OCTAVA PARTE Shikata ga nai

Cuando los ocupantes de la cabina del ascensor Amigo de Bangkok se enteraron de que el cable de Clarke había sido arrancado y que estaba cayendo, se precipitaron a los vestuarios y se pusieron deprisa los trajes de emergencia, y milagrosamente no hubo pánico general. Esa sensatez asombraba a Peter Clayborne. La sangre le martilleaba en el cuerpo con grandes descargas de adrenalina; no estaba seguro de poder hablar. Un hombre del grupo de delante les dijo con voz serena que se acercaban al punto areosincrónico, y todos fueron pasando a la antecámara y allí se apretujaron como los trajes en los armarios de suministros, luego la cerraron y despresurizaron. La puerta exterior se abrió deslizándose, y ahí estaba, un gran rectángulo de espacio negro, estrellado, mortal. Lanzarse a él sin un cable de sujeción era un suicidio, se dijo Peter. Pero los que estaban delante saltaron y el resto los siguió, desparramándose como las esporas de una semilla.

La cabina y el ascensor se empequeñecieron y desaparecieron rápidamente hada el este. La nube de trajes comenzó a dispersarse. Muchos apuntaban con los pies hacia el planeta, que yacía debajo como una sucia pelota de baloncesto. El grupo que hacía los cálculos aún estaba allí, en la frecuencia común, y discutía la situación como si se tratara de un problema de ajedrez. Estaban cerca de la órbita areosincrónica, pero con una velocidad descendente de varios cientos de kilómetros por hora; si quemaban la mitad del combustible casi la contrarrestarían, dejándolos en una órbita mucho más estable. En otras palabras, corrían el riesgo de morir por asfixia y no tanto por el calor de la reentrada en la atmósfera. Pero por eso habían saltado al espacio. Quizá en ese período de gracia aparecieran equipos de rescate, nunca se sabía. Era evidente que la gran mayoría estaba decidida a intentarlo.

El joven quitó los controles de seguridad en la consola de muñeca y activó los cohetes apretando los botones con los pulgares. El mundo se alejó entre sus botas. Algunos intentaban permanecer juntos, pero pensó que era un desperdicio de combustible, y dejó que flotaran a la deriva por encima de él hasta que sólo fueron unas estrellas. No estaba tan asustado como en el vestuario, pero sí furioso y triste: no quería morir. Sintió un espasmo de dolor por el futuro perdido y gritó en voz alta, y lloró. Después de un rato las manifestaciones físicas desaparecieron, aunque seguía sintiéndose desdichado. Miró tristemente las estrellas, sacudido por esporádicas ráfagas de temor y desesperación, menos frecuentes a medida que transcurrían los minutos y luego las horas. Intentó ralentizar su metabolismo, pero el intento tuvo el efecto contrario. Se tomó el pulso en la consola de muñeca: 108 pulsaciones por minuto. Hizo una mueca y trató de identificar las constelaciones. El tiempo pasó arrastrándose.

Despertó; se sorprendió cuando se dio cuenta de que había estado durmiendo, y en seguida volvió a dormirse. Luego de un tiempo, despertó otra vez. Los refugiados de la cabina habían desaparecido, aunque algunas estrellas parecían moverse contra el telón de fondo. No había rastro del ascensor, ni en el espacio ni en la superficie del planeta.

La muerte sería como el espacio, sólo que sin el pensamiento ni las estrellas. En algunos aspectos era una espera tediosa; lo impacientaba y pensó en desactivar el sistema de calefacción y acabar de una vez. Saber hacerlo lo ayudó a esperar, y decidió que lo apagaría cuando el suministro de aire estuviera agotándose. La idea le aceleró las pulsaciones a ciento treinta e intentó concentrarse en Marte. Hogar, dulce hogar. Todavía estaba casi en órbita areosincrónica. Tharsis seguía allí abajo, aunque ahora él se encontraba un poco más al oeste, sobre Marineris.

Transcurrieron las horas, y volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, vio una pequeña nave espacial plateada suspendida, como un ovni delante de él; lanzó un grito de sorpresa y empezó a girar. Trató febrilmente de estabilizarse, y cuando lo consiguió la nave ya estaba allí. En la ventana de una portilla lateral vio a una mujer que le hablaba y se señalaba el oído. Activó la frecuencia común, pero ella no transmitía en esa banda. Se acercó a la nave y asustó a la mujer cuando chocó contra ella. Frenó y retrocedió. La mujer gesticulaba como invitándole a que entrase en la nave. Él asintió con un vigoroso gesto de cabeza y otra vez empezó a girar. Mientras rotaba vio que de la ventana se abría la puerta de una escotilla, en la parte superior de la nave. Se estabilizó y fue hacia la escotilla, preguntándose si cuando la alcanzara sería real. Tocó la puerta abierta, parpadeó, y unas pequeñas esferas de lágrimas flotaron en el visor del casco mientras se apretaba contra el fondo de la escotilla. Le quedaba una hora de oxigeno.

Cuando el compartimiento se cerró y fue presurizado, abrió el sello y se quitó el casco. El aire era tenue, rico en oxígeno, y fresco. La puerta de la antecámara se abrió de pronto y él entró.

Unas mujeres se reían. Eran dos y parecían de buen humor.

—¿Qué pensabas hacer… aterrizar en eso? —preguntó una.

—Estaba en el cable —dijo él, y se le quebró la voz—. Tuvimos que saltar. ¿Han cogido a algún sobreviviente?

—Sólo a ti. ¿Te llevamos abajo?

Peter no supo qué responder. Las mujeres se rieron.

—¡Vaya sorpresa encontrar a alguien aquí! ¿Con cuántas ges te sientes cómodo?

—No sé… ¿tres?

Volvieron a reírse.

—Bueno, ¿cuántas soportas tu?

—Bastantes más —dijo la mujer que lo había visto por la ventanilla.

—Bastantes más —se mofó Peter—. ¿Cuál es el límite entonces para un ser humano?

—Lo averiguaremos —dijo la otra mujer, y se rió.

La pequeña nave comenzó a acelerar hacia Marte. El joven se tendió exhausto en un sillón de gravedad detrás de las dos mujeres, masticando cheddar y bebiendo agua. Ellas habían estado en una de las estructuras de espejos, y habían hurtado ese vehículo de descenso después de convertir la estación en un montón de moléculas. Habían complicado el descenso al desplazarse a una órbita polar austral; iban o aterrizar cerca del casquete.

Peter escuchó esa información en silencio. De pronto la nave empezó a sacudirse y las ventanillas se pusieron blancas, y poco después amarillas y después de un anaranjado brillante. Las fuerzas de gravedad lo empotraron contra la silla; los ojos se le nublaron y le dolía la garganta.

—Peso pluma —dijo una de las mujeres, y Peter no supo si hablaba de él o de la nave.

Entonces las fuerzas g desaparecieron y la ventana se despejó. Peter miró y vio que caían de proa hacia el planeta y que solo estaban a unos pocos miles de metros de la superficie. No podía creerlo. Las mujeres mantuvieron la inclinación de la nave hasta que pareció que iban a ensartar la arena, y entonces la enderezaron en el último minuto, y Peter fue empujado otra vez contra la silla.

—Con suavidad —dijo una de las mujeres, y entonces se posaron con un golpe sordo, y se deslizaron sobre terreno estratificado.

De nuevo la gravedad. Peter salió del vehículo detrás de las dos mujeres y bajó por un tubo peatonal al interior de un rover grande; estaba atontado y al borde de las lágrimas. Había dos hombres en el rover, que saludaron a gritos y abrazaron a las mujeres.

—¿Quién es ése? —preguntaron.

—Oh, lo recogimos allí afuera, saltó del ascensor. Todavía está un poco mareado. ¡Eh! —le dijo a Peter con una sonrisa—. Estamos abajo, todo va bien.


Hay errores irreparables.

Ann Clayborne estaba en la parte de atrás del rover de Michel, echada sobre tres asientos, sintiendo cómo las ruedas subían y bajaban por las rocas. El primer error había sido venir a Marte, y luego enamorarse del lugar. Enamorarse de un lugar que el resto del mundo quería destruir.

El planeta había sido cambiado para siempre. La sala principal del rover recibía la luz de unas ventanas bajas que mostraban un camino irregular de grava, salpicado de rocas: la autopista Noctis. Michel no se molestaba en evitar las piedras más pequeñas; marchaban a unos sesenta k/h, y cuando pasaron sobre un pedrusco grande todos saltaron en los asientos.

—Lo siento —dijo Michel—. Tenemos que salir del Candelabro tan pronto como sea posible.

—¿El Candelabro?

—Noctis Labyrinthus. —Ann sabía que ése era el nombre original que le habían dado los geólogos terranos al examinar las fotos del Mariner. Pero no dijo nada. No tenía ganas de hablar. Michel prosiguió, la voz baja y afable, tranquilizadora:— Hay varios puntos por los que sería imposible que pasaran los rovers. Acantilados transversales que van de muro a muro, campos de rocas gigantescas, esa clase de cosas. Una vez que entremos en Marineris estaremos bien, allí las rutas son innumerables.

—¿Estos vehículos están equipados para recorrer todo el cañón? —preguntó Sax.

—No. Pero tenemos escondites por todas partes.

Al parecer los grandes cañones habían sido las principales vías de transporte para la colonia oculta. La Autopista del Cañón había cortado muchas de esas vías.

Ann escuchaba a Michel con tanta atención como los demás; siempre había sentido curiosidad por la colonia oculta. La utilización de los cañones había sido una maniobra ingeniosa. Los nuevos rovers se confundían con los millones de rocas que yacían en los taludes detríticos. Los techos de los coches eran en realidad rocas, vaciadas desde abajo. Un grueso aislamiento impedía que el techo del vehículo se calentase, de modo que no dejaban rastros infrarrojos, «sobre todo porque aún hay un montón de los molinos de viento de Sax diseminados por aquí y confunden las lecturas». El vehículo también estaba aislado por debajo, de manera que tampoco dejaba rastros de calor en el suelo. El calor del motor de hidrazina se empleaba para calentar los habitáculos, y cualquier exceso era conservado en un acumulador de bobinas. Las bobinas sobrecargadas iban a parar a unos agujeros excavados bajo el coche y se las cubría con regolito mezclado con oxígeno líquido. Cuando el suelo de encima de la bobina se calentaba, el rover ya estaba muy lejos. Nunca dejaban rastros de calor, nunca empleaban la radio y sólo viajaban de noche. Durante el día se quedaban quietos entre otras rocas, «y aunque compararan las fotos y vieran que éramos nuevos allí, seríamos sólo una roca más entre las mil que habrían caído del acantilado esa noche. En realidad la pérdida de masa se ha acelerado desde que la terraformación comenzó; el suelo se congela y descongela todos los días. Tanto por las mañanas como por las noches, hay desprendimientos cada pocos minutos».

—Así que no hay manera de que nos vean —comentó Sax, sorprendido.

—Así es. No hay señal visual, ni térmica, ni electrónica.

—Un rover de camuflaje —dijo Frank por el intercomunicador desde el otro vehículo, y rió roncamente.

—Así es. El verdadero peligro aquí abajo son los desprendimientos de roca, los mismos que nos ocultan. —Se encendió una luz roja en el tablero de mandos y Michel se rió.— Vamos tan bien que tendremos que detenernos y enterrar una bobina.

—¿No tardaremos demasiado en excavar un agujero? —preguntó Sax.

—Ya hay uno excavado. Otros cuatro kilómetros. Creo que lo conseguiremos.

—Lo tienen todo bien organizado aquí.

—Bueno, vivimos escondidos desde hace catorce años, quiero decir catorce años marcianos. La ingeniería de eliminación termal es muy importante para nosotros.

—Pero ¿cómo se las arreglan en los habitats permanentes, si es que tienen alguno?

—Canalizamos el calor hasta el regolito profundo y derretimos hielo. O lo canalizamos hasta unas chimeneas que parecen molinos calefactores. Entre otras técnicas.

—Fueron una idea equivocada —dijo Sax. En el otro coche Frank se rió. Sólo has tardado treinta años en darte cuenta, habría dicho Ann si hubiera hablado.

—¡No, fueron una idea excelente! —exclamó Michel—. Ya habrán añadido millones de kilocalorías a la atmósfera.

—Más o menos lo que un agujero de transición añade en una hora —indicó Sax con modestia.

Michel y él se pusieron a hablar de los proyectos de terraformación. Ann dejó que las voces se perdieran en una especie de glosolalia: era muy fácil hacerlo, estos días para ella las conversaciones siempre estaban en el límite de lo absurdo, tenía que esforzarse para entender. Se relajó y se alejó mentalmente, y sintió que Marte se movía y rebotaba debajo de ella. Se detuvieron un momento para enterrar una bobina de calor. Cuando reemprendieron la marcha, el camino era más llano. Ya habían alcanzado el corazón del laberinto, y en un rover normal habría estado mirando por las claraboyas las compactas y escarpadas paredes de los cañones. Valles de falla, ensanchados por los desprendimientos; una vez había habido hielo en esos valles, pero probablemente ya había migrado al acuífero Compton, en el fondo de Noctis.

Ann pensó en Peter y se estremeció; estaba asustada. Simón la observaba con disimulo, visiblemente preocupado, y de repente ella odió aquella lealtad de perro, aquel amor de perro. No quería que nadie la amara así, era una carga insoportable, una auténtica imposición.

Se detuvieron al amanecer y guardaron los dos rovers-roca en una zona de piedras altas. Pasaron todo el día juntos en uno de los vehículos, comiendo sin prisa pequeñas raciones de comida rehidratada o preparada en el microondas, intentando captar transmisiones de televisión o radio. No encontraron nada de interés, sólo algunos estallidos ocasionales en diversos idiomas y códigos; la incoherente basura del éter. Las violentas crepitaciones de estática parecían indicar impulsos electromagnéticos. Pero los componentes electrónicos del rover estaban protegidos, dijo Michel, sentado en una silla, con aire meditabundo. Una nueva calma para Michel Duval, pensó Ann. Como si estuviera acostumbrado a vivir escondido. Su compañero, el joven que conducía el otro rover, se llamaba Kasei. Cuando hablaba, el tono era siempre de severa desaprobación. Bueno, la merecían. Por la tarde Michel les mostró a Sax y Frank un mapa topográfico que pasó a las pantallas de los dos coches. La ruta que atravesaba Noctis continuaba hacia el sudoeste, a lo largo de uno de los cañones grandes del laberinto. Al principio zigzagueaba hacia el este, descendía en pendiente hasta que llegaba a la gran zona entre Noctis y las cabeceras de Ius y de Tithonium Chasmas. Michel llamaba a esa región Compton Break. Era un terreno caótico, y no se sentiría tranquilo hasta que descendieran a Ius Chasma. Porque fuera de ese camino furtivo, dijo, la zona era intransitable. «Y si deducen que salimos de Cairo por aquí, es posible que bombardeen la ruta.» La noche anterior habían recorrido cerca de quinientos kilómetros, casi toda la extensión de Noctis; otra buena noche y bajarían a Ius y ya no dependerían de una única ruta.

Era un día oscuro. El viento arrastraba nubes de arena parda. Otra tormenta de polvo, no cabía duda. Las temperaturas caían. Sax frunció la nariz cuando una voz en la radio afirmó que estaba levantándose una tormenta planetaria. Sin embargo, Michel estaba contento. Significaba que también podrían viajar de día, lo que reduciría a la mitad la duración del viaje.

De modo que junto con Kasei comenzó a conducir sin parar, en turnos de tres horas, seguidos de media hora de descanso. Otro día y dejaron atrás Compton Break y entraron al fin en las paredes estrechas de Ius Chasma.

Ius era el más estrecho de los cañones del sistema Marineris sólo tenía veinticinco kilómetros de ancho cuando salía de Compton Break, y separaba Sinai Planum de Tithania Catena. Las redes laterales tenían tres kilómetros de alto: una gigantesca hendidura larga y angosta, visible sólo a veces entre nubes de polvo en movimiento. A lo largo de todo aquel lóbrego día continuaron por una ruta llana aunque salpicada de rocas. En el rover todos estaban en silencio, y mantuvieron bajo el volumen de la radio; la estática era irritante. En las vistas que proporcionaban las cámaras sólo se veía el polvo que los dejaba atrás, y tenían la impresión de que apenas se movían. Otras veces parecía como si marcharan de costado. Conducir era agotador; Simón y Sax relevaron a Michel y a Kasei. Ann seguía sin hablar. Sax condujo con un ojo en la pantalla de su IA, que le proporcionaba lecturas atmosféricas. Desde el otro lado del coche, Ann pudo ver que la IA indicaba que el impacto de Fobos estaba espesando la atmósfera, un incremento de cincuenta milibares, extraordinario. Y los cráteres recientes todavía emitían gases. Sax comentó ese cambio con una mueca de satisfacción, ajeno a la muerte y la destrucción que la acompañaban. Advirtió la mirada colérica de Ann y dijo: —Supongo que es como en la antigüedad—. Estuvo a punto de añadir algo más, pero Simón lo hizo callar con una mirada de reojo.

En el otro vehículo, Maya y Frank pasaban las horas ante la radio y haciendo preguntas a Michel sobre la colonia oculta, o discutiendo con Sax los nuevos cambios físicos, o especulando sobre la guerra. Discutiendo interminablemente, intentando encontrarle algún sentido, entender qué había pasado. Hablando, hablando, hablando. El Día del Juicio Final, cuando vivos y muertos caminaran juntos, Maya y Frank seguirían hablando, tratando de entender.

En la tercera noche, bajaron por el extremo inferior de Ius y llegaron a una larga aleta lemniscata que dividía el cañón. Siguieron la autopista de Marineris por la bifurcación sur. En la hora que precede al alba vieron algunas nubes en lo alto, y luego la claridad fue mucho más viva que en los días anteriores. Eso bastó para que buscaran donde esconderse. Se detuvieron junto a un montón de rocas apiladas contra la pared sur y se reunieron en el coche de vanguardia para pasar el día.

Desde allí alcanzaban a ver la ancha extensión de Melas Chasma, el cañón más grande. La roca de Ius era áspera y oscura comparada con el suelo de Melas, liso y rojo. A Ann le parecía imposible que las rocas de los dos cañones procedieran de las antiguas placas tectónicas, que en un tiempo se habían desplazado juntas y ahora estaban yuxtapuestas para siempre.

No se movieron en todo aquel largo día, tensos, extenuados, las caras tiznadas por la ubicua arena roja de la tormenta. A veces había nubes, a veces neblina, a veces súbitos claros.

A media tarde, sin previa advertencia, el rover se sacudió. Sobresaltados, corrieron a mirar los monitores. La cámara trasera del rover enfocaba Ius, y Sax señaló la pantalla.

—Escarcha —dijo—. Me pregunto si…

La cámara mostró el vapor de escarcha espesa que bajaba por el cañón hacia ellos. La autopista corría allí afortunadamente por el terreno elevado de la bifurcación sur de Ius; con un bramido que sacudió al rover, el suelo del cañón desapareció de pronto, cubierto por un muro bajo de aguas negras y espumas blanquecinas. Era una fuerza irresistible de pedazos de hielo, rocas, espuma, barro y agua, una masa rugiente que se precipitaba por el centro del cañón.

Debajo de la autopista, el suelo del cañón tenía unos quince kilómetros de ancho. La inundación cubrió todo ese espacio en unos pocos minutos, y empezó a subir por un largo talud que nacía de la pared del acantilado frente a ellos. La superficie de la crecida se aquietó al tropezar con ese dique, y mientras miraban se congeló y solidificó: un grumoso y descolorido caos de hielo, extrañamente inmóvil. Entonces pudieron oírse gritando por encima de los estampidos y explosiones y del omnipresente fragor, pero no había nada que decir. Mudos de asombro, sólo pudieron mirar por las ventanillas bajas o por las pantallas. El vapor de escarcha que se elevaba de la corriente se convirtió en una niebla ligera. Pero no más de quince minutos después, el extremo inferior del lago de hielo estalló y se desgarró en una oleada de agua negra y humeante que hizo pedazos el dique del talud, con el rugido explosivo de una avalancha de rocas. La inundación avanzó de nuevo cañón abajo hasta perderse de vista en la gran pendiente que descendía de Ius a Melas Chasma.


Ahora había un río que corría por el Valle Marineris, un torrente ancho, humeante y cuajado de hielo. Ann había visto vídeos de las inundaciones del norte, pero era la primera vez que observaba una directamente. El mismo paisaje hablaba ahora en una especie de glosolalia. El bramido rudimentario destrozaba el aire y le sacudía el estómago como desgarrando la materia misma del mundo. Y también era un caos visual, un torrente de torbellinos y corrientes que subían y bajaban, oscuros y claros, desconcertantes y vertiginosos. Ann no alcanzaba a entender lo que decían sus compañeros. No soportaba mirar a Sax, aunque al menos lo comprendía. Él intentaba escondérselo, pero era evidente que estaba excitado. El hieratismo de Sax enmascaraba una naturaleza apasionada; ella siempre lo había sabido. Ahora se lo veía muy sonrojado, como si tuviera fiebre, y esquivaba los ojos de Ann, sabía que a ella no podía mentirle. Ella lo despreciaba por esta actitud siempre esquiva, y porque se pasaba las horas delante de los monitores… en realidad no había mirado ni una sola vez por las ventanillas para ver la inundación con sus propios ojos. Las cámaras ofrecían una vista mejor, dijo con suavidad cuando Michel lo instó a echar un vistazo. Y después de observar sólo durante media hora la primera embestida de la inundación en los televisores, había vuelto a la pantalla de su IA. El agua se precipitaba por Ius, se congelaba, reventaba y volvía a correr cañón abajo; sin duda para desembocar en Melas. Que hubiera allí suficiente agua como para que llegara a Coprates, y luego bajara a Capri y Eos, y luego a Aureum Chaos… parecía improbable a primera vista, pero el acuífero Compton era grande, uno de los más grandes jamás encontrados. Era muy posible que Marineris hubiera nacido de surgimientos tempranos del mismo acuífero, y la Protuberancia de Tharsis nunca había dejado de emitir nubes de gases… Se descubrió tendida en el suelo del rover, observando la inundación y tratando de comprenderla. Sólo como una manera de concentrarse mejor en lo que veía, de rescatarlo de todo aquel sinsentido, intentó calcular mentalmente el caudal de la inundación. Estaba fascinada: aquello había sucedido en Marte mucho antes, miles de millones de años atrás, y sin duda de la misma manera. Había señales de inundaciones catastróficas todo alrededor: playas escalonadas en terrazas, islas lemniscatas, lechos de canales, tierras costrosas… Y los antiguos acuíferos reventados habían vuelto a llenarse con el agua que ascendía de Tharsis, y el calor y las emisiones de gas vinieron después. Tenía que haber sido muy lento… pero en dos mil millones de años…

Se obligó a mirar. El torrente corría a unos doscientos metros por debajo de ellos. La pared norte de Ius se alzaba a unos quince kilómetros, y la inundación se detenía allí. La profundidad del torrente era quizá de unos diez metros, a juzgar por las rocas gigantescas que rodaban corriente abajo y hacían añicos el hielo dejando una estela de agujeros negros y humeantes. En las zonas descubiertas el agua parecía avanzar a unos treinta kilómetros por hora. Por tanto (mientras ella introducía números en el ordenador de muñeca) el caudal desplazaba unos cuatro millones y medio de metros cúbicos por hora. Eso venía a ser como unos cien Amazonas, pero con un caudal inestable, que se helaba y estallaba en una perpetua cadena de diques de hielo que se levantaban y caían, lagos enteros humeantes que saltaban por encima de canales o pendientes, que arrancaban la tierra hasta alcanzar el lecho rocoso y luego lo desgarraban… Tendida en el suelo del rover, Ann podía sentir en los pómulos esa embestida, que hacía vibrar el terreno con un agitado latido. Semejantes temblores no se habían sentido en Marte en millones de años, lo que explicaba algo que ella había visto pero no había comprendido nunca. La Pared norte de Ius se movía. La roca de los acantilados se desprendía y caía en el cañón, sacudiendo el suelo y desencadenando nuevas avalanchas y levantando olas gigantescas que volvían a caer en la corriente. El agua se derramaba de nuevo corriente arriba sobre el hielo, la roca estallaba en explosiones de hidratación, el espeso vapor de escarcha se vertía en el aire saturado de polvo, ocultando partes de la pared norte.

Y sin duda, la pared sur estaría desplomándose también, y si caía sobre ellos, todos morirían. Era bastante posible… muy posible. Por lo que veía, tenían un cincuenta por ciento de posibilidades. Aunque quizá allí era peor; la inundación socavaba la pared norte, mientras que el camino elevado protegía el muro sur. De modo que los acantilados del sur tenían que ser un poco más estables…

En ese momento, algo atrajo su atención corriente abajo. Allí la pared sur empezaba a derrumbarse. Grandes láminas de roca se desprendían y caían. La base del acantilado estalló en una nube de polvo que creció sobre el talud, y las secciones superiores se deslizaron dentro de esa nube y desaparecieron. Tras un segundo, la masa entera reapareció flotando horizontalmente a través de la nube: una visión extraña. El ruido era dolorosamente alto, aun dentro del vehículo. Una prolongada y lenta avalancha cayó en la corriente, las rocas aplastando el hielo y bloqueando el agua. Un dique repentino retuvo el torrente cañón abajo, y las riberas comenzaron a subir. Ann vio cómo la lámina de hielo de la orilla se quebraba y se convertía en bloques que se empujaban unos a otros en un mar de aguas oscuras y siseantes que subían a toda velocidad hacia el rover. Los devoraría muy pronto si el dique no cedía. Ann escrutó las rocas oscuras caídas allá adelante; sólo una franja era visible todavía por encima de la inundación. Pero el aguanieve que tenía debajo seguía subiendo. Era una especie de carrera. La bañera del Gran Hombre estaba vaciándose mientras él echaba dentro cubos de agua. La velocidad de la subida del lago hizo que Ann volviera a considerar la velocidad de la corriente. Se sintió paralizada, desconectada, extrañamente serena: le era indiferente si el dique se rompía o no antes de que la inundación los alcanzase. Y en medio del sobrecogedor bramido no sintió ninguna necesidad de comunicar lo que pensaba a los demás; era imposible. Se le ocurrió que en cierto modo estaba animando a la inundación a seguir. Les estaría bien empleado.

Entonces el dique de la avalancha desapareció bajo la masa descolorida, todo rodó corriente abajo en un derrumbe majestuoso, y mientras ella miraba, el efímero lago empezó a bajar. Los bloques de hielo de la superficie se entrechocaron chirriando y retumbando, hundiéndose y emergiendo con un ruido ensordecedor. Ann se tapó los oídos con las manos. El vehículo botaba abajo y arriba. Pudo ver más avalanchas en los acantilados distantes, sin duda socavados por la súbita oleada; los temblores desencadenaban nuevos derrumbes, hasta que pareció que llenarían todo el cañón. Era difícil creer que en medio de todos aquellos ruidos y vibraciones, los pequeños vehículos sobrevivieran. Los viajeros se aferraban a los brazos de los asientos o permanecían echados en el suelo como Ann, aislados por el bramido, sintiendo en las venas una pavorosa mezcla de hielo y adrenalina; hasta Ann, a quien no le importaba, respiraba con dificultad, el cuerpo encogido y tenso.

Cuando al fin pudieron hablar, le preguntaron a Ann qué había pasado. Ella siguió mirando tristemente por la ventana y no contestó. Al parecer iban a sobrevivir, al menos por el momento. La superficie de la corriente era ahora el terreno más caótico que había visto jamás; el hielo pulverizado se extendía en una llanura de afilados fragmentos. La superficie del lago había subido casi cien metros, y había dejado al retirarse un terreno empapado que pasó de un negro herrumbroso a un blanco grisáceo en menos de veinte segundos. Tiempo de congelación en Marte.


Durante todas esas horas, Sax no se había apartado de los monitores. Se evaporaría muchísima agua, o más bien se congelaría y sublimaría, musitó para nadie en particular. Era un agua salina altamente carbonatada, pero terminaría por ser un polvo de nieve que caería en alguna otra parte. Quizá la atmósfera se hidratase, y nevaría varias veces, o incluso con regularidad, en ciclos de precipitación y sublimación. Así pues, el agua de la crecida se distribuiría uniformemente por todo el planeta, excepto en los terrenos más elevados. El albedo subiría de forma drástica. Tendrían que bajarlo, tal vez potenciando las algas de nieve que había creado el grupo de Acheron. (Pero ya no existía Acheron, le indicó Ann mentalmente.) El hielo negro se derretiría durante el día, y se congelaría por la noche. Sublimación y precipitación. Y así conseguirían un paisaje acuático: los arroyos se encontrarían, unirían sus caudales, bajarían por las pendientes, se congelarían y dilatarían en las grietas de las rocas, se sublimarían y se precipitarían en forma de nieve y se derretirían y volverían a fluir. Sería un mundo glacial o pantanoso casi todo el tiempo, pero, aun así, un paisaje acuático.

Y todas y cada una de las características del Marte primitivo se derretirían. Marte rojo había muerto.

Ann yacía en el suelo, junto a la ventana. Las lágrimas se le derramaron como uniéndose a la inundación: por encima del dique de la nariz, corriente abajo, hasta que le mojó la mejilla y la oreja y todo el lado derecho de la cara.


—Esto hará más complicado que bajemos hasta el fondo del cañón —dijo Michel con una sonrisa fugaz, y Frank rió en el otro coche.

En verdad, parecía imposible que pudieran avanzar más de cinco kilómetros. Justo delante de ellos la avalancha había enterrado la autopista. Las rocas se amontonaban unas sobre otras en paredes inestables, debilitadas desde abajo por la inundación, bombardeadas desde arriba por los continuos desprendimientos.

Durante largo rato discutieron cómo intentar salir de allí. tenían que hablar casi a gritos para oírse por encima del incesante fragor de la inundación. Nadia consideraba que subir por la pendiente era suicidarse, pero Michel y Kasei estaban casi seguros de que encontrarían un camino. Después de un exhaustivo reconocimiento a pie que ocupó todo un día, lograron convencer a Nadia, y los demás se mostraron bien dispuestos. Y así al día siguiente, a cubierto de ojos indiscretos por la tormenta de polvo y el vapor de la inundación, se dividieron entre los dos vehículos y empezaron a conducir despacio sobre el derrumbe.

Era una masa irregular de grava y arena, salpicada de numerosas rocas grandes. Sin embargo, la zona sobre la que se alzaba el camino estaba relativamente nivelada. Se trataba pues de abrirse paso sobre una superficie que parecía de cemento mal mezclado, esquivando grandes piedras y salvando esporádicos agujeros. Michel condujo el coche de vanguardia con temeridad, con una obstinación rayana en la inconsciencia.

—Medidas desesperadas —declaró jubilosamente—. En una situación normal esto sería una locura.

—Es una locura ahora —dijo Nadia con acidez.

—Bueno, ¿qué nos queda? No podemos retroceder y no podemos abandonar. Éstos son tiempos que ponen a prueba el espíritu del hombre.

—No obstante, a las mujeres les va bien.

—Era una cita. Sabes a lo que me refiero. Sencillamente no tenemos posibilidad de volver atrás. La cabecera de Ius estará anegada de pared a pared. Imagino que es eso lo que en cierto modo me alegra. ¿Acaso podemos elegir? El pasado ya no existe, todo lo que importa es el ahora. El presente y el futuro. Y el futuro es este campo de piedras, y aquí estamos. Y se sabe que uno nunca recurre a todas sus fuerzas hasta que sabe de verdad que no hay marcha atrás, que sólo cabe ir adelante.

Y siguieron adelante. Pero el optimismo de Michel se redujo abruptamente cuando el segundo vehículo cayó en un agujero disimulado entre las rocas. Con ciertas dificultades consiguieron abrir la antecámara delantera y sacar a Kasei, Maya, Frank y Nadia. No obstante, no tenían ninguna posibilidad de liberar el coche sin gatos ni palancas. De modo que recogieron todos los suministros y los trasladaron al otro vehículo, que quedó completamente atestado. Y prosiguieron la marcha, ocho personas y sus provisiones, todos ahora en un único coche.


Sin embargo, cuando dejaron atrás la avalancha, todo fue más fácil. Siguieron la autopista del cañón hasta Melas Chasma y allí descubrieron que el camino corría pegado a la pared sur, y como Melas era un cañón tan ancho, la inundación había tenido espacio para extenderse y en algunas zonas se había desviado al norte. Aún sonaba como si unos extractores de aire funcionaran a plena potencia justo fuera de la antecámara, pero la carretera corría por encima y al sur de la inundación, que soltaba velos de vapor de escarcha, llenando el abismo y bloqueando cualquier escenario más al norte.

Avanzaron sin dificultad durante un par de noches, hasta que llegaron al Espolón de Ginebra, que sobresalía de la gigantesca pared sur, casi al borde de la corriente. Allí el camino doblaba hacia lo que ahora era el curso de la inundación, y tuvieron que buscar una ruta más elevada. Los sinuosos rodeos a través de las rocas en las pendientes más bajas del Espolón fueron muy difíciles para el rover. En una ocasión casi quedaron suspendidos en un saliente de roca, y Maya le gritó a Michel y lo acusó de temerario. Se hizo cargo de la conducción mientras Michel, Kasei y Nadia se ponían los trajes y salían al exterior. Sacaron al rover del saliente y luego fueron delante a reconocer la ruta.

Frank y Simón ayudaron a Maya a esquivar obstáculos mientras conducía. Sax seguía pasando todo el tiempo mirando la pantalla. De vez en cuando Frank encendía el televisor y buscaba señales, intentando reconstruir noticias a partir de las voces confusas que la radio captaba. En el mismo lomo del Espolón de Ginebra, cuando cruzaban la estrecha franja de hormigón de la Autopista Transcañón, alcanzaron a oír algunas transmisiones, lo que indicaba que después de todo no iba a ser una tormenta de polvo planetaria. Y en verdad, a veces los días sólo eran brumosos en vez de estar cuajados de polvo. Sax dijo que eso probaba el éxito relativo de las estrategias de fijación del polvo adoptadas después de la Gran Tormenta. No hubo comentarios. Frank señaló que la neblina en el aire parecía ayudar a hacer más claras las débiles señales de radio. Resonancia estocástica, dijo Sax. El fenómeno no era razonable, y Frank le pidió a Sax que le diera una explicación. Sax habló un rato, y al fin Frank soltó la risa hueca de siempre.

—Quizá la emigración no fue más que resonancia estocástica, que amplificaba la débil señal de la revolución.

—No se pueden establecer analogías entre el mundo físico y el mundo social.

—Cállate, Sax. Vuelve a tu realidad virtual.

Frank seguía enfadado; destilaba amargura así como la inundación destilaba vapor de escarcha. Dos o tres veces al día, asaltaba a Michel con preguntas sobre la colonia oculta. Ann se alegró de no estar en la piel de Hiroko cuando Frank se encontrara con ella. Michel contestaba con tranquilidad, sin hacer caso del sarcasmo y la furia que brillaba en la mirada de Frank. Los intentos de Maya por sosegarlo sólo servían para ponerlo mas furioso, pero ella insistía. Ann estaba sorprendida por la perseverancia de Maya, por lo insensible que parecía a los ásperos rechazos de Frank. Era una faceta que no le conocía; por lo general Maya era la persona más volátil del mundo. Pero no ahora.

Al fin rodearon el Espolón de Ginebra y volvieron a estar bajo la pared sur. Las avalanchas interrumpían a menudo el camino al este, pero siempre tenían espacio para desviarse a la izquierda y dar un rodeo.

Llegaron al extremo oriental de Melas. Ahí el abismo más grande se estrechaba y descendía varios cientos de metros hasta los dos cañones paralelos de Coprates, separados por una larga y estrecha meseta. Una escarpada pared cerraba Coprates Sur doscientos cincuenta kilómetros más allá. Coprates Norte empalmaba con unos cañones más bajos en el este lejano. No había otro camino. Era el accidente más largo del sistema Marineris. Michel lo llamaba el Canal de la Mancha; se estrechaba también a medida que avanzaba hacia el este, hasta que alrededor de la longitud sesenta se elevaba y se convertía en un gigantesco desfiladero: acantilados cortados a pico de cuatro kilómetros de altura, que se miraban a través de una grieta de veinticinco kilómetros de ancho. Michel llamaba a ese desfiladero la Puerta de Dover; al parecer las paredes de esos riscos eran blancas, o lo habían sido.

Bajaron por Coprates Norte y los acantilados se cerraron sobre ellos cada día más. La inundación ocupaba todo el ancho del cañón, y la corriente era tan rápida que el hielo de la superficie se quebraba en pequeños témpanos que se desprendían de las olas y se estrellaban de nuevo en la cascada: unos furiosos rápidos de aguas espumosas, el caudal de cien Amazonas coronados de témpanos. Las rojas embestidas de las aguas, como enormes latidos de sangre herrumbrosa, arrancaban y arrastraban el suelo del cañón, como si el planeta se desangrara hasta morir.

Cuando llegaron a la Puerta de Dover vieron sorprendidos que el suelo del cañón estaba casi todo cubierto. El reborde bajo la pared sur del desfiladero no tenía más de dos kilómetros de anchura, y era más estrecho cada vez. Parecía que se derrumbaría en cualquier momento. Maya gritó que era demasiado peligroso continuar y propuso que retrocedieran. Si daban la vuelta y conducían hasta el callejón sin salida de Coprates Sur y conseguían subir a la meseta, entonces podrían dejar atrás las simas de Coprates y seguir hasta Aureum.

Michel insistió en que siguieran adelante y atravesaran la Puerta por el reborde.

—¡Si nos damos prisa lo conseguiremos! ¡Hay que intentarlo! —Y cuando Maya siguió protestando, añadió con contundencia:— ¡La cabecera de Coprates Sur es tan escarpada como estos riscos! ¡El coche no podría subir por ahí! ¡Y no tenemos provisiones para un viaje tan largo! ¡No podemos retroceder!

La única respuesta fue el atronador bramido de la inundación. Permanecieron sentados en el coche, ensimismados, aislados por el fragor como por muchos kilómetros de distancia. Ann deseó que el reborde se desmoronara debajo de ellos, o que les cayera encima una parte de la pared sur y acabara con la indecisión de todos y con aquel ruido terrible y enloquecedor.

Siguieron adelante. Frank, Maya, Simón y Nadia estaban detrás de Michel y Kasei, mirando mientras conducían. Sax se quedo ante la pantalla, estirándose como un gato y observando con ojos de miope las minúsculas imágenes de la inundación. La superficie se calmó un instante, y se congeló, y el estrépito se convirtió en un bramido sordo.

—Es como el Gran Cañón en la escala de un super Himalaya —dijo Sax, al parecer entre dientes, aunque Ann podía oírlo—. El desfiladero Kala Gandaki tiene unos tres kilómetros de profundidad, ¿no es así? Y entre Dhaulagiri y Annapurna sólo hay una separación de cuarenta o cincuenta kilómetros. Llena ese espacio con un caudal como… —No consiguió recordar ninguna inundación comparable.— Me pregunto qué estaría haciendo toda esa agua tan arriba en la Protuberancia Tharsis.

Unos estampidos como de disparos anunciaron otra oleada. La superficie blanca se quebró y se alejó corriente abajo. El ruido los envolvió de nuevo y ahogó todo lo que pensaban o decían, como si el universo vibrara. Un bajo afinándose…

—Se purifica de gases —dijo Ann—. Se purifica de gases.

—Tenía la boca rígida, y sintió en el rostro que no hablaba desde hacía tiempo.

—Tharsis descansa sobre una corriente de magma. La roca sola no podría sostenerse; la protuberancia se habría hundido sin una corriente ascendente del manto.

—Creí que no había manto.

Ella apenas oyó a Sax a través del ruido.

—No, no. —No le importó si Sax la oía o no.— Se ha hecho más lento. Pero las corrientes siguen ahí. Y desde la última gran inundación han vuelto a llenar los acuíferos altos de Tharsis y han mantenido los de Compton en estado líquido. Con el tiempo, las presiones hidrostáticas fueron extremas. Pero con una actividad volcánica menor, y menos impactos de meteoritos, no llegó a estallar. Quizá estuvo lleno mil millones de años.

—¿Crees que Fobos lo hizo estallar?

—Tal vez. Me parece más probable una especie de fusión de reactor.

—¿Sabías que Compton era tan grande? —preguntó Sax.

—Sí.

—Yo no tenía ni idea.

—No.

Ann lo miró. ¿La había oído?

Sí, la había oído. Ocultación de datos… Sax estaba conmocionado, era evidente. No imaginaba ninguna razón que justificara la ocultación de datos. Quizá por eso no se entendían. Sistemas de valores basados en suposiciones muy distintas. Disciplinas científicas independientes.

Sax se aclaró la garganta.

—¿Sabías que era líquido?

—Lo imaginaba. Pero ahora lo sabemos.

La cara de Sax se crispó y puso en pantalla la imagen de la cámara izquierda. Agua negra burbujeante, escombros grises, hielo destrozado, rocas grandes que giraban como dados; olas verticales congeladas que se colapsaban y desaparecían en nubes de vapor de escarcha…

—¡Yo no lo habría hecho así! —exclamó Sax. Ann lo miró, él no apartó la vista de la pantalla.

—Lo sé —dijo ella. Y entonces volvió a estar cansada de hablar, cansada de la inutilidad de las palabras. Nunca había sido diferente: susurros contra el gran bramido del mundo, a medias oídos y menos aun comprendidos.


Cruzaron rápidamente la Puerta de Dover, siguiendo la Rampa de Calais, como Michel llamaba al reborde. Había piedras por doquier y la inundación ya estaba devorando la orilla del reborde. Los fragmentos de las paredes caían delante, detrás y sobre ellos. Era muy posible que cayera una roca mayor y los aplastara como a cucarachas. La perspectiva los preocupaba a todos, y eso le convenía a Ann. Hasta Simón la dejaba en paz, entregado al esfuerzo de navegación o en salidas de reconocimiento con Nadia, Frank o Kasei, contento, pensó Ann, de tener una excusa para alejarse de ella. ¿Y por qué no?

Traqueteaban a un par de kilómetros por hora. Viajaron durante la noche y el día siguientes, aunque había menos neblina y era posible que los vieran desde los satélites. No tenían ninguna otra elección.

Y al fin cruzaron la Puerta de Dover, y Coprates volvió a abrirse delante de ellos. La inundación se desvió algunos kilómetros hacia el norte.

Al anochecer detuvieron el vehículo. Llevaban conduciendo casi cuarenta horas. Se pusieron de pie y se estiraron, movieron los pies, y luego volvieron a sentarse y comieron juntos. Maya, Simón, Michel y Kasei estaban de buen humor, contentos de haber atravesado la Puerta; Sax era el mismo de siempre; Nadia y Frank parecían un poco menos sombríos. La superficie de la inundación estaba congelada de momento, y podían hacerse oír sin desgañitarse. Y así cenaron, concentrados en las pequeñas raciones de comida, hablando sin orden ni concierto.

Durante esa tranquila comida, Ann observó a todos con curiosidad, asombrada de pronto por el espectáculo de la adaptabilidad humana. Allí estaban, cenando y hablando por encima del estruendo sordo que llegaba del norte, como si estuvieran haciendo vida social; podría haber sido cualquier lugar en cualquier época, las caras cansadas animadas por el éxito colectivo, o por el mero placer de comer juntos… mientras fuera de la habitación el mundo destrozado rugía y las avalanchas amenazaban aniquilarlos en cualquier momento. Se le ocurrió que el placer y la estabilidad de los comedores siempre tenían ese telón de fondo, el escenario catastrófico del caos universal; esos momentos de calma eran tan frágiles y fugaces como pompas de jabón, destinados a estallar casi en cuanto se formaban. Grupos de amigos, habitaciones, calles, años, nada duraría. La ilusión de la estabilidad nacía de un esfuerzo concertado por ignorar el caos. Y así comieron, y hablaron, y disfrutaron de la compañía de los otros; así había sido en las cavernas, en la sabana, en las vecindades y en las trincheras en las ciudades, encogidos bajo el bombardeo.

Y por esa razón, en ese momento de la tormenta, Ann Clayborne hizo un esfuerzo. Se levantó y se dirigió a la mesa. Recogió el plato de Sax, y luego el de Nadia y el de Simón. Llevó los platos a la pequeña pila de magnesio, y mientras los fregaba sintió que la garganta se le distendía; habló entonces y la voz le salió como un graznido, pero con esa pequeña hebra había ayudado a tejer la ilusión humana.

—¡Una noche tormentosa! —le dijo Michel secando los platos junto a ella, sonriendo—. ¡Una noche en verdad tormentosa!


A la mañana siguiente despertó antes que los demás, y observó los rostros de sus compañeros dormidos: sucios, hinchados, con las negras mordeduras de la escarcha, las bocas abiertas en un sueño de completa extenuación. Parecían muertos. Y ella no había intentado ayudarlos. Había sido una carga para el grupo; cada vez que entraban al coche habían tenido que pasar por encima de la loca que yacía en el suelo, y se negaba a hablar, y lloraba día y noche. ¡Justo lo que necesitaban!

Avergonzada, se levantó y trabajó en silencio ordenando el cuarto y la zona del conductor. Y ese día estuvo seis horas al volante. Terminó exhausta; pero llegaron sanos y salvos al otro lado de la Puerta de Dover.

Sin embargo, los problemas no habían terminado. Coprates se había abierto un poco, sí, y la pared sur resistía. Pero en esta zona había una cresta larga, una isla ahora, que bajaba por el centro del cañón y lo dividía en dos; y por desgracia el canal del sur era más bajo que el del norte, de modo que el grueso de la inundación fluía por él, y los obligaba a aplastarse contra los riscos. Por suerte la terraza del reborde tenía aquí unos cinco kilómetros de ancho, aunque con el torrente tan cerca a la izquierda, y con los careados riscos a la derecha, nunca se sentían fuera de peligro.

Un día Maya dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿No podríamos esperar a que la inundación arranque la isla y se la lleve?

Tras una incómoda pausa, Kasei dijo:

—Tiene cientos de kilómetros de largo.

—Bueno… ¿no podríamos esperar a que esta inundación pare? Quiero decir, ¿cuánto puede seguir como hasta ahora?

—Varios meses —repuso Ann.

—¿Y no podemos esperar ese tiempo?

—Se nos acaba la comida —explicó Michel.

—Tenemos que continuar —dijo Frank con aspereza—. No seas tonta.

Maya le echó una mirada de fuego y le dio la espalda. De repente el rover pareció demasiado pequeño, como si hubieran metido dentro un grupo de tigres y leones. Simón y Kasei, agobiados por la tensión, se pusieron los trajes y salieron a reconocer el terreno.


Más allá de lo que llamaron Isla Cresta, Coprates se abría como un embudo, con profundas depresiones entre las paredes del cañón. La depresión norte era Capri Chasma, y la del sur, Eos Chasma, continuaba los cañones de Coprates. No tenían otra alternativa que atravesar Eos, pero Michel dijo que de todos modos era el camino que tendrían que haber tomado. Ahí el acantilado sur bajaba un poco al fin, cortado por hondas ensenadas y destrozado por un par de cráteres de meteoritos de buen tamaño. Capri Chasma doblaba hacia el nordeste y se perdía de vista; entre las dos depresiones había una mesa baja y triangular que dividía la inundación en dos. Por desgracia, el grueso del agua desembocaba en Eos, ligeramente más bajo, de modo que aun fuera de los estrechos cañones de Coprates, todavía tenían que apretarse contra la pared del risco y avanzaban despacio, con provisiones de comida y carburantes cada vez más escasas.

Estaban cansados, muy cansados. Hacía veintitrés días que habían escapado de Cairo, ahora 2.500 kilómetros cañón arriba; y en todo ese tiempo habían dormido por turnos y habían conducido casi sin interrupción, envueltos en el fragor de un mundo que se hacía pedazos.

Eran demasiado viejos para eso, como había dicho Maya en más de una ocasión, y tenían los nervios desquiciados; decían tonterías, cometían pequeños errores, dormitaban en cualquier momento.

El reborde por el que iban, entre el risco y la inundación, se convirtió de pronto en un inmenso campo de rocas, deyecciones de cráteres próximos o detritos arrastrados por las aguas. A Ann le pareció como si las ensenadas estriadas que había en el risco sur fueran trabajos de sapa que abrirían cañones tributarios de desagüe; pero no tuvo tiempo de mirar con mucha atención. Parecía a menudo que las rocas iban a bloquear el camino por completo, que después de todos estos días y kilómetros, después de franquear casi totalmente Marineris en medio del cataclismo más violento, iban a quedarse allí retenidos por los últimos derrumbes en la desembocadura de los cañones.

Entonces buscaron un camino y lo encontraron, y al rato no pudieron seguir, y así una vez y otra, día tras día. Redujeron las raciones a la mitad. Ann estaba a menudo al volante, pues parecía menos cansada que los otros. Era una buena conductora, casi tanto como Michel, y ahora siempre quería ayudar, hacer algo, y cuando no conducía, salía a reconocer el camino. Fuera seguía el ruido aturdidor y el suelo que temblaba bajo los pies. Era imposible acostumbrarse, aunque ella trató de pasarlo por alto. La luz del sol atravesaba la niebla y la bruma en amplias manchas mortecinas, y en el crepúsculo y alrededor del sol opaco aparecían hieloiris y parelios, y anillos de luz. A menudo el cielo entero parecía en llamas, una escena del apocalipsis visto por Turner.

Muy pronto también Ann estuvo extenuada. Ahora comprendía a sus compañeros. Michel había sido incapaz de localizar los últimos tres depósitos de suministros; estaban enterrados o anegados, poco importaba. La mitad de las raciones representaban 1.200 calorías diarias, mucho menos de lo que consumían. Falta de comida, falta de sueño; y para Ann al menos, la misma y vieja depresión, implacable como la muerte, que crecía en ella como una negra masa de barro, vapor, hielo.

El camino se hizo más difícil. Un día sólo avanzaron un kilómetro. Al día siguiente pareció que no se movían. Una hilera de grandes rocas eran una especie de línea Maginot marciana. Un plano fractal perfecto, señaló Sax, de 2.7 dimensiones. Nadie se molestó en contestarle.

Kasei descendió y descubrió un paso posible justo en el borde del torrente. Por el momento, toda la inundación estaba congelada, como durante los últimos dos días. Se extendía hasta el horizonte, una superficie revuelta como la del Océano Glacial Ártico, sólo que mucho más sucia, un gran revoltijo de bloques negros, blancos y rojos. Sin embargo, junto a la orilla el hielo era llano, y en muchos sitios transparente. Miraron y comprobaron que era una capa congelada de unos dos metros de profundidad. De modo que bajaron a la orilla y marcharon junto a ella, y cuando encontraban un grupo de rocas, Ann giraba a la izquierda y viajaban sobre la dura capa de hielo. Nadia y Maya se burlaron del temor que esa ruta provocaba en los otros.

—En Siberia conducíamos todo el invierno por los ríos —dijo Nadia—. Eran los caminos mejores.

De modo que durante todo un día Ann marchó por el borde mellado de la inundación y a veces sobre la superficie, y avanzaron ciento sesenta kilómetros, el mejor día en dos semanas.

Cerca del atardecer empezó a nevar. El viento del oeste venía de Coprates y traía unas grandes y arenosas masas de nieve que pasaban velozmente sobre ellos. Llegaron a una avalancha reciente que caía justo sobre el hielo. Las inmensas rocas dispersas le daban el aire de una vecindad abandonada. La luz era gris oscura. A través de ese laberinto necesitaban un guía que fuera delante a pie, y Frank se presentó como voluntario. A esas alturas era el único de ellos al que le quedaba todavía algo de fuerza, más incluso que al joven Kasei; Frank aún hervía con el calor de su cólera, una fuente de combustible que nunca se agotaría.

Caminaba despacio delante del coche, examinaba las rutas posibles y regresaba sacudiendo la cabeza, o indicándole a Ann que continuara. Unos delgados velos de vapor de escarcha se elevaban alrededor hacia la nieve que caía, y se alejaban en ráfagas impulsadas por el poderoso viento de la noche, adentrándose en la oscuridad. Contemplando este sombrío espectáculo, Ann dejó de ver la línea del hielo; el rover subió por una roca redonda y la rueda izquierda trasera quedó en el aire. Ann aceleró para pasar por encima de la roca, pero las ruedas delanteras se hundieron en arena y nieve. Había atascado el rover.

Ya había sucedido otras veces, pero se irritó consigo misma, le había distraído el irrelevante espectáculo del cielo.

—¿Qué diablos haces? —gritó Frank por el intercomunicador. Ann se sobresaltó; nunca se acostumbraría a la cáustica vehemencia de Frank—.

¡Muévete!

—Lo he encallado en una roca —dijo ella.

—¡Maldita seas! ¿Por qué no miras por dónde andas? ¡Ya, para las ruedas, páralas! Pondré unas telas metálicas bajo las ruedas de delante. Cuando salgas de esa roca sube rápido por la pendiente, ¿entendido?

¡Viene otra oleada!

—¡Frank! —gritó Maya—. ¡Entra!

—¡En cuanto coloque las jodidas bandas debajo! ¡Prepárate para acelerar!

Las bandas eran tiras de red metálica que se colocaban debajo del vehículo y luego se estiraban para que las ruedas tuvieran algo que morder. Era un antiguo método del desierto, y Frank corrió alrededor del rover maldiciendo en voz baja y escupiendo órdenes. Ann obedecía con los dientes apretados y el estómago hecho un nudo.

—¡De acuerdo, en marcha! —gritó Frank—. ¡En marcha!

—¡Primero sube al rover! —gritó Ann.

—¡No hay tiempo, vete, ya casi lo tenemos encima! ¡Me agarraré a un lado, vete, maldita sea, vete!

Entonces Ann aceleró, y sintió cómo las ruedas mordían las tiras metálicas y el vehículo pasaba por encima de la roca, hasta que las ruedas traseras volvieron a tocar el suelo. Pero de pronto el bramido de la inundación se duplicó y redobló, y unas ráfagas de pedazos de hielo volaron estrepitosamente alrededor del coche, y luego el hielo desapareció en una humareda oscura y borboteante. Ann pisó a fondo el acelerador y aferró el volante, que se sacudía frenéticamente. Mezclado con el choque de la oleada oyó la voz de Frank gritando: —¡Vete, idiota, vete!—, y en ese momento algo los golpeó y el vehículo giró, incontrolado. Ann sintió un fuerte dolor en el oído izquierdo. No soltó el volante y mantuvo el pie sobre el acelerador. Las ruedas resbalaron y el rover quedó cubierto por el agua y se sacudió violentamente. —¡Vete!— Siguió acelerando y giró cuesta arriba, sin dejar de saltar en el asiento; todas las ventanas y las pantallas de televisión mostraban un agua tumultuosa. Entonces la inundación quedó atrás y las ventanas se despejaron. Los faros del vehículo iluminaron un terreno rocoso, nieve que caía, y delante una zona llana y desnuda. Ann siguió pisando a fondo a pesar de las sacudidas. La inundación rugía aún detrás de ellos. Cuando alcanzó la elevación tuvo que apartar la pierna y el pie del acelerador con ayuda de las manos. El coche se detuvo. Estaban por encima de la inundación, sobre el estrecho reborde de una terraza. Parecía que la oleada remitía. Pero Frank Chalmers había desaparecido.


Maya insistió en volver y buscarlo, pero hubiera sido en vano. En el crepúsculo los faros alcanzaban cincuenta metros, y la intersección de los dos conos amarillos en el mundo gris oscuro que quedaba más allá sólo vieron la superficie irregular de la inundación, un mar torrencial de restos y desechos sin el más mínimo rastro de una forma regular; de hecho, parecía un mundo en el que tales formas eran imposibles. Nadie hubiera podido sobrevivir a esa hecatombe. Frank había desaparecido, ya derribado del coche por una sacudida o arrastrado en el breve y casi fatal encuentro con la ola y el barro.

Las últimas maldiciones de Frank parecían salir aún a borbotones de la estática del intercomunicador, por encima del rugido de las aguas:

«¡Vete, idiota, vete!». Había sido culpa de ella, todo culpa de ella… Maya lloraba, ahogada en sollozos, doblada sobre el vientre.

—¡No! —gritó—. ¡Frank, Frank! ¡Tenemos que buscarlo!

Entonces el llanto la ahogó. Sax fue a buscar algo al botiquín, se acercó y se agachó junto a ella.

—Óyeme, Maya, ¿quieres un tranquilizante?

Y ella golpeó la mano de Sax y desparramó las pastillas por el suelo.

—¡No! —aulló—, ¡son mis sentimientos, son mis hombres, crees que soy una cobarde, crees que me gustaría ser un zombi como tú!

Se derrumbó otra vez en sollozos. Sax se quedó allí de pie, con una expresión dolida en la cara; Ann se sintió conmovida.

—Por favor —dijo—. Por favor, por favor.

Abandonó el asiento y apretó brevemente el brazo de Sax. Se agachó para ayudar a Nadia y a Simón a levantar a Maya. Ya estaba más tranquila, y aferraba con una mano la muñeca de Nadia. Nadia la miraba con la expresión distante de un médico, replegada a su propia manera, murmurando en ruso.

—Maya, lo siento —dijo Ann. Tenía un nudo en la garganta, le dolía hablar—. Fue culpa mía. Lo siento. Maya sacudió la cabeza.

—Fue un accidente.

Ann no se atrevió a decir en voz alta que se había distraído. Las palabras se le atragantaron, y otro acceso de sollozos sacudió a Maya, y la oportunidad de hablar se perdió.

Michel y Kasei ocuparon los asientos de los conductores y de nuevo avanzaron por el reborde rocoso.


No muy lejos hacia el este, la pared del cañón sur se hundió al fin en la llanura circundante, y pudieron dejar atrás la inundación, que seguía por Eos Chasma hacia el norte hasta Capri Chasma. Michel encontró el sendero de la colonia oculta, pero volvió a perderlo; las señales del camino estaban a menudo enterradas en la nieve. Pasó todo un día intentando localizar un escondite que creía próximo. Al fin, en vez de perder más tiempo, decidieron marchar a máxima velocidad, hacia el nordeste, hacia el refugio que según Michel se encontraba en un terreno quebrado justo al sur de Aureum Chaos.

—Ya no es nuestra colonia principal —explicó a los otros—. Estuvimos ahí al principio, después de abandonar la Colina Subterránea. Pero Hiroko quería marcharse al sur, y allá fuimos al cabo de unos pocos años. Ella dijo que no le gustaba ese refugio porque Aureum es una depresión, y algún día tal vez sería un lago. Me pareció una tontería, pero veo ahora que tenía razón. Puede que incluso Aureum sea la cuenca definitiva para toda esta agua, no lo sé. Pero el refugio está en un terreno elevado, por encima de la inundación. Quizá no haya nadie, pero habrá provisiones. Y en una tormenta cualquier puerto es bueno, ¿no?

Nadie tuvo ánimo para contestarle.

En el segundo día de dura marcha la inundación desapareció hacia el norte. El suelo, cubierto ahora por un metro de nieve sucia, dejó de temblar. El mundo parecía muerto, extrañamente silencioso e inmóvil, amortajado de blanco. Cuando no nevaba el cielo seguía brumoso, pero no era imposible que los localizaran, y dejaron de viajar de día. Avanzaron de noche con las luces apagadas, a través de un paisaje nevado que brillaba débilmente bajo las estrellas.

Durante esas noches Ann condujo el rover. Nunca habló de su momento de distracción. Y nunca más volvió a repetirlo; vigilaba con una concentración desesperada, ajena a todo menos a lo que los conos de luz iluminaban ante ella. A menudo conducía toda la noche, porque olvidaba despertar al conductor del turno siguiente o porque decidía continuar. Frank Chalmers había muerto por culpa de ella; deseó desesperadamente poder volver atrás y cambiar las cosas, pero no había remedio. Hay errores irreparables. El paisaje blanco estaba desfigurado por una infinidad de rocas, todas coronadas de nieve: un mosaico en el que a duras penas se distinguía algo por la noche: a veces daba la impresión de que avanzaban laboriosamente bajo tierra, otras parecía que flotaban a cinco metros por encima de un mundo blanco, o que conducían un coche fúnebre sobre el cuerpo de los fallecidos. Las viudas Nadia y Maya en la parte de atrás. Y ahora sabía que también Peter estaba muerto.

Dos veces oyó a Frank llamándola por el intercomunicador, una vez le pedía que volviera y lo ayudase; la otra le gritaba: «¡Vete, idiota, vete!».

Maya lo sobrellevaba bien. Era fuerte a pesar de su voluble estado de ánimo. Nadia, que para Ann era la mujer fuerte del grupo, estaba callada casi todo el tiempo. Sax miraba la pantalla y trabajaba. Michel intentó conversar varias veces, y finalmente se rindió cuando vio que nadie le hacía caso. Simón, como de costumbre, miraba con ansiedad a Ann, con una grave preocupación; ella no lo soportaba y evitaba mirarlo. El pobre Kasei tenía que sentirse como si estuviera encerrado en una institución para ancianos locos, la idea era casi divertida, si no fuera porque de algún modo parecía desanimado, ella no sabía por qué, quizá por la pérdida, quizá por la creciente certeza de que no sobrevivirían; tal vez sólo fuera hambre, no había manera de saberlo.

La nieve llenaba las noches con una pulsación blanca. Después de un tiempo se derretiría, abriría nuevos cauces, y se llevaría a Marte para siempre. Marte había desaparecido. Michel se sentaba junto a Ann durante el segundo turno de la noche buscando señales de la ruta perdida.

—¿Nos hemos extraviado? —le preguntó Maya una vez, justo antes del alba.

—No, en absoluto. Es sólo que… estamos dejando huellas en la nieve. No sé cuánto van a durar, o si son muy visibles, pero sí… Bueno, por si acaso duran, quiero que abandonemos el coche y hagamos a pie la última parte del camino. Y antes quiero estar seguro de dónde estamos. Hay piedras y dólmenes que nos ayudarían, pero primero tenemos que verlos. Se recortarán en el horizonte; son piedras o columnas un poco más altas.

—Será más fácil localizarlas de día —dijo Simón.

—Cierto. Echaremos un vistazo mañana, y con eso bastará… estaremos en la zona apropiada. Fueron pensadas para ayudar a gente perdida como nosotros. Estaremos bien.

Con la excepción de que sus amigos habían muerto. Su único hijo había muerto. Y su mundo había desaparecido para siempre, tumbada al amanecer junto a las ventanas, Ann intentó imaginarse la vida en el refugio escondido. Bajo tierra durante años y años. No podría hacerlo.

¡Vete, idiota, vete! ¡Maldita seas!

Al alba Kasei soltó un ronco grito de triunfo: en el horizonte septentrional había un trío de piedras erguidas. Un dintel que unía dos columnas, como si un único fragmento de Stonehenge hubiera volado hasta allí. El hogar estaba cerca, dijo Kasei.

Pero primero esperarían a que pasara el día. Michel era cada vez más cauto para evitar la vigilancia de los satélites y quería proseguir de noche. Se acomodaron para dormir un poco.

Ann no pudo dormir. Se sentía fortalecida por una nueva determinación. Cuando los demás cayeron rendidos, Michel roncando felizmente, dormidos todos por primera vez en casi cincuenta horas, se metió en el traje y entró sigilosamente en la antecámara. Miró atrás y los observó: un grupo hambriento y andrajoso. La mano tullida de Nadia asomaba a un lado. Hizo algunos ruidos inevitables al salir de la antecámara, pero todos estaban acostumbrados a dormir en medio de los zumbidos y clics del sistema de soporte vital. Salió sin despertar a nadie.

El frío básico del planeta. Tembló, y se dirigió al oeste, caminando sobre las huellas del rover para que no pudieran seguirla. El sol atravesaba la bruma. La nieve caía de nuevo, teñida de rosa por los rayos del sol. Caminó trabajosamente hasta llegar a una empinada ladera libre de nieve. Hacía mucho frío, y la nieve caía en copos diminutos, probablemente porque los cristales se habían acumulado sobre granos de arena. En la cima de la pequeña colina había una roca baja y ancha. Se sentó al abrigo del viento. Apagó la unidad de calefacción del traje, y cubrió la luz de alarma del ordenador con un poco de nieve.

El frío se agudizó rápidamente. El cielo ahora era de un gris opaco, teñido débilmente de rosa. Los copos se le posaban sobre el visor del casco.

Había dejado de temblar y empezaba a sentir un frío agradable, cuando una bota le pateó con fuerza el casco y sintió que la obligaban a ponerse de rodillas; le zumbaba la cabeza. Una figura enfundada en un traje golpeó violentamente su visor contra el de ella. Luego unas manos como tenazas la agarraron por los hombros y la devolvieron al suelo.

—¡Eh! —gritó Ann con voz débil.

La aferraron por los hombros, la levantaron a la fuerza, le retorcieron hacia atrás el brazo izquierdo, y la obligaron a avanzar. Sintió que la estructura de diamante del traje le calentaba de nuevo la piel. Cada pocos pasos recibía un golpe en el casco.

La figura la llevó directamente al rover, lo que la sorprendió. La empujó a la antecámara y gateó detrás de Ann, cerró y presurizó la cámara y le arrancó el casco y luego se quitó el suyo, y ella vio sorprendida que era Simón, la cara roja; le gritaba, golpeándola todavía, el rostro empapado en lágrimas… Simón, el hombre tranquilo, que ahora le gritaba: —¿Por qué? ¿Por qué? ¡Maldita seas, siempre haces lo mismo, siempre eres tú, tú, tú, aislada en tu mundo, eres tan egoísta.…!—. La voz se elevó hasta convertirse en un gritó de dolor… Simón que jamás decía nada, que nunca alzaba la voz, ahora la golpeaba y le gritaba a la cara, escupiendo literalmente, jadeando; y de repente Ann se sintió furiosa.

¿Por qué no antes, por qué no cuando ella lo había necesitado? ¿Por qué había hecho falta esto para que él despertase? Lo golpeó en medio del pecho con fuerza y él se tambaleó.

—¡Déjame en paz! —le gritó—. ¡Déjame en paz! —Y entonces la angustia la recorrió con un temblor, el gélido estremecimiento de la muerte marciana.— ¿Por qué no me dejaste en paz?

Simón recuperó el equilibrio, se abalanzó hacia ella y la agarró por los hombros, y la sacudió. Ella nunca había advertido que él tuviera manos tan fuertes.

—Porque —gritó Simón, e hizo una pausa para humedecerse los labios y recuperar el aliento-…porque… —Y los ojos se le desorbitaron y el rostro se le ensombreció aún más, como si mil frases se le hubieran atragantado a la vez, y entonces el manso Simón rugió, y la sacudió, y gritó:— ¡Porque no! ¡Porque no! ¡Porque no!


Nevaba. Aunque era temprano por la mañana, apenas había luz. El viento barría a través del caos y arrastraba la cellisca sobre la tierra quebrada. Rocas tan grandes como manzanas de ciudad yacían amontonadas unas junto a otras, y el paisaje se fragmentaba en un millón de pequeños riscos, hondonadas, mesas, picos, crestas… también había unas extrañas barras, torres y piedras que sólo el kami mantenía en equilibrio. Todas las piedras oblicuas o verticales en ese terreno caótico eran todavía oscuras, mientras que las zonas más llanas ya habían sido cubiertas de blanco por la nieve. Las olas y los velos de nieve pasaban veloces y borraban todas las formas.

Entonces dejó de nevar. El viento amainó. Los negros verticales y los blancos horizontales daban al mundo un aspecto desconocido. En el día encapotado no había sombras, y el paisaje brillaba como si la luz se derramara a través de la nieve hasta las nubes bajas y crepusculares. Todo era aguzado y nítido, como cristal tallado.

En el horizonte asomaron unas figuras en movimiento. Aparecieron una a una, hasta que hubo siete en una fila irregular. Avanzaban despacio, los hombros encorvados, los cascos inclinados hacia adelante. Se movían como si fueran sin rumbo. Las dos de vanguardia alzaban la cabeza de vez en cuando, pero no se detenían ni hacían señas indicando el camino.

Las nubes occidentales centellearon como el nácar; única señal en ese día opaco de que el sol empezaba a bajar. Las figuras subieron por una larga loma que emergía del destrozado paisaje.

Tardaron bastante en trepar a la loma. Al fin llegaron a un montículo pedregoso al borde de la cima. Una gran roca de se alzaba allí en el aire sobre seis delgadas columnas de piedra.

Las siete figuras se aproximaron a este megalito. Se detuvieron y lo contemplaron un rato bajo las oscuras y moradas nubes. Luego avanzaron entre las columnas y se colocaron bajo la gran piedra, que se levantaba muy por encima de ellos como un enorme techo. El suelo circular era de piedra tallada y pulida.

Una de las figuras caminó hasta la columna más alejada y la tocó con un dedo. Los otros observaron el caos nevado e inmóvil. Una puerta trampa se deslizó en el suelo y descubrió una abertura. Las figuras se acercaron y una a una bajaron al interior de la loma.

Cuando desaparecieron, los seis delgados pilares comenzaron a hundirse, y el gran dolmen que sostenían en alto descendió sobre ellos. Al fin las columnas desaparecieron y la gran roca descansó sobre la loma como una vasta superficie de piedra. Detrás de las nubes el sol se había puesto, y la luz se desvaneció en la tierra vacía.


Fue Maya quien los obligó a seguir, Maya quien los empujó hacia el sur. El refugio bajo el dolmen sólo era una serie de pequeñas cavernas con alimentos y reservas de gases, aunque por lo demás vacías. Tras unos pocos días que dedicaron a dormir y comer, Maya empezó a quejarse. No era manera de vivir, dijo, sólo una especie de muerte en vida; ¿dónde estaban todos los demás? ¿Dónde estaba Hiroko? Michel y Kasei volvieron a explicarle que la colonia oculta estaba en el sur, que hacia tiempo que se habían mudado allí. Muy bien, dijo Maya, entonces también nosotros iremos al sur. Había otros rovers-roca en el garaje del refugio, viajarían de noche, dijo, y fuera de los cartones estarían a salvo. Además, el refugio ya no era autónomo; las provisiones se agotarían, y tarde o temprano tendrían que irse. Mejor hacerlo bajo la cobertura de la tormenta de polvo. Mejor irse ya.

Así que puso a todos en movimiento. Cargaron dos coches y de nuevo partieron hacia el sur a través de las grandes y onduladas planicies de Margaritifer Sinus. Libres de las restricciones de Marineris, avanzaron cientos de kilómetros cada noche y durmieron de día, y en un viaje casi silencioso de varias jornadas pasaron entre Argyre y Hellas, a través de la interminable zona de cráteres de las tierras altas del sur. Empezó a parecer que nunca habían hecho otra cosa que conducir esos pequeños vehículos, que el viaje duraría para siempre.

Pero una noche entraron en el terreno estratificado de la región Polar, y cerca del amanecer el horizonte brilló, y luego fue una estrecha franja blanca que se ensanchó y convirtió en un acantilado blanco. El casquete polar sur, evidentemente. Michel y Kasei ocuparon los dos asientos del conductor y conferenciaron en voz baja. Avanzaron hasta que alcanzaron el acantilado blanco y continuaron sobre la costra de arena congelada bajo la mole de hielo. El acantilado era un enorme saliente, como una ola detenida en el momento de romper contra la playa. Había un túnel excavado en el hielo de la base, y de él salió una figura que guió los rovers hacia el interior.

El túnel los condujo a través del hielo al menos por un kilómetro; parecía bajo de techo y bastante ancho como para dos o tres rovers. El hielo estratificado de alrededor era de un blanco inmaculado. Pasaron por dos antecámaras, y en la tercera Michel y Kasei detuvieron los rovers, abrieron las antecámaras y salieron. Maya, Nadia, Sax, Simon y Ann bajaron detrás. Cruzaron la puerta de una antecámara y marcharon en silencio hasta que llegaron a la salida del túnel y todos se detuvieron, paralizados.

Arriba había una enorme cúpula de centelleante hielo blanco; era como si estuvieran debajo de un gigantesco ateneo invertido: la cúpula tenía varios kilómetros de diámetro y por lo menos un kilómetro de altura, quizá más; se dilataba bruscamente en la periferia y luego se curvaba en el centro. La luz era difusa como en un día nublado, y parecía venir de la misma cúpula, blanca y refulgente.

El suelo era de arena rojiza ligeramente apisonada, herbosa en las hondonadas, con bosques de pinos y bambúes. A la derecha había algunas lomas, y en esas pequeñas colinas había un pueblito, con casas de una y dos plantas pintadas de blanco y azul, entremezcladas con grandes árboles que albergaban cuartos de bambú y escaleras.

Michel y Kasei avanzaban hacia ese pueblo, y la mujer que había guiado los coches a la antecámara del túnel corría delante, gritando: —¡Han llegado! ¡Han llegado!—. Bajo el extremo lejano de la cúpula había un lago cubierto por una tenue capa de vapor, surcado por olas que rompían en la orilla cercana. Del otro lado se alzaba la masa azul de un Rickover que se reflejaba sobre el agua blanca. Ráfagas de frío y viento húmedo les mordisqueaban las orejas.

Michel regresó y puso en movimiento a sus amigos, estaban de pie como estatuas.

—Vamos, hace frío fuera —comentó con una sonrisa—. Una capa de hielo recubre la cúpula, y hay que mantener el aire por debajo todo el tiempo.

La gente salía de las casas gritando. Junto al pequeño lago apareció un hombre joven que corría hacia ellos, avanzando por las dunas a grandes saltos, como una gacela. A pesar de los años que llevaban en Marte, para los primeros cien una carrera voladora todavía tenía un aire de ensueño; pasó un rato antes de que Simón aferrara el brazo de Ann y gritara:

—¡Es Peter! ¡Es Peter!

—Peter —dijo ella.Y entonces se encontraron entre un montón de gente, muchos jóvenes desconocidos, pero por doquier había rostros familiares que se abrían paso hasta el centro: Hiroko, Iwao, Raúl, Rya, Gene, Peter que se arrojo a los brazos de Ann y Simon, y también estaban Vlad, Úrsula, Marina y varios más del grupo de Acheron, todos arracimados alrededor, alargando las manos para tocarlos.

—¿Qué lugar es éste? —gritó Maya.

—Es nuestra casa —le dijo Hiroko—. Aquí es donde todo vuelve a empezar.

Загрузка...