienígenas. Y como Washen era amiga de Pamir y porque era lo correcto, fue ella la que crió al Hijo. Ese fue el nombre que le dio. El Hijo. Como cualquier madre lo protegió y le enseñó lo que tenía que saber, y cuando creció y se hizo demasiado poderoso para permanecer a bordo de la Gran Nave, lo abrazó, lo besó y lo envió a un planeta vacío donde podría vivir solo y enderezar antiguos errores.
Era como si el Hijo estuviera sentado allí, con ellos, escuchando a su madre, que contaba historias orgullosas e historias felices; y con un poco de suerte podría sentir lo extraordinario que era ver a su padre llorar de alegría.
Pamir lloraba como un capitán. En silencio, siempre bajo control. Luego se secó los ojos con unos dedos grandes y se armó con una sonrisa triste mientras miraba a su vieja amiga durante demasiado tiempo y lo leía todo en sus ropas y su rostro, y en cómo se sentaba con la espalda apoyada en la pared más alejada de aquel lóbrego local.
—¿Eres como yo? —preguntó al fin. Washen no le contó nada.
El hombre estiró una mano gruesa, una mano fuerte, sin hacer un gran esfuerzo, y la acarició a través de la manga de su blusa de seda. Luego, en voz baja y firme, con toda certeza, dijo:
—No. No eres como yo. Es bastante obvio.
La mujer sacudió la cabeza.
—No me buscan porque sea una delincuente, si es eso a lo que te refieres.
—¿Y quién lo es? —preguntó él. Luego añadió con una carcajada—: Jamás he conocido a un auténtico criminal. Pregúntale al peor sociópata si lo es y te dirá que no. Hablan mucho sobre buenas razones y malas circunstancias, y la injusticia de su suerte.
—¿Es eso de lo que hablas tú? —inquirió ella.
La amplia sonrisa se reforzó.
—Sin parar.
—¿Has oído algo? ¿Se ha desvanecido algún otro capitán?
—No —respondió él—. No. No he oído nada.
Ella le miró las manos.
—¿Sabes tú si se han ido, Washen?
Cautelosos, los ojos de la mujer no traicionaron nada.
—Pero podríais desvaneceros todos y no lo notaríamos. —Pamir lanzó una profunda carcajada al añadir—: Y no nos importaría. En absoluto.
—¿Ah, no?
Una risa más suave.
—Es mucho lo que aprendes viviendo cualquier vida que no sea la de capitán —se explicó—. Entre todas esas grandes lecciones, aprendes que los capitanes no son tan importantes como os decís que sois. No en la rutina diaria de la nave, y tampoco cuando se trata de esos temas tan grandes, lentos e inmensos.
—Estoy destrozada —respondió ella, y se echó a reír.
Pamir se encogió de hombros.
—No me crees.
—Te asombraría si te creyera. —Washen agitó su última copa, un narcótico fiable en el que explotaban burbujas de dióxido de carbono, y después de olisquear el contenido, sugirió—: Piensas que ojalá no fuéramos importantes. Pero si nosotros no hacemos nuestro importante trabajo, todo se derrumbaría. En menos de un siglo. Quizá menos de una década.
El que en otro tiempo había sido capitán volvió a encogerse de hombros. El tema lo aburría, era hora de irse.
Washen estuvo de acuerdo. Vació el vaso y luego dejó que el silencio durara todo el tiempo que su viejo amigo pudiera soportarlo.
Que resultó ser casi una hora.
Luego, con delicada cautela, él preguntó:
—¿Ocurre algo? Has pasado a la clandestinidad. ¿Es que se cierne sobre nosotros algún desastre?
Washen sacudió la cabeza con confianza.
Y Pamir, bendito fuera, era todavía capitán suficiente para no hacer más preguntas, para no mirar siquiera en el fondo de los grandes ojos color chocolate de su amiga.
Pasaron dos días enteros juntos, e igual número de noches. Querían privacidad, así que alquilaron un refugio dentro de un hábitat alienígena y llenaron sus días haciendo senderismo por una densa selva de color violeta. Las botas especiales que llevaban les permitían permanecer en pie, ya que los únicos caminos que había eran las gruesas y resbaladizas cintas de cieno dejadas al pasar por sus caseros. Durante su segunda noche, cuando algo inmenso se arrastró al lado de su pequeña puerta principal, Washen se metió en la cama de Pamir, y con una mezcla de nerviosismo y obsceno entusiasmo hicieron el amor hasta que pudieron sumirse en un profundo sueño.
Washen abrazó al Hijo en sus sueños. Lo abrazó con ferocidad y tristeza. Pero cuando volvió a despertar, se dio cuenta de que no era al Hijo al que había sostenido en sus brazos soñados. Había sido a la propia nave. Había rodeado aquel magnífico y hermoso cuerpo de hiperfibra y metal, de piedra y maquinaria, y le había rogado que no la dejara. Sin razón alguna estaba tan dolida que el dolor era físico, y lloró, pero lloró como una capitana.
Pamir se incorporó en la cama y la contempló sin hacer ningún comentario. Una mirada más descuidada se habría perdido la empatía de los ojos masculinos y de sus labios apretados.
Pero Washen no era descuidada. Sorbió por la nariz y se limpió la cara con el dorso de las manos. Luego admitió con calma:
—Tengo que ir a un sitio. Ya debería estar allí, la verdad.
Pamir asintió. Luego, después de un suspiro profundo y vigorizante, preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevaría?
—¿Llevaría qué?
—Si resulta que me entrego a la maestra, me inclino y le ruego que me perdone…, ¿cuánto tiempo me tendría encerrado… y cuándo podría volver a ser una especie de capitán?
En su imaginación, Washen vio al fénix rígido, más frío que la muerte.
Recordó el castigo y supo comprender el ánimo a veces quijotesco de la maestra, así que acarició los labios de su último amante.
—Hagas lo que hagas, eso no lo hagas —le dijo mientras lo empujaba.
—Me encerraría para siempre. ¿Es eso?
—No lo sé. Pero no pongamos a prueba a esa mujer, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?
Pero Pamir era demasiado obstinado para ofrecerle siquiera una mentira de consuelo. Se limitó a alejarse de la mano de su amiga, sonrió a un punto lejano y luego le dijo a Washen, o a sí mismo:
—Todavía no he tomado una decisión. Y quizá no la tome nunca.
Había seis tanques de combustible primarios, cada uno tan grande como una luna de buen tamaño, colocados con una configuración equilibrada en lo más profundo de la nave, esferas de hiperfibra y aislamiento de vacío moldeado situadas muy por debajo del casco y los distritos habitados, por debajo incluso de las plantas depuradoras, los reactores gigantescos y los estómagos más profundos de los grandes motores.
Cada tanque era un desierto.
Solo los visitaba algún que otro equipo de mantenimiento, o algún aventurero. En botes tallados en aerogeles surcaban el hidrógeno líquido, nada que ver salvo sus propias luces frías, el océano helado y vítreo, y más allá una noche sin costuras y capaz de quemar el alma, un paisaje que producía en la mayor parte de los visitantes una sensación de profunda incomodidad.
Algunos alienígenas pedían permiso de vez en cuando para vivir dentro de uno de los tanques de combustible.
Las sanguijuelas eran una especie oscura. Ascéticas y reservadas hasta un extremo casi patológico, habían construido su asentamiento allí donde podían estar solas. Entretejieron gruesos plásticos e hilos de diamante y colgaron su hogar del techo del tanque. Era una estructura grande, pero, siguiendo la lógica de las sanguijuelas, el interior era una sala única. La habitación se extendía hasta el infinito en dos dimensiones, mientras que el techo gris y reluciente estaba lo bastante cerca como para poder tocarlo. Que era lo que Washen hacía de vez en cuando. Dejaba de caminar y apoyaba ambas manos en la sorprendente calidez del plástico, luego respiraba hondo y se desprendía de lo peor de su claustrofobia.
Unas voces la impelían a continuar.
No podía contar todas las voces, y la confusión era demasiado grande para encontrarle sentido o decirle siquiera qué especie hablaba. Washen jamás había conocido a las sanguijuelas. No de forma directa, nunca.
Pero había formado parte de la delegación de capitanes que había hablado con los mejores diplomáticos de las sanguijuelas, nada entre los dos grupos salvo una plancha de hiperfibra sin ventanas. Los alienígenas hablaban con chasquidos y chillidos, ninguno de los cuales oía ahora. Pero si no eran las sanguijuelas, ¿quién era? Se despertó un tenue recuerdo. En una de las cenas anuales de la maestra (¿hacía ya cuántos años?) algún compañero había mencionado de pasada que las sanguijuelas habían abandonado su hábitat.
¿Por qué?
De momento no recordó ninguna razón, ni siquiera recordó si la había preguntado.
Washen esperaba que las sanguijuelas hubieran llegado a su destino, que hubieran desembarcado sin incidentes. O quizá solo fuera que habían encontrado un hogar más aislado, si es que eso era posible. Pero siempre existía la triste posibilidad de que se hubiera producido un gran desastre y los pobres exófobos hubieran perecido.
Las extinciones a bordo de la nave eran más comunes de lo que los capitanes admitían en público, o siquiera ante sí mismos. Algunos pasajeros resultaban ser demasiado frágiles para soportar los largos viajes. Los suicidios en masa y las guerras privadas se llevaban a otros. Pero como a Washen le gustaba recordar, por cada invitado fallido había cien especies que prosperaban, o que al menos se las arreglaban para aferrarse a la vida en algún pequeño lugar de aquella gloriosa máquina.
Para sí, en un susurro, preguntó:
—¿Quiénes sois?
Había pasado una hora desde que saliera del sencillo ascensor. Había comenzado a andar por el centro del hábitat tras pasar primero por una serie de cámaras limpiadoras cuya función eran purificar a los recién llegados. No funcionaba ninguna de las cámaras, y todas las puertas estaban abiertas y apuntaladas o desmanteladas. Era obvio que alguien había estado allí. Pero no había instrucciones, ni siquiera una nota escrita a mano clavada a la última puerta. Washen había cubierto ocho o nueve kilómetros de aquella gravedad subterráquea que estaba poco más allá del centro de la única pared circular del hábitat.
Volvió a detenerse y apoyó las dos manos en el techo, y luego, tras ladear la cabeza, juzgó de dónde venían las voces. La acústica era excelente.
Después echó a correr con paso ligero.
El único mobiliario de la sala eran unas duras almohadas grises. El aire era cálido y rancio, olía a polvo viejo y feromonas duraderas. Los colores parecían estar prohibidos. Hasta la chillona ropa de turista de Washen parecía ir haciéndose más gris a cada momento que pasaba.
Poco a poco fueron oyéndose cada vez más voces, hasta que se convirtieron en sonidos familiares. Se dio cuenta de que eran voces humanas. Y al poco rato incluso supo quiénes eran. No por lo que decían, que seguía siendo una maraña desastrada, sino por el tono. Por la prepotencia. Eran voces destinadas a dar órdenes y a ser obedecidas al instante, sin preguntas ni pesares.
Se detuvo y entrecerró los ojos.
Destacaba sobre aquel ambiente gris algo más oscuro todavía. Un punto, una imperfección. Casi nada a esa distancia. Los llamó.
—¿Hola?
Luego esperó lo que le pareció tiempo suficiente y decidió que nadie había oído su voz, y cuando empezaba a gritar otra vez «hola» le llegó el sonido de varias voces que le decían «hola», y «por aquí» y «¡bienvenida, casi llegas tarde!»
Y así era.
Las órdenes de la maestra le habían dado dos semanas para bajar sin que nadie la viera hasta aquel extraño lugar. Washen se había despedido de Pamir con tiempo de sobra, pero después, mientras esperaba un coche cápsula en un pequeño puesto secundario, se había tropezado con tropas de seguridad que habían examinado su identificación falsa y su genética donada, y luego la habían dejado irse. Después de eso, solo para asegurarse de que no había nadie oculto entre las sombras, había vagado otro día entero antes de emprender el camino hacia ese lugar.
Washen comenzó a correr.
Pero cuando el punto oscuro se convirtió en personas que aguardaban en grupos y pequeñas filas, se detuvo y volvió a caminar con la intención de mostrar cierto decoro.
Dio comienzo una suave lluvia de aplausos que calló pronto.
De repente, Washen no pudo contar a todos los capitanes desplegados ante ella, y tras adoptar su mejor sonrisa de capitán se reunió con ellos.
—Bueno, ¿y por qué, por qué, por qué estamos aquí? —preguntó casi con una carcajada.
Nadie parecía saberlo que había ocurrido. Pero era obvio que los capitanes habían pasado los últimos días hablando sobre poco más. Cada uno tenía su teoría favorita que ofrecer, y ninguno tenía el mal gusto de defender demasiado sus palabras. Luego se terminó ese ritual, al menos de momento, y sus colegas le pidieron a Washen que contara historias de sus viajes. ¿Por dónde había vagado, qué maravillas había logrado? ¿Tenía dos o veinte ideas interesantes sobre toda aquella locura?
Washen mencionó unas cuantas guaridas de turistas, pero evitó cualquier palabra que pudiera, aunque fuera por accidente, recordarle a alguien la existencia de Pamir.
Luego, con un encogimiento de hombros, admitió:
—No tengo ninguna conjetura. Presumo que es un asunto necesario y de una importancia gloriosa, pero hasta que sepa los hechos, eso es todo lo que puedo suponer.
—Bravo —dijo un capitán de ojos grises.
Washen estaba comiendo. Y bebiendo. Los primeros en llegar habían seguido un goteo constante que llegaba de ese lugar, y habían descubierto grandes pilas de conservas selladas y una docena de barriles del mejor vino de la nave, traído desde el distrito del Mar Alfa, cultivado por las manos y los pies de simios modificados para ello. A juzgar por el tamaño de las gotas y el pequeño charco rojo, el barril se había abierto sin ayuda en cuanto el primer capitán había salido del ascensor.
Un vino delicioso, pensó Washen.
Una vez más, el capitán dijo «bravo».
Entonces lo miró.
—Diu —dijo él mientras le ofrecía una mano y una amplia sonrisa.
Washen equilibró la taza sobre el plato, y luego le estrechó la mano con la que le quedaba libre.
—Nos conocimos en el banquete de la maestra —le dijo—. Hace veinte años, ¿no?
—Veinticinco.
Al igual que la mayor parte de los capitanes, Diu era alto para su especie. Tenía unos rasgos arrugados y un encanto fácil que imbuía confianza en los pasajeros humanos. Hasta vestido con una sencilla túnica parecía alguien importante.
—Es muy amable por tu parte recordarme —le dijo él—. Gracias.
—No hay de qué.
Incluso cuando se quedaba quieto, Diu seguía moviéndose. Su piel parecía vibrar, como si el agua que albergaba dentro estuviera a punto de hervir.
—¿Qué te parece el gusto de la maestra? —preguntó él mientras se le iluminaban los ojos grises—. ¿No es un lugar muy raro para reunirse?
—Raro —le hizo eco Washen—. Esa es la palabra.
Miraron durante un instante todo lo que los rodeaba. El techo y el suelo terminaban en un sencillo muro gris puntuado por alguna pequeña ventana. Washen se preparó para lo peor y preguntó:
—¿Pero qué les pasó a las sanguijuelas? ¿Lo recuerda alguien?
—Saltaron ahí abajo, al mar —dijo Diu.
—No —murmuró ella.
—O bien los llevamos a su destino.
—¿Cuál de las dos cosas?
—Las dos —le informó él—. O bien otra cosa muy diferente. Son una especie tan extraña… Al parecer no pueden tomar ningún rumbo sin fingir que van a cien lugares más al mismo tiempo.
—Para confundir a sus enemigos imaginarios, sin duda.
—Estén donde estén —la tranquilizó Diu—, estoy seguro de que les va bien.
—Seguro que tienes razón —respondió Washen, pues sabía bien cuál era la respuesta más cortés. Si algo se desconocía, un capitán siempre debía emitir sonidos positivos.
Diu rondaba a su lado, sonriendo mientras su piel temblaba de nerviosa energía.
Veinticinco años desde que se conocieron… ¿y qué recordaba Washen de aquel hombre, si es que recordaba algo? Algo interrumpió sus pensamientos. Una voz repentina, conocida y cercana, que le dijo:
—Has estado a punto de llegar tarde, querida. Tampoco es que lo notase nadie. Miocene.
Washen se volvió con respetuosa precipitación y se encontró con un rostro que conocía mejor que la mayoría. El rostro de la maestra adjunta era tan estrecho como la hoja de un hacha, y menos cálido: cada hueso oculto bajo la piel tirante tenía su propia y perdurable agudeza. Los ojos oscuros mostraban una expresión divertida y un brillo frío. El cabello corto y castaño estaba veteado de blanco. Más alta que todos los demás, la cabeza de Miocene rozaba el techo. Y sin embargo, se negaba a agacharse, aunque solo fuera por una cuestión de comodidad.
—No es que vayas a saberlo mejor que el resto de nosotros —dijo la alta mujer—. ¿Pero qué crees tú que quiere la maestra?
Los demás se callaron. Los capitanes contuvieron el aliento, encantados en el fondo de que fuera otra la persona que tuviera que soportar el escrutinio de aquella mujer.
—No sé nada —dijo Washen con convicción.
—Te conozco —le recordó Miocene—. Tienes una conjetura, o diez…
—Quizá…
—Todos esperan, querida.
Washen suspiró e hizo un gesto.
—Aquí cuento varios cientos de pistas.
—¿Que son…?
—Nosotros.
Su grupo se encontraba cerca de una de las escasas ventanas, una amplia ranura de plástico grueso, distorsionador. Fuera no había nada salvo negrura y vacío. El océano de hidrógeno líquido, inmenso, tranquilo, imperdonablemente frío, se encontraba cincuenta kilómetros más abajo. No había nada visible en la ventana salvo sus propios reflejos turbios. Washen se miró, contempló su rostro, atractivo y sin edad, con el cabello del color de los cuervos y de la nieve sujeto con un práctico moño. Sus grandes ojos color chocolate delataban confianza, así como un placer bien merecido.
—Nos seleccionó la maestra —sugirió—. Lo que significa que las pistas somos nosotros.
Miocene miró también su reflejo.
—¿Qué ves, querida?
—La élite de la élite. —Washen comenzó a cantar nombres, a hacer una lista de los incentivos y ascensos que se habían ganado a lo largo del último milenio—. Manka acaba de conseguir el segundo grado. Aasleen estuvo a cargo de la última modernización de motores, que se terminó por debajo del presupuesto y con cinco años de adelanto. Saluki y Westfall han obtenido el galardón de la maestra más veces de las que recuerdo…
—Apuesto a que ellos sí se acuerdan —exclamó alguien.
Los capitanes se rieron hasta que se quedaron sin aliento.
Washen continuó:
—Porción es el maestro adjunto más joven de todos. Johnson Smith se saltó tres grados con su último ascenso. Y luego está Diu. —Señaló con un gesto la figura que tenía a su lado—. Ya ostenta el undécimo grado, asombroso. Tú subiste a bordo de la nave, corrígeme si me equivoco, como pasajero. Un turista normal y corriente. ¿No es así?
El enérgico hombre le guiñó un ojo.
—Cierto, señora. Y bendita seas por acordarte.
Washen se encogió de hombros y luego se volvió.
—Y luego está usted, doña Miocene. Una de las ayudantes más queridas, leales y antiguas de la maestra. Cuando era una niña que vivía en la Costa, las veía a usted y a la maestra capitana sentadas juntas en las rocas, planeando nuestro glorioso futuro.
—Soy una vieja bruja, en otras palabras.
—Antigua —ratificó Washen—. Por no mencionar una de las únicas tres maestras adjuntas con estatus de primera en la presidencia en la mesa de la maestra.
La alta mujer asintió, empapándose de halagos.
—Sea cual sea la razón —dijo Washen—, la maestra quiere a sus mejores capitanes. Eso es obvio.
Con tono divertido la maestra adjunta dijo:
—Pero querida, no olvidemos tus propios logros. ¿No crees?
—Yo nunca los olvido —respondió Washen, con lo que se ganó una cordial carcajada general. Y porque no había nada más indecoroso en un capitán que la falsa modestia, admitió—: He oído los rumores. Me han propuesto para que me convierta en la próxima maestra adjunta.
Miocene esbozó una amplia sonrisa, pero no comentó los rumores.
Que era lo más apropiado.
En lugar de eso, respiró hondo.
—¿Podéis oleros? —pidió a todos con voz fuerte y alegre. Los capitanes olisquearon el aire, un acto reflejo. —Ese es el olor de la ambición, queridos míos. Pura ambición. La alta mujer volvió a coger aire, y luego otra vez; y después, con voz resonante, admitió:— ¡No hay otro hedor más tenaz ni, para mí, la mitad de dulce!
Llegaron otros dos capitanes bajo el aplauso y los amables improperios de los demás. No iba a venir nadie más, aunque no había forma de saberlo en ese momento. Unas horas después, uno de los últimos en llegar estaba utilizando la letrina de las sanguijuelas, poco más que un agujero que se dilataba en una parte escogida al azar y convenientemente remota de la sala, cuando al escudriñar en una dirección vacía notó un movimiento. Entrecerró unos ojos más perspicaces que los de cualquier halcón antiguo, y por fin decidió que había un algo evidente que parecía ir creciendo y que se estaba moviendo hacia él desde una dirección nueva e inesperada.
Con tanto decoro como prisa, el capitán ordenó a sus pantalones que volvieran a subirse y regresó corriendo con los demás para comunicar a su oficial superior lo que había visto.
Miocene asintió y sonrió.
—Bien. Gracias —dijo.
—¿Pero qué deberíamos hacer, señora? —espetó el joven capitán.
—Esperar —respondió la maestra adjunta—. Eso es lo que querría la maestra.
Washen clavó los ojos en la distancia. El techo y el suelo se encontraban en una línea perfecta. Después de un buen rato, a la perfección le salió un bulto: un trocito hinchado y brillante de nada que se movía hacia ellos y cubría la distancia que los separaba con una paciencia glacial. Todos permanecieron juntos. Esperando. Luego, el bulto se dividió en varios pedazos desiguales. El más grande era tan brillante como un diamante. Los otros se extendían a ambos lados, y fue entonces cuando los capitanes comenzaron a susurrar.
—Sí. Es ella.
Y dijeron «por fin» por lo bajo.
Una hora más tarde llegó la soberana indiscutible de la nave.
Acompañada por una melodía de cornetas vestales y humanos con voz de ángel, la maestra cruzó los últimos cientos de metros. Si bien sus oficiales seguían utilizando los disfraces civiles, ella lucía una gorra espejada y el robusto uniforme que exigía su puesto. El cuerpo que había elegido era amplio y de una extraordinaria profundidad. En parte, ese cuerpo era una medida de su posición. Pero la maestra también necesitaba espacio para albergar un cerebro aumentado a conciencia. Había que monitorizar y ajustar miles de funciones de la nave, sin dilaciones, utilizando una galaxia de nexos enterrados. De la misma forma que cualquier otra persona caminaría y respiraría, la maestra capitana gobernaba la nave de forma inconsciente desde el lugar donde se encontrase, o donde se sentase, o donde encontrase una cama espaciosa en la que pudieran dormir sus necesitadas partes.
Una mano inmensa se deslizaba por el techo gris ostra para mantener la cabeza de la maestra a salvo de cualquier golpe poco ceremonioso.
Esta tenía una piel suave de un color dorado brillante, un tono muy popular entre muchas especies no terráqueas, y un hermoso cabello blanco entretejido en un nudo gordiano; su bonito rostro era tan redondo y liso que podría haber pertenecido a un bebé de dos años. Pero aquellos ojos radiantes, de un color entre negro y castaño, y la amplia y sonriente boca, transmitían una edad ingente y una sabiduría flexible.
Todos los capitanes se inclinaron.
Como era costumbre, la reverencia de los maestros adjuntos fue la más profunda.
Luego, una decena de capitanes de bajo nivel comenzaron a arrastrar los duros cojines de sanguijuela hacia ella. Diu estaba entre los suplicantes, de rodillas y sonriendo, incluso después de que la gran mujer pasara a su lado con paso calmo.
—Gracias por venir —dijo una voz que siempre sorprendía a Washen. Era una voz muy tenue y pausada, a la que siempre parecía divertirle lo que fuera que aquellos grandes ojos estuvieran viendo—. Sé que estáis perplejos —les aseguró— y confío en que estéis preocupados. Un terror bueno y sensato, quizá.
Washen sonrió para sí.
—Así que permitidme empezar —dijo la maestra. Entonces se abrió en el rostro infantil una sonrisa propia—. Primero, permitidme que os cuente las razones que tengo para este gran juego. Y si para entonces no os ha matado la sorpresa, os explicaré con toda exactitud lo que quiero que hagáis.
Acompañaban a la maestra cuatro guardias.
Dos humanos, dos robots. Pero nunca se sabía cuáles eran las máquinas vestidas de humanos y cuáles los humanos con la determinación de una máquina; un ardid intencionado que hacía que fuera más difícil para los enemigos explotar cualquier debilidad.
Uno de los guardias liberó una pequeña esfera flotante que ocupó su lugar al lado de la maestra.
Disminuyó el fulgor gris del techo y sumió la sala en la penumbra de un atardecer. Luego, la divertida voz dijo:
—La nave. Por favor.
Una proyección en tiempo real se tragó la esfera flotante. Construida con los datos canalizados a través de los sistemas internos de la maestra, la nave se alzaba del suelo al techo. La cara delantera miraba al público. El casco era lustroso y gris, envuelto en una colorista aurora de escudos de polvo, mil láseres que disparaban cada segundo y hacían evaporarse los peligros más grandes. En el horizonte, una diminuta llamarada indicaba que llegaba otra nave estelar. Nuevos pasajeros, quizá. Washen pensó en las inteligencias mecánicas y se preguntó quién las recibiría en su ausencia.
—Bueno —dijo la maestra—. Voy a pelar mi cebolla.
En un instante se evaporó el blindaje de la nave. Washen distinguió las cuevas y cámaras más grandes y los profundos puertos cilíndricos, además de los huesos de hiperfibra que proporcionaban su gran fuerza a la estructura.
Luego se eliminaron los siguientes cientos de kilómetros.
Quedó expuesta la roca, el agua, el aire y la hiperfibra más profunda.
—La arquitectura perfecta —declaró la maestra. Se acercó un poco más a la proyección que se iba encogiendo y su fulgor iluminó su rostro sonriente. Se parecía a una enorme niña pequeña con su juguete favorito, y confesó—: En mi mente, no hay epopeya mayor en toda la historia. Ni en la historia humana ni en ninguna otra.
Washen se sabía ese discurso palabra por palabra.
—No estoy hablando de este viaje nuestro —continuó la maestra—. Circunnavegar la galaxia es todo un logro, por supuesto. Pero la mayor aventura fue encontrar esta nave antes que todos los demás, y luego dejar nuestra galaxia para ser los primeros en alcanzarlo. Imaginad el honor: ser el primer organismo vivo que pisa el interior de estas inmensas salas, la primera mente inteligente en miles de millones de años que experimenta su majestuosidad, su irresistible misterio. Fue una época magnífica. Preguntadnos a cualquiera de los que estuvimos allí. Hasta la última alma, no podemos evitar considerarnos dichosos.
Un alarde antiguo y honorable, y prerrogativa suya.
—Hicimos un trabajo ejemplar —les aseguró—. No pienso aceptar ningún otro veredicto. Durante ese primer siglo, a pesar de los recursos limitados, la sombra de la guerra y la simple enormidad del trabajo, trazamos el mapa de más del noventa y cinco por ciento del interior de la nave. Y como podría señalar, yo dirigí el primer equipo que se abrió camino por las cañerías que tenemos sobre nosotros, y fui la primera en ver la sublime belleza del mar de hidrógeno que hay bajo nosotros…
Washen escondió una sonrisa mientras pensaba: un tanque de combustible es un tanque de combustible que es un tanque de combustible.
—Y aquí estamos —anunció la maestra.
La proyección se había encogido a casi la mitad. Los tanques principales surgían del manto congelado y aparecían como seis bultitos diminutos dispuestos a intervalos regulares por la cintura de la nave, cada tanque colocado justo debajo de uno de los puertos principales. El hábitat de las sanguijuelas estaba debajo del dedo estirado de la maestra, y a esa escala no era más grande que un protozoo gordo.
—Y ahora nos desvanecemos.
Sin sonido ni más alboroto se eliminó otra capa de piedra. Y luego otra. Y rodajas más profundas de los tanques de combustible revelaron grandes esferas llenas de hidrógeno que cambiaron, dejaron de ser un líquido pacífico para convertirse en un sólido negruzco, y a más profundidad todavía en un metal de una transparencia sorprendente.
—Estos mares de hidrógeno han sido siempre los rasgos más profundos — comentó la maestra—. Bajo ellos no hay nada, salvo hierro y un estofado de otros metales aplastados bajo presiones fantásticas.
La nave había quedado reducida a una bola negra y lisa, el ingrediente esencial de una multitud de juegos de salón.
—Hasta ahora lo sabíamos todo sobre el núcleo. —La maestra hizo una pausa y se permitió una sonrisa de astucia—. Había pruebas claras y consistentes que demostraban que, cuando se construyó la nave, su corteza, manto y núcleo se despojaron de radionúclidos. El objetivo, suponíamos, era ayudar a enfriar el interior. Hacer que la roca y el metal no se movieran y fueran predecibles. No sabíamos cómo se habían apañado los constructores, pero había una red de estrechos túneles que llevaban a la parte inferior y que se iban bifurcando a medida que ahondaban, todos reforzados con hiperfibra y contrafuertes de energía.
A Washen se le había acelerado la respiración y asentía.
—A propósito o provocado por la fuerza del tiempo, esos pequeños túneles se derrumbaron. —La maestra hizo una pausa, suspiró y sacudió su rostro dorado—. No había espacio suficiente para que pasara una micromáquina. O eso hemos creído siempre.
Washen sintió el latido de su corazón, crecía en su interior una alegría ahogada, persistente y deliciosa.
—Nunca, jamás se encontró la menor indicación de que hubiera una cámara oculta —proclamó la maestra—. No voy a permitir ninguna crítica sobre este tema. Se llevaron a cabo todas las pruebas posibles. Sísmicas. Intensificación de imágenes por medio de neutrinos. Incluso cálculos manuales de la masa y el volumen. Hasta hace unos cincuenta y tres años, no había ni una sola razón sensata para pensar que nuestros mapas estaban de alguna forma incompletos.
El silencio había envuelto al público.
En voz baja, con suavidad, la maestra dijo:
—La nave entera. Por favor.
Una vez más, la bola de hierro quedó revestida de roca fría e hiperfibra.
—Giramos noventa —dijo.
Como si de repente le entrara la timidez, la cara principal de la nave les dio la espalda. Las toberas de los cohetes aparecieron ante ellos, cada una lo bastante grande para acunar una luna. Ninguna disparaba, y según el programa, ninguna lo haría durante otras tres décadas.
—El impacto, por favor.
Washen se acercó un poco más y anticipó lo que iba a ver. Cincuenta y tres años atrás, al pasar por la Nebulosa Negra, la nave había chocado con un enjambre de cometas. A nadie le sorprendió el acontecimiento. Varias brigadas de capitanes y otros miembros del personal se habían pasado décadas haciendo preparativos, elaborando mapas y más mapas del espacio que tenían ante ellos, buscando tanto peligros como clientes de pago. Pero evitar esos cometas habría costado demasiado combustible. ¿Y para qué molestarse? No es que el enjambre fuera inofensivo, pero se creía que era casi tan inofensivo como era posible.
Se lanzaron salivazos de antimateria contra los obstáculos más grandes.
Los láseres evaporaron los fragmentos que se desplomaban.
Los capitanes contemplaron cómo volvía a desarrollarse el drama, en riguroso detalle: lejos, en otras partes de la sala, vieron cómo unos pequeños soles nacían y dejaban de existir en un parpadeo. Poco a poco las explosiones se fueron acercando, y por fin estuvieron demasiado cerca. Los láseres disparaban sin pausa, haciendo que se evaporaran billones de toneladas de hielo y roca. Los escudos resplandecieron, dejaban de ser una apagada manta roja para convertirse en un manto de un lívido color violeta que luchaba por apartar el gas y el polvo. Pero los escombros seguían salpicando el casco, mil pinchazos que bailaban en su cara gris plateada. Y en el momento crítico del bombardeo hubo un devastador destello blanco que eclipsó las otras explosiones. Los capitanes parpadearon e hicieron una mueca al recordar el instante y la sensación compartida de absoluta vergüenza.
Una montaña de hierroníquel se había colado por sus tan cacareadas defensas.
El impacto hizo temblar la nave. Las cenas de gelatina se agitaron sobre los platos y los tranquilos mares se ondularon. Los pasajeros que más alerta estaban o más sensibles eran dijeron: «madre mía», y quizá se agarraron a algo más sólido que ellos mismos. Luego, durante meses, los rémoras trabajaron para llenar el nuevo cráter de hiperfibra fresca, y los pasajeros, nerviosos y aburridos, hablaron sin descanso sobre aquel único y espeluznante momento.
La nave nunca corrió peligro.
A modo de respuesta, los capitanes habían hecho una exhibición pública de sus cuidados esquemas y rigurosos cálculos para demostrar que el casco podía absorber toda esa energía y mil veces más, y que seguiría sin haber razón para ponerse nervioso, y mucho menos para asustarse. Pero de todos modos, ciertas personas y ciertas especies habían insistido en tener miedo.
Con un entusiasmo palpable, la maestra dijo:
—Ahora la sección transversal. Por favor.
El hemisferio más cercano se evaporó. En el nuevo esquema, las ondas de presión aparecían en forma de colores sutiles que surgían del lugar de la explosión y se extendían y diluían, para luego reunirse de nuevo en la popa, sacudir buena parte de las cañerías de la nave antes de encontrarse y rebotar. Luego volvían por donde habían venido de camino al lugar de la explosión, se encontraban de nuevo y una vez más rebotaban. Incluso hoy se podía detectar una fina vibración que se abría camino en susurros por toda la nave, así como por los huesos de los capitanes.
—Análisis de IA. Por favor.
Se extendió un mapa sobre la sección transversal, todo lo que esperaban y conocían. Es decir, salvo por el rasgo más grande.
—Señora —dijo una voz enérgica. La voz de Miocene—. Es una anomalía, cierto. ¿Pero esa anomalía no… no parece… poco probable?
—Y por eso yo pensé que no era nada —asintió la maestra—. Y mi IA más fiable, parte de mi propia red neuronal, estuvo de acuerdo conmigo. Esta región define un cambio en la composición. O en la densidad. Nada más, desde luego. — Hizo una larga pausa y contempló con atención a sus capitanes. Luego, con una sonrisa elegante y demasiado grande, admitió—: La posibilidad de un núcleo hueco tiene que parecer ridícula.
Los maestros adjuntos y los capitanes asintieron con una sensación de esperanza desigual.
Pero no habían acudido allí por unas anomalías y Washen lo sabía, así que se acercó un poco más. ¿Qué tamaño tenía aquel agujero? Los cálculos eran sencillos, pero las matemáticas creaban unos números asombrosos.
—Ridícula —repitió la maestra—. Pero luego pensé en cuando era un bebé de apenas un siglo. ¿Quién habría supuesto entonces que un mundo joviano podría convertirse en una nave estelar, y que yo heredaría semejante maravilla?
Da igual, pensó Washen, algunas ideas serán siempre una locura.
—Señora —terció Miocene con cierta delicadeza—. Estoy segura de que se da cuenta de que una cámara de esas proporciones haría de nuestra nave algo considerablemente menos masivo. Suponiendo que supiéramos las densidades del hierro que hay en el medio, como es natural…
—Pero tú estás suponiendo que nuestro núcleo hueco está hueco. —La maestra sonrió a su oficial favorita, y luego a todos. Su rostro dorado estaba sereno y se complacía en la confusión e ignorancia de su público. Y les recordó con gesto tranquilo—: Esto comenzó siendo el navío de otras personas. Y no deberíamos olvidar que seguimos sin saber por qué se construyó nuestro hogar. Por lo que podemos decir, esto era el carguero de alguien, diseñado para trasladar cosas y no personas, y aquí, al fin, nos hemos tropezado con la bodega de carga de la nave.
La mayor parte de los capitanes se estremeció.
—Imaginad que hay algo oculto en nuestro interior —les ordenó la maestra—. Un cargamento, en especial cualquier cosa de importancia, hay que sujetarla, protegerla. Así que imaginad una serie de campos de contrafuertes que evitarían que nuestro cargamento traquetease cada vez que ajustásemos el rumbo. Luego imaginad que esos contrafuertes son tan poderosos y duraderos que pueden enmascarar cualquier cosa que haya ahí abajo…
—Señora —gritó alguien.
La maestra se detuvo durante unos instantes.
—Sí, Diu.
—Solo díganos, por favor… ¿qué coño hay ahí abajo?
—Un objeto esférico —respondió ella. Y con un lento guiño, añadió—: Es del tamaño de Marte, más o menos. Pero bastante más difuso.
El corazón de Washen comenzó a galopar. El público dejó escapar un gruñido profundo y herido.
—Muéstraselo —dijo la maestra a su IA—. Muéstrales lo que hemos encontrado.
Una vez más cambió la imagen. Acurrucado dentro de la gran nave había otro mundo, negro como el hierro y claramente más pequeño que la cámara que lo rodeaba. La simple posibilidad de un descubrimiento tan enorme e improbable no le pareció a Washen una única revelación, sino muchas que le llegaban en oleadas y la hacían jadear y sacudir la cabeza mientras miraba el rostro de sus colegas sin apenas ver ninguno de ellos.
—Este mundo, y es un mundo de verdad, tiene atmósfera. —La maestra se reía en voz baja, y su voz pausada no cesaba de sugerir imposibilidades—. A pesar de la abundancia de hierro, la atmósfera tiene oxígeno libre. Y hay agua suficiente para que existan pequeños ríos y lagos. Están presentes todos esos deliciosos síntomas que acompañan a los mundos vivos…
—¿Cómo lo sabe? —exclamó Washen. Luego, en un acto reflejo—: ¡No pretendía ofenderla, señora!
—No he visitado el mundo, si es eso lo que preguntas. —Se echó a reír como una niña y se dirigió a todos—. Pero cincuenta años de trabajo duro y secreto han dado sus dividendos. Utilizando zánganos autorreplicantes he podido reabrir uno de los túneles que se habían derrumbado. Y he enviado sondas curiosas a la cámara para que echen un primer vistazo. Por eso puedo plantarme aquí y aseguraros no solo que existe este mundo, sino que todos y cada uno de vosotros vais a verlo en persona.
Washen miró a Diu y se preguntó si su rostro lucía aquella misma y amplia sonrisa.
—Por cierto, le he dado nombre a este mundo. —La maestra guiñó un ojo—: Médula. —Luego volvió a decir «Médula», y a modo de explicación añadió—: Es una palabra muy antigua. Significa «donde nace la sangre».
Washen sintió que su propia sangre recorría todo su cuerpo tembloroso.
—Médula está reservado para vosotros —les prometió la maestra capitana.
El suelo pareció inclinarse y rodar bajo las piernas de Washen, y fue incapaz de recordar la última vez que había tomado una bocanada consistente de aire.
—Para vosotros —proclamó la gigantesca mujer—. ¡Mis amigos más dignos de confianza y con más talento!
—Gracias —susurró Washen.
Todos pronunciaron la palabra en un coro desigual.
Luego fue Miocene la que exclamó:
—¡Aplauso para la maestra! ¡Aplauso!
Pero Washen no oyó nada, ni dijo nada; había clavado los ojos en la extraña cara negra de aquel mundo tan inesperado.