El cielo es liso como la perfección e igual de eterno, redondo como la perfección y supremo en todos los sentidos, como debería serlo ese extremo del universo.
Un billón de rostros hacen caso omiso del cielo.
La perfección es insignificante. Es aburrida.
Lo que tiene consecuencias está enfermo, defectuoso, triste y enfadado, todo lo que comes o que desea comerte a ti y todo lo que es una putada en potencia. Solo la imperfección puede cambiar su naturaleza, o la tuya, y el cielo nunca cambia. Nunca. Y por eso esos billones de ojos miran hacia arriba solo para buscar cosas que vuelan o flotan, todo lo que está más cerca de ellos que esa redondez lustrosa y plateada.
No hay perfección aquí abajo.
En este lugar nada puede permanecer igual durante mucho tiempo y no triunfa nada que no pueda adaptarse, con rapidez, sin dudar ni quejarse y sin el menor remordimiento.
No se puede confiar en el suelo que hay debajo.
La próxima y profunda bocanada de aire no es una certeza.
Quizá una mente pensante, razonable y consciente de sí misma desearía probar un poco de esa gloriosa perfección.
Ingerir la eternidad.
Tomar prestada su fuerza y majestuosa resistencia, aunque solo fuera por un momento.
Pero es un deseo demasiado sofisticado y pródigo para estas mentes. Son débiles, pequeñas y temporales. Se concentran en el instante. En comer y follar, y luego descansar solo cuando no hay más alternativa. Nada más está grabado con tanta firmeza en su cálida genética, nada más gira en la sangre ni cabalga metido en el polen y el esperma.
Si desperdicias un momento, pereces.
Este es un universo desesperado y furioso. Sus defectos son profundos, desde luego. Pero dentro de cada diminuta mente hay lo que pasa por un orgullo de acero que dice:
«Aquí estoy».
«Estoy vivo».
En el dorso de esta hoja, o encaramado en la cresta de ese ardiente guijarro de hierro, el que gobierna soy yo… Y para esas cosas vivas que hay bajo mis pies, demasiado pequeñas para que yo los vea, soy un ser con un aspecto magnífico y poderoso.
¡Perfecto a tus patéticos ojitos!
Maravillas secretas se habían logrado en apenas unas décadas.
Zánganos topo habían ido carcomiendo el terreno a lo largo de miles de kilómetros de níquel y hierro para reabrir uno de aquellos antiguos túneles derrumbados. A su paso, hormigas industriales habían revestido las paredes con el grado más alto disponible de hiperfibra. Se había desconectado la estación de bombeo de reserva de uno de los tanques de combustible y se había integrado en el proyecto. Flotas de coches cápsula, fabricados allí mismo y libres de toda identificación, esperaban fuera de la excavación, listos para transportar a los capitanes al lejano centro de la nave, mientras una brigada de zánganos de construcción seguía adelante, construyendo una base de operaciones, una pequeña ciudad, eficiente y estéril, repleta de dormitorios, talleres, acogedoras cocinas y laboratorios de primera clase, todo ello metido en una burbuja transparente de diamante recién tallado.
Washen fue de las últimas en llegar al campamento base.
Por insistencia de la maestra, fue ella la que dirigió el destacamento de limpieza que eliminó con toda meticulosidad hasta el último rastro de los capitanes del interior del hábitat de las sanguijuelas.
Era una precaución necesaria en una operación que exigía una seguridad sin fisuras, un trabajo que requería una labor dura y precisa.
Algunos de los suyos consideraron la tarea un insulto.
Frotar las letrinas y rastrear escamas de piel rebelde era un trabajo tedioso y agotador. Ciertos capitanes protestaron. —No somos bedeles, ¿o sí?
—No lo somos —asintió Washen—. Los profesionales ya habrían terminado hace una semana.
Diu pertenecía a su destacamento y, al contrario que la mayoría, el capitán novato trabajó sin quejas; era obvio que intentaba impresionar a su superior. Entraba en funcionamiento un encantador egoísmo. Washen luciría pronto las charreteras de maestra adjunta, y si Diu era capaz de impresionarla con su celo, quizá se convirtiera en su benefactora. Era muy calculador, sí. Pero la capitana pensaba que era una actitud razonable, incluso noble. Washen creía que no tenía nada de malo que un capitán hiciera sus cálculos, ya se tratara del rumbo de la nave o de la trayectoria de su importante carrera. Era una filosofía que le había mencionado con frecuencia a Pamir y que este nunca jamás aceptaría, ni siquiera en los términos más corteses.
Tardaron dos semanas y un día en terminar su misión de bedeles.
Coches estrechos de dos plazas esperaban para cubrir la larga caída al campamento base. Washen decidió que Diu viajaría con ella y que su coche sería el último en irse; Diu la recompensó con la historia de su vida, encantadora y bastante embellecida.
—Nacido en Marte y nacido rico —le confesó—. Vine a esta nave por las razones turísticas habituales. La promesa de la emoción. O de la novedad. La aventura en dosis seguras y manejables. Y por supuesto, la improbable posibilidad de que algún día, en algún lejano y exótico lugar de la Vía Láctea, llegara a convertirme de verdad en un ser humano mejor.
—Los pasajeros no se unen a la tripulación —comenzó a decir Washen.
Diu esbozó una amplia sonrisa, había algo perpetuamente juvenil en aquel rostro y en aquella expresión brillante.
—Porque es muy difícil —admitió—. Porque tenemos que empezar en el fondo del fondo. Debemos entregar nuestro estatus, ganado a duras penas o robado, e incluso si nacimos ricos, eso no nos convierte en tontos. Entendemos las cosas. El talento viene en sabores diferentes, y a nuestros talentos en concreto estas ropas no les sientan muy bien.
Allí, donde nadie los veía, se habían vuelto a poner sus uniformes espejados.
Washen asintió y rozó las charreteras de color negro violáceo.
—¿Entonces por qué lo hiciste? —preguntó—. ¿Eres tonto, acaso?
—Desde luego —canturreó él.
La mujer no pudo evitar echarse a reír.
Con el tono de una confesión, el novato le explicó:
—Interpreté el papel de pasajero acomodado durante unos cuantos miles de años. Luego me di cuenta por fin de que, a pesar de todas mis aventuras y todas mis resueltas sonrisas, estaba aburrido y siempre lo estaría.
Las ventanillas del coche se oscurecieron. La única iluminación que había dentro del pequeño vehículo procedía de un panel de control, manchas verdes de luz que aseguraban que todos los sistemas estaban funcionando bien. El verde de un bosque terráqueo, un color reconfortante para los humanos, un eco evolutivo, pensó Washen de pasada.
—Pero los capitanes nunca parecían aburridos —le dijo él—. Cabreados, sí. Y agobiados, casi siempre. Pero eso fue lo que me atrajo de vosotros. Aunque solo sea porque eso es lo que espera la gente, vuestras almas están siempre ocupadas, sin descanso y llenas de momentos transcendentes.
Diu había hecho un viaje único hacia la élite de la nave. Recitó sus puestos y su ascenso constante por la jerarquía, primero como humilde oficial, luego como capitán de baja categoría. Pero cuando estaba a punto de mostrarse tedioso, se contuvo. Dejó de hablar y sonrió hasta que ella observó su sonrisa. Luego, con voz baja y respetuosa, le preguntó a Washen por su notable vida.
Cien mil años quedaron descritos en once frases.
—Nací dentro de la nave. En mi infancia, la Costa fue mi hogar. La maestra necesitaba capitanes, así que me convertí en uno de ellos. He cumplido con todos los trabajos que hacen los capitanes y unos cuantos más. Durante los últimos cincuenta milenios me he dedicado a recibir y supervisar a nuestros invitados alienígenas. Según mi archivo laboral y mis evaluaciones, soy muy buena en mi profesión. No tengo hijos. Mis mascotas y mi apartamento son autosuficientes. Pensándolo bien, estoy cómoda en compañía de otros capitanes. No me imagino viviendo en otro lugar que no sea esta maravillosa y misteriosa nave. ¿En qué otro lugar de la creación puede una persona beber de tanta diversidad, cada día de su vida?
Diu cerró los ojos grises un momento. Y como siempre, los ojos sonrieron junto con aquella boca amplia y móvil.
—¿Siguen tus padres a bordo? —le preguntó.
—No, vendieron sus acciones una vez que la nave entró en la Vía Láctea y emigraron. —A un mundo colonial, pero eso no lo mencionó. Un lugar basto y salvaje a su llegada, pero ahora con toda probabilidad atestado de gente y tremendamente normal.
—Apuesto a que se sentirán orgullosísimos —comentó Diu.
—¿Orgullosos de qué?
—De ti —respondió él.
Durante un instante a Washen la embargó la confusión, y quizá se le notó en su rostro de ordinario sereno.
—Porque se enterarán de la noticia —continuó Diu—. Cuando la maestra le anuncie a la galaxia lo que hemos encontrado aquí abajo y hable de nuestro papel en esta gran aventura… Cuando eso ocurra, creo que todo el mundo, en todas partes, va a conocer nuestra historia.
Lo cierto es que ella no había considerado una posibilidad tan obvia.
Es decir, no hasta ese momento.
—Nuestra famosa nave tiene algo oculto en su interior —dijo Diu—. Imagina lo que pensará la gente.
Washen asintió, estaba de acuerdo… mientras una onza de su ser comenzaba a sentir el más leve y gris de los escalofríos, un heraldo repentino de lo que podría ser un temor pequeño y extraño.
Los recién llegados no estaban preparados para Médula.
Washen no había visto imágenes de su campamento base ni del mundo en sí. Las imágenes, como los susurros, tenían vida propia y cierto talento para extenderse más allá de lo que se pretendía. Y por eso ella no tenía nada en mente salvo los esquemas que la maestra había mostrado a todos los capitanes, y que le habían hecho sentirse como una niña inocente.
El diminuto coche en el que viajaban los dos se hizo transparente cuando aparcó en un pequeño garaje. Había hiperfibra en todas direcciones, el material gris plateado se moldeaba hasta convertirse en un marco diamantino que creaba puntos de atraque, casilleros y escaleras largas, muy largas.
El coche reclamó el primer punto de atraque disponible.
A pie recorrieron los últimos escalones de tres en tres, y así conquistaron Diu y Washen el último kilómetro. Estaban en el interior de un pasadizo recién fabricado y un poco frío. Luego terminaron las escaleras, y sin previo aviso salieron a una amplia plataforma panorámica desde donde se asomaron juntos al borde.
La burbuja de diamante yacía entre ellos y varios cientos de kilómetros de espacio animado y sin aire. Campos de fuerza giraban por el aparente vacío, creando una serie de obstinados contrafuertes. En sí mismos los contrafuertes ya eran un gran descubrimiento. ¿De dónde sacaban la energía? ¿Cómo habían cumplido su función durante tanto tiempo, sin un solo momento de interrupción? En realidad, Washen podía verlos: una luz blanca azulada y brillante parecía fluir por todas partes hasta llenar la gigantesca cámara. La luz nunca parecía vacilar. Incluso con la protección de la burbuja, el resplandor era intenso. Incesante. Los ojos civilizados necesitaban adaptarse, una tarea fisiológica que incluía las retinas y el color del cristalino, una labor inconsciente que podría llevar una hora, como mucho, pero incluso con su flexible genética Washen dudaba que una persona, dado un periodo de tiempo razonable, pudiera llegar a sentirse cómoda con aquel día interminable.
La pared de la cámara era una gran esfera de hiperfibra de color gris plateado estropeada, solo por el más diminuto de los túneles aplastados que había quedado de la época en que se creó. La cámara rodeaba un volumen mayor que el de Marte, y según los sensores y las mejores conjeturas, su hiperfibra era tan gruesa como el blindaje más grueso que había en el remotísimo casco de la nave. A juzgar por su grado y pureza, era probable que fuera dos veces más fuerte, o veinte. O más, quizá.
La pared plateada era el techo de los capitanes y descendía de forma abrupta pero con suavidad por todos lados, al tiempo que su cara plateada se desvanecía tras el cuerpo redondo de Médula.
—Médula… —susurró Washen hechizada.
En una pequeña porción del mundo, allí abajo, donde dio la casualidad que sus ojos entrecerrados miraron primero, hasta una docena de volcanes vomitaban fuego y gases negros, cintas de hierro candente que fluían para adentrarse en un lago de hierro que se enfriaba de mala gana, mientras una escoria sucia y oscura se iba formando en la orilla. En cuencas más frías y cercanas, los arroyos de agua caliente se adentraban en lagos tibios que no parecían mucho más acogedores: cuerpos manchados de minerales e inyectados de violetas, torbellinos de carmesí y negro, gruesos marrones cenagosos. Sobre todos esos lagos, agua: nubes reunidas en imponentes tormentas devueltas por los musculosos vientos a la tierra. Allí donde la corteza no explotaba, era de un escabroso color negro sin sombra, y la negrura no se debía a los suelos ahogados por el hierro. Lo que Washen vio era una vegetación vigorosa del color del hollín y que disfrutaba del calor de aquel día interminable. Bosques. Selvas. Masas de algo parecido a arrecifes de vida fotosintética. Una bendición, todo ello. Cuando observaban desde el campamento base, los capitanes solo podían suponer lo que estaba pasando. La vegetación actuaba como un sinfín de filtros, eliminaba las toxinas y arrancaba el oxígeno de la interminable corteza, creando una atmósfera que no estaba limpia, pero que parecía lo bastante limpia para que los humanos, una vez condicionados de la forma adecuada, pudieran respirarla, quizá con comodidad.
—Quiero ir ahí abajo —confesó Washen.
—En su momento —le advirtió Diu mientras señalaba algo por encima del hombro—. Las cosas que son imposibles suelen llevar su tiempo.
La burbuja de diamante envolvía más de un kilómetro cuadrado de hiperfibra. Las tiendas, las residencias y los laboratorios colgaban como estalactitas y sus tejados servían de cimientos. En el borde de la burbuja, unos zánganos barreneros vertían hiperfibra fresca para crear un cilindro de color blanco plateado que iba creciendo poco a poco, hacia el tosco paisaje negro de abajo.
Ese cilindro sería su puente al nuevo mundo.
Con el tiempo…
No había ninguna otra forma de bajar. Los campos de los contrafuertes habían destruido todo tipo de maquinaria enviada a su interior. Por muchas razones, algunas apenas comprendidas, esos contrafuertes también erosionaban, y luego mataban, a todo tipo de mente que se atreviese a tocarlos. Algunos capitanes con experiencia en ingeniería habían trabajado sobre el problema. La líder del equipo era una genio llamada Aasleen que había diseñado un pozo de hiperfibra con el interior protegido por cuasicerámica y superfluidos. Las teorías más toscas afirmaban que el peligro terminaría donde terminara la luz, que era en los bordes superiores de la atmósfera de Médula. Una exposición breve y protegida no mataría a nadie. Pero antes de que los capitanes hicieran historia, se realizarían pruebas. Sentados en un laboratorio cercano, dentro de jaulas espaciosas y limpias, había varios cientos de cerdos y babuinos inmortales, todos ellos igual de malcriados y todos ellos ignorantes por completo de su inminente heroísmo.
Washen estaba pensando en babuinos y calendarios.
Una voz conocida interrumpió su ensoñación.
—¿Qué impresión te da, querida?
Miocene se encontraba detrás de ellos. De uniforme, su presencia era incluso más imponente, y también más fría. Pero Washen preparó su mejor sonrisa y saludó a la líder de la misión con un nítido «señora» y una pequeña inclinación.
—Estoy sorprendida, señora —admitió—. No sabía que este mundo fuera a ser tan hermoso.
—¿Lo es? —Aquel rostro afilado como un cuchillo le ofreció una sonrisa. Sin mirar abajo añadió—: No podría saberlo. No entiendo nada de estética. Durante un incómodo momento no habló nadie.
Luego Diu sugirió:
—Es una belleza espartana, señora. Pero está ahí.
—Te creo. —La maestra adjunta le sonrió a la distancia—. Pero dime: si este mundo resulta tan inofensivo como hermoso, ¿qué crees que pagarán nuestros pasajeros para venir aquí y echar un vistazo? O quizá para bajar y dar un paseo.
—Si es un poco peligroso —aventuró Washen—, entonces pagarán más.
Diu asintió con la cabeza.
La sonrisa de Miocene se acercó más y se hizo más dura.
—¿Y si es más que un poco peligroso?
—Lo dejaremos en paz —respondió Washen.
—¿Peligroso para la nave?
—Entonces tendremos que hundir nuestro nuevo túnel —sugirió Diu.
—Con nosotros arriba y a salvo —añadió Miocene.
—Por supuesto —dijeron los capitanes al unísono.
Una amplia sonrisa llenó el rostro de Diu, y por un momento fue como si estuviera sonriendo con el cuerpo entero.
Tras el puente en ciernes, aferrados a la cara lisa de la cámara, había decenas de espejos y varias colecciones de complejas antenas. Diu las señaló con un gesto.
—¿Hemos visto vida inteligente, señora? —preguntó—. ¿O quizá unos cuantos artefactos?
—No —dijo Miocene—, y no.
Sería un lugar extraño para que evolucionara la sapiencia, pensó Washen. E incluso si los constructores de la nave hubieran dejado alguna ciudad a su paso, habría quedado destruida mucho tiempo atrás. O al menos habría sido tragada. La corteza que había bajo ellos quizá no tuviera ni siquiera mil años. Médula era una forja enorme que refundía de forma constante no solo su negro rostro, sino también los huesos calientes que había debajo.
—Este mundo tiene una gran característica propia —señaló Diu—: es la única parte de la nave que viene con sus propias formas de vida.
Cierto. Cuando llegaron los humanos, cada pasadizo y cada sala gigantesca resultaron yermos. Tan desprovistos de vida como las manos limpias y elegantes del mejor autodoc, y más todavía.
—Pero eso quizá solo sea una coincidencia —respondió Washen—. Para nacer, la vida suele requerir una geología activa. El resto de la nave es roca fría e hiperfibra, y las enormes plantas purificadoras habrían destruido cualquier compuesto orgánico ambicioso casi al mismo tiempo de formarse.
—Y sin embargo no puedo evitar soñar —confesó Diu mientras se quedaba mirando a las dos mujeres—. En mis sueños, los constructores están ahí abajo, esperándonos.
—Un delirio —le advirtió Miocene.
Pero Washen sentía algo muy parecido. Allí de pie, contemplando ese reino maravilloso, se imaginaba una especie antigua de bípedos que recubrían con hiperfibra las paredes de la cámara y luego creaban Médula con el propio núcleo de la nave. No sabía por qué lo habrían hecho, ni siquiera se atrevía a conjeturar en secreto. Pero imaginarse a alguien como ella, cinco o diez mil millones de años atrás… era una perspectiva atractiva, aterradora y concentrada, y algo que no quería compartir con los demás.
¿Quién sabía lo que encontrarían? Era un lugar enorme, se recordó Washen, No podían ver más que una franja del mundo desde aquella diminuta atalaya. ¿Y quién podía decir lo que había debajo de cualquiera de esas montañas que escupían hierro, o más allá de aquel tosco horizonte?
Mientras consideraba estos importantes asuntos, habló Diu. Palabras optimistas salían sin cesar de su incansable boca.
—Esto es fantástico —exclamó mirando a través del suelo de diamante de la plataforma—. Es un honor inmenso. Estoy encantado con que la maestra, en su inmensa sabiduría, me haya incluido en este proyecto.
La maestra adjunta asintió pero guardó un llamativo silencio.
—Ahora que estoy aquí —lloriqueó Diu—, ya casi puedo verlo. El propósito de este lugar y de la nave entera.
Con una mirada serena, Washen intentó decirle a su compañero que se callara.
Pero Miocene ya había ladeado la cabeza para mirar a su colega de grado undécimo.
—A mí, por lo menos, me encantaría oír todas tus ideas, querido.
Diu enarcó sus oscuras cejas.
Y un instante después, con un tono entre divertido y desolado, comentó:
—Tendrá que disculparme, pero creo que no, señora. —Luego se miró las manos y habló con el criterio frío de un capitán—. Una vez dicho, el pensamiento útil ya le pertenece a otra alma por lo menos.
Incluso dentro de su alojamiento, con las ventanas oscurecidas y todas las lámparas dormidas, Miocene alcanzaba a sentir la luz exterior. En su mente podía ver el color azul y duro incluso cuando tenía los ojos bien cerrados, y podía sentir el resplandor que se colaba por las grietas más diminutas y luego le perforaba la carne, sin más ansia que la de molestar sus viejos huesos.
¿Cuándo había sido la última vez que había dormido bien? No recordaba lo que era la noche, cosa que no hacía más que empeorar las cosas. La presión de esta misión, en este entorno concreto, estaba haciendo estragos en sus nervios y su confianza, y estaba partiendo en dos la apariencia que con tanto esmero se había fabricado.
Despierta y sabiendo que no debería estarlo, la maestra adjunta se quedó mirando la oscuridad, imaginando un techo diferente y un yo también diferente. Cuando era poco más que un bebé, sus padres (personas de medios modestísimos) le regalaron un juguete inesperado y maravilloso. Era una miniatura en aerogel y diamante de la sonda del espacio profundo que acababa de descubrir a la Gran Nave. Por insistencia de la niña suspendieron el juguete sobre su cama. Parecía una tela de araña azulada que de algún modo había atrapado media docena de espejos diminutos y redondos. En el centro había una caja del tamaño de un puño. Dentro de la caja había una sencilla IA que conservaba los recuerdos y la personalidad de su histórico predecesor. Por la noche, mientras la niña yacía bajo las mantas, la IA hablaba con una voz profunda y paciente y describía los mundos lejanos que había trazado, y cómo su valiente trayectoria había terminado por sacarla de la Vía Láctea. Los espejos falsos proyectaban imágenes que mostraban miles de mundos, luego el vacío negro y frío y, por fin, el primer fulgor apagado de la nave. El fulgor resplandecía y se hinchaba hasta convertirse en la cara magullada y antigua, y luego Miocene se encontraba más allá de la nave, volviendo la cara para contemplar los motores descomunales que habían contribuido a lanzar aquella maravilla hacia ella. Porque habían lanzado la Gran Nave hacia ella, lo sabía. A esa edad, y siempre.
Llegada la mañana, el juguete siempre la saludaba con palabras de envidia.
—Ojalá tuviera piernas y pudiera caminar —afirmaba—. Y desearía tanto tener tu mente y tu libertad, y también solo la mitad de tu glorioso futuro…
Adoraba aquel juguete. A veces le parecía su mejor amiga y su aliada más leal.
—No te hacen falta piernas —le decía Miocene—. Allá donde vaya, te llevaré conmigo.
—La gente se reiría —le advirtió su amiga.
Incluso cuando era niña, Miocene odiaba ser el chiste de nadie.
—Te conozco —decía su juguete riéndose de su necedad—. Cuando llegue el momento, me dejarás. Y antes de lo que crees.
—No lo haré —explotaba ella—. Nunca.
Como es natural se equivocaba. Apenas veinte años después, Miocene tenía el cuerpo de una persona adulta y también los comienzos de un intelecto adulto, y a pesar de tenerlo casi todo en contra, había conseguido una beca completa para estudiar en la Academia de Minería espacial. Su ilustre carrera había comenzado en serio, y por supuesto que dejó atrás sus juguetes. Hoy, su antigua amiga estaría en algún almacén, o perdida, o con toda probabilidad sus padres (personas poco amigas de sentimentalismos) se habrían limitado a tirarla. Y aun así…
Había momentos en los que yacía despierta, sola o no, y miraba al techo y veía a su amiga colgada de nuevo sobre ella, y escuchaba su voz profunda y heroica susurrándole solo a ella, contándole lo que era navegar sola entre las estrellas.
Una voz sin cuerpo dijo: «Miocene».
Estaba despierta, alerta. No se había dormido, estaba segura. Pero la cama la levantó hasta sentarla y se encendió una lámpara, y solo entonces notó el paso del tiempo. Noventa y cinco minutos de sueño ininterrumpido, afirmaba su reloj interno.
De nuevo oyó: «Miocene».
La maestra capitana estaba sentada al otro lado de la habitación. O, más bien, lo que se sentaba en una silla hipotética era una sencilla proyección de la maestra con un aspecto gigantesco, aunque solo estaba compuesta por fotones adiestrados, y la voz conocida le decía a su subordinada favorita y más leal:
—Tienes buen aspecto.
Lo que significaba justo lo contrario.
La maestra adjunta reunió todo el aplomo que tenía a su disposición y luego, con una reverencia pequeña y perfecta, respondió: —Gracias, señora. Como siempre.
Se produjo un leve silencio que pasó a la velocidad de la luz. —No hay de qué.
Aquella mujer tenía un sentido del humor extraño, quijotesco, que era por lo que Miocene jamás había intentado cultivar uno propio. La maestra no necesitaba una amiga que le riera las gracias sino una ayudanta seria, llena de sentido común y devoción.
—Tu petición de equipo adicional…
—¿Sí, señora?
—Rechazada. —La maestra sonrió y luego se encogió de hombros—. No necesitas tanto tener más recursos. Y, con franqueza, algunos de tus colegas están haciendo preguntas.
—Me lo imagino —respondió Miocene. Luego, con una segunda reverencia menos pronunciada, añadió—: El equipo que tenemos es adecuado. Podemos alcanzar nuestro objetivo. Pero como he señalado en mi informe, una segunda línea de comunicación y un nuevo reactor de campo nos proporcionarían una flexibilidad añadida.
—¿Qué recurso no te ayudaría? —preguntó la maestra.
Luego se echó a reír.
Una eternidad de práctica impidió que Miocene mostrara la menor incomodidad.
—Están haciendo preguntas —repitió la maestra.
La maestra adjunta sabía cómo debía reaccionar, es decir, no debía decir nada.
—Tus colegas no se creen nuestra tapadera, me temo. —Aquel rostro redondo sonrió, y la piel dorada absorbió la luz de la lámpara y resplandeció—. Y me he tomado tantas molestias… Un taxi repleto de combustible. Facsímiles robóticos vuestros subiendo a bordo. Luego el trascendental lanzamiento. Pero todo el mundo sabe lo fácil que es mentir, lo que hace que sea difícil convencer a nadie de nada.
Una vez más, Miocene no dijo nada.
Su tapadera era una ficción sencilla: una delegación de capitanes había abandonado la nave rumbo a un mundo dueño de avanzada tecnología. Debían reunirse con una especie de exófobos, y los humanos intentarían convencerlos para que aceptasen su amistad o al menos para que comerciasen con sus lucrativas habilidades. Este tipo de misiones ya se había dado en el pasado, y casi siempre estaban envueltas en el misterio. Y por eso los otros capitanes (los menos cualificados que se habían quedado atrás) deberían saber ya que no había que andar chismorreando por ahí.
—Si te enviara un reactor —explicó la maestra—, alguien podría darse cuenta.
No creo, pensó Miocene.
—Y si estableciéramos una segunda línea de comunicación, entonces duplicaríamos el riesgo que corremos de que alguien envíe u oiga algo que no debería.
Un cálculo probable, sí.
En voz baja, la maestra adjunta respondió:
—Sí, señora. Como desee.
—Como deseo.
—Un asentimiento divertido.
Luego la maestra hizo la pregunta obvia—: ¿Estás cumpliendo el calendario previsto?
—Sí.
—¿Llegarás al planeta en seis meses?
—Sí, señora. —El día anterior el puente de Aasleen estaba ya a medio camino de Médula—. Cumpliremos todas las fechas previstas, si no ocurre nada inesperado.
—Que es como tiene que ser —señaló la maestra.
Un asentimiento prudente. Luego Miocene comentó:
—Nuestra moral es excelente, señora.
—No me cabe duda. Están en unas manos excepcionales.
Miocene sintió que el cumplido le calentaba la piel y no pudo evitar asentir y esbozar la más diminuta de las sonrisas.
—¿Es eso todo, señora? —preguntó.
—De momento —dijo la líder de la nave.
—Entonces la dejaré con obligaciones más importantes —sugirió Miocene. —Lo importante ya lo he acabado —respondió la maestra—. El resto de mi día no es nada salvo rutina.
—Que tenga un buen día, señora.
—Y tú también. Y los tuyos, querida.
La imagen se disolvió seguida por un latido de luz pensativa que registraría el enlace de comunicación en busca de filtraciones y puntos débiles.
Miocene se levantó y se detuvo ante la única ventana de la habitación.
—Ábrete —la convenció.
La negrura se evaporó. La luz despiadada del día la bañó entera, azul y dura. Y ardiente. Mientras miraba toda su ciudad, pequeña y abrupta, mientras contemplaba los zánganos y los capitanes en medio de sus importantes movimientos, Miocene permitió que sus pensamientos vagaran libres. Sí, era un honor para ella estar allí, y sentía un placer interminable al poder liderar esa misión vital. Sin embargo, cuando pensaba con toda honestidad en sus ambiciones, también tenía que ser honesta con su capacidad, por no mencionar la capacidad de sus colegas. ¿Por qué la había elegido la maestra? Había otros que eran líderes más elegantes, más imaginativos y con más experiencia en trabajo de campo. Pero era obvio que la mejor candidata era ella. Y cuando se miraba de verdad, solo había una cualidad en la que Miocene sobresalía por encima de todos los demás.
La devoción.
Eones atrás, la maestra y ella habían asistido juntas a la Academia. Eran muy parecidas: estudiantes ambiciosas que absorbían juntas sus estudios, que socializaban como amigas y que de vez en cuando confesaban sus sentimientos más profundos sobre temas que no admitirían ante amantes, y que a veces no admitirían ni siquiera ante sí mismas.
Ambas jóvenes declararon:
—Quiero ser la primera en esa gran nave.
En los sueños de la maestra, era ella la que lideraba la primera misión, mientras que en los sueños de Miocene no era más que un órgano importante en el cuerpo de la misión. Una diferencia crítica, esa.
¿Por qué, se preguntó Miocene, no había acudido la maestra allí en persona?
Sí, había habido problemas. Obstáculos logísticos y pesadillas con el tema de la seguridad, desde luego. Pero con holoproyecciones y facsímiles robóticos podía regir la nave desde cualquier parte. Y por eso un alma atrevida y dinámica como la suya debía de odiar tener que estar tan lejos de allí. Quizás al final, en el último minuto, la maestra se tragaría su sentido común, se metería como pudiera en uno de los diminutos coches cápsula y acudiría en la víspera del aterrizaje en el planeta. En esencia, le robaría a Miocene su momento histórico.
Por primera vez, la maestra adjunta sintió cuánto odio le inspiraba esa perspectiva. Un pequeño estallido de ira comenzó a ejercitarse en su interior. La sensación era extraña y deliciosa, y lo que era mejor, le parecía del todo apropiada. Una cólera justificada que crecería siempre que a Miocene se le ocurriera pensar que quizá por eso estaba ella allí. La maestra sabía que podía aprovecharse todo lo que quisiera de su infinita devoción. Podía acercarse y robarle el honor, y su maestra adjunta no tendría más alternativa que sonreír y asentir, desviando el mérito y la fama que deberían pertenecerle a ella.
En voz baja, Miocene le dijo a la ventana que se extendiera.
El panel transparente se inclinó hacia fuera y se afinó como una burbuja expandida.
Miocene se inclinó hacia delante y miró por el costado de la residencia, se asomó a través de la calle diamantina a la cara negra y ardiente de aquel extraño mundo… y para sí, en voz baja y seca, dijo:
—Por favor, no venga aquí, señora. Déjeme la gloria. Solo esta vez, por favor.
Los capitanes no eran nada sin planes y rutinas.
La llegada al planeta se produjo nueve días y un año después de la sesión informativa de la maestra, y todos los acontecimientos históricos, pequeños y no tan pequeños, se sucedieron tal y como los capitanes habían anticipado. El lugar del aterrizaje se escogió por la madurez y aparente estabilidad de su corteza. El puente se retocó y manipuló hasta colocarlo en su posición y luego se introdujo en la atmósfera superior, los fuelles tomaron una gran bocanada de aire y el aire robado se sometió a todo tipo de pruebas imaginables. Los últimos kilómetros del puente se añadieron en un último y precipitado momento orquestado con todo cuidado. En el último instante, los sensores estudiaron la tierra que se elevaba hacia ellos y dibujaron un mapa de todos los detalles hasta un nivel microscópico. Luego se clavó de golpe en el suelo de hierro una punta de hiperfibra afilada como una cuchilla, y se precipitó hacia el suelo un coche diseñado especialmente para ello, protegido tanto por sofisticados campos como por su velocidad. El viaje a través de los corrosivos contrafuertes fue rápido y transcurrió sin incidentes, y el primer grupo aterrizó en el planeta con un alboroto mínimo.
Se corrió el rumor de que la maestra en persona iba a venir a tomar parte. Pero, como la mayor parte de los rumores, resultó no ser cierto, y después a todos les pareció una historia un poco ridícula. ¿Por qué, después de cuidar tanto las medidas de seguridad, iba a correr esa mujer un riesgo tan aborrecible?
Fue Miocene la que cargó con el privilegio.
Acompañada por un enjambre de cámaras e IA de seguridad, pisó con cuidado la superficie de Médula. Washen la contemplaba desde el campamento base y desde allí vio aquel rostro demasiado tranquilo que contemplaba el paisaje alienígena, y notó algo en aquellos ojos muy abiertos que no parpadeaban. Asombro, quizá. Una admiración sincera. Luego esa expresión, significara lo que significara, se evaporó. Con aquella boca estrecha y un forzado sentido de su propia importancia, Miocene declaró:
—Al servicio de la maestra, hemos llegado.
Los capitanes que estaban arriba gritaron y rompieron a cantar.
Aquel primer grupo tomó muestras ceremoniales del suelo y el follaje, y luego realizaron la esperada retirada al campamento base.
Se cenó tarde, y fue todo un banquete. Copas sin fondo de champán auténtico acompañaron a las carnes especiadas y las extrañas verduras, y cuando más ruidosa era la fiesta, la lejana maestra envió una cordial felicitación.
Delante de todo el mundo llamó a Miocene «vuestra valiente líder». Luego el cuerpo proyectado hizo un elegante giro, señaló con un gesto el mundo que tenían debajo y proclamó:
—Este es un día trascendental en la trascendental historia de nuestra nave.
No, no lo es, pensó Washen.
Era una desilusión persistente que no hizo más que crecer. Seis equipos, incluyendo el de Miocene, viajaron a Médula al día siguiente, y al estudiar las cosechas de datos y las imágenes en vivo y en directo, Washen encontró justo lo que esperaba encontrar. Los capitanes eran administradores, no exploradores. Cada momento histórico era coreografiado, pura rutina. Lo que Miocene quería era que cada arbusto e insecto tuviera un nombre y que se memorizara cada trozo oxidado de suelo. No se permitía que ni una sola sorpresa tendiera una emboscada a aquellos primeros equipos, tan trabajadores y serios.
Ese segundo día fue concienzudo, y agobiante. Pero Washen no mencionó su desilusión, ni siquiera le puso nombre a sus emociones.
La costumbre era la costumbre, y ella siempre había sido una capitana ejemplar. Además, ¿qué clase de persona espera que haya heridas o errores, o algún tipo de problema? Que es lo que puede provocar lo inesperado.
Y sin embargo…
Al tercer día, cuando su propio equipo estaba listo para embarcar, Washen se obligó a parecer una capitana.
—Daremos un paseo por el hierro —dijo a los otros— y superaremos todos los objetivos. Según el programa, si no antes.
Fue un viaje rápido, y desde luego extraño. Diu viajaba al lado de Washen. Lo solicitó él, igual que había solicitado formar parte de su equipo. El coche protegido comenzó subiendo por el túnel de acceso para meterse en el garaje y adquirir un poco de impulso antes de lanzarse hacia abajo. Luego pasó como un rayo por los contrafuertes, mientras un millón de dedos eléctricos penetraban en los escudos de superfluidos y luego en sus finos cráneos y jugaban por un momento con la cordura de todos.
El coche alcanzó la atmósfera superior y frenó, las tremendas gravedades magullaron la carne e hicieron pedazos huesos menores. Los genes de emergencia se despertaron, entretejieron los análogos de proteínas y solucionaron los dolores más importantes en cuestión de momentos. El puente estaba enraizado en el costado de una colina de hierro frío y oxidado, y selva negra. A pesar del cielo cubierto y cargado, el aire era brillante y el calor era como el de un horno: cada aliento sabía a metales y a sudor nervioso. Los capitanes descargaron los suministros. Como líder del equipo, Washen dio órdenes que todo el mundo se sabía de memoria. Sacaron el coche del puente y luego lo reconfiguraron. Cargaron y probaron su nuevo vehículo; después, los autodocs sometieron a varias pruebas a los capitanes: los genes recién implantados ya empezaban a ponerse en funcionamiento y ayudaban a sus organismos a adaptarse al calor y al entorno rico en metales. Momentos más tarde Miocene, sentada en un campamento cercano, daba su bendición y Washen se elevaba para poner rumbo al lugar de estudio que le habían señalado.
El rústico paisaje estaba roto y retorcido, partido por fallas, crudas montañas e incontables respiraderos volcánicos. Los respiraderos guardaban silencio, algunos desde hacía un siglo y algunos desde hacía una década; o, en algunos casos, desde hacía unos días. Pero el terreno que los rodeaba estaba vivo, adornado por pseudoárboles que recordaban a champiñones enormes, cada uno de ellos apretado contra su vecino. Sus caras negras y barnizadas se alimentaban de la deslumbrante luz azul.
Médula era al menos tan duradera como los capitanes que volaban sobre ella. Los ritmos de crecimiento eran espectaculares, y por más motivos que la luz abundante o la fotosíntesis hipereficiente. Los primeros hallazgos apoyaban una primera hipótesis: la selva también se alimentaba a través de las raíces: las puntas eran como cinceles que se abrían camino a través de las fisuras y encontraban manantiales calientes repletos de bacterias termofílicas.
¿Pero los ecosistemas acuáticos eran igual de productivos? Esa era la pequeña pregunta de Washen, y había elegido un lago pequeño, asfixiado por los metales, para estudiarlo. Llegaron según el programa previsto, y después de darle dos vueltas al lago se posaron en una plancha de escoria negra congelada. El resto del día lo pasaron levantando el laboratorio y la vivienda, colocando trampas para especímenes y, como precaución, instalando un perímetro de defensa, tres IA paranoicas que no hacían nada salvo pensar lo peor de cada bicho y espora que pasaba.
La noche era obligatoria.
A pesar de la luz perpetua, Miocene insistió en que cada capitán durmiera cuatro horas completas y luego invirtiera otra hora en la comida y tareas rituales.
Según el programa previsto, los componentes del equipo de Washen treparon a sus seis refugios instantáneos, se quitaron los uniformes de campaña y luego yacieron despiertos, escuchando el zumbido constante de la selva y contando los segundos que faltaban hasta la hora de levantarse de nuevo.
Se sentaron a desayunar al aire libre, en un pulcro círculo, y levantaron los ojos para mirar al cielo. Un viento cambiante se había llevado las nubes y había traído un aire más caliente y seco, y más luz todavía. La remota pared de la cámara era de un color blanco plateado, lisa y lejana. El campamento base de los capitanes era una mancha oscura visible solo porque el aire estaba despejado. Con la distancia y el resplandor, el puente se había desvanecido. Si Washen tenía cuidado, casi podía creer que eran las únicas personas en el mundo. Si tenía suerte, se olvidaba de que unos sofisticados telescopios la contemplaban allí sentada, en su silla de aerogel, comiéndose las raciones previstas y ahora, con la mano derecha, rascándose el dorso de su muy húmeda oreja derecha.
Diu estaba sentado a su derecha, y cuando ella lo miró, el hombre le sonrió con tristeza, como si leyera sus pensamientos.
—Sé lo que necesitamos —anunció Washen.
—¿Qué necesitamos? —preguntó Diu.
—Una ceremonia. Un pequeño ritual antes de poder empezar. —Se levantó y se acercó al lago, no muy segura de por qué hasta que llegó. Un agua negruzca lamía las piedras medio oxidadas. Dobló las rodillas y dejó que una de sus manos se metiera bajo la superficie, sintió el calor fácil y, entre los dedos, la grasienta presencia del cieno y la vida. Le llamó la atención un grupo de arbustos de pantano con forma de cúpula, a cuyo lado había una trampa para especímenes. Y resultó que estaba llena. Washen se levantó y se secó la mano en el uniforme. Luego, con todo cuidado, desató la trampa y volvió con ella al campamento.
En Médula, los pseudoinsectos llenaban la mayor parte de los mundos animales.
En la trampa había una libélula de seis alas, azul como el feldespato y más larga que un antebrazo. Bajo la mirada de los otros capitanes, Washen sacó con suavidad a su víctima de la red, le plegó las alas y con la mano izquierda le sostuvo el cuerpo con firmeza mientras con la derecha empuñaba un láser. La cabeza se desprendió y el cuerpo pateó un poco antes de morir. Después, Washen despojó el cadáver de las alas y la cola y colocó el grueso tórax dentro de su diminuta cocina de campaña. El asado llevó unos segundos. El caparazón se abrió con un sonido sordo. Luego, la capitana agarró un trozo de la carne caliente y negruzca y con una mueca se obligó a morderla y masticarla.
Diu lanzó una ligera carcajada.
Otra capitana, Saluki, fue la primera en decir:
—Se supone que no debemos.
Un capitán de grado duodécimo llamado Broq añadió:
—Órdenes de Miocene. A menos que haya una emergencia, nos limitamos a comer las conservas.
Washen se obligó a tragar.
—Y no querréis volver a comer esto, creedme —dijo entonces con una amplia sonrisa.
No había virus nativos que coger ni toxinas que su genética reforzada no pudiera destruir u orinar. Miocene estaba interpretando el papel de madre cauta, ¿y qué daño se hacía con eso?
Washen repartió la carne ceremonial.
Saluki deseaba complacer a su líder de equipo, así que se llevó la carne a la lengua y luego se la tragó entera.
Broq protestó, pero consiguió hacer el mismo truco.
Los dos siguientes, dos hermanos nacidos en la nave y llamados Promesa y Sueño, le ofrecieron un guiño pícaro al cielo y le dieron las gracias a Washen.
El último en aceptar su parte fue Diu, y su primer mordisco fue diminuto. Pero no hizo ninguna mueca: cogió el resto del cadáver, y con los dientes blancos arrancó un trozo rico en grasa que masticó antes de tragar.
Luego, con una extraña risita les dijo a todos:
—No es tan horrible. Si dejara de arderme un poquito la boca, creo que hasta disfrutaría del sabor.
Semanas de trabajo incesante hicieron que la posibilidad pareciera un hecho.
Médula se había tallado a partir del corazón de la nave. O para ser más precisos, se había tallado a partir del corazón del joven Júpiter que con el tiempo se convertiría en la Gran Nave.
Fue aquello lo que les dijo a los capitanes la composición del mundo y su propio sentido común. Fueran quienes fueran los constructores, debieron de empezar arrancando el uranio, el torio y otros radionúclidos del resto del Júpiter, para luego inyectarlos en el núcleo. Con los campos de contrafuertes el mundo quedó comprimido, el hierro cada vez más compacto antes de que la pared expuesta de la cámara fuera reforzada con hiperfibra. Cómo se pudo lograr eso, nadie lo sabía. Hasta Aasleen, con todo su genio en el campo de la ingeniería, se limitó a sacudir la cabeza y decir: «que me maten si lo sé». Y sin embargo, miles de millones de años después, sin la ayuda aparente de los constructores ni de nadie más, esta inmensa máquina seguía ronroneando bastante bien.
¿Pero por qué molestarse con semejante maravilla?
La razón más obvia y popular era que la nave necesitaba ser un cuerpo rígido. La tectónica alimentada por cualquier calor interno habría derretido las cámaras y hecho pedazos todos los techos de piedra, es probable que en los primeros miles de años. ¿Por qué tomarse tantas molestias y gastar tanto para crear Médula? Si se disponía de esa clase de energía, ¿por qué no limitarse a sacar el uranio al espacio, donde se le podría dar un buen uso?
A menos que se lo utilizara allí, por supuesto.
Algunos capitanes sugirieron que Médula era el resto casi fundido de un enorme reactor de fisión.
—Salvo que hay formas más fáciles y productivas de fabricar energía — señalaron otros, sus voces más corteses que agradables.
Pero, ¿y si el mundo estuviera diseñado para almacenar energía?
Fue la sugerencia de Aasleen: al pellizcar los contrafuertes, los constructores podrían haber obligado al mundo a rotar. Con paciencia y energía, dos recursos que debían de tener en abundancia, los constructores podrían haberle dado una velocidad tremenda. Al girar dentro de un vacío mantenido intacto gracias a los contrafuertes, así como a una manta desaparecida de hiperfibra, esta inmensa bola de hierro podría haber hecho el mismo servicio que un rotor de buen tamaño.
Lentamente, muy poco a poco, esa energía se vio consumida por la nave vacía.
En algún lugar entre las galaxias, la rotación cayó y quedó en nada, y fue entonces cuando los sistemas de la nave se relajaron y entraron en hibernación.
Aasleen llegó al extremo de crear una elaborada imagen digital, tan realista como era posible. Durante los primeros tiempos del universo, los elementos pesados eran escasos. Los constructores cosecharon los radionúclidos de arriba y los enterraron allí, y a medida que Médula se iba calentando, su manta de hiperfibra comenzó a deteriorarse. A degradarse. Y a morir.
La hiperfibra era rica en carbono y oxígeno, hidrógeno y nitrógeno, cada átomo alineado de forma precisa y cada vínculo reforzado con diminutas pulsaciones cuánticas y predecibles. Bajo una tensión que superaba todos sus límites, la antigua hiperfibra se desmoronaría y los elementos recién reactivos comenzarían a bailar para celebrarlo, dando así a la vida una oportunidad bastante razonable para nacer.
—Es tan obvio… —declaró Aasleen—. Una vez que lo ves, ya no puedes creer otra cosa. Es que no se puede.
Lanzó ese reto en una sesión informativa semanal.
Cada uno de los líderes de equipo estaba sentado en la ilusión de una sala de conferencias de la maestra, todos encaramados a una silla negra de aerogel, sudando bajo el calor de Médula. La habitación que los rodeaba estaba esculpida con luces y sombras, y sentada a la cabecera de la larga mesa de madera de perla, entre unos imponentes bustos dorados de sí misma, estaba la proyección de la maestra. Parecía alerta, pero bastante silenciosa. Lo que se esperaba de estas sesiones informativas eran informes escuetos y una actitud optimista. Las grandes teorías eran una sorpresa. Pero después de que terminara Aasleen, y tras una meditabunda pausa, la maestra sonrió y le dijo a su imaginativa capitana:
—Es una posibilidad intrigante. Gracias, querida. Muchas gracias.
Luego se dirigió a los otros.
—¿Alguna consideración?
Su sonrisa provocó una oleada de ruido elogioso.
Washen dudaba que estuvieran explorando la batería muerta de alguien. Pero no era el momento adecuado para hacer una lista de los problemas que presentaban los rotores y los orígenes de la vida. Además, los bioequipos eran los siguientes en informar, y ella tenía sus propios descubrimientos que también quería compartir.
Un temblor interrumpió los cumplidos.
Se sacudió la imagen de un capitán, seguida por otras. Si se sabía quién se sentaba dónde, se podía adivinar el epicentro. Cuando Washen sintió la primera sacudida y luego las réplicas que se sucedieron, se dio cuenta de que era un gran terremoto, incluso para Médula.
Un silencio atento se apoderó de todos.
Washen fue de repente consciente del sudor que la bañaba. Un aceite dulce, volátil, de aroma azucarado, se elevó de sus poros nerviosos y luego se evaporó, dejándole la piel fresca a pesar del continuo calor.
Luego la maestra, inmune al terremoto, levantó su amplia mano y anunció con tono fluido y abrupto:
—Tenemos que hablar de vuestro programa.
¿Y los bioequipos?
—Se os echa de menos aquí arriba. Que es lo que esperáis oír, estoy segura. — La mujer se rió por un momento, sola. Luego añadió—: La ficción que hemos contado sobre la delegación no es lo bastante astuta, o lo bastante flexible, y la tripulación está empezando a sospechar.
Miocene asintió con intención.
Luego la maestra bajó la mano.
—Antes de que tenga que repeler un ataque de pánico —explicó— tengo que traeros de vuelta a casa.
Se vieron sonrisas por todas partes.
Algunos de los capitanes estaban hartos de las incomodidades; otros solo pensaban en los honores y los ascensos que los esperaban arriba.
Washen carraspeó y luego preguntó:
—¿Se refiere a todo el mundo, señora?
—De momento, sí.
No debería haberle sorprendido que la tapadera tuviera agujeros. No se podían desvanecer cientos de capitanes sin comentario alguno. Y Washen no debería haberse sentido desilusionada. Incluso durante las últimas y ocupadas semanas, se encontraba con que deseaba que la ficción fuese real. Quería estar junto con sus colegas en algún lugar lejano, visitando a unos exófobos dueños de una tecnología avanzada, intentando convencerles para que establecieran una relación útil de confianza. Ese habría sido un reto difícil y gratificante. Pero ahora, al oír que su misión había acabado, pensó de repente en cientos de proyectos que merecía la pena llevar a cabo en su pequeño lago, trabajo suficiente para un siglo entero.
Como líder de la misión, le tocaba preguntarlo a Miocene.
—¿Quiere que suspendamos nuestro trabajo, señora?
La maestra colocó una mano en uno de los bustos. Para ella, la sala y su mobiliario eran reales, y los capitanes solo ilusiones.
—Los planes de las misiones siempre se pueden reescribir —les recordó—. Lo que es vital es que terminéis vuestras inspecciones de ambos hemisferios. Aseguraos de que no haya grandes sorpresas. Y me gustaría que fuerais terminando vuestros estudios más importantes. Diez días de la nave deberían ser suficientes. Más que suficientes. Luego volveréis a casa, dejaréis que los zánganos continúen con el trabajo y podremos tomarnos un tiempo para decidir el próximo paso importante.
Las sonrisas flaquearon, pero ninguna se derrumbó.
Miocene susurró «diez días» con tímido respeto.
—¿Hay algún problema?
—Señora —comenzó la maestra adjunta—, me sentiría un poco más cómoda si pudiéramos estar seguros. De que Médula no es una amenaza. Señora.
Hubo una pausa, y no solo porque la maestra estuviera a miles de kilómetros de ellos. Fue un silencio largo, desconcertante. Luego, la capitana de los capitanes miró a lo lejos, hacia la elusiva distancia y preguntó:
—¿Alguna consideración?
Sería una alteración.
Los otros maestros adjuntos estaban de acuerdo con Miocene. Para realizar ese trabajo en diez días y de forma fiable haría falta la ayuda de todos los capitanes. Eso incluía a aquellos que estaban con los equipos de apoyo. El campamento base quizá tuviera que abandonarse, o casi. Lo que quizá supusiera un riesgo aceptable. Pero aquellas palabras moderadas y conciliatorias estaban oscurecidas por manos apretadas y miradas distantes e intranquilas.
La maestra absorbió las críticas sin hacer ningún comentario.
Luego se volvió hacia la futura maestra adjunta.
—Washen —dijo. Su tono era un tanto cortante—. ¿Tienes alguna consideración que añadir, querida?
Washen dudó todo el tiempo que se atrevió.
—Quizá Médula fuera un rotor —reconoció por fin. Hizo caso omiso de todas las miradas confundidas, asintió y dijo—: Señora.
—¿Es un chiste? —respondió la maestra, su voz desprovista de alegría—. ¿No estamos discutiendo vuestro calendario?
—Pero si era un rotor —continuó Washen—, y si estos contrafuertes mágicos se debilitaron en algún momento, aunque fuera por un instante, Médula habría quedado hecho añicos. Un fallo catastrófico. La manta de hiperfibra no habría absorbido el impulso angular, se habría roto en mil pedazos, el hierro fundido habría golpeado la pared de la cámara y las ondas de choque se habrían transmitido por toda la nave. —Ofreció una serie de cálculos toscos y sencillos. Luego evitó la mirada furiosa de Aasleen para añadir—: Quizá fuera un rotor sofisticado. Pero también podría haber sido un mecanismo de autodestrucción muy eficaz. No lo sabemos, señora. No sabemos qué intención tenían los constructores. Ni siquiera podemos adivinar si tenían enemigos, reales o imaginarios. Pero si hay respuestas, no se me ocurre un lugar mejor para mirar.
El rostro de la maestra era ilegible, impenetrable. Los gigantescos ojos castaños se cerraron, y al fin, poco a poco, sacudió la cabeza con gesto dolorido.
—Desde el primer momento que pasé a bordo de este glorioso navío — proclamó— he alimentado un solo principio, y es el que me guía: los constructores, los arquitectos, fueran quienes fueran, jamás habrían puesto en peligro su maravillosa creación.
Washen deseaba tener esa misma confianza.
Luego aquella aparición de luz y sonido se puso en pie, se inclinó sobre los bustos dorados y la brillante madera de perla y dijo:
—Necesitas cambiar de responsabilidades, Washen. Tu equipo y tú os adelantareis. Ayúdanos a explorar el otro hemisferio. Si está allí, encuentra tu pista reveladora. Luego, una vez terminados vuestros estudios, todo el mundo vuelve a casa. ¿De acuerdo?
—Como desee, señora —dijo Washen.
Dijo «todo el mundo».
Entonces Washen notó la mirada furtiva de Miocene. Había algo en sus ojos entrecerrados que decía: «buen intento, querida».
Y con esa mirada vino una levísima insinuación de respeto.
En tres ocasiones distintas, unas bandadas de zánganos pterosauros habían dibujado mapas intensivos de aquella región. Sin embargo, cuando Washen siguió el camino de las máquinas se dio cuenta de que hasta la inspección más reciente, completada ocho días antes, era demasiado antigua para resultar útil.
Azotado por terremotos, lo que en otro tiempo había sido un paisaje plano se había levantado hacia el cielo y luego se había abierto. Torrentes de hierro fundido corrían por las laderas nuevas. Por encima del murmullo ahogado del motor, Washen oyó la voz del hierro, profunda y firme, inmensa, repleta de una cólera fantástica. Washen volaba en paralelo al temible río, y allí donde tres mapas mostraban un gran lago en forma de herradura, el hierro formaba una charca y consumía los últimos restos de agua y cieno. Columnas de vapor mugriento e hidrógeno se elevaban al cielo y luego se torcían hacia el este. Solo por hacer un experimento se metió volando en el vapor. Las palas de aire del coche ingirieron muestras que luego pasaron por filtros y cien sensores, e incluso un sencillo microscopio, y al asomarse a este Diu comenzó a reírse.
—¿Qué te parece? —dijo—. Vida.
Dentro del vapor cabalgaban esporas, huevos e insectos a medio nacer, encerrados en biocerámica dura e indiferentes a aquel calor abrasador. Dentro de la punta de una petaca con forma de aguja, demasiado pequeña para percibirla a simple vista, había suficientes algas y escarabajos con aletas para conquistar una docena de lagos nuevos.
Las catástrofes eran la fuerza que impulsaba a Médula.
Washen comprendía eso cada día, cada hora, y siempre llegaba con un principio mayor a remolque: de una forma u otra, lo que siempre había gobernado el universo había sido el desastre.
El vapor podía dispersarse de forma brusca y dar paso a la luz azul del cielo, la pared de la cámara colgada muy por encima de su cabeza y abajo, extendiéndose hasta donde a Washen le alcanzaba la vista, se encontraban los inhóspitos huesos negros de una selva.
Los gases y el fuego habían incinerado todos los árboles.
Todos los bichos que se revolvían.
La carnicería debió de ser horrenda. Y sin embargo, el incendio había ocurrido días antes, y nuevos retoños empujaban ya entre los troncos retorcidos y las nuevas grietas, miles de hojas lustrosas y negras que como sombrillas resplandecían en aquel aire demasiado caliente.
Diu dijo algo. Broq se inclinó sobre el hombro de Washen y repitió la pregunta.
—¿Deberíamos parar, y quizá echar un vistazo?
En otros cincuenta kilómetros estarían tan lejos del puente como era posible. El proverbial fin del mundo. Champán helado y algunos placeres más fuertes esperaban ese simbólico momento. Tendrían que echarle paciencia, decidió Washen, y a través de un subsistema implantado pidió al coche que encontrara un trozo de suelo nivelado y fresco donde seis capitanes pudieran disfrutar de un pequeño paseo.
El coche flotó durante un pensativo instante, después descendió y se acomodó.
El aire en el exterior era lo bastante fresco para que pudieran respirar, aunque solo fuera en pequeñas y rápidas bocanadas. Por seguir con el protocolo de la misión, todo el mundo recogió muestras del suelo quemado y de las rocas más idóneas, y luego cortaron trozos de cosas vivas y muertas. Pero sobre todo esto era una excusa para experimentar aquel paisaje duro, en otro tiempo extraño y ahora, después de semanas de trabajo, tan conocido.
Promesa y Sueño estaban examinando un amplio tocón blanco.
—Amianto —observó Promesa mientras frotaba con los dedos la polvorienta corteza—. Sacado del suelo o del aire, o quizá solo recién hecho. Luego extendido alrededor de las raíces, ¿veis? Como una manta.
—El tronco y las ramas eran con toda probabilidad ricos en lípidos —añadió su hermano—. Una vela viva, prácticamente.
—Quería arder.
—Encantada de arder.
—Nacida para arder.
—Por amor.
Luego se echaron a reír para sí, disfrutando de su pequeña canción.
Washen no preguntó qué significaban las palabras. Esas cancioncillas eran antiguas e impenetrables; ni siquiera los hermanos parecían muy seguros de dónde procedían.
Arrodillada al lado de Sueño, Washen vio decenas de brotes planos que surgían del tronco destrozado. En Médula, bendecido con tanta energía y tan poca paz, la vegetación no almacenaba energía en forma de azúcares. Grasas, aceites y potentes ceras muy comprimidas eran la norma. Algunas especies habían reinventado las pilas y acumulaban energías eléctricas dentro de sus intrincados tejidos. ¿Cuánto tiempo le habría llevado a la casualidad y el capricho realizar este elaborado trabajo? ¿Cinco mil millones de años? Como mínimo, supuso. No había ningún fósil al que preguntarle, pero las mediciones genéticas mostraban una diversidad fantástica que implicaba un comienzo realmente antiguo. Estaban en un jardín que podía tener, quizá, diez o quince mil millones de años. Cálculo último este que bordeaba lo absurdo.
Fuera cual fuera la verdad, irse de Médula era una equivocación.
Washen no podía dejar de pensar así, en secreto.
—Siento curiosidad —dijo a los hermanos—. A juzgar por sus genes, ¿qué dos especies son las más distintas?
Promesa y Sueño se pusieron serios y desenvolvieron sus profundas y eficaces memorias. Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera ofrecer una conjetura, hubo una fuerte sacudida seguida por una serie de profundos estremecimientos, y Washen se encontró arrojada sin ceremonias sobre los cuartos traseros.
Tuvo que reírse por un momento.
Después, cerca de allí, dos grandes masas de hierro se arrastraron una hacia la otra y unos chillidos desgarradores rompieron el aire. Parecían monstruos envueltos en alguna horrenda pelea.
Cuando pasó el terremoto, Washen se levantó, se colocó el uniforme con aire informal y luego anunció:
—Hora de irse.
Pero la mayor parte de su equipo ya estaba dirigiéndose al coche. Solo Diu esperó, la miró y no llegó a sonreír.
—Mala suerte —dijo.
Washen sabía a lo que se refería y asintió.
—Lo es.
Su mapa de ocho días era un fósil, y tampoco es que fuera un fósil especialmente útil.
Washen dejó la pantalla en blanco y se puso a volar por instinto. En otros diez minutos, quizá menos, llegarían a su destino. Ningún otro equipo viajaría hasta tan lejos. La capitana extrajo una pequeña y sólida satisfacción de ese pensamiento y empezó a girar, lista para pedirle al que más cerca estuviera que comprobara cómo estaba el champán.
Abrió la boca, pero una voz distorsionada, casi inaudible, la interrumpió:
—¡Informen… todos los equipos!
—¿Quién es esa? —preguntó Broq.
Miocene. Pero sus palabras salían forzadas por una especie de penetrante quejido electrónico.
—¿Qué ve… veis? —exclamó la maestra adjunta. Y luego otra vez—: ¡Equipos… informen!
Washen intentó conectar con algo más que un enlace radiofónico y fracasó. Una docena de líderes de equipo parloteaba en un coro desigual.
Zale se jactó:
—Aquí vamos según el programa.
Kyzkee observó:
—Una rara interferencia en la comunicación… Aparte de eso, sistemas comprobados…
Luego, con más curiosidad que preocupación, Aasleen inquirió:
—¿Por qué, señora? ¿Ve algo que ande mal?
Se produjo un largo y tintineante zumbido.
Washen conectó sus nexos con la serie de sensores del coche y se encontró con que Diu ya estaba allí.
—Mierda —dijo el hombre con voz tensa y controlada.
—Qué… —exclamó Washen.
Luego un rugido estridente barrió todas las voces, cada pensamiento. Y el día resplandeció y volvió a resplandecer, gruesas cintas de destellos cruzaron el cielo y luego se giraron, moviéndose con determinación líquida, dirigiéndose directamente hacia ellos.
Desde el otro lado del mundo les llegó una voz distorsionada:
—El puente… está… ¿lo veis… dónde?
El coche dio un tumbo como si le entrara el pánico, perdió propulsión y luego impulso, después altitud: fallaban todas y cada una de sus IA. Washen desplegó los controles manuales y siglos de ejercicios rutinarios la obligaron a concentrarse. Ya no existía nada salvo la nave que tropezaba, sus reflejos espesos como el jarabe y una amplia extensión de tierra agrietada y bosque quemado.
El siguiente aluvión de relámpagos fue de un color blanco violáceo, y más brillante. No se veía nada salvo su resplandor, salvaje e hirviente.
Washen volaba a ciegas, volaba de memoria.
Su coche estaba diseñado para soportar maltratos heroicos. Pero todos los sistemas se habían desactivado, y la hiperfibra debió de degradarse de algún modo: cuando chocó contra el suelo de hierro, el casco se retorció hasta que cedieron los puntos más débiles y se hicieron añicos. Los campos represores sujetaron los cuerpos indefensos. Luego, sus perfectos mecanismos fallaron y ya nada salvo los cinturones acolchados y las bolsas de gas sujetaron a los capitanes en sus asientos. La carne sufrió tirones que la rasgaron y luego la trituraron. Los huesos quedaron hechos pedazos y arrancados de sus articulaciones, atravesaron los órganos suaves y rosados y luego volvieron a chocar entre sí. Después, los asientos se desprendieron del suelo y tropezaron con violentas sacudidas a lo largo de varias hectáreas de hierro y tocones cocidos.
Washen no perdió la conciencia en ningún momento.
Atontada y curiosa, contempló cómo se rompían y volvían a romper sus piernas y sus brazos; mil magulladuras se extendieron en un único tapiz de color violeta, todas las costillas quedaron aplastadas y convertidas en polvo, y su espina dorsal reforzada se partió hasta que se quedó sin sensación de dolor y sin un solo átomo de movilidad. Echada de espaldas, todavía atada a su asiento retorcido, no podía mover la cabeza aplastada y sus palabras eran lentas y aguadas, tenía la boca llena de babas, repleta de dientes y sangre de color vivo.
—Abandonen… —murmuró— la nave.
Se echó a reír. Débil, desesperadamente.
Una sensación gris le recorrió el cuerpo entero.
Los genes de emergencia ya estaban despiertos y habían encontrado su hogar en ruinas. Protegieron de inmediato el cerebro e inundaron lo que estaba vivo de oxígeno y antiinflamatorios, además de una manta de reconfortantes narcóticos. Recuerdos probados y agradables burbujearon en su conciencia. Durante un momento, Washen volvió a ser una niña que cabalgaba a lomos de su ballena doméstica. Luego, los genes curativos comenzaron a reconstruir órganos y la espina dorsal, tras desmontar la carne para conseguir materia prima y energía. El cuerpo de la capitana se vio consumido por la fiebre, y sudaba aceites perfumados y sangre muerta y negra.
A los pocos minutos, Washen sintió que su cuerpo se reducía.
Una hora después del accidente la atravesó entera un dolor apabullante. Era una agonía favorable, casi reconfortante. Se retorció y gimoteó, luego lloró; con unas manos débiles y reconstruidas se liberó del destrozado asiento. Después, sobre unas piernas descuidadas y desiguales, se obligó a adoptar una postura ladeada.
Washen era veinte centímetros más baja, y más frágil, pero consiguió cojear hasta el cuerpo más cercano, se arrodilló y limpió la carnicería en que se había convertido su rostro. Vio que era el de Diu. Sus heridas eran incluso peores que las de ella. Se había encogido como una fruta vieja y le habían metido la cara en un escarpado puño de hierro. Pero sus rasgos estaban ya medio curados. Mezclado con su agonía había un desafío claro, y el capitán consiguió esbozar una sonrisa mutilada y guiñar un ojo, un ojo gris y superviviente que se clavó en Washen mientras la boca maltratada escupía dientes y ceceaba.
—Un aspecto maravilloso, señora. Como siempre…
Saluki estaba empalada en un palo de hiperfibra tostada.
Las piernas de Broq estaban separadas del cuerpo y el capitán, inmerso en una angustia entumecida, se había arrastrado hasta las piernas y se las había apretado contra las articulaciones equivocadas.
Pero eran los hermanos los que peor estaban. Sueño se había estrellado contra un desprendimiento de hierro y su hermana había impactado después contra él. Los huesos y la carne estaban mezclados. Lenta, muy lentamente, la carnicería se separaba y la curación apenas había comenzado.
Washen volvió a colocar las piernas de Broq. Luego, con la ayuda de Diu, sacó con suavidad a Saluki del palo y la colocó a la sombra del mismo para que se curase. Mientras Diu vigilaba a los hermanos, Washen registró entre los restos en busca de cualquier cosa que pudiese ser útil. Había conservas y uniformes de campaña, pero las máquinas no querían funcionar. Intentó convencerlas para que despertaran, pero ninguna estaba lo bastante bien para declarar siquiera «estoy rota».
Si por algo tenían suerte era porque la corteza parecía estable de momento. No podían permitirse hacer nada salvo curarse y descansar, mientras comían el triple de sus raciones. Más tarde, Saluki incluso se las arregló para encontrar dos refugios instantáneos y las mochilas de supervivencia, además de dos petacas de diamante llenas de champán. Tan caliente como el suelo a esas alturas, pero delicioso.
Sentados a la sombra de un refugio instantáneo, los seis capitanes acabaron con la petaca.
Fingieron que era de noche, se acurrucaron y discutieron lo que iban a hacer al día siguiente. Se indicaron las opciones y se sopesaron, y luego se desechó la mayoría.
Esperar y vigilar: esa fue la decisión colectiva que tomaron.
—Le daremos a Miocene tres días para encontrarnos —dijo Washen. Luego se sorprendió intentando acceder al reloj implantado que llevaba, por pura costumbre. Pero todos y cada uno de sus implantes, cada minúsculo nexo, había quedado frito por el mismo fuego eléctrico que los había arrancado del cielo.
En un mundo sin noche, ¿cuánto tiempo eran tres días?
Lo calcularon lo mejor que pudieron y luego esperaron un día más, por si acaso. Pero no había ni rastro de Miocene ni de ningún otro capitán. No sabían lo que había inutilizado su coche, pero debía de haber dejado sin energía todos los demás. Al ver que no tenían más alternativa, Washen miró a cada uno de sus compañeros, sonrió como si se avergonzara y admitió ante ellos:
—Si queremos volver a casa, da la sensación de que vamos a tener que caminar.
Haz algo nuevo y nada más, y haz esa única cosa sin cesar (sobre todo si es dolorosa, conlleva peligro y nadie la ha planeado), y entonces tu memoria comienza a gastarte una de sus bromas más antiguas e imprevistas.
Washen ya no recordaba haber estado en ningún otro sitio.
Se encontraba de pie, en la base de una alta montaña recién nacida o en lo más profundo de una selva de vientre negro y sin caminos, y era como si todo lo que recordaba de su antigua vida no fuese más que un sueño sofisticado e imposible, más olvidado que recordado y como si esos recuerdos, en el fondo, fuesen de lo más ridículos.
Esta marcha era letal. Cubrir cualquier distancia era un trabajo lento y traicionero, incluso cuando los capitanes aprendieron trucos grandes y pequeños para mantenerse en marcha en lo que rezaban para que fuese la dirección correcta.
Médula los despreciaba. Quería verlos muertos, y no le importaba la forma de asesinarlos. Y el odio era obvio para todos. Washen sentía ese humor cada momento del día y sin embargo se negaba a admitirlo, por lo menos delante de los demás. Salvo por las maldiciones, que no contaban.
—¡Puta montaña, puto viento, putos hierbajos comedores de puta mierda!
Todos tenían sus insultos favoritos, y guardaban las palabras más despiadadas para los peores retos.
—Estúpido hierro de mierda. ¡Te odio! ¿Me oyes? ¡Te odio, igual que me odias tú a mí!
Cada día era una marcha dura interrumpida por la constante búsqueda de comida. Lo que antes habían comido como alimento ceremonial se convirtió en su alimento diario: atrapaban insectos gigantes, les arrancaban las alas y los asaban sobre hogueras calientes y llenas de grasa. La fuerte carne albergaba calorías y nutrientes suficientes para devolverles a los capitanes todo su tamaño y casi toda su antigua salud. Washen fue aprendiendo poco a poco qué insectos eran los que menos mal sabían. Descendiente desesperada de simios cazadores, la capitana aprendió sola dónde estaban las guaridas de los bichos y cuál era la mejor forma de cazarlos, y después de lo que podría haber sido el primer año (un poco menos o quizá un poco más), ya no volvió a irse a dormir con hambre. Ninguno tuvo que vivir famélico. Promesa y Sueño tomaron muestras de la suntuosa vegetación, vomitaron lo que era amargo más allá de lo indecible, pero terminaron dominando la cocina lenta y cuidadosa de todo lo demás.
Cuando la lengua se adapta, el alma la sigue.
A principios del segundo año hubo un día bueno. Bueno de verdad, genuino. Para Washen y los demás comenzó con solo despertar. La primera comida de los capitanes los dejó satisfechos. Luego, los seis comenzaron a trotar hacia el horizonte, transportando las pocas posesiones que tenían en las caderas y en las espaldas amplias y sudadas. Desandaban la senda que habían volado. Sin mapas digitales, tenían que fiarse de recuerdos compartidos de extraños picos volcánicos, barrancos negros y retorcidos, y algún que otro mar manchado de minerales. Médula disfrutaba drenando sus mares y haciendo estallar sus montañas, y eso conllevaba confusiones, dudas y retrasos. Cuando veían que se habían levantado nuevas barreras hacia el cielo tenían que dar largos rodeos. A la primera señal de haberse perdido, los capitanes tenían que parar y hacer un reconocimiento. Sin estrellas ni sol, siempre se corría el riesgo de perderse embarazosa y completamente. Pero ese día bueno mantuvieron el curso sin desviarse en ningún momento. Diu encontró una cadena de montañas afiladas como un cuchillo en las que a las botas de campaña les resultaba fácil correr y el cielo era agradable, cubierto por una fina llovizna fría que caía sobre ellos y los mantenía casi frescos. Continuaron hasta que sintieron un agotamiento cómodo y corrieron hasta el siguiente punto de referencia, una inmensa escarpa que se cernía sobre ellos al final del día.
Plantaron el campamento en las sombras más profundas de un valle próximo. Un arroyo de agua de lluvia bajaba bailando por un lecho estrecho y vacilante que con toda probabilidad no tenía ni cincuenta años. El agua de lluvia siempre era mejor que el agua de manantial. Cierto, podían saborear el hierro en cada trago. Y solía haber un residuo sulfuroso. Pero no era ese caldo ahogado por los minerales y las bacterias que subía del subsuelo. De hecho, era lo bastante fresco para darse un baño, un auténtico lujo. Washen se frotó hasta dejarse la piel en carne viva, y luego se vistió (salvo por las destrozadas botas) y se estiró bajo un inmenso árbol protector, estudió los pies largos y desnudos y el agua ajetreada, y notó en su interior una emoción inesperada. Era una emoción que se parecía, contra todo pronóstico, a la satisfacción. Incluso a la felicidad, un tanto diluida.
Apareció Diu. En un momento determinado Washen estaba sola, y de repente Diu surgió de la nada; se había quitado la parte superior del uniforme, que le colgaba a la espalda como el caparazón gastado de un insecto en pleno crecimiento. Bajo un brazo llevaba su cena, una aparición parecida a un escarabajo, negro como el hierro forjado y más largo que un antebrazo. El capitán se giró y sonrió a Washen de un modo que sugería que él ya sabía dónde estaba. La cena movió las ocho patas con gesto firme, quejándose. El capitán hizo caso omiso. Se acercó más, lanzó una risotada vaga y luego preguntó:
—¿Te gustaría compartirlo?
Para ser capitán era muy guapo. Diu tenía un torso bonito, sin vello y esculpido por el último año, tan duro. Y sus ojos grises tenían un brillo que no hizo sino aumentar cuando se colocó bajo la sombra del ombú.
—Bien. Gracias —respondió Washen.
Diu siguió sonriendo.
Durante un instante ella se sintió incómoda, a disgusto. Pero cuando buscó las razones, solo descubrió que allí estaba otro de esos extraños momentos que no podría haber predicho. Tenía mil siglos, y sin embargo jamás se había imaginado que estaría sentada en un sitio como ese, en unas circunstancias tan duras, con los ojos clavados en un hombre llamado Diu y haciéndosele la boca agua de auténtica anticipación.
¿Por la perspectiva de un escarabajo bien cocinado, o por otra cosa?
Washen se sorprendió admitiendo que por las dos.
—No recuerdo la última vez que fui así de feliz.
Diu se echó a reír por un momento.
—Ha sido un día bueno, muy bueno —confesó ella.
Él dijo que sí de un modo muy concreto.
Luego, Washen se oyó decir:
—Ata a tu amigo. De momento, ¿quieres? —Luego le lanzó la mejor cuerda casera que tenía y añadió—: Solo si quieres. Si no te importa. Quiero verte sin esas ropas, señor Escarabajo.
El puente era su último punto de referencia.
Bajo la luz brillante, contemplándolo desde la altura de un ventoso risco, el punto de referencia parecía un hilo rígido, oscuro e insustancial contra la pared de la cámara blanca y plateada. Desviado por la estratosfera, era demasiado corto, le faltaban cientos de kilómetros. No había ruta de escape para ellos. Pero era su destino. Habían invertido más de tres años para llegar a ese lugar, y esa era razón suficiente para seguir andando por encima de la fatiga habitual. Pero este era un paisaje excepcionalmente duro, incluso para Médula. Y lo que era peor, los capitanes viajaban por las vetas de todas las fallas y arroyos locales, y los pocos espacios de suelo plano que quedaban estaban asfixiados bajo antiguas selvas y elaborados precipicios.
Al llegar al último y elevado risco, se encontraron con que más riscos los esperaban emboscados y con que el puente era una hebra más gruesa, pero seguía estando a una distancia agónica.
Se derrumbaron bajo el risco siguiente.
No era un auténtico campamento. Estaban echados donde habían caído, en una cuenca almohadillada por el óxido, rodeados de níquel puro, y cuando la bruma se convirtió en un chaparrón, hicieron caso omiso de ella. Miles de kilómetros serpenteando por aquel terreno a lo largo de tres años habían hecho que a Washen y su equipo les diera igual una pequeña dosis de mal tiempo. Se quedaron tirados de espaldas, respirando cuando no les quedaba más remedio, y sin gritar, con voces exhaustas, se obligaron a murmurar palabras de esperanza.
«Imaginaos la sorpresa de los otros capitanes», se decían unos a otros.
«¡Imaginaos», decían, «cuando salgamos mañana de la selva! ¿Todo esto no merecerá la pena solo por ver la sorpresa en sus nobles rostros?»
Salvo que no había nadie esperando a que lo cogieran desprevenido. A última hora del día siguiente llegaron al puente y encontraron un campamento abandonado mucho tiempo atrás, invadido por la vegetación, olvidado. La sólida y probada cima de la colina en la que se había enraizado el puente se había partido a causa de los terremotos, y allí la hiperfibra era de un color negro, enfermizo y degradado. La estructura en sí se ladeaba en un ángulo precario y se alejaba de ellos. Habían abierto y sujetado las puertas muertas con un simple poste de hierro. Una escalera improvisada llegaba al oscuro hueco interno, pero a juzgar por la escarcha de suave orín, hacía meses que nadie utilizaba la escalera. Si es que no hacía años.
Tras dibujar un círculo por la selva, Broq encontró un sendero muy básico. Eligieron una dirección al azar y siguieron el camino hasta que se lo tragó la vegetación negra. Luego se volvieron y desanduvieron sus pasos hasta que el sendero fue lo bastante ancho para que una persona pudiera trotar y luego correr, y se relajaron porque alguien había bajado por allí. Había alguien. Y de repente Washen se puso a la cabeza y pasó corriendo como un rayo delante de todos.
Para cuando llegaron al fondo del río, todos estaban sin aliento.
El sendero se internaba en una pista más amplia y gastada, pero tuvieron que frenar otra vez. jadeaban mientras trotaban y doblaban cada curva con una inquieta sensación de anticipación.
Al final, fue a ellos a los que se les quedó cara de sorpresa.
Los seis capitanes se apresuraban bajo las sombras brillantes. Un truco de la luz ocultó a la mujer que se encontraba ante ellos. La luz y su uniforme espejado evitaron que Washen la viera hasta que el conocido rostro pareció surgir de repente. El rostro de Miocene, a primera vista igual que siempre. Tenía un aspecto majestuoso y fresco.
—Habéis tardado mucho —dijo sin expresión la maestra adjunta. Y solo entonces hubo una sonrisa y un peculiar ladeo en el rostro, y añadió—: Me alegro de veros. A todos. De veras. Ya había renunciado a la esperanza.
Washen se tragó su cólera junto con sus preguntas.
Sus compañeros hicieron las obvias por ella. ¿Quién más estaba allí?, se preguntaban. ¿Cómo se las estaban arreglando? ¿Funcionaba algún tipo de maquinaria? ¿Se había puesto la maestra en contacto con ellos? Y luego, antes de que se pudiera ofrecer alguna respuesta, Diu inquirió:
—¿Qué clase de misión de rescate viene a por nosotros?
—Es una misión muy cauta —respondió Miocene—. Tan cauta que engaña. Te hace creer que ni siquiera existe.
Su propia cólera era generosa y fuerte, fruto de la práctica.
La maestra adjunta les hizo un gesto para que la siguieran, y mientras caminaban bajo la resplandeciente sombra les explicó lo esencial. Aasleen y los demás habían remendado varios telescopios, y siempre había al menos un capitán vigilando el campamento base que tenían encima. Por lo que veían, la burbuja de diamante estaba intacta. Todos los edificios estaban intactos. Pero los zánganos y las balizas estaban muertos y el reactor desconectado. Había un cabo de tres kilómetros de puente al lado de la burbuja que podría convertirse en los cimientos perfectos para una nueva estructura. Pero Miocene sacudió la cabeza y admitió en voz baja que no había rastro alguno de que los capitanes, u otras personas, estuvieran intentando montar ningún tipo de misión de rescate.
—Quizá creen que estamos muertos —dijo Diu desesperado por mostrarse caritativo.
—No creo que piensen que estamos muertos —replicó Miocene—. E incluso si lo estuviéramos, a alguien deberían interesarle un poco más nuestros huesos, y obtener algunas respuestas.
Washen no dijo ni una palabra. Después de tres años de trabajo duro, mala comida y esperanza forzada, de repente se sentía enferma, triste y desesperada.
La maestra adjunta remitió el paso y fue contestando a todas las preguntas.
—El Incidente estropeó todas las máquinas —explicó—. Ese es el apodo que le dimos a ese gran fenómeno. El Incidente. Por lo que hemos reconstruido, los contrafuertes se fundieron. Los que teníamos debajo y los que había encima. Y cuando ocurrió, nuestros coches y zánganos, sensores e IA quedaron convertidos en un montón de bonita chatarra.
—¿No podéis arreglarlos? —preguntó Promesa.
—Ni siquiera estamos seguros de cómo se estropearon —replicó Miocene.
Los demás asintieron y esperaron.
Ella les ofreció una sonrisa distraída.
—Pero estamos sobreviviendo —admitió—. Refugios de madera. Algunas herramientas de hierro. Relojes de péndulo. Electricidad gracias al vapor cuando nos molestamos. Y suficiente equipo casero, como los telescopios, para permitirnos hacer algunos experimentos científicos de lo más infantil.
La pista giró un poco.
Habían cortado y obligado a retirarse al monte bajo, dejando que los árboles maduros de la selva ofrecieran una sombra valiosísima. El nuevo campamento se extendía por todas partes. Como todo lo construido por unos capitanes resueltos, la comunidad era metódica. Todas las casas eran cuadradas y fuertes, construidas con los troncos grises del mismo tipo de árbol, que las hachas de hierro habían igualado y cuyas muescas se habían rellenado con un cemento rojizo. Los senderos estaban alineados con troncos más pequeños, y alguien le había dado un nombre a cada sendero: Central, Principal, Posterior Izquierdo, Posterior Derecho, Dorado. Y todos los capitanes estaban de uniforme, sonriendo, de pie y juntos en metódicas filas, intentando ocultar el cansancio de sus ojos y sus voces bruscas.
Más de doscientos capitanes gritaron «¡hola!».
Un coro experto gritó «¡bienvenidos a casa!».
Washen olió el sudor dulce y un surtido de unos perfumes caseros. Luego vino una ráfaga de viento que le trajo el aroma suntuoso y bien conocido de la carne de insecto asándose sobre una hoguera baja.
Se estaba preparando un festín en su honor.
Y por fin habló:
—¿Cómo sabíais que veníamos?
—Alguien observó las huellas de vuestras botas —le informó Miocene—. Ahí arriba, al lado del puente.
—Las vi yo —dijo Aasleen. Se adelantó, contenta de llevarse el mérito—. Las conté, las medí. Sabía que erais vosotros y volví a casa a informar.
—Hay una ruta más rápida que la que encontrasteis vosotros —los amonestó Miocene.
—¿Se tarda menos de tres años? —bromeó Diu.
Surgió una carcajada avergonzada que luego decayó. Luego Aasleen quiso decírselo.
—Han sido casi cuatro.
Tenía un rostro inteligente y rápido, la piel negra como el hierro forjado, y entre sus iguales ella parecía la única alma feliz, esta mujer que en otro tiempo había sido ingeniero y que poco a poco se había convertido en capitán, y que ahora tenía la responsabilidad de volver a inventar todo aquello que la humanidad había logrado jamás. Debía empezar de cero con recursos mínimos… y no podía parecer más satisfecha.
—No teníais relojes —les advirtió—. Vivíais de acuerdo con lo que sentíais, y los humanos, cuando se quedan sin indicadores, caen en una rutina de días de treinta o treinta y dos horas.
Cosa que no era una sorpresa para nadie, por supuesto.
Y sin embargo Saluki exclamó:
—Cuatro años… —Se dirigió a la mancha de luz más brillante y se asomó a un hueco del follaje; quizá intentaba ver el campamento base abandonado—. ¡Cuatro largos años!
Ojalá se hubiera quedado al menos un capitán en el campamento base. Podría haber pedido ayuda, o al menos podría haber hecho la larga escalada hasta el tanque de combustible y el hábitat de las sanguijuelas, y de allí al alojamiento de la maestra. Suponiendo, por supuesto, que allí arriba hubiera alguien al que encontrar…
Washen pensó lo peor y retrocedió. Y por fin, con el tono más medido posible, se obligó a preguntar:
—¿Quién no está aquí?
Miocene recitó una docena de nombres.
Once de ellos habían sido amigos y compañeros de Washen. El último nombre era Hazz, maestro adjunto y colega de Miocene durante todo aquel viaje.
—Fue el último en morir —explicó ella—. Hace dos meses se abrió una fisura, y el hierro fundido lo atrapó.
Cayó el silencio sobre la pequeña aldea.
—Lo vi morir —admitió Miocene, los ojos distantes y húmedos. Y furiosos—. Ahora tengo un objetivo —advirtió la maestra adjunta. Habló con una voz triste, llena de odio—: quiero los medios para volver al mundo de arriba. Luego iré a ver a la maestra en persona y le preguntaré por qué nos envió aquí. ¿Fue para explorar este lugar? ¿O fue solo la mejor forma, la más horrible, de deshacerse de nosotros?
La amargura le sirvió de mucho a aquella mujer.
Miocene despreciaba su destino, y con una rabia mordaz le echaba la culpa a aquellos actos inadmisibles que la habían abandonado en ese mundo tan horrible. Cada desastre, y hubo muchos, contribuyó a alimentar sus emociones y fieras energías. Cada muerte era una tragedia que borraba un océano de vida y experiencia. Y cada uno de los escasos éxitos era un paso minúsculo para enderezar lo que con toda claridad era un enorme error.
La maestra adjunta dormía pocas veces, y cuando sus ojos se cerraban descendía a unas pesadillas vividas y confusas que terminaban por despertarla y luego permanecían allí, quedaban en su mente como si fueran una sofisticada toxina neurológica.
Su constitución inmortal la mantuvo con vida.
Los humanos ancestrales habrían perecido allí. El agotamiento, el estallido de vasos sanguíneos o incluso la locura habrían sido el resultado natural de tan pocas horas de sueño y tanta ira sin diluir. Pero ninguna encarnación natural de la humanidad podría haber vivido ni un solo día en ese entorno, subsistiendo a base de alimentos tan duros e ingiriendo todo tipo de metales pesados con cada bocanada de aire, con cada sorbo y cada mordisco. Una vez que quedó claro que la maestra no iba a meter su gordo cadáver por el túnel para rescatarlos, también fue evidente que si Miocene quería escapar, llevaría su tiempo. Un inmenso periodo de tiempo. Y persistencia. Y genio. Y suerte, como es natural. Además de la constitución inmortal de todos los demás, eso también.
La muerte de Hazz había subrayado todas aquellas lecciones difíciles que tenían que aprender. Dos años después, seguía sin poder evitar verlo. Aquel hombre sociable había nacido en la Tierra y le encantaba hablar de valentía, y al final no fue otra cosa que valiente. Miocene había contemplado impotente cómo un río de hierro cubierto de escoria lo atrapaba en una pequeña isla de metal antiguo. Hazz se había erguido allí y había mirado la corriente lenta y fiera, respirando a pesar de tener los pulmones carbonizados, fingiendo una especie de mueca sonriente que parecía, como todo lo demás en aquel horrendo lugar, tan inútil.
Se desesperaron por salvarlo.
Aasleen y su equipo de almas ingenieras como ella comenzaron tres puentes diferentes, y cada uno de ellos se fundió antes de que los pudieran terminar. Y al mismo tiempo el río de hierro se hizo más profundo y más rápido, provocando que la isla se encogiera hasta convertirse en un bulto en el que el condenado conseguía guardar el equilibrio utilizando un pie hasta que estaba demasiado quemado, y luego el otro.
Al final era como una garza real.
Luego la corriente se hinchó y la fina capa de escoria se abrió de golpe: una lengua ardiente de hierro disolvió las botas de Hazz, luego le quemó los dos pies y le incendió la carne. Pero los motores de su metabolismo encontraron formas de mantenerlo con vida. Envuelto en llamas, consiguió incluso permanecer inmóvil durante un largo rato, la mueca sonriente se iba haciendo cada vez más brillante y más triste, y también más cansada. Luego, bajo la mirada de todos y cada uno de los capitanes, dijo algo, pero las palabras eran demasiado débiles para resultar audibles y Miocene chilló «¡no!», lo bastante alto al parecer para que Hazz oyera su voz, porque de repente, con las piernas hirviendo, hizo un heroico intento de vadear la escoria y el metal fundido.
Su cuerpo duro y adaptable alcanzó su límite. En silencio y sin prisa, Hazz se desplomó hacia delante y su uniforme espejado, su rostro sonriente y una espesa maraña de cabello rubio blanquecino estallaron en sucias llamas. El agua de su interior estalló convertida en vapor, óxido e hidrógeno. Y luego ya no quedó nada salvo unos huesos espantosamente blancos, y una ola de hierro más caliente y rápido separó el esqueleto y se llevó los huesos río abajo, mientras una nube creciente de humos devastadores alejaba a los otros capitanes.
A Miocene le hubiera gustado poder recuperar el cráneo.
La biocerámica era dura, y la mente podría haber sobrevivido al calor un rato más. ¿Y esas historias de milagros no las lograban los autodocs y los cirujanos pacientes?
Pero incluso si estaba más allá de todo tipo de resurrección, Miocene deseó tener entonces el cráneo de Hazz. En sus sueños se veía colocándolo al lado de uno de los bustos dorados de la maestra, y con una voz llena de engañosa tranquilidad le diría a la maestra quién había sido y cómo había muerto, y con una voz más auténtica y colérica le explicaría a la capitana de los capitanes por qué era un asqueroso trozo de mierda; primero por todas las cosas horribles que había hecho, y luego por todas las cosas buenas que había dejado de hacer.
La amargura traía consigo una fuerza increíble y temeraria.
Miocene confiaba cada vez más en su fuerza y su resolución, y más que en cualquier otro momento de su espectacularmente larga vida, se encontró con un punto en el que centrarse, una dirección pura y sin mezcla para su vida.
Miocene saboreaba su amargura.
Había momentos y noches sin sueño en las que se preguntaba cómo había conseguido triunfar en la vida. ¿Cómo se podía lograr nada sin ese corazón rencoroso y vengativo que jamás, por grande que fuera el maltrato, dejaba de latir dentro de su pecho ardiente y fiero?
El regreso de Washen había sido un éxito inesperado. Y como a la mayor parte de los éxitos, lo siguió el desastre. La corteza más cercana se rizó y se partió, y un aluvión de terremotos hizo pedazos el fondo del río y la colina cercana. Los antiguos restos del puente se inclinaron, y con un enorme chirrido se hizo añicos su hiperfibra enferma y el campo de escombros cubrió cincuenta kilómetros de montañas recién nacidas.
La caída del puente fue trascendental y pasó inadvertida.
El campamento de los capitanes ya había quedado borrado por un géiser gigantesco de metal al rojo vivo. Las pulcras casas se volatilizaron. Murieron dos capitanes más y los supervivientes huyeron con las herramientas y provisiones mínimas. Durante la retirada se cocieron los pulmones. Las manos y los pies se llenaron de ampollas. Las lenguas se hincharon y partieron, y los ojos ardieron. Los más fuertes arrastraban a los más débiles en toscas camillas, y al final, después de pasar días vagando, entraron en un valle lejano, en una floresta de majestuosos árboles de un color negro azulado que rodeaban un estanque profundo de agua dulce de lluvia, y allí, por fin, se derrumbaron los capitanes, demasiado exhaustos hasta para maldecir.
Como si quisieran bendecirlos, los árboles comenzaron a soltar globos diminutos hechos de oro. El aire ensombrecido y casi fresco estaba lleno del resplandor de los globos y de la música seca que producían cuando se rozaban.
—El árbol de la virtud —los llamó Diu mientras recogía una de las esferas doradas con las dos manos y la apretaba hasta que se excedió y la bola se partió, el hidrógeno se escapó con un suave siseo y la piel se derrumbó convertida en el soplo de una blanda hoja dorada.
Miocene puso a su gente a trabajar. Había que construir casas nuevas y nuevas calles, y esa parecía una ubicación ideal. Con hachas de hierro y su carne resistente consiguieron tirar media docena de árboles de la virtud. La grasa dorada que había dentro de la madera era alimenticia, y resultaba fácil partir por la veta la madera en sí. Se colocaron los cimientos de veinte magníficas casas antes de que el suelo duro se desgarrara con un rugido de angustia.
Cansados, los capitanes huyeron otra vez.
De nuevo treparon por riscos más afilados que sus hachas y el paisaje ardió tras ellos. Luego se fundió, consumido por un lago de hierro y escoria. La sangre nómada se había adueñado de ellos.
Cuando volvieron a acomodarse, nadie esperaba quedarse mucho tiempo. Miocene pidió casas más sencillas que pudieran reconstruirse en cualquier parte en un día de la nave. Ordenó a Aasleen y su gente que construyera herramientas más ligeras, y todos los demás acumularon alimentos para la siguiente emigración. Solo cuando quedaron aseguradas esas necesidades básicas se arriesgó a dar el siguiente paso: necesitaban estudiar su mundo y, si era posible, aprender a leer sus veleidosos humores.
Miocene puso a Washen a cargo de los equipos biológicos.
La capitana de primer grado escogió a veinte ayudantes, incluyendo a los cinco de su primer equipo, y con pocas herramientas pero con los sentidos agudizados y una buena memoria se desplegaron por el paisaje más cercano.
Tres meses y un día después, cada equipo trajo a casa su informe.
—Los ciclos de cría son la clave —informó Washen—. Quizás haya otras claves, pero hay ciertos ciclos que son casi infalibles, al parecer.
Los capitanes habían atestado el edificio largo y estrecho que servía de cafetería y sala de reuniones. La mesa central era un bloque de hierro revestido con planchas de madera gris. Las sillas y los taburetes se apiñaban alrededor de la mesa. Los cuencos se llenaron de hormigas de fuego asadas y azucarillos, pero luego se olvidaron de ellos. El té frío era la bebida elegida y tenía un olor ácido y conocido, mezclado con el sudor aceitoso y cansado de hombres y mujeres que llevaban demasiado tiempo de campaña.
Miocene asintió con la cabeza, un gesto dirigido a Washen y a todos.
—Continua, querida. Explícate.
—Nuestros árboles de la virtud —dijo la capitana de primer grado—. Esos globos de oro son sus óvulos, tal y como supusimos. Pero por regla general solo hacen uno o dos al día. A menos que sientan que la corteza se desestabiliza, que es cuando utilizan todo el oro que tienen acumulado. A toda prisa. Dado que los adultos están a punto de ser carbonizados y la tierra se volverá a hacer…
—Si vemos otro espectáculo —la interrumpió Diu—, es el primer aviso. Tenemos un día, o menos, para salir de aquí.
Con gesto triste, los otros capitanes se echaron a reír.
Miocene mostró su desaprobación con una mirada y un silencio frío, pero nada más. En circunstancias normales exigía que las reuniones de personal fueran disciplinadas y eficientes. Pero aquel era un día especial, más de lo que nadie hubiera supuesto.
El equipo de Washen habló sobre las especies que merecía la pena observar y sobre las señales que advertían de una erupción inminente.
Durante las épocas estables ciertos insectos alados se transformaban en gordas orugas, algunas más largas que cualquier brazo. Si les salían alas nuevas, la estabilidad se había acabado.
A la primera señal de problemas, unos escarabajos del tamaño de cangrejos y muy sociables se lanzaban a una emigración fantástica: miles, millones huían a rastras por la tierra. Aunque, como observó Sueño, los rebaños cargaban con frecuencia en la peor de las direcciones posibles.
Había al menos tres especies depredadoras, alamartillos incluidos, que llegaban de repente a las zonas que pronto iban a abandonarse. Quizá fuera una adaptación a la magnífica zona de caza que habría cuando las especies nativas salieran corriendo de sus madrigueras y nidos.
En épocas peligrosas, a ciertas orugas les brotaban alas y adoptaban el modo de vida de un depredador.
Y había ligeros cambios en la temperatura del agua y en su química que hacía que las comunidades acuáticas tuvieran ataques de pánico o bien se relajaran. Cuáles eran esos cambios, nadie lo sabía con seguridad. Harían falta instrumentos delicados y más años de experiencia para leer aquellas señales con la misma facilidad que parecía tener el bicho negro más simple.
Todo lo que se dijo se recogió con sumo cuidado. Había un capitán de baja categoría sentado al otro extremo de la mesa que tomaba abundantes notas en las enormes alas decoloradas de moscas cobrizas.
Una vez terminado, le tocó a Miocene invitar a los demás a que hicieran preguntas.
—¿Qué tal nuestros árboles de la virtud? —preguntó Aasleen—. ¿Se están portando bien?
—Como si fueran a vivir para siempre —respondió Washen—. Están todavía al principio de su ciclo de crecimiento, lo que no significa nada. Las erupciones pueden ocurrir en cualquier momento. Pero están invirtiendo su energía en fabricar madera y grasa, no globos de oro. Y dado que sus raíces son profundas y muy sensibles, saben lo que para nosotros es imposible saber. Puedo garantizar que podemos permanecer aquí durante otros dos o tres, o quizá incluso cuatro días enteros. Una vez más las tristes carcajadas.
La confianza de Washen era contagiosa, y útil. Perderla habría sido un pequeño desastre. Y sin embargo, años antes la maestra había enviado a esta perspicaz mujer al otro lado de Médula y había hecho todo lo que sin querer había podido para deshacerse de ella.
Miocene asintió y luego levantó una mano.
En voz baja, casi demasiado baja para que la oyeran, dijo:
—Ciclos.
Los capitanes más cercanos se giraron y la miraron.
—Gracias, Washen. —La maestra adjunta miró más allá de su subordinada y se estremeció. Sin previo aviso sintió su propia erupción privada. Los pensamientos, fractales como cualquier terremoto, la hicieron temblar. Solo por un brevísimo momento fue feliz.
—¿Cómo ha dicho, señora? —preguntó Diu.
De nuevo, esta vez más alto, Miocene dijo:
—Ciclos.
Todo el mundo parpadeó y esperó.
Luego la maestra adjunta se volvió hacia el líder del equipo geológico.
—¿Qué tal la tectónica de Médula? —preguntó con una alegría apenas disimulada—. ¿Es más activa, o menos?
El líder se llamaba Twist. Era maestro adjunto, segundo en la presidencia y, si acaso, incluso más formal que Miocene. Twist asintió con gesto circunspecto y anunció:
—Nuestras fallas locales son más activas. No tenemos nada más que sismógrafos rudimentarios, por supuesto. Pero los terremotos son el doble de activos que cuando llegamos a Médula.
—¿Y en todo el mundo?
—La verdad, señora…, en este momento no tengo forma exhaustiva ni aceptable de abordar esa cuestión.
—¿Qué pasa, señora? —preguntó Diu.
La verdad es que no estaba segura, en absoluto.
Pero Miocene miró cada uno de aquellos rostros y se preguntó qué había en el suyo que estaba causando tanta confusión y preocupación.
—Es posible que esto sea prematuro. Precipitado —dijo en voz baja y a modo de disculpa—. Quizá incluso una locura. —Tragó saliva y asintió, más para ella que para los demás—. Hay otro ciclo en marcha. Un ciclo mucho más grande y mucho más importante.
Se escuchó el zumbido lejano de un alamartillo solitario, luego silencio.
—La tarea que me he encomendado —continuó Miocene— es mantener vigilado nuestro antiguo campamento base. Es una tarea vana, con franqueza, y por eso no pido la ayuda de nadie. El campamento sigue estando vacío. Y hasta que podamos encontrar los medios, creo que continuará abandonado.
Unos cuantos de los capitanes asintieron con gesto afable. Uno o dos tomaron un sorbo de su acre té.
—Solo tenemos un pequeño telescopio y un trípode rudimentario —Miocene estaba desenvolviendo un ala de mosca cobriza. Sus largas manos temblaban un poco mientras les decía a todos—: Dejo el telescopio colocado en el risco este, en suelo plano, dentro de una cuenca protectora, y para lo único que lo uso es para observar el campamento. Cinco veces al día, sin excepción.
—Sí, señora —dijo alguien.
Con paciencia, pero no demasiada.
Miocene se puso en pie y extendió las alas rojizas cubiertas de números y pequeñas y pulcras palabras.
—Cuando vivíamos bajo el campamento, pocas veces ajustábamos los telescopios. En general solo después de un temblor o algún viento fuerte. Pero ahora que nos hemos trasladado aquí, a cincuenta y tres kilómetros al este de nuestra posición original… Bueno, tengo que deciros que… en estas últimas semanas he tenido que ajustar dos veces la alineación de mi telescopio. Y lo he vuelto a hacer esta misma mañana. Y siempre tengo que bajarlo un poco hacia el horizonte.
Silencio.
Miocene levantó la vista de los números sin mirar a nadie.
—¿Cómo puede ser eso? —se preguntó.
En voz baja y tono respetuoso, Aasleen sugirió:
—Los temblores están desalineando el telescopio. Como usted dijo.
—No —respondió la maestra adjunta—. El suelo es plano. Siempre ha sido plano. He comprobado el error exacto.
Era un crecimiento constante; lo vio en los esmerados números.
Miocene leyó sus datos sin alzar la voz. Cuando se sintió completamente segura de comprender la respuesta, preguntó:
—¿Qué significa eso?
—Médula ha comenzado a rotar otra vez —sugirió alguien. La hipótesis del rotor, otra vez.
—Podrían ser los contrafuertes —ofreció Aasleen—. Con una fracción de sus aparentes energías podrían actuar sobre el hierro, haciendo que tanto él como nosotros nos movamos unos cuantos kilómetros…
Unos cuantos kilómetros. Sí.
Una de las largas manos de Miocene se alzó y silenció a los demás.
—Quizá —dijo con una ligera sonrisa—. Pero todavía hay otra opción. Una opción que involucra a los contrafuertes, pero de un modo un tanto diferente.
No habló nadie, ni siquiera hubo parpadeos.
—Imaginad que el Incidente, fuera lo que fuera… Imaginad que formaba parte de un ciclo más grandioso. Y después de que ocurriera, los contrafuertes que tenemos bajo los pies comenzaron a debilitarse. A soltar Médula, aunque solo sea un poco.
—El planeta se expande —dijo Washen.
—Por supuesto —pregonó Aasleen—. El interior de hierro está sometido a unas presiones fantásticas, y si quitaras la tapa, aunque solo fuera un poco… Quizá de forma inconsciente, media docena de capitanes hincharon las mejillas.
Miocene esbozó una amplia sonrisa, solo por un momento. Aquella extrañísima idea se había apoderado de ella poco a poco, y en la emoción del momento se armó de todos sus viejos instintos y dijo a todo el mundo:
—Esto es prematuro. Vamos a tener que hacer mediciones y muchos estudios diferentes, e incluso entonces no estaremos seguros de nada. No durante mucho tiempo.
Washen echó un vistazo al techo; quizá se imaginaba el lejano campamento base.
Diu, aquel encantador capitán de baja categoría, lanzó una ligera carcajada. Era feliz. Luego cogió la mano de su amante y se la apretó hasta que ella se dio cuenta y le devolvió la sonrisa.
—Si los contrafuertes que tenemos debajo se están debilitando —señaló Aasleen—, entonces quizá los que hay en el cielo también se estén atenuando.
—Podemos hacer pruebas para saberlo —dijo Twist—. Con toda facilidad.
Allí no había nada fácil, estuvo a punto de advertirles Miocene.
Pero en lugar de desanimar a nadie, recogió las alas de mosca cobriza y sus valiosos números y con la más sencilla trigonometría intercaló un pequeño cálculo rudimentario. Solo en la parte más oscura y posterior de su mente oyó a Washen y a los ingenieros entretejiendo nuevas hipótesis. Si la expansión era real, quizá ofreciera pistas sobre cómo funcionaban los contrafuertes. Pistas sobre qué los impulsaba y por qué. Aasleen sugirió que un ciclo de expansión y compresión era el medio más obvio para que Médula drenara el exceso de calor procedente de la descomposición nuclear o de otras fuentes. Podría explicar incluso cómo repostaban los brillantes contrafuertes que tenían por encima. Toda aquella hipótesis improvisada sonaba de lo más razonable. Y quizá incluso era un poquito verdad. Pero esa verdad carecía de importancia. Todo lo que importaba eran las pequeñas y áridas respuestas que aparecían bajo el punzón de Miocene.
Levantó la cabeza.
El movimiento fue tan brusco que la sala se quedó de repente en silencio. Una bandada de grillos de jade rompió a cantar y luego, como si presintieran que habían roto el protocolo, se detuvieron.
—Suponiendo que haya algún tipo de expansión dijo Miocene a sus capitanes—, este mundo nuestro ha crecido algo menos de un kilómetro desde el Incidente. Y a esta velocidad, suponiendo que Médula pueda mantener este modesto ritmo durante otros cinco mil años…, dentro de otros cinco milenios, el mundo llenará toda esta cámara y podremos volver caminando a nuestro campamento base.
A su manera, triste y resuelta, Miocene se echó a reír.
—Y después de eso —susurró—, si hace falta… podremos llegar caminando hasta casa…
Era la hora de dormir para los niños.
La intención de Washen era visitar la guardería, pero al acercarse escuchó los murmullos discretos de una voz y dudó. Entonces se acercó un poco más, y la cautela de un adulto y su propia curiosidad convirtieron en un juego esta tarea rutinaria.
La guardería de la comunidad estaba construida con bloques y ladrillos de hierro, y la madera negra de los ombús formaban el escarpado tejado a dos aguas. Al lado de la cafetería, esta era la estructura más grande del mundo y seguro que la más duradera. Washen se apoyó en la pared, aplicó un oído a una de las pequeñas ventanas con las contraventanas cerradas y, tras escuchar con atención, se dio cuenta de que era el mayor de los niños el que hablaba y les contaba a los demás un cuento.
—Los llamamos los constructores —explicaba el muchacho—. Ese es el nombre que les damos porque construyeron la nave y todo lo que hay en su interior.
—La nave… —susurraron los otros niños al unísono.
—La nave es demasiado grande para poder medirla —les aseguró él—, y hermosa. Sin embargo, cuando era nueva no había nadie con quien compartirla. Solo estaban los constructores y estaban orgullosos, por eso clamaron en la oscuridad e invitaron a otros a que llenaran su inmensidad. Para que vinieran a ver lo que habían hecho y cantaran sobre su preciosa creación.
Washen se apoyó en la pared y olió la madera dulce de la contraventana.
—¿Quién salió de la oscuridad? —preguntó el mayor de los chicos.
—Los inhóspitos —respondieron decenas de voces al instante.
—¿Había alguien más?
—Nadie.
—Porque el universo era muy joven —explicó el muchacho. Con absoluta confianza eligió un rumbo propio y extraño a través de lo que los capitanes le habían enseñado—. Todo era nuevo y solo estaban los inhóspitos y los constructores.
—Los inhóspitos… —repitió una niña pequeña con sentimiento.
—Era una especie cruel y egoísta —mantuvo el muchacho—. Pero siempre lucían una sonrisa y cuidaban sus palabras. Vinieron y cantaron alabanzas a nuestra hermosa nave. ¿Pero qué querían? ¿Incluso desde el primer momento?
—Robar nuestra nave —respondieron los otros.
—Una noche, mientras los constructores dormían sumidos en la ignorancia — dijo con el tono lúgubre que le había dado la práctica—, los inhóspitos atacaron y asesinaron a la mayor parte mientras yacían indefensos en sus camas.
Todos los niños susurraron:
—Asesinados.
Washen se acercó con cuidado un poco más a la puerta de la guardería. Cada niño tenía su propia camita colocada según una lógica personal. Algunas estaban muy juntas, en grupos de dos, tres y cinco, mientras que otros preferían alejarse y disfrutar de una soledad relativa. Washen se asomó a la puerta casi cerrada y encontró al narrador. Estaba separado de los demás, sentado en su camita. Su rostro atrapaba una de las relucientes astillas de luz que conseguían colarse por el pesado techo. Se llamaba Till. Se parecía mucho a su madre, alto y con un rostro alargado y fino. Luego movió un poco la cabeza y ya no se pareció a nadie salvo a sí mismo.
—¿Adonde fueron los constructores supervivientes? —preguntó.
—Aquí.
—Y desde aquí, ¿qué hicieron?
—Purificaron la nave.
—Purificaron la nave —repitió él con énfasis—. Había que matar todo lo que había sobre nosotros. Los constructores no tenían más alternativa.
Se produjo una larga y reflexiva pausa.
—¿Qué les ocurrió a los constructores? —preguntó.
—Quedaron atrapados aquí —dijeron los otros en el momento justo.
—¿Y?
—Murieron aquí. Uno tras otro.
—¿Qué murió?
—Su carne.
—¿Pero es la carne todo lo que existe?
—¡No!
—¿Qué más hay?
—Sus espíritus.
—Lo que no es carne no puede morir —dijo aquel peculiar muchachito.
Con las manos apoyadas en el cálido marco de hierro de la puerta, Washen esperó mientras intentaba recordar cuándo había sido la última vez que había tomado una buena bocanada de aire.
Con un susurro cantarín, Till preguntó:
—¿Sabéis dónde viven los espíritus de los constructores?
—Dentro de nosotros —respondieron los niños con una alegría palpable.
—Ahora nosotros somos los constructores —les aseguró la voz de Till—. Después de una larga y solitaria espera, por fin hemos renacido…
Después de ocho décadas, la vida en Médula se había vuelto hasta cierto punto cómoda y casi predecible. El equipo tectónico de Twist había dibujado un mapa de los penachos, respiraderos y fallas más importantes de la zona, y como consecuencia sabían dónde era más gruesa la corteza de hierro y dónde podían construir hogares que aguantarían. La comida era abundante y aún lo iba a ser más. Los biólogos de Washen estaban cultivando plantas silvestres, y en los últimos años habían comenzado a criar los insectos más sabrosos enjaulas y chozas especiales.
Varios intentos en materia científica, por torpes que fueran, estaban dando sus frutos. Miocene tenía razón, Médula se estaba expandiendo a un ritmo firme, casi majestuoso, a medida que los campos de los contrafuertes se debilitaban y la luz brillante del cielo ya se había desvanecido en más de un porcentaje. La gente de Aasleen, alimentada por su genio y su optimismo, había elaborado al menos diez sofisticados proyectos que permitirían a todo el mundo escapar de Médula.
Harían falta otros cuarenta y nueve siglos, año arriba, año abajo.
Los niños eran inevitables y esenciales. Traerían consigo nuevas manos y nuevas posibilidades, y sustituirían las pérdidas infligidas por aquel horrendo lugar. Luego, una vez que estos tuvieran hijos propios, daría comienzo un estallido demográfico a cámara lenta.
Cada capitana le debía al mundo al menos un niño o una niña, una criatura sana; ese fue el pronunciamiento de Miocene.
Pero sus palabras se estrellaron contra la fisiología moderna. En el interior de los capitanes no había ni un solo óvulo viable ni un espermatozoide capaz de moverse. En la sociedad moderna se utilizaban complejas medicinas y sofisticados autodocs para dotar de fertilidad a ese longevo pueblo. Pero ellos no tenían ninguna de las dos cosas. Por eso hicieron falta veinte años de resuelta investigación antes de que Promesa y Sueño, trabajando en su propio laboratorio, descubrieran que la saliva negra del alamartillo, venenosa para la mayor parte de las formas de vida nativas, podía inducir una fecundidad temporal en los seres humanos.
Había riesgos, sin embargo. Una mujer requería dosis muy altas, incluso tóxicas, y los efectos sobre un embrión en vías de desarrollo estaban lejos de quedar claros.
Miocene se ofreció voluntaria y fue la primera.
Era un acto heroico, y si triunfaba sería un acto egoísta, pues su hijo estaba destinado a ser el mayor. Ordenó a los dos capitanes que recogieran esperma de cada donante y la maestra adjunta se fecundó sola. Por lo que Washen sabía, nadie salvo Miocene podía asegurar quién era el padre de Till.
Miocene gestó al niño durante un embarazo completo de once meses. El parto en sí transcurrió sin incidentes, y durante los primeros meses Till pareció perfectamente normal. Estaba feliz y siempre atento, listo para ofrecer una sonrisa a cualquier rostro que le sonriera. Más tarde, cuanto intentaron reconstruir los acontecimientos, no quedó claro cuándo había cambiado aquel bebé. Debió de ocurrir poco a poco, y solo a posteriori fueron obvios los efectos. Till era un niño contento, siempre se reía y se movía con gracia sobre la dura cadera de su madre. Sin embargo, de repente la gente comenzó a notar que el niño era mucho más silencioso; todavía cabalgaba sobre aquella cadera sin queja, pero su mirada era distante y siempre, de alguna extraña e indefinible manera, parecía distraído.
No debía echarse la culpa a la saliva del alamartillo.
Quizá el niño habría crecido de la misma forma en la nave. O en la Tierra. O en cualquier otra parte. Los niños nunca son predecibles, y nunca son fáciles. Durante los años siguientes el campamento comenzó a llenarse de extraños. Eran pequeños y fieros, y proporcionaban un entretenimiento incesante. Y más de lo que nadie había anticipado, los niños supusieron un reto para la autoridad sin costuras de los capitanes.
No, no querían comerse esa cena de bichos.
Ni hacer caca en las letrinas nuevas.
Y gracias pero no, no iban a jugar sin ruido, ni a dormir durante la noche arbitraria, ni a escuchar todas esas palabras importantes cuando sus padres les explicaban lo que era Médula y lo que era la nave, y por qué era tan importante escapar algún día del lugar en el que habían nacido.
Pero esos eran pequeños problemas. Durante las últimas décadas Washen había probado todos los estados de ánimo, y el optimismo era, con mucho, el más agradable. Hacía grandes esfuerzos por mantener una actitud positiva ante todo lo que era difícil y gris.
Había buenas razones, razones sensatas que impedían su rescate. La explicación más probable era la más sencilla: el Incidente era un fenómeno regular y había llegado más allá de Médula, había hecho derrumbarse el túnel de acceso de una forma tan completa que excavarlo de nuevo era un trabajo agotador y dolorosamente lento. Y eso debió de ser lo que les ocurrió también a los túneles originales. Los habían destruido incidentes anteriores. Y la maestra solo podía actuar con cautela, tenía que sopesar el bien de unos cuantos capitanes y los peligros desconocidos; y el bienestar de miles de millones de pasajeros inocentes y confiados tenía prioridad, así de fácil.
Había otros capitanes optimistas en público, pero que en privado, en la cama de sus amantes, confesaban estados de ánimo más oscuros.
—¿Y si la maestra ya nos ha dado por perdidos?
Diu planteó la pregunta y de inmediato sugirió una situación incluso peor.
—O quizá le haya pasado algo —gruñó—. Esta era una misión muy secreta. Si murió de forma inesperada, y si los maestros adjuntos primeros en la presidencia ni siquiera saben que estamos aquí abajo…
—¿Es lo que crees? —preguntó Washen.
Diu se encogió de hombros como si quisiera decir: «a veces».
A través de las pesadas paredes y de las contraventanas selladas se oyó el zumbido de un alamartillo. Luego, silencio.
Por un momento dio la sensación de que Médula los estaba escuchando.
Washen decidió seguirle el juego a Diu.
—Hay otra posibilidad —le recordó.
—Hay muchas. ¿Cuál?
—El Incidente fue más grande de lo que creemos y todos los demás están muertos.
Por un momento, Diu no reaccionó.
Era un tabú del que nadie quería hablar. Pero Washen siguió presionándolo, recordándole datos.
—Quizá no fuimos los primeros que encontramos esta nave abandonada. Otros llegaron antes. Pero los constructores habían dejado una especie de trampa explosiva, preparada y lista para estallar.
—Quizá —reconoció él. Luego se sentó en la cama y los muelles de hierro chillaron cuando sus suaves y fuertes piernas salvaron el borde y los dedos besaron las tablas del suelo, oscuras y frías. De nuevo, esta vez en voz más baja, dijo—: Quizá.
—Es posible que la nave se purifique cada millón de años. El Incidente destruye todo lo ajeno y orgánico que encuentra.
Surgió una sonrisa diminuta.
—¿Y nosotros sobrevivimos?
—Médula sobrevivió —respondió ella—. De otro modo, esto sería hierro estéril.
Diu se pasó una de las manos por la cara y luego, con los dedos, se peinó el largo cabello del color del café. Incluso en la oscuridad obligada del dormitorio, Washen le veía la cara. Después de tantos años la conocía mejor que sus propios rasgos, y en toda la inmensidad que era la vida que recordaba jamás se había sentido así de cerca de un hombre, o al menos no se le ocurría ninguno.
—Son solo palabras —dijo Washen a su amante—. No creo lo que estoy diciendo.
—Lo sé.
Al colocar una mano en su sudorosa espalda se dio cuenta de que Diu estaba mirando la cuna. Su hijo recién nacido, Locke, estaba profundamente dormido, dichoso en la ignorancia de no saber cuál era el tema de su triste discusión. Dentro de tres años viviría en la guardería. Viviría con Till, no dejaba de pensar ella. Había pasado un mes desde que Washen había escuchado por casualidad la historia de los constructores y los inhóspitos. Pero no se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Diu.
—Hay más explicaciones que personas tenemos —admitió ella.
El se limpió otra vez el sudor de la cara.
Luego Washen dijo con tono importante:
—Cariño, ¿has escuchado alguna vez a los otros niños?
Diu se volvió a medias y la miró.
—¿Por qué?
Se lo explicó en pocas palabras.
Desde que construyeron la casa, la misma franja de luz se había colado a través de las contraventanas. Al cambiar el ángulo de la cabeza, la luz chocó contra el ojo gris y el alto y fuerte pómulo.
—Ya conoces a Till —fue la respuesta de Diu—, Ya sabes lo raro que puede parecer.
—Por eso no lo mencioné.
—¿Lo has oído contar de nuevo esa historia?
—No —admitió ella.
—Pero has estado escuchando a escondidas, diría yo.
Washen no dijo nada.
Su amante asintió con gesto sabio y el gesto se acercó a una sonrisa. Luego, con un pequeño guiño, se levantó y los pies desnudos lo llevaron hasta la cuna.
Pero Diu no miraba al hijo de ambos, sino que acariciaba el móvil que colgaba sobre la cuna con un cordel grueso y fiable. Unos trozos pintados de madera botaban con suavidad de un cable casi invisible, y mostraban a Locke todas esas maravillas que no podía ver por sí mismo. La nave estaba en el centro, el objeto más grande con diferencia, y la rodeaban naves estelares diminutas y varias aves genéricas, además de un fénix que su madre había tallado por razones propias y que luego había colgado allí sin dar ninguna explicación.
Después de un momento, Washen se reunió con Diu ante la cuna.
Locke era un bebé callado. Paciente, nunca se quejaba. De sus padres había adquirido una mezcla de genes inmortales y una gran fuerza, y de aquel mundo, su lugar dé nacimiento tenía… Bueno, ¿qué había en él que fuera Médula? No por primera vez, Washen se preguntó si no era un error permitir niños en un mundo que apenas se comprendía. Un mundo que con toda probabilidad podía matarlos a todos. Y matarlos esa misma noche, si le entraba el deseo de hacerlo.
—Yo no me preocuparía por Till —dijo Diu.
—No me preocupo —le aseguró ella, hablando más para sí que para él.
Pero aun así el hombre se explicó:
—Los niños son máquinas de imaginar —dijo—. Nunca se sabe lo que van a pensar sobre nada.
Washen recordaba al Niño, aquella criatura parte humana y parte gaiana que había criado para Pamir.
—Pero eso es lo divertido de tenerlos —respondió con un sonrisa agridulce—. O eso me han dicho siempre…
El niño caminaba solo, cruzaba la rotonda pública con los ojos clavados en sus propios pies desnudos y contemplaba cómo se arrastraban por el hierro caliente, cocido por el cielo.
—Hola, Till.
Parecía incapaz de sorprenderse. Hizo una pausa y levantó la mirada poco a poco mientras una sonrisa esperaba para ofrecerse radiante a la capitana.
—Hola, señora Washen. Confío en que esté bien.
Bajo la mirada azul y furiosa del cielo era un niño de once años muy educado y normal hasta lo escrupuloso. Tenía un rostro delgado que se unía a un cuerpo pequeño y enjuto, y, al igual que la mayoría de sus iguales, llevaba tan poca ropa como los adultos le permitían. Menuda maraña era la genética moderna… Washen ya había dejado de intentar adivinar quién era su padre. A veces se preguntaba si Miocene misma lo sabía. Era obvio que quería ser la única progenitura del niño, y nunca ocultaba que lo preparaba para colocarlo a su lado algún día. Siempre que Washen miraba a aquel muchacho medio salvaje y que no llevaba nada puesto salvo un calzón, sentía un resentimiento persistente, más mezquino imposible, y que dado que iba dirigido a un niño de once años resultaba ridículo, sin más.
—Tengo una confesión que hacer —le dijo al niño sonriendo ella también—. Hace un rato, mientras estabas en la guardería, te oí habiéndoles a los otros niños. Les estabas contando un cuento muy elaborado.
Los ojos eran grandes y castaños, con dardos de color negro en el interior, y ni siquiera parpadearon.
—Era una historia muy interesante —reconoció Washen.
Till la miró como cualquier niño que no sabe qué pensar de un adulto molesto. Suspiró cansado y cambió el peso de un pie marrón al otro. Luego volvió a suspirar, el retrato del puro aburrimiento.
—¿Cómo se te ocurrió esa historia? Un encogimiento de hombros.
—Sé que nos gusta hablar de la nave. Quizá demasiado. —La explicación de Washen parecía sensata y práctica. Su mayor temor era parecerle condescendiente al niño—. A todo el mundo le gusta especular. Sobre el pasado de la nave, sus constructores y todo lo demás. Tanto parloteo nuestro tiene que ser confuso. Y dado que vamos a reconstruir el puente con vuestra ayuda…, es cierto que eso os convierte en una especie de constructores, ¿verdad?
Till volvió a encogerse de hombros y sus ojos miraron algo que había más allá de ella.
Al otro lado de la rotonda, delante del taller mecánico, un equipo de capitanes sudorosos dispararon su última turbina, una maravilla primitiva construida gracias a un acero tosco y vagos recuerdos, además de unas cuantas pruebas. Los alcoholes caseros combinados con el oxígeno creaban un rugido delicioso. Cuando funcionaba, el motor era lo bastante potente para realizar cualquier trabajo que le pidieran, al menos durante un tiempo. Pero era sucio y ruidoso, e ineficaz, y su sonido casi ocultaba la fuerte voz del niño.
—Yo no especulo —anunció—. Ni sobre eso ni sobre nada.
—¿Disculpa? —dijo Washen como si no lo hubiera oído.
—No pienso decírtelo. Que me lo estoy inventando.
La turbina chisporroteó y luego se quedó callada.
Washen asintió y sonrió con gesto derrotado. Luego observó que se acercaba una figura. Venía del taller, con sus antiguas charreteras sobre una sencilla túnica de tela tejida a mano. Miocene parecía cansada como siempre, y enfadada de mil maneras.
—Yo no me invento nada —protestó el niño.
—¿Qué es lo que no haces? —preguntó su madre.
Till no dijo nada.
Durante un instante, Washen y él intercambiaron una mirada, como si hicieran un pacto. Luego el niño se volvió hacia Miocene.
—Esa máquina… suena fatal —protestó.
—Así es. Tienes razón.
—¿Y la nave es así? ¿Grandes motores que chillan todo el tiempo?
—No, utilizamos reactores de fusión. Muy eficientes y silenciosos, y también extremadamente seguros. —La otra mujer miró a Washen—. ¿No es cierto, querida?
—Fusión, sí —comentó Washen mientras sus manos intentaban alisar la rígida tela de su propio uniforme hecho a mano—. Los mejores reactores de la galaxia, diría yo.
Luego, como un billón de madres, Miocene dijo:
—Hace mucho que no te veo. ¿Dónde has estado, Till?
—Ahí fuera —dijo él. Gesticuló de un modo lejano e impreciso, tres de sus dedos más pequeños que el resto. Y más pálidos. Se regeneraban después de un pequeño accidente, sin duda.
—¿Explorando otra vez?
—Pero no lejos de aquí —le dijo el niño—. Siempre en el valle.
Estaba mintiendo, pensó Washen. Oía la mentira entre las palabras. Pero Miocene asintió con convicción.
—Ya lo sé. Lo sé. —Era una ilusión que se imponía, o quizá un número destinado a los ojos del público.
Hubo un incómodo momento de silencio. Luego, la turbina se volvió a disparar y siguió traqueteando con sano vigor. El sonido atrajo la atención de Miocene y la volvió a llevar al taller mecánico.
Washen sonrió al pequeño y luego se arrodilló a su lado.
—Te gusta inventar cosas —observó ella—. ¿Verdad?
—No, señora.
—No seas modesto —le advirtió Washen.
Pero Till sacudió la cabeza con obstinación y se quedó mirándose los dedos de los pies y el hierro negro.
—Señora Washen —dijo con la frágil paciencia de un niño—. Lo que es, es. Es lo único que no se puede inventar jamás.
Locke esperó en las sombras, un hombre crecido con la expresión culpable de un niño y los ojos grandes e inquietos de alguien que espera que el desastre se desencadene en cualquier parte.
Sus primeras palabras fueron:
—No debería estar haciendo esto.
Pero un momento después, para responder a la respuesta que anticipaba, dijo:
—Lo sé, madre. Las promesas hechas son siempre promesas.
Washen no había emitido ni un solo sonido. Fue su padre el que sugirió que se lo pensara.
—Si esto te va a crear problemas —murmuró Diu—, quizá deberíamos irnos otra vez a casa, sin hacer ruido.
—Quizá deberíais —admitió su hijo. Luego se volvió y se alejó con gesto brusco, sin invitarlos a seguirlo, sabiendo que no serían capaces de contenerse.
Washen se apresuró por la senda y sintió que Diu seguía sus pasos. Una selva joven de ombús negros y elegantes arbustos lambda que se disolvían en un paisaje repentino de hierro desnudo: pilares y arcos negros creaban un laberinto indiscriminado y exasperante. Cada paso era un reto, un acto de gracia consciente. Los bordes afilados como cuchillas exponían la piel y arañaban los dedos y las pantorrillas con finas heridas rosadas. Grietas sin fondo llamaban a los que por allí pasaban, el viento y las gotas de lluvia levantaban ecos en el suelo metálico. Y lo peor de todo, el cuerpo de Washen estaba acostumbrado a dormir a aquella hora. La fatiga ralentizaba sus sentidos y también su sentido común. Cuando vio a Locke de pie, en el borde oxidado de un acantilado, esperándolos, no notó nada salvo su amplia espalda y el cabello largo y dorado sujeto en una elaborada serie de trenzas. Se quedó mirando la sencilla camisa negra tejida en el telar de la aldea, hecha de algodón de imitación, la camisa que su madre había remendado más de una vez, y siempre mal.
Hasta que estuvo a su lado Washen no fue consciente del profundo valle que se extendía bajo ellos, largo y bastante estrecho, con el suelo plano cubierto de una madura hilera de árboles de la virtud negros como la noche.
—Negros como la noche —susurró Washen.
Su hijo picó el anzuelo. Sacudió la cabeza.
—Madre —dijo—. Eso no existe.
Se refería a la noche.
Se refería a su mundo.
Este era un suelo afortunado. Cuando las fieras entrañas del mundo comenzaron a verterse por todas partes, esta gruesa y duradera losa de corteza había caído en la gran fisura. La selva de virtud había ardido, pero no había muerto. Sus raíces podían tener un siglo, o incluso más. Tan antiguas como la ocupación humana de Médula, quizá. Había una sensación suntuosa y eterna en el suelo, y quizá por eso lo habían elegido los niños.
Los niños.
Washen ya sabía que no era así, pero a pesar de todas sus intenciones no podía pensar en ellos más que como seres jóvenes y, de algún modo profundo, vulnerables.
—Silencio —susurró Locke sin molestarse en volverse para mirarlos.
¿Y aquí quién estaba hablando?, se preguntó su madre. Pero no dijo nada.
Luego, con nada salvo su piel profundamente encallecida entre él y el hierro, Locke saltó de rama en rama, gruñendo un poco con cada impacto, y luego hizo una pausa solo lo bastante larga para levantar los ojos y parpadear contra la brillante luz del cielo.
—Y no os separéis de mí —añadió con una preocupación casi paternal—. Por favor.
Las botas de campaña de sus padres se habían caído a pedazos décadas atrás. Llevaban toscas sandalias hechas de corcho de imitación y goma, y tenían que esforzarse para mantenerse a su altura. En el fondo del valle, bajo las sombras vivas, el aire se volvió un poco más fresco, incómodo y húmedo. De las copas de los árboles habían caído mantas de vegetación medio podrida que habían dejado el suelo blando y aguado, con un hedor orgánico que a Washen todavía le parecía ajeno por completo. Un gigantesco aladaga pasó rugiendo a su lado, sumido en algún asunto vital. Washen contempló al animal que se desvanecía en la penumbra y luego reapareció, diminuto a tanta distancia, con el caparazón de color azul cobalto resplandeciendo bajo un trozo de luz repentina.
Locke se volvió de golpe, en silencio.
Un único dedo le cruzaba los labios. Solo por un momento, bajo esa luz, se pareció a su padre. Pero lo que Washen notó sobre todo fue su expresión, sus ojos grises que mostraban un dolor y una preocupación tan intensos que ella tuvo que intentar tranquilizarlo con una caricia.
Diu le había arrancado el secreto a su hijo. Los niños se reunían en la selva y esos encuentros llevaban produciéndose más de veinte años. A intervalos irregulares, Till los llamaba a un lugar apartado y era Till el que controlaba todo lo que se decía y hacía.
—¿Qué se dice? —había preguntado Washen—. ¿Qué se hace?
Locke no quiso explicar más. Primero sacudió la cabeza con un gesto de desafío y vergüenza. Luego, con callada desilusión, admitió:
— Al repetir esto estoy rompiendo la promesa más antigua que he hecho.
—¿Entonces por qué contarlo? —lo había presionado ella.
—Porque sí. —La expresión de Locke era complicada, sus ojos suaves y grises cambiaban con cada parpadeo. Al final se acomodó sobre él una mirada compasiva, medio temerosa, y les explicó—: Tenéis todo el derecho a escucharlo. Para poder decidir por vosotros mismos.
Le importaban sus padres. Por eso había roto su promesa y por eso no tenía más alternativa que traerlos aquí.
Washen ya no quería pensar en ello de ninguna otra manera.
Unos cuantos pasos silenciosos más y se encontró clavando los ojos en el árbol de la virtud más grande que hubiera visto jamás. Debió de matarlo la edad, y la putrefacción lo había derribado; al desplomarse se le había partido el dosel de hojas. Los hijos adultos y sus hermanitos y hermanitas se habían reunido en aquel estanque de luz radiante de color azul blanquecino, de pie, en grupos y parejas Algunos llevaban colas de alamartillo metidas en el pelo. Las voces suaves y rápidas se fundían en un zumbido sin sentido. Till estaba allí, paseándose sobre el amplio tronco negro. Tenía aspecto de adulto, sin edad y no demasiado excepcional; vestía un sencillo calzón y dos brazaletes, uno de acero y el otro de oro. Sus trenzas oscuras se parecían a una larga cuerda. Su rostro joven y casi guapo mostraba una expresión tímida y cohibida que le brindó a Washen el más extraño momento de esperanza. Quizá esto no era más que el viejo juego exagerado hasta convertirlo en una especie de reunión social. Till interpretaría para los niños, les contaría esas elaboradas historias que ninguna mente sensata podría creerse, pero en las que todo el mundo, de un modo u otro, encontraba cierto placer.
Locke no volvió la vista atrás ni dijo nada. Se limitó a seguir adelante, atravesó un muro bajo de lambdas y salió al claro brillante y lleno de gente.
—Hola, Locke —dijeron veinte voces.
Él dijo «hola» una vez, en voz alta, y luego se reunió con los hijos mayores en la parte delantera.
Sus padres respetaron la promesa que habían hecho y se arrodillaron en la selva, haciendo caso omiso del siseo y chisporroteo de mil pequeños insectos. No pasó nada.
Aparecieron en el claro unos cuantos niños más y hubo conversaciones en voz baja; Till, sin prestar atención a nada, seguía paseándose. Quizá eso era todo lo que iba a ocurrir. Desde luego, era fácil esperarlo.
Till se detuvo.
En un instante los adoradores se callaron.
—¿Qué queremos? —preguntó con voz tranquila.
—Lo que es mejor para la nave —respondieron los niños, cada uno con su propia y tranquila voz. Luego, juntos, con una sola voz, dijeron—: Siempre.
—¿Cuánto tiempo es siempre?
—Más de lo que podemos contar.
—¿A qué distancia está siempre?
—A la de los extremos infinitos.
—Y sin embargo vivimos…
—¡Apenas un momento! —exclamaron—. ¡Si es que llega a eso!
Las palabras eran absurdas y escalofriantes. Lo que a Washen debería haberle parecido ridículo no lo era; la oración adquiría una credibilidad musculosa cuando eran cientos los que la pronunciaban en un coro sin fisuras, cada sílaba dotada de la seguridad que da la práctica.
—Lo que es mejor para la nave —repitió Till.
Pero las palabras eran una pregunta. Su rostro estrecho y atractivo estaba lleno de curiosidad, de un anhelo sincero.
—¿Conocéis la respuesta? —preguntó a su público.
Con un grito confuso los niños dijeron:
—No.
—¿Conozco yo la respuesta?
Sin gritar, con respeto, le dijeron:
—No.
—Cierto y cierto —manifestó su líder—. Pero cuando estoy despierto, busco lo que es mejor. Lo mejor para nuestra gran nave y para siempre. Y cuando duermo, mi yo soñado hace lo mismo.
—Y nosotros también —entonaron sus seguidores.
Entonces Washen pensó: no, no era un cántico. Era demasiado astroso y parecía demasiado honesto, cada uno de ellos hacía esa solemne promesa para sí.
Hubo una pausa breve y desconcertante.
Luego Till preguntó:
—¿Tenemos algún asunto hoy?
—Tenemos recién llegados —exclamó alguien.
Durante un resbaladizo momento Washen pensó que se referían a ella y a Diu. Volvió la vista y miró a Diu por primera vez: parecía tranquilo a esa manera suya siempre ocupada, y pareció agradecer la mirada. Una mano la cogió del brazo cuando la voz de Till gritó:
—Traedlos aquí arriba.
Los recién llegados eran niños de verdad. Unos gemelos de siete años, según resultó. El niño y la niña treparon con lentitud al tronco medio podrido como si estuvieran aterrados. Las manos temblorosas se aferraban a la corteza estriada, negra y aterciopelada. Pero Till les ofreció las manos, y con una seguridad tajante les sugirió que respiraran hondo.
—Somos vuestros hermanos y hermanas —les recordó más de una vez. Luego, cuando los pequeños sonrieron por fin, les preguntó—: ¿Sabéis algo de la nave?
El niño miró al cielo.
—Es muy antigua —dijo.
—No hay nada más antiguo —le confió Till.
—Y es enorme.
—Nada puede ser más grande. Sí.
Su hermana se tocaba el ombligo mientras esperaba sentirse un poco más valiente. Cuando Till la miró, ella levantó los ojos y les dijo a todos:
—Es de donde vinimos. La nave.
El público se rió de ella.
Till levantó una mano y se hizo el silencio.
Su hermano la corrigió con voz baja y fiera:
—Los capitanes vinieron de allí. Nosotros no.
Till asintió; esperaba.
—Pero nosotros vamos a ayudarlos —añadió el niño. El placer que le inspiraba ese destino era infinito—. Los ayudaremos a volver a la nave. Pronto.
Hubo un silencio prolongado y muy frío.
Till se permitió una sonrisa paciente y dio unos golpecitos a los dos en la cabeza. Luego miró a sus seguidores y preguntó:
—¿Tiene razón?
—No —rugieron ellos.
Los hermanos se estremecieron e intentaron desvanecerse.
Till se arrodilló entre ellos.
—Los capitanes son solo los capitanes —dijo con voz tranquila y firme—. Pero vosotros y yo, y todos los que estamos aquí… estamos construidos de la materia de este mundo, de su carne, su agua y su aire…, y de las almas antiguas de los constructores, también.
Washen llevaba un cuarto de siglo sin oír esa tontería y al oírla entonces no supo si reírse o explotar.
—Somos los constructores renacidos —aseguró Till a todos. Luego se puso en pie, cubrió con un gesto de cariño los hombros vencidos de los niños e insinuó el auténtico alcance de la rebelión—. Sea cual sea nuestro propósito, no es ayudar a los capitanes. Esa es la única verdad de la que estoy seguro.
Luego clavó los ojos en la selva ensombrecida.
—Los capitanes solo piensan que tienen bien sujeta la nave —exclamó—. Pero amigos, si os parece… ¡pensad en todas las maravillas que pueden ocurrir en un solo día!
Miocene se negó a creer nada de lo que le contaban.
—En primer lugar —le dijo a Washen y a sí misma—, conozco a mi hijo. Lo que has descrito es ridículo. Absurdo. Y con franqueza, estúpido. En segundo lugar, y según tu relato, este mitin incluía a más de la mitad de nuestros niños…
Diu la interrumpió.
—La mayor parte son adultos. Con hogares propios. —Luego añadió—: Señora. —Y enmarcó la palabra entre rápidos asentimientos.
Descendió un silencio airado. Luego Washen admitió:
—Lo he comprobado. Varias docenas de niños se escabulleron de las guarderías anoche…
—Y no estoy afirmando que no lo hicieran. Y estoy muy segura de que se escabulleron a alguna parte. —Luego, con una expresión arrogante, Miocene preguntó—: ¿Querréis escucharme los dos? ¿Tendréis conmigo esa consideración, por favor?
—Por supuesto, señora —dijo Diu.
—Sé lo que es posible. Sé con toda exactitud cómo se crió mi hijo y conozco su carácter, y a menos que podáis ofrecerme algún motivo creíble para esta fábula…, para esta mierda, creo que vamos a fingir que aquí no se ha dicho nada…
—¿Qué pasa con mis motivos? —preguntó Washen—. ¿Por qué iba a contar yo semejante historia?
Con una alegría escalofriante Miocene dijo:
—Codicia.
—¿Hacia quién?
—Créeme, lo entiendo. —Los ojos hoscos se estrecharon, destellos plateados en las esquinas—. Si Till está perturbado, tu hijo es el que más gana. Posición entre sus compañeros, como mínimo. Y con el tiempo, poder auténtico.
Washen miró a Diu.
No habían mencionado el papel de Locke como informante y lo habían mantenido en secreto tanto tiempo como les fue posible por una maraña de razones, en su mayor parte egoístas.
Estaban dentro de la casa de la maestra adjunta, que solo disponía de una habitación. El lugar parecía pequeño y atestado, e inmersos en aquel aire nervioso casi no se podía respirar por el calor. Había un cierto desaliño a pesar de que Miocene mantenía todas las superficies tan limpias como era posible. Desaliño y un profundo hastío, y en las esquinas más oscuras, había un miedo vivo y frío. Washen casi podía ver el miedo que clavaba en ella sus ojos apagados y rojos.
No pudo evitarlo.
—Pregúntele a Till por los constructores —insistió—. Pregúntele lo que cree.
—No pienso hacerlo.
—¿Por qué no?
La mujer se tomó un momento para tirar en vano de las esporas con púas y las semillas aladas que estaban intentando echar raíces en su uniforme humedecido por el sudor. Luego, con una lógica cortante dijo:
—Si tu historia es mentira, dirá que es mentira. Y si es cierto y él miente, entonces se limitará a decir que no debería creerte.
—¿Pero y si lo admite?
—Entonces Till quiere que yo lo sepa. —Se quedó mirando a Washen como si fuera la peor de las tontas. Sus manos habían dejado de tirar de las semillas y su voz era colérica, sólida y muy fría—. Si confiesa, entonces quiere que yo lo averigüe, Washen. Querida. Y tú solo estás sirviendo de mensajera.
Washen cogió aliento y lo contuvo un momento.
Luego Miocene miró por la puerta abierta a la rotonda pública y añadió:
—Y no es esa una revelación que yo quiera que se imparta cuando a él le convenga.
Se habían producido avisos.
Se percibió un coro creciente de temblores. Las pequeñas tormentas de esporas les recordaron a los capitanes las ventiscas de mundos fríos. El vertido de media docena de manantiales calientes cambió de color: un azulado vivido y tóxico se extendió por los arroyos de la zona. Y un único árbol de Hazz se marchitó tras meter su bien ganada grasa y agua en lo más profundo del subsuelo.
Pero en lo que a advertencias se refería, estas eran pequeñas y los capitanes de mayor rango estaban demasiado distraídos para prestar atención.
Tres días de la nave más tarde, mientras el campamento dormía, una mano enorme levantó la tierra varios metros, luego se aburrió y la volvió a tirar. Los capitanes y los hijos salieron tropezando a las rotondas públicas. A los pocos momentos el cielo se asfixiaba bajo globos de oro y miles de millones de insectos voladores. La experiencia decía que en doce horas, quizá menos, la tierra se ampollaría, explotaría y moriría. Moviéndose como una borracha, Washen comenzó a atravesar las réplicas. Iba de una rotonda a otra hasta que por fin alcanzó cierta casita pulcra y gritó «¡Locke!» a la habitación vacía.
¿Dónde estaba?
Se movió por el borde de la rotonda y no encontró nada salvo casas vacías. Una figura alta salió de la diminuta casa de Till y preguntó:
—¿Has visto al mío?
Washen negó con la cabeza.
—¿Al mío?
Miocene dijo «no» y suspiró. Luego pasó a grandes zancadas al lado de Washen.
—¿Sabes dónde está? —gritó.
Diu se encontraba de pie en el centro de la rotonda.
—Ayúdame —le aseguró la maestra adjunta— y también ayudarás a tu hijo.
Con un asentimiento y una rápida inclinación, Diu aceptó.
Una decena de capitanes se metieron corriendo en la selva. Washen se había quedado atrás y se obligó a reunir las cosas esenciales de su hogar y a ayudar a otros padres preocupados. Llegaron nuevos terremotos en grupos de tres y cuatro. Las horas pasaron sumidas en un caos bien ensayado. La corteza que había bajo ellos había quedado hecha añicos, y las fisuras rompían las rotondas mientras un calor preocupante se filtraba hasta la superficie. Los globos de oro se habían desvanecido, sustituidos por nubes de polvo férreo y el hedor a grasa ennegrecida de la selva que ardía. Los capitanes y los niños más pequeños estaban en la rotonda principal, aguardando nerviosos. Se habían cargado los trineos y los carros de globos, pero el maestro adjunto de mayor rango, el anciano y atolondrado Daen, no quería dar la orden de partir. «Un minuto más», no hacía más que decirles. Luego ocultaba con cuidado su tosco reloj en el bolsillo más grande y se resistía a la necesidad de contemplar el giro incesante de sus diminutas agujas mecánicas.
Cuando Till salió al cielo abierto esbozaba una amplia sonrisa.
Washen sintió un alivio incoherente, atolondrado.
El alivio se derrumbó convertido en conmoción y terror. Alguien había abierto con un cuchillo la cavidad pectoral del joven. La primera herida ya se curaba, pero una segunda, más profunda, dibujaba una línea perpendicular a la primera. La carne rasgada y desecada luchaba por soldarse. Las costillas, espantosamente blancas, se encontraban a la vista de todos. Till no corría un peligro mortal, pero soportaba bien su agonía. Con un taimado quejido dio un tropezón y luego consiguió enderezarse durante un instante, antes de derrumbarse y estrellarse contra el hierro desnudo justo cuando su madre salía de la selva negra.
Miocene estaba ilesa, pero también atrapada; completa, desesperadamente atrapada.
Paralizada y asqueada, Washen contempló cómo la maestra adjunta se arrodillaba al lado de su hijo y le agarraba el espeso cabello castaño con una mano, mientras con la otra devolvía con cuidado la hoja ensangrentada a su vaina de acero.
¿Qué le había dicho Till en la selva?
¿Cómo había manipulado a su madre para provocarle esa cólera asesina?
Porque eso debió de ser lo que pasó. A medida que iba sucediéndose cada acontecimiento, Washen se dio cuenta de que aquello no era ningún accidente. Había un plan muy sofisticado que se remontaba al instante en el que Locke le había hablado de las reuniones secretas. Su hijo había prometido llevarla a ella y a Diu a una de esas reuniones. ¿Pero a quién se lo había prometido? A Till, era obvio. Till había reclutado a Locke para que se uniera al juego y se asegurara de que Miocene terminaba enterándose de las reuniones, su autoridad de repente cuestionada. Y era Till el que yacía en los brazos de su madre, y el que sabía con toda exactitud lo que iba a pasar después.
Miocene se quedó mirando a su hijo; buscaba algún rastro de disculpa, alguna vacilación en su valor. O quizá solo le estaba dando un momento para contemplar su propia mirada, despiadada y fría.
Luego lo soltó y agarró una gruesa cuña de hierro negro y sucio (los terremotos habían dejado la rotonda sembrada de ellas), y con furia silenciosa hizo rodar a Till hasta dejarlo boca abajo. Entonces le destrozó las vértebras del cuello y luego blandió el arma con más fuerza. La sangre y la piel desgarrada volaron, y la cabeza del joven estuvo a punto de separarse de su cuerpo paralizado.
Washen agarró de un brazo y tiró.
Los capitanes saltaron sobre Miocene y la separaron de su hijo.
—Soltadme —les exigió ella.
Unos cuantos se retiraron, pero no Washen.
Después, Miocene dejó caer el trozo de hierro ensangrentado y levantó las dos manos.
—Si queréis ayudarlo, ayudadlo —gritó—. Pero si es así, vuestro sitio no está con nosotros. Ese es mi decreto. ¡Por los poderes que me dan mi rango, mi cargo y mi humor!
Locke acababa de salir de la selva.
Fue el primero en llegar hasta Till, pero solo por un instante. Surgían niños de entre las sombras, listos ya para ser útiles, e incluso unos cuantos de los que no se habían desvanecido en un primer momento se unieron a ellos. En un abrir y cerrar de ojos, más de dos tercios de la descendencia de los capitanes se había reunido alrededor de la figura inerte e indefensa. Los rostros serios reflejaban una intensa preocupación y una gran resolución. Se encontró una camilla y pusieron cómodo a su líder. Alguien preguntó en qué dirección se irían los capitanes. Daen miró al cielo y contempló una sucia nube de humo que llegaba desde el oeste.
—Al sur —gritó—. Iremos al sur.
Luego, con unas pocas posesiones y sin comida, los niños rebeldes comenzaron a desfilar, marchando de forma ostensible hacia el norte. Diu se encontraba al lado de Washen.
—No podemos dejarlos marchar sin más —susurró él—. Alguien tiene que quedarse con ellos. Hablar con ellos, y escuchar. Y ayudarlos de algún modo… Washen miró a su amante con la boca abierta. «Yo iré», quería decir.
—No deberías, no —la interrumpió Diu antes de que pudiera decir nada—. Los ayudarías más quedándote cerca de Miocene. —Era obvio que había pensado mucho en aquel tema—. Tienes un rango. Aquí tienes autoridad —arguyó—. Y además, Miocene te escucha.
Cuando le convenía, quizá.
—Seguiré susurrándote al oído —le prometió Diu—. De algún modo.
Washen asintió. Una parte obstinada de su ser le recordaba que todo aquel dolor y rabia pasarían. Dentro de unos años o unas décadas, o quizá un efímero siglo, comenzaría a olvidar lo horrible que había sido aquel día.
Diu la besó y se abrazaron. Pero Washen se encontró mirando por encima del hombro de su amante. Locke era una silueta conocida en los márgenes de la selva. A esa distancia, entre las sombras entrelazadas, era incapaz de distinguir si su hijo la estaba mirando o si estaba de espaldas. En cualquier caso, Washen sonrió y pronunció en silencio «sé bueno». Luego cogió aliento.
—Ten cuidado —le dijo a Diu.
Después se volvió, se negaba a ver cómo se desvanecían ambos hombres entre la oscuridad y el humo creciente.
Miocene se quedó sola, prácticamente olvidada.
Mientras los capitanes y los niños leales se apresuraban juntos hacia el sur, rumbo al lugar seguro más cercano, la maestra adjunta permaneció clavada en el centro de la rotonda, hablando con una voz fina, árida y llorosa.
—Nos estamos acercando —declaró.
—¿A qué se refiere? —preguntó Washen.
—Más cerca —dijo de nuevo la otra. Luego levantó los ojos hacia el cielo brillante, alzó los brazos y sus manos intentaron coger la nada. Con una suave caricia, Washen intentó convencerla.
—Tenemos que apresurarnos —le advirtió—. Ya deberíamos habernos ido, señora.
Pero Miocene se puso de puntillas y levantó los brazos aún más, estiró los dedos y entrecerró los ojos mientras se le escapaba una carcajada baja y llena de dolor.
—Pero no lo bastante cerca —gimoteó—. No, no del todo. Todavía no. Todavía no.
Uno de los problemillas de una vida excesivamente larga es que hacer con la cabeza. ¿Cómo manejas, después de varios miles de años, esa caótica masa de hechos rememorados y recuerdos superfluos?
Solo entre los animales humanos, las diferentes culturas se decidieron por una amplia gama de soluciones. Algunas creían en eliminar con todo cuidado lo redundante y lo embarazoso, un procedimiento médico que con frecuencia se envolvía en una ceremonia considerable. Otros creían en purgas aplastantes de naturaleza más radical que abrazaban la noción de que una buena poda puede liberar cualquier alma. E incluso había unas cuantas sociedades bastante duras en las que la mente se dañaba de forma intencionada y profunda y, cuando se curaba, otra vez nacía una persona nueva en cierto modo.
Los capitanes no creían en ninguna de estas soluciones.
Lo mejor, para sus carreras y para el bienestar de sus pasajeros, era una mente cualificada y consistente, llena de detalles diminutos. «Nada se olvida» era su ideal imposible. Gobernar cualquier nave exigía el dominio de cada detalle y circunstancia, y nadie podía predecir el momento en que su probada mente tendría que sacar algún hecho vital pero oscuro de su escondite, y la capitana (si es que era una capitana) hacía su trabajo con la predecible competencia que todo el mundo tenía derecho a exigirle.
Miocene estaba olvidándose de cómo tenía que ser una capitana.
No de una forma grave ni inesperada. El tiempo y la intensidad de su nueva vida, como es natural, habían apartado los viejos recuerdos. Pero después de más de un siglo en Médula, comenzaba a sentir las erosiones de pequeños y apreciados talentos, y se encontró preocupándose por un posible retorno a su obligación. Se preguntaba si podría ocupar con facilidad su antiguo puesto.
¿Qué capitanes habían ganado por última vez el galardón de la maestra, y por qué?
Más allá de los cincuenta ganadores más recientes, ya no estaba segura.
¿Cuál era esa especie de medusa que vivía en las frías aguas de amoniaco del Mar Alfa? ¿Y la especie robótica que vivía en hornos especiales y que a temperatura ambiente se congelaba? Y esos programas informáticos apodados Poltergeists por su juvenil sentido del humor… ¿de dónde procedían en un principio?
Pequeños detalles pero, para millones de almas, totalmente vitales.
Había una población humana en los Cañones de Humo…, antitecnólogos que respondían al nombre de… ¿qué? ¿Y los fundó quién? ¿Y cómo es que aceptaron vivir dependiendo por completo de la máquina más grande jamás construida?
Se deberían haber hecho cinco ajustes de rumbo en los últimos ciento y pico años, todos programados con antelación, todos menores. Pero aunque el curso de la nave estaba proyectado con una precisión exquisita que se extendía hasta los próximos veinte milenios, Miocene solo conseguía recordar las más grandes de las aceleraciones.
Poco más que una pasajera bien informada, eso es lo que era.
Por supuesto que muchas cosas habrán cambiado antes de su regreso. Rangos y rostros, y honores, y quizá incluso el rumbo exacto de la nave, todo ello expuesto a eventualidades y simples detalles prácticos. Y todas las decisiones importantes, así como las más triviales, se estaban tomando sin el menor toque de Miocene.
O quizá no se estaba tomando ninguna decisión.
Había oído lo que se especulaba entre susurros. El Incidente había purgado la nave de todo tipo de vida y la había convertido de nuevo en una indigente. Eso explicaba la falta de una misión de rescate. La maestra, la tripulación y la miríada de pasajeros desiguales se habían evaporado en un instante terrible, y todos los apartamentos y grandes pasillos habían quedado estériles y puros. Y si había alguna especie local que era lo bastante valiente o lo bastante necia para subir hoy a bordo de la nave, con toda probabilidad les llevaría eones encontrar el camino para bajar a aquel horrible yermo.
¿Por qué era aquella una imagen tan atractiva?
Porque lo cierto es que a Miocene la atraía, sobre todo en sus momentos más negros.
Después de que Till y los otros rebeldes la abandonaran le pareció reconfortante esa posibilidad: la carnicería total. Miles de millones de muertos. ¿Y qué era su propia tragedia más que una pequeñez? Un triste detalle en la gran historia de la nave. Y dado que solo era un detalle, existía la esperanza creíble y embriagadora de que pudiera olvidar esas cosas tan horribles que su hijo le había dicho y que la habían obligado a desterrarlo, y con el tiempo dejaría de tener esos momentos envenenados, cuando su mente, tan atareada y atestada, se ponía de repente a pensar en él.
El diario de Miocene comenzó como un experimento, un ejercicio al que daba pocas esperanzas. Al llegar el arbitrario final de cada día, sentada sola en la oscuridad que creaban las contraventanas cerradas de su actual casa, llenaba la larga y compacta cola de un fasser con tinta fresca, y luego utilizaba la letra legible más pequeña que tenía para recoger los acontecimientos más importantes del día.
Era un truco antiguo, desacreditado hacía ya mucho tiempo.
Como medio para mejorar la memoria y recoger la historia, la palabra escrita se había visto suplantada por soportes digitales y chips de memoria. Pero como todo lo demás en su vida inmediata, esa tecnología había tenido que ser resucitada, aunque solo fuera por un corto periodo de tiempo.
«Odio este lugar».
Esas fueron sus primeras palabras, y se contaban entre las más honestas. Y luego, para recalcar el odio que la consumía, había hecho una lista de los capitanes a los que Médula había matado, y las horribles causas de sus muertes; llenaba el tosco papel del color del hueso con detalles furibundos, y luego doblaba cada hoja y la metía dentro de un morral de amianto que llevaría con ella cuando se abandonara esa casa y ese asentamiento.
El experimento se fue convirtiendo en una disciplina.
La disciplina se diluyó hasta convertirse en una obligación, y después de diez años de cumplir con ella sin falta, Miocene se dio cuenta de que disfrutaba de verdad con aquello de escribir. Podía contarle a la página lo que quisiera, y la página jamás se quejaba ni dudaba. Incluso la lenta y meticulosa tarea de dibujar cada letra tenía encanto y le proporcionaba cierto placer. Cada noche comenzaba con los nacimientos y muertes del día. Los primeros superaban en número a las segundas por un amplio margen. Muchas de sus capitanas tenían hijos nuevos, y sus retoños mayores, los pocos que habían demostrado su cariño y lealtad, se lanzaban a un valiente desove propio. Médula era un mundo duro pero productivo, y sus humanos se habían hecho tan resueltos como prolíficos. Los nacimientos superaban a las muertes en una proporción de veinte a uno, y la brecha no hacía más que crecer. Era raro el capitán que no ofrecía óvulos o esperma al esfuerzo. Por supuesto, si hubiera un déficit, Miocene habría ordenado una sumisión absoluta. Incluso cuotas. Pero el sacrificio no fue necesario, por fortuna. Y lo que era más importante, esa libertad permitía a Miocene ser una de las capitanas que habían decidido no ofrecer otro hijo o hija a aquella marea demográfica.
Uno era suficiente; más que suficiente, con franqueza.
Otra capitana marcada por la experiencia era Washen. Al menos eso fue lo que Miocene supuso. Ambas tenían hijos que habían huido con los rebeldes. Ambas conocían los peligros inherentes a dar a luz otra alma. Por eso los humanos habían abrazado con tanta frecuencia la inmortalidad, había decidido Miocene. Querían mantener la responsabilidad del futuro donde debía estar: en almas terminadas y fiables que ya habían demostrado su valía.
—Mi excusa no es esa —había respondido Washen, la cólera enmarcada por una cuidadosa y pequeña sonrisa.
Sin gritar, con firmeza, Miocene había repetido aquella palabra tan inapropiada.
—¿Excusa? —dijo—. ¿Excusa? —Luego sacudió la cabeza y tomó un sorbo de té abrasador—. Exactamente, ¿qué quieres decir con eso de «excusa»?
Había sido una velada inusual. Washen pasaba por allí y a la maestra adjunta se le antojó pedir a la mujer que se uniera a ella. Sentadas en taburetes bajos a la entrada de la casa de Miocene, contemplaban a los hijos casi desnudos, a los ya crecidos y a los demás, que se movían por la rotonda pública. Un dosel bajo de tela y palos entrelazados les proporcionaba sombra, Pero había agujeros y brechas que habían dejado los corrosivos insectos, pequeños lugares donde la luz del cielo atravesaba la tela. Esa luz apenas había disminuido durante los últimos ciento ochenta años. Seguía siendo brillante y su calor resultaba fiero, y en ocasiones útil. La maestra adjunta había colocado un cuenco de acero parabólico bajo un agujero para concentrar la energía bruta en una tetera abollada y muy gastada. El agua de lluvia comenzaba a hervir de nuevo, y Miocene utilizó un trapo para preparar una gran taza de té para su invitada. Washen aceptó la atención con un gesto.
—Yo ya tengo un hijo —comentó.
Miocene no dijo lo que primero se le ocurrió. Ni lo que pensó después. En su lugar se limitó a replicar:
—Lo tienes. Sí.
—Si encuentro un buen padre, tendré uno o dos más.
Washen tenía cierta dificultad para escoger a sus amantes. Diu era un traidor. ¿De qué otra manera podían describirlo? Pero era un traidor útil que encontraba la manera de entregarles información sobre las actividades y el paradero de los rebeldes.
—Retoños producidos en masa… —dijo Washen—. Es que no creo que sea lo mejor.
Miocene asintió con la cabeza al tiempo que decía:
—Estoy de acuerdo.
—Y me encuentro… —La capitana dudó. Una aguda sensibilidad política hizo que meditara con cuidado sus siguientes palabras.
—¿Qué? —sondeó la maestra adjunta.
—La moralidad de todo esto. Tener hijos, y además tantos…
—¿A qué te refieres, querida?
Sorbió el té ofrecido y lo tragó. Después, Washen pareció decidir que no le importaba lo que Miocene pensara de ella.
—Es un cálculo cínico hacer estos chiquillos. No están aquí por amor…
—¿Es que no los queremos? —El corazón de Miocene se aceleró durante solo un momento.
—Pues claro que sí. Por supuesto. Pero sus padres estaban motivados por una simple lógica pragmática. En primer lugar y siempre. Los niños nos ofrecen manos y mentes a las que podemos darles forma, esperemos, y esas mismas manos y mentes van a construir el próximo puente.
—Según los planos de Aasleen —añadió Miocene.
—Como es natural, señora.
—¿Y no son esas razones muy importantes?
—Nos decimos que lo son. —Médula había cambiado el rostro de Washen. La piel seguía siendo suave y sana, pero la dieta y la luz constante y rica en rayos ultravioletas habían cambiado su tono, que era ahora de un color gris parduzco. Como el humo, la verdad. Y más que su piel, sus ojos también eran diferentes. Siempre inteligentes, ahora parecían más fuertes. Más seguros. Y la mente que había tras ellos parecía más dispuesta que nunca a dar voz a sus pensamientos privados.
—¿No deberíamos intentar escapar? —la presionó Miocene.
—¿Pero qué pasa después? —contraatacó la capitana—. Necesitamos tantos cuerpos en los próximos cuatro mil ochocientos años. Si queremos tener la capacidad industrial que Aasleen prevé, y suponiendo que Médula sigue expandiéndose, por supuesto. Suponiendo. Y entonces, volvemos a casa e imaginamos que somos héroes y demás. ¿Pero qué pasa con esta pequeña y tosca nación estado que hemos engendrado?
—No todo hay que decidirlo ahora —respondió Miocene.
—Ese es el peor problema, creo.
—¿Disculpa?
—Señora —dijo la capitana—. Al final no somos nosotras las que hemos de decidir. Es el futuro de nuestros hijos y nietos.
De repente Miocene pensó que ojalá fuera hora de irse a la cama. Entonces podría excusarse sin quedar mal, y en su oscuridad privada podría reproducir el día en su diario. Unas cuantas líneas de letra diminuta eran suficientes. El papel era tan fino como tecnológicamente resultaba posible en aquellos tiempos, pero a medida que se acumulaban los años, cada vez era más difícil transportar la floreciente historia.
—Nuestra nave —dijo la maestra adjunta— ha acogido todo tipo de pasajeros. Cualquier alienígena es más exigente de lo que podrán serlo nunca nuestros hijos.
Silencio.
Miocene se alisó el uniforme. Era una tela fresca y blanca, porosa a su sudor fragante e incesante, y se habían intercalado hebras de plata pura que querían simbolizar los uniformes espejados del pasado. Fuera, en la rotonda pública y en todos los demás lugares, los hijos no llevaban más que calzones, pequeñas falditas y chalecos diminutos. Hacía mucho tiempo que Miocene había aceptado aquella desnudez casi total, aunque solo fuera porque permitía que destacaran los antiguos capitanes, ataviados con su noble atuendo.
Aburrida con la espera le preguntó a su compañera:
—¿Qué es lo que te inquieta, querida?
—Estos niños —dijo Washen.
—¿Sí?
—Como si fueran los únicos.
—Te refieres a los rebeldes. —Miocene asintió, se echó a reír y se tomó su tiempo para terminarse el té. Después respondió a la capitana de primer grado—: Me limité a suponer que querrían permanecer aquí, donde son más felices. En Médula. Y que podríamos recluirlos aquí. Bien encerraditos.
Una nueva categoría se había colado sin esfuerzo en el recuento escrupuloso y exacto que hacía la maestra adjunta de ganancias y pérdidas. Estaban los nacidos, por supuesto, y los muertos. Y ahora, en números pequeños pero crecientes, estaban los desaparecidos.
Se suponía, con razón, que estas nuevas bajas se escabullían sin llevarse nada salvo provisiones y herramientas ligeras y adecuadas para una buena marcha. Si se podía dar crédito a los rumores y a la evidencia física, los rebeldes más cercanos estaban a mil kilómetros de distancia. Era un viaje abrumador para cualquier alma razonable, pero Miocene casi podía creer que los niños (los más susceptibles de desaparecer) podrían convencerse de que aquel era un reto encomiable, una empresa que con toda seguridad daría respuesta a alguna vaga necesidad o trivial ausencia en sus brevísimas vidas. Podía incluso imaginar sus razones. Aburrimiento. Curiosidad. Ideas políticas, aguadas o algo más sólidas. O quizás aquí, dentro del campamento unionista, no veían progreso para ellos. Eran personas lentas, perezosas o difíciles y quizá los rebeldes serían menos exigentes. Poco probable, pero eso era lo que los desaparecidos debían de decirse. Y allá se iban, solos y en pequeños grupos, contando con alegría con que la juventud y la buena fortuna les trajeran el premio que se merecían. Algunos murieron por el camino.
Solos, en valles temporales y sin nombre, se los tragaba el fluir del hierro o los cocía en un momento un estallido de gases abrasadores.
El primer impulso de Miocene había sido enviar equipos de rastreo, y luego castigar a los niños por su traición. Pero voces más caritativas, incluida la suya propia, le advirtieron que no tomara medidas tan duras. Los que importaban eran los que se quedaban, los que estaban dispuestos, los que de verdad tenían visión de futuro.
Cada noche, tras colocar los apuntes diarios en su sobre de amianto y luego en el baúl del mismo material, Miocene se premiaba con una pequeña felicitación. Otro día logrado, otro centímetro más cerca de su objetivo definitivo. Luego se sentaba en su pequeña cama, normalmente sola, y como con frecuencia se olvidaba de comer durante el azaroso día, se obligaba a tragar una rebanada de grasa muy especiada. Se forzaba a alimentar un cuerpo que ya pocas veces sentía hambre, pero que necesitaba calorías y descanso, y al menos era capaz de darle las primeras. Luego se echaba para pasar aquella noche imperfecta, casi siempre de espaldas, y a veces dormía, y soñaba, y otras veces se limitaba a quedarse mirando la oscuridad artificial, obligándose a permanecer inmóvil durante tres horas enteras mientras su mente trabajaba con una imprecisión distraída y planeaba el día siguiente, la semana siguiente, y luego los cinco mil años siguientes.
Los quinientos era el momento ideal para hacer algún gesto majestuoso.
Un año entero de conmemoración de sus vidas en Médula culminó con una celebración de una semana, y la celebración tuvo su cúspide en un suntuoso desfile alrededor de la Gran Rotonda de Ciudad Hazz. Asistieron la mitad de los unionistas del mundo. Desfilaron cuerpos pintados, amigos y familia con los brazos entrelazados, o bien aguardaron en el centro cubierto de tiendas de campaña de la Rotonda, o quizá contemplaron el desfile desde uno de los cincuenta edificios de madera y plástico que bordeaban el pulcro borde exterior de la zona pública. Había presentes cincuenta mil almas contentas y bien alimentadas y cada una de ellas levantó los ojos cuando Miocene subió al podio, miró el reloj que tenía en una mano al tiempo de levantar la otra, y luego bajó un largo y fino dedo como señal.
—Quinientos años —anunció con voz potente.
Magnificada y proyectada a través de voluminosos altavoces, su voz parecía resonar por toda la ciudad y el mundo.
Hubo una gran ovación desaliñada, ruidosa y honesta.
—Cinco siglos —repitió, su voz más alta que la de la multitud. Entonces Miocene preguntó a la nación—: ¿Dónde estamos ahora? Se murmuraron unos cuantos chistes. —¡Donde siempre estamos! —exclamó alguien.
Un fino reguero de risas se fue calmando hasta caer en un silencio respetuoso e impaciente.
—Estamos trepando —declaró la maestra adjunta—. No hacemos más que trepar, de forma incesante. En este momento, nos están elevando hacia el cielo al grácil y glorioso ritmo de un cuarto de metro al año. Estamos construyendo nuevas máquinas y nuevos ciudadanos, y a pesar de las privaciones que nos lanza este mundo a diario, estamos prosperando. Pero lo más importante, mil veces más importante, es que recordéis hacia qué estamos trepando. Este mundo nuestro no es más que un lugar pequeño. Es como una larva de alamartillo acurrucada dentro de su capullo, más grande e infinitamente más impresionante.
«Estamos en el centro de una nave estelar. Un gran navío, complejo e inmenso. Esta nave espacial atraviesa a toda velocidad un universo que jamás habéis visto. Del que casi no sabéis nada. Un universo de tal alcance y belleza que, cuando lo veáis, os prometo que no seréis capaces de contener las lágrimas.
Hizo una brevísima pausa.
—Lo prometo: todos vosotros veréis este gran universo.
»Para los dispuestos y leales, vuestra recompensa será inmensa y gloriosa, y no sufriréis más miedos ni carencias durante el resto de vuestras interminables vidas.
Se elevó una pequeña ovación que se derrumbó sola.
—Sé lo duro que puede ser —les dijo la maestra adjunta— creer en lugares y maravillas que ninguno de vosotros ha presenciado en persona. Es necesario un modo concreto de pensar. Una mente distinguida y soñadora. Hace falta valor y confianza, y yo estoy muy contenta con todos y cada uno de vosotros. Por vuestro trabajo. Por vuestra paciencia. Y por vuestro amor sin límites.
Floreció una ovación mayor y autocomplaciente y se dieron palmadas en las manos del vecino y en los vientres planos y húmedos, antes de que la multitud volviera a quedar poco a poco en silencio.
—Los viejos capitanes os damos las gracias. ¡Gracias!
Era una señal acordada de antemano. Los capitanes supervivientes estaban sentados detrás de Miocene según su rango. Como una sola persona se pusieron en pie, sus uniformes plateados reflejaron la luz y después de una inclinación colectiva volvieron a sentarse y se quedaron mirando con gesto resuelto la nuca de su líder.
—Vuestras vidas aquí no han hecho más que enriquecerse con el tiempo — observó la maestra adjunta—. Los viejos capitanes trajimos el conocimiento con nosotros, una pequeña muestra de lo que es posible. Podéis ver el impacto de ese conocimiento todos los días, por todas partes. Ahora podemos predecir las erupciones meses antes de que ocurran, y cultivamos las selvas de la zona con eficiencia. ¿Y quién nos iguala a la hora de construir máquinas nuevas y fantásticas? Pero esos no son los mayores dones que os hacemos a vosotros, nuestros hijos. Ni a nuestros nietos. A todos nuestros hermosos y cariñosos descendientes.
«Nuestros mayores regalos son la caridad y el honor.
»La caridad —repitió— y el honor.
La voz de Miocene se perdió a lo lejos, rebotó en las Altas Columnas y volvió de nuevo. Más baja ahora, y más amable. Esbozó una sonrisa pomposa.
—La caridad es lo siguiente —dijo—: por la autoridad que se me ha concedido, hoy y durante el próximo año completo queda vigente un perdón absoluto. Un perdón absoluto dirigido a cualquier persona que pertenezca a los campamentos rebeldes. Queremos incluiros en nuestros sueños. ¡Sí, a los rebeldes! Si me estáis escuchando, adelantaos. ¡Salid de los bosques! ¡Venid, uníos a nosotros y ayudadnos a seguir construyendo para el gran día que se acerca!
Una vez más los ecos rebotaron en las montañas cercanas.
Seguro que los rebeldes se ocultaban en esas colinas y contemplaban la gran celebración. O quizá estuvieran más cerca. Se rumoreaba que los espías entraban y salían con sigilo de las ciudades unionistas todos los días. Pero incluso cuando oyó el trueno de su propia voz, Miocene no creyó que ningún rebelde estuviera dispuesto a aceptar su caridad.
Pero solo un año después, mientras tecleaba en una máquina abultada y muy estúpida que pasaba por IA, la maestra adjunta pudo escribir: «Tres almas han vuelto con nosotros».
Dos eran unionistas de nacimiento, desesperados y disgustados con la dura existencia rebelde, mientras que la tercera conversa era una de las nietas de Till, lo que significaba que era una de las bisnietas de Miocene.
Por supuesto que la maestra adjunta le había dado la bienvenida a cada uno de ellos. Pero también se aseguró de que los tres recién llegados estuvieran siempre acompañados por amigos especiales, que sus conversaciones fueran grabadas y transcritas y que no se pusiera nada que tuviera algún mérito técnico, por trivial que fuera, a su alcance.
Cada noche, justo antes de su sueño insomne, Miocene tecleaba en la sencilla mente magnética de la máquina: «Odio este mundo».
«Pero», añadía con triste satisfacción, «lo cogeré por el corazón y apretaré hasta que ya no pueda latir más».
Una década después las Altas Columnas estaban a punto de morir.
Las pruebas sísmicas mostraban un océano de metal líquido que se elevaba bajo ellas, y los árboles de la virtud de la zona estaban convencidos de lo mismo. Una serie de temblores duros e intensos provocaron el pánico en las selvas y en el hierro negro y crudo, y dentro de Ciudad Hazz la gente arrancaba sus edificios más queridos de sus cimientos, y se preparaba para llevárselos de allí y abandonar la región de acuerdo con unos planes precisos y rigurosos.
Lo que los nietos hacían estaba mal. Sabían que era absurdo y peligroso, y esperaban sufrir un duro castigo. Sin embargo, la promesa de los incendios forestales y la devastación más absoluta (más carnicería de la que habían presenciado en todas sus cortas vidas) era una tentación demasiado grande para resistirse.
Una docena de jóvenes, los mejores amigos del mundo, tomaron prestados trajes de amianto, botas y brillantes tanques de oxígeno hechos de titanio pintado de azul, y se llevaron esos tesoros a los pies de las colinas en una serie de marchas secretas que realizaban a la hora de dormir. Luego, mientras los demás luchaban a brazo partido para llevar su ciudad natal a terreno más seguro, ellos se reunieron cerca de la rotonda principal para jurar que jamás revelarían lo que estaban a punto de hacer: cada uno se cortó uno de los dedos de los pies y los doce trozos ensangrentados fueron enterrados en una tumba diminuta y sin marcar.
No eran nietos de verdad. No de los capitanes, en cualquier caso. Pero los llamaban «nietos» por seguir la tradición. Chicas y chicos, entre la décima y la vigésima generación de unionistas, marchaban juntos hacia las Altas Columnas en una pulcra fila doble, enfrentándose a los primeros rastros de humo y vapor cáustico, y contando algún que otro chiste tradicional sobre los ancianos.
—¿Cuántos capitanes hacen falta para salir de Médula? —preguntó un chico.
—Ninguno —canturreó su novia—. ¡Nosotros hacemos todo el trabajo por ellos!
—¿Es muy grande esa nave en la que viajamos?
—Cada día se hace más grande —comentó otra chica—. ¡Al menos en la mente de los capitanes!
Todo el mundo se echó unas risas.
Luego preguntó otro chico:
—¿Qué es más feliz que nuestra líder?
—¡Un aladaga en el espetón de la cena! —gritaron varios de sus amigos al unísono.
—¿Y por qué? —inquirió el muchacho.
—¡Porque el bicho va a morir enseguida, mientras que nuestra líder no hace más que girar en el espetón y sentir las llamas!
El malhumor de Miocene era famoso. De hecho, era una de las cosas que más cariño inspiraba entre la mayor parte de los nietos. Al mirar a aquella mujer alta lo cierto es que veían la melancolía de sus ojos oscuros y sin edad, y era fácil creer lo desesperada que estaba por abandonar Médula y volver a aquel lugar tan maravilloso y peculiar llamado «la nave».
En Médula, una líder animada y optimista jamás podría inspirar a nadie. Nadie más podría merecer el apoyo y el trabajo incesante que los unionistas daban gratis y casi sin cuestión.
Al menos, en ese pequeño grupo eso era lo que opinaba todo el mundo.
A medida que continuaba la marcha, las risas iban creciendo y haciéndose más nerviosas. Después de todo, eran niños de ciudad. Conocían la selva bastante bien, pero ese distrito había permanecido tranquilo, tectónicamente hablando, la mayor parte de su vida. El chasquido del fuego y los torbellinos de ceniza negra eran nuevos para ellos. En secreto, cada una de las muchachas y muchachos comprendía que jamás habían imaginado un calor tan persistente y abrasador. A veces se quemaban una mano adrede y se consolaban como podían con la rápida curación de sus heridas. Por pasar demasiado cerca de una pequeña fumarola, la mitad se chamuscó el interior de la boca y se les cocieron los pulmones; entre toses tuvieron que apiñarse bajo un inmenso laurel y hacerle un tajo a la corteza para dejar que la savia fresca se escurriera y calmara sus dolores.
En secreto, todos ellos pensaron que morirían aquel día. Pero ninguno fue capaz de encontrar ese simple valor que les permitiría admitir lo que estaba pensando, y todos intentaron convencer a los demás para que se dieran prisa, mientras entrecerraban los ojos para mirar las nubes negras. Y mentían cuando exclamaban:
—Ya veo las montañas.
Cuando decían:
—Ya no queda mucho, creo.
Espero.
Utilizaron una baliza que les permitió buscar y encontrar los trajes contra el fuego y los tanques de aire. Sin esa sencilla precaución habrían pasado tropezando al lado del escondrijo sin verlo, pues los incendios ya habían transformado el paisaje.
Todo el mundo se vistió, ni uno de los trajes quedaba como debía. ¿Pero a quién le importaba que hubiera rotos en las costuras y que el brutal calor se colara en el interior con demasiada rapidez? Eran valientes y estaban completamente unidos en la empresa, y como si Médula estuviera intentando entretenerlos, allí cerca se abrió un respiradero repentino por el que un profundo penacho de metal fundido al rojo vivo elevó un dedo hacia el cielo abierto, bajo presión, lo bastante caliente para hacer parpadear el ojo desprotegido, un dedo que corrió como un río por el suelo del valle condenado.
—Más cerca —se gritaban los niños—. Acercaos.
No se molestaron con cuerdas de seguridad o salvavidas. Lo que importaba era acercarse a la costa, contemplar el hierro en llamas que corría ladera abajo, sentir su enorme e irresistible peso a través de los dedos sudorosos de los pies.
Como un monstruo vivo, así era.
Y como todos los buenos monstruos, poseía una belleza sorprendente y enigmática.
Con una elegancia inmensa el río fundía el suelo que tenía debajo. Antiguos troncos de árboles se evaporaban en su presencia. Trozos de hierro frío lanzados al río que se hundían allí donde había profundidad. Los bultos más grandes y los pedruscos de hierro se resistían a la corriente durante un instante o dos, pero luego se veían empujados arroyo abajo con un chirrido lastimero.
Un muchacho se acercó por detrás a una chica embelesada (por quien estaba un poco colado) y con ambas manos le dio un pequeño y duro empujón.
Luego la agarró con fuerza.
La chica aulló y lo golpeó con los dos codos, luego intentó volverse. Pero embutida en aquel pesado traje que no se adaptaba a ella era torpe, le resbaló una bota y su cuerpo se desprendió del cariñoso apretón, tropezó de espaldas hacia el metal fundido hasta que se agarró al cinturón del muchacho y tiró de él con fuerza hacia ella.
Por un instante quedaron colgando en el aire incandescente.
Luego cayeron lenta y torpemente sobre el suelo más frío y se rieron el uno en los brazos del otro. El peligro del momento, sencillo y puro, los iba enamorando.
Mientras los demás niños jugaban al lado del río, ellos se escabulleron.
En una ladera quemada, con nada puesto salvo las botas de suela gruesa, hicieron el amor. Él se puso detrás de ella y la sujetó contra él por las caderas, y luego por los pechos duros y pequeños. No se atrevieron a sentarse, el suelo estaba demasiado caliente. Hubo momentos en los que se elevaron los gases y los encontraron, y ellos sorbieron el aire embotellado o contuvieron el aliento mientras sentían un rápido mareo que se convertía en un zumbido eléctrico cuando sus fisiologías se enfrentaban a la falta de oxígeno.
Con el tiempo, el juego perdió todo su embriagador encanto.
La necesidad los había abandonado. Empezaron a inquietarlos pequeños remordimientos. Para ocultar sus sentimientos hablaron sobre las cosas más grandiosas que podían imaginar. La chica se subió los pantalones de aislamiento mientras preguntaba:
—¿Dónde vas a vivir después?
Cuando ¡leguemos a la nave, quería decir.
—Al lado de ese gran mar —respondió el chico—. Donde vivían los primeros capitanes.
Era una respuesta muy común. Todo el mundo sabía lo de las grandes masas de agua, la ilusión de un cielo azul interminable suspendido por encima de su cabeza. Los capitanes más artísticos habían pintado algunos cuadros y, sin excepción, los nietos se asombraban ante la idea de que pudiera haber tanta agua y de que estuviera tan limpia y de que en su interior vivieran grandes criaturas como esas míticas ballenas, sepias y atunes.
La chica pasó una mano por el moño gordiano de su amante.
—Yo voy a vivir fuera de la nave —confesó.
—¿En otro mundo?
Ella negó con la cabeza.
—No. Me refiero al casco de la nave.
—¿Pero por qué?
No hablaba del todo en serio. Solo eran palabras, y diversión. Sin embargo sintió una sorprendente convicción en su propia voz cuando dijo:
—Hay gente que vive allí fuera. Rémoras, creo que se llaman.
—Nunca he oído hablar de ellos —admitió el chico.
Ella le explicó la cultura. Le contó que los rémoras vivían dentro de sofisticados trajes, que no comían ni bebían nada salvo lo que sus trajes y cuerpos producían. Mundos en sí mismos, eso eran. Y siempre que estaban en el casco de la nave, la mitad del universo quedaba por encima de su cabeza. Lo bastante cerca para alcanzarlo, bello hasta dejarte sin palabras.
Era una chica extraña, concluyó el muchacho. En cierto sentido, por detalles pequeños pero importantes, de repente ya no le gustó tanto. Se oyó decir «entiendo» sin comprender nada en realidad.
—Iré a visitarte allí. Alguna vez. ¿De acuerdo? —prometió entonces con una sinceridad forzada.
La chica sabía que le estaba mintiendo, y por alguna razón aquello resultó un alivio. Se quedaron mirando al horizonte en direcciones diferentes, luchando con el problema compartido de cómo alejarse de aquel incómodo lugar. Después de unos momentos, el chico carraspeó un poco.
—Veo algo.
—¿Qué?
—En el río de hierro. Ahí.
—¿Es uno de nosotros? —preguntó la chica horrorizada.
—No —comentó él—. Por lo menos no me parece.
La muchacha comenzó a vestirse otra vez, y se olvidó de dos costuras mientras luchaba por prepararse para el intento de rescate. ¿Cuándo se había comportado de una forma más tonta, acudir allí así, sin preparar, y haciendo precisamente aquello con un muchacho de lo más normal como ese?
—¿Dónde está? —exclamó.
Con el cuidado de un tirador, el joven señaló arroyo arriba y ella apoyó la cabeza en su largo brazo, entrecerró los ojos y miró a través de las nubes de los vapores que se elevaban; se encontró contemplando un bulto redondo y plateado, algo que tenía un aspecto muy extraño, inmune al calor, y que se mecía con calma en el río de hierro por el que bajaba.
—Eso no es uno de nosotros —dijo ella.
—Ya te dije que no lo era.
Luego el chico dijo algo más, pero ella no lo oyó. Se había colocado el casco y había salido a gatas de su escondite, embutida en el pesado traje contra el fuego que tan mal le quedaba. Luego corrió ladera abajo, gritando y agitando los brazos para llamar la atención de todos.
Tuvieron solo el tiempo suficiente para desenvolver un par de cuerdas de seguridad nuevas, hacer unas lazadas en los extremos, correr hacia donde el río de hierro más se estrechaba y arrojar las lazadas hacia el extraño objeto plateado.
Una cuerda se quedó corta, se enredó en un trozo de escoria recién nacida y se fundió. Pero la segunda cayó sobre la superficie plateada y la lazada se apretó alrededor de una especie de protuberancia parecida a un pulgar. Once de los niños sujetaron la cuerda y tiraron, chillando con fuerza al unísono. La segunda cuerda se estaba fundiendo en aquel alto horno abierto, pero el objeto estaba más cerca de la orilla, su vientre invisible rozaba el suelo medio fundido. Quedaron destruidos tres cabos más, muy costosos y casi irremplazables, antes de que pudieran arrastrar su premio para sacarlo del río, y si no hubiera sido por un remolino favorable, y porque el río abrió un canal nuevo por el norte, no habrían conseguido recuperar el objeto.
Pero ahora ya lo tenían, y eso era algo.
El premio resultó ser un poco más grande que una persona metida en una bola apretada, y era de una solidez compacta. Mover tanta masa resultó ser un trabajo duro, sobre todo porque todavía irradiaba el calor del hierro. Pero más tarde, después de varios kilómetros de práctica y de destrozar dos trineos improvisados, los nietos comprendieron que era mucho más fácil limitarse a hacer rodar el premio. Fuera lo que fuera el objeto, y podía ser casi cualquier cosa, el suelo frío de metal no parecía abollarlo, ni siquiera manchar su superficie espejada.
Estaban a medio camino de casa cuando los descubrieron. Apareció una figura solitaria en la pista principal, internándose con una carrera en la sombra de un árbol de la virtud. Luego se quedó inmóvil y contempló cómo se iban acercando.
A esa distancia resultaba obvio que era un capitán. Una mujer, ¿no? Lucía la ropa de una capitana y la mueca de desaprobación de una capitana, pero cuando vieron a quién pertenecía el rostro emitieron un suspiro colectivo de alivio.
—¡Hola, señora Washen! —exclamó una docena de voces.
Cualquier otra capitana les habría amargado la vida de forma inmediata. Pero no la inteligente y anciana Washen. Tenía fama de entender lo que era perfectamente obvio para cualquier nieto feliz, y parecía saber también cómo castigar sin acabar con esa felicidad.
—¿Os divertís? —inquirió.
Pues claro que sí. ¿Acaso no parecía que se estaban divirtiendo?
—No del todo —admitió la anciana señora. Contempló cada una de las caras y dijo con tono siniestro—: Cuento doce. —Luego suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Dónde está Bendición Gable? ¿Estaba con vosotros?
—No —dijeron todos juntos con una mezcla de sorpresa y alivio. Luego, uno de los muchachos explicó—: Esa es demasiado mayor para flotar con nosotros.
La muchacha a la que le gustaban los rémoras se dio cuenta de lo que había pasado.
—Bendición ha desaparecido, ¿verdad?
La capitana asintió.
—¿Con los rebeldes, quizá? —Bendición era una chica callada, y si bien era demasiado mayor para ellos, tenía la edad perfecta para esas tonterías.
—Quizá nos haya dejado —admitió Washen con tono triste y resignado. Luego, sin una palabra más, pasó al lado de los nietos.
El premio se encontraba en el medio de la pista, brillante a pesar de las sombras del árbol.
—¿Ha visto lo que hemos encontrado? —preguntó alguien.
—No —dijo Washen. Era un chiste. Luego sus largos dedos juguetearon por la superficie todavía cálida; los ojos, ancianos y oscuros, se quedaron mirando su reflejo distorsionado.
—¿Sabe lo que es? —preguntó el muchacho que quería vivir al lado del mar.
Washen manoseó las protuberancias, y en lugar de responder, preguntó:
—¿Qué creéis vosotros que es?
—Un trozo del viejo puente. En el que bajaron. —El muchacho lo había pensado un poco y estaba muy orgulloso de su cuidadoso razonamiento—. Después de que bajara rodando, el hierro se tragó este trozo y lo conservó hasta ahora. Creo.
Varias voces más expresaron su acuerdo. ¿No era obvio?
La capitana no parecía pensarlo mismo. Miró a la chica de los rémoras y luego, con su voz tranquila, suave y alegre preguntó:
—¿Alguna otra suposición?
—¿Es hiperfibra? —inquirió alguien.
—No sé qué otra cosa podría ser —admitió Washen.
—Pero el puente quedó destruido con el Incidente —sugirió la chica de los rémoras—. En nuestros libros de historia dice que se puso marrón y débil por alguna razón, y que todos sus pequeños enlaces no hacen más que partirse. De alguna forma.
Washen le guiñó un ojo e hizo que la chica se sintiera importante y lista.
—Y no es solo hiperfibra —añadió la muchacha hablando ahora muy deprisa—. Porque esto es muy pesado y la hiperfibra no lo es. ¿Verdad?
Washen se encogió de hombros.
—Decidme cómo lo encontrasteis y dónde.
La chica lo intentó. Y su intención era ser del todo honesta, aunque no llegó a mencionar el sexo; la historia salió a toda velocidad de su boca, como si quisiera llevarse el mérito de todo.
Su antiguo amante protestó.
—Fui yo el primero en ver ese estúpido trasto —se quejó—. No tú.
—Buena vista —sugirió Washen—. El que la estuviera usando.
La chica se mordió la lengua, aquella estúpida y descuidada lengua.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Washen.
—Un trozo del cielo —dijo el muchacho—. Algo así, bueno.
—Salvo que es más brillante —sugirió otro muchacho.
—Y desigual —comentó otra chica.
Con el sabor salado de la sangre en la boca, la muchacha de los rémoras observó:
—Es un especie de versión diminuta de la Gran Nave. Esas protuberancias son las toberas de los cohetes, ¿veis? Salvo que en realidad no son lo bastante grandes. No como las toberas de los cuadros.
—Pero hay un parecido —reconoció Washen. Luego se levantó y se limpió la mano en la pernera del uniforme, y tras mirar las formas condenadas de las Altas Columnas, dijo:
—La verdad —su voz estaba llena de dulzura—, no sé lo que es esto.
Durante los siguientes ciento ocho años, el artefacto permaneció almacenado, envuelto en una manta de corteza de lana de color morado y metido dentro de una cámara acorazada de acero diseñada para contener el artefacto y nada más. A Aasleen y sus ingenieros les encargaron la parte divertida: que adivinaran sus secretos; pero tenía que haber presente al menos un maestro adjunto siempre que se emprendieran los estudios, y si había que mover el artefacto, como ocurrió durante dos ciclos eruptivos, un maestro adjunto, así como un pelotón de guardias escogidos y de absoluta confianza, acompañaban a la reliquia. Por educación se procuraba que no se viera ningún arma, pero era obvio y palpable un ambiente de sospecha.
Por muchas razones se bautizó ese siglo con el nombre de El Florecimiento.
Por fin había suficientes nietos maduros, preparados e inspirados, para que fuera posible algo parecido a una nación industrializada. Se construyó una buena red de carreteras llanas entre las ciudades y los pueblos más grandes, una malla que se reconstruía después de cada erupción. Más importantes fueron los rudimentarios transmisores de señales por dispersión que se colgaron en lo más alto de montañas y mástiles de acero, una red que permitió que cualquiera hablara con quien quisiera dentro de una zona de mil kilómetros. Unas desgarbadas perforadoras de carburo carcomieron la corteza hasta llegar al hierro fundido, y luego se erigieron unas plantas geotérmicas de lo más simple que proporcionaron lo que parecía una abundancia de energía a laboratorios, fábricas y unos hogares cada vez más lujosos. La vida en Médula siguió siendo un asunto duro y rudimentario, pero no era eso lo que los capitanes decían en público. Delante de los nietos dedicaban todas las alabanzas imaginables a los nuevos aseos de biogás, a las carnes de insectos cultivadas y a las aeronaves de ala fija que podían, si los bendecía el buen tiempo, arrastrarse hasta los fríos límites superiores de la atmósfera. No intentaban engañar tanto como alentar. Y lo cierto es que eran ellos los que necesitaban la mayor parte de ese aliento. La vida allí quizá no igualara los serenos placeres encontrados dentro de la nave, pero para un jovenzuelo de apenas cinco siglos, era obvio que su mundo se había ido haciendo mucho más cómodo a lo largo de su vida, y también más predecible, y si se hubiera enterado de la verdadera desilusión de los capitanes no habría sentido más que una confusión compasiva e incluso algo temerosa.
El Florecimiento culminó con la construcción de un láser, tosco pero potente, diseñado a partir de los recuerdos de Aasleen y adaptado a los recursos locales, a lo que luego contribuyeron las incontables ideas geniales de su personal, y otras improvisaciones.
Cientos asistieron al primer disparo pleno del láser.
El artefacto era el objetivo. Era de suponer que la concha de hiperfibra era antigua, pero tenía que ser de un grado de calidad superior. Abrir un agujero de la anchura de un cabello en la concha significaba un apagón forzoso; la energía producida por más de cincuenta plantas geotérmicas se debía introducir directamente en el laboratorio más reciente de Aasleen, una sala larga y estrecha construida para ese preciso momento: una serie de pulsaciones de microsegundos lanzadas con lo que parecía el rugido de un monstruo, cosa que contribuyó a la espectacularidad del momento, además de poner de punta los nervios de más de uno.
Miocene se había sentado en la sala de control, con las manos apretadas y formando un bulto tenso.
—¡Alto! —oyó que ladraba Aasleen. Por fin.
Guardaron el láser. Luego se insertó un cable óptico en el agujero recién hecho; la ingeniera se asomó al interior y no dijo nada, se olvidó de su público hasta que Miocene preguntó:
—¿Hay algo?
—Cámara —informó Aasleen.
¿Quería que se volviera a colocar el artefacto en su cámara acorazada?
Pero antes de que alguien pudiera preguntarle, la ingeniera añadió:
—Se parece mucho a una memoria portátil. No hecha por manos humanas, pero tampoco tan extraña.
—¿Qué más? —preguntó Miocene con un asentimiento impaciente.
—Una matriz estándar de biocerámica con una especie de holoproyector. Y un lastre denso en el centro. —Aasleen miró en la dirección general de su público, ciega a todo lo que no fueran sus propios y rápidos pensamientos—. Nada de células de energía, por lo que yo veo. ¿Pero de qué servirían después de unos cuantos miles de millones de años? Ni siquiera los constructores serían capaces de crear una batería que pasara por alto este tipo de calor a largo plazo…
—¿Pero esta memoria todavía funciona? —gruñó Miocene.
—Demasiado pronto para decirlo —respondió Aasleen—. Tengo que desprender la concha y suministrar energía a los sistemas. Lo que significa… ¡Eh! ¿A cuánto estamos?
Veinte voces se lo dijeron. Si contaban a partir del primer día de la misión, allá arriba, en el hábitat de las sanguijuelas, la fecha era el 619,23.
—Trabajando por la noche, haciendo corte por corte… Y por supuesto tendré que restaurar el láser una vez a la semana o así… Así que quizá para el 621 o el 621,5. Quizá.
La decepción de los maestros adjuntos era innegable.
Miocene habló por todos.
—¿Hay alguna forma de acelerar este proceso? —preguntó.
—Desde luego —respondió Aasleen—. Llevadme de nuevo arriba y puedo hacerlo todo en tres minutos. Como mucho.
«Arriba» era el término más reciente para denominar a la nave. Informal y, por deducción, un lugar que estaba relativamente cerca.
Miocene estaba indignada y encantada de mostrar sus sentimientos. Sacudió la cabeza y se puso en pie. Medio centenar de hijos y nietos de los capitanes asistían al acontecimiento. Después de todo, aquel también era su misterio. Con el rostro vuelto hacia ellos preguntó a la ingeniera:
—¿Qué probabilidades hay de que esta memoria portátil se acuerde de algo?
—¿Después de estar sumergida en hierro líquido durante varios miles de millones de años?
—Sí.
Aasleen se mordisqueó el labio inferior durante un meditabundo instante.
—Casi ninguna, señora —dijo.
La desilusión flotó en el aire, espesa y amarga.
—Pero eso es suponiendo que la biocerámica sea la misma que los grados vistos hasta ahora, por supuesto. Cosa que podría ser poco probable, dado que los constructores siempre parecían saber hasta qué punto tenían que ser buenas sus máquinas.
La desilusión luchaba con una esperanza repentina.
—Fueran quienes fueran —informó Aasleen—, los constructores eran grandes ingenieros.
—Sin lugar a dudas —susurró Miocene.
—Lamento discrepar —murmuró alguien. ¿Quién? ¿Washen?
Miocene le lanzó una rápida mirada y un escueto:
—¿Y por qué no, querida?
—Jamás he conocido ninguna ingeniera, por estupenda o pésima que fuera, que no dejara a su paso al menos una placa con su nombre.
Cuando Aasleen se echó a reír casi todo el mundo la imitó. Con una risita infantil, asintiendo con expresión de felicidad, la ingeniera admitió:
—Eso es cierto. ¡Así es exactamente como somos!
Quizá los constructores fueran inteligentes y muy precavidos, pero resultó que en el artefacto (la antigua memoria portátil) no había nada salvo unas cuantas imágenes incoherentes y hechas jirones. Matices grises extendidos sobre una abundante negrura.
La mala noticia la dio uno de los nietos auténticos de Aasleen.
Faltaban cinco días para que empezara el año 621. El orador, llamado Pepsin, era un hombre fornido y vivaz de sonrisa fácil, la piel de un tono negro azulado y la costumbre de hablar demasiado rápido, así que casi nadie lo entendía. Al acumularse las pruebas que demostraban que nada trascendental aguardaba en la cámara, Pepsin heredó el proyecto de su famosa abuela. Y como buen descendiente de una buena capitana que era, había asumido este proyecto sin porvenir y lo había hecho propio para sacar de él, con absoluto cuidado y meticulosidad, todo lo que fuera importante.
Asistió un pequeño grupo de desilusionados capitanes y maestros adjuntos. Nadie más. La propia Miocene se había quedado en la parte posterior, revisando documentos administrativos y sin apenas prestas atención, cuando aquella voz rápida, tan rápida anunció:
—Pero la información viene en muchos y exquisitos sabores.
¿Cómo era eso?
Pepsin esbozó una amplia sonrisa.
—La concha de hiperfibra se fue degradando con el tiempo —dijo—. Lo que nos proporciona pistas sobre su sepultura.
Washen estaba sentada delante. Observó que Miocene no prestaba atención, por lo que se decidió a preguntar:
—¿Qué quieres decir?
—Señora —respondió él—, quiero decir lo que digo. El sarcasmo hizo que la maestra adjunta levantara la cabeza. —Pero yo no te he oído —gruñó—. Y esta vez, querido, habla con lentitud y mírame solo a mí.
El joven ingeniero parpadeó, se pasó la lengua por los labios y luego se explicó.
—Hasta la mejor hiperfibra envejece si se la somete a una tensión, como estoy seguro de que usted ya sabe, señora. Si se examinan secciones transversales de la concha que recubre la cámara, a un nivel microscópico, podemos leer una historia rudimentaria no solo de la cámara, sino también del mundo que la acogió.
—Médula —gruñó la anciana.
Una vez más el joven parpadeó.
—Es de suponer, señora —añadió con un ingenio carente de gracia—. Es de suponer. —Quizá deberías continuar —le aconsejó Miocene con su tono más quedo. Pepsin asintió y obedeció.
—La hiperfibra ha pasado los últimos miles de millones de años meciéndose dentro de hierro líquido. Como era de esperar. Pero si no hubiera ninguna brecha en esa rutina, la degradación debería ser peor de lo que se observa. Entre un cincuenta y un noventa por ciento peor, según mi honorable abuela. —Una mirada hacia Aasleen; nada más—. La hiperfibra tiene una gran capacidad para curarse a sí misma. Pero las junturas no se sueldan con tanta eficacia a varios miles de grados Kelvin. No, lo mejor es un tiempo fresco por debajo de los mil grados. El espacio profundo es lo mejor de todo. De otro modo, la hiperfibra queda marcada, y queda marcada con patrones muy nítidos. Y lo que yo veo en el microscopio, y lo que ven todos los que están aquí… Si medimos las marcas, tenemos pruebas de que hubo, más o menos, entre cinco y quince mil periodos diferentes de calor elevado. Es de suponer que cada uno de esos periodos indica el tiempo que pasó en lo más profundo de Médula…
—Entre cinco y quince mil millones de años —lo interrumpió Miocene—. ¿Son esos tus cálculos?
—Básicamente, sí, señora. —El joven se pasó la lengua por los labios, parpadeó y conjuró una amplia sonrisa de satisfacción—. Por supuesto, no podemos asumir que la cámara se viera arrojada siempre hacia la superficie, y con toda seguridad hubo periodos durante los que estuvo sumergida varias veces durante un único ciclo. —Una vez más fue necesario humedecer los labios—. En otras palabras, es un pésimo reloj. Pero dado que es un reloj cuyas manecillas se han movido, señala hacia lo que siempre hemos supuesto. Durante toda mi corta vida, y durante este último y breve capítulo de sus magníficas vidas…
—Solo dilo —le rezongó Aasleen a su nieto.
—Médula se expande y se contrae. Una vez más tenemos prueba de ello. — Dedicó una amplia sonrisa a todos y a nadie en particular. Luego añadió—: Por qué habría de ser así, no lo sé. Y cómo lo logra, me resulta difícil concebirlo.
Miocene no podía dejar que aquellas misteriosas palabras flotaran a sus anchas.
—Según nuestro modelo estándar —dijo con callada certeza—, los campos de los contrafuertes aprietan Médula y luego se relajan. Y cuando se relajan, el mundo se expande:
—¿Hasta cuándo? —preguntó Pepsin—. ¿Hasta que llena la cámara de la nave?
—Ya veremos —admitió la maestra adjunta.
—¿Y qué pasa con los contrafuertes? —insistió él. Tonto o valiente, o quizá solo intrigado, tenía que preguntárselo a la gran mujer—. ¿Qué es lo que los alimenta?
Era una pregunta antigua y siempre desconcertante. Pero Miocene empleó la respuesta más antigua y sencilla.
—Reactores ocultos de algún tipo desconocido. En las paredes de la cámara o bajo nuestros pies. O quizá en ambos lugares.
—¿Y por qué tendrían que someterse a ciclos tan elaborados, señora? Es decir, si yo fuera el ingeniero jefe y tuviera que mantener Médula en su sitio sin moverse, no creo que les permitiera jamás a mis preciosos contrafuertes quedarse medio dormidos. ¿Usted sí, señora? ¿Permitiría usted que se quedaran casi dormidos cada diez mil años?
—Tú no entiendes de contrafuertes —respondió Miocene—. Lo has admitido hace solo unos instantes. Nadie sabe cómo se reabastecen, ni cómo se regeneran, ni nada de lo que está pasando. Estos misterios han trabajado mucho para seguir siendo misterios, y deberíamos mostrarles el respeto que se merecen.
Pepsin se rodeó con los brazos y asintió como si aquellas palabras conllevaran un peso genuino. Pero los ojos traicionaron primero la distancia a la que se encontraba, y luego una revelación. De repente se abrieron más y se oscurecieron un grado, y con una sonrisa avergonzada dijo:
—Usted ya ha tenido este debate con mi abuela. ¿No es cierto?
—Unas cuantas veces —admitió la maestra adjunta.
—¿Y Aasleen gana alguna vez? —inquirió el joven.
Miocene esperó un instante y luego le dijo a Pepsin, y a todos los demás:
—Siempre gana. Al final yo siempre admito que no tenemos ninguna respuesta y que sus preguntas son inteligentes, válidas e inmensas. Y por desgracia, tampoco nos son demasiado útiles mientras estemos aquí. —Un desperdicio de saliva, incluso.
Luego Miocene sacó una nueva hoja de papel que colocó en la cima de la pila, hundió la cabeza y añadió:
—Llévanos a casa, querido. Es lo único que importa. Entonces te daré personalmente las llaves de un laboratorio de primera clase y podrás hacer todas esas magníficas preguntas que al parecer te mantienen despierto por las noches.
Una fiesta pequeña y tranquila siguió al anuncio de Pepsin. Las charlas se centraban más en los últimos chismorreos que en especulaciones grandiosas: quién dormía con quién, quién estaba embarazada y qué jóvenes se habían escabullido para unirse a los rebeldes. Washen perdió pronto el interés. Alegó fatiga y se escapó de la celebración, pasó al lado de los puestos de seguridad y volvió a pie a casa, a la última Ciudad Hazz.
La capital unionista, una tosca metrópolis de dieciocho mil habitantes, se encontraba en el fondo de un valle abierto, amplio, plano y bien irrigado. Todos los hogares eran robustos, pero se podían abandonar en cualquier momento. Los edificios gubernamentales eran solo lo bastante grandes para impresionar, sujetos a sus cimientos temporales de brillante acero inoxidable. A esa última hora del día las calles estaban casi vacías. Se habían acumulado nubes de tormenta en el cielo occidental que robaban el calor a la lava moribunda, pero los vientos parecían estar llevándose las tormentas a empujones, haciendo que la ciudad pareciera un lugar tranquilo y medio abandonado, en el que evitaban entrar los grandes acontecimientos del mundo.
La casa de Washen se asomaba a una rotonda secundaria. Era más pequeña que sus vecinas, y en los detalles era un duplicado exacto de sus últimas cinco casas. Los ventiladores soplaban y mantenían el aire saludable y medio fresco. Con las contraventanas cerradas, se había apoderado de la vivienda una oscuridad parecida a la nocturna, y Washen se permitió el despilfarrador placer de tener una pequeña lámpara eléctrica encendida sobre su sillón favorito.
Estaba en medio de un informe que preveía las exigencias venideras de objetos de vidrio de calidad de laboratorio. Aquel trabajo tan sumamente rutinario hacía que su fatiga pareciera real. De repente le pareció ridículo pensar en los próximos tres siglos, ni siquiera en los próximos tres minutos, y respondió con un bostezo, cerró los ojos y se sumió en un sopor intenso y sin sueños.
Y luego volvía a estar despierta.
Despierta y confusa; estiró el brazo para coger el reloj mecánico que le colgaba del cinturón por una cadena de titanio. El reloj era un regalo de varios nietos. Lo habían montado ellos mismos utilizando tecnologías resucitadas y manos pacientes. La lámpara del techo seguía encendida y la energía desperdiciada fluía por la cubierta labrada con delicadeza del objeto. La plata brillante se mezclaba con mugre suficiente para prestarle fuerza. Abrió el estuche redondo y se quedó mirando los números. Las manecillas que giraban con lentitud. Estaba en plena noche y, todavía adormecida, se dio cuenta de que lo que la había despertado era una serie de embates lentos y fuertes contra su puerta principal.
Washen apagó la lámpara, se levantó y abrió la puerta. El fulgor duro del cielo cayó sobre ella. Parpadeó, consciente de las dos figuras que la esperaban y que no vestían nada salvo la luz. Luego sus ojos se adaptaron y se despertaron lo suficiente para ver dos gratos rostros.
En plena noche, al parecer sin que nadie los viera, el hijo de Washen y su padre se habían metido sin prisa en el corazón de la ciudad.
Diu esbozó una amplia sonrisa irónica.
Tenía el mismo aspecto que siempre… salvo por el calzón y una delgadez que terminaba con sus fuertes y gruesas piernas. Y su piel tenía el matiz ahumado que Médula pintaba en todos. Llevaba el cráneo afeitado, libre de todo cabello. Y después de años de duros vagabundeos, los caminos habían batido sus pies hasta convertirlos en versiones más anchas y planas de sí mismos.
Locke fue el primero en hablar. Dijo «madre» como si hubiera tenido que practicar a conciencia esa palabra. Luego añadió:
—Hemos traído carne. Varias toneladas, seca y endulzada. Os la daremos si vosotros nos dais la cámara.
Los rebeldes lo sabían todo, según se comentaba. Y con toda la razón del mundo.
Al instante, sin siquiera parpadear, Washen se lo dijo:
—La cámara está vacía. Y además es bastante inútil. —Luego vio a los otros rebeldes, varias decenas, y los toscos trineos de madera de los que cada uno había tirado como animales de carga, cada trineo cargado hasta arriba con fardos de animales negruzcos y rojizos.
Diu sonrió con la boca y con sus ojos veloces.
—Sabemos que está vacía —admitió.
«Sabemos, nosotros». Antes, en las pocas ocasiones en las que habían hablado, Diu siempre se había referido a los rebeldes como «ellos». Washen se apresuró a ofrecer su siguiente refutación.
—No es decisión mía daros la cámara a vosotros. Ni a nadie, si a eso vamos.
—Pues claro que no —asintió él—. Pero eres tú la que puede despertar a aquellos que tomarán esa decisión.
Que fue lo que hizo. Se sacó a los cuatro maestros adjuntos de su cama y con Miocene a la cabeza inspeccionaron las carnes y debatieron en susurros la oferta rebelde. En los últimos tiempos había habido escasez de buenas proteínas. A pesar de su éxito desbocado, el Florecimiento había significado máquinas y energía. No granjas nuevas ni una mayor eficacia en los cultivos. Cosa que los rebeldes también debían de saber.
De pie sobre aquella rotonda negra y cálida, Washen se preguntó cuándo habían comenzado su hijo y Diu aquella marcha. El campamento rebelde más cercano estaba a por los menos seiscientos kilómetros de allí, y no podían haber utilizado las carreteras locales sin que se observara su presencia y los interceptaran. Habían tirado de trineos por cumbres cerradas, y con ellos habían atravesado selvas. Era obvio que se trataba de personas determinadas y con una paciencia fantástica, además de disponer de un grado de confianza absoluto sobre cómo terminarían las cosas.
Miocene se acercó a Washen, y junto con los demás maestros adjuntos se reunió con sus invitados.
—De acuerdo —anunció Miocene a regañadientes.
Por un momento Locke esbozó una amplia sonrisa. Luego, tranquilo y cortés, dijo:
—Gracias, señora.
Al contrario que su padre, Locke no se había afeitado la cabeza; llevaba el cabello dorado largo y trenzado con sencillez. En un mundo sin ganado ni caballos, los rebeldes utilizaban sus propios cuerpos como recurso, para trabajar y para conseguir materias primas. El cinturón de su hijo era un corte de viejo cabello bien trenzado. El calzón estaba hecho de un cuero fino y suave manchado de blanco por las sales del sudor. Un cuchillo y una pistola de pedernal se asentaban sobre sus caderas, y ambos mangos tenían la blancura del hueso más preciado, tallado con todo cuidado a partir de los huesos de alguna pierna perdida, rogaba ella, en un accidente violento.
Una vez más Locke dijo:
—Gracias, señora.
La maestra adjunta abrió la boca con una pregunta a la espera de ser planteada, pero entonces cambió de opinión. Había decidido no mencionar a su propio hijo, ni siquiera de pasada.
Washen la conocía muy bien.
Siglos viviendo cerca de esa mujer la habían convertido en alguien fácil de leer. Y, como siempre, Washen sintió una mezcla de piedad por la madre y desprecio por la líder cegada por el poder. ¿O era desprecio por la madre y piedad por la pobre líder?
Miocene se ofreció a apretar la mano de Locke y dar fin así a las negociaciones. Pero había algo en la mano del joven. Tenía forma de disco y estaba muy bien envuelto dentro de un alamartillo verde y doblado.
Se lo entregó a Miocene.
—Un regalo —dijo—. Mírelo.
La maestra adjunta desenvolvió con cautela el ala y se quedó mirando el presente. Un disco de azufre amarillo puro yacía en la palma de su mano. Como tantos otros elementos ligeros de Médula, el sulfuro escaseaba. Solo verlo fue suficiente para hacer que Miocene parpadeara y levantara la vista sorprendida.
—¿Qué nos daríais por una tonelada de esto? —preguntó Locke. Luego, antes de que ella pudiera contestar, añadió—: Queremos un láser como el vuestro. Igual de potente y con suficientes piezas de repuesto.
—No hay ningún otro —respondió la mujer al instante.
—Pero estáis construyendo tres más. —El joven asintió con un gesto de autoridad incontestable y luego añadió—: Queremos el primero de los tres. Que debería estar listo el año que viene, si no nos equivocamos.
—No os equivocáis —respondió Washen, porque no tenía sentido mentir.
Miocene se limitó a mirar la torta de sulfuro. Era probable que contase las industrias que suplicarían que les dieran aunque fuera la muestra más pequeña.
Otro de los maestros adjuntos, el nervioso y preocupado Daen, había arrugado la cara de pura indignación, y preguntaba a sus invitados:
—¿Pero para qué necesitáis esa clase de láser?
Diu se echó a reír y una mano rápida le limpió el sudor oleaginoso de la cabeza. Luego hizo la pregunta más obvia:
—Si vuestro pequeño grupo, sentado en este diminuto trozo del planeta, puede encontrar una cámara por casualidad, ¿sobre cuántas más crees que podríamos estar sentados?
Los capitanes y sus hijos favoritos comenzaron a registrar el terreno en busca de cámaras. Se vigiló cada respiradero y fisura, primero con voluntarios, luego con cámaras automatizadas. Dentro de su territorio y a veces más allá, equipos escogidos inspeccionaban trechos de hierro frío con la última generación de sismógrafos, sondas sónicas y, con el tiempo, haces de neutrones; cada mecanismo iba haciendo la corteza un poco más transparente, más conocida y predecible. Una búsqueda de cámaras casi siempre vana, pero que brindaba abundancia de información sobre depósitos de minerales y predicciones de terremotos.
Muy de vez en cuando se enviaba uno de esos equipos de búsqueda al interior de las tierras rebeldes. Los voluntarios iban armados, pero por regla general sin alardes. Solían tropezarse con una aldea llena de adultos y niños pequeños que chapurreaban un dialecto del terráqueo de la nave y que afirmaban que jamás habían visto unionistas. Las aldeas eran espartanas, descuidadas en su distribución, pero básicamente limpias. Sus habitantes estaban sanos y eran felices y, por lo general, mostraban una absoluta falta de curiosidad sobre la vida en las ciudades que comenzaban a prosperar.
Los unionistas parloteaban con alegría sobre sus últimas maravillas tecnológicas y sobre todas las comodidades que se iban añadiendo a su vida diaria. Los rebeldes parecían escuchar, pero muy pocas veces hacían preguntas, aunque fuera de las más sencillas, y tampoco ofrecían jamás un solo elogio, por sesgado que fuese.
Los desahucios eran inevitables, aunque solían realizarse con toda cortesía.
Un jefe local, presidente o sacerdote (su rango exacto era vago) apartaba a un lado un plato de pastel de ácaros medio comido o un cuenco de gusanos del acero crudos. Luego se levantaba con cierta majestuosidad y recordaba a sus invitados:
—Aquí sois, en primer lugar, nuestros invitados.
Los unionistas asentían, apartaban su áspera comida y esperaban.
—Nuestros invitados aquí —repetía el patrón y luego otra vez, a veces con las mismas palabras—. «Aquí» —les decía el jefe— significa el centro del universo. Que es Médula. «Nuestros» implica la discreción siempre debida a los propietarios legítimos. Los «invitados» son siempre temporales. No permanentes. Y cuando los constructores lo deseen, no tendremos más alternativa que excluiros del centro del universo.
Las palabras siempre se pronunciaban con una sonrisa.
Luego, con un tono grave lleno de sencillez, el jefe añadía:
—Cuando os sentáis con nosotros, hacéis desgraciados a los constructores. Podemos oír su ira. En nuestros sueños y detrás de nuestros ojos, la oímos. Y por vosotros pensamos que deberíais volver a vuestras dependencias de invitados. Ahora.
Hablaban de las ciudades unionistas.
Si los invitados se negaban a irse se producía una serie de pequeños robos. Los costosos sensores y los generadores de campos se evaporaban de forma misteriosa, y si con eso no cambiaban de opinión, lo que se evaporaba entonces de sus escondites eran las cajas de munición, cada una de ellas repleta de las últimas pistolas y granadas.
Solo una vez Miocene ordenó a un equipo que no se retirara. Pidió voluntarios y luego preguntó:
—¿De qué son capaces los rebeldes? —Hablaba para sí y también para ellos—. Que lo roben todo —ordenó—. Todo salvo vuestras vidas. Eso es lo que quiero.
Se trasladó el equipo por aire hasta el escenario de una erupción situado a dos mil kilómetros de la capital, y después de unas cuantas transmisiones codificadas retransmitidas a través de zánganos de altitud no se volvió a saber nada más de ellos. Pasaron seis años y Diu llevó un grupo de rebeldes a un asentamiento de la frontera. Trajo al equipo desaparecido con él. De pie, descalzo y casi desnudo, en una calle pavimentada con acero nuevo, dijo:
—Esto no debería haber pasado. No había necesidad. Decidle a esa puta de Miocene que, si quiere jugar, juegue con su propia e importante vida.
Una docena de cuerpos yacía sobre una docena de trineos, desatados y de espaldas, y vivos solo en el sentido más ínfimo. Les habían sujetado los párpados abiertos para dejar que la luz del cielo los cegara. Unos ganchos de púas mantenían las bocas abiertas y permitían que la luz cociera lenguas y encías. El hambre y una falta total de agua les había encogido el cuerpo hasta una tercera parte de su tamaño original. Pero lo peor de todo era el modo en que a cada prisionero le habían roto el cuello. Tres veces al día, sin excepción, un rebelde joven y fuerte aplastaba las vértebras y la espina dorsal, manteniéndose así siempre por delante de los lentos mecanismos de curación y dejando a sus invitados indefensos, inertes y despojados de su dignidad, exactamente igual que en otro tiempo Miocene había tratado a su hijo.
Por lo general, una vez por siglo, y a veces dos, los unionistas se tropezaban con una de aquellas antiguas cámaras.
Siempre estaban vacías, y después de un examen meticuloso todas ellas se declaraban inútiles y a disposición de los rebeldes que la quisieran comprar a cambio de sulfuro, silicio y tierras raras. Los tratos se hacían por lo general en la misma ciudad, muy pequeña, a la que Diu había llevado a los prisioneros. Río Acaecido se llamaba así por un rasgo desaparecido siglos antes; la ciudad ya se había trasladado varias veces desde entonces. Un maestro adjunto se encargaba siempre de las prolongadas y cada vez más difíciles negociaciones, y Locke siempre representaba a los rebeldes. Washen y Diu servían de observadores, presentes porque siempre lo habían estado, pero innecesarios durante aquellas tediosas y prolijas negociaciones.
Como cualquier pareja de antiguos amantes, sentían un placer ligeramente incómodo al estar en compañía del otro.
Washen tenía órdenes estrictas de hablar con Diu, aunque no hacía ninguna falta que la azuzaran. De pie a su lado, alta y elegante, ataviada con su último uniforme, las antiguas charreteras brillando bajo la luz del cielo, paseaba por la orilla de un río nuevo. Diu, por contraste, parecía más pequeño, con el cuerpo un poco encogido debido a la dura existencia rebelde; sobre los músculos carentes de grasa, nada salvo el único calzón que poseía. Un calzón de lana de imitación, observó ella. No de cuero. Seguía siendo demasiado capitán para desollarse vivo.
Ahora y siempre, Diu era un hombre inquieto. Nervioso, rápido. Y encantador, con un encanto incesante y fácil.
Sin pensar en sus órdenes, sino por pura curiosidad, Washen mencionó a los rebeldes:
—Según nuestros mejores cálculos, tenéis el doble de nuestra población. O cuatro veces más. U ocho.
—¿Vuestros mejores cálculos? —se rió él.
— No valen una mierda —admitió ella.
Diu asintió y sonrió, y después de una pausa llena de melodramatismo, admitió:
—Ocho veces más es muy poco. Dieciséis veces se acerca más.
Lo que proporcionaba a los rebeldes algo más de veinticinco millones de ciudadanos. Una masa ingente de cuerpos y mentes. Washen se permitió preguntarse en qué pensarían tantas mentes modernas diseñadas para llevar vidas interminables y llenas de interés. Sin literatura, aparatos digitales, ciencia o historia que abrazar, y con esa negación continua del placer digna de cualquier asceta… ¿qué clase de ideas podían mantener ocupada una mente como esa?
Estaba intentando plantear la pregunta. Pero cuando habló, lo que salió de su boca fue algo por completo diferente.
—¿Te acuerdas del helado?
Diu lanzó una risita.
—Esa tiendecita de ahí. —Washen la señaló—. Vende algo que se parece mucho.
Bajo aquel calor perpetuo, cualquier cosa fría sabía bien. En un mundo en el que escaseaba el azúcar, todos los dulces eran un tesoro, incluso cuando el tesoro era el producto de unas gomas muertas combinadas con la magia de la bioquímica. El propietario de la tienda ignoró de forma ostensible al rebelde. Washen pagó las golosinas de los dos, así como el alquiler de los cuencos y las cucharas de acero. Se sentaron al lado del río, en una pequeña mesa con repujados dorados y colocada en un patio de ladrillos de hierro tratados con un cianuro que les daba un matiz azul. El río era una mezcla de manantiales nativos y la escorrentía de las industrias locales, lo que creaba un estofado químico al que Médula se había adaptado con rapidez. El olor bacteriano no era agradable, pero tenía cierta fuerza y honestidad. Eso era lo que pensaba Washen mientras contemplaba a Diu, que le estaba dando un cuidadoso bocado al helado. Luego el hombre abrió los ojos aún más.
—¿El chocolate sabe así? —preguntó.
—No estamos seguros —admitió ella—. Cuando no tienes nada en lo que basarte salvo recuerdos que ya tienen mil años… Los dos se echaron a reír en voz baja.
La gente deambulaba a su lado por la cercana pasarela. Amantes abrazados. Amigos charlando. Socios planeando un futuro próspero. Una pareja llevaba a su pequeño sujeto en un carrito con ruedas. Como todos los demás, ellos tampoco llegaron a mirar al rebelde sentado que se comía un helado a la vista de todos. Solo su hijo se los quedó observando asombrado. Washen se encontró pensando en los prisioneros que Diu había devuelto a Río Acaecido. No había desempeñado ningún papel en su tortura. Ella nunca le había preguntado, pero Diu se había declarado inocente de todos modos. Ya hacía décadas de eso. ¿Por qué pensar siquiera en ello? Luego lo miró y sonrió mientras intentaba cambiar el flujo de pensamientos de su antigua mente.
Quizá Diu adivinó lo que pensaba.
Fuera cual fuera la razón, de repente preguntó:
—¿Cómo están esas personas, por cierto? ¿Esas pobres almas que os devolvimos?
—Se curaron —admitió ella—. En su mayor parte.
El sacudió la cabeza con tristeza.
—Bien —dijo—. Bien.
Juntos contemplaron a un par de niños, hermanos con toda probabilidad, que recorrían a toda velocidad la pasarela de ladrillos azules. No había barandilla alguna entre ellos y el río, así que cuando el hermano mayor decidió empujar al más pequeño, el chiquillo tropezó y cayó por el borde mientras sus gritos le abrían camino hacia las tóxicas aguas.
Washen se levantó de inmediato.
Pero entonces aparecieron sus padres y mientras la madre reñía, el padre bajó con dificultad por la cara del muro de contención de acero y se sujetó a unas rocas para pescar a su magullado hijo del fango rancio, los dos sucios y enfadados; el padre se lo pasó luego a las manos de su hermano.
—¡Las duchas cuestan dinero! —gritó—. ¡El agua buena nunca es barata!
La ecuación emocional cambió de repente. Un desastre en potencia había quedado reducido a poca cosa. Washen se obligó a sentarse de nuevo y le dijo a su compañero:
—Antes me ahogaba mucho.
—¿Ah, sí?
—Unas cuantas veces —admitió ella—. Era pequeña. Tenía una ballena que montaba por todo el Mar Alfa…
—Recuerdo la historia, Washen.
—¿Ya te la he contado? ¿Que la hacía bucear por las profundidades, hasta donde vivían los grandes calamares, y la presión me aplastaba hasta que me dejaba inconsciente y sumida en un coma que me duraba horas? A veces un día entero.
Él la miró como si viese a una extraña. Una extraña inquietante, es posible que perturbada.
—Mis padres se cabreaban. Como podrás imaginar. —Estrechó los ojos. Se preguntaba a dónde debía llevar la historia—. Yo argumentaba que no podía morir, morir de verdad, solo por estar bajo el agua. Pero el descuido engendraba descuido, decían. ¿Y si además me derribaban de mi ballena? ¿Y si nadie encontraba mi cuerpo?
Hubo algo en esas palabras que hizo reír a Diu, una carcajada silenciosa, privada.
Washen sacudió la cabeza.
—Acabo de tener otro recuerdo —dijo—. De repente. Y es muy extraño.
—Ah —respondió él—. Un recuerdo extraño.
Washen hizo caso omiso del tono y se quedó mirando los edificios nuevos que había al otro lado del río, sin ver ninguno de ellos. En su lugar contemplaba la ciudad en la que había nacido, y la maestra capitana estaba sentada con los maestros adjuntos originales. Por alguna razón llevaron a Washen ante ellos. Pero no era más que una niña diminuta. Por alguna razón inimaginable, la maestra había hablado con ella y le había hecho alguna pregunta. Washen no recordaba la pregunta, y mucho menos la respuesta. Pero recordaba con toda claridad que se había sentado en la silla de la maestra. Y al bajarse, una ráfaga de viento había salido de la nada y había derribado la silla.
Le contó el recuerdo a su acompañante.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Ni ocurrió —respondió Diu.
Al instante, sin un asomo de duda.
—¿No?
—E incluso si ocurrió —añadió él—, no significa nada.
Por un momento la mujer oyó algo en la voz de él. Luego Washen parpadeó y volvió a contemplar el rostro áspero, sin vello alguno salvo por las cejas gruesas y oscuras, y encontró que la esperaba una sonrisa, una sonrisa amplia en los labios, ya que no en aquellos ojos brillantes del color gris del acero.
Dentro de cada una de aquellas antiguas cámaras, enterrado en el interior de su lastre de uranio, había un mecanismo pequeño y elegante, al parecer inútil y al que no se prestaba mayor atención. Un día se introdujeron datos de prueba dentro de una cámara vacía mientras una pieza de maquinaria cercana, por pura coincidencia, emitía un sonido de baja frecuencia. El sonido disparó un eco, una vibración poderosa e instantánea perceptible a varios kilómetros de distancia en todas direcciones. ¿Un dispositivo de búsqueda, quizá? Si asiera, solo funcionaría con una cámara operativa, y no existía tal criatura. Pero para ser concienzudos, los unionistas enviaron las vibraciones apropiadas al interior de la corteza y luego escucharon a la espera de una hipotética respuesta, un «aquí estoy».
Como su equipo era rudimentario, las primeras respuestas positivas pasaron desapercibidas. Pero luego se identificó un eco suave e impreciso, se debatió y la mayor parte de los observadores negó los datos, argumentó basándose en motivos técnicos, y las razones emocionales quedaron sin mencionar.
Se diseñaron micrófonos más nuevos y sensibles, se construyeron y se encontraron carencias.
Pero la tercera generación de sensores no solo produjo una respuesta inequívoca, sino que también proporcionó una ubicación segura. El eco procedía de un punto situado a algo más de nueve kilómetros de profundidad, en el interior de un tranquilo remolino de hierro fundido.
Así nació un proyecto pequeño, y esperaban que secreto. Con la tapadera de realizar nuevos trabajos geotérmicos en el manto, los láseres comenzaron a abrir una serie de profundos agujeros. La corteza de la zona tenía un espesor de tres gruesos kilómetros. Bajo la corteza se emplearon cañerías y bombas de cerámica. Tenía que subirse el hierro ardiente a la superficie, había que enfriarlo y luego sacarlo de allí.
Dado que el manto era cualquier cosa menos rígido, su objetivo tenía la irritante costumbre de vagar de un lado a otro. Los nietos comparaban la empresa a cuando se metía un brazo en el lodo de un lago para intentar agarrar uno de esos bígaros verrugosos, negros y calientes que tenían que estar allí abajo, por algún lado. Se invirtieron ocho años completos en la perforación.
Cuando el éxito era inminente se envió un mensaje codificado a Miocene. Pero antes de que llegara se dio con algo sólido y las bombas tiraron sin parar, de forma mecánica, hasta que devolvieron la cámara a la superficie. Tenía el mismo aspecto que las otras cámaras, una simple réplica de la Gran Nave. Y sin embargo no se parecía en nada a las demás. Todo el mundo lo percibía. Hasta el capitán de turno (un hombre trabajador y con muy poca imaginación llamado Koll) sintió una oleada de anticipación al contemplar a su personal y a un escuadrón de robots arrancando el tesoro del hierro húmedo y sumergiéndolo luego en una profunda bañera de agua helada.
Koll parpadeó para defenderse del vapor y ordenó que el tesoro se trasladara a un lugar cerrado.
¿Quién sabía quién podía estar vigilando?
El almacén de las bombas era un escondite adecuado. Un edificio grande y laberíntico y sin una sola ventana que albergaba lo más escaso de toda Médula: la oscuridad. Koll caminaba al lado del andador mecánico que transportaba la cámara. Las falsas toberas de los cohetes apuntaban hacia arriba. Al timón iba una joven nieta. En cuanto estuvieron dentro, Koll ordenó que se cerrara la puerta tras ellos, con llave. Su intención era pedir que se encendieran las luces. «Un ajuste suave», le habría dicho al ordenador central. Pero después de mil seiscientos años sumido en un día interminable, Koll había aprendido a apreciar cualquier cosa que se pareciera a la noche. De pie, con los ojos abiertos y ciego, el capitán notó el fulgor. Suave y coloreado. No procedía de la cámara, no. La luz parecía derramarse procedente de todas partes.
Se habían disparado antiguos sistemas.
El lastre de uranio funcionaba como una especie de batería. Quedaba solo la potencia suficiente para emitir una proyección débil y fantasmal. Y Koll, un hombre imperturbable al que no era nada fácil impresionar, se quedó mirando las imágenes y tuvo que pasar un minuto entero para que se acordase de que tenía que respirar.
—¿Ves eso? —le preguntó a la mujer.
—Lo veo —respondió ella con voz débil—. Sí.
Estaba sentada sobre el andador, su silueta se perfilaba contra los destellos de luz y en su rostro se distinguía una expresión de aturdimiento y asombro. Después de otro minuto le preguntó a Koll:
—¿Qué significa esto?
No tenía sentido mentir, así que se limitó a decirle sin más:
—No sé lo que significa. —En circunstancias como esas, ¿quién iba a saberlo?
—Cielo santo —dijo la mujer, que rió nerviosa—. ¿No supondrá…?
—Quizá no sea nada —la interrumpió el capitán. Luego habló con un tono de sincera esperanza—: Nada. —Pero como era un hombre de una honestidad rigurosa, añadió—: Y sin embargo podría ser muy importante. Cosa que, supongo, hace de este un día muy importante.
Despojado de su caparazón de hiperfibra, el artefacto tenía un aspecto elegante, pero no demasiado soberbio. Varios tipos de cerámica se entretejían para formar una esfera blanca, como una especie de balón infantil descomunal. La cámara se desplazaba por el suelo delante de Miocene, que la tocó con un gesto leve.
—Siento una gran confianza —informó con tono apagado y práctico—. Me refiero a cómo van a ir las cosas a partir de ahora. Básica y esencialmente, confianza.
Washen asintió y luego volvió a mirar hacia delante. Con las dos manos en los controles repitió la palabra «confianza».
—Eso es —prometió la maestra adjunta—. Con suerte y algo de cuidado, con esto se deberían poder curar las viejas fisuras.
—Con suerte —se hizo eco Washen, que sabía que haría falta una buena cantidad de esa veleidosa sustancia.
Llevaba un gran andador. A su espalda, la última encarnación de Río Acaecido se perdía tras el horizonte. Lo que pasaba por carretera pronto se convertiría en una pista moribunda, y luego no quedaría nada excepto selva y montaña pura. Se estaban acercando ya a tierras rebeldes, pero todavía tendrían que atravesar otros doscientos kilómetros antes de llegar al punto de encuentro. Nadie sin invitación oficial se había adentrado jamás tanto en su territorio, y habían transcurrido al menos tres siglos desde la última vez que se había pasado por allí sin invitación.
A medida que discurría el día, Washen seguía de cerca el progreso del andador. Las últimas IA piloto no eran especialmente listas ni adaptables, y no impresionaría a nadie que su máquina (la culminación de dieciséis siglos de hechicería técnica) tropezara con un trozo de montaña y terminara tirada de espaldas como un bicho estercolero cualquiera.
El camino de la selva culminaba en una amplia meseta recién nacida y luego se desvanecía. Una lluvia cálida y fuerte caía sobre el espacio abierto y se recogía en pequeñas cuencas y estanques donde crecían unas algas negras como sedosas mantas. Un año más, y todo aquello sería una selva joven y vigorosa. ¿Pero qué especies dominarían? Mil seiscientos años de investigación le proporcionaban a Washen los conocimientos suficientes para admitir que no sabía cómo se desarrollaría la evolución. Ni en ese suelo ni en ningún otro. Las composiciones químicas variaban de respiradero a respiradero, incluso dentro de un solo flujo. Las lluvias eran habituales, pero no fiables. Pequeñas sequías y fuertes inundaciones podían cambiar las condiciones iniciales. Y además estaba la pura aleatoriedad creativa de las esporas, semillas y óvulos que llegarían allí. Un viento fortuito podía traer una flotilla de globos de oro que podría conducir, o no, al surgimiento de un altivo bosque de árboles de la virtud puros. O bien el voluble viento se llevaría los globos a otra parte. A una selva ya establecida, y a su muerte, con toda probabilidad, porque allí esperaban bocas hambrientas en abundancia. Había al menos cien especies nativas a las que les encantaba masticar el recubrimiento dorado e incorporar el metal a sus propios y elaborados caparazones, y mostrar al mundo y a sus potenciales parejas tanto una gran belleza como una fuerza de lo más vistoso.
Las condiciones iniciales eran vitales. Eran esenciales en la ecología de la selva, y también en la ecología humana.
¿Y si Miocene fuera mejor progenitura? ¿Más paciente y cariñosa, y solo un poco más compasiva? Si ella y Till hubieran estado más unidos y hubieran resuelto sus diferencias de un modo privado y civilizado, la historia de Médula desde luego habría sido mucho más tranquila. Y si hubiera sido peor madre, habría asesinado a su hijo. Luego, impulsados por la indignación de los otros capitanes, habrían expulsado a Miocene y habrían nombrado líder a otro maestro adjunto. A Daen, quizá. O lo que era más probable, a Twist. Lo que habría cambiado de un modo radical la evolución de aquella civilización improvisada.
El peso de la inteligencia: siempre es posible imaginar todos esos lugares maravillosos a los que nunca se podrá pertenecer.
La joven meseta daba paso a un cono volcánico más joven todavía, y que ahora dormía. El hierro sucio y el níquel se habían congelado y convertido en un escorial de aspecto tosco. A medida que la máquina reptaba por la ladera desnuda, las lluvias amainaron y algo empujó hacia delante las nubes, permitiendo así que Washen mirase por encima del hombro y contemplara el rostro hinchado del mundo.
La luz del cielo era más tenue que nunca.
A medida que los contrafuertes se debilitaban, la luz ambiental iba disminuyendo en proporción. Todavía era brillante, pero no con esa luminosidad que cortaba como un cuchillo. Las temperaturas seguían esa misma curva descendente y lisa. La gravedad se debilitaba al tiempo que el mundo se expandía y cambiaba de forma sutil la arquitectura de plantas, montañas y las edificaciones más grandes e importantes. La atmósfera se enfriaba y silenciaba, pero no se profundizaba, ya que se estaba extendiendo por una superficie cada vez más amplia. Del mismo modo, la cantidad de agua era finita. Las lavas metálicas estaban resecas y apenas regurgitaban nada salvo tierras enrarecidas y metales pesados. Caía menos lluvia y los ríos eran más pequeños, y si estas tendencias continuaban con cierta rapidez, tenían ante sí la promesa de largas y duras sequías.
Cerca del horizonte, demasiado pequeño para que se pudiera contemplar a simple vista, se hallaba el único defecto de aquel cielo. El campamento base original todavía se aferraba a la hiperfibra plateada, sus modernos edificios y diamantinas pasarelas todavía vacías y solas. Y dentro de treinta y cuatro siglos más el campamento permanecería igual de vacío, pero se asomaría a un mundo radicalmente diferente. La luz de los contrafuertes habría disminuido hasta quedar en nada y revelaría un encantador centelleo parecido al de las estrellas, que indicaría la ubicación de ciudades y carriles bien iluminados.
Ese era el instante en el que una persona podría escapar. Y al pensar en eso, Washen echó un nuevo vistazo a la cámara y sintió un dolor frío y desconcertante.
—No sabemos si es verdad —murmuró para sí.
Miocene la miró, a punto de preguntar: «¿qué has dicho?».
Pero la maestra adjunta se lo pensó mejor y colocó con gesto protector las dos manos en aquella bola de cerámica lisa de un color gris blanquecino; las manos y el cuerpo inclinado transmitían un extraño cariño por aquel terrible artefacto.
Un río de hierro que no salía en los mapas significaba un prolongado desvío.
Iban con una hora de retraso cuando llegaron al claro señalado. Tres de la mañana, hora de la nave según el reloj de plata de Washen.
El claro comenzaba como una planicie de lava, pero cuando su corazón fundido se retiraba bajo el suelo, el campo plano se derrumbaba convertido en un anfiteatro natural. Una gran losa plana era el escenario y el hierro negro se elevaba por todos lados en descomunales escaleras. El juego sin sombras de la luz y el ángulo de las laderas hacía que todo pareciera más cerca de lo que estaba. Tal y como le habían ordenado, Washen aparcó en medio del escenario. Las dos capitanas treparon hasta quedar a la vista de todos. Con dos de sus miembros unidos, el andador bajó con todo cuidado la cámara al hierro. Entonces aparecieron los primeros rebeldes, simples puntos contra la negrura. Incluso trotando a una velocidad bastante respetable les llevó una eternidad bajar por la larga ladera. Además de los calzones, cada uno de ellos lucía una máscara ornamental hecha de cuero suave estirado sobre un armazón de hueso tallado. Cuero hecho con su propia piel; hueso arrancado de sus propios y perdurables cuerpos. Cada una de las máscaras estaba pintada con sangre y orina. Cada una de ellas mostraba el mismo rostro salvaje, casi fluido. Como electricidad con ojos, pero sin boca. El rostro de un constructor, recordó Washen. Cómo habían llegado a esa imaginería era algo que ella no sabía. Diu afirmaba que Till era presa de visiones. El líder de los rebeldes estaba convencido de que los constructores lo visitaban y de que, de alguna forma, ellos eran sus únicos amigos de verdad.
Cuando se acercaron los primeros rebeldes, redujeron la marcha hasta adoptar un paso digno y se levantaron las máscaras, que se colocaron sobre la cabeza.
Habían pasado casi quince siglos desde la última vez que Washen había visto a Till. Sin embargo, lo conoció de inmediato. Lo conoció por los dibujos y por los nítidos recuerdos de una capitana. Pero también reconoció a su madre en su rostro y en su zancada medida e altanera.
Era una versión más pequeña y bonita de Miocene.
El resto del grupo, los mejores sacerdotes, diplomáticos y miembros del consejo, lo seguían a una distancia respetuosa. Tenían los ojos clavados en el premio. Washen había conectado un cordón umbilical a la cámara y el generador del andador lo alimentaba. Un zumbido vivo y regular surgía del interior e infundía el aire de una insinuación palpable de posibilidades.
Till era el único que no había clavado los ojos en el premio. El contemplaba a Miocene. La cautela se mezclaba con otras emociones menos legibles. Durante un instante abrió la boca. Luego tomó una rápida bocanada de aire y se volvió hacia Washen.
—¿Me permiten examinar el mecanismo? —preguntó.
—Por favor —le dijo ella, incluyéndolos a todos.
Locke era el que más cerca se encontraba de Till. Señal de su alto rango, quizá, y como siempre, eso provocó en Washen un orgullo inesperado.
—¿Cómo has estado, madre? —inquirió él. Siempre educado, jamás cálido.
—Bastante bien —admitió ella—. ¿Y cómo estás tú?
La respuesta del joven fue una sonrisa extraña y estremecida, y el silencio.
¿Dónde estaba Diu? Había más rebeldes trepando a lo alto del escenario y ella miraba a cada hombre que se levantaba la máscara, contemplaba sus rostros suponiendo que Diu estaba por allí cerca, oculto por la creciente aglomeración de cuerpos.
Till se encontraba arrodillado, acariciando la superficie lustrosa de la cámara.
Miocene lo estudiaba, pero sus ojos parecían vacíos. Ciegos.
Miles de rebeldes honorarios se habían reunido alrededor del escenario. Eran mujeres que amamantaban a sus pequeños, cada una con, al menos, un recién nacido colgado de los pechos hinchados. Un aroma espeso, extrañamente agradable, saturaba la brisa. Decenas de miles más salían en tropel de la selva, desde todas direcciones; se movían con gesto determinado y en silencio, y al pisar y respirar producían un sonido blando e inmenso, como el redoble de una marea que se acerca. Había algo en el sonido que resultaba irresistible y hermoso, y en el fondo, aterrador.
Entre todos ellos estaban los hijos y los nietos de Locke.
En principio Washen podía tener cien mil descendientes entre este pueblo. Lo que no era mal logro para una anciana que solo podía reivindicar un hijo propio.
El zumbido de la cámara se intensificó, aumentó de tono y luego se detuvo del todo. Fue Locke el que levantó un brazo y gritó «ahora» a la multitud.
Todos los demás repitieron el gesto y la palabra. Una gran voz compartida fue subiendo en oleadas hasta la parte superior del anfiteatro, y luego una repentina mancha dorada apareció por un borde, se extendió con rapidez, brillante bajo la luz del cielo a medida que cientos de fuertes cuerpos la iban arrastrando hacia delante. Una infinidad de globos dorados ayudaban a sujetar la tela en el aire. Era un papel dorado, de varias hectáreas de tamaño, batido hasta afinarlo y reforzado… ¿cómo? Fuera cual fuera el truco, era lo bastante recio y lo bastante ligero para estirarlo por el anfiteatro entero y cubrirlos a todos hasta crear un techo temporal e impermeable.
El cielo se oscureció.
Al sentir la oscuridad perfecta, la cámara se abrió y reveló un cielo nuevo y un mundo más joven. Médula era de repente estéril y liso, y estaba bañado por un océano de hierro irradiado y burbujeante que lo cubría todo.
El público se encontró de pie sobre este océano sin calor, contemplando cómo se desarrollaba un antiquísimo drama.
Aparecieron los enemigos de los constructores.
Sin previo aviso, los odiados inhóspitos se abrieron camino retorciéndose por las paredes de la cámara y surgieron de una infinidad de túneles de acceso, cíborgs parecidos a insectos, todos y cada uno enormes, fríos y aterradoramente rápidos. Como airadas avispas asno, bajaban en picado contra Médula y escupían salivazos de antimateria que se estrellaban contra la superficie fundida. Se elevaban sin cesar explosiones abrasadoras. El hierro líquido giraba y se encumbraba, y luego volvía a derrumbarse. Bajo aquella dura y cambiante luz, Washen contempló a su hijo por un momento intentando leer su rostro, su humor. Locke estaba hechizado, con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta, su cuerpo musculoso bañado en un sudor lustroso, casi radiante. Igual estaban casi todos los rostros y los cuerpos. Incluso
Miocene se sentía cautivada. Pero ella tenía los ojos clavados en Till, no en el espectáculo que se desarrollaba sobre su cabeza, y si acaso su éxtasis era peor que el de los otros. Mientras que su hijo, en marcado contraste, y por extraño que fuera, no parecía demasiado conmovido por aquellas gloriosas y sagradas imágenes. Surgió de repente del hierro una cúpula.
Se dispararon unos láseres que consumieron a una docena de inhóspitos. Luego la cúpula se hundió de nuevo bajo el hierro, como una ballena.
Los inhóspitos trajeron refuerzos y volvieron a golpear. Los misiles introducían la antimateria aún más en el hierro, en busca de sus objetivos. Médula se estremecía y retorcía, luego eructaba fuego y plasmas ardientes. Quizá los inhóspitos habían ganado y habían asesinado al último de los constructores. Quizá la Gran Nave era suya. Pero la venganza de los constructores estaba ultimada. Era segura. Las fuerzas de los inhóspitos siguieron presionando, llenando el estrecho cielo con sus furiosas formas. Luego los contrafuertes se incendiaron y mostraron su fulgor azul blanquecino. De repente, los monstruos parecían diminutos y frágiles. Antes de que pudieran huir, la tormenta de rayos, el Incidente, barrió el cielo entero con brillantez suficiente para hacer que todos los ojos parpadearan y disolvió cada jirón de materia hasta convertirlo en un plasma que colgó por encima de su cabeza como una bruma demasiado caliente que persistiría durante millones de años, que se enfriaría a medida que Médula se contrajese y expandiese de nuevo, cuando el mundo latiese como un corazón grande y lento y se fuera enfriando poco a poco mientras una corteza temporal cubría el hierro devastador.
Mil millones de años pasaron en un momento.
Los propios carbono, hidrógeno y oxígeno de los inhóspitos se convirtieron en la atmósfera de Médula y en sus ríos, y esos mismos y preciados elementos se fueron reuniendo poco a poco para convertirse en insectos mantecosos y árboles de la virtud, para luego transformarse en los niños de ojos muy abiertos que se encontraban allí en el presente, en aquella depresión natural, sollozante en medio de una oscuridad profunda y perfecta.
A una señal se rasgó el toldo y el tejido dorado se partió y cayó en grandes sábanas largas que rielaron bajo la luz del cielo.
Washen abrió el reloj y midió los minutos.
A los presentes de ojos muy abiertos Miocene les gritó:
—Hay más. Mucho más. —Su tono era urgente. Maternal. Tenía los ojos clavados solo en Till, al que le explicaba—: Otras grabaciones muestran cómo se atacó la nave. Cómo los constructores se retiraron a Médula. Este trozo de hierro… Aquí es donde presentaron la última batalla… ¡fueran quienes fueran!
Cien mil cuerpos se revolvieron y emitieron un sonido suave y masivo.
Till no se había quedado pasmado. Si acaso, parecía solo alegre y esbozaba una amplia sonrisa, como si le divirtiera aquella reivindicación de una visión que no necesitaba reivindicación alguna.
Durante un fugaz momento sus ojos se encontraron. Luego, obedeciendo algún pacto tácito, madre e hijo volvieron a desviar la vista. Indiferencia en un rostro, en el otro un dolor angustiado.
El rostro dolorido lanzó una mirada furiosa al cielo.
—Nunca vemos a los constructores mismos —anunció Miocene—. Pero esto, este don que os hemos traído Washen y yo… nos ha proporcionado una comprensión más amplia y completa de la especie…
Till contemplaba el mismo cielo sin decir nada.
—Escuchadme —exclamó Miocene, incapaz de contener sus frustraciones—. ¿No lo entendéis? El Incidente nos ha atrapado aquí, en este horrible lugar. El Incidente era un arma antigua. Una trampa apocalíptica que es probable que disparásemos nosotros mismos al enviar nuestros equipos por todo Médula. Y quizá eso… Es probable que eso… matara y consumiera a todos los que estaban por encima de nosotros, que dejara la nave vacía ¡y a nosotros atrapados aquí!
Washen imaginó un centenar de miles de millones de apartamentos vacantes, las largas y fantasmales avenidas, los mares convertidos en un vapor sin vida; una vez más la nave era una indigente que buscaba su camino a ciegas entre las estrellas.
Si era cierto, la tragedia resultaba horrible.
Y sin embargo, la reacción de Till fue diferente, peculiar.
—¿Quién está atrapado? —exclamó, su voz se transmitía mucho más allá que la de su madre, alentada por una calma pareja, desconcertante—. Yo no estoy atrapado. Ningún creyente lo está. Este es el lugar al que pertenecemos, nada más que este.
Los ojos de Miocene traicionaron la cólera que sentía.
Till hizo caso omiso de ella de forma ostensible y le gritó al público:
—Estamos aquí porque los constructores llamaron a los capitanes. Atrajeron a los capitanes a este gran lugar y luego los hicieron quedarse, ¡ y les dieron el gran honor de darnos a luz a nosotros!
—Eso es una locura —gruñó la maestra adjunta.
Washen examinó la multitud en busca de Diu. Una y otra vez reconocía sus rasgos en el rostro o los ojos de un rebelde, o su nerviosa energía. Pero no al hombre en sí. Y necesitaban a Diu. Era un intermediario con un conocimiento íntimo de ambas culturas, podía ayudarlos a todos. ¿Por qué no se le había invitado a aquel encuentro?
Un miedo frío atrapó a Washen por la garganta.
—Sé de dónde sacaste todas esas tonterías —dijo Miocene y luego dio un largo paso hacia Till. Sus manos vacías se elevaron en el aire—. Es obvio. Eras un muchacho y te tropezaste con una cámara en funcionamiento. ¿No es cierto? La cámara te mostró a los inhóspitos y tú te montaste una historia ridícula, esas bobadas sobre el renacimiento de los constructores. Y qué conveniente, tú en el centro de todo…
De un modo burlón, casi compasivo, Till le dedicó una amplia sonrisa a su madre.
Miocene levantó las manos todavía más y dibujó un círculo lento. Una cólera majestuosa la ayudaba a gritar.
—¡Oídme! ¡Todo eso es mentira!
Silencio.
Entonces Till sacudió la cabeza.
—No encontré ninguna cámara ni artefacto —aseguró a todo el mundo. Hizo su propio giro—. Estaba solo en la selva. Solo, y el espíritu de un constructor vino a mí. Me contó lo de la nave y los inhóspitos. Me mostró todo lo que contiene esta cámara, y más. Luego me hizo una promesa: cuando este largo día termine, como debe, yo sabré cuál es mi destino, ¡y vuestros destinos también!
Su voz se perdió en el cautivado silencio de los demás.
Locke desconectó el cordón umbilical de la cámara y tras mirar a Washen, con su tono habitual, llano y práctico, le dijo:
—Traeremos el pago habitual a Río Acaecido. Miocene rugió.
—¿Qué quieres decir? ¿El pago habitual? ¡Pero si es el mejor artefacto hasta ahora!
Los rebeldes la contemplaron con un desprecio apenas contenido.
—Este funciona. Recuerda. —La maestra adjunta apuñalaba el aire recordándoselo a todos—. ¡Las otras cámaras no eran más que curiosidades vacías!
—Exacto —dijo Till.
Luego, como si fuera indigno de su líder explicar lo obvio, Locke dio un paso adelante.
—Las cámaras suelen ser tumbas —informó—. Albergan las almas de los constructores. Y las que nos vendisteis estaban vacías porque sus almas han encontrado mejores lugares en los que residir.
La máscara de sangre y orina lo ocultó todo de nuevo, salvo los ojos brillantes.
Los rebeldes repitieron el movimiento como una gran oleada que alcanzó la parte superior del anfiteatro. Y Washen tuvo que preguntarse si este elaborado encuentro, con todo su boato e intensas emociones, estaba pensado no para cien mil almas devotas, sino para dos capitanas más ancianas y obstinadas.
Con el rostro oscurecido, Locke se acercó a su madre.
Una premonición hizo que a esta se le secara la boca.
—¿Dónde está? —inquirió.
Los ojos de su hijo cambiaron. Se suavizaron, se dulcificaron.
—Su alma está en otro lugar —respondió, como bien debía hacer un rebelde. Luego señaló el duro suelo de hierro. —¿En otro lugar?
—Hace ocho años. —Había tristeza en su cuerpo y en su voz—. Hubo una potente erupción, se lo llevó.
Washen no podía hablar ni moverse. Una mano cálida la sujetó por el codo.
—¿Te encuentras bien, madre? —le preguntó una voz cariñosa.
Ella cogió aliento y dijo la verdad.
—No, no estoy bien. Mi hijo es un extraño, mi amante está muerto, ¿cómo coño se supone que debería sentirme?
Le apartó la mano con gesto brusco y luego se giró.
Miocene, la fría e intocable maestra adjunta, cayó de rodillas sobre el hierro duro con las manos apretadas ante su rostro sollozante. Su prometedora misión terminaba así. Con Miocene rogando.
—Till —dijo con un tono de sincera angustia—. Lo siento tanto, cariño… Me equivoqué al pegarte así. Ojalá intentaras perdonarme… ¡Por favor!
Su hijo asintió por un momento sin decir nada.
Luego, cuando se volvió, al prepararse para irse, Miocene utilizó su último ruego: —Pero es cierto que adoro la nave —le dijo a él. Y a todos—. Os equivocasteis entonces y os equivocáis ahora. ¡Quiero y cuido a la nave más de lo que vosotros lo haríais jamás! ¡Y siempre la amaré más de lo que te amo a ti, bastardo desagradecido!
Un cuadro de capitanes y arquitectos excepcionales había diseñado el Gran Templo y durante mil años los mejores artesanos habían trabajado en él, mientras que todos los unionistas adultos habían donado su tiempo y sus manos voluntariosas a la construcción. Incluso a medio terminar, el Templo era una estructura bellísima. Se habían colocado en un círculo perfecto seis cúpulas recubiertas de oro. Unos elegantes arcos parabólicos de acero tintado componían puentes sobre las cúpulas, elevándose cada vez más sobre los lomos del anterior. La torre central era la estructura más alta de Médula, y la más profunda. Sus cimientos se adentraban ya un kilómetro entero en el hierro frío, y el sótano era un embalse de agua pura en el que algún que otro neutrino colisionaba con un núcleo bien dispuesto. La explosión resultante producía un precioso cono de luz que demostraba a los sacerdotes y a los niños lo que todos los unionistas tenían que aceptar sin rechistar: Médula era una pequeña parte de una creación mucho más grande, una creación invisible para el ojo humano, pero no para la mente del creyente.
El desertor rebelde había pedido que lo llevaran al templo, una petición de lo más normal.
Pero la maestra adjunta había revisado los informes de campo, así como las transcripciones de los dos interrogatorios oficiales, y la única certeza era que aquello era lo único normal en esta deserción, que de sencilla no tenía nada.
La administradora del templo era una mujer nerviosa a la que los acontecimientos ponían más nerviosa todavía. Con las túnicas suaves y grises de su cargo y una expresión torturada, recibió a Miocene con un enérgico «señora» y una somera inclinación, y luego soltó de golpe «es un honor» aunque se preparaba para quejarse de la gran alteración que suponía aquel asunto.
Miocene no le dio la oportunidad.
—Ha hecho un trabajo maravilloso, hasta ahora —dijo con firmeza y no demasiada dulzura.
—Sí, señora.
—Hasta ahora —repitió la otra, para recordarle a su subordinada que el fracaso estaba a solo un mal paso de distancia. Luego, con voz más suave, preguntó—: ¿Dónde está nuestro invitado?
—En la biblioteca.
Por supuesto.
—Quiere verla —le advirtió la administradora—. Prácticamente exige que la lleve hasta él.
Se encontraban ante una de las entradas secundarias, su pesada puerta tallada a partir de un único árbol de la virtud, antiguo y gigantesco. Porque se negaba a dejarse apremiar por nadie, Miocene hizo una pausa y dejó que una de sus manos acariciara la vieja madera, oscura como sangre coagulada y recubierta de agujeros como de esponja allí donde habían estado los nódulos de grasas energéticas. Sus guardias (un par de hombres grandes como troncos, con ojos rápidos y suspicaces) permanecían cerca, vigilando aquel callejón tranquilo. Durante un instante la mente de Miocene estuvo en otra parte. Se encontró pensando en la nave, y en concreto en su apartamento forrado de madera, que no estaba ni a quinientos metros del alojamiento de la maestra. Luego parpadeó y suspiró al sentir una tristeza pequeña y conocida, y un nudo de miedos secretos.
—Bien, entonces —murmuró enderezando la espalda y luego las arrugas del uniforme—. Lléveme con nuestro nuevo amigo.
Se estaban celebrando servicios públicos en cada una de las seis cámaras principales. Los ciudadanos elegían a sus sacerdotes y, como resultado, cada uno tenía su propio estilo y opiniones. Algunos hablaban sin fin de la Gran Nave. De su belleza, su elegancia; de su edad insondable y su interminable misterio. Otros preparaban a los feligreses para ese glorioso día en el que conocerían a sus primeros alienígenas. Y unos cuantos eclécticos hacían hincapié en temas más abstractos y trascendentales: las estrellas, los mundos vivos, la Vía Láctea y el inmenso universo que empequeñecía todo lo que la humanidad podía ver y tocar, o incluso fingir que comprendía.
Uno de los servicios luchaba contra tales maravillas cósmicas. Un caballero de voz satinada cantaba las alabanzas de los soles de clase G.
—Lo bastante cálidos para dar vida a muchos mundos a la vez —exclamaba—, y vividos el tiempo suficiente para alimentar una evolución creativa. Nuestro mundo natal, la gran Tierra, nació al lado de uno de esos soles dorados. Como la semilla de un árbol de la virtud, así era. Así es. Y nuestro universo está lleno de miles de millones de semillas. La vida en su miríada de formas está por todas partes. Vida espesa, vida hermosa, vida siempre.
—Siempre —entonó el pequeño público al descuidado unísono.
Unos arcos de cerámica y unas macetas de plantas carnívoras separaban el corredor de la cámara. Unos cuantos rostros miraron por casualidad hacia un lado y observaron que la maestra adjunta pasaba a grandes zancadas en ese momento. Surgieron murmullos que no tardaron en extenderse. Pero el sacerdote, de pie delante de todos, apoyado con fuerza en el podio de diamante, hizo caso omiso del ruido y continuó con su discurso.
—Debemos prepararnos, hermanas y hermanos. El día se acaba, gradual pero inexorablemente, y llegará el momento en el que nos necesitarán a todos y cada uno. Nuestros corazones y manos, y nuestras mentes, se lanzarán a la construcción del puente.
—El puente —repitieron algunos. Mientras otros, distraídos por el cemento y el presente, contemplaron a Miocene y sus guardias, que pasaban por detrás del altar seguidos de cerca por la aturdida administradora. El altar estaba construido con diamantes nativos montados en un tubo no más ancho que un brazo humano.
En la base había una intrincada imitación de la ciudad y el templo terminado. El tubo se elevaba hacia el techo abovedado, que estaba pintado para parecerse a un cielo más oscuro, y allí donde el muñón desigual del primer puente se aferraba con fuerza, el puente de diamante se unía a él sin costuras y las motas de luz brillante pasaban sin cesar hacia las alturas, mostrando la emigración de las multitudes leales, la gloriosa recompensa por tanto sacrificio y esperanza entusiasta. Miocene apenas si echó un vistazo a los feligreses.
Su visita al templo era de lo más lógica, y no quería que notaran nada especial en su actitud ni en sus ojos.
—Cuando llegue el momento —gritaba el sacerdote—, treparemos. ¡Treparemos!
Luego giró, la túnica gris aleteó y con un brazo comenzó a señalar con gesto demasiado melodramático la aguja de diamantes. Fue entonces cuando notó la presencia de la maestra adjunta y su diminuto séquito, y su sorpresa se derrumbó convertida en un ritual instantáneo.
—¡Señora…! —exclamó con una inclinación.
El público que había tras él gritó «señora» y todos se inclinaron hacia delante en sus asientos de hierro.
Por suerte ya había alcanzado las escaleras de la biblioteca. Después de un saludo apresurado y la más breve de las miradas, Miocene se volvió y comenzó a subir delante de sus guardias, y por eso ellos se preocuparon. El guardia más antiguo le dijo «no, señora», y sin más ceremonias la detuvo con una mano fuerte en el hombro.
Bien.
La mujer relajó el paso, quizá más de lo necesario. El guardia pasó delante de ella cuando la escalera comenzó a dibujar una espiral que subía atravesando el corazón del gran edificio. Si la memoria no le fallaba, la arquitecta de las escaleras era una nieta difícil de genio escaso. Había utilizado la forma del ADN como inspiración. El hecho de que solo una diminuta fracción de la genética moderna estuviese cifrada en ese delicado compuesto no suponía ninguna diferencia. A la arquitecta le había parecido un símbolo adecuado. Algo que se elevaba a través del lenguaje más antiguo para alcanzar el más nuevo… o algún otro simbolismo igual de forzado, ¿no?
Para Miocene los símbolos eran las muletas de los cojos. Para ella era una opinión muy antigua, y los últimos tres milenios solo la habían reforzado.
Al igual que el templo, aquella cuasi religión estaba repleta de símbolos. Los soles de clase G se comparaban con semillas de la virtud. ¡Qué tontería! En el universo, el número de colores era limitado, al menos para el ojo humano. Y Miocene había visto muchos, muchos soles parecidos al Sol. Si así lo desease, podía advertir a los feligreses que en ninguna circunstancia podían confundirse un sol y una semilla. Ni por su fulgor, ni por su color. El oro era algo sencillo, cosa que no era jamás la luz del sol. Nunca.
Y sin embargo…
Ese templo y su fe improvisada a toda prisa eran tanto idea suya como de cualquiera. Y la maestra adjunta no había ordenado la construcción del templo por razones sencillas y llenas de cinismo. No, en el templo estarían los cimientos del puente inminente. Tanto en un plano físico como en cualquier otro plano. Era fundamental que los unionistas comprendieran lo que iba a pasar. Si no comprendían y abrazaban estos objetivos, y se mantenían impasibles ante la extraña fe de los rebeldes, no tenía sentido escapar de Médula. Aquel templo y decenas de templos más pequeños, repartidos por toda la tierra, debían ser lugares en los que se educara y centrara la atención del pueblo. Si este requería símbolos y metáforas ñoñas para que hubiera consenso, que así fuera. Miocene solo pensaba que ojalá los nietos dejaran de tener tanta inventiva, de ser tan impacientes, sobre todo con las cosas sobre las que no sabían casi nada.
El guardia que abría la marcha frenó un poco y luego murmuró algo a alguien que había tras un recodo. Un pelotón completo esperaba en la biblioteca, todos provistos de armas de calibre pesado, todos vigilando con un interés decididamente poco erudito a un hombre de aspecto juvenil que, ataviado con ropas normales y una peluca gordiana, se abría camino por un denso resumen técnico de la nave.
Según sus interrogadores, llevaba el mismo nombre que el árbol.
Se llamaba Virtud.
Miocene dijo el nombre, solo una vez y sin alzar la voz. El hombre no pareció escucharla, los ojos centrados en el diagrama de un reactor de fusión atravesado por antimateria. En lugar de repetir el nombre, se quedó al otro lado de la mesa y esperó, contemplando el modo en el que los ojos grises absorbían las elocuentes palabras y las líneas elegantes, esos planos intrincados dibujados de memoria por una de sus colegas.
Poco, muy poco a poco, el desertor fue consciente de la presencia de los recién llegados.
Levantó la mirada, y como si saliera de alguna niebla privada parpadeó unas cuantas veces y luego dijo:
—Sí. Esto está mal.
—¿Disculpa? —inquirió Miocene.
—No funcionará. Estoy seguro. —Tocó la esquina negra de la página y el libro pasó a la página siguiente. Estaba representado el mismo reactor, conjurado por la misma memoria, pero desde un punto de vista diferente—. El recipiente de contención no es lo bastante fuerte. Ni con mucho.
Como tantos de los nietos, era un genio difícil.
Con una mirada y un gesto fulminante, Miocene ordenó a los guardias y a los soldados que los dejaran solos.
La administradora del templo no pudo evitar preguntarlo.
—¿Cuánto tiempo va a necesitar la biblioteca? —Luego, para explicar su atrevimiento, añadió—: Van a venir investigadores del biolaboratorio de Promesa y Sueño. Tienen un proyecto prioritario…
—Que esperen —gruñó la otra.
—Sí, señora.
—No sé si yo confiaría en una sola de las palabras de este lugar —dijo entonces Virtud a todos. Hablaba alzando la voz y sin una pizca de encanto—. Pensé que estaría bebiendo de una puta fuente de sabiduría o algo así. Pero no hago más que encontrar errores. Mire por donde mire, errores.
—Bueno —respondió la maestra adjunta con toda suavidad—. Entonces es una suerte que se te ocurriera pasar por aquí.
El desertor cerró el volumen en curso con gesto indignado.
A sus guardias personales Miocene les dijo:
—No quiero que nos oigáis. Esperad ahí. —Luego se dirigió a la administradora—: Vaya abajo. Baje y dígales a todos esos fieles que la maestra adjunta agradecería una canción larga y muy ruidosa.
—¿Qué canción? —balbució la mujer.
—Oh, que elijan ellos —respondió Miocene—. Como siempre.
El desertor era una aleación emocional: dos partes de arrogancia y una parte de miedo. Una combinación muy útil.
Sentado en la mesa, con Miocene, Virtud pareció recordar que la sonrisa era un gesto útil. Pero no se le daba demasiado bien esa expresión y su sonrisa parecía más una mueca de dolor, mientras sus ojos grises se iban agrandando por momentos.
—Les dije que tenía que verte como fuera —le informó él—. Solo a ti, y tan pronto como fuera posible. —Señora Miocene.
El genio del joven flaqueó.
—¿Perdón? —preguntó con voz estúpida.
—Soy tu única esperanza —respondió ella mientras se echaba hacia atrás en la silla alta, como si le asquease la criatura que tenía delante—. Tú terminas el día si yo te dejo. De otro modo, mueres. Y creo que tengo derecho a oír mi nombre utilizado como corresponde, y cuando corresponde.
El hombre se miró las manos.
—Señora Miocene —dijo al fin en voz baja.
—Gracias. —La mujer le mostró una sonrisa estrecha y luego, con una serie de movimientos lentos, casi indiferentes, abrió la brillante funda de cromo del archivo electrónico y fingió leer lo que ya se sabía de memoria—. Ante mis colegas afirmaste que tenías algo que decirme. Noticias solo aptas para mis oídos.
—Sí…, señora Miocene. —Tragó saliva—. Tiene que ver con este mundo nuestro.
—Este no es mi mundo —lo interrumpió ella.
Virtud asintió y esperó. Sus ojos no podrían ser más grandes.
Miocene fingió concentrarse en la pantalla.
—Dice aquí… que eres un descendiente de segunda generación de Diu…
—Era mi abuelo, sí. Señora.
—¿Y tu padre?
—Es Till.
La maestra adjunta levantó los ojos y se lo quedó mirando como si nunca hubiera notado el parecido familiar.
—Muchos rebeldes son hijos de Till —mencionó después de una prolongada pausa—. Según tengo entendido.
—Sí, señora.
—Tampoco es un honor tan grande, dado que sois tantos.
—Bueno, no sé si yo…—El hombre dudó un momento—. No, señora, supongo que no es un honor en sí, no.
Miocene tocó una tecla, luego otra, para desplazarse por las transcripciones y los relatos escritos de cada interrogador. Cada entrada daba pistas del carácter de aquel hombre, o de su falta del mismo. Y en ninguna se podía confiar porque ninguna era la última palabra sobre nada concerniente a él.
—Así que nuestros textos son inexactos. Es lo que afirmas.
Virtud parpadeó y contuvo el aliento.
Las almas eran una aleación flexible. La arrogancia se ocultó en lo más profundo de su ser, sustituida en la superficie por una sensación creciente y cada vez más fuerte de miedo.
—¿Son inexactos o no lo son?
—En ciertos lugares, eso creo. Sí.
—¿Has construido un reactor de fusión como el de esos diagramas?
—No, señora.
—¿Hay algún reactor como ese en la nación rebelde?
—No.
—¿Estas seguro?
—No puedo estar seguro del todo —admitió él.
—Y nosotros tampoco los hemos construido —confesó ella—. Nuestras plantas geotérmicas son suficientes para nuestras modestísimas exigencias. El desertor asintió e intentó hacer un cumplido:
—Es una ciudad asombrosa, señora. Me permitieron ver algún trozo de camino aquí.
—Un error por su parte —respondió ella.
El joven se agachó un poco.
La maestra adjunta esbozó una sonrisa.
—¿Los rebeldes tenéis ciudades así de grandes —preguntó—, con casi un millón de personas en un solo lugar?
—No. No, señora.
—Nosotros hemos dominado algunas técnicas maravillosas —continuó ella—. La corteza que hay bajo nosotros es gruesa y sólida, y la mantenemos así. Los terremotos se esparcen o disuelven. El hierro líquido se lleva hacia zonas gestionadas por nosotros. Respiraderos artificiales, en esencia.
El joven percibió los deseos de la mujer.
—Los rebeldes no tienen esa tecnología —admitió.
—Seguís siendo nómadas, ¿verdad? En general.
Él se dispuso a responder, pero dudó.
—Yo ya no soy rebelde —sugirió por fin. Luego, con voz tensa añadió—: Señora.
—Pero podrías contarme muchas cosas sobre ellos. Me imagino. Un asentimiento somero.
—Sabes cosas sobre su vida —continuó ella—. Sobre su tecnología. Quizá incluso sobre sus objetivos últimos.
—Sí —dijo él—. Y sí. Y no, señora.
—Oh. ¿No sabes lo que quiere Till?
—No de una forma clara, no. —Tragó como si le doliera—. Mi padre… Bueno, no es que Till me haga confidencias, exactamente…
Una vez más Miocene tocó las teclas.
—Quizá por eso perdiste la fe rebelde. ¿Es eso posible?
—No estoy seguro de haber creído alguna vez.
—Todo ese jaleo sobre constructores e inhóspitos y las almas antiguas sepultadas dentro de esos ataúdes de hiperfibra…
—Lo cierto es que ya no sé lo que es real. Señora.
Ella levantó la vista, la suspicacia mezclada con la fascinación.
—Así que es posible que creas. Es decir, si cambiaran las circunstancias de algún modo.
Resurgió la arrogancia.
—¿No cambiaría usted de opinión? —preguntó él con voz baja y airada—. Me refiero a si, de repente, se diera cuenta de que estaba equivocada.
—Si mal no recuerdo, exigiste que te trajeran aquí. A este templo en concreto. Solo puedo asumir que estás impaciente por ver la Gran Nave, verla tú mismo, y que con ese noble fin quieres ayudarnos en nuestra sagrada misión…
—No, señora.
Miocene fingió sorpresa, luego indignación. Con su propia y callada ira preguntó al desertor:
—¿En qué crees tú?
—En nada. —El tono era desafiante, pero como sería el de un niño engreído, demasiado impresionado por la intensa perspicacia de su excepcional mente—. No sé por qué está aquí Médula —se quejó—, y mucho menos quién la construyó. O por qué. Y tengo la absoluta convicción de que no hay nadie más que tenga las respuestas a esas preguntas.
—¿Los artefactos?
—Hay otra explicación obvia para ellos.
Pero la maestra adjunta no quería escuchar ninguna especulación sin fundamento. Allí lo que importaba, lo que era vital e incluso urgente, era determinar los talentos reales de ese taciturno joven. Un gruñido despectivo precedió la firme declaración de Miocene.
—No me sirven de nada los científicos rebeldes. Hemos tenido algunos desertores como tú, una vez cada siglo o así, y por regla general venís mal preparados. Carecéis de imaginación. Y comerciáis con los nombres de vuestros perturbados padres.
—Yo esto bien preparado —respondió Virtud con una fiebre repentina—. Y soy extremadamente imaginativo. ¡Y no me aprovecho del nombre de su hijo!
Miocene se lo quedó mirando, la imagen del puro escepticismo.
—¿No se da cuenta de los riesgos que he corrido, por usted y por todos los demás? —El joven soltó aquellas palabras y luego, con una mueca y un gruñido, se contuvo. Una mano nerviosa abrió de golpe el libro, como si una de sus intrincadas y defectuosas páginas pudiera apoyar su causa. Luego, en voz baja y furiosa, Virtud explicó—: Yo era jefe de horadaciones en las principales instalaciones de investigación de la Gran Caldera. Aprendí a volar solo, en secreto. Solo robé uno de nuestros pterosauros más rápidos y volé a menos de cien kilómetros de la frontera. Una vez dentro de una tormenta, salté. Dejé el pterosauro para que lo derribaran y, sin armadura ni paracaídas, me dejé caer a través del dosel de follaje. Cuando se curaron mis piernas destrozadas eché a correr. Corrí hasta ese punto de control de mierda vuestro. Esas son las ganas que tenía de estar aquí, abuela. Señora Miocene. ¡Como cojones quieras que te llamen!
—Es un fabuloso relato épico —sugirió Miocene—. Lo único que falta es la motivación.
Un silencio ceñudo.
—Jefe de horadaciones —repitió ella—. ¿Por qué estabais horadando en la Gran Caldera?
—Energía.
—¿Energía geotérmica?
—Qué va. —Se miró las manos—. Siempre ha sido un problema, y las dos naciones lo saben. Es demasiada la energía que atraviesa este lugar. Energía para iluminar el cielo y potencia suficiente para comprimir un mundo entero y mantenerlo en su sitio. Una potencia que está muy por encima de lo que puede proporcionar la fusión. O la fusión normal. Ni siquiera los mejores capitanes son capaces de explicar algo así.
—Reactores ocultos de materia-antimateria —sugirió Miocene.
—Hay algo oculto —asintió él. Con una mano se metió una trenza en la boca y chupó el cabello oscuro de la peluca durante un momento. Luego la volvió a escupir—. Estaba horadando en las regiones más profundas.
—¿De Médula?
Un asentimiento somero.
—Buscando vuestros reactores ocultos, supongo.
—¿No sabes lo que querías cazar? —contraatacó ella.
Levantó los abrasadores ojos grises y miró furioso a su acusadora.
—Lo sé. Cree que soy difícil, y no es la primera en pensarlo. Créame.
Miocene no dijo nada.
—Pero aquí, entre nosotros, ¿quién es más difícil? Usted ha vivido en Médula durante treinta siglos, gobernando un trozo diminuto de lo que afirma que es un mundo diminuto. Afirma que solo usted y los otros capitanes entienden la belleza y enormidad del gran universo, mientras que su hijo y los otros rebeldes son idiotas porque cuentan historias sencillas que lo explican todo a medias y nos convierten en los reyes renacidos del universo…
»No somos reyes —proclamó—. Y no me creo que una vieja arrogante como usted entienda de verdad el universo. Grande y glorioso y casi sin límites, eso es, ¿y qué diminuta fracción de él ha visto usted en su mísera vida?
Miocene contempló aquellos ojos y no dijo nada.
—Estaba asomado al interior de Médula —informó el joven—. Los rebeldes tienen una batería más amplia y sensible de oídos sísmicos que los suyos. Puesto que, después de todo, la mayor parte del mundo es suyo. Y dado que ellos creen en vivir con los terremotos, no en desactivarlos.
—Sé lo de vuestra batería sísmica —dijo Miocene.
—Utilicé tres mil años de datos y construí una imagen meticulosa y detallada del interior. —Mientras hablaba, una expresión extática se apoderó de sus ojos grises, de su rostro estrecho, y luego de su pequeño cuerpo—. Arrogancia —dijo de nuevo con un tono duro e indignado—. Según ustedes mismos admitieron, pilotaron la Gran Nave durante cien milenios antes de darse cuenta de que Médula estaba aquí. Y ahora han vivido aquí otros tres milenios ¿y no se les ha ocurrido, ni siquiera una vez, que los misterios no se detienen? ¿Que también hay algo oculto en lo más profundo de Médula?
De repente, Miocene oyó los cánticos lejanos, acallados por las paredes y la escalera de caracol, las voces irregulares, impacientes y a su manera bellas.
Se oyó a sí misma preguntar:
—¿Qué es ese… ese algo?
—No tengo ni idea.
—¿Es grande?
—Cincuenta kilómetros de anchura. Aproximadamente. —El joven se chupó otra trenza—. Quiero averiguar lo que es. Déme el personal y los recursos y determinaré si los contrafuertes se alimentan desde ahí abajo.
La maestra adjunta respiró hondo, y luego repitió la operación. Después, sin gritar, con toda honestidad, le dijo al desertor:
—Esa no puede ser nuestra prioridad. Por interesante que sea, la cuestión tiene que esperar.
Los ojos grises se clavaron en ella, pero terminó por cerrarlos con rabia.
—Eso es con toda exactitud lo que me dijo Till —le indicó una voz llena de bilis—. Palabra por palabra.
Cuando abrió los ojos vio un láser en la mano derecha de la maestra adjunta.
—Eh, oiga… —gimoteó él.
Miocene apuntó a la garganta y luego fue bajando. Después se levantó y rodeó la mesa para completar la tarea con delicadeza y meticulosidad. Solo el rostro y la mente que había detrás quedaron sin consumir, un grito sin voz había dejado la boca muy abierta. El hedor de la carne cocida y de una peluca quemada cargó el aire de forma desagradable. Miocene trabajó con rapidez, abrió una saquita y dejó caer dentro la cabeza. Luego caminó entre las pilas de libros. Su guardia esperaba donde le había ordenado, allí donde no podía oírla.
Este cogió la saquita sin hacer ningún comentario.
—Como siempre —fue todo lo que tuvo que decirle.
Con un asentimiento, su leal guardia se fue por la salida de emergencia. Los interrogatorios del desertor solo acababan de empezar, y si demostraba que merecía la pena, renacería a una vida nueva e infinitamente más productiva.
Miocene se tomó su tiempo para volver a guardar los archivos electrónicos y añadir un frasquito a la pila de cenizas, justo lo que dejaría la cabeza de un hombre. Luego cogió el libro que tanto había molestado a su nieto y por puro capricho lo abrió por la página del reactor. Virtud tenía razón, comprendió. Y escribió una nota a pie de página para los futuros estudiosos, antes de devolver con todo cuidado el volumen al estante que le correspondía.
La administradora del templo la esperaba en la escalera.
Con las manos cruzadas delante, medio ocultas por la desigual túnica, levantó la vista para mirar a la maestra adjunta e hizo una mueca.
—¿Dónde está? —preguntó.
Luego olió la muerte, o la vio bajando las escaleras con Miocene.
—¿Qué…? —farfulló la mujer; jamás había estado tan nerviosa.
—El desertor —respondió Miocene— era un espía. Un transparente intento de colocar un agente entre nosotros.
—¡Pero matarlo… aquí, en el templo!
—En lo que a mí respecta, no hay lugar más apropiado. —La maestra adjunta la apartó con un empujón—. Ya puede limpiar. Se lo agradecería muchísimo si quisiera hacerme este favor, y desearía que jamás mencionara esto a nadie.
—Sí, señora —dijo la administradora con un hilo de voz.
Y luego Miocene se encontró de nuevo en el corredor abierto. Las voces estertóreas, indisciplinadas, cantaban sobre el puente que pronto se iba a construir y las recompensas que se conseguirían, y sin ninguna razón precisa le pareció importante salir a la extensa cámara y enfrentarse a las filas de fieles devotos.
Era escalofriante y a la vez encantador darse cuenta de con qué facilidad, casi sin esfuerzo, los hijos abrazaban las palabras y sueños de otros. Miocene contempló los rostros sorprendidos y sonrientes sin ver nada más que pura fe. Y, sin embargo, estas personas no sabían nada de los mundos que había más allá del suyo. Ninguno había caminado por el pasillo más pequeño de la nave, ni mucho menos había presenciado la belleza y majestad de la Vía Láctea. Cantaban sobre esa gran misión que los devolvería al mundo que había sobre ellos, listos para realizar cualquier sacrificio que los sacase de su sencillo cielo plateado. Un cielo sin mácula, salvo por ese solitario trozo de oscuridad que tenían justo encima, el campamento base, todavía y siempre abandonado.
¿Abandonado como la nave en sí?
Podrían haber muerto miles de millones y a Miocene no le importaba. Quizá en otro tiempo odió la idea de que su gente, siguiendo sus razonables instrucciones, hubiera disparado una elaborada y antigua trampa y provocado el asesinato de todos y cada uno de los organismos que tenían encima. Pero lo que en otro tiempo la había horrorizado era ahora historia, pasada y turbia como solo puede serlo la historia, ¿y cómo podía Miocene aceptar culpa alguna por lo que con toda seguridad era inevitable?
La nave quizá estuviera muerta, pero ella estaba desde luego viva.
Para alegría de varios miles de feligreses, esta encarnación viva de todo lo que tenían de grande se unió a ellos en sus cánticos. La voz de Miocene era fuerte, despiadada, y no parecían inquietarle sus fallos melódicos.
Con qué facilidad creían, pensó ella con cariñoso desprecio.
Luego, mientras cantaba sobre la dulce luz de las estrellas de clase G, Miocene se preguntó con su voz más secreta: pero, ¿y si es lo mismo con las grandes almas?
Se asombró.
¿En qué estoy tan dispuesta a creer tanto?
El hierro frío se desplazaba de vez en cambio motu propio, sin previo aviso. Las viejas fallas nunca se movían deprisa ni demasiado lejos, y pocas veces provocaban daños de importancia. Las instalaciones de moderación de temblores absorbían las energías del incidente y, allí donde era factible, lo que se cosechaba se canalizaba hacia la red energética principal. En ese sentido los terremotos eran una bendición. Pero los incidentes no programados tenían la irritante costumbre de interrumpir el sueño más profundo de cierta capitana, haciendo que se despertara de repente y que sus sueños giraran y giraran hasta quedar fuera de su alcance en esos deliciosos y cortos momentos antes de recuperar la lucidez.
El terremoto de aquella mañana tardó en desaparecer. Despierta en la cama, echada sobre el lado derecho, Washen sintió que el estremecimiento se iba desvaneciendo poco a poco, convirtiéndose en el tamborileo tranquilo, firme y determinado de su propio corazón.
El calendario de la pared mostraba la fecha.
4611,277.
Unas cortinas transparentes, cortadas para que se parecieran a las alas desplegadas de una sucumosca, dejaban entrar la luz anémica que iluminaba la habitación en la que había dormido durante los últimos seis siglos. Paredes de acero recubiertas de madera pulida de ombú daban a la estructura una fuerza palpable, tranquilizadora. El alto techo de acero estaba erizado de ganchos, macetas de plantas y casitas de madera tan monótonas como el suelo en las que las sucumoscas domesticadas anidaban y hacían el amor. Estas encantadoras criaturas, una especie escasa en los días cálidos y llenos de luz posteriores al Incidente, se habían ido haciendo más abundantes a medida que disminuían los contrafuertes superiores, un ciclo que, era de presumir, tenía eones de antigüedad. En Trabajos genéticos, el laboratorio de Promesa y Sueño, los hermanos habían jugueteado con sus colores y tamaño y habían producido organismos gigantes parecidos a mariposas con sofisticadas alas de todos los colores posibles. Cada unionista parecía tener su propio rebaño. Y dado que había veinte millones de hogares en la nación, los capitanes hermanos se habían hecho con un bonito, incluso envidiable beneficio.
Cuando Washen se sentó en la cama, sus sucumoscas salieron para saludarla. Con la suavidad de unas sombras se acomodaron en sus hombros desnudos y en su cabello, le lamieron la sal de la piel y dejaron sus sutiles perfumes como pago.
Ella las apartó con una mano llena de dulzura.
Su viejo reloj estaba abierto sobre la mesa. Según las lentas manecillas de metal, todavía podía dormir otra hora. Pero su cuerpo no decía lo mismo. Mientras el uniforme espejado la vestía, Washen recordó haber soñado, y el temblor. Durante unos momentos perdidos intentó resucitar su último sueño. Pero ya se había escabullido y no había dejado nada salvo una inquietud vaga, sin motivos claros.
Y no por primera vez se le ocurrió que podría construir un universo a partir de sus sueños perdidos.
—Quizá ese sea su auténtico propósito —susurró a sus animalitos—. Cuando mi universo se termine, yo también habré terminado.
Se echó a reír en voz baja y se colocó la gorra espejada en la cabeza.
Ya está.
El desayuno consistió en beicon con pimienta encima de un pastelito tostado, todo ello acompañado de té caliente y más té caliente todavía. Trabajos genéticos también era el responsable del beicon. Unos cuantos siglos atrás, y para responder a las quejas de los capitanes, Promesa y Sueño habían cultivado en el laboratorio varios alimentos conocidos: el resultado fueron unos filetes bastante respetables y carnes curadas. Pero era un proyecto menor, terminado con rapidez y sin gastar mucho. En lugar de intentar resucitar de memoria la genética del ganado y los cerdos, los hermanos habían utilizado al único portador de carne disponible (los seres humanos) y habían retocado su genética lo suficiente para hacer un producto cárnico que no era humano. Ni en textura ni en sabor. Ni en espíritu, esperaban.
Qué capitanes se utilizaron como modelo era un secreto. Pero los rumores más insistentes afirmaban que había sido Miocene, una posibilidad que quizá explicaba la popularidad de esos alimentos, tanto entre los capitanes como entre ciertos nietos.
Con una hora extra añadida a su día habitual, Washen se lo tomó con calma. Comió sin prisas. Leyó los dos servicios de noticias rivales, pero ninguno ofrecía nada de verdadero interés. Luego salió de su casa, se internó en el larguísimo patio y se paseó por un camino de bloques de hierro nativos que se habían oxidado hasta alcanzar un agradable tono rojo apagado. Pequeños penachos de canas y aroma de tristeza crecían en los huecos.
La jardinería era un pasatiempo reciente. Pamir, su otrora amante y amigo desde hacía muchos años, era un jardinero consumado. ¿Cuáles eran sus flores preferidas? Las llanovibras, sí. Quizá aquel día estuviera trabajando en el jardín, si es que estaba vivo. Y si lo estaba, ¿no se asombraría ese viejo delincuente al ver que el alma ambiciosa de Washen se arrodillaba y arrancaba las malas hierbas negruzcas con los dedos desnudos?
A medida que los contrafuertes se debilitaban, a medida que la luz del cielo iba desapareciendo para convertirse en un crepúsculo, el ecosistema de Médula seguía transformándose. Especies oscuras que solo vivían en cuevas y en las selvas más profundas ya no solo eran abundantes: eran enormes. Como los corazones de elfo que tenía en medio de su jardín. Una especie que maduraba cuando alcanzaba la altura de la cadera dentro de la sombra más profunda se había transformado en árboles fornidos con troncos de casi un metro de espesor, follaje de color negro violáceo de suntuoso aroma, y hojas y flores gigantes mezcladas en una única y elaborada estructura que fertilizaban las sucumoscas y luego se enroscaban convertidas en una bola negra que maduraba hasta convertirse en una fruta grasa, solo levemente tóxica y con un sabor magnífico, si bien un tanto fuerte.
Washen cultivaba los árboles por el aroma y por sus moscas, y por sus miembros casi terráqueos.
Los cultivaba en su jardín porque unas décadas atrás un amante con cara de niño había permitido que lo tomara en esta huerta, y que lo volviera a tomar.
Más allá de la huerta había unos amplios escalones de hierro que bajaban al Lago Ocioso. No había masa de agua más antigua en el mundo. Nacido mil quinientos años atrás, ese trozo de corteza podía reivindicar que era la losa de hierro más antigua que hubiera existido jamás en Médula: testimonio del ingenio y persistencia de los capitanes. ¿O era de su obsesiva necesidad de ordenar las cosas?
El viejo lago estaba tranquilo y manchado de rojo por la oxidación y el plancton rojizo. Encima, extendiéndose como un gran techo de acero, la pared de la cámara parecía lo bastante cercana para poder tocarla. Era pura ilusión, por supuesto. La atmósfera de Médula terminaba a cincuenta kilómetros de la pared. Los radiantes contrafuertes todavía gobernaban por encima de aquel mundo hinchado. Seguían siendo peligrosamente fuertes, si bien muchísimo más delgados. Y continuarían adelgazando durante los siguientes trescientos años: Médula se expandiría y, según todos los pronósticos y gráficos trazados con sumo cuidado, los contrafuertes alcanzarían su mínimo cuando la atmósfera de Médula comenzara a lamer la pared de la cámara.
Por fin los capitanes podrían trepar hasta el campamento base y el túnel de acceso, y si el túnel no se había derrumbado podrían subir hasta la vastedad de la nave en sí. Que, con toda probabilidad, a aquellas alturas era un pecio abandonado. Sin lugar a dudas. Milenios de debate no habían producido ninguna otra explicación razonable para aquella larga y perfecta soledad, y tres siglos más seguramente no cambiarían la triste valoración.
Washen abrió la tapa de plata de su viejo y adorado reloj y decidió que, en esa gran marcha de los siglos, ella todavía podía desperdiciar unos momentos.
Viejos árboles de la virtud hambrientos de luz habían formado las tablas clavadas a los pontones de acero inoxidable que sujetaban el amarradero de Washen. La capitana se acercó al extremo escuchando el agradable sonido que sus botas de gala provocaban al chocar contra la madera. Un diminuto banco de larvas de alamartillo se alejó nadando. Luego los seres giraron y volvieron: quizá querían algo de comer. Las aletas chapoteaban. Ojos grandes de muchas facetas vieron una figura humana contra el cielo de hiperfibra. Luego Washen cerró la tapa de su relojito y el chasquido repentino provocó que el banco se hundiera en una sola oleada de pánico. Solo los torbellinos de agua roja traicionaban su presencia.
Ocioso era un lago antiguo, y según los estándares de Médula, empobrecido y senil. Un ecosistema construido sobre cambios radicales y frecuentes no valoraba la estabilidad, ni mil años de eutrofización.
Washen deslizó el reloj y su cadena de titanio en un bolsillo de confianza y el sueño volvió de repente a ella. Sin previo aviso recordó haber estado en otro sitio.
Un sitio alto, ¿no? Quizá en la cima del puente, cosa que tenía sentido, pues trabajaba allí todos los días. Solo que por alguna razón esa posibilidad tampoco le parecía la más apropiada.
Había alguien más en su sueño.
Quién, no sabría decirlo. Pero había oído una voz, clara y fuerte, que le decía con una gran tristeza:
—No era así como tenía que ser.
—¿Qué pasa? —había preguntado ella.
—Todo —declaró la voz—. Todo.
Entonces bajó la vista para mirar Médula. Parecía incluso más grande que entonces, brillante por el fuego y por los lagos de hierro fundido y abrasador. ¿O no era hierro? Se le ocurrió a Washen que el fulgor no era el que debía…, aunque al parecer era incapaz de reconstruir una respuesta a partir de unas pistas escasas y mal recordadas.
—¿Qué es «todo»? —había preguntado a la voz.
—¿No lo ves? —respondió esta.
—¿Qué debería ver?
Pero no hubo respuesta, y Washen se volvió para intentar mirar a su compañero. Se giró y vio…, ¿qué?
No se le ocurrió nada, salvo esa antigua y apasionante sensación de caer desde una gran altura.
Su vehículo necesitaba reparaciones.
El tiempo y las duras carreteras de acero habían desmantelado la suspensión, y el sencillo motor de turbinas había desarrollado un extraño e irritante quejido. Pero Washen no se había puesto a hacer que lo arreglaran. El vehículo todavía andaba y además había otro factor notable: que todos los talleres de la capital tenían sus prioridades. El transporte personal tenía una prioridad baja. Por orden de Miocene, cada uno de los mecanismos que servían de forma directa al creciente puente se imponía a las preocupaciones personales. Y si bien Washen podía haber reclamado ciertos privilegios (¿acaso no era una parte vital de este heroico esfuerzo?), no se sentía cómoda pidiendo favores.
Durante seiscientos años, con escasas excepciones, Washen había cogido aquella ruta para llegar a la metrópolis. Su carretera local se fundía con una autopista que la hacía atravesar barrios más antiguos y poblados. Edificios de apartamentos de cincuenta pisos se levantaban en los parques obligatorios, el follaje negro se mezclaba con el equipamiento de los parques infantiles y los cuerpos revueltos y llenos de energía de los niños que chillaban. Casas solas, filas de casas y casas encaramadas a viejos y debilitados árboles de la virtud daban testimonio de la enorme diversidad de personas dejadas de la mano de su propia lógica. No había dos estructuras iguales, incluidos los edificios más altos. Y no había dos templos de barrio que se pudieran confundir, pues no compartían nada salvo la arquitectura de cúpulas con forma de corazón y una cierta y cómoda majestuosidad.
Los sentimientos de Washen sobre esta fe eran complejos e inconstantes. Había momentos y años en los que creía que Miocene era una líder cínica y que aquella religión era tan artificial como casi todas las demás fes con las que Washen se había encontrado y, además, mucho menos hermosa, Pero también había momentos inesperados, aunque fugaces, en los que los himnos, el boato y todo lo demás cobraban de repente sentido y resultaban perfectos.
Había un encanto etéreo en este batiburrillo.
La nave era real, se recordó. El objeto de su devoción era una máquina milagrosa, extraordinaria y que, vacía o no, surcaba un universo maravilloso. E incluso después de su largo aislamiento, la capitana que había en su interior sentía una poderosa sensación de responsabilidad hacia esa bola de hiperfibra y roca fría.
La autopista se ensanchaba y luego se evaporaba en el interior del distrito central.
Rascacielos de trescientos pisos se elevaban sobre aquel suelo digno de confianza. Los esqueletos de acero estaban revestidos de ventanas acrílicas y colocados sobre cimientos en los que no existía la fricción y que eran resistentes a las oscilaciones. Una lógica diferente había creado las oficinas centrales administrativas. Fabricadas con titanio y cerámica dura, parecía un bejín gigante sin ventanas que se asomaran al mundo exterior, su base reforzada de cien modos diferentes, las paredes blindadas y erizadas de armas ocultas. El enemigo nunca se mencionaba, pero no era ningún secreto. Un asalto rebelde era el temor más paranoico de Miocene, expresado sin la menor prueba. Y sin embargo se trataba de un miedo que Washen compartía, aunque solo fuera ciertos días. No, no miraba con orgullo esos muros impenetrables, la verdad. Pero tampoco la hacían enfurecer.
Detrás del bejín estaban las seis cúpulas del Gran Templo. Y en el centro, justo debajo del campamento base abandonado, se encontraba el único objeto que importaba de verdad a la nación unionista.
El puente.
No más ancho que un rascacielos grande y de un color gris pálido contra el cielo plateado, la estructura parecía perdida a primera vista. Según los estándares de la nave su caparazón de hiperfibra era de un grado muy pobre, pero cada gramo de aquel material se había producido pagando un precio muy alto, cultivado dentro de fábricas desgarbadas y potentes construidas con ese único propósito. Cierto, la mayor parte de la hiperfibra se tiraba, insuficiente siquiera para las estructuras más sencillas. Pero solo llegar a ese modesto punto ya era una maravilla. Aasleen y sus equipos habían hecho milagros. A pesar de la escasez de elementos clave se habían creado toneladas de hiperfibra, gota a gota, y luego esos equipos, bajo la mirada de Washen, habían ido vertiendo, lenta y cuidadosamente, cada una de esas gotas grises en moldes que elevaban el puente cada día un poco más. En los mejores días el puente se levantaba todo un metro.
—Sé que estoy pidiendo demasiado —había admitido Miocene en muchas ocasiones—. Un ritmo más lento ya sería bastante rápido, y no serían tantas las privaciones para nuestros nietos. Pero son solo privaciones. No vidas. Y quiero que nuestro pueblo vea que sus energías se dirigen hacia algo real. Algo que pueden tocar, y trepar, con nuestro permiso. Algo que progresa de forma visible.
Lo que a primera vista al ojo no le parecía tan impresionante era bastante alto, e incluso para una anciana que había visto maravillas de sobra el puente tenía una magnificencia que siempre la hacía parpadear y estremecerse. Era mucho más alto que cualquiera de los rascacielos vecinos. Más alto, de hecho, que todos ellos colocados uno encima de otro. Se extendía hasta la fría estratosfera. Si no añadieran ni un centímetro más, la propia expansión de Médula podría levantarlo hasta que casi besara el trozo superviviente del viejo puente, y su huida sería completa.
Pero eso conllevaba otro problema.
Washen siempre había dudado del razonamiento de Miocene. Quizá su pueblo necesitara algo tangible. Aunque, ¿no se habían sentido siempre maravillosamente motivados por los encantos abstractos de aquella nave mítica? Y quizá este fuera un proyecto que debiera completarse lo antes posible, pese a los costes y las privaciones. Pero aquel puente en ciernes se levantaba sobre una isla de hierro, y el hierro se desplazaba sobre un océano antiguo y lento. Penachos de metal al rojo vivo se elevaban bajo ellos, y cada penacho luchaba contra sus vecinos. El calor y la velocidad jugaban una partida lenta e implacable. Cierto, los equipos de moderación habían conseguido manejar los penachos y obligarlos a anular los efectos de los demás. Un desplazamiento de diez metros al norte o de sesenta al este era un asunto factible. Pero todavía tenían por delante tres siglos de manipulación tectónica, y lo que hoy era difícil mañana solo lo sería más. Con la corteza actuando como una manta, el calor atrapado no podía sino crecer. El hierro fundido se elevaría cada vez más rápido y, al igual que cualquier líquido que necesita moverse, el hierro mostraría persistencia y una profunda astucia.
—Es demasiado pronto —le había dicho a la maestra adjunta. Durante los últimos siglos la anciana se había convertido en una reclusa. Tenía su propia y elaborada instalación entre las fábricas y el puente. Gobernaba por medio de despachos y mecanismos digitales. Las paredes de hiperfibra de desecho ocultaban lo que fuera que ella entendiera por vida, y a veces pasaba un año entero sin que las dos mujeres se encontraran cara a cara. Miocene solo aparecía en el banquete anual de la maestra adjunta, que fue donde Washen se dirigió a ella con toda franqueza.
—¿Y si Médula empuja el puente y lo desalinea por completo?
Pero Miocene también era perseverante a su manera.
—En primer lugar —respondió—, eso no va a ocurrir. ¿Acaso no ha estado la situación controlada durante los últimos mil años?
Sí, si se descontaba que el calor subterráneo aumentaba sin parar.
—Y en segundo lugar, ¿es que es responsabilidad tuya? No, no lo es. De hecho, tú no tienes papel alguno en ninguna de las decisiones clave. —Miocene parecía fría e inquieta, y sacudió la cabeza mientras se explicaba—. Te di un papel en la construcción del puente, Washen, porque tú motivas a los nietos mejor que la mayoría. Y porque estás dispuesta a tomar tus propias decisiones sin molestar a las maestras adjuntas cada día.
A Miocene ya no le gustaba que la molestaran.
Se susurraba sobre su actitud ermitaña. Rumores desagradables, en general. Algunos afirmaban que Miocene no estaba en absoluto sola. Mantenía un cuadro secreto de nietos jóvenes cuya única función era proporcionarle diversión, sexual y de otro tipo. Era una historia absurda, pero que de todos modos ya tenía varios siglos. ¿Y qué decía esa vieja advertencia? «Si cuentas una mentira a menudo y la cuentas bien, entonces a la verdad no le queda más remedio que cambiar de rostro »…
Con un golpe seco y fuerte de las llantas, Washen aparcó en el garaje principal.
El Gran Templo siempre estaba abierto al público. Desde el garaje del sótano a la vieja biblioteca se vio rodeada de multitudes de fieles de toda la ciudad y todos y cada uno de los extremos de la nación unionista. Río Acaecido había enviado una docena de peregrinos sonrientes que traían un regalo especial: un busto de níquel de Miocene, una pieza gigante, enorme, inmensa. La administradora del templo lucía una expresión dolorida y confusa mientras les daba las gracias, y acto seguido les advertía que había que registrar todos los regalos por adelantado.
—¿Entienden a lo que me refiero? Y muchas gracias otra vez. ¿Pero de qué otro modo puedo evitar que este lugar se convierta en un desastre atestado de cosas? Con tanta devoción, ¿no creen que necesitamos un sistema?
Había muchas formas de llegar al puente.
La mayor parte de las ratas eran subterráneas, estaban blindadas y, en general, bloqueadas. Washen prefería entrar a través de una pequeña puerta situada en la parte posterior de la biblioteca. Las importantes medidas de seguridad eran concienzudas, pero sutiles. Pero para convencer a los visitantes de la impenetrabilidad de la instalación, guardias armados permanecían bien a la vista, observándolos a todos; hasta los capitanes de alto rango merecían una mirada fría y suspicaz.
Dos veces en veinte metros se examinó y registró a Washen.
Al llegar al segundo ascensor, firmó con su nombre en el registro y luego permitió que un autodoc le tomara un fragmento de tejido y un sorbito de sangre.
—Buenos días, señora Washen —la saludó con toda confianza el guardia más cercano.
—Hola, Dorado —respondió ella.
Durante los últimos veinte años, sin falta, el hombre se había sentado en su puesto sin quejarse jamás, y allí observaba las idas y venidas de miles de trabajadores de gran talento y determinación. Aparte de un rostro cuadrado y un nombre, no parecía tener más identidad propia. Si Washen le preguntaba por su vida, él desviaba la pregunta. Era su juego. Al menos era el juego de ella. Pero hoy no le apetecía jugar. Mientras contemplaba cómo su mano garabateaba su nombre en el plástico inteligente, se encontró recordando de nuevo el sueño, y se preguntó por qué le molestaba tanto.
—Que tenga un buen día, señora.
—Tú también, Dorado. Tú también.
Sola, Washen se sentó en el coche y se desplazó hasta la parte superior del puente. La llamó por su nombre otro guardia de rostro cuadrado que le dedicó un breve saludo y la informó de las noticias más importantes del día.
—Va a llover, señora.
—Bien.
Las únicas ventanas que daban al puente estaban allí. Una serie de vidrios altos de diamante que se asomaban al casi vacío de la estratosfera. El cielo era de hiperfibra, y un fulgor azul cansado salía de ninguna parte y de todas. Cincuenta kilómetros más abajo estaban la ciudad y el anillo de granjas que la rodeaba, volcanes dormidos y lagos rojos y antiguos que se extendían hacia un horizonte que daba la sensación de estar a punto de apretarse contra la pared de la cámara.
Solo desde allí parecía Médula un lugar lejano.
Era una vista que cualquier capitán apreciaría.
Como le habían prometido, una línea de tormentas se desplazaba hacia la ciudad. Las nubes más altas eran intrincadas, limpias y blancas, dotadas de bellas formas y continuamente retorcidas por los vientos para darles formas aún más bellas. Pero las nubes eran poco más que bultos sobre el lejano terreno. A medida que los contrafuertes se debilitaban, las tormentas se iban haciendo cada vez menos frecuentes y menos airadas. Sin luz y con agua de sobra para alimentarlas, tendían a desvanecerse y desmoronarse con la misma rapidez con la que se formaban.
Otros tres siglos y pico y Médula quedaría inmersa en la oscuridad.
¿Y durante cuánto tiempo?
Quizá un día de la nave. O quizá veinte años. Cualquiera de ellos era un cálculo viable, y nadie sabía lo suficiente como para estar seguro. Pero cada una de las especies nativas tenía una reserva de genes no expresados, y en condiciones de laboratorio, bañados por la noche, los genes se despertaban para permitir que la vegetación y los insectos ciegos cayeran en una duradera hibernación.
Los contrafuertes desaparecerían, se suponía. O al menos se desvanecerían hasta niveles insignificantes. Y los unionistas subirían por este maravilloso puente improvisado, llegarían al campamento base y luego a la nave que esperaba más allá.
Entre personas civilizadas no se discutían siquiera las posibilidades que aguardaban más allá de ese punto. Después de cuarenta y seis siglos gobernaban las mismas teorías se habían sugerido casi todas las explicaciones extrañas, se había debatido, y al final, gracias al cielo, se habían enterrado en una tumba muy profunda y sin marcar.
Fuera lo que fuera, era.
Eso fue lo que se dijo Washen al entrar en su pequeño y espartano despacho y tomar asiento ante una batería de controles, monitores y sencillas IA.
—Sea lo que sea, es.
Luego, como todas las mañanas, dejó que su mirada vagara por la ventana de diamante. Quizá el puente fuera demasiado, y demasiado prematuro. Pero, con todo, era una maravilla de la ingeniería y de la inventiva improvisada, y a veces, en algún lugar secreto de sí misma, Washen deseaba que hubiera algún modo de llevárselo junto con los nietos.
Para mostrarle al universo los dos tesoros de los que se sentía tan orgullosa.
—¿Señora Washen?
La anciana parpadeó y se volvió.
Su último ayudante se encontraba en la puerta del despacho. Un hombre intenso, seguro de sí mismo y sin edad concreta. Era obvio que estaba perplejo (una expresión rara en él) y con una mezcla de curiosidad y confusión anunció:
—Ha terminado nuestro turno.
—Dentro de cincuenta minutos —respondió ella mientras apartaba el informe diario. Washen sabía la hora, pero sus manos tenían por costumbre abrir el reloj de plata para que sus ojos examinaran las lentas manecillas—. Cuarenta y nueve minutos y unos cuantos segundos.
—No, señora. —Unos dedos nerviosos tiraron de las trenzas gordianas que le colgaban y luego intentaron alisar la crujiente tela azul de su uniforme—. Me lo acaban de decir, señora. Todo el mundo debe abandonar el puente de forma inmediata, utilizando todos los conductos salvo el primario.
Washen miró sus pantallas.
—No veo las órdenes.
—Lo sé…
—¿Es un simulacro? —Se hacían simulacros de vez en cuando. Si la corteza que tenían debajo se hundía, quizá solo tuvieran unos momentos para evacuar el lugar—. Porque si es un ejercicio, nos hace falta un sistema mejor que tenerte a ti vagando por ahí dándole golpecitos a la gente en el hombro.
—No, señora. No es eso.
—¿Entonces, qué?
—Miocene —soltó él de golpe—. Se puso en contacto conmigo, en persona. Por una línea segura. Según sus instrucciones, he dado permiso a nuestros equipos de construcción y he puesto a nuestros robots en modo de sueño.
Washen no dijo nada y se puso a pensar.
Con una frustración apenas contenida, el ayudante añadió:
—Esto es muy misterioso. Todo el mundo está de acuerdo. Pero la maestra adjunta le tiene cariño a sus secretos, así que supongo…
—¿Por qué no habló conmigo? —preguntó Washen.
El ayudante se encogió de hombros, perdido.
—¿Va a venir aquí? —preguntó la capitana—. ¿Va a utilizar el primario?
Un rápido asentimiento.
—¿Quién está con ella?
—No sé si hay alguien más, señora.
El conducto primario era el más grande. Cincuenta capitanes podrían ascender dentro de uno de sus coches y ni siquiera se rozarían con los codos.
—Ya he mirado —confesó él—. No es un coche normal.
Washen encontró el coche que subía en sus monitores, luego intentó despertar a un pelotón de cámaras. Pero ninguna de ellas respondía a sus órdenes.
—La maestra adjunta me pidió que desconectara las cámaras, señora. Pero resulta que le pude echar un vistazo al coche antes, sin querer. —El ayudante hizo una mueca—. Es un objeto gigantesco, a juzgar por las exigencias de energía —confesó—. Con un casco extra grueso, diría yo. Y hay algunos adornos que no termino de descifrar.
—¿Adornos?
El hombre le echó un vistazo a su reloj para fingir que estaba deseando irse. Pero también estaba orgulloso de su valor.
—El coche está disfrazado dentro de mecanismos parecidos a cañerías — explicó con una sonrisa—. Hacen que parezca el balón de cuerda de alguien.
—¿Cuerda?
Con una dosis de humildad el ayudante admitió:
—No termino de entender ese aparato. Por favor, explíquemelo, señora.
Pero Washen no le explicó nada. Miró a su ayudante, uno de los más leales de los leales retoños de los capitanes, (un hombre que había demostrado su valía en toda ocasión), se encogió de hombros y mintió.
—Yo tampoco lo entiendo. —Luego, como si se le acabara de ocurrir, preguntó—: ¿Se mencionó mi nombre, por casualidad? Me refiero a mientras hablabais Miocene y tú.
—Sí, señora. Quería que le dijera que se quedara aquí y esperara.
Washen tomó un poco de aire y guardó silencio.
—Se supone que debo dejarla aquí —gimoteó él.
—Bueno, entonces haz lo que quiere nuestra maestra adjunta.
—Ese fue el consejo de Washen—. Vete ahora mismo. Si te encuentra aquí, te garantizo que te tirará ella misma por el hueco.
Durante siglos Virtud había demostrado su valía con su genio y su pasión por el trabajo. En todas las ocasiones, artificiales o sinceras, había actuado con tanta lealtad como cualquier nacido en la nación unionista. Pero incluso ahora, sobre todo ahora, Miocene era incapaz de confiar por completo en aquel hombre.
—Podría no funcionar —advirtió él de nuevo.
—Funcionará —dijo Miocene, y miró más allá; contempló la puerta mecánica, sencilla y sellada, y la imaginó abriéndose y a ella saliendo mucho más cerca del final. Otra barrera atravesada, aunque fuera una muy pequeña. Luego recordó a Virtud—: En tus simulaciones, el éxito es un incidente del noventa por ciento. Y los dos sabemos lo difíciles que haces tú las simulaciones.
Al cráneo rebelde le había salido cabello. Un moño gordiano y unas gemas implantadas le daban el mismo aspecto que a cualquier otro unionista, mientras que los atareados ojos grises habían adquirido un gran cariño por la maestra adjunta, un afecto sentido y sorprendente para ambos.
—Es demasiado pronto —dijo Virtud en voz baja, enfadado.
Ella no dijo nada.
—Otros dos años y puedo mejorar las posibilidades…
—Un uno o dos por ciento —citó ella.
Luego Miocene se quedó mirando los ojos llenos de cariño y se preguntó por qué no confiaba en él. ¿Así de suspicaz era, o lo suyo era un don? En cualquier caso, se sentiría mucho mejor si encontrara una razón justa para mandarlo a casa otra vez.
—Miocene…
El pronunció su nombre con ternura, lleno de esperanza. El cariño se disolvió, transformado en un caldo de emociones más profundas. Después guardó silencio y levantó una mano pulcra y pequeña para agarrar el pecho derecho de la mujer.
Después de tanto tiempo, un gesto rebelde.
Ella le dijo «no», a él o a sí misma.
Una vez más él dijo: «Miocene».
La maestra adjunta le apartó la mano y le dobló dos de los dedos hasta que el rostro masculino se llenó de sorpresa dolorida.
—Ese pequeño terremoto ayudó con el alineamiento —le recordó ella—. «En casi medio metro», dijiste. Pero un próximo terremoto o dos podrían robarnos la ventaja.
—Eso dije —asintió él—. Lo recuerdo.
—Además —susurró Miocene—, si esperamos, es probable que perdamos la ventaja de la sorpresa.
—Pero hemos mantenido nuestro trabajo en secreto durante todo este tiempo. —Cuando estaba resuelto Virtud podía parecerse a su padre. A Till. La cara estrecha estaba colmada de emociones y nunca se podía saber con seguridad qué burbuja de emoción surgiría primero—. ¿Qué daño haría? Dame otro día completo y volveré a comprobar todos los sistemas y a calibrar el sistema de dirección, además de los dos sistemas de seguridad…
—Pero es que hoy es el día —lo interrumpió Miocene—. Hoy.
El joven no tuvo más alternativa que suspirar, sacudir las manos vacías y rendirse. Y así, sin más, dejó de parecerse a Till.
—¿No crees en los destinos? —le preguntó ella—. Eres rebelde, después de todo.
—Ya no —se quejó él, herido por el insulto—. Si es que alguna vez lo fui.
—Destinos —repitió Miocene—. Me he despertado esta mañana sabiendo que esta era la mañana. Fue lo que comprendí, y no tengo ni idea de por qué. — Sintió que sonreía mientras miraba a través del joven—. No soy supersticiosa —explicó—. Eso ya lo sabes por mi carácter. Y por eso sé que este es el momento justo, perfecto. Es la intuición la que me da órdenes. Cada día que me preparo es otra oportunidad de que me descubran, ¿y para qué querría yo eso? Mis unionistas. Tus rebeldes. Permitámosles a nuestros dos pueblos tanta ignorancia como puedan acariciar. ¿No fue eso lo que acordamos?
Virtud asintió con un gesto de impotencia.
Como amante extendió la mano para buscar la curva consoladora del pecho femenino, pero Miocene la interceptó y le sujetó los dedos con fuerza mientras se asomaba al acero gris cálido y cariñoso de sus ojos.
Lo había resucitado a partir de los restos carbonizados de su mente, sin dejarle jamás que olvidara sobre qué caridad se encaramaba su existencia. Pero incluso con esa intimidad, y después de vivir durante siglos en su complejo privado, rodeado de lujos y con todos los juguetes destinados a la investigación que Médula podía proporcionar, por no mencionar su propio y sumiso cuerpo, el hombrecito insistía en sorprenderla. Por eso solo podía confiar en él hasta cierto punto. No lo conocía a la perfección, y ahora, llegados a ese punto, nunca lo conocería.
—Cariño —dijo él con ternura—. Cariño. No quiero perderte, cariño —le confesó.
—Si no haces esto por mí, desde luego que me vas a perder —prometió Miocene con voz baja y feroz—. No pienso verte ni siquiera para cagarme en ti. Y sabes que hablo en serio.
El hombre se encogió. Empezó a decir «cariño» de nuevo.
Pero el coche estaba frenando y la inmensa puerta se preparaba para abrir el sello. Miocene se dirigió a su amante, y también a sí misma:
—Es el momento.
Por fin.
Tal y como le habían ordenado, Washen estaba esperando.
Cuando se abrió la puerta hacia fuera, la oficial de primer grado se asomó a la diminuta cabina y los ojos del color del hierro forjado se quedaron mirando al extraño (Virtud), mientras su voz firme y burlona preguntaba:
—Señora, ¿está loca? ¿De verdad cree que esto puede funcionar? —Luego respondió a sus propias preguntas—. No, no está loca —dijo—. Y sí, tiene que creer que sí.
—Washen —respondió Miocene—. Reconocería tu ingenio en cualquier parte, querida.
Salió del coche. La maestra adjunta no había visitado nunca la sala de control, pero era exactamente como sus holoplanos decían, hasta las bancadas de instrumentos relucientes y la ausencia de cuerpos humanos. La mayor parte de sus sistemas apenas se había probado. ¿Para qué molestarse cuando pasarían otros tres siglos antes de que llegaran a utilizarse?
—Me va a necesitar para supervisar las cosas —supuso Washen. Luego se quedó mirando a Virtud—. No te conozco —comenzó.
—Ella no te necesita y tú no me conoces —respondió el hombre, ahora enfurecido.
Miocene se enfrentó a su capitana. Ya había imaginado aquel momento.
—No, mi colega supervisará el lanzamiento —dijo—. Está perfectamente al tanto del funcionamiento de este equipo.
Washen estuvo a punto de parpadear. En su favor había que decir que luego se concentró en el tema más importante.
—Hay que ser preciso para hacer esto. Porque de lo que estamos hablando aquí es de disparar una enorme bala de cañón entre dos cañones. ¿Tengo razón?
Un asentimiento.
—Siempre, querida.
—Y si puede acertarle de pleno al puente viejo, todavía tiene tiempo y distancia suficiente para frenar el impulso. ¿Cierto?
—Una parada accidentada y brusca. Tiene que serlo.
—Pero incluso, por muy finos y débiles que sean los contrafuertes…, esta horrible navecita tiene que hacer una labor impresionante para protegerla.
—Lo hará —respondió Miocene.
Virtud lanzó un profundo y escéptico suspiro.
Washen examinó el coche en persona, tocó el exterior de la escotilla y manoseó las extrañas y feas cañerías.
—Aasleen sugirió algo de este estilo —admitió—. No recuerdo cuándo, fue hace ya mucho tiempo. Pero después de que terminara de explicarse, usted le dijo que no. Dijo que sería demasiado tosco y limitado, por no mencionar los obstáculos técnicos, y nos ordenó que dirigiéramos nuestros esfuerzos a terrenos más provechosos.
—Dije todas esas cosas, sí.
A falta de algo mejor que decir, Washen sonrió.
—Bueno —ofreció—. Pues que tenga toda la suerte del mundo.
Miocene se permitió esbozar una sonrisa.
—Que tengamos suerte las dos, querrás decir. El interior, como ves, alberga a dos personas.
La mujer era valiente, pero no temeraria ni tonta. Tuvo que estremecerse y pensarlo bien antes de coger aliento de nuevo; luego miró a la maestra adjunta durante un largo rato.
—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Yo?
—Porque te respeto —respondió Miocene con honestidad y sin escrúpulos. Los ojos oscuros se abrieron aún más. —Y porque te ordeno que me acompañes, lo harás. Ahora.
Washen tomó aire lentamente.
—Supongo que todo eso es cierto —admitió.
—Y lo cierto es que te necesito.
Esa declaración pareció avergonzarlos a todos. Para romper el silencio, Miocene se volvió hacia Virtud.
—Da comienzo al procedimiento. —Hizo una pausa. Luego, en voz baja, añadió—: En cuanto estemos a bordo.
El hombre parecía a punto de echarse a llorar.
Ella no le dio la oportunidad. Con un gesto escueto y el paso desafiante, Miocene volvió a entrar en el coche. Y no por primera vez pensó en lo mucho que se parecía a la Gran Nave, un cuerpo grueso con una esfera hueca oculta en el centro.
—Ahora, querida —le dijo a Washen.
Era obvio que la oficial de primer grado se estaba pensando cuál iba a ser su próximo paso, y todo lo demás también. Unas manos largas y fuertes se secaron en el uniforme, y con una mezcla de rigidez y elegancia se inclinó y se metió por la escotilla. Luego examinó los asientos gemelos, acolchados y colocados sobre raíles engrasados de titanio. Los asientos las mantendrían siempre de espaldas a la aceleración. Como si quisiera apreciar la tecnología, la capitana tocó el sencillo panel de control y luego la pared interior. La mano se apartó con brusquedad y pronunció «frío» en voz baja.
—Superconductores helados, algo toscos —admitió Miocene. Luego la maestra adjunta tocó el panel—. Virtud —dijo cuando se cerraba la escotilla. Lo miró—. Confío en ti.
El hombre estaba prácticamente llorando.
La escotilla se cerró y se selló, y cuando las dos mujeres se sentaron juntas, espalda contra espalda, Washen dijo:
—Confía en él y además me respeta a mí. —Se estaba abrochando las cintas protectoras y se reía—. Confianza y respeto. Por su parte y en el mismo día.
Miocene se negó a mirar por encima del hombro. Estaba muy ocupada haciendo comprobaciones de última hora.
—Tú tienes más talento que yo cuando se trata de otras personas —le dijo a los controles—. Sabes hablarles a los nietos y a los otros capitanes…, y esa es una bonita habilidad que podría resultar muy provechosa.
—¿Y por qué es tan provechosa? —tuvo que preguntar Washen.
—Podría explorar la nave sola —admitió Miocene—. Pero si ha ocurrido lo peor, si todo lo que hay por encima de nosotros está muerto y vacío, entonces creo que tú, Washen…, tú eres la persona más adecuada para llevar a casa esa terrible noticia.
Allí estaba la culminación de más de cuatro mil años de trabajo resuelto, dos capitanas listas para lanzarse desde Médula. Washen se encontró atada a la primitiva silla antichoques mientras parte de ella exigía alguna tarea, alguna responsabilidad que valiera la pena, aun cuando sabía muy bien que ya no había nada más que hacer salvo sentarse, esperar y desear lo mejor.
Con una voz nítida y seca Miocene se abrió camino por una precisa lista de comprobaciones.
Su misterioso compañero quizá se pareciese a Till o a Diu, pero su voz era demasiado lenta e insegura para pertenecer a cualquiera de los dos. Hablaba por un intercomunicador y alternaba los «bien», «sí» y «comprobado» con pequeños silencios doloridos.
Las capitanas estaban sentadas espalda contra espalda. Incapaz de ver el rostro de la maestra adjunta, Washen se encontró pensando en poco más. Era el mismo rostro frío y lleno de confianza que siempre había sido, y a la vez no lo era. A Washen siempre le había maravillado el modo en el que Médula había cambiado a aquella rígida mujer. Una metamorfosis que se veía en los ojos perdidos y hechizados, en las esquinas tensas de la boca dolorida. Y cuando hablaba, como hacía ahora, hasta una simple palabra daba la sensación de una infinita tristeza, y de cierta profundidad.
—Iniciar —ordenó la voz pesarosa.
Hubo una pausa.
—Sí, señora —respondió por fin el hombrecito en voz baja, con resignación.
Estaban cayendo, acelerando por un hueco oscuro, sin aire. Aquello no era un puente y nunca había tenido intención de serlo. Era una inmensa pieza de munición, y todo dependía de su precisión. Al descender hasta el punto de inicio, a la recámara electromagnética, Miocene susurró detalles técnicos. Velocidad terminal. Exposición a los contrafuertes. El tiempo de tránsito. «Dieciocho punto tres segundos». Que era casi tanto tiempo como el que pasaron dentro de los contrafuertes al bajar. Pero sin los mismos niveles de protección, ni sistemas de apoyo, ni siquiera una única prueba práctica fuera del laboratorio.
La horrible bala de cañón se detuvo de repente y sus gruesas paredes comenzaron a zumbar. Crujían y balbucían, parecían ondularse cuando los campos protectores se entrelazaban con fuerza a su alrededor.
Una vez más, Miocene dijo:
—Iniciar.
Esta vez no hubo respuesta. ¿Obedecería el hombre? Pero en cuanto pensó esas palabras, Washen se hundió de repente en su asiento, los huesos apretados contra el denso relleno. Las fuerzas de la gravedad aumentaban, rasgaban la carne y hacían estallar los vasos sanguíneos.
Luego llegó la sensación de estar flotando.
Una paz agradable, burlona.
Después de dejar el hueco del cañón, hubo quizá medio segundo en el que subieron como un rayo por los últimos restos de atmósfera mientras un puñado de pequeños cohetes disparaba sobre el casco para compensar los finos vientos. Washen podía imaginárselo todo: las nubes de tormenta de Médula, las ciudades y los cansados volcanes quedándose atrás mientras la lustrosa astilla de la pared de la cámara descendía sobre ellos. Luego chocaron contra los contrafuertes y sus ojos se llenaron de colores aleatorios y formas sin sentido, mientras mil voces incoherentes y aterradas chillaban dentro de su mente moribunda.
La locura.
Dieciocho punto tres segundos de nada más.
El tiempo no pasaba. Eso fue lo que se aseguró cuando consiguió concentrarse y tallar un pensamiento sensato entre todo aquel caos de chillidos. Era un síntoma de los contrafuertes, aquella compresión de lo segundos. Porque si habían pasado más de dieciocho segundos, entonces es que no le habían acertado a su objetivo, se habían quedado cortas y ahora estaban dando volteretas en una órbita estrecha y fatal alrededor de Médula.
No, no puede ser, pensó Washen, asustada.
Las aterradas voces le prestaban su miedo, y un pánico confuso y salvaje la atrapó por la garganta, por el colon. Las náuseas aparecieron en una sola oleada brutal. Washen se inclinó hacia delante todo lo que le permitieron las correas acolchadas, y con la mano izquierda consiguió sacarse de un tirón el reloj de plata del bolsillo. Luego lo abrió, y esa secuencia de movimientos fruto de la práctica requirió lo que le parecieron horas de incesante trabajo.
Se quedó mirando la manecilla más rápida.
Un chasquido sólido significaba que había pasado un segundo entero. Luego otro.
Después, su asiento y el de Miocene se destrabaron y se deslizaron por los raíles de titanio, se encontraron al otro extremo de la pequeña cabina y se volvieron a trabar con una determinación tajante.
Washen levantó la vista.
Se tragó un bocado ardiente de bilis y vómito y se quedó mirando el lugar en el que acababa de estar. Se vio a sí misma atada a una silla idéntica, su rostro deformado y miserable. Miraba hacia abajo y su cabello colgaba suelto y largo, al contrario que el moño peinado de Washen. La boca se abría como si esta alucinación estuviera lista para ofrecer unas cuantas palabras torturadas.
Washen se vio a sí misma y escuchó con la atención cautiva.
Pero luego perforaron los contrafuertes y una serie de cohetes airados se disparó bajo ella y frenó el vehículo cuando este se lanzaba ya hacia los magullados restos del puente original.
Impacto.
Washen sintió que el coche raspaba con fuerza la hiperfibra. Hubo un chillido descuidado a su derecha cuando se arrancaron las cañerías y los superconductores hirvientes. Luego un instante de silencio, seguido por un segundo rugido más profundo que procedía de su izquierda, al rebotar su coche hueco abajo.
Los cohetes volvieron a rugir para amortiguar la velocidad al coste que fuera.
El último impacto fue brusco y aplastante, y se terminó antes de que su mente registrara el menor dolor.
La silla volvió a caer a su posición original.
Una voz dijo:
—Ya está.
La voz de Miocene. Luego la maestra adjunta se quitó los cinturones con esfuerzo y se obligó a ponerse en pie. Se sujetaba los largos costados cada vez que respiraba, como si sus costillas hubieran acabado destrozadas.
Las de Washen ardían. Se bajó despacio de la silla y sintió un calor delicioso cuando los huesos curvados se entretejieron. Los genes de emergencia sintetizaban maquinaria que convertía la carne masticada en nuevos huesos y sangre, proporcionándole asila fuerza suficiente para ponerse en pie. Cogió una bocanada de aire con cuidado, luego otra. La escotilla comenzó a abrirse, crujía con cada lento milímetro. Si se atascaba, estarían atrapadas. Condenadas. Pero ese sería un final ridículo. Absurdo. Que fue por lo que desechó la posibilidad y se negó a preocuparse.
La escotilla lanzó un chasquido y se trabó.
Después de un prolongado silencio se liberó con un chirrido atronador.
La oscuridad cayó sobre ellas. Miocene salió al silencio, a la oscuridad. Sus agotados ojos negros eran inmensos. Estaba mirando los vacíos puntos de atraque cuando Washen trepó para reunirse con ella, las dos mujeres de pie, lo bastante cerca como para tocarse pero evitando ese gesto. Estaban demasiado ocupadas registrando sus recuerdos en busca de la salida del mal iluminado puesto de reunión.
Señalaron al mismo tiempo en la misma dirección y dijeron:
—Por ahí.
El campamento base llevaba cuarenta y seis siglos sin energía. El Incidente había inutilizado todas las máquinas. Los reactores, los zánganos, todo. Habían fallado los cerrojos magnéticos de las puertas selladas. Tras apartar la última puerta, salieron a la luz suave y callada de los moribundos contrafuertes.
—Paseamos por ahí —ordenó Miocene—. Durante media hora. Luego nos encontramos en el puesto de observación y continuamos a partir de ahí.
—Sí, señora.
Washen partió hacia los dormitorios, pero luego se lo pensó mejor. Decidió meterse en los biolaboratorios, abrió cortinas para tener luz y desalojó polvo que cayó con suavidad sobre más polvo. Todos los sistemas estaban destrozados. Las jaulas con las resistentes cerraduras mecánicas permanecían selladas (una antigua precaución), y dentro de cada jaula yacían montones de polvo incoloro. Washen encontró unas llaves que habían quedado colgando sobre el escritorio vacío de un capitán. Al final encontró la que encajaba y, sin ruido, se metió en una de las jaulas, pisó una muñeca infantil y luego se arrodilló para introducir la mano en la pila más grande de polvo.
Sin comida ni agua, los abandonados animales de laboratorio habían caído en coma, y a medida que su carne inmortal perdía energía y humedad, se habían momificado en silencio y a fondo.
Washen cogió uno de los babuinos mandril, un macho enorme que pesaba poco más que un aliento, y lo apretó contra su cuerpo, se miró en sus marchitos ojos y sintió latir su corazón correoso, solo una vez, solo para decir: «te esperé».
Lo dejó en el suelo con cuidado y se fue.
Miocene se encontraba en la plataforma de inspección, impaciente y preocupada, mirando con gesto expectante el horizonte. Incluso a esa altura eran capaces de ver el reino de los capitanes. Los rebeldes más cercanos estaban a cientos de kilómetros de ellos. Y con lo que ahora interactuaban las culturas, bien podrían haber sido cientos de años luz.
—¿Qué está buscando? —preguntó Washen.
La maestra adjunta no dijo nada.
—Averiguarán lo que hemos hecho. —Washen tenía que decírselo—. Me sorprendería que Till no lo supiera ya.
Miocene asintió con gesto ausente mientras respiraba muy, muy hondo. Luego se volvió y sin mencionar en ningún momento a los rebeldes, dijo:
—Ya hemos perdido bastante tiempo. Vamos a averiguar lo que hay arriba.
Quedaban unos coches cápsula diminutos en sus puntos de atraque, ni una mano los había tocado, protegidos por kilómetros de hiperfibra. Sus motores permanecían cargados, pero todos los sistemas estaban trabados en modo diagnóstico. Los enlaces de comunicación se negaban a funcionar. La nave estaba muerta, decía el silencio. Pero entonces Washen recordó que el enlace de comunicación era singular y estaba muy bien guardado, y después de esperar un siglo los sistemas de seguridad le habrían arrancado la única lengua, una precaución razonable.
Miocene sugirió un código que devolvió la vida a un coche.
De vez en cuando Washen miraba a la maestra adjunta y medía el rígido perfil de la mujer, y su silencio, y se preguntaba cuál de los dos era más aterrador. El largo túnel de acceso llevaba directamente hacia arriba, y no aparecía ni un solo rastro de daños ni alteraciones en todo el estrecho hueco. El túnel terminaba con una losa de hiperfibra. Unos códigos táctiles hicieron que la losa se separara y cayera hacia dentro para revelar una tubería de combustible abandonada, un hueco vertical de más de cinco kilómetros de anchura.
Contra esa inmensidad la puerta se volvió a cerrar y se desvaneció.
El coche se desplazaba rozando la superficie de la tubería de combustible, sin dejar de trepar, volviéndose poco a poco de espaldas a medida que se acercaban al inmenso tanque de combustible. Si los motores de la gran nave estaban encendidos, a ellas no las alcanzaba ni un estremecimiento. Pero esos motores pocas veces se prendían, se recordó Washen. La quietud no significaba nada.
Nada.
Entre las mujeres se había formado un pacto. Ninguna mencionaba a dónde iban. Después de una espera tan larga ninguna se atrevía a hacer la menor especulación. Se habían agotado las posibilidades. Lo que era, era. Cada una de ellas lo decía con los ojos, con su silencio. Estaba implícito en el modo en que sus largas manos yacían en sus regazos, luchando pacíficas entre sí.
El inmenso túnel pasaba por bombas dormidas más grandes que algunas lunas.
—¿Dónde? —preguntó Washen en voz baja.
La maestra adjunta se dispuso a responder, pero dudó.
Por fin, y de una forma extraña, preguntó:
—¿Tú qué crees que es lo mejor?
—El hábitat de las sanguijuelas —admitió Washen—. Quizás ahora viva alguien allí. Y si no, aun así podríamos tomar prestadas sus líneas de comunicación.
—Hazlo —respondió Miocene.
Entraron por el tanque de combustible, volando muy por encima del oscuro mar de hidrógeno. El hábitat de las sanguijuelas estaba exactamente tal y como Washen lo recordaba. Vacío. Limpio. Olvidado. Un escáner no mostró nada vivo ni cálido. Se deslizó por el punto de atraque y luego trepó al eje gris. Con un suspiro y una expresión muerta, paralizada, Miocene tocó el único panel de comunicación de los alienígenas. No pasó nada.
—Mierda —dijo frustrada, y luego dio un paso atrás—. Hazlo por mí. Por favor —le pidió a Washen.
Pero no había nada que hacer.
—Hay un fallo, o bien ya no hay ningún sistema de comunicación. Washen pronunció las palabras y luego sintió que el vientre se le hacía un nudo y le dolía.
Miocene miró furiosa la maquinaria muerta.
Después de una larga pausa, se dieron la vuelta y sin decir nada volvieron a subirse al coche cápsula que las aguardaba.
Un estrecho túnel de servicio subía dibujando un ángulo y pasaba por una serie de puertas automáticas mientras una atmósfera se iba cimentando con cada escueto crujido. Y con apenas un susurro, Miocene preguntó:
—¿Cuántos había a bordo? ¿Lo recuerdas?
—Cien mil millones.
La maestra adjunta cerró los ojos y los mantuvo así.
—Además de las inteligencias mecánicas. Otros cien mil millones, al menos.
—Muertos. Todos muertos —dijo Miocene.
Washen no podía ver a través de las lágrimas. Se limpió la cara con el dorso de la mano.
—No lo sabemos —murmuró con tono esperanzado y artificial.
Pero Miocene dijo «muertos» otra vez. Había insolencia en su declaración. Luego estiró la tela torpe de su uniforme, se miró las manos y los reflejos que parecían flotar dentro de su pecho, suspiró, levantó los ojos, se quedó mirando lo que tenía justo delante y suspiró una vez más antes de anunciar:
—Hay un propósito superior. Para todo esto. Puesto que seguimos vivas, tiene que haberlo.
Washen no respondió.
—Un propósito superior —repitió la mujer. Ahora sonreía. Aquella amplia y extraña sonrisa decía tanto como sus palabras.
El túnel de servicio terminaba en el interior de uno de los distritos de pasajeros más profundos. De repente, rozaron el suelo de obsidiana de un túnel amplio y llano, un pasadizo menor de apenas medio kilómetro de anchura, y estaba vacío, sencilla y horriblemente vacío. No había tráfico. Ninguna de aquellas luces tan importantes y ajetreadas. Y para sí, angustiada, Washen dijo:
—Quizá la tripulación y los pasajeros… Quizá pudimos evacuarlos a todos…
—Lo dudo —fue la respuesta de Miocene.
Se volvió para mirar a Washen, lista para decir alguna otra cosa sincera, y dura. Pero su expresión cambió de pronto. Sus ojos se hicieron lejanos y se abrieron aún más. Washen giró la cabeza para mirar por encima del hombro a tiempo de ver una máquina gigantesca que aparecía tras ellas y se les echaba encima hasta que la colisión parecía inminente, para luego hacerse a un lado con la precisión bien definida de una IA. Y la máquina pasó junto a ellas. Un coche, eso es lo que era. Un casco de diamante lleno de luz que albergaba un lago de agua salada templada en cuyo centro flotaba el único pasajero, una entidad parecida a una ballena con un bosque de simbiontes de manos fuertes enraizados en su larga espalda. Al pasar a su lado a una velocidad desmedida y muy poco cortés, la entidad les guiñó los ojos. Guiñó tres de sus apéndices negros igual que lo haría un ser humano, con la única intención de ofrecerles un saludo desenfadado, amistoso.
Era un yawkleen.
Más de cuatro milenios alejada de su cargo y, sin embargo, Washen recordó de inmediato el nombre de la especie.
Con una voz neutra e incrédula, Miocene dijo: «no». Pero era cierto.
De repente las alcanzaron otra docena de coches que luego pasaron a su lado. Washen vio cuatro tarambanas y lo que podrían haber sido un par de humanos, y luego una criatura parecida a un insecto que le recordó, con sus intrincadas mandíbulas y una espalda larga y negra, al escarabajo escultor de bosta de las selvas de Médula.
De casa, pensaba Washen.
Donde, a decir verdad, ella casi preferiría estar.
Había un puesto secundario pequeño y oscuro en el suelo del pasadizo.
Con tono dolorido, Miocene ordenó a Washen que se detuviera. Su coche atravesó una serie de puertas automáticas y la atmósfera se arremolinó a su alrededor. Después no hicieron nada. La maestra adjunta se sentó muy recta. Le temblaban las manos, tenía el rostro tenso como el hierro y abría la boca lo imprescindible para absorber una serie de rápidas y profundas bocanadas de aire, una brisa pequeña y privada que atravesaba silbando sus coléricos labios, una furia salvaje que se extendía desde sus ojos y le bañaba la cara, el cuerpo, y que luego llenaba el coche hasta que Washen no pudo evitar sentir su propio corazón palpitar con fuerza contra sus costillas nuevas.
Por fin, en voz baja y ahogada, Miocene dijo:
—Entra en el puesto.
Washen se bajó del coche.
—Hazlo —ordenó Miocene.
Se gritaba a sí misma; tenía los ojos clavados en las piernas dobladas y en las manos temblorosas. Luego se concentró en la mano que Washen le ofrecía mientras le recordaba con voz tranquila:
—Lo que es, es. Señora.
La maestra adjunta suspiró y se levantó sin aceptar la ayuda.
El salón del puesto era pequeño y pulcro, con un mobiliario flexible destinado a casi cualquier viajero, el suelo y las paredes arqueadas decoradas con lechos de caliza falsa, de un color amarillo mantecoso, blanco y gris, cada cama impregnada con una mezcla diferente de fósiles artificiales que parecían terráqueos a primera vista. Aquel fue el único vistazo que Washen se permitió al atravesar la última puerta automática y encontrarse con que no había nadie presente, salvo la IA residente.
—¡La maestra capitana! —espetó Miocene—. ¿Está viva y bien?
—La mujer goza de una salud robusta —informó la IA con una alegría tranquila—. Y le agradece su interés.
—¿Cuánto tiempo lleva sana? —insistió Washen, por si acaso había una nueva maestra.
—Los últimos ciento doce milenios —respondió la máquina—. Bendita sea ella y benditos nosotros. ¿Cómo podemos hacer otra cosa?
Miocene no dijo nada, tenía el rostro rubicundo por la sangre que había acudido a él. Su cólera era espesa e incesante.
Una de las paredes de fósiles estaba salpicada de cabinas de comunicación. Washen entró en la más cercana.
—Estatus de emergencia. Canal de capitanes. Por favor, necesitamos hablar directamente con la maestra.
Miocene entró en la cabina y cerró su gruesa puerta.
Apareció el puesto de la maestra, tejido con luz y sonido. Los miraron tres capitanes y las habituales IA. Tres capitanes significaba que era el turno de noche; la hora y fecha exactas flotaban en el aire tras ellos. Washen abrió su reloj y se quedó mirando las manecillas que giraban. Reparó en que los relojes de Médula se habían equivocado en algo menos de once minutos, un triunfo menor teniendo en cuenta que los abandonados capitanes habían tenido que volver a inventar el tiempo.
Las miraban tres rostros humanos, mudos de asombro, mientras sus IA, llenas de aplomo, se limitaban a preguntar:
—¿Cuál es su asunto, por favor?
—¡Dejadme verla! —bramó Miocene.
Hubo un retraso provocado por la distancia, y luego otro mayor causado por la estupidez.
—Quizá lo hagamos —dijo por fin uno de los capitanes—. ¿Quién eres?
—Me conoces —respondió la maestra adjunta—. Y yo te conozco a ti. Te llamas Fattan. Y tú Cass. Y tú Underwood.
—¿Miocene? —susurró Cass.
Hablaba en voz baja, su tono lleno de asombro y de duda.
—¡Maestra adjunta Miocene! ¡Primera en la presidencia de la maestra capitana! —La alta mujer se inclinó sobre el capitán más cercano—. Te acuerdas del nombre y el rango, ¿verdad? —gritó—. Así que actúa. ¡Está sucediendo algo horrible y necesito hablar con la maestra!
—Pero no puedes ser tú… —dijo el acobardado oficial.
—Estás muerta —añadió otra capitana, Underwood. Luego miró a Washen—. Estáis las dos muertas —les confió con un extraño tono compasivo—. Ya hace mucho tiempo…
—No son más que holografías —anunció el tercer capitán. Con una certeza obstinada, Fattan dijo—: Holografías. Proyecciones. La bromita de alguien.
Pero las IA habían comprobado su realidad a la velocidad de la luz por medio de un millar de sistemas diferentes y, siguiendo algún protocolo secreto y enterrado mucho tiempo atrás, fueron las máquinas las que actuaron. La imagen giró y se volvió a estabilizar. Apareció la maestra, sentada en su gran lecho. Ataviada con una bata hecha de luz moldeada y perlas flotantes, tenía exactamente el mismo aspecto que Washen recordaba, la piel dorada y el cabello del color blanco de la nieve. Pero el cabello era ahora más largo, y en lugar de llevarlo recogido en un moño lo tenía suelto sobre los hombros amplios y rollizos. Ensimismada como solo puede estarlo una maestra de nave, tuvo que apartar su atención de cien nexos enmarañados y concentrarse en sus repentinas invitadas. De repente, sus brillantes ojos castaños se hicieron inmensos. En un acto reflejo se tocó la bata, era probable que se preguntara por las toscas imitaciones, casi risibles, del uniforme habitual de la nave. Una mirada de asombro y perplejidad barrió el amplio rostro, y justo cuando aparecía su sonrisa se derrumbó, convertida en una furia penetrante e instantánea.
—¿Dónde estáis? —espetó—. ¿Dónde habéis estado?
—Donde usted nos envió. —La maestra adjunta se negó a decir «señora». Se acercó a la cama con los puños apretados—. ¡Hemos estado en ese mundo de mierda…, en Médula!
—¿Dónde? —escupió la mujer.
—Médula —repitió la maestra adjunta, exasperada—. ¿Qué clase de juego ridículo está jugando con nosotras?
—¡Yo no os envié a ninguna parte, Miocene!
De una forma vaga e imprecisa, Washen lo entendió todo.
Miocene sacudió la cabeza.
—¿Para qué mantener nuestra misión en secreto durante todo este tiempo? —preguntó, aunque acto seguido respondió a su propia pregunta—: Pretendía encerrarnos. Por eso. ¡Sus mejores capitanes, y usted quería apartarnos!
Washen cogió a Miocene por el brazo.
—Espera —le susurró—. No.
—¿Mis mejores capitanes? ¿Vosotras? —La gigantesca mujer lanzó una carcajada salvaje y chillona—. Mis mejores capitanes no se desvanecen así, sin más. No permanecen ocultos durante miles de años, ¡haciendo quién sabe qué, en secreto! —Jadeó, y el dorado de su rostro se iluminó aún más—. Miles de años —dijo—, sin siquiera un susurro. ¡Y fue necesario todo mi genio y experiencia, y hasta el último poder que tenía a mi disposición, para explicar vuestra desaparición y alejar de esta nave el pánico!
Miocene miró a Washen con expresión asombrada. Destrozada. Habló en voz baja, en apenas un murmullo:
—Pero si la maestra no…
—Hubo otra persona que sí —respondió Washen.
—¡Seguridad! —exclamó la gigantesca mujer—. ¡Me están hablando dos fantasmas! ¡Rastreadlos! ¡Atrapadlos! ¡Traédmelos!
Washen cortó el enlace y ganó un instante.
Las dos fantasmas se encontraron de pie dentro de la cabina oscurecida, aturdidas y solas, intentando encontrarle sentido a aquella tremenda locura.
—¿Quién podría habernos engañado? —preguntó Washen.
Luego, acto seguido, supo cómo podría haber sido: alguien con recursos, acceso y una enorme inventiva habría enviado las órdenes en nombre de la maestra y habría reunido a los capitanes en el hábitat de las sanguijuelas. Luego, esa misma alma creativa las había engañado con una réplica de la maestra y las había enviado a toda prisa al interior del corazón de la nave.
—Yo podría haberlo hecho —confesó Miocene, que estaba pensando algo por el estilo, igual de seductor y paranoico—. Podría haber reunido la maquinaria y haberos engañado a todos. Si hubiera querido. Suponiendo que hubiera sabido lo de Médula, y si hubiera tenido tiempo y alguna razón convincente.
—Pero no querías, y no lo sabías, y no la tenías —susurró Washen.
—¿Quién la tenía? —se preguntó Miocene en voz alta.
No podían responder a una pregunta tan sencilla y brutal.
Washen pidió a la cabina la lista de los maestros adjuntos y los capitanes de alto rango. Buscaba sospechosos, y quizá el nombre de algún amigo en el que pudiera depositar su frágil confianza.
—Mi puesto —dijo en voz baja y amarga Miocene—. Lo han ocupado.
Pero el nombre que saltó a los ojos de Washen, lo que hizo que se le aflojaran las piernas y se le acelerara la respiración, fue el capitán que ocupaba su antiguo cargo.
Pamir.
—¿Quién? —retumbó Miocene.
—Esta no es nuestra nave —dijo la maestra adjunta con débil exasperación—. No puede ser.
Washen ordenó a la cabina que se pusiera en contacto con Pamir. Con una línea únicamente de audio, le advirtió quién llamaba. Hubo una pausa, solo lo bastante larga para que Miocene dijera:
—Prueba con otro.
Pero entonces apareció en la oscuridad la cara original de Pamir. Fuerte y poco atractivo, el rostro sonrió con un asombro salvaje. El renacido capitán se encontraba en el interior de su viejo alojamiento, rodeado de un prado de plantas llanovibras que cantaban.
—Silencio —les dijo a sus plantas.
Washen y Miocene se encontraban en el mismo prado. El hombre que tenían delante llevaba el torso desnudo, era alto y con hombros poderosos, respiraba como un corredor y jadeaba al hablar.
—Estáis muertas —consiguió decir—. Un trágico contratiempo, dijeron.
—¿Y tú? —Washen tenía que preguntárselo.
Pamir se encogió de hombros como si se avergonzara.
—Ante la escasez de talento hubo un indulto general… —dijo.
—No quiero saber tu historia —lo interrumpió Miocene—. Escucha. ¡Tenemos que explicarte…, necesitamos contarte lo que pasó!
Pero el prado de repente se quedó en silencio, la vegetación se hizo más fina y pálida y Washen se vio los pies a través de las llanovibras que se desvanecían. El elegante rostro de Pamir se desvanecía junto con el resto de la escena.
—¿Qué está pasando, cabina? —preguntó Miocene.
Una vez más la cabina estaba a oscuras, no tenía nada que decir.
Washen miró a la maestra adjunta y sintió un escalofrío en su duro y famélico vientre. La puerta de la cabina estaba sellada, muerta. Pero los sistemas de seguridad mecánicos estaban operativos y con los hombros consiguieron darle un empujón y abrir la puerta. Luego, juntas, con un movimiento compartido, salieron al salón del puesto secundario.
Tenían allí delante, a la vista de todos, una figura conocida que con toda calma y eficacia fundía con el láser de un soldado la IA residente.
Era una máquina, comprendió Washen. Lucía una monótona túnica de color hueso y nada más. Pero si estuviera vestida con un uniforme espejado, con las charreteras adecuadas en los hombros y la voz adecuada, con su vocabulario y sus gestos, el artefacto mecánico no se podría distinguir de la maestra capitana.
La mente de la IA yacía en un charco en el suelo, hirviente y muerta mientras un vapor acre se elevaba y hacía toser a Washen.
Miocene tosió.
Fue entonces cuando una tercera persona carraspeó en voz baja y divertida. Las capitanas se volvieron con el mismo movimiento y vieron un hombre muerto que clavaba los ojos en ellas. Lucía ropas de turista y un disfraz sencillo. Washen llevaba siglos sin ver a aquel hombre. Pero el modo en que se encontraba allí, con la piel estremeciéndose sobre los huesos, y el modo en que sus ojos grises sonreían directamente a su corazón… No quedaba ninguna duda de su nombre.
—Diu… —susurró Washen.
Su amante, el padre de su hijo, levantó un paralizador cinético pequeño.
Demasiado tarde y con demasiada lentitud, Washen echó a correr.
Y entonces se encontró en algún otro lugar. Le habían roto el cuello y el rostro de Diu flotaba contra el cielo gris. Los ojos y la boca reían al hablar, cada palabra tan incomprensible…
Washen cerró los ojos y su sentido del oído volvió.
Descendió otra voz.
—¿Cómo encontraste Médula?
La voz de Miocene.
—Acuérdate de la sesión informativa de vuestra misión —respondió Diu—. Pero el impacto revelador ocurrió durante las primeras etapas del viaje galáctico. Se reunieron unos datos muy curiosos. Pero había explicaciones más fáciles, y vuestra querida maestra desechó la idea de un núcleo hueco. Los datos esperaron a que yo los encontrara. Como bien recordaréis, empecé siendo un pasajero acaudalado. Con tiempo y medios suficientes, podía permitirme perseguir lo improbable, las locuras.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—¿El momento de encontrar Médula? No mucho después de que comenzara el viaje, la verdad.
—¿Abriste tú el túnel de acceso? —preguntó Miocene.
—No en persona. Pero hice que fabricaran zánganos, y fueron ellos los que excavaron por mí, se replicaron y con el tiempo sus descendientes llegaron a la cámara. Que fue cuando yo los seguí hasta allí.
Una carcajada suave, una pausa para reflexionar.
—Yo le di su nombre a Médula —anunció Diu—. Era mi mundo y podía estudiarlo, lo observé desde arriba durante veinte milenios. Cuando comprendí los ciclos de ese mundo encargué una nave que pudiera cruzar los contrafuertes cuando fueran más finos y débiles. Luego aterricé allí el primero y pisé el hierro. Mucho antes de que cualquiera de vosotras lo hiciera, señora Miocene.
Washen abrió los ojos de nuevo y luchó por concentrarse.
—Señora —canturreó Diu—, he vivido en ese maravilloso planeta más del doble de tiempo que vosotras. Pero yo disponía de todas las habilidades e IA para asistirme que un hombre acaudalado se puede permitir llevar en sus aventuras.
Lo que parecía un cielo gris se convirtió en un techo bajo y gris, anodino e interminable. Poco, muy poco a poco, Washen se dio cuenta de que había vuelto al interior del hábitat de las sanguijuelas (dentro de aquella inmensidad en dos dimensiones, ¿quién sabía dónde?), y al mirar su cuerpo en toda su longitud encontró la cara y el cuerpo de Diu enmarcados por la difusa luz gris, el arma cinética sujeta en la fornida mano derecha.
—Al contrario que vosotras —les recordó él—, yo no tuve que reinventar la civilización.
Miocene estaba de pie, al lado de Washen, el rostro tenso y cansado pero los ojos bien abiertos, sin perderse detalle.
La mujer bajó los ojos.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Fatal —consiguió decir Washen. Pero su voz era seca y clara, y las vértebras destrozadas y la espina dorsal se estaban curando. Estaba lo bastante bien para que sus manos y los dedos de los pies solo aguardaran a que notara su presencia, y su cuerpo tenía la fuerza suficiente para conseguir respirar, y luego incorporarse y sentarse.
Una profunda bocanada de aire viciado le permitió preguntar:
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?
—Unos momentos —respondió Diu.
—¿Me has traído tú?
—Mi colega realizó esa tarea.
La falsa maestra se encontraba cerca. Su cabello blanco rozaba el techo bajo cuando el robot giraba y volvía a girar, observándolo todo con una expresión muerta en los ojos vidriosos, el achaparrado láser de esmeraldas y teca sujeto con tornillos a uno de sus gruesos antebrazos.
Hasta donde Washen alcanzaba a ver, unos planos gemelos de un gris perfecto se extendían hacia el infinito, una eternidad tranquilizadora si eras una sanguijuela.
Giró el cuello, que comenzaba ya a curarse. Detrás de ella estaba la pared del hábitat y una larga ventana; habían esparcido unos cojines envejecidos por todo el suelo gris. Sabía la respuesta, pero se lo preguntó a Diu:
—¿Por qué aquí?
—Quiero explicarme —respondió él—. Y aquí disponemos de privacidad, así como de cierto simbolismo.
Resurgió un viejo recuerdo. Washen se vio a sí misma de pie ante una de las ventanas de las sanguijuelas, mirando los reflejos de los capitanes mientras Miocene hablaba con cariño sobre la ambición y su dulce y embriagador hedor.
—¿Quién sabe que estás vivo? —preguntó Miocene con voz baja y airada.
—Salvo vosotras, nadie.
Washen se quedó mirándolo. Intentaba recordar por qué lo había amado.
—Los rebeldes te vieron morir —dijo la maestra adjunta.
—Vieron mi cuerpo consumido por el hierro fundido. O al menos eso parecía. —Sacudió la cabeza—. Cuando llegué a Médula por primera vez me traje enormes montones de materia prima y maquinaria —alardeó—. Lo almacené todo en cámaras de hiperfibra que flotaban dentro del hierro líquido. Cuando las necesitaba, resurgían. Cuando me hace falta desvanecerme, puedo vivir dentro de las cámaras. En el subsuelo.
Miocene pareció mirarlo. Pero mientras Washen la contemplaba, solo durante un fugaz instante, los ojos de color nuez se centraron en el infinito y a su mirada intensa e ilegible asomó una esperanza sutil que acechaba en algún lugar de su interior.
—Ambición —dijo Washen.
—¿Disculpa? —preguntó Diu.
—De eso se trata —sugirió ella—. ¿Tengo razón?
Su antiguo amante las contempló con desprecio. Luego sacudió la cabeza.
—Los capitanes no entienden de ambición —replicó—. Me refiero a la ambición de verdad. El rango y los pequeños honores no son nada si lo comparamos con lo que es posible.
—¿Y qué es posible? —gritó Miocene.
—La nave —dijo Washen. Sin alzar la voz, con certeza.
Diu no dijo nada.
Con las piernas torpes Washen intentó ponerse de pie, hizo una pausa con las rodillas todavía dobladas y respiró con profundos jadeos. Luego Miocene le ofreció una mano y tiró de ella para que se pusiera en pie. Las dos mujeres se abrazaron como bailarinas torpes que luchan por mantener el equilibrio.
—Diu quiere la nave —murmuró Washen—. Reunió a los capitanes que más talento tenían y luego se aseguró de que estuviéramos atrapados en Médula cuando se produjo el Incidente. Sabía que nos quedaríamos aislados. Supuso que tendríamos que construir una civilización para poder escapar. Y desde entonces todo lo ha orquestado él…
—Los rebeldes —añadió Miocene—. ¿Los creaste tú, Diu?
—Como es natural —respondió él con una sonrisa amplia y satisfecha.
—Una nación de fanáticos que se preparaban para una guerra santa. —Washen miró a la maestra adjunta—. Con su hijo como líder simbólico.
Miocene se puso rígida y soltó un poco el brazo de Washen.
—Fuiste tú el que le contaste esas ridículas visiones —comentó mientras sus ojos se asomaban al infinito—. Siempre has sido tú, ¿no es cierto?
—Pero vamos a ver —respondió aquel sonriente hombre—. Si lo piensas con honestidad, ¿no eres tú la que más culpa tiene de haberlo alejado?
Descendió un silencio frío y asfixiante.
Washen encontró la fuerza necesaria para dar un paso, y con las dos manos se masajeó los huesos y la carne nueva del interior del cuello. Miocene guardó silencio.
—Los constructores —dijo Washen.
Diu guiñó un ojo.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó.
—¿Eran reales? ¿Se enfrentaron a los inhóspitos?
Diu bebió de aquel suspense y sonrió a las dos.
—¿Cómo cojones iba a saberlo yo? —admitió.
—Los artefactos… —comenzó Miocene.
—Seis mil años de antigüedad —presumió Diu—. Diseñados y construidos por uno de nuestros pasajeros alienígenas, un alma creativa que creía que estaba creando un rompecabezas destinado a la industria del entretenimiento de la nave…
—Todo es mentira —dijo Washen.
Diu echó un vistazo por encima del hombro a la falsa maestra. Luego las volvió a mirar, y su sonrisa se fue oscureciendo mientras se explicaba.
—¿Esa elaborada holografía que visteis? ¿La de los inhóspitos enfrentándose a los constructores? Comenzó como un sueño. Yo era la única persona de Médula y vi la batalla mientras dormía. Siempre existe la posibilidad de que fuera una visión genuina, aunque, para ser honestos, no me pareció más que un sueño de lo más vivido. El mal enfrentándose al bien. ¿Por qué no?, pensé. ¡Una fe sencilla podría ser embriagadora para los hijos que vendrán!
—¿Pero para qué fingiste tu muerte? —preguntó Washen.
—La muerte ofrece libertad. —Un muchacho acechaba tras la sonrisa—. Si soy un alma carente de cuerpo, veo más cosas. Al haber fallecido puedo disfrazarme y pasear por donde quiera. Y dormir donde lo desee. Puedo hacer bebés con mil mujeres, incluyendo unas cuantas del campamento unionista.
Silencio.
Luego un ligero murmullo, como si se acercara una brisa. Miocene dio medio paso.
—Hablamos con la maestra —admitió.
—Lo sabe todo —añadió Washen—. Se lo dijimos…
—Nada —soltó Diu—. Eso es exactamente lo que le dijisteis. Lo sé.
—¿Estás seguro? —preguntó Washen.
—Del todo.
—Pero a estas alturas ya sabe que estuvimos en el puesto secundario —lo amenazó Miocene—, y nos va a buscar. Con todas sus energías.
—Lleva con esa misma búsqueda más de cuatro mil años. —Diu no dejaba de sonreír. Casi bailaba. Luego, casi como una confesión, admitió—: Pero sí que en cierto sentido me sorprendiste, Miocene. Querida. Sabía que estabas construyendo ese pequeño vehículo que se parece a una bala de cañón, pero no pensé que lo probarías tan pronto. Si hubiera sabido que hoy era el día, habría organizado algún pequeño accidente para manteneros en Médula. —Luego se encogió de hombros—. No quería venir detrás de vosotras. Pero lo hice. Y en una versión muy superior de vuestra bala de cañón, debería añadir.
Silencio.
—La maestra no nos ha encontrado —admitió Washen al fin—. Todavía no. Pero esta vez tiene un punto de partida. Alguien terminará viniendo aquí, ¿y quién sabe lo que encontrará?
—Una cuestión que nadie había mencionado, y obvia. Gracias. —Se pasó el arma de mano a mano—. Por vosotras voy a cerrar el túnel de acceso desde abajo. Y lo voy a mantener cerrado para siempre, quizá. Una serie de cargas de antimateria borrarán hasta el último rastro de su existencia. E incluso si la maestra acierta en su suposición, cosa que dudo, harían falta siglos para sacar a Médula de nuevo a la luz.
—Contigo atrapado ahí abajo —sugirió Washen.
Diu se encogió de nuevo de hombros.
—¿Cómo era ese viejo refrán? ¿Que es mejor gobernar en un reino que servir en otro?
Hubo un chillido suave y repentino.
La falsa maestra había dejado de moverse, los ojos se habían clavado en el centro del hábitat. Algo había visto, y la máquina repitió otra vez el chillido. Más alto esta vez, y más centrado.
Si había un eco, Washen no lo oía.
—¿Qué pasa? —preguntó Diu, irritado. Luego se volvió y se acercó al robot—. ¿Hay algún problema?
—Movimiento —dijo la máquina con la voz de la maestra.
—¿Desde la entrada?
—Algo por el estilo, sí.
—¿Y ahora?
—Nada.
—Vigila —fue el consejo de Diu. Luego se encaró con sus prisioneras, y con una extraña sonrisita se centró en Miocene—. Has hecho otra cosa sorprendente —decidió—. ¿Tengo razón? Me has vuelto a engañar. ¿No es cierto, querida?
—No construí una sola cápsula de huida —confesó Miocene—. Hay dos cápsulas. Las dos en funcionamiento.
El hombre cogió aliento y luego lo contuvo.
—Bien —dijo después con voz baja y despectiva—. Te han seguido hasta aquí arriba dos capitanes más. ¿Y qué?
Se volvió hacia la falsa maestra.
—Dispara… —le ordenó.
—No —lo interrumpió Miocene al tiempo que daba un paso y levantaba las dos manos—. No invité a ningún capitán. Y créeme, no querrías abrir fuego sobre ellos. La falsa maestra apuntaba a un objetivo demasiado lejano para los ojos humanos.
Diu gruñó.
—Espera.
Se volvió de nuevo hacia las mujeres. En su expresión no había más que sorpresa. Parecía estar solo un poco enfadado. Luego levantó el arma cinética y colocó los dedos en el gatillo.
—¿Entonces quién? Dímelo.
—Mi hijo —respondió Miocene.
La falsa maestra seguía siendo una estatua, a la espera de la palabra correcta.
—Till —susurró Miocene—. Esperaba que sintiera la curiosidad suficiente. A través de sus espías le envié un mensaje. Virtud tenía orden de lanzar a Till hasta el puente. Le di los códigos para despertar a un segundo coche cápsula. Solo quería que tuviera la oportunidad de ver la Gran Nave por sí mismo.
—Bueno —replicó Diu en voz baja y desafiante. Luego miró a lo lejos, contempló el estrecho infinito y después de unos momentos de pensárselo mucho se dirigió a su máquina—: Mátalos. Me da igual quiénes sean. Mátalos.
El láser lanzó un crujido agudo y repentino.
Miocene echó a correr. Chillaba, y estiró las manos cuando Diu se volvió y le disparó sin prisas en el pecho, una carga gruesa y explosiva que le perforó el hueso y el corazón, que latía desbocado. Entonces detonó con un chasquido húmedo.
La mujer se derrumbó en un charco de sangre espantosamente rojo.
Siguiendo el protocolo, el robot se volvió, listo para defender a su amo. En ese simple instante Washen supo que estaba condenada. Se agachó por instinto y contempló cómo giraba hacia ella el cañón del láser, cómo cargaba de nuevo y se preparaba para convertir su agua y su carne en un gas amorfo y sin vida. Pero cuando el siguiente crujido hizo pedazos el silencio, el haz no acertó. Sintió que el calor le pasaba por encima de la cabeza y contempló asombrada a la falsa maestra, que iba subiendo cada vez más sin apuntar a nada, el rostro dorado haciéndose cada vez más brillante a medida que absorbía unas energías abrasadoras, implacables.
En silencio, con una elegancia tétrica, el rostro se derrumbó convertido en un potingue fundido.
El cañón del láser cayó y se apartó a un lado, volvió a disparar y abrió un agujero en la pared detrás de Washen, manteniéndose firme hasta que el inmenso cuerpo y su arma se convirtieron en un líquido espeso. Las túnicas ardieron, al tiempo que una charca del estilo de Médula se iba fundiendo en el suelo gris.
Diu chillaba y se retiraba mientras disparaba. Washen lo placó por detrás.
Lucharon y ella lanzó el antebrazo hacia la garganta expuesta del rival, y durante un momento delicioso pensó que podía ganar. Pero su cuerpo no se había curado del todo. Mil debilidades la encontraron y Diu la dobló hacia atrás, con fuerza, y luego le propinó un empujón tan ligero como fuerte. Cuando ella tropezó, apuntó con el arma al pecho jadeante.
—Till te oyó —balbució ella—. Con esta acústica de las sanguijuelas…
—¿Y? —respondió él.
—¡Lo sabe todo!
Diu la golpeó con un cartucho explosivo que la empujó contra la ventana.
—¿Qué ha cambiado? ¡No ha cambiado nada! —rugió él. Luego disparó otra vez, y otra más. Como si lo oyera desde muy lejos, Washen lo escuchó gritar—: ¡Tengo un millón de hijos! —Y el siguiente cartucho atravesó uno de los agujeros abiertos en su cuerpo y abrió un profundo corte en la ventana aislada antes de detonar con un golpe seco, apagado, casi inaudible.
—Mierda —dijo Washen en voz baja, mientras la sangre le llenaba la boca.
Diu estaba apuntando otra vez. A la cabeza.
Washen parpadeó y cayó al suelo. Lo contemplaba con escaso interés y una impaciencia sincera, mientras pensaba que no era así como tenía que ser. Estaba mal.
Detrás de Diu apareció una figura corriendo. Piernas, brazos y un rostro conocido y grato salieron a toda prisa del horizonte gris con un taladro láser todavía en la mano.
No era quien esperaba que fuese. En lugar de Till vio a su hijo.
—¡Padre! —gritó Locke.
Sorprendido, Diu se dio la vuelta para mirarlo.
Y Locke le disparó con el taladro, vació sus energías en aquel cuerpo inquieto, esa vieja metáfora de la carne lista para hervir convertida en realidad. En apenas un momento, Diu se evaporó. Se desvaneció.
Luego Locke dio un paso hacia Washen, su rostro dividido entre la compasión y un miedo salvaje. Dejó caer el taladro y espetó «¡madre!». Pero ella no pudo oír su voz. Algo más alto y más cercano lo impedía. Luego llegó la sensación de movimiento, repentina e irresistible, y Washen sintió que algo la absorbía por un pequeño agujero, que su destrozado cuerpo giraba y se congelaba, caía. Que había negrura por todas partes y que una voz diminuta en su interior susurraba:
Así no. Ahora no.
No.
Se oyó el chillido del viento y el quejido más duro y cercano de un hombre solo.
Miocene abrió los ojos con esfuerzo y se encontró con un milagro. Estaba sentada, erguida, con el pecho abierto y el uniforme salpicado de sangre, hueso moribundo, y el músculo ennegrecido y hecho jirones de su corazón muerto. Diu y la falsa maestra habían desaparecido. Pero el recién llegado corría directamente hacia ella, lanzándose con el rugido del viento. Un rebelde, medio desnudo y descalzo, despojado de cabello y de toda dignidad mientras su desdichada voz gritaba:
—¡Madre, no!
¿Era ese su hijo?
Miocene no podía ubicar su rostro. Pero de todos modos intentó cogerlo, apuntó hacia una de las piernas y como resultado perdió el equilibrio y cayó de lado, mientras el hombre saltaba por encima de su indefenso cuerpo y volvía a gritar «¡no!» con una voz tan lastimera y perdida como ella se sentía ahora.
Durante un momento, o un año, la antiquísima mujer cerró los ojos.
El viento amainó convertido en un murmullo de silbidos. El hábitat de las sanguijuelas estaba reparando el daño, y la mujer se dio cuenta de que su miserable cadáver estaba atrapado allí. El hombre de los gritos estaba cerca de la pared y ahora sollozaba. Babeaba.
—Debería haberlo… hecho más rápido… ¡Haberle disparado antes! —se quejaba a alguien. Luego, con un asco gigantesco, confesó—: ¡Pero es mi padre y se me congeló la mano!
—Pero Locke —comentó una segunda voz—, ¿no te das cuenta? Es muy probable que también fuera mi padre.
Miocene reconoció esa voz.
Era obvio que Locke se había quedado perplejo.
—¿De verdad? —preguntó—. ¿Cómo lo sabes?
La maestra adjunta inhaló, y una vez más se obligó a abrir los ojos. Su hijo estaba arrodillado ante ella, con los ojos concentrados en los suyos y aquel encantador y bello rostro dividido por una sonrisa cómplice.
—¿Tengo razón, madre? ¿Diu era mi padre?
Uno de sus secretos más preciados. Todos esos frasquitos de semen y ella seleccionó a un donante con talento pero un estatus mínimo. Un padre que no estaría en posición de discutirle su papel como única progenitora del niño…
Miocene asintió.
El silbido se había detenido. Con sangre en la lengua le preguntó en voz baja:
—¿Hace cuánto… sabes?
Till se rió por un momento.
—Siempre —dijo.
Locke apareció dando un traspié, tan estupefacto al menos como Miocene.
—Somos hermanos y tú siempre lo has sabido —murmuró enfrentándose a las posibilidades. Luego, en voz baja y temerosa preguntó—: ¿Qué más sabías?
Miocene escupió la sangre.
—Siempre fue Diu —logró decir—. Siempre.
Su hijo tenía unos ojos profundos y fríos. Locke se acercó un poco más.
—Pero eso también lo sabías —susurró. Se quedó mirando a Till—. Te vi. Mientras Diu confesaba, lo vi en tu rostro. ¡Tú ya lo sabías todo sobre sus engaños!
Till le guiñó un ojo a su madre con un gesto de cariño.
Luego miró a hermanastro, al que se dirigió con voz suave y tranquila:
—Nuestro padre era un agente. Un medio. Una gran herramienta de los constructores. Pero el trabajo de Diu había terminado y tú hiciste justo lo que había que hacer, y no ha cambiado nada. ¿Me oyes, Locke? Tenías que matar a ese hombre o él habría asesinado a alguien en quien los constructores han depositado todas sus grandes y gloriosas esperanzas.
Locke contempló una pared nueva y gris, el rostro brillante por las lágrimas.
Till bajó la vista y dijo «madre» en voz baja y firme.
—Qué equivocada estaba —dijo la destrozada mujer—. Qué equivocada y qué estúpida fui.
—Sí que lo has sido —admitió él.
—Lo siento —respondió ella—. No sabes cuánto lo siento.
Till guardó silencio.
—Perdóname —gimoteó su madre—. ¿Podrás hacerlo, por favor?
La expresión de su hijo sirvió como respuesta. El joven esbozó una cálida sonrisa, aunque solo fuera por un instante. Luego se puso en pie.
—Tenemos que ocultar nuestra presencia —indicó a Locke—. Lo mejor que podamos, y todavía más. Después utilizaremos esa máquina tan chula de Diu para volver a Médula, y cerraremos el túnel tal y como había planeado nuestro padre.
—¿Qué pasa con mi madre? —preguntó Locke con gran cuidado.
Till suspiró.
—Déjala que duerma —dijo—. Por ahora, eso es todo lo que podemos hacer.
Locke se secó las lágrimas pero se movía como un hombre que conocía su obligación, que comprendía lo que se esperaba de él.
Los rebeldes podían ser unos seguidores maravillosos, pensó Miocene. Luego tosió, y con voz más fuerte sugirió:
—Podrías subir… y ver la nave por ti mismo. Solo una vez.
Till la miró con una expresión de lástima y un tanto divertida.
—¿Qué encontraste ahí arriba, madre?
La vieja cólera de Miocene se fundió con una ira nueva. La emoción la ayudó a sentarse otra vez. Su mano temblorosa se aferraba a un trozo de músculo cardíaco muerto que aplastó.
—La maestra es una idiota —dijo—, no es apta para el cargo… Es ob… obvio.
Till asintió con gesto cómplice.
—Por mi perdón —le preguntó—, ¿qué estás dispuesta a dar?
—Lo que sea —murmuró Miocene—. ¡Dime lo que quieres!
Pero su hijo se limitó a sacudir la cabeza.
—Tu láser —dijo a Locke con voz triste y enérgica. Luego, con el arma sujeta con las dos manos, miró a su madre—. Te equivocas. ¿No lo ves? Jamás he querido que tú, precisamente tú, me sigas.
—¿No? —chilló ella.
—Ese no es mi destino —le prometió él—. Ni el tuyo.
Entonces, de repente, Miocene lo entendió a la perfección y abrió mucho los ojos.
Till apuntó con el láser hacia el cuerpo roto, y con un destello de luz azul blanquecina lo destruyó todo salvo su vieja y dura mente, además de cráneo y cabello suficiente para disponer de un asa fiable.