Los constructores

Todos mis motores chillan y escupen luego, y esas energías titánicas, debilitantes, se traducen en la dulzura de unos codazos. No oigo nada salvo una voz queda, halagadora, que intenta susurrarme para que me acerque a ese sol hinchado y moribundo. Y yo obedezco la voz. Obedezco incluso cuando preveo una colisión con su tenue atmósfera. Incluso cuando siento pinchazos y pequeñas muertes dentro de mi cuerpo, obedezco las sencillas leyes del movimiento, la fuerza y la inercia, y me voy acercando al sol cada vez más. Un miedo estimulante, maravilloso, empieza a embargarme…

Muere un motor.

Luego dos más.

En lo más profundo de mi ser, una serie de explosiones fuertes y brillantes hace derrumbarse tuberías de combustible y funde bombas que chillan. Los motores supervivientes siguen ardiendo, pero ahora con más suavidad. El codazo suave ha disminuido, ahora es una brisa leve que sopla a mi espalda y costado.

Pero aun así caigo hacia el sol.

Mi miedo pierde el asombro.

Poco a poco, y a conciencia, se apodera de mí un pánico salvaje.

Con una claridad repentina contemplo la gran guerra que se libra contra mis motores. Cada acto de violencia es demasiado pequeño para que importe, o está ligeramente mal colocado, o no es el momento, sin más. Los efectos acumulativos tardan en amontonarse, son difíciles de percibir. Por fin, en medio de la agonía, me concentro, intento acudir en ayuda de mis compañeros.

Quizá, de un modo casi imperceptible, me sienten. Me oyen. Me creen.

Una rémora contempla mil válvulas, y cuando le susurro un consejo cierra la única válvula que consigue algo duradero.

Una botella magnética, con miles de millones de años de antigüedad y jamás enferma, falla de repente, en el mejor momento posible, y vomita fragmentos de antihierro en una instalación mezcladora que funciona a toda marcha.

Los ingenieros humanos asesinan a las IA que no quieren atender a razones y luego sustituyen a las máquinas en sus puestos.

Los escombros atascan una tubería de combustible menor.

Los tarambanas atacan mis motores como si su fuego radiante y su luz fueran afrentas personales.

Inclinan un motor obstinado en la dirección contraria, luego lo alimentan con todo el combustible que pueda consumir.

Y por último se arranca el hábitat de las sanguijuelas del techo del tanque de combustible y lo atraviesan con un empujón en la garganta abierta de una enorme tubería de combustible…

Renquean dos motores más, casi muertos.

Pero casi puedo saborear el sol sentir su calor y su aliento contra mi gran piel…, y un trozo de hierro y níquel del tamaño de una luna se hunde en mi costado, me hace un profundo corte, pero me deja intacta…, dándome justo el impulso necesario para mantenerme aquí fuera, para hacerme evitar el sol por lo que, cuando pienso en las inmensas distancias que he cubierto, es nada.

Lo evito por nada.

Y un poco más tarde, cuanto todavía estoy celebrando mi gran fortuna, paso cerca de un algo diminuto, negro, enorme, masivo…, y de nuevo cambia mi trayectoria… y me asomo más allá de la cortina de estrellas y planetas que giran. Veo adonde voy a ir después…

Negrura otra vez.

La nada sin sol, otra vez.

Y de una forma extraña, casi inesperada, me doy cuenta de que allí es donde quiero estar… y me siento como si de nuevo cayera y pusiera rumbo a casa, feliz.

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