TERCERA PARTE El crisol

Se formó con el resto del sistema solar, hace unos cinco mil millones de años. Eso significa quince millones de generaciones humanas. Las rocas chocaron violentamente en el espacio, para luego volver y juntarse, todo debido a esa fuerza misteriosa que llamamos gravedad. Esa misma urdimbre hizo que el montón de rocas, cuando fue lo suficientemente grande, se comprimiera, hasta que el calor las fundió. Marte es pequeño pero pesado, y tiene un núcleo de níquel y hierro. Es bastante pequeño como para que se haya enfriado más rápidamente que la Tierra; el núcleo ya no gira dentro de la corteza a una velocidad distinta, y por eso Marte casi no tiene campo magnético. Pero uno de los últimos flujos internos del núcleo y del manto en fusión trajo como consecuencia una enorme y anómala promisión hacia un lado, un empujón contra la pared de la corteza que originó una protuberancia del tamaño de un continente y de once kilómetros de altitud, tres veces más alta que el altiplano tibetano, por encima de las tierras que lo circundan. Esa protuberancia hizo que aparecieran muchos otros accidentes: un sistema de hendiduras radiales que ocupaba todo un hemisferio, incluyendo las grietas más grandes, el Valle Marineris, una cadena de cañones que cubriría Estados Unidos de costa a costa. Ese abultamiento también originó una serie de volcanes, incluyendo los tres que tenía a horcajadas sobre el lomo, los Montes Ascraeus, Pavonis y Arsia; y a lo lejos, en las crestas noroccidentales, el Monte Olimpo, la Montaña más alta del sistema solar, tres veces la altura del Everest y cien veces la masa del Mauna Loa, el volcán más grande de la Tierra. De modo que la Protuberancia Tharsis fue el factor más importante en la modelación de la superficie marciana. Otro factor fue la caída de meteoritos. En la antigüedad, hace unos tres mil o cuatro mil millones de años, los meteoritos caían sobre Marte en una proporción enorme, millones de ellos, y miles eran planetesimales, rocas tan grandes, como Vega o Fabos. Uno de los impactos abrió la Cuenca de Hellas, 2.000 kilómetros de diámetro, el cráter visible más grande del sistema solar, aunque Daedalia parece ser lo que queda de una cuenca de impacto de 4.500 kilómetros. Estos cráteres son grandes; pero algunos areólogos opinan que todo el hemisferio norte es una antigua cuenca de impacto.

Esos enormes impactos fueron tan cataclismicos que es difícil imaginarlos; algunas de sus deyecciones terminaron en la Tierra y la Luna, y como asteroides en órbitas troyanas. Algunos areólogos creen que la Protuberancia Tharsis nació de un impacto en Hellas; otros creen que Fobos y Deimos son deyecciones. Y éstos sólo fueron los impactos más grandes. Rocas más pequeñas caían a diario, de modo que las superficies más viejas de Marte están saturadas de cráteres, siendo el paisaje un palimpsesto de anillos más recientes que ocultan otros anteriores, sin que haya quedado intacto ningún trozo de tierra. Y cada uno de esos impactos liberó explosiones de calor que fundieron la roca; los elementos escaparon y fueron proyectados como gases calientes, líquidos y minerales nuevos. Esto y la liberación de los gases del núcleo produjeron una atmósfera y muchísima agua; hubo nubes, tormentas, lluvia y nieve, glaciares, corrientes, ríos, lagos, todos erosionando la superficie, dejando inequívocas huellas: canales de inundación, lechos de ríos, líneas de costa, jeroglíficos hidrológicos.

Pero todo eso pasó. El planeta era demasiado pequeño, estaba demasiado lejos del Sol. La atmósfera se congeló y cayó. El dióxido de carbono se sublimó y formó una atmósfera nueva y tenue, mientras que el oxigeno se unió a la roca y la enrojeció. El agua se congeló, y a lo largo de las edades se filtró a través de los kilómetros de roca quebrada por los meteoritos. Con el tiempo, ese estrato de regolito se impregnó de hielo, y las capas calientes mas profundas alcanzaron a derretirlo; de modo que hubo mares subterráneos en Marte. El agua siempre fluye cuesta abajo, así que esos acuíferos migraron descendiendo, filtrándose despacio, hasta que se estancaron en algún obstáculo: una nervadura de roca o una barrera de tierra congelada. Algunas veces había fuertes presiones artesianas en esos diques; y algunas veces impactaba un meteorito, o aparecía un volcán, y el dique estallaba con violencia y vomitaba sobre el paisaje todo un mar subterráneo en torrentes enormes, torrentes diez mil veces superiores al caudal del Mississippi. Sin embargo, con el tiempo el agua en la superficie se congelaba y se sublimaba, alejándose en los vientos incesantes y secos, y caía sobre los polos en un manto de niebla invernal. Los casquetes polares se engrosaron, y el peso empujó el hielo bajo tierra, hasta que el hielo visible sólo fue la punta de dos lentes de permafrost subterráneo que cubrían el mundo, lentes primero diez y luego cien veces el volumen visible de los etes. Mientras en el ecuador se llenaban nuevos acuíferos debido a la condensación de los gases del núcleo. Y algunos de los viejos acuíferos se estaban llenando otra vez.

Y así, el más lento de los ciclos se aproximó a su segunda vuelta, pero a medida que el planeta se iba enfriando, todo fue sucediendo más y mas lentamente, en un prolongado ritardando, como un reloj que se va quedando sin cuerda. Pero el cambio nunca se detiene: los vientos incesantes tallaron el suelo, con un polvo cada vez más fino; y las excentricidades de la órbita de Marte hicieron que el hemisferio norte y el hemisferio sur intercambiaran los inviernos fríos y cálidos en un ciclo de 51.000 años, de modo que el casquete de hielo seco y el de hielo de agua, cambiaban de polo. Cada oscilación de ese péndulo echaba los cimientos de otro estrato de arena, y las depresiones de las nuevas dunas atravesaron los viejos estratos hasta que la arena que rodeaba los polos quedó dispuesta en líneas punteadas que se entrecruzaban, en diseños geométricos, como las pinturas de arena de los navajos, que envolvían toda la superficie del mundo.

Las arenas de colores formando dibujos, los muros estriados y festoneados de los cañones, los volcanes elevándose hasta el cielo, los cascotes de roca del terreno caótico, la infinidad de cráteres, emblemas anulares de los orígenes del planeta… Hermosos, o más que eso: parcos, austeros, desnudos, silenciosos, estoicos, rocosos, inmutables. Sublimes. El lenguaje visible de la existencia mineral de la naturaleza.

Mineral; no animal, ni vegetal, ni viral. Podría haber ocurrido, pero no. Nunca apareció una generación espontánea en el baño o en los calientes manantiales sulfúricos; ninguna espora cayó del espacio, no hubo ningún toque divino; sea lo que sea lo que inicia la vida (pues no sabemos qué es), no tuvo lugar en Marte. Marte giró, prueba de la variedad del mundo, de su vitalidad rocosa.

Y entonces, un dia…


Pisó el suelo con pie firme, sin dificultad, bajo una g casi familiar después de nueve meses en el Ares; y el peso del traje hacía que no fuera muy diferente a caminar en la Tierra, por lo que podía recordar. El cielo era de color rosa, surcado de tonalidades de tostado arenoso, un color más rico y más sutil que cualquiera de los que había visto en las fotografías.

—Miren el cielo —decía Ann—, miren el cielo.

Maya charlaba a cierta distancia, mientras Sax y Vlad giraban como estatuas rotatorias. Nadejda Francine Cherneshevski dio unos pasos más y sintió como la superficie crujía bajo sus pies. Era una capa de arena endurecida por la sal, de un par de centímetros de espesor, que se resquebrajaba cuando se caminaba sobre ella; los geólogos la llamaban costradura o caliche. Unos pequeños sistemas de hendiduras radiales rodearon las huellas de las botas.

Se había apartado del vehículo de descenso. El suelo era de un naranja herrumbroso oscuro y estaba cubierto por un mantillo regular de rocas del mismo color, aunque en algunas había matices de rojo, negro o amarillo. Hacia el este advirtió numerosos vehículos de desembarque, todos de diferentes formas y tamaños, los más lejanos recortándose en el horizonte oriental. Todos estaban recubiertos de una costra del mismo rojo anaranjado del suelo: era una escena extraña, estremecedora, como si hubieran encontrado por casualidad un puerto espacial alienígena largo tiempo abandonado. Dentro de un millón de años, algunas zonas de Baikonur tendrían este aspecto.

Se encaminó hacia uno de los vehículos de desembarco más cercanos, un contenedor de carga del tamaño de una casa pequeña posado sobre la estructura esquelética de los cohetes de cuatro patas. Daba la impresión de que llevaba allí décadas. El sol estaba alto, demasiado brillante para mirarlo incluso a través del visor del casco. Era difícil saberlo a causa de la polarización y de los otros filtros, pero le pareció que la luz del día se parecía a la de la Tierra, hasta donde era capaz de recordar. Un luminoso día de invierno.

Miró de nuevo alrededor. Se encontraban en una planicie ligeramente irregular, cubierta de pequeñas piedras de bordes afilados, todas medio enterradas en el polvo. Detrás, hacia el oeste, una pequeña colina de cumbre plana se recortaba en el horizonte. Quizá fuera el borde de un cráter, era difícil decirlo. Ann ya había recorrido la mitad del camino y sin embargo la figura aún parecía bastante grande; el horizonte estaba demasiado cerca, y Nadia se detuvo a anotarlo, sospechando quizá que pronto se acostumbraría y nunca más le llamaría la atención. Pero en ese momento vio con claridad que ese horizonte extrañamente próximo no era terrestre. Se encontraban en un planeta más pequeño.

Trató de recordar la gravedad de la Tierra. Había caminado por el bosque, por la tundra, sobre el hielo del río en invierno… y ahora: un paso, otro paso. El terreno era llano, pero había que abrirse camino entre los montones de rocas; no había ningún sitio en la Tierra que ella conociera donde las piedras estuvieran distribuidas con tanta abundancia y regularidad. ¡Da un salto!, se dijo. Lo hizo, y rió; aun con el traje puesto se notaba más ligera. ¡Era tan fuerte como siempre, pero sólo pesaba treinta kilos! Y los cuarenta kilos del traje… bueno, la desequilibraban un poco, eso era cierto. Hacía que se sintiese como si se hubiese quedado hueca. Eso era, su centro de gravedad había desaparecido, el peso se le había desplazado a la piel, hacia el exterior de los músculos más que al interior. Ése era el efecto del traje, por supuesto. Dentro de los habitats sería lo mismo que en el Ares. Pero ahí en el exterior, con un traje, era la mujer hueca. Con la ayuda de esa imagen de pronto pudo moverse con más facilidad, brincar por encima de una roca, bajar y dar una voltereta, ¡bailar! Simplemente, salta en el aire, baila, apóyate en esa roca plana… cuidado…

Trastabilló y cayó sobre una rodilla y las dos manos. Los guantes se le hundieron en la costradura. Parecía una capa de arena de playa aterronada, sólo que más dura y quebradiza. Como barro endurecido. ¡Y frío! Los guantes no recibían tanto calor como las suelas de las botas, y el aislamiento no era suficiente cuando tocaba el suelo. ¡Uau, era como tocar hielo con los dedos desnudos! Recordó que estaban a unos 215 grados Kelvin, o 90 grados centígrados bajo cero; más frío que en la Antártida o que en los peores inviernos de Siberia. Tenía las puntas de los dedos entumecidas. Necesitarían guantes mejores para poder trabajar, guantes equipados con calefacción, como las suelas de las botas. Eso los haría más gruesos y menos flexibles. Tendría que volver a ejercitar los músculos de los dedos.

Había estado riéndose. Se levantó y caminó hacia otro de los cargamentos, tarareando Royal Carden Blues. Trepó por la pata del vehículo más próximo y quitó la costra de polvo; el distintivo apareció en el costado del gran embalaje de metal. Un bulldozer John Deere/Volvo Marciano, alimentado con hidrazina, térmicamente aislado, semiautónomo, completamente programable. Accesorios y repuestos incluidos.

Sintió que la cara se le distendía en una amplia sonrisa.

Retroexcavadoras, cargadoras frontales, bulldozers, tractores, niveladoras, camiones basculantes, materiales de construcción y de todo tipo; extractores de aire para filtrar y recoger productos químicos de la atmósfera; pequeñas factorías para convertir esos productos en otros; más factorías para combinarlos; un economato entero, todo lo que iban a necesitar, todo a mano en la multitud de embalajes diseminados por la planicie. Empezó a brincar de un vehículo de transporte al siguiente, haciendo inventario. Era indudable que algunos habían chocado violentamente contra el suelo; otros tenían las patas de araña hundidas, o los cascos agrietados, uno incluso se había aplastado contra una pila de cajas también aplastadas, medio enterradas en el polvo; pero esto implicaba otro tipo de oportunidades, el juego de recuperar y reparar, ¡uno de sus favoritos! Se rió en voz alta, un poco mareada, y advirtió entonces un parpadeo en la luz del comunicador de muñeca; cambió a la frecuencia común y se sobresaltó al oír que Maya, Vlad y Sax hablaban al mismo tiempo: «¿Dónde está Ann? ¡Que las mujeres regresen aquí! ¡Eh, Nadia, ven a ayudarnos con este maldito habitat, ni siquiera podemos abrir la puerta!».

Se rió.


Los habitats estaban diseminados como todo lo demás, pero ellos habían descendido cerca de uno que habían activado desde la órbita unos días antes, después de un chequeo completo. Desgraciadamente, la puerta de la antecámara exterior no se pudo incluir en la comprobación, y estaba atascada. Nadia se puso a trabajar en ella, sonriendo; era curioso ver lo que parecía ser una casa remolque abandonada luciendo la puerta de antecámara de una estación espacial. Sólo le llevó un minuto abrirla; metió el código de apertura al tiempo que tiraba de la puerta. Atascada por el frío, contracción diferencial, quizás. Iban a tener un montón de pequeños problemas de ese tipo.

Luego Vlad y ella entraron en la antecámara, y después en el habitat. Todavía parecía una casa-remolque, pero con accesorios de cocina más modernos. Todas las luces estaban encendidas. La circulación del aire era buena y la temperatura, cálida. El panel de control parecía el de una central nuclear.

Mientras los demás entraban, Nadia recorrió una hilera de pequeñas habitaciones, puerta tras puerta, y de pronto tuvo una sensación extraña: todo parecía fuera de lugar. Las luces estaban encendidas, algunas parpadeaban; y en el otro extremo del pasillo una puerta oscilaba levemente hacia adelante y atrás sobre sus goznes.

La causa era sin duda la ventilación. Y el impacto del habitat contra el suelo probablemente había desordenado las cosas. Se libró de esa sensación y regresó para recibir a los otros.


En el tiempo en que todos descendieron y atravesaron la planicie pedregosa (deteniéndose, trastabillando, corriendo, mirando el horizonte, girando despacio, volviendo a caminar), y cuando entraron en los tres habitats operativos y se quitaron los trajes de emergencia y los guardaron e inspeccionaron las cámaras y comieron un poco, hablando de la experiencia todo el tiempo, ya había caído la noche. Siguieron trabajando y hablando, demasiado excitados para dormir; luego durmieron a ratos hasta el amanecer, momento en que se despabilaron, se pusieron los trajes y salieron de nuevo, mirando alrededor, verificando las placas de identificación, probando las máquinas. Por fin se dieron cuenta de que estaban hambrientos y regresaron para tomar una rápida comida… ¡y ya era de noche otra vez!

Y así fue como transcurrió todo durante varios días: un remolino frenético de tiempo que pasaba. Nadia se despertaba con el bip de la consola de muñeca y tomaba un desayuno rápido girando por el ventanuco este del habitat. El amanecer teñía el cielo de ricos colores cereza durante unos pocos minutos, antes de cambiar rápidamente, a través de una serie de tonalidades rosadas, al intenso rosa anaranjado del día. Todos dormían en el suelo del habitat, en colchones que durante el día se plegaban contra la pared. Las paredes eran de color beige, teñidas de naranja en el alba. La cocina y el salón eran diminutos, los cuatro lavabos no más grandes que armarios. Ann despertaba a medida que el cuarto se iluminaba e iba a uno de los lavabos. John ya estaba en la cocina, moviéndose en silencio. La vida cotidiana era ahora mucho más pública que en el Ares, tanto que algunos no conseguían adaptarse; cada noche Maya se quejaba de que no podía dormir con semejante multitud, pero ahí estaba, con la boca abierta como una niña. En realidad era la última en levantarse, dormitando en medio del ruido y las idas y venidas de las rutinas matinales de los otros.

Entonces el sol rompía en el horizonte y Nadia ya había acabado los cereales con leche (leche en polvo mezclada con agua extraída de la atmósfera, y que sabía realmente a leche), y era hora de meterse en el traje y salir a trabajar.

Los trajes habían sido diseñados para la superficie de Marte y no estaban presurizados como los trajes espaciales; un tejido elástico mantenía el cuerpo más o menos a la presión de la atmósfera terrestre. Esto evitaba la extensión peligrosa de los moretones que aparecerían en la piel si estuviese expuesta a la tenue atmósfera de Marte, pero daba al portador una libertad de movimiento que no hubiera sido posible con un traje espacial presurizado. Esos trajes también tenían la muy importante ventaja de ser operativos durante los fallos; sólo el casco duro era hermético, de modo que sí uno se hacía un agujero en la rodilla o en un codo tendría un trozo de piel severamente amoratado y congelado, pero no se asfixiaría y moriría en cuestión de minutos.

Sin embargo, meterse en uno de esos trajes era todo un ejercicio. Nadia se contoneó para subirse los pantalones por encima de la ropa interior, se enfundó la chaqueta, y cerró la cremallera de las dos secciones del traje. Después se calzó unas grandes botas térmicas y unió las anillas superiores a las de los tobillos; se puso los guantes y unió las anillas a las de las muñecas; se puso un casco duro corriente y lo sujetó a la anilla del cuello del traje; luego se acomodó un tanque de aire a la espalda y conectó los tubos de respiración al casco. Respiró hondo varias veces, sintiendo el frío oxígeno-nitrógeno en el rostro. La consola de la muñeca le indicó que todos los sellos eran correctos, y siguió a John y a Samantha a la antecámara. Cerraron la puerta interior; el aire fue succionado de vuelta a los contenedores, y John abrió la puerta de fuera. Salieron.

Cada mañana era emocionante salir a la planicie rocosa; el primer sol proyectaba largas sombras negras hacia el oeste, revelando con nitidez las lomas y hondonadas. Por lo habitual soplaba viento del sur, y el polvo suelto se deslizaba por el suelo en una corriente sinuosa, de modo que a veces las rocas parecían reptar lentamente. Incluso los más fuertes de esos vientos eran apenas perceptibles contra la mano extendida, aunque aún no habían conocido ninguna tormenta de viento; a quinientos kilómetros por hora tenían la certeza de que sentirían algo. A veinte, casi nada.

Nadia y Samantha se alejaron y treparon a uno de los pequeños rovers ya desembalados. Nadia lo condujo por la planicie hasta un tractor que habían encontrado el día anterior a casi un kilómetro en dirección oeste. El frío de la mañana penetraba en su traje siguiendo la estructura del diamante, como resultado de la disposición en X de los filamentos térmicos. Una sensación extraña, pero a menudo había pasado más frío en Siberia.

Llegaron junto al gran transbordador y se apearon. Nadia recogió un taladro con una broca destornilladora y se puso a desmantelar el embalaje superior del vehículo. El tractor que había dentro era un Mercedes Benz. Metió la broca en la cabeza de un tornillo, apretó el gatillo del taladro, y observó cómo el tornillo giraba y salía. Lo sacó y se ocupó del siguiente, sonriendo. En su juventud había trabajado muchas veces con un frío semejante, las manos blancas entumecidas y cortadas, y había librado batallas titánicas para sacar tornillos congelados… pero aquí bastaba un ziiip, y otro que salía. Y en realidad con el traje estaba más caliente que en Siberia, y con más libertad que en el espacio, ya que no era más apretado que un traje de submarinista delgado y rígido. Había rocas rojas diseminadas por doquier con aquella misteriosa regularidad; las voces parloteaban en la frecuencia común: «¡Eh, encontré esos paneles solares!» «¿Crees que eso importa? Yo acabo de encontrar el maldito reactor nuclear.» Sí, era una mañana estupenda en Marte.

Las tablas del embalaje sirvieron de rampa para sacar el tractor. No parecían demasiado sólidas, pero la cuestión era de nuevo la gravedad. Nadia había encendido el sistema de calefacción del tractor, y metiéndose en la cabina, tecleó una orden en el piloto automático, pensando que sería mejor dejar que el aparato descendiera la rampa por sí solo. Mientras, Samantha y ella observaban a un lado, por si la rampa no resistía el frío, o por si era inestable. Aún le resultaba difícil pensar en términos de g marciana, confiar en los diseños que la tomaban en cuenta. ¡La rampa parecía demasiado endeble!

Pero el tractor descendió sin incidentes, y se detuvo en el suelo, ocho metros de largo, azul añil, con altas ruedas de tela metálica. Para llegar a la cabina tuvieron que subir por una escalerilla corta. El brazo de la grúa ya estaba fijado a la montura de la parte delantera, y esto los ayudó a cargar el montacargas en el tractor y luego el apilador de bolsas de arena, las cajas de repuestos y por último las tablas del embalaje. Cuando acabaron, el tractor parecía sobrecargado, y demasiado pesado en la parte de arriba como un órgano de vapor; pero la gravedad hizo que sólo se tratara de una cuestión de equilibrio. El tractor en sí mismo era un bruto de metal, con seiscientos caballos de potencia, una amplia distancia entre los ejes y ruedas grandes como orugas. El motor de hidrazina no aceleraba tan bien como un diesel, pero la primera marcha era como definitiva, del todo inexorable. Partieron y rodaron despacio hacia el parque de remolques… ¡y allí estaba ella, Nadejda Cherneshevski, conduciendo un Mercedes Benz por Marte! Siguió a Samantha sintiéndose como una reina.

Y ésa fue la mañana. De regreso al habitat, se quitaron los cascos y los tanques de aire, y tomaron una comida rápida con el traje y las botas puestas… Con todo ese ir y venir de un lado a otro estaban hambrientas.

Después del almuerzo volvieron a salir con el Mercedes Benz y lo usaron para transportar un extractor de aire Boeing a una zona al este de los hábitats, donde iban a concentrar todas las factorías. Los extractores de aire eran cilindros grandes de metal, que se parecían un poco al fuselaje del 737 excepto que tenían ocho imponentes baterías de aterrizaje, cohetes de descenso sujetos verticalmente a los lados, y dos motores de reacción montados por encima del fuselaje a proa y popa. Cinco de esos extractores habían sido soltados en la zona hacía unos dos años. Desde ese momento, los motores de reacción habían estado succionando el aire tenue y pasándolo a la fuerza por una secuencia de mecanismos de separación, dividiéndolo en los gases que lo componían. Éstos habían sido comprimidos y almacenados en tanques grandes. Así que cada uno de los Boeing contenía 5.000 litros de hielo de agua, 3.000 litros de oxígeno líquido, 3.000 litros de nitrógeno líquido, 500 litros de argón y 400 litros de dióxido de carbono.

No era tarea fácil remolcar esos gigantes a través de las piedras hasta los grandes tanques contenedores próximos a los hábitats, pero tenían que hacerlo, ya que después de vaciarlos en los contenedores podían volver a activarse. Justo esa tarde otro grupo había vaciado uno y habían vuelto a activarlo, y el zumbido bajo de los motores de reacción podía oírse por doquier, aun con el casco o dentro de un habitat.

El extractor de Nadia y Samantha fue más terco. En toda la tarde sólo consiguieron moverlo cien metros, y tuvieron que recurrir al accesorio del bulldozer para que les arañara un camino. Poco antes de la puesta de sol atravesaron la antecámara y entraron en el habitat, sintiendo las manos frías y doloridas. Se desnudaron, y vestidas sólo con la ropa interior apelmazada por el polvo, fueron directamente a la cocina, una vez más famélicas; Vlad estimaba que cada uno estaba quemando unas 6.000 calorías diarias. Cocinaron y engulleron pasta rehidratada, casi escaldándose los dedos parcialmente descongelados al tocar las bandejas. Terminaron de comer, fueron al vestuario de las mujeres y sólo entonces empezaron a tratar de limpiarse, lavándose con una esponja y agua caliente y enfundándose en monos limpios. «Va a resultar difícil mantener la ropa limpia, este polvo se mete hasta por los cierres de las muñecas, y las cremalleras de la cintura son como agujeros abiertos.»

«¡Sí, ese polvo está micronizado! Nos va a dar más problemas que la ropa sucia, te lo aseguro. Va a meterse en todo, en nuestros pulmones, en nuestra sangre, en nuestros cerebros…»

«Así es la vida en Marte.» Éste era ya un refrán popular que se decía cada vez que se presentaba un problema, en especial cuando era insoluble.

Algunos días aún quedaban después de la cena un par de horas de luz solar, y Nadia, inquieta, a veces salía al exterior. A menudo pasaba ese rato vagando alrededor de los embalajes que habían sido trasladados a la base ese día, y con el tiempo reunió un juego de herramientas, sintiéndose como una niña en una tienda de caramelos. Años en la industria eléctrica de Siberia habían hecho que reverenciase las buenas herramientas; no tenerlas era una pesadilla. Todo en Yakut norte había sido construido sobre permafrost, y las plataformas se hundían desigualmente en verano, y quedaban enterradas en hielo en invierno; y las piezas para la construcción habían venido de todo el mundo, la maquinaria pesada de Suiza y Suecia, las perforadoras de Estados Unidos, los reactores de Ucrania, más un montón de viejo material soviético recogido de la basura, alguno bueno, otro de una indescriptible mala calidad, pero desde luego un conjunto desigual de partes fabricadas incluso en pulgadas, de modo que habían tenido que improvisar de continuo, levantando pozos de petróleo con hielo y cuerdas, construyendo deprisa y activando reactores nucleares que hacían que Chernobil pareciera un reloj suizo. Y el desesperado trabajo de cada día se conseguía con una colección de herramientas que habría hecho llorar a un chapucero.

Ahora podía vagar bajo la menguante luz rubí del crepúsculo, escuchando sus viejos discos de jazz, transmitidos desde el estéreo del habitat a los auriculares del casco, mientras hurgaba en las cajas de suministros y tomaba todas las herramientas que quería. Se las llevaba hasta un cuarto pequeño que había encontrado en uno de los depósitos de almacenaje, silbando todo el tiempo como acompañamiento de la King Oliver’s Creóle Jazz Band. Estaba ampliando una colección que incluía, entre otros artículos, un juego de llaves Allen, algunos alicates, un taladro mecánico, varias abrazaderas, algunas sierras para cortar metal, una brazada de cuerdas de salto resistentes al frío, un surtido de limas, escofinas y cepillos de carpintero, un juego de llaves inglesas, un plegador, cinco martillos, algunos hemostáticos, tres gatos hidráulicos, un fuelle, varios juegos de destornilladores, taladros y brocas, un cilindro portátil de gas comprimido, una caja de explosivos plásticos y sus detonadores, una cinta métrica, un cuchillo gigante del ejército suizo, tijeras de hojalata, tenazas, pinzas, tres tornos de banco, un pelacables, cuchillos, un pico, un puñado de mazos, un juego de aprietatuercas, unas abrazaderas para mangueras, un juego de fresadoras de espiga, un juego de destornilladores de joyero, una lupa, todo tipo de cintas, un escariador y una plomada de albañil, un equipo de costura, tijeras, cedazos, un torno, niveles de todos los tamaños, alicates largos, alicates de torno, un juego de matrices y terrajas, tres palas, un compresor, un generador, un equipo de soldar y cortar, una carretilla…

…y así sucesivamente. Y eso sólo era el equipo mecánico, sus herramientas de carpintero. En otros sectores del depósito estaban almacenando equipos de investigación y laboratorio, herramientas de exploración geológica, y un montón de computadoras, radios, telescopios y cámaras de vídeo; y el equipo de biosfera tenía depósitos abarrotados de material para la granja, los recicladores de desperdicios, el mecanismo de intercambio gaseoso, en resumen, toda la infraestructura; y el equipo médico tenía almacenado el material destinado a la clínica, y los laboratorios de investigación e ingeniería genética.

—¿Sabes lo que es esto? —le dijo Nadia a Sax Russell una noche mientras visitaban juntos su almacén—. Es una ciudad entera, desmantelada y distribuida en piezas.

—Y una ciudad próspera, además.

—Sí, una ciudad universitaria. Con departamentos de primer orden en diversas disciplinas.

—Pero aún sólo en piezas sueltas.

—Sí. Aunque me gusta bastante así.

La puesta de sol era el momento obligatorio de volver al habitat, y en el crepúsculo ella entraba trastabillando en la antecámara, y tomaba otra cena frugal y fría sentada en la cama, escuchando la charla a su alrededor. En su mayor parte se refería al trabajo del día y la distribución de las tareas para el día siguiente. Se suponía que eran Frank y Maya quienes la preparaban, pero de hecho sucedía de un modo espontáneo, en una especie de sistema de cambalache. Hiroko era particularmente buena en esa actividad, lo cual resultaba sorprendente dado lo reservada que había sido durante todo el viaje; pero ahora que necesitaba ayuda, se pasaba la mayor parte de las noches yendo de persona en persona, tan perseverante y persuasiva que por lo general tenía a su disposición un equipo considerable trabajando en la granja todas las mañanas. Nadia no era capaz de comprenderlo; tenían a mano cinco años de comida deshidratada y enlatada, un alimento que a ella le parecía perfecto, porque casi siempre había comido peor y ya no prestaba atención a la comida; bien podía haber estado comiendo heno o repostando como uno de los tractores. Pero necesitaban la granja para cultivar bambú, que Nadia quería usar como material de construcción en el habitat permanente que esperaba edificar muy pronto. Todo se interrelacionaba; todas las tareas se entremezclaban, eran complementarias. De modo que cuando Hiroko se dejó caer a su lado, dijo:

—Sí, sí, estaré allí a las ocho. Pero no puedes construir la granja permanente hasta que no se haya construido el habitat base. Por tanto, mañana tendrías que ayudarme tú a mí.

—No, no —dijo Hiroko riéndose—. Esperaremos a pasado mañana, ¿de acuerdo?

La principal competencia de Hiroko en busca de mano de obra venía de Sax Russell y su gente, que trabajaban para poner en funcionamiento todas las factorías. Vlad y Úrsula y el grupo de biomedicina también estaban ansiosos por instalar sus laboratorios. Esos tres equipos parecían dispuestos a vivir en el parque de remolques por un tiempo indefinido, siempre y cuando sus propios proyectos progresaran; por suerte había un montón de gente que no estaba tan obsesionada con su trabajo, gente como Maya y John y el resto de los cosmonautas, que tenían interés en mudarse a una residencia más grande y mejor protegida tan pronto como fuera posible. Así que ellos ayudarían en el proyecto de Nadia.

Cuando terminó de comer, llevó la bandeja a la cocina y la limpió con un pequeño estropajo; luego fue a sentarse junto a Ann Clayborne y Simón Frazier y el resto de los geólogos. Ann parecía casi dormida; pasaba las mañanas haciendo largos viajes en rover y a pie, y después trabajaba duramente en la base toda la tarde, tratando de compensar sus excursiones. A Nadia le parecía extrañamente tensa, menos feliz de estar en Marte de lo que se habría podido esperar. Parecía reacia a trabajar en las factorías, o para Hiroko; en verdad casi siempre iba a trabajar para Nadia. Como Nadia sólo intentaba construir viviendas, podía decirse que tenía un impacto menor en el planeta que los equipos más ambiciosos. Quizá fuera por eso, quizá no; Ann no lo decía. Era una mujer difícil, taciturna… no al estilo estrafalario y ruso de Maya, sino de un modo más sutil, y de un registro más sombrío, pensó Nadia. Tenía un algo de Bessie Smith.

Alrededor de ellos la gente recogía los restos de la cena y hablaba, repasaba instrucciones y hablaba, se arracimaba en torno a terminales de ordenador y hablaba, lavaba la ropa y hablaba, hasta que todos se acostaban, hablando en un tono cada vez más bajo, y se quedaban dormidos.

—Es como el primer segundo del universo —observó Sax Russell, frotándose la cara con gesto cansado—. Todos amontonados juntos y sin ninguna forma. Sólo un puñado de partículas calientes que corren de un lado para otro.


Y eso sólo era un día; y así es como transcurrían todos los días, día tras día tras día. Ningún cambio de tiempo que pudiera mencionarse, excepto un ocasional jirón de nube, o una tarde un poco más ventosa. Los días se sucedían siempre iguales. Todo tomaba demasiado tiempo. Sólo meterse en los trajes y salir de los habitats era una proeza, y luego había que calentar todo el equipo; y aunque se había construido según unos estándares uniformes, procedían de distintos países, y las desigualdades de tamaño y función eran inevitables. Y el polvo («¡No lo llames polvo!», se quejaba Ann. «¡Es como llamar grava al polvo! ¡Llámalo arena, es arena menuda!») se metía en todas partes y el trabajo físico bajo el frío penetrante era agotador, de modo que iban más despacio de lo que habían pensado, y comenzaron a coleccionar un buen número de heridas menores. Y, por último, había una cantidad asombrosa de cosas por hacer, algunas de las cuales nunca se les habían ocurrido. Por ejemplo, tardaron casi un mes (habían previsto diez días) en abrir todos los embalajes, verificar el contenido, trasladarlo a los depósitos apropiados… y llegar al punto en el que de verdad podían empezar a trabajar.

Después de eso, empezaron a construir con seriedad. Y ahí es donde Nadia entraba en terreno propio. No había tenido nada que hacer en el Ares, para ella había sido una especie de hibernación. Pero tenía la habilidad de saber construir cosas, un talento entrenado en la amarga escuela de Siberia. En poco tiempo se convirtió en la principal reparadora de la colonia, el solvente universal, como la llamaba John. Había ayudado en casi todos los trabajos que tenían entre manos, y el andar todo el día por ahí contestando preguntas y dando consejos, floreció en una especie de paraíso intemporal de tareas. ¡Había tanto que hacer! ¡Tanto! Cada noche en las sesiones de planificación la astucia de Hiroko se ponía en marcha, y la granja creció: tres filas paralelas de invernaderos, que se parecían a los invernaderos comerciales terranos, salvo que eran más pequeños y de muros muy gruesos, para evitar que explotaran como globos de fiesta. Incluso con presiones interiores de sólo 300 milibares, que apenas eran aptas para el cultivo, la diferencia con el exterior era drástica; un sello mal hecho o un punto débil, y todo volaría en pedazos. Pero Nadia era particularmente buena para sellar en climas fríos, y por ello una aterrorizada Hiroko la llamaba cada dos por tres.

Luego estaban los materiales reclamados por los científicos para las factorías, y el equipo que montaba el reactor quería que ella supervisase cada paso que daban; temían cometer algún error, y los mensajes por radio de Arkadi desde Fobos, insistiendo en que no necesitaban una tecnología tan peligrosa y en que podrían obtener toda la energía que les hiciera falta por generación eólica, no alcanzaban a tranquilizarlos. Phyllis y él tuvieron discusiones amargas sobre este asunto. Fue Hiroko quien acabó con la polémica de Arkadi, citando un refrán popular japonés: Shikata ga nai, que significaba no hay elección. Los molinos de viento podrían haber generado suficiente energía, tal como mantenía Arkadi, pero no tenían molinos de viento. En cambio les habían suministrado un reactor nuclear Rickover, construido por la Marina de Estados Unidos y que era una obra de arte; y nadie quería esforzarse en crear un sistema de energía eólica, tenían demasiada prisa. Shikata ga nai. Pronto se convirtió en una máxima muy repetida.

Y así cada mañana el equipo de construcción de Chernobil (nombre dado por Arkadi, naturalmente) le suplicaba a Nadia que fuera con ellos para supervisarlos. Los habían exiliado lejos, al este del asentamiento, por lo que tenía sentido quedarse con ellos todo un día. Pero entonces el equipo médico la llamó para que ayudase en la construcción de una clínica con algunos laboratorios, usando algunos embalajes de carga desechados que estaban convirtiendo en refugios. Y en vez de quedarse en Chernobil, regresaba al mediodía para comer y después ayudaba al equipo médico. Todas las noches se dormía exhausta.

Algunas noches antes de desplomarse, mantenía largas conversaciones con Arkadi, arriba en Fobos. El equipo de Arkadi estaba teniendo problemas con la microgravedad de la Luna, y también él quería que ella lo aconsejara.

—¡Si pudiéramos conseguir un poco de g sólo para vivir, para dormir! —dijo Arkadi.

—Construye una vía férrea circular alrededor de la superficie — sugirió Nadia, adormilada—. Transforma un tanque del Ares en un tren y que recorra la vía. Sube a bordo y hazlo correr. Obtendrás un poco de g junto al techo.

Estática; luego, el cloqueo salvaje de la risa de Arkadi:

—¡Nadejda Francine, te amo, te amo!

—Amas la gravedad.

Con todas esas continuas consultas, la construcción del habitat permanente iba muy despacio. Una vez a la semana se subía a la cabina abierta del Mercedes y avanzaba con estrépito por el terreno desgarrado hasta el final de la zanja que había comenzado a cavar. En ese punto tenía diez metros de ancho, cincuenta de largo y cuatro de profundidad, que era toda la profundidad que ella deseaba. El fondo de la zanja era igual que la superficie: arcilla, arena, rocas de todos los tamaños. regolito. Mientras trabajaba con el bulldozer, los geólogos entraban de un salto en el agujero y salían con muestras y mirando alrededor, incluso a Ann, a quien no le gustaba el modo en que estaban destrozando el suelo, pero el geólogo que fuera capaz de mantenerse lejos de una tierra abierta no había nacido aún. Nadia trabajaba y escuchaba en la radio las conversaciones. Era probable que el regolito continuara hasta el mismo lecho rocoso, lo cual era una pena; el regolito no era la idea que tenía Nadia de un buen terreno. Por lo menos su contenido de agua era bajo, menos de un diez por ciento, lo que significaba que el suelo no se hundiría, una de las pesadillas constantes de la construcción siberiana.

Cuando hubiera abierto el regolito, iba a poner unos cimientos de cemento Portland, el mejor material de que disponían. Si la capa no alcanzaba los dos metros de espesor, se resquebrajaría, pero shikata ga nai. Los dos metros bastarían como aislamiento. Pero tendría que calentar la pasta y encofrarla para que fraguara; no lo haría por debajo de los 13 grados centígrados, de modo que necesitaría algo que proporcionara calor… Despacio, despacio, todo iba despacio.

Avanzó con el bulldozer a lo largo de la zanja, y la pala mordió el terreno y se sacudió. Luego el peso del aparato se impuso, y la pala atravesó el regolito y siguió excavando.

—Qué bestia —le dijo Nadia con cariño al vehículo.

—Nadia está enamorada de un bulldozer —dijo Maya por la frecuencia común.

Por lo menos yo sé de quién estoy enamorada, articuló Nadia en silencio. Había pasado muchas de las noches de la semana anterior en el almacén de herramientas, escuchando a Maya parlotear sobre sus problemas con John, que si en la mayoría de los casos en realidad se llevaba mejor con Frank, que si era incapaz de decidir qué sentía, y ahora estaba segura de que Frank la odiaba, etc, etc, etc. Mientras limpiaba herramientas, Nadia no había dejado de repetir Da, da, da, tratando de ocultar su falta de interés. La verdad era que estaba cansada de los problemas de Maya, y habría preferido hablar de materiales de construcción o de casi cualquier otra cosa.

Una llamada del equipo de Chernobil interrumpió el trabajo de excavación.

—Nadia, ¿cómo podemos conseguir que un cemento de este espesor se fragüe con este frío?

—Calentándolo.

—¡Ya lo hacemos!

—Calentándolo más.

—¡Oh!

Casi habían acabado allí, juzgó Nadia; el Rickover había sido preensamblado en su mayor parte, era cuestión de soldar las piezas, empotrar el tanque, llenar las tuberías de agua (lo que redujo el suministro casi a cero), tender los cables eléctricos, rodearlo con pilas de sacos de arena e introducir las varillas de control. Entonces, dispondrían de 300 kilovatios, lo que pondría fin a las discusiones nocturnas sobre quién recibiría la mayor parte de la energía al día siguiente.

Recibió una llamada de Sax. Uno de los procesadores Sabatier se había atascado y no podían quitarle la carcasa. Así que Nadia les dejó la excavación a John y a Maya y tomó un rover para ir al complejo de las factorías y echar un vistazo.

—Voy a ver a los alquimistas —dijo.

—¿Te has dado cuenta de cómo esta maquinaria refleja el carácter de la industria constructora? —le comentó Sax cuando llegó y se puso a trabajar en el Sabatier—. Si la construyeron compañías automovilísticas, es de baja potencia pero segura. Si la construyó la industria aeroespacial, tiene demasiada potencia pero se estropea dos veces al día.

—Y los productos hechos entre compañías asociadas tienen un diseño horroroso —dijo Nadia.

—Correcto.

—Y el equipo químico es poco activo —añadió Spencer Jackson.— Vaya si lo es. En especial con este polvo.

Los extractores de aire Boeing habían sido sólo el comienzo del complejo industrial; los gases se introducían en remolques grandes y cuadrados y luego eran comprimidos, dilatados, transformados y recombinados, mediante operaciones de ingeniería química como la deshumidificación, la licuefacción, la destilación fraccional, la electrólisis, la electrosíntesis, el proceso Sabatier, el proceso Raschig, el proceso Oswald… Poco a poco elaboraron productos químicos más y más complejos, que pasaban de una factoría a la siguiente a través de un laberinto de estructuras que parecían casas ambulantes atrapadas en una red de depósitos, tuberías, tubos y cables con códigos de colores.

En ese momento el producto favorito de Spencer era el magnesio, que abundaba; dijo que estaban extrayendo veinticinco kilos de cada metro cúbico de regolito, y era tan ligero en la g marciana que una barra grande de magnesio no pesaba más que una pieza de plástico.

—Es demasiado quebradizo cuando es puro —dijo Spencer—, pero si lo aleásemos tendríamos un metal muy ligero y resistente.

—Acero marciano —dijo Nadia.

—Mejor que eso.

Así pues, alquimia; pero con máquinas melindrosas. Nadia descubrió el problema en el Sabatier y se puso a trabajar en la reparación de una bomba neumática estropeada. Asombraba ver la cantidad de bombas que había, a veces no parecía otra cosa que una colección de bombas combinadas sin orden ni concierto, y por naturaleza tendían a atascarse con la arena y a estropearse.

Dos horas después el Sabatier estaba arreglado. Mientras regresaba al parque de remolques, Nadia echó una ojeada al interior del primer invernadero. Las plantas ya estaban floreciendo, las nuevas cosechas asomaban en los bancales de tierra negra. El verde brillaba con intensidad entre los rojos; era un placer mirarlo. Le habían dicho que el bambú crecía varios centímetros al día, y la cosecha ya tenía casi cinco metros de altura. Era fácil ver que iban a necesitar más tierra. Los alquimistas estaban utilizando el nitrógeno de los Boeing para sintetizar fertilizantes de amoníaco; Hiroko los necesitaba porque el regolito era una pesadilla agrícola, increíblemente salado, fulminante por su contenido de Peróxidos, extremadamente árido y totalmente desprovisto de biomasa. Iban a tener que fabricar tierra tal como habían fabricado las barras de magnesio.

Nadia entró en el habitat del parque de remolques y almorzó de pie. Luego volvió al emplazamiento del habitat permanente. Ya casi habían nivelado el suelo de la zanja durante su ausencia. Se plantó en el borde del agujero y lo miró. Iban a construir sobre un diseño que le gustaba mucho, con el que ella había trabajado en la Antártida y en el Ares: una hilera sencilla de cámaras abovedadas que compartían paredes adyacentes. Al meterlas en el surco, al principio las cámaras estarían medio enterradas; luego, una vez que se terminasen, quedarían cubiertas por una capa de diez metros de sacos de regolito que detendrían la radiación; planeaban presurizar a 450 milibares y evitar así que los edificios explotaran. Lo único que necesitaban para los exteriores eran materiales disponibles, básicamente cemento Portland y ladrillos, con un revestimiento de plástico en algunos sitios para garantizar el sellado.

Desgraciadamente, los hombres de los ladrillos tenían algunos problemas, por lo que llamaron a Nadia. La paciencia de ésta se estaba agotando, y gruñó:

—¿Hicimos todo el viaje a Marte y no pueden fabricar ladrillos?

—No es que no podamos fabricarlos —dijo Gene—. Lo que pasa es que no me gustan. —La factoría de ladrillos mezclaba arcillas y sulfuro extraídos del regolito. y ese preparado se vertía en moldes de ladrillos y se cocían hasta que el sulfuro comenzaba a polimerizarse, y luego, mientras los ladrillos se enfriaban, se los comprimía ligeramente en otra sección de la maquina. Los ladrillos rojo negruzcos resultantes tenían una fuerza tensora que técnicamente era adecuada para las bóvedas de los cañones, pero Gene no estaba satisfecho.— No podemos correr el riesgo de tener techos demasiado pesados sobre nuestras cabezas. No podemos conformarnos con valores mínimos. ¿Qué pasa si apilamos demasiados sacos de arena, o si se produce un pequeño aremoto? No me gusta.

Después de pensarlo un rato, Nadia dijo:

—Añadan nailon.

—¿Qué?

—Busquen los paracaídas con que soltaron los cargamentos, y córtenlos en tiras muy finas, luego añadan la arcilla. Eso reforzará la fuerza tensora.

—Muy cierto —dijo Gene después de una pausa—. ¡Buena idea!

¿Crees que podremos localizarlos?

—Tienen que estar en alguna parte al este de aquí.

Así que por fin habían encontrado un trabajo para los geólogos que ayudaba a los constructores. Ann y Simón, Phyllis, Sasha e Igor fueron en unos rovers de larga distancia hasta el otro lado del horizonte al este de la base, buscando y reconociendo el terreno mucho más allá de Chernobil; durante la siguiente semana dieron casi con cuarenta paracaídas. En cada uno había cientos de kilos de nailon útil.

Un día regresaron entusiasmados después de haber llegado hasta Ganges Caleña, un grupo de pozos en la planicie a cien kilómetros al sudeste.

—Fue algo extraño —dijo Igor—, porque no puedes verlos hasta último momento, y entonces son como embudos enormes, de unos diez kilómetros de ancho y unos dos de profundidad, ocho o nueve en fila, cada uno más pequeño y menos profundo. Fantástico. Probablemente sean termokarsts, aunque tan grandes que cuesta creerlo.

—Es agradable ver a semejante distancia —dijo Sasha—, después de vivir con un horizonte tan próximo.

—Son termokarsts —afirmó Ann.

Pero habían perforado sin encontrar agua. Ya empezaba a ser una preocupación; no habían localizado ni una gota de agua, por mucho que hubieran buscado. Eso los obligaba a depender de los extractores de aire. Nadia se encogió de hombros. Los extractores de aire eran bastante fuertes. Ella tenía que pensar ante todo en las cámaras subterráneas. Los nuevos ladrillos mejorados empezaban a salir, y habían puesto en marcha a los robots para que construyeran las paredes y los techos. La factoría de ladrillos llenaba pequeños vagones robot, que avanzaban como rovers de juguete a través de la planicie hasta las grúas en el emplazamiento; éstas sacaban los ladrillos uno a uno y los ponían sobre el mortero frío extendido por otro equipo de robots. El sistema funcionaba tan bien que pronto se convirtió en producción de ladrillos. Nadia se habría sentido complacida si hubiera tenido más fe en los robots. Parecían ir bien, pero sus experiencias en los años en la Novy Mir la habían vuelto precavida. Eran fantásticos si todo marchaba a la perfección, pero nunca nada salía a la perfección, y resultaba difícil programarlos; los algoritmos de decisión los hacían titubear, hasta el punto de que se detenían a cada momento, y a veces eran tan independientes que llegaban a actuar con una increíble estupidez, repitiendo un error mil veces y aumentando una pequeña equivocación hasta convertirla en una pifia gigantesca, como sucedía en la vida emocional de Maya. Obtenías lo que introducías en los robots, pero hasta los mejores eran idiotas absolutos.


Una noche Maya la importunó en el almacén de herramientas y le pidió que pasara a una frecuencia privada.

—Michel es un inútil —se quejó—. Me siento realmente mal y él sólo me mira como si quisiera lamerme la piel. Tú eres la única persona en que confío, Nadia. Ayer le dije a Frank que creía que John intentaba quitarle autoridad en Houston, pero que no le contara a nadie que yo así lo creía, y justo al día siguiente John me pregunta por qué creía que él estaba amenazando a Frank. ¡No hay nadie que escuche y tenga la boca cerrada!

Nadia asintió, poniendo los ojos en blanco. Por último dijo:

—Lo siento, Maya, tengo que ir a hablar con Hiroko sobre una filtración que no pueden localizar.

Golpeó ligeramente el visor del casco contra el de Maya —a modo de beso en la mejilla—, pasó a la frecuencia común y se retiró. Ya estaba harta. Era mucho más interesante hablar con Hiroko: conversaciones reales sobre problemas reales en el mundo real. Hiroko solicitaba ayuda casi todos los días, y a Nadia eso le gustaba, porque Hiroko era brillante, y desde el descenso parecía evidente que estimaba cada día más las habilidades de Nadia. Un respeto profesional mutuo, gran hacedor de amigos. Y era muy agradable hablar sólo de trabajo. Sellos herméticos, mecanismos de cierre, ingeniería térmica, polarización del vidrio, interfases granja-humanos (la charla de Hiroko siempre estaba unos pasos por delante del juego). Esos temas eran un gran alivio después de todas las conferencias emocionales de Maya, sesiones interminables acerca de quién le gustaba a Maya y quién no le gustaba a Maya, acerca de lo que Maya sentía por esto o aquello, y quién había herido sus sentimientos ese día… ¡Bah! Hiroko nunca parecía una extraña, excepto cuando decía algo que Nadia no sabía cómo interpretar: «Marte nos dirá qué quiere y luego nosotros tendremos que hacerlo». ¿Qué podías responder a algo así? Pero entonces Hiroko esbozaba una amplia sonrisa y se reía ante el encogimiento de hombros de Nadia.

Por la noche abundaban las charlas, vehementes, absorbentes, abiertas. Dmitri y Samantha estaban seguros de que pronto podrían introducir en el regolito microorganismos genéticamente diseñados, que sobrevivirían, pero primero tendrían que obtener la autorización de la UN. A la misma Nadia la idea le parecía alarmante; hacía que la ingeniería química de las factorías pareciera relativamente honesta. Más valía fabricar ladrillos que esos actos de creación peligrosos que proponía Samantha. Aunque los alquimistas también estaban haciendo algunas cosas bastante creativas. Casi a diario regresaban al parque de remolques con muestras de nuevos materiales: ácido sulfúrico, cementos de sorel para el mortero de las cámaras subterráneas, explosivos de nitrato de amonio, combustible de cianamida de calcio para los rovers, caucho de polisulfuro, hiperácidos basados en siliconas, agentes emulsionantes, una selección de probetas que contenían microelementos extraídos de las sales, y lo más nuevo: vidrio transparente. Esto último era un golpe maestro, ya que los intentos anteriores de fabricar vidrio sólo habían producido vidrio negro. Pero el truco había sido quitar el contenido de hierro a los extractos de silicato, y así una noche se sentaron en el remolque pasando de mano en mano pequeñas láminas ondulantes de vidrio, un vidrio de burbujas e irregularidades, como algo salido del siglo XVII.


Cuando la primera cámara estuvo enterrada y presurizada, Nadia la recorrió por dentro sin el casco, oliendo el aire. Se había presurizado a 450 milibares, igual que los cascos y el parque de remolques, con una mezcla de oxígeno-nitrógeno-argón, y con una temperatura de unos 15 grados centígrados. Era estupendo.

La cámara había sido dividida en dos pisos con un suelo de troncos de bambú empotrados en la pared de ladrillos, a dos metros y medio de altura. Los cilindros segmentados formaban un agradable techo verde, iluminado por unos tubos de neón que colgaban debajo. Junto a una de las paredes había una escalera de magnesio y bambú que conducía a través de un agujero a la planta de arriba. Subió para echar una ojeada. El bambú partido sobre los troncos formaba un suelo verde bastante liso. El techo era de ladrillos, abovedado y bajo. Aquí arriba colocarían los dormitorios y el cuarto de baño; en la planta baja estarían el salón y la cocina. Maya y Simón ya habían puesto unas cortinas de pared, fabricadas con el nailon de los paracaídas recuperados. No había ventanas; la iluminación sólo procedía de las luces de neón. A Nadia le disgustaba esto, y en el habitat más grande que ya estaba planificando habría ventanas en casi todos los cuartos. Pero lo primero era lo primero. De momento, esas cámaras sin ventanas eran lo mejor que podían hacer. Y al fin y al cabo un gran adelanto después del parque de remolques.

Al bajar por la escalera pasó los dedos por los ladrillos y el mortero. Eran ásperos, pero tibios al tacto, calentados por elementos instalados detrás. También había elementos de calefacción bajo el suelo. Se quitó los zapatos y los calcetines, deleitándose con el tacto de los ladrillos tibios y ásperos bajo los pies. Un cuarto maravilloso; y era también agradable pensar que habían venido a Marte y que allí habían construido hogares de ladrillos y bambú. Recordó las ruinas abovedadas que había visto años atrás en Creta, en un emplazamiento romano llamado Áptera: cisternas subterráneas de ladrillo, con bóvedas de cañón, enterradas en la ladera de una colina. Tenían casi el mismo tamaño que estas cámaras. Se desconocía su propósito exacto… almacenar aceite de oliva, decían algunos, pero habría sido una cantidad enorme de aceite. Aquellas cámaras subterráneas estaban intactas después de dos mil años, y en un país de terremotos. Mientras se calzaba de nuevo las botas, Nadia sonrió al pensarlo. Dentro de dos mil años, sus descendientes podrían caminar por esa cámara, sin duda un museo entonces, si es que aún existía… ¡la primera morada humana levantada en Marte! Y ella la había concebido. De pronto sintió los ojos de ese futuro sobre ella, y se estremeció. Eran como cromañones en una cueva y llevaban una vida que sin duda sería estudiada por los arqueólogos de generaciones venideras; gente como ella, que se haría preguntas y más preguntas y nunca llegaría a entenderlo del todo.


Transcurrió más tiempo y hubo más trabajo. Para Nadia fue como una ráfaga borrosa, siempre estaba ocupada. La construcción del interior de las bóvedas era difícil, y los robots no podían ayudar mucho con las cañerías, la calefacción, el intercambio gaseoso, las cocinas y las antecámaras. El equipo de Nadia disponía de todos los accesorios y herramientas, y podía trabajar en camiseta y pantalones cortos, pero aún así consumía una asombrosa cantidad de tiempo. ¡Trabajo, trabajo, trabajo, día tras día!

Una noche, justo antes de la puesta de sol, Nadia caminaba pesadamente por la tierra levantada hacia el parque de remolques, hambrienta, exhausta y totalmente relajada y tranquila. Aunque no podía descuidarse. La noche anterior se había hecho un desgarrón de un centímetro en el dorso de un guante; el frío en realidad no había sido demasiado intenso, unos 50 grados centígrados bajo cero, nada comparado con algunos días de invierno en Siberia… pero la baja presión del aire le había provocado un moretón en la piel, que luego había empezado a congelarse, lo que sin duda hizo que el moretón fuera más pequeño, pero también que curase más lentamente. En cualquier caso, había que cuidarse, pero era tan agradable tener los músculos cansados al final de un día de trabajo de construcción, con la luz rojiza del sol baja, cayendo oblicuamente sobre la planicie rocosa… y de pronto se dio cuenta de que era feliz. Justo en ese momento Arkadi llamó desde Fobos, y ella lo saludó con alegría.

—Me siento como un solo de Louis Armstrong de mil novecientos cuarenta y siete.

—¿Por qué mil novecientos cuarenta y siete? —preguntó él.

—Bueno, ése fue el año en que sonó más feliz. La mayor parte de su vida tuvo un tono de bordes ásperos, realmente hermoso, pero en mil novecientos cuarenta y siete fue aún más hermoso porque había en él esa alegría relajada y fluida que nunca antes se le había oído y nunca más se le oyó después.

—¿He de entender que ése fue para él un buen año?

—¡Oh, sí! ¡Un año increíble! Verás, después de veinte años de horribles grandes bandas, regresó a un pequeño grupo como los Hot Five, el grupo que dirigía de joven, y ahí estaban, las viejas canciones, incluso algunas de las viejas caras… y todo mejor que la primera vez, ya sabes, la tecnología de grabación, el dinero, el público, la banda, él mismo… Tuvo que ser como una fuente de la juventud, te lo aseguro.

—Tendrás que enviarme algunas grabaciones —dijo Arkadi. Trató de cantar—: I can’t give you anything but love, baby! —Fobos estaba subiendo en el horizonte, y él sólo había llamado para decir hola.— Así que éste es tu mil novecientos cuarenta y siete —comentó antes de cortar.

Nadia dejó a un lado las herramientas, cantando correctamente la canción. Y comprendió que Arkadi había dicho la verdad; le había pasado algo parecido a lo que le había pasado a Armstrong en 1947… porque a pesar de las condiciones de vida miserables, sus años de juventud en Siberia habían sido los más felices, de verdad. Y luego había soportado veinte años de cosmonáutica, burocracia, simulaciones y vida bajo el techo de unas grandes bandas… todo para llegar aquí. Y ahora, de pronto, de nuevo estaba al aire libre, construyendo cosas con las manos, operando maquinaria pesada, resolviendo problemas cien veces al día, igual que en Siberia pero mejor. ¡Era como el regreso de Satchmo!

Así que, cuando Hiroko vino y dijo: —Nadia, esta llave inglesa está absolutamente congelada en esta posición—. Nadia le cantó: That’s the only thing I’m thinking of… baby!, y agarró la llave inglesa, la golpeó contra la mesa como si fuera un martillo, hizo girar el tambor de regulación para mostrar que estaba desbloqueado, y se rió de la expresión de Hiroko.

—Es la solución del ingeniero —explicó, y se fue tarareando hasta la antecámara, pensando en lo graciosa que era Hiroko, una mujer que mantenía en la cabeza todo el ecosistema del grupo pero era incapaz de clavar un clavo.

Y aquella noche habló con Sax del trabajo del día, y habló con Spencer del vidrio, y en medio de esa conversación se desplomó en la litera y acomodó la cabeza sobre la almohada, sintiéndose totalmente voluptuosa, con el glorioso coro final de Ain’t Misbehavin, persiguiéndola hasta que se quedó dormida.


Pero las cosas cambian a medida que pasa el tiempo; nada dura, ni siquiera la piedra, ni siquiera la felicidad.

—¿Te das cuenta de que ya es ele ese uno setenta? —dijo Phyllis una noche—. ¿No aterrizamos en ele ese siete?

Así que ya llevaban en Marte medio año marciano. Phyllis estaba usando el calendario creado por los científicos; entre los colonos se estaba haciendo más popular que el sistema terrano. El año de Marte era de 668,6 días locales, y para saber en qué momento estaban en ese año largo hacía falta el calendario Ls. Según este sistema, la línea entre el Sol y Marte en su equinoccio septentrional de primavera era de 0°, y luego el año se dividía en 360°, de modo que Ls = 0°–90° era la primavera septentrional, 90°–180° el verano septentrional, 180°–270° el otoño, y 270°–360° (o 0° de nuevo) el invierno.

Esta situación tan sencilla se complicaba por la excentricidad de la órbita marciana, que es extrema según los estándares terranos, pues en el perihelio Marte se encuentra unos cuarenta y tres millones de kilómetros más cerca del Sol que en el afelio, y recibe entonces alrededor de cuarenta y cinco por ciento más de luz solar. Esta fluctuación hace que las estaciones meridionales y septentrionales sean bastante diferentes. El perihelio llega cada año en Ls=250°, a finales de la primavera meridional; de modo que las primaveras y veranos meridionales son mucho más calurosos que los septentrionales, con unas temperaturas máximas treinta grados más altas. Sin embargo, los otoños e inviernos meridionales son más fríos, ya que tienen lugar cerca del afelio… tanto más fríos porque el casquete polar meridional está compuesto en su mayor parte de dióxido de carbono, mientras que el septentrional es principalmente hielo de agua.



De modo que el sur era el hemisferio de los extremos, el norte el de la moderación. Y la excentricidad orbital provocaba otra particularidad notable: los planetas se mueven más rápido cuanto más cerca están del Sol, por lo que las estaciones en la proximidad del perihelio son más cortas que las próximas al afelio. Por ejemplo, el otoño septentrional de Marte dura 143 días, mientras que la primavera septentrional dura 194. ¡La primavera 51 días más larga que el otoño! Algunos afirmaron que sólo por eso valía la pena asentarse en el norte.


De cualquier manera, estaban en el norte, y había llegado el verano. Los días estaban alargándose y el trabajo progresaba. Alrededor de la base, las rodadas de los vehículos eran una red enmarañada. Habían pavimentado una carretera de cemento que iba a Chernobil, y la base misma era ya tan grande que se extendía desde el parque de remolques hacia el horizonte en todas direcciones: el cuartel de los alquimistas y la carretera a Chernobil hacia el este, el habitat permanente hacía el norte, la zona de almacenamiento y la granja al oeste y el centro biomédico hacia el sur.

Con el tiempo todo el mundo se mudó a las cámaras acabadas del habitat permanente. Las conferencias nocturnas allí se hicieron más breves y más rutinarias que en el parque de remolques, y hubo días en los que Nadia no recibió ningún pedido de ayuda. Había algunas personas a las que sólo veía de vez en cuando: el equipo de biomedicina en sus laboratorios, la unidad de prospección de Phyllis, incluso Ann. Una noche Ann se dejó caer en su cama, junto a la de Nadia, y la invitó a acompañarla en una expedición a Helles Chasma, a unos ciento treinta kilómetros al sudoeste. Era obvio que Ann quería mostrarle algo fuera del área de la base, pero Nadia declinó la invitación.

—Tengo mucho trabajo, ya sabes. —Al ver la decepción de Ann, añadió:— Quizá en el siguiente viaje.

Y entonces hubo que volver al trabajo en el interior de las cámaras, y en los exteriores de un ala nueva. Arkadi había sugerido que la línea de cámaras fuera la primera de cuatro más, distribuidas en un cuadrado, y Nadia iba a hacerlo; tal como señaló Arkadi, luego sería posible techar el espacio delimitado por el cuadrado.

—Ahí es donde serán realmente útiles las vigas de magnesio —dijo Nadia—. Si pudiéramos fabricar láminas de vidrio todavía más fuertes…

Habían acabado dos lados del cuadrado, doce cámaras totalmente terminadas, cuando Ann y su equipo regresaron de Helles. Todos pasaron aquella noche viendo las cintas de vídeo que mostraban a los rovers de la expedición avanzando por planicies rocosas; después, delante, apareció una abertura que ocupaba toda la pantalla, como si se estuvieran acercando al borde del mundo. Por último, unos pequeños riscos extraños de un metro de altura cerraron el paso a los rovers, y las imágenes empezaron a saltar cuando un explorador bajó del vehículo y caminó con la cámara del casco encendida.

Entonces, bruscamente, pasaron a una imagen tomada desde el borde, una toma panorámica de ciento ochenta grados de un cañón; parecía mucho más grande que los hoyos de Ganges Catena, lo que era difícil de creer. Los muros del extremo más alejado del abismo apenas se divisaban en el lejano horizonte. De hecho, podían ver muros todo alrededor, pues Helles era un abismo casi cerrado, una elipse hundida de unos doscientos kilómetros de largo y cien de ancho. El grupo de Ann había llegado al borde norte a última hora de la tarde, y la curva oriental de la pared era claramente visible, inundada por la luz crepuscular; lejos, hacia el oeste, el muro se extendía como una marca oscura y baja. El fondo del abismo era casi todo llano, con una depresión en el centro.

—Si pudiéramos hacer flotar una cúpula sobre la sima —dijo Ann—, tendríamos un hermoso y gran recinto cerrado.

—Estás hablando de cúpulas milagrosas, Ann —comentó Sax—. Eso tiene unos diez mil kilómetros cuadrados.

—Bueno, sería un recinto cerrado bien grande. Y entonces podrías dejar en paz el resto del planeta.

—El peso de una cúpula haría que los muros del cañón se desplomaran.

—Por eso dije que tendríamos que hacerla flotar. Sax sacudió la cabeza.

—No es más exótico que ese ascensor espacial del que hablas.

—Quiero vivir en una casa justo donde grabaron este vídeo —interrumpió Nadia—. ¡Qué vista!

—Espera a que subas a uno de los volcanes de Tharsis —dijo Ann, irritada—. Entonces sí que tendrás una buena vista.

Últimamente menudeaban las pequeñas disputas de este género. A Nadia le recordaban los últimos meses en el Ares. Otro ejemplo: Arkadi y su equipo enviaron vídeos de Fobos, con el comentario de Arkadi. «El impacto Stickney casi desintegró esta roca, y es condrítica, casi veinte por ciento agua, así que un montón de agua se sublimó en el momento del impacto y llenó el sistema de grietas y se congeló en todo un sistema de venas de hielo.» Un material fascinante, pero lo único que consiguió fue que Ann y Phyllis, sus dos brillantes geólogas, discutieran sobre si eso explicaba realmente la presencia de hielo en Fobos. Phyllis incluso sugirió que bajaran agua desde Fobos, lo que era una tontería, aun cuando los suministros escasearan y la demanda aumentase. Chernobil consumía un montón de agua, y los granjeros querían instalar un pequeño pantano bioesférico, y Nadia quería construir un complejo de natación en una de las bóvedas, incluyendo una piscina con olas artificiales, tres baños de hidromasaje y una sauna. Cada noche la gente le preguntaba cómo marchaba el proyecto, ya que todo el mundo estaba harto de lavarse con esponjas y de no poder librarse del polvo, y de no llegar nunca a entrar en calor. Querían un baño… en sus viejos y acuáticos intelectos de delfines, por debajo de sus cerebros, allí donde los deseos eran primarios y feroces, querían volver al agua.

Así que necesitaban más agua, pero las exploraciones sísmicas no habían encontrado ninguna señal de acuíferos subterráneos, y Ann creía que no había ninguno en aquella región. Tenían que seguir dependiendo de los extractores de aire, o arañar regolito y cargarlo en las destilerías de tierra-agua. Pero a Nadia no le gustaba hacer trabajar en exceso a las destilerías, ya que habían sido fabricadas por un consorcio francés— húngaro-chino, y era seguro que se agotarían si se las empleaba para el trabajo pesado.

Pero así transcurría la vida en Marte; era un lugar seco. Shikata ga nai.

—Siempre hay opciones —replicó Phyllis.

Había sugerido que llenaran vehículos de descenso con hielo de Fobos y los bajaran a Marte. Pero Ann consideraba que era un despilfarro ridículo de energía, y la discusión empezó de nuevo.


Resultaba especialmente irritante para Nadia porque ella misma estaba de tan buen humor. No veía ninguna razón para pelearse, y le preocupaba que los otros no sintieran lo mismo. ¿Por qué la dinámica de un grupo fluctuaba tanto? Allí estaba, en Marte, donde las estaciones eran el doble de largas que las de la Tierra y cada día cuarenta minutos más largo: ¿por qué la gente no podía relajarse? Nadia tenía la sensación de que había tiempo de sobra para hacer las cosas, aunque ella siempre estuviera ocupada, y los treinta y nueve minutos y medio adicionales eran con toda probabilidad el componente más importante de esa sensación; los biorritmos circadianos humanos habían sido establecidos a lo largo de millones de años, y ahora, de pronto, disponer de minutos extra de día y de noche, día tras día, noche tras noche… no cabía duda de que tenía sus efectos. Nadia estaba segura, porque a pesar del ritmo febril del trabajo cotidiano y que por las noches estaba tan fatigada que perdía el conocimiento, siempre se despertaba descansada. Esa extraña pausa en los relojes digitales, cuando a medianoche los números llegaban a las 00:00:00 y de repente se detenían, y el tiempo no marcado pasaba, pasaba, pasaba, a veces en verdad parecía que durante un tiempo muy largo; y entonces saltaban a las 00:00:01, y comenzaban el habitual e inexorable parpadeo… bueno, el lapso marciano era algo especial. A menudo Nadia lo experimentaba durmiendo, como la mayoría. Pero Hiroko cantaba un salmo durante ese intervalo cuando estaba despierta, y ella y el equipo de granja, y muchos de los demás, y en las fiestas nocturnas de los sábados lo cantaban durante el lapso… algo en japonés, Nadia nunca averiguó qué era, aunque a veces también ella lo tarareaba, sentada mientras disfrutaba de la cámara subterránea y de sus amigos.

Pero una noche de sábado mientras estaba sentada allí, casi comatosa, se le acercó Maya y se sentó muy cerca de ella para charlar. Maya con su hermoso rostro, siempre bien acicalado, siempre a la última moda en chicamost, incluso con sus monos de trabajo de cada día; y ahora parecía angustiada.

—Nadia, por favor, por favor, tienes que ayudarme.

—¿Qué?

—Necesito que le digas algo a Frank.

—¿Por qué no se lo dices tú?

—¡No puedo dejar que John nos vea hablando! He de hacerle llegar un mensaje, y por favor, Nadejda Francine, tú eres mi único medio. — Nadia emitió un sonido de disgusto.— Por favor.

Era sorprendente lo mucho que Nadia habría preferido estar charlando con Ann, o Samantha, o Arkadi. ¡Ojalá Arkadi bajara de Fobos! Pero Maya era su amiga. Y tenía una expresión desesperada en la cara. Nadia no podía soportarlo.

—¿Qué mensaje?

—Dile que me encontraré con él esta noche en la zona de almacenaje —dijo Maya imperiosamente—. A medianoche. Para hablar. Nadia suspiró. Pero luego se acercó a Frank y le transmitió el mensaje. Él asintió sin mirarla a los ojos, avergonzado, desdichado, sombrío.

Unos días más tarde, Nadia y Maya estaban limpiando el suelo de ladrillo de la cámara que aún no habían presurizado, y la curiosidad dominó a Nadia; rompió el silencio habitual y le preguntó a Maya qué estaba pasando.

—Bueno, se trata de John y de Frank —contestó Maya con tono quejumbroso—. Son muy competitivos. Son como hermanos, y hay celos entre ellos. John vino antes a Marte, y después le permitieron volver, y Frank no cree que fuera justo. Frank trabajó mucho en Washington buscando fondos para la colonia, y piensa que John siempre se ha aprovechado, y ahora… bueno. John y yo estamos bien juntos, me gusta. Con él es fácil. Fácil, pero quizá un poco… no lo sé. No aburrido. Pero no excitante. Le gusta pasear, estar con el equipo de la granja. ¡No le gusta hablar! Pero con Frank podríamos hablar toda una eternidad. Discutir una eternidad, tal vez, ¡pero por lo menos estaríamos hablando! Ya sabes, tuvimos una breve relación en el Ares, al principio, y no funcionó, aunque él aún piensa que podría salir bien.

¿Por qué iba a pensarlo?, articuló Nadia en silencio.

—Así que sigue intentando convencerme de que deje a John y me quede con él, y John sospecha que es eso lo que hace, y los dos están muy celosos. Yo sólo intento evitar que se agarren por el cuello, nada más.

Nadia había decidido no volver a preguntar sobre el tema. Pero ahora a pesar de sí misma se encontraba involucrada. Maya se le acercaba continuamente y le pedía que le transmitiera mensajes a Frank.

«¡No soy una mensajera!», protestaba Nadia, pero no dejaba de hacerlo, y en una o dos ocasiones mantuvo largas conversaciones con Frank, sobre Maya, por supuesto; quién era, cómo era, por qué actuaba cómo lo hacía.

—Mira —le dijo—, no puedo hablar por Maya. No sé por qué hace lo que hace, tendrás que preguntárselo tú mismo. Pero puedo decirte que viene de la vieja cultura del Soviet de Moscú, universidad y Partido Comunista tanto por su madre como por su abuela. Y los hombres eran los enemigos para la babushka de Maya, y también para su madre, que era una matrioshka. La madre de Maya solía decirle: «Las mujeres son las raíces, los hombres sólo son las hojas». Hubo toda una cultura de desconfianza, manipulación, miedo. De ahí es de donde viene Maya. Y al mismo tiempo tenemos esa tradición de amicochonstuo, una especie de amistad profunda en la que te enteras de los detalles más insignificantes de la vida de tu amigo, en cierto modo cada uno invade la vida del otro, y desde luego eso es insostenible y tiene que terminar, casi siempre mal.

—Frank asentía ante esa descripción, reconociendo algunas verdades. Nadia suspiró y continuó:— Ésas son las amistades que conducen al amor, y luego el amor tiene el mismo problema, sólo que aumentado, en especial con todo ese miedo que yace en el fondo.

Y Frank, alto, oscuro, y de algún modo atractivo, cargado de poder, girando movido por su propia dinamo, el político norteamericano, colgado ahora del dedo de una neurótica beldad rusa. Frank asintió con humildad y le dio las gracias, con expresión de desaliento. Y bien que podía tenerla.


Nadia hizo lo posible para dejar de lado esas cosas. Pero parecía que también todo lo demás se había vuelto problemático. Vlad nunca había aprobado el tiempo que pasaban en la superficie, y un día dijo:

—Tenemos que pasar la mayor parte del tiempo bajo la colina, y también enterrar la mayoría de los laboratorios. Él trabajo en el exterior tendría que restringirse a una hora temprano por la mañana y otra a la caída de la tarde, cuando el sol está bajo.

—Que me cuelguen si voy a quedarme encerrada todo el día —dijo Ann, y muchos estuvieron de acuerdo.

—Tenemos mucho trabajo pendiente —señaló Frank.

—Pero la mayor parte puede hacerse por teleoperación —repuso Vlad—. Y así debería ser. Lo que estamos haciendo equivale a quedarse a diez kilómetros de una explosión atómica…

—¿Y? —preguntó Ann—. Los soldados lo hacían…

—…cada seis meses —Vlad terminó la frase por ella, y la miró fijamente.— ¿Lo harías tú?

Hasta Ann se mostró apaciguada. No había capa de ozono, ningún campo magnético del que valiera la pena hablar; la radiación los freía casi con tanta severidad como si estuvieran en el espacio interplanetario, a un ritmo anual de 10 rem.

Y así Frank y Maya les ordenaron que racionaran el tiempo que pasaban fuera. Había un montón de trabajo interior que hacer bajo la colina para acabar la última hilera de cámaras; y era posible excavar algunos sótanos debajo, lo que les proporcionaría un poco más de espacio protegido de la radiación. Muchos de los tractores estaban equipados para ser teleoperados desde puestos interiores; los algoritmos de decisión se ocupaban de los detalles mientras los operadores humanos observaban abajo las pantallas. Así que podía hacerse; pero nadie quería esa vida. Hasta Sax Russell, a quien le gustaba trabajar en el interior, se mostró un poco perplejo. Por las noches algunos empezaron a argumentar a favor de una terraformación inmediata y plantearon la cuestión con renovada intensidad.

—Ésa no es una decisión que podamos tomar nosotros —dijo Frank con aspereza—. Depende de la UN. Además, se trata de una solución a largo plazo, en el mejor de los casos en un margen de siglos. ¡No perdamos el tiempo!

—Es verdad —dijo Ann—, pero yo tampoco quiero perder mi tiempo aquí abajo en estas cuevas. Tendríamos que llevar nuestras vidas como quisiéramos. Somos demasiado viejos para preocuparnos por la radiación.

Otra vez discusiones, discusiones que hicieron que Nadia se sintiera como si hubiera salido flotando de una buena y sólida roca terrestre y hubiera vuelto a la tensa realidad ingrávida del Ares. Críticas, quejas, disputas… hasta que la gente se aburría, o se cansaba, y se iba a dormir. Siempre que se iniciaba una discusión, Nadia se iba de la sala en busca de Hiroko y la oportunidad de debatir algo concreto. Pero era difícil eludir esas cuestiones, dejar de pensar en ellas.

Una noche Maya fue a verla llorando. Había espacio en el habitat permanente para tener una conversación privada, y Nadia la acompañó a la esquina nordeste, donde aún trabajaban en las cámaras subterráneas, y se sentó junto a ella, temblando de frío y escuchándola, y en ocasiones pasándole un brazo por los hombros.

—Mira —dijo Nadia en cierto momento—, ¿por qué no decides de una vez? ¿Por qué permites que se enfrenten entre ellos?

—¡Pero si lo he decidido! Es a John a quien amo, siempre ha sido John. Pero él me ha visto hablar con Frank y cree que lo he traicionado.

¡Realmente una reacción muy mezquina! Son como hermanos, compiten en todo, ¡y esta vez se trata de un error!

Y entonces John se plantó delante de ellas. Nadia se levantó para irse, pero él no pareció notarlo.

—Mira —le dijo a Maya—, lo siento, pero es inevitable. Hemos terminado.

—No hemos terminado —dijo Maya, recobrando al instante la serenidad—. Te quiero.

La sonrisa de John fue triste.

—Sí. Y yo te quiero a ti. Pero me gustan las cosas sencillas.

—¡Son sencillas!

—No, no lo son. Quiero decir, puedes estar enamorada de más de una persona al mismo tiempo. Cualquiera puede, así es la vida. Pero sólo puedes ser leal a una. Y yo quiero… quiero ser leal. A alguien que me sea leal. Es sencillo, pero…

Sacudió la cabeza; no fue capaz de terminar la frase. Regresó a la fila oriental de cámaras y desapareció por una puerta.

—Norteamericanos —dijo Maya con rabia—. ¡Jodidos niños! Atravesó la puerta detrás de él.

Pero volvió pronto. Él se había refugiado con un grupo en una de las salas, y no salió.

—Estoy cansada —intentó decir Nadia, pero Maya hizo oídos sordos:

se sentía cada vez más perturbada.

Hablaron durante más de una hora, una y otra vez. Por fin Nadia aceptó ir a ver a John y pedirle que viniera a ver a Maya para discutirlo. Atravesó lúgubremente las cámaras, sin prestar atención a los ladrillos ni a las coloridas cortinas de nailon. La mensajera en la que nadie reparaba.

¿No podían conseguir robots para todo esto? Localizó a John, que se disculpó por no haberla atendido antes.

—Estaba muy alterado, lo siento. Imaginé que de todos modos te enterarías de todo más tarde. Nadia se encogió de hombros.

—No importa. Pero, mira, tienes que hablarle. Así es como funcionan las cosas con Maya. Hablamos, hablamos, hablamos; si haces un trato para iniciar una relación, entras en ella hablando y sales de ella hablando. Si no, a la larga será peor para ti, créeme.

Eso lo convenció. Tranquilizado, fue en busca de Maya. Nadia se fue a dormir.


Al día siguiente estaba fuera, trabajando tarde en una zanjadora. Era el tercer trabajo del día, y el segundo había sido problemático; Samantha había intentado cargar la pala de una excavadora mientras giraba, y el aparato había caído hacia adelante, doblando las bielas de los elevadores de la pala, sacándolas de las cajas y derramando fluido hidráulico por el suelo, donde se congeló aun antes de haberse extendido. Se habían visto obligados a meter unos gatos bajo la parte trasera del tractor, y luego a desacoplar todo el accesorio de la pala y bajar el vehículo sobre los gatos, y cada paso de la operación había sido trabajoso.

Luego, tan pronto como terminaron, habían llamado a Nadia para que ayudara con una máquina perforadora Sandvik Tubex, que usaban para abrir agujeros revestidos a través de unas piedras grandes; se habían topado con el problema mientras tendían una tubería de agua desde el habitat de los alquimistas al permanente. Al parecer el martillo neumático de perforación se había congelado, de una punta a otra, y estaba tan atascado como una flecha clavada profundamente en el tronco de un árbol. Nadia se quedó mirando el brazo del martillo.

—¿Tienes alguna sugerencia para liberar el martillo sin romperlo? —preguntó Spencer.

—Romped la piedra —dijo Nadia fatigada, y fue a subirse a un tractor acoplado a una retroexcavadora.

Se acercó, excavó hasta llegar a la parte superior de la piedra y se agachó para fijar a la retroexcavadora un martillo hidráulico Allied. Acababa de ponerlo justo encima de la piedra cuando, de pronto, el martillo de perforación echó hacia atrás el taladro con un movimiento brusco, arrastrando consigo la piedra y atrapándole el costado de la mano izquierda contra la parte baja del Allied Hy-Ram.

Instintivamente ella tiró hacia atrás, y el dolor lacerante le subió por el brazo y le entró en el pecho. El fuego le corrió por el costado y lo vio todo blanco. Oyó unos gritos.

—¿Qué va mal? ¿Qué ha sucedido? Quizá había gritado.

—Socorro —rechinó.

Estaba sentada, la mano aplastada aún sujeta entre la roca y el martillo. Empujó la rueda frontal del tractor con el pie, empujó con todas sus fuerzas y sintió que el martillo le raspaba los huesos sobre la roca. Luego cayó de espaldas, la mano libre. El dolor la cegaba, sintió el estómago revuelto y pensó que se desmayaría. Ayudándose con la mano sana, se puso de rodillas y vio la mano aplastada cubierta de sangre; el guante estaba desgarrado, el dedo meñique en apariencia perdido. Gimió y se encorvó sobre la mano, la apretó contra ella, y después la apoyó con fuerza en el suelo, sin hacer caso del relámpago de dolor. A pesar de lo que sangraba, la mano se congelaría en… ¿cuánto tiempo?

—Congélate, maldita sea, congélate —gritó.

Se sacudió las lágrimas de los ojos y se obligó a mirar. La sangre cubría la herida, humeando. Empujó la mano contra el suelo todo lo que fue capaz de soportar. Ya dolía menos. Pronto se entumecería, ¡tendría que cuidar que no se le congelara toda! Asustada, recogió la mano; en ese momento todos la rodearon, alzándola, y ella se desmayó.


Después de ese incidente quedó mutilada, Nadia Nuevededos, la llamó Arkadi por teléfono. Le envió versos de Yevtushenko, escritos para llorar la muerte de Louis Armstrong: «Haz como hiciste en el pasado, y toca».

—¿Cómo los encontraste? —le preguntó Nadia—. No te imagino leyendo a Yevtushenko.

—¡Por supuesto que lo leo, es mejor que McGonagall! No, estos versos aparecían en un libro sobre Armstrong. He seguido tu consejo y lo he estado escuchando mientras trabajaba, y últimamente he leído algunos libros sobre él por la noche.

—Me gustaría que bajaras aquí —dijo Nadia.

Vlad la había operado. Le dijo que se pondría bien.

—Fue un corte limpio. El dedo anular está un poco dañado, y es probable que se comporte un poco como antes el meñique. Pero, en cualquier caso, los dedos anulares nunca hacen gran cosa. Los dos dedos mayores seguirán tan fuertes como siempre.

Todos fueron a visitarla. No obstante, habló con Arkadi más que con nadie, en las horas nocturnas cuando estaba sola, en las cuatro horas y media entre la salida de Fobos por el oeste y su puesta por el este. Al principio, él llamaba casi todas las noches, y después lo hizo a menudo.

Muy pronto ella estuvo de nuevo en pie, la mano en una escayola sospechosamente ligera. Salía a localizar averías y a dar consejos, con la esperanza de mantener la mente ocupada. Michel Duvat nunca fue a verla, lo que le pareció extraño. ¿No era para eso para lo que estaban los psicólogos? No podía evitar sentirse deprimida; necesitaba las manos para su trabajo, era una trabajadora manual. La escayola le estorbaba y cortó la parte alrededor de la muñeca con unas cizallas. Pero cuando salía tenía que mantener en una caja la mano y la escayola, y no había mucho que pudiera hacer. Era en verdad deprimente.

Llegó la noche del sábado y se sentó en el recién preparado baño de hidromasaje, bebiendo una copa de mal vino y mirando a sus compañeros de alrededor, que chapoteaban y se remojaban en trajes de baño. Ella no era la única que había resultado herida, en absoluto; ahora todos estaban un poco estropeados, después de tantos meses de trabajo físico. Casi todo el mundo tenía marcas de quemaduras por congelación, trozos de piel negra que con el tiempo se caían y dejaban al descubierto una piel nueva y rosada, chillona y fea por el calor de las piscinas. Y varios llevaban escayolas: en las manos, las muñecas, los brazos, incluso en las piernas; todos por roturas o luxaciones. En realidad tenían suerte de que aún no se hubiera matado nadie.

Todos esos cuerpos, y ninguno para ella. Se conocían como si fueran una familia, pensó; todos eran médicos de todos, dormían en los mismos cuartos, se vestían en las mismas antecámaras, se bañaban juntos; un grupo corriente de animales humanos, que llamaba la atención en el mundo inerte que ocupaban, aunque eran más reconfortantes que excitantes, por lo menos la mayor parte del tiempo. Cuerpos de mediana edad. La misma Nadia era tan redonda como una calabaza, una mujer rolliza y baja. Y sola. No tenía ahora otro amigo íntimo que esa voz que le hablaba al oído, una cara en la pantalla. Cuando bajara desde Fobos… bueno, era difícil de decir. Él había tenido un montón de amantes en el Ares, y Janet Blyleven había ido a Fobos para estar con él…

La gente estaba discutiendo de nuevo, allí en el agua poco profunda de la piscina de olas artificiales. Ann, alta y angulosa, se agachaba para espetarle algo a Sax Russell, bajo y fofo. Como de costumbre, él no parecía estar escuchando. Si no se andaba con cuidado, algún día ella le daría una bofetada. Era extraño cómo el grupo volvía a cambiar, cómo cambiaba la sensación que transmitía. Ella nunca podría comprenderlo; la naturaleza real del grupo era una cosa aparte, con una vida propia, de algún modo diferenciada de las personalidades de los individuos. El trabajo de Michel como psiquiatra era por lo tanto casi imposible. No es que uno pudiera deducirlo por Michel mismo; era el psiquiatra más silencioso y discreto que había conocido nunca. Sin duda una ventaja entre esa multitud de ateos de la psiquiatría. Pero ella todavía consideraba extraño que no hubiera ido a verla después del accidente.


Una noche abandonó la sala del comedor y caminó hasta el túnel que uniría las cámaras subterráneas con el complejo de la granja, y allí al final del túnel estaban Maya y Frank, discutiendo en un tono bajo y feroz; no se oía lo que decían, pero los sentimientos de ambos eran claros: la cara de Frank estaba contraída de furia, y la de Maya, que se volvía en ese momento, estaba angustiada, lloraba; se volvió hacia él de nuevo y le gritó: «Nunca fue así», y luego corrió ciegamente hacia Nadia, la boca torcida en una mueca de ira, el rostro de Frank una máscara de dolor.

Maya la vio allí de pie y pasó corriendo a su lado.

Sobresaltada, Nadia dio media vuelta y regresó a las salas de residencia. Subió por las escaleras de magnesio al salón de la cámara dos y encendió el televisor para ver un programa de veinticuatro horas de noticias terranas, algo que rara vez hacía. Después de un rato cortó el sonido y se quedó mirando la disposición de los ladrillos en el techo abovedado. Maya entró y empezó a explicarle cosas: no había nada entre ella y Frank, sólo eran imaginaciones de él, ni siquiera reconocía que desde el principio no había sido nada; ella sólo quería a John, y no era culpa suya que John y Frank ahora se llevaran tan mal; todo era obra del deseo irracional de Frank, pero ella se sentía muy culpable porque en una ocasión los dos habían sido íntimos amigos, como hermanos.

Y Nadia escuchó con una cuidada exhibición de paciencia, diciendo: Da, da, da, y «Comprendo», y cosas por el estilo de vez en cuando, hasta que Maya se encontró de espaldas en el suelo, llorando, y Nadia se quedó sentada en el borde de una silla, mirándola fijamente, preguntándose cuánto de aquello era verdad. Y sobre qué había tratado en realidad la discusión. Y si era una mala amiga por desconfiar hasta ese punto de la historia de su vieja compañera. Pero, de algún modo, sintió que toda la escena no era más que Maya cubriendo su propio rastro, manipulando de nuevo. Sólo era eso: aquellas dos caras angustiadas que había visto al final del túnel habían sido la prueba más clara posible de una pelea entre enamorados. Así que la explicación de Maya no era otra cosa que una mentira. Nadia le dijo algo tranquilizador y se fue a la cama, pensando: ya me has quitado demasiado de mi tiempo, energía y concentración con estos juegos, tus juegos me han costado un dedo, ¡zorra!


Era un año nuevo, que se acercaba al final de la larga primavera septentrional, y aún no habían conseguido un buen suministro de agua, así que Ann propuso ir en expedición hasta el casquete e instalar una destilería robot, al tiempo que establecían una ruta que los rovers pudieran seguir en piloto automático.

—Ven con nosotros —le dijo a Nadia—. Aún no has visto nada del planeta, sólo la extensión que va de aquí a Ganges, y ahora no haces nada nuevo. De verdad, Nadia, no puedo creerme lo esclavizada que has estado. Quiero decir, después de todo ¿por qué viniste a Marte?

—¿Por qué?

—Sí, ¿por qué? Aquí hay dos clases de actividad: la exploración de Marte y el soporte vital para esa exploración. ¡Y tú has estado completamente inmersa en el soporte vital, sin prestar la menor atención al principal motivo que nos trajo aquí!

—Bueno, es lo que me gusta hacer —repuso Nadia, incómoda.

—Perfecto, ¡pero trata de mantener cierta perspectiva! ¡Qué demonios, podrías haberte quedado en la Tierra! ¡No tenías que recorrer esta distancia para manejar un maldito bulldozer! ¿Cuánto tiempo vas a seguir afanándote aquí, instalando cuartos de baño, programando tractores?

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Nadia, pensando en Maya y en todos los demás. Al fin y al cabo, el cuadrado de cámaras subterráneas estaba casi concluido—. Me vendrían muy bien unas vacaciones.


Partieron en tres grandes rovers de larga distancia: Nadia y cinco de los geólogos, Ann, Simón Frazier, George Berkovic, Phyllis Boyle y Edvard Perrin. George y Edvard habían sido amigos de Phyllis en la época en la NASA, y apoyaban los «estudios geológicos aplicados» que ella defendía, lo que significaba prospección de metales raros. Simón en cambio era un silencioso aliado de Ann, entregado a la investigación pura y a la política de no intervención. Nadia lo sabía a pesar de que no había pasado con ellos mucho tiempo a solas. Pero los chismes eran los chismes: si hubiera tenido que hacerlo, podría haber nombrado todas las alianzas de cada uno en la base.

Los rovers de la expedición estaban compuestos de dos módulos de cuatro ruedas, acoplados por una estructura flexible; se parecían un poco a hormigas gigantes. Los había construido Rolls-Royce y un consorcio aeroespacial multinacional, y tenían un hermoso acabado de color verde. Los módulos delanteros albergaban los alojamientos y tenían ventanillas entintadas en los cuatro lados; los de popa albergaban los depósitos de combustible y varios paneles solares negros rotatorios. Las ocho ruedas de tela metálica tenían dos metros y medio de altura y eran muy anchas.

Mientras avanzaban hacia el norte a través de Lunae Planum marcaron la ruta con pequeños radiofaros verdes, dejando caer uno cada pocos kilómetros. También despejaron el sendero de rocas que pudieran estorbar a un rover robotizado, usando el quitanieves o la pequeña grúa que el primer rover llevaba delante. De modo que, en realidad, estaban construyendo una carretera. Pero en Lunae apenas tuvieron que emplear el equipo; viajaron hacia el nordeste casi a la velocidad máxima, que eran treinta kilómetros por hora, durante varios días seguidos. Se dirigían al nordeste para evitar el sistema de cañones de Tempe y Mareotis, y esa ruta los llevó cuesta abajo por Lunae hasta la larga pendiente de Chryse Planitia. Ambas regiones se parecían mucho al terreno que rodeaba el campamento base, plagadas de baches y salpicadas de rocas pequeñas; pero como iban pendiente abajo a menudo disfrutaban de un panorama mucho más extenso que el de la colonia. Era un placer nuevo para Nadia, marchar y marchar y ver nuevos paisajes apareciendo inesperadamente sobre el horizonte: montes, declives, piedras enormes y aisladas, la ocasional mesa redonda y baja que era el exterior de un cráter.

Cuando hubieron descendido a las tierras bajas del hemisferio septentrional, dieron media vuelta y fueron hacia el norte a través de la inmensa Acidalia Planitia, y de nuevo marcharon durante varios días seguidos. Las marcas de las ruedas se extendían tras ellos como las huellas de una cortadora de césped, y los radiofaros centelleaban brillantes e incongruentes entre las rocas. Phyllis, Edvard y George hablaron de hacer algunos otros viajes para investigar lo que se había visto en unas fotografías de satélite: indicios de inusuales afloramientos minerales cerca del Cráter Perepelkin. Ann les recordó con irritación la misión que se les había encomendado. Entristeció a Nadia ver que Ann estaba casi tan distante y tensa allí fuera como en la base; siempre que los rovers se detenían ella se apeaba y caminaba sola por los alrededores, y se mostraba taciturna cuando se sentaban a cenar juntos en el Rover Uno. En ocasiones Nadia intentaba sacarla de su estado.

—Ann, ¿cómo llegaron a diseminarse de ese modo todas esas rocas?

—Meteoritos.

—Pero ¿dónde están los cráteres?

—La mayoría en el sur.

—Entonces, ¿cómo llegaron las rocas hasta aquí?

—Volaron. Ésa es la razón por la que son tan pequeñas. Sólo las rocas pequeñas podrían ser arrojadas tan lejos.

—Pero me habías dicho que estas planicies septentrionales eran relativamente nuevas, mientras que la formación de cráteres era relativamente antigua.

—Así es. Las rocas que ves aquí proceden de meteoritos tardíos. La acumulación total de rocas sueltas procedentes de impactos de meteoritos es mucho mayor de lo que aquí vemos, y eso es lo que constituye el regolito corriente. Y el regolito alcanza un kilómetro de profundidad.

—Es difícil de creer —dijo Nadia—. Quiero decir, significa muchísimos meteoritos.

Ann asintió.

—Son miles de millones de años. Ésa es la diferencia entre aquí y la Tierra, la edad del suelo va de millones de años a miles de millones. Es una diferencia que es difícil de imaginar. Pero ver cosas como ésta ayuda.

A mitad de camino del cruce de Acidalia empezaron a encontrarse con cañones largos, rectos, de muros verticales y fondos llanos. Parecían, tal como apuntó George en más de una ocasión, los lechos secos de los legendarios canales. El nombre geológico trafossae, y aparecían en grupos. Hasta los más pequeños eran infranqueables para los rovers, y cuando llegaban a uno tenían que desviarse y marchar a lo largo del borde, hasta que el suelo se elevaba o los muros se unían y de nuevo podían continuar hacia el norte por la planicie llana.

El horizonte que se extendía delante se encontraba a veces a veinte kilómetros, a veces a tres. Los cráteres empezaron a ser raros, y aquellos por los que pasaban estaban rodeados de montículos bajos que descendían desde los bordes: cráteres líquidos, donde los meteoritos habían caído sobre el permafrost, convirtiéndolo en barro caliente. Los compañeros de Nadia se quedaron un día vagando afanosamente por los montículos desperdigados alrededor de uno de los cráteres. Las laderas redondeadas, dijo Phyllis, indicaban agua antigua con tanta claridad como las fibras de la madera petrificada indicaban el árbol original. Por el modo en que hablaba, Nadia comprendió que ésta era otra de sus discrepancias con Ann; Phyllis creía en el modelo del pasado remoto húmedo, Ann en el pasado reciente húmedo. O algo semejante. La ciencia era muchas cosas, pensó Nadia, incluyendo un arma con la que golpear a otros científicos.

Más al norte, alrededor de la latitud 54o, entraron en la extraña zona de los termokarsts, un terreno de montes salpicado por abismos ovales y escarpados llamados dolinas. Estos dolinas eran cien veces más grandes que sus análogos terranos, la mayoría de dos o tres kilómetros de ancho y de unos sesenta de profundidad. Un claro vestigio de permafrost, acordaron todos los geólogos; la congelación y descongelación estacional del suelo hizo que se hundiera según este patrón. Unos abismos tan grandes indicaban que el contenido de agua debía de haber sido alto, dijo Phyllis. A menos que fuera otra manifestación de las escalas de tiempo marcianas, repuso Ann. Un suelo ligeramente helado que se iba hundiendo muy poco a poco, durante eones.

Irritada, Phyllis sugirió que intentaran recoger agua del suelo, e irritada Ann aceptó. Encontraron una pendiente suave entre unas depresiones y se detuvieron para instalar un colector de agua. Nadia se encargó de la operación con una sensación de alivio; la falta de trabajo en el viaje había empezado a afectarla. Trabajó un día entero: excavó una zanja de diez metros de largo con la pequeña retroexcavadora del rover de cabeza; tendió la galería recolectora lateral, una tubería de acero inoxidable perforada y rellenada con grava; comprobó los elementos eléctricos de calor que corrían en franjas a lo largo de la tubería y los filtros; luego rellenó la zanja con la arcilla y las rocas que habían extraído antes.

En el extremo inferior de la galería había un colector y una bomba de agua; una cañería de transporte conducía a un tanque pequeño. Las baterías darían energía a los elementos térmicos, y los paneles solares cargarían las baterías. Cuando el tanque estuviera lleno, si había suficiente agua para llenarlo, la bomba se cerraría, y se abriría una válvula solenoide, permitiendo que el agua de la cañería de transporte volviera a la galería; después se desconectarían los termoelementos.

—Casi listo —declaró Nadia a última hora del día, mientras fijaba la cañería en el último poste de magnesio. Tenía las manos peligrosamente frías, y la mano mutilada le palpitaba—. Quizá alguien podría preparar la cena —concluyó.

La cañería de transporte tenía que ser metida en un cilindro grueso de espuma de poliuretano y luego empotrada en una tubería protectora mayor. Era asombroso cómo el aislamiento complicaba la simple operación de instalar unos tubos.

Tuerca hexagonal, arandela, pasador de chaveta, un firme tirón de la llave. Nadia recorrió la tubería, comprobando las abrazaderas de unión de los empalmes. Todo seguro. Llevó sus herramientas al Rover Uno, miró atrás el resultado del trabajo del día: un tanque, una cañería corta apoyada sobre postes, una caja en el suelo, un montículo largo y bajo de tierra removida que subía colina arriba, un suelo accidentado, aunque por lo demás nada inusual en este mundo de montones de rocas.

—Beberemos un poco de agua fresca cuando volvamos —dijo.


Habían conducido hacia el norte más de dos mil kilómetros, y por fin llegaron a Vastitas Borealis, una antigua planicie de lava cubierta de cráteres que rodeaba el hemisferio septentrional entre los 60o y 70o de latitud. Por la mañana, Ann y los otros se pasaban fuera un par de horas, en la roca desnuda y oscura de la planicie, recogiendo muestras, y después viajaban con rumbo norte el resto del día, discutiendo sobre la que habían encontrado. Ann parecía más absorta en el trabajo, más feliz. Una noche Simón indicó que Fobos estaba pasando justo por encima de las colinas del sur; la marcha del día siguiente lo colocaría bajo el horizonte. Era una notable demostración de lo baja que era la órbita de la pequeña luna: ¡sólo se encontraban en la latitud 69o! Pero Fobos estaba a sólo unos cinco mil kilómetros sobre el ecuador del planeta. Nadia lo despidió con un movimiento de la mano y una sonrisa, sabiendo que todavía podría hablar con Arkadi utilizando los recién llegados radiosatélites areosincrónicos.

Tres días más tarde la roca desnuda desapareció, cubierta ahora por olas de arena negra. Fue como llegar a una playa de mar. Habían alcanzado las grandes dunas septentrionales, que envolvían el mundo en una franja entre el casquete polar y Vastitas. En el sitio en que ellos la cruzarían, la franja tenía unos ochocientos kilómetros de ancho. La arena de color carbón, teñida de púrpura y rosa, era un gran alivio para la vista después de todos los escombros rojos del sur. Las dunas se alargaban hacia el sur y el norte, en crestas paralelas que en ocasiones se quebraban o se fundían. Conducir sobre ellas era fácil; la arena era muy prieta, y sólo tenían que elegir una duna grande y avanzar por la joroba del lado occidental.

Sin embargo, después de unos días así, las dunas se hicieron más grandes y se convirtieron en lo que Ann llamó barjanes. Parecían olas enormes y congeladas, con paredes de cien metros de altura y lomos de un kilómetro de ancho, separadas por largos semicírculos. Como muchos otros accidentes del paisaje de Marte, eran cien veces más grandes que sus análogos terranos en el Sahara y el Gobi. La expedición mantuvo un curso recto sobre los lomos de aquellas grandes olas, pasando del lomo de una ola al siguiente; los rovers eran como barcos diminutos que avanzaban con ruedas de paletas por un mar ondulado y negro, congelado en el punto culminante de una tormenta titánica.

Un día el Rover Dos se paró en ese mar petrificado. Una luz en el panel indicó que había un problema en la estructura flexible entre los módulos; y en verdad el módulo posterior se había torcido hacia la izquierda y hundía en la arena las ruedas de ese lado. Nadia se metió en un traje y fue a la parte de atrás. Quitó la cubierta contra el polvo de la juntura del módulo con el chasis, y descubrió que los pernos que los mantenían juntos estaban todos rotos.

—Esto va a llevar un rato —dijo—. Si quieren, echen una mirada por los alrededores.

Al rato emergieron las figuras de Phyllis y George enfundadas en trajes, seguidas de Simón, Ann y Edvard. Phyllis y George tomaron un radiofaro del Rover Tres y lo instalaron tres metros a la derecha de la «carretera». Nadia se puso a trabajar en la estructura rota, tocando las cosas lo menos posible; era una tarde fría, quizá de setenta bajo cero; podía sentir en los huesos el frío de diamante.

Los extremos de los pernos no saldrían del costado del módulo, así que sacó un taladro y abrió otros agujeros. Empezó a cantar The Sheik of Araby. Ann, Edvard y Simón estaban discutiendo acerca de la arena. Era tan agradable, pensó Nadia, ver un terreno que no era rojo… Oír a Ann absorta en su trabajo. Tener algo de trabajo que hacer.

Casi habían llegado al círculo ártico, y era Ls=84, con el solsticio del verano septentrional a sólo dos semanas; los días se hacían más largos. Nadia y George trabajaron durante el atardecer mientras Phyllis calentaba la cena, y después de comer Nadia salió para acabar la reparación. El sol estaba rojo en medio de una neblina marrón, pequeño y redondo aun a punto de ponerse; no había suficiente atmósfera para que pareciera más achatado y grande. Terminó, guardó las herramientas y había abierto la antecámara exterior del Rover Uno cuando la voz de Ann le sonó en el oído.

—Oh, Nadia, ¿ya vas a entrar?

Alzó los ojos. Ann estaba de pie sobre la cresta de la duna al oeste, haciéndole señas con las manos, una silueta negra contra un cielo color sangre.

—Ésa era la idea —dijo.

—Ven aquí arriba un segundo. Quiero que veas esta puesta de sol, va a ser buena. Ven, sólo llevará un minuto, y te alegrará. Hay nubes en el oeste.

Nadia suspiró y cerró la puerta de la antecámara.

La cara este de la duna era escarpada. Caminó con cautela sobre las huellas que había dejado Ann. La arena allí era muy compacta y firme casi todo el tiempo. Cerca de la cima, la cresta se hizo más empinada, y ella tuvo que inclinarse hacia adelante y ayudarse con los dedos. Luego trepó a la cima ancha y redonda y pudo erguirse y mirar alrededor.

La luz del sol sólo alumbraba las crestas de las dunas más altas; el mundo era una superficie negra, herida por pequeñas curvas, como cimitarras de un gris acerado. El horizonte se alzaba a unos cinco kilómetros. Ann estaba acuclillada, con un puñado de arena en la palma de la mano.

—¿De qué está hecha? —preguntó Nadia.

—Partículas oscuras de minerales sólidos. Nadia bufó.

—Eso podría habértelo dicho yo.

—No, antes de que llegáramos aquí no habrías podido. Podía haber sido arena agregada a sales. Pero, en cambio, son ápices de roca.

—¿Por qué tan oscuras?

—Volcánicas. Verás, en la Tierra, la arena es casi toda cuarzo, porque allá hay mucho granito. Pero no en Marte. Probablemente estos granos son silicatos volcánicos. Obsidiana, pedernal, un poco de granate. Hermosa, ¿verdad?

Extendió la mano para que Nadia la inspeccionara. Muy seria, por supuesto. Nadia escudriñó las partículas negras a través del visor del casco.

—Hermosa —dijo.

Se incorporaron y contemplaron la puesta de sol. Sus sombras se extendían hasta el mismo horizonte oriental. El cielo era de un rojo oscuro, lóbrego y opaco, sólo un poco más claro en el oeste. Las nubes que había mencionado Ann eran vetas de un amarillo brillante, muy altas en el cielo. Algo en la arena capturaba la luz, y las dunas tenían un nítido color púrpura. El sol era un pequeño botón dorado, y encima de él brillaban dos astros vespertinos: Venus y la Tierra.

—Últimamente se han estado acercando más cada noche —dijo Ann en voz baja—. La conjunción será de verdad brillante.

El sol tocó el horizonte, y las crestas de las dunas se desvanecieron en la sombra. El pequeño botón del sol se hundió bajo la línea negra en el oeste. Ahora el cielo era una cúpula de color castaño, las nubes altas parecían un musgo amarillento. Las estrellas empezaron a salir de repente por doquier, y el cielo castaño cambió a un intenso violeta oscuro, un color eléctrico que se contagió a las crestas de las dunas, de modo que parecía que por la planicie se extendían medialunas de luz crepuscular líquida. Nadia sintió que una brisa le remolineaba en el sistema nervioso, le subía por la columna y le salía por la piel; las mejillas le hormigueaban y podía sentir un temblor en la médula espinal. ¡La belleza podía hacerte temblar! Era una conmoción sentir semejante respuesta física a la belleza, una excitación parecida en cierta manera al sexo. Y esa belleza era tan extraña, tan alienígena… En ese momento se dio cuenta de que nunca la había visto antes de la forma adecuada, o que nunca la había sentido de verdad; había estado disfrutando de la vida como si fuera una Siberia bien hecha, de modo que en realidad había estado viviendo en una vasta analogía, comprendiéndolo todo en términos de pasado. Pero ahora estaba bajo un cielo alto y violeta en la superficie de un océano negro petrificado, todo nuevo, todo extraño; era imposible compararlo con nada que hubiera visto antes; y de repente el pasado se le fue de la cabeza y ella dio vueltas en círculo como una niña pequeña que intentara marearse, sin un solo pensamiento. Un peso le penetró en la carne desde la piel y ya no se sintió hueca; por el contrario, se sintió extremadamente sólida, compacta, equilibrada. Una pequeña roca pensante, girando como una peonza.


Bajaron deslizándose por la escarpada cara de la duna sobre los talones de las botas. Al llegar abajo Nadia le dio un impulsivo abrazo a Ann.

—Oh, Ann, no sé cómo agradecértelo.

Aun a través de los visores entintados del casco pudo ver que Ann sonreía. Una visión rara.


Desde entonces las cosas le parecieron diferentes a Nadia. Oh, sabía que dependía de ella, que se trataba de prestar atención de un modo nuevo, de mirar. Pero el paisaje la ayudaba a alimentar esa nueva atención. Al día siguiente dejaron las dunas negras y prosiguieron la marcha hacia lo que llamaban terreno estratificado o laminado. Ésa era la región de arena llana que en el invierno quedaría bajo la falda de CO2 del casquete polar. Ahora, en pleno verano, era un paisaje conformado en su totalidad por arenosos diseños curvilíneos. Subieron por anchas estelas llanas de arena amarilla, confinadas entre extensas y sinuosas mesas. Las vertientes de las mesas se escalonaban, laminadas exquisita y burdamente a la vez, como madera que hubiera sido cortada y pulida para que mostrara una hermosa fibra. Ninguno de ellos había visto jamás una tierra como aquélla; se pasaban las mañanas recogiendo muestras y perforando, y paseando por los alrededores en un ballet a la zancada marciana, hablando hasta por los codos, Nadia tan excitada como cualquiera de ellos. Ann le explicó que la helada de cada invierno atrapaba una lámina en la superficie. Luego, el viento había cortado los cauces secos y había erosionado los bordes, y cada estrato era más desnudo que el de abajo, de modo que las paredes de los cauces secos se alzaban en cientos de terrazas estrechas.

—Es como si el suelo fuera un plano topográfico de sí mismo —dijo Simón.

Conducían durante el día y salían al anochecer, en crepúsculos purpúreos que duraban hasta justo antes de la medianoche. Perforaban y alcanzaron núcleos arenosos que tenían hielo, laminados hasta donde fueron capaces de bajar. Una noche Nadia estaba subiendo con Ann por una serie de terrazas paralelas, escuchando a medias la explicación de la precesión del afelio y el perihelio, cuando miró hacia atrás al cauce seco y vio que brillaba como limones y albaricoques bajo la luz vespertina y que encima había nubes lenticulares de color verde pálido, imitando a la perfección las curvas del terreno.

—¡Mira! —exclamó.

Ann se volvió y lo vio y se quedó quieta. Observaron las franjas de nubes bajas que flotaban en el cielo.

Al fin la llamada para cenar desde uno de los rovers las trajo de vuelta. Y bajando por las terrazas de arena escalonadas Nadia supo que había cambiado… eso, o el planeta se volvía cada vez más extraño y hermoso a medida que viajaban hacia el norte. O las dos cosas.


Avanzaban sobre terrazas llanas de arena amarilla, arena tan fina y dura y limpia de rocas que podían marchar a velocidad máxima, aminorando sólo para subir o bajar de un escalón a otro. De vez en cuando las pendientes curvas entre las terrazas les creaban algunos problemas, y en una o dos ocasiones tuvieron que volverse atrás y buscar otro camino. Pero, por lo general, encontraban una ruta hacia el norte sin dificultad.

En el cuarto día de terreno laminado, las paredes de la meseta que flanqueaban el lecho plano por el que iban se curvaron y se unieron. Los rovers subieron por la hendidura hacia un llano más alto; y allí, ante ellos, en el nuevo horizonte, había una colina blanca, una gran elevación redondeada, como un Ayers Rock blanco. Una colina blanca… ¡era hielo! Una colina de hielo, de cien metros de altura y un kilómetro de ancho… y cuando la rodearon vieron que se prolongaba hacia el norte. Era la punta de un glaciar, quizá una lengua del casquete del polo. En los otros vehículos todos gritaban, y en medio del ruido y la confusión Nadia sólo pudo oír a Phyllis gritando:

—¡Agua! ¡Agua!

Agua, desde luego. Aunque siempre supieron que la encontrarían, todavía era muy sorprendente toparse con toda una colina grande y blanca de agua, la más alta que habían visto en los 5.000 kilómetros de viaje. Les llevó todo aquel primer día acostumbrarse a ella: detuvieron los rovers, la señalaron, charlaron, salieron a mirarla, tomaron muestras de la superficie y perforaron; la tocaron, treparon unos metros. Igual que la arena de alrededor, la colina de hielo estaba horizontalmente laminada, con líneas de polvo separadas por líneas de hielo. El hielo entre las líneas parecía picado y granulado; en aquella presión atmosférica se sublimaba casi a cualquier temperatura, dejando las paredes laterales picadas y carcomidas hasta una profundidad de unos pocos centímetros; debajo era sólido y duro.

—Esto es un montón de agua —dijeron todos en algún momento. Agua, en la superficie de Marte…

A la mañana siguiente, la colina glaciar ocultó el horizonte: un muro que los acompañó todo el día. Entonces sí que empezó a parecer un montón de agua, en especial cuando se elevó hasta una altura de unos trescientos metros. En realidad, era una especie de cordillera montañosa que dividía el valle de la cara este. Y luego, en el horizonte del noroeste, apareció otra colina blanca, la cima de otra cordillera que asomaba encima del horizonte, con una base oculta por debajo de el. Otra colina glaciar, una muralla que los obligaba a ir hacia el oeste, se alzaba a unos treinta kilómetros de distancia.

De modo que se encontraban en Chasma Borealis, un valle excavado por el viento que penetraba hacia el norte en el casquete de hielo a lo largo de unos quinientos kilómetros, más de la mitad de la distancia hasta el polo mismo. El suelo era una planicie de arena, dura como cemento, y a menudo con una crujiente capa de escarcha de CO2. Las paredes de hielo de la grieta eran altas, pero no verticales; se inclinaban hacia atrás en un ángulo de menos de 45°, y como las laderas del terreno laminado, se escalonaban en terrazas, terrazas gastadas por la erosión del viento y la sublimación, las dos fuerzas que a lo largo de decenas de miles de años habían abierto todo ese abismo.

En vez de subir hasta la cabecera del valle, los exploradores se acercaron a la pared occidental, buscando un radiofaro que habían soltado en paracaídas junto con un equipo de minería de hielo. Las dunas de arena en medio de la grieta eran bajas y regulares, y los rovers marcharon por la tierra ondulada, arriba y abajo, arriba y abajo. Entonces, al alcanzar la cresta de una ola de arena, divisaron el cargamento, a no más de dos kilómetros de la pared de hielo noroeste: voluminosos contenedores verde lima sobre esqueléticos módulos de descenso, una visión extraña en aquel mundo blanco, tostado y rosa.

—¡Qué ofensa para la vista! —exclamó Ann, pero Phyllis y George aplaudieron.

Durante la larga tarde, el umbrío lado occidental del hielo pasó por una variada gama de colores pálidos: el hielo de agua más pura era claro y azul, pero la mayor parte de la ladera tenía color de marfil translúcido, teñido de polvo rosa y amarillo. Algunas manchas irregulares de hielo de CO2, eran de un blanco puro y brillante; había mucho contraste entre el hielo seco y el hielo de agua y delimitar los perfiles reales de la ladera parecía imposible. Y el perfil en escorzo hacía difícil calcular a ciencia cierta la altura real de la colina; parecía subir eternamente, y era probable que se encontrara entre los trescientos y quinientos metros por encima del suelo de Borealis.

—¡Esto es un montón de agua! —exclamó Nadia.

—Y hay más bajo tierra —dijo Phyllis—. Nuestras perforaciones muestran que el casquete en realidad se extiende muchos grados de latitud más hacia el sur de lo que vemos, enterrado bajo el terreno estratificado.

—¡Así que tenemos aquí más agua de la que nunca vamos a necesitar!

Ann frunció los labios con tristeza.


El descenso del equipo de minería había determinado el sitio que ocuparía el campamento para la minería de hielo: la pared oeste de Chasma Borealis, en los 41° de longitud y 83o de latitud norte. Deimos acababa de seguir a Fobos bajo el horizonte; no volverían a verlo hasta que regresaran al sur del grado 82. Las noches de verano eran una hora de crepúsculo púrpura; el resto del tiempo el Sol daba vueltas, nunca más de veinte grados sobre el horizonte. Los seis pasaron largas horas en el exterior, trasladando el extractor de hielo al muro y luego montándolo. El componente principal era una perforadora de túneles robótica, más o menos del tamaño de uno de los rovers. La perforadora entraba en el hielo y enviaba de vuelta tambores cilíndricos de un metro y medio de diámetro. Cuando la pusieron en marcha, emitió un zumbido sonoro y grave, que aún era más alto si apoyaban los cascos contra el hielo o incluso si lo tocaban con las manos. Después de un rato, unos tambores blancos de hielo cayeron pesadamente en un vagón y luego una pequeña carretilla elevadora robot se los llevó a la destilería, que lo derretiría y le quitaría el considerable contenido de polvo, para después volver a congelar el agua en cubos de un metro, más adecuados para las cabinas de carga de los rovers. Más tarde los rovers de transporte serían perfectamente capaces de venir al emplazamiento, cargar y regresar solos a la base, y la base dispondría entonces de un suministro regular de agua. Había alrededor de cuatro o cinco millones de kilómetros cúbicos en el casquete polar visible, estimó Edvard, aunque el cálculo era bastante conjetural.

Pasaron varios días probando el extractor y desplegando una serie de paneles solares. En los largos atardeceres, después de cenar, Ann escalaba la pared de hielo, decía que para tomar más muestras, pero Nadia sabía que sólo quería alejarse de Phyllis, Edvard y George. Y naturalmente quería subir hasta la cima para encontrarse sobre el casquete polar y mirar alrededor, y tomar muestras de los estratos más recientes del hielo. Así que un día, cuando el extractor hubo pasado todas las pruebas de rutina, Nadia, Simón y ella se levantaron al amanecer, justo después de las 2, salieron al aire superfrío de la mañana y treparon, con sombras como de grandes arañas que subían delante. La inclinación del hielo era de unos treinta grados, escarpándose de vez en cuando, a medida que ascendían los toscos escalones del costado estratificado de la colina.

Eran las 7 cuando la pendiente se inclinó hacia atrás y caminaron sobre la superficie del casquete. Al norte había una planicie de hielo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista: un horizonte elevado a unos treinta kilómetros. Mirando hacia el sur pudieron ver muy a lo lejos los remolinos geométricos del terreno estratificado; era el panorama más extenso que Nadia hubiera visto nunca en Marte.

El hielo de la meseta se extendía en capas, como la arena laminada de debajo de ellos, con anchas franjas de sucio polvo rosado. La otra pared de Chasma Borealis se extendía hacia el este, y desde donde ella estaba parecía casi vertical, larga, alta, maciza.

—¡Tanta agua! —repitió Nadia—. Es más de la que jamás necesitaremos.

—Depende —dijo Ann con voz ausente, atornillando en el hielo la estructura de la pequeña perforadora. El visor oscurecido se alzó hacia Nadia—. Si los terraformadores se salen con la suya, todo esto se evaporará como rocío en una mañana calurosa. Subirá al aire para formar bonitas nubes.

—¿Sería eso tan malo? —preguntó Nadia.

Ann le clavó la mirada. A través del visor entintado sus ojos parecían cojinetes de bolas.

Aquella noche durante la cena dijo:

—Realmente tendríamos que hacer una escapada hasta el polo. Phyllis sacudió la cabeza.

—No tenemos ni la comida ni el aire.

—Pide que nos dejen caer un cargamento. Esta vez fue Edvard quien negó con la cabeza.

—¡El casquete polar está atravesado por valles casi tan profundos como Borealis!

—No tanto —dijo Ann—. Podrías ir en línea recta. Los valles de remolinos parecen tremendos desde el espacio, pero sólo por la diferencia de albedo entre el agua y el CO2. Las pendientes reales nunca están a más de seis grados de la horizontal. En realidad sólo es más terreno estratificado.

—Pero, para empezar, ¿qué me dices de la subida al casquete?

—Nos desviaríamos hacia una de las lenguas de hielo que bajan a la arena. Son como rampas que suben hasta el macizo central, y una vez allí, ¡derecho hasta el polo!

—No hay motivo para ir —dijo Phyllis—. Simplemente será un poco más de lo mismo. Y significa más exposición a las radiaciones.

—Y —añadió George—, podríamos usar la comida y el aire que tenemos para examinar los lugares por los que pasamos. Así que eso era lo que pretendían. Ann frunció el ceño.

—Yo soy la directora de estudios geológicos —replicó con brusquedad.

Lo cual bien podía ser cierto, pero como política dejaba mucho que desear, en especial si la comparábamos con Phyllis, que tenía muchos amigos en Houston y Washington.

—Pero no hay ningún motivo geológico para ir al polo —dijo entonces Phyllis con una sonrisa—. Será el mismo hielo. Tú sólo quieres ir.

—¿Y qué? —preguntó Ann—. Todavía hay preguntas científicas que están por contestar allá arriba. ¿Tiene el hielo la misma composición, cuánto polvo…? En cualquier sitio al que vamos por aquí recogemos datos importantes.

—Pero estamos aquí para conseguir agua. No para perder tiempo en tonterías.

—¡No es perder tiempo en tonterías! —dijo Ann—. ¡Obtenemos agua para poder explorar, no exploramos sólo para obtener agua! ¡Lo has entendido al revés! ¡No me cabe en la cabeza a cuántos en esta colonia les pasa lo mismo!

—Veamos qué dice la base —dijo Nadia—. Quizá necesiten nuestra ayuda allí, o tal vez no puedan enviarnos un cargamento, nunca se sabe.

—Apuesto a que terminaremos pidiendo permiso a la UN. —gruñó Ann.

Tenía razón. Frank y Maya no aprobaban la idea, John se mostró interesado pero sin comprometerse. Cuando Arkadi se enteró, la apoyó y declaró que si era necesario enviaría un cargamento de suministros desde Fobos, lo cual, dada la órbita del satélite, era por lo menos poco práctico. Pero entonces Maya se comunicó con Control de Misión en Houston y Baikonur, y la discusión se extendió. Hastings se opuso al plan, pero en cambio les gustó a Baikonur y a muchos de la comunidad científica.

Por último Ann se puso al teléfono, y habló con una voz seca y arrogante, aunque parecía asustada.

—Soy la directora geológica, y digo que es necesario. No habrá oportunidad mejor para conseguir datos in situ sobre el estado original del casquete. Es un sistema delicado, sensible a cualquier cambio en la atmósfera. Y hay planes para llevarlo a cabo, ¿no es verdad? Sax, ¿sigues trabajando en esos molinos de viento?

Sax no había tomado parte en la discusión y tuvieron que llamarlo para que se pusiera al teléfono.

—Sí —dijo cuando se le repitió la pregunta. A Hiroko y a él se les había ocurrido la idea de manufacturar pequeños molinos de viento, que se soltarían desde dirigibles por todo el planeta. Los constantes vientos del oeste los harían girar, y la rotación se convertiría en calor en unas bobinas de la base de los molinos, y ese calor sencillamente se liberaría a la atmósfera. Sax ya había diseñado una factoría automatizada para que los fabricase; confiaba en hacerlos a miles. Vlad señaló que el calor obtenido sería al precio de la disminución de los vientos… no se podía conseguir algo a cambio de nada. En el acto Sax afirmó que ése sería un beneficio secundario, dada la severidad de las tormentas de polvo que a veces provocaba el viento. Un poco de calor por un poco de viento era un gran negocio.

—Por lo tanto, un millón de molinos de viento —dijo en ese momento Ann—. Y es sólo el comienzo. Hablaste de diseminar polvo negro sobre los casquetes polares, ¿no es así, Sax?

—Espesaría la atmósfera más rápidamente que cualquier otra cosa.

—De modo que si te sales con la tuya —dijo Ann—, los casquetes están condenados. Se evaporarán y luego diremos: «Me pregunto cómo eran». Y nunca lo sabremos.

—¿Disponen de suficientes provisiones, de suficiente tiempo? —preguntó John.

—Nosotros les lanzaremos suministros —repitió Arkadi.

—Quedan cuatro meses de verano —dijo Ann.

—¡Tú lo único que quieres es ir al polo! —exclamó Frank, como un eco de Phyllis.

—¿Y qué? —repuso Ann—. Puede que tú hayas venido aquí a jugar a política de despachos, pero yo pretendo ver un poco el lugar.

Nadia hizo una mueca. Eso acabó con aquella línea de conversación, y Frank estaría furioso. Lo que nunca era una buena idea. Ann, Ann…

Al día siguiente las oficinas terranas nivelaron la balanza con la opinión de que deberían sacarse muestras del casquete polar en su estado primigenio. No hubo ninguna objeción desde la base, aunque Frank no volvió a intervenir. Simón y Nadia vitorearon:

—¡Al norte hacia el polo! Phyllis sólo sacudió la cabeza.

—No veo la necesidad. George, Edvard y yo nos quedaremos aquí como equipo de apoyo, y nos aseguraremos de que el extractor de hielo funcione bien.


De modo que Ann, Nadia y Simón tomaron el Rover Tres y retrocedieron por Chasma Borealis, dando un rodeo para poner rumbo al oeste, donde uno de los glaciares que se alejaba serpenteando del casquete era una rampa perfecta. La malla de las grandes ruedas mordía el suelo, y el rover rodaba sobre las diversas superficies del casquete, sobre manchas de polvo granulado al descubierto, colinas bajas de hielo duro, campos de cegadora escarcha blanca de CO2, y el habitual cordón de hielo de agua sublimada. Desde el polo, partían hacia el exterior unos valles poco profundos que parecían remolinos y seguían el sentido de las agujas del reloj; algunos de ellos eran muy anchos. Al atravesarlos bajaron por una cuesta irregular que se perdía en una curva a derecha e izquierda en ambos horizontes, toda ella cubierta por un hielo seco brillante; eso podía durar veinte kilómetros, hasta que todo el mundo visible era blanco. Luego, aparecía ante ellos una cuesta ascendente del hielo más familiar, sucio, de agua roja, estriado por líneas de nivel. Mientras cruzaban el fondo de la hondonada el mundo parecía dividido en dos, blanco detrás, rosa sucio delante. Subiendo por las pendientes que daban al sur encontraron el hielo de agua más carcomido que en ningún otro sitio, pero, tal como señaló Ann, un metro de hielo seco se aposentaba en los inviernos sobre el casquete permanente, destruyendo la frágil filigrana del verano anterior, por lo que los pozos se llenaban todos los años; las grandes ruedas del rover aplastaron limpiamente el hielo.

Más allá de los valles remolino se encontraron en una planicie que se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Detrás del vidrio polarizado y entintado de las ventanillas del rover, el llano era de una blancura inmaculada. En una ocasión pasaron jumo a una colina baja y circular, la marca de algún impacto bastante reciente y cubierta de hielo. Se detuvieron a perforar y tomar muestras. Nadia tuvo que limitar a Ann y a Simón a cuatro perforaciones al día, con el fin de ahorrar tiempo y evitar que los tanques del rover se sobrecargaran. Y no sólo se trataba de las perforaciones: a menudo pasaban junto a rocas negras aisladas, que descansaban en el hielo como esculturas de Magritte… meteoritos. Recogieron los más pequeños y tomaron muestras de los grandes, y una vez encontraron uno tan grande como el rover. Estaban compuestos de níquel y hierro, o eran condritos rocosos. Mientras sacaba astillas de uno de los condritos con un cincel, Ann le dijo a Nadia:

—¿Sabes que en la Tierra han encontrado meteoritos procedentes de Marte? También sucede al revés, aunque es menos frecuente. Haría falta un impacto realmente grande para arrancar rocas del campo gravitatorio de la Tierra con la velocidad suficiente para que lleguen aquí. Una delta y de quince kilómetros por segundo, como mínimo. He oído decir que alrededor del dos por ciento del material proyectado fuera del campo de la Tierra terminaría en Marte. Pero sólo los más grandes, como el impacto límite C/T. Resultaría extraño encontrar aquí un pedazo del Yucatán, ¿no?

—Pero eso ocurrió hace sesenta millones de años —dijo Nadia—. Estaría enterrado bajo el hielo.

Más tarde, caminando de regreso al rover, Ann dijo:

—Bueno, si derriten el hielo encontraremos algunos. Tendremos un museo entero de meteoritos, posados alrededor en la arena.


Cruzaron más valles remolino, volviendo de nuevo a la rutina del arriba-y-abajo, como barcos sobre las olas, aunque esta vez eran las olas más grandes con que habían topado, cuarenta kilómetros de cresta a cresta. Desde las veintidós horas hasta las cinco de la madrugada se detenían en montes o en bordes de cráteres sepultados y disfrutaban de un buen panorama; y oscurecieron las ventanas con una doble polarización para dormir algo por la noche.

Entonces, una mañana, mientras avanzaban haciendo crujir el terreno, Ann encendió la radio y se puso a trabajar con los satélites areosincrónicos.

—No es fácil encontrar el polo —dijo—. Los primeros exploradores terranos pasaron un infierno en el norte, estuvieron todo el tiempo allí arriba en pleno verano y no podían ver las estrellas y no había satélites que los orientasen.

—¿Y cómo lo hicieron? —preguntó Nadia, con repentina curiosidad. Ann lo pensó y sonrió.

—No lo sé. Sospecho que no muy bien. Probablemente navegación a ojo.

Nadia se sintió intrigada por el problema y comenzó a trabajar sobre él en un cuaderno de notas. La geometría nunca había sido su fuerte, pero probablemente, en el polo norte, en un día de pleno verano, el sol describiría un círculo perfecto alrededor del horizonte, siempre a la misma altura. Entonces, si estuvieras cerca del polo y se acercara el solsticio de verano, podrías utilizar un sextante para verificar una y otra vez la altura del sol sobre el horizonte… ¿Era correcto eso?

—Ya lo tengo —dijo Ann.

—¿Qué?

Detuvieron el rover, miraron en derredor. La planicie blanca ondulaba hasta el horizonte próximo, monótona salvo por un par de anchas líneas de nivel de color rojo. Las líneas no se ondulaban en círculos alrededor de ellos y no parecía que se encontraran en la cima de nada.

—¿Dónde exactamente? —preguntó Nadia.

—Bueno, en alguna parte un poco más al norte. —Ann volvió a sonreír.— Algo así como un kilómetro. Quizá por ahí. —Señaló hacia la derecha.— Tendremos que acercarnos un poco y verificarlo de nuevo con el satélite. Un poco de triangulación y seremos capaces de dar con el lugar exacto. Bueno, con un margen aproximado de cien metros.

—¡Si nos empeñásemos, podríamos conseguirlo con un margen de un metro! —dijo Simón entusiasmado—. ¡Precisemos la posición!

De modo que condujeron durante un minuto, consultaron la radio, giraron en ángulo recto, partieron de nuevo e hicieron otra consulta. Por último Ann declaró que ya estaban allí, o bastante cerca. Simón dio instrucciones a la computadora para que siguiera trabajando; se pusieron los trajes, salieron fuera y vagaron un poco por los alrededores, como para cerciorarse de que habían llegado. Ann y Simón hicieron una perforación. Nadia siguió caminando, en una espiral que se expandía y se alejaba del coche. Una planicie blanca rojiza, el horizonte a unos cuatro kilómetros de distancia; demasiado cerca; se le ocurrió de pronto, igual que durante la puesta de sol en la duna negra, que aquello era alienígena: una aguda conciencia del horizonte estrecho, la gravedad vaga, un mundo tan grande y sin embargo no mayor… y ahora se hallaba de pie justo en el polo norte. Era Ls=92, tan cerca del solsticio de verano como se podía pedir, de modo que si se ponía de cara al sol y dejaba de moverse, el sol permanecería horizontal y giraría alrededor de ella el resto del día, ¡o el resto de la semana! Era extraño. Estaba dando vueltas como una peonza. Si se quedaba quieta el tiempo suficiente, ¿lo sentiría?

El visor polarizado reducía el resplandor del sol sobre el hielo a un arco iris de puntos cristalinos. No hacía mucho frío. Podía sentir una brisa ligera contra la palma levantada de la mano. Una bonita veta roja de laminas sedimentarias cruzaba el horizonte como una línea de longitud. Se rió de la idea. Había un anillo de hielo muy débil alrededor del Sol, lo suficientemente grande como para que el arco bajo rozara el horizonte. El hielo estaba sublimándose en el casquete polar y centelleaba arriba en los cristales del anillo. Sonriendo, estampó las huellas de sus botas en el polo norte de Marte.


Aquella noche alinearon los polarizadores de modo que en las ventanas del módulo apareció una imagen muy difuminada del desierto blanco. Nadia se reclinó con una bandeja de comida vacía en el regazo, sorbiendo una taza de café. El reloj digital saltó de las 23:59:59 a las 00:00:00, y se detuvo. Su inmovilidad acentuó la quietud en el coche. Simón estaba dormido; Ann se encontraba en el asiento del conductor, contemplando el paisaje, la cena a medio comer. Ningún sonido excepto la respiración del ventilador.

—Me alegro de que nos trajeras hasta aquí —dijo Nadia—. Ha sido maravilloso.

—Alguien tenía que disfrutarlo —dijo Ann. Cuando estaba enfadada o resentida la voz se le volvía apagada y distante, casi neutra—. No durará mucho aquí.

—¿Estás segura, Ann? Aquí tiene cinco kilómetros de profundidad, ¿no es lo que tú dijiste? ¿De verdad crees que desaparecerá sólo porque lo cubra el polvo negro?

Ann se encogió de hombros.

—Dependerá de hasta qué punto lo calentemos. Y de la cantidad de agua que haya en el planeta, y de la que salga del regolito a la superficie cuando calentemos la atmósfera. No sabremos nada hasta que ocurra. Pero sospecho que este casquete es el principal cuerpo de agua expuesto al aire, y será el más sensible. Podría sublimarse casi por completo antes de que una parte importante del permafrost se acerque a los cincuenta grados del punto de fusión.

—¿Por completo?

—Oh, se depositará un poco cada invierno, seguro. Pero en una perspectiva global, no hay tanta agua. Éste es un mundo seco, la atmósfera es superárida, hace que la Antártida parezca una jungla, ¿y recuerdas cómo nos resecaba aquel lugar? De modo que si la temperatura subiera lo suficiente, el hielo se sublimaría a un ritmo increíblemente rápido. Todo este casquete pasaría a la atmósfera y se desplazaría hacia el sur, donde se helaría por las noches. Así que, en realidad, sería redistribuido de una forma más o menos regular sobre todo el planeta, como escarcha de un centímetro de espesor. —Esbozó una sonrisa torva.— Más delgada, por supuesto, pues la mayor parte permanecería en el aire.

—Pero, entonces, si hace aún más calor, la escarcha se derretirá, y lloverá. De ese modo tendremos ríos y lagos, ¿no?

—Si la presión atmosférica es lo bastante alta. El agua líquida en superficie depende tanto de la presión del aire como de la temperatura. Si las dos suben, en cuestión de décadas podríamos estar caminando sobre arena aquí mismo.

—Menuda colección de meteoritos tendríamos entonces —dijo Nadia, tratando de aligerar el ánimo de Ann.

No funcionó. Ann frunció los labios, miró por la ventana, y sacudió la cabeza. Podía llegar a sentirse muy intranquila; era imposible explicarlo sólo por Marte, tenía que haber algo más, algo que explicara ese intenso torbellino interno, esa cólera. La tierra de Bessie Smith. Era duro verlo. Cuando Maya se sentía triste se parecía a Ella Fitzgerald cantando un blues, sabías que se trataba de un espectáculo, la emoción simplemente se derramaba a través de la puesta en escena. Pero cuando Ann se sentía desdichada, dolía verlo.

En ese momento levantó el plato de lasaña y se echó hacia atrás para meterlo en el microondas. Detrás de ella, el yermo blanco centelleaba bajo un cielo negro, como si el mundo exterior fuera el negativo de una fotografía. De pronto, la pantalla del reloj marcó las 00:00:01.


Cuatro días más tarde estaban lejos del hielo. Mientras desandaban la ruta de vuelta adonde esperaban Phyllis, George y Edvard, los tres viajeros subieron por una pendiente y se detuvieron. Había una estructura en el horizonte. En el sedimento llano del fondo de la sima se levantaba un templo griego clásico, seis columnas dóricas de mármol blanco, coronadas por un tejado circular y plano.

—¿Qué demonios es eso?

Cuando se acercaron vieron que las columnas estaban hechas de tambores de hielo sacados del extractor, apilados uno sobre otro. El disco que servía como techo estaba toscamente tallado.

—Fue idea de George —dijo Phyllis por radio.

—Me di cuenta de que los cilindros de hielo eran del mismo diámetro que las columnas de los griegos —dijo George, todavía satisfecho consigo mismo—. Después todo resultó obvio. Y el extractor funciona a la perfección, así que dispusimos de algún tiempo libre.

—Queda muy bien —dijo Simón. Y era verdad: monumento alienígena, visita de los sueños, brillaba como carne en el largo crepúsculo, como si la sangre corriera bajo el hielo—. Un templo a Ares.

—A Neptuno —corrigió George—. No creo que deseemos invocar muy a menudo a Ares.

—En especial con el grupo que hay en el campamento —dijo Ann.


Mientras conducían hacia el sur, la carretera de huellas y radiofaros corría delante de ellos, tan nítida como cualquier autopista asfaltada. No fue necesario que Ann les hiciera notar hasta qué punto esto cambiaba las sensaciones del viaje; ya no estaban explorando tierra virgen, y la naturaleza del paisaje era distinta, hendida a izquierda y derecha por las líneas paralelas de rodadas entrecruzadas y por las latas verdes, ligeramente oscurecidas con polvo escarchado, que marcaban «el camino». Ya no era un yermo… después de todo, ése era el propósito: abrir carreteras. Podían encomendar la conducción al piloto automático del Rover Tres, y a menudo lo hacían.

Rodaban a treinta km/h, mirando el paisaje dividido en dos, o hablando, lo que era poco frecuente, excepto la mañana en que se enzarzaron en una discusión sobre Frank Chalmers: Ann mantenía que era completamente maquiavélico, Phyllis insistía en que no era peor que cualquier otro en el poder, y Nadia, que recordó las charlas con él acerca de Maya, sabía que era un hombre muy complicado. Pero la falta de discreción de Ann la consternó, y mientras Phyllis se embarcaba en la historia de cómo Frank los había mantenido unidos en los últimos meses del viaje, Nadia le echó una mirada feroz a Ann, tratando de darle a entender que estaba hablando en el grupo equivocado. Más adelante, Phyllis usaría esas indiscreciones contra ella, evidente. Pero Ann era muy mala interpretando miradas.

Entonces, de pronto, el rover frenó y aminoró la velocidad hasta detenerse. Nadie había estado mirando afuera, y de un salto todos se plantaron ante la ventana.

Allí, delante de ellos, había una lámina blanca y plana de unos cien metros que cubría el camino.

—¿Qué es eso? —gritó George.

—Nuestra bomba de permafrost —dijo Nadia, señalando—. Tiene que haberse roto.

—¡O ha funcionado demasiado bien! —exclamó Simón—. ¡Es hielo de agua!

Pasaron el rover a manual y se acercaron. El vertido cubría el camino como un flujo de lava blanca. Lucharon para ponerse los trajes, salieron del módulo, y caminaron hasta el borde del líquido congelado.

—Nuestra propia pista de hielo —dijo Nadia, y fue hacia la bomba. Abrió el almohadillado aislante y miró—. Aja… un agujero en el aislamiento… el agua se congeló justo aquí, y atascó la llave de paso, que estaba abierta. Bastante presión, yo diría. Al fin el agua se congeló.

Un martillazo y quizá tengamos nuestro propio geiser en miniatura.

Fue hasta el armario de herramientas, en la parte inferior del módulo, y sacó un pico.

—¡Cuidado!

Le dio un único golpe a la masa blanca de hielo, en el punto donde la bomba se unía con el tubo de alimentación. Un chorro grueso de agua subió un metro en el aire, y todos gritaron. El agua cayó salpicando la lámina blanca de hielo. Humeaba aún cuando se congeló a los pocos segundos, formando una hoja blanca lobulada sobre el hielo ya existente.

—¡Miren!

También el agujero se congeló, el chorro de agua se interrumpió y el vapor se dispersó.

—¡Miren a qué velocidad se ha congelado!

—Parece como uno de esos cráteres líquidos —comentó Nadia con una sonrisa.

Había sido un espectáculo hermoso, con el agua derramándose y soltando vapor frenéticamente mientras se congelaba.

Nadia picó el hielo alrededor de la válvula de cierre mientras Ann y Phyllis discutían sobre la migración del permafrost y las cantidades de agua en aquella latitud, etc. Uno pensaría que ya estarían hartas. Pero se caían realmente mal y eran incapaces de dominarse. No harían juntas otro viaje, no cabía duda. La misma Nadia se resistiría a viajar de nuevo con Phyllis, George y Edvard, eran demasiado pagados de sí mismos, un grupo en exceso cerrado. Pero Ann también estaba demasiado alejada de los demás; si no se andaba con cuidado se quedaría sin nadie que la acompañara en sus expediciones. Por ejemplo, Frank… ese comentario la otra noche, y luego elegir a Phyllis para decirle lo horrible que era él… increíble.

Y si apartaba a todo el mundo menos a Simón, se moriría por tener una charla, pues Simón Frazier era el más silencioso de los cien. Apenas si había dicho veinte frases en todo el viaje: era extraño, como ir con un sordomudo. Salvo, quizá, que hablara con Ann cuando estaban solos, ¿quién podía saberlo?

Nadia cerró la válvula y luego cubrió toda la bomba.

—Tan al norte necesitaremos un aislamiento todavía más grueso —dijo para nadie en particular mientras llevaba las herramientas al rover. Estaba cansada de tanto tiroteo verbal, ansiosa por regresar al campamento y a su trabajo. Tenía ganas de hablar con Arkadi; ella haría reír. Y sin intentarlo, sin siquiera saber exactamente cómo, también ella lo haría reír.

Guardaron algunos trozos del vertido de hielo con el resto de las muestras, y dispusieron cuatro radiofaros para guiar a los pilotos robot.

—Aunque quizá se sublime, ¿no? —dijo Nadia. Ann, ensimismada, no oyó la pregunta.

—Hay un montón de agua aquí arriba —musitó para sí misma, como preocupada.

—Tienes toda la maldita razón —exclamó Phyllis—. ¿Y ahora por qué no echamos un vistazo a esos depósitos que vimos en el extremo norte de Mareotis?


A medida que se acercaban a la base, Ann se volvió más solitaria y lacónica, la cara tensa como una máscara.

—¿Qué sucede? —le preguntó Nadia una noche, cuando estaban fuera juntas arreglando un radiofaro defectuoso.

—No quiero volver —repuso Ann. Estaba arrodillada junto a una roca, astillando una lasca—. No quiero que este viaje termine. Me gustaría seguir viajando todo el tiempo, bajar a los cañones, subir al borde de los volcanes, entrar en el caos y las montañas que rodean Hellas. No quiero parar nunca. —Suspiró.— Pero… soy parte del equipo. Así que tengo que bajar de nuevo al cuchitril con todos los demás.

—¿De verdad es tan malo? —preguntó Nadia, pensando en las hermosas cámaras abovedadas, en el humeante baño de hidromasaje, en un vaso de vodka helado.

—¡Tú sabes que sí! Veinticuatro horas y media al día, bajo tierra en esos cuartos pequeños, con Maya y Frank y sus intrigas políticas, Arkadi y Phyllis discutiéndolo todo, ahora entiendo por qué, créeme… y George quejándose y John flotando en una nube e Hiroko obsesionada con su pequeño imperio… también Vlad, también Sax… quiero decir, ¡vaya grupo!

—No es peor que cualquier otro. Ni peor ni mejor. Tienes que aceptarlo. No podrías estar aquí sola.

—No. Pero, en cualquier caso, cuando estoy es como si no estuviera.

¡Es como estar de vuelta en la nave!

—No, no —dijo Nadia—. Has olvidado cómo era. —Le dio un puntapié a la roca en la que trabajaba Ann, y ésta alzó la vista, sorprendida.— Puedes patear las piedras, ¿ves? Estamos aquí, Ann. Aquí en Marte, de pie en su superficie. Y todos los días puedes salir e ir de aquí para allá. Y con el puesto que ocupas, harás más viajes que nadie.

Ann apartó la vista.

—Lo que pasa es que a veces no parece suficiente. Nadia la miró.

—Oye, Ann, lo que nos mantiene bajo tierra es la radiación más que cualquier otra cosa. Lo que estás diciendo en realidad es que quieres que la radiación desaparezca. Lo que significa espesar la atmósfera, lo que significa terraformar.

—Lo sé. —Habló con una voz tensa, tan tensa que de pronto el cuidado tono neutro se perdió y se olvidó.— ¿Es que crees que no lo sé?

—Se levantó y sacudió el martillo.— ¡Pero no es justo! Quiero decir, miro esta tierra y… y la amo. Quiero estar fuera y recorrerla siempre, estudiarla, vivir en ella, conocerla. Pero cuando lo hago, la altero… destruyo lo que es, lo que amo. Esta carretera que hemos hecho, ¡me duele verla! Y el campamento base es como el pozo abierto de una mina, en medio de un desierto que no ha sido tocado nunca desde el comienzo del tiempo. Es tan feo, tan… No quiero hacerle eso a todo Marte, Nadia, no quiero. Preferiría morir. Dejemos el planeta en paz, dejemos su soledad y que la radiación haga lo que quiera. Es sólo una cuestión de estadística, de todas maneras, quiero decir que si eleva mi probabilidad de desarrollar cáncer a una de diez, ¡entonces nueve veces de cada diez estoy bien!

—Perfecto para ti —dijo Nadia—. O para cualquier individuo. Pero para el grupo, para todas las cosas vivas que hay aquí… ya sabes, el daño genético. Con el tiempo nos dañará. No puedes pensar sólo en ti.

—Parte de un equipo —dijo Ann con voz apagada.

—Bueno, lo eres.

—Lo sé. —Suspiró.— Todos lo diremos. Todos seguiremos adelante y haremos que el lugar sea seguro. Carreteras, ciudades. Cielo nuevo, tierra nueva. Hasta que sea una especie de Siberia o de Territorios del Noroeste, y Marte ya no exista, y nosotros estaremos aquí, y nos preguntaremos por qué nos sentimos tan vacíos. Por qué cuando miramos este mundo no somos capaces de ver nada más que nuestras propias caras.


En el sexagésimo segundo día de la expedición vieron penachos de humo sobre el horizonte meridional, hebras marrones, grises, blancas y negras que se elevaban y se mezclaban y se hinchaban hasta convertirse en una nube, un hongo chato, cuyas volutas se alejaron hacia el este.

—De nuevo en casa, de nuevo en casa —dijo Phyllis con alegría.

Las rodadas dejadas en el viaje de ida, cubiertas a medias por el polvo, los guiaron de vuelta al humo: a través de la zona de carga, a través de un terreno surcado por marcas de ruedas, a través de tierra pisoteada hasta convertirse en arena rojiza, más allá de zanjas y montículos, pozos y cosas apiladas, y finalmente hasta la gran loma desnuda del habitat permanente, un reducto cuadrado de tierra, ahora coronado por una red plateada de vigas de magnesio. Ese cuadro despertó el interés de Nadia pero, a medida que avanzaban hacia el interior, no pudo evitar ver el desorden de estructuras, embalajes, tractores, grúas, depósitos de repuestos, depósitos de basura, molinos de viento, paneles solares, depósitos elevados de agua, carreteras de hormigón que iban hacia el este, el oeste y el sur, extractores de aire, los edificios bajos del cuartel de los alquimistas, sus chimeneas emitiendo los penachos de humo que habían visto; las pilas de vidrio, los conos redondeados de grava gris, los grandes montículos de regolito en bruto junto a la factoría de cemento, los pequeños montículos de regolito diseminados por todas partes. Tenía el aspecto desordenado, funcional, feo, de Vanino, o Usman o de cualquiera de las ciudades estalinistas de industria pesada en los Urales, o de los campos petrolíferos de Yakut. Atravesaron cinco kilómetros de esa devastación, y Nadia no se atrevió a mirar a Ann, sentada en silencio junto a ella, irradiando disgusto y repugnancia. También Nadia estaba aturdida, y sorprendida por el cambio en su propia actitud; todo esto le había parecido muy normal antes del viaje, de hecho la había complacido enormemente. Ahora se sentía un poco asqueada, y temerosa de que Ann pudiera hacer algo violento, en especial si Phyllis decía algo más. Pero Phyllis mantuvo la boca cerrada y entraron en el solar de los tractores fuera del garaje norte y se detuvieron. La expedición había terminado.

Uno a uno acoplaron los rovers a la pared del garaje y salieron a gatas por las puertas. Rostros familiares se apiñaron alrededor, Maya, Frank, Michel, Sax, John, Úrsula, Spencer, Hiroko y el resto, como hermanos y hermanas de verdad, pero tantos que Nadia se sintió abrumada, se encogió como una anémona, y le fue difícil hablar. Quiso retener algo que sintió que se le escapaba, y miró alrededor en busca de Ann y de Simón, pero estaban atrapados por otro grupo y parecían aturdidos, Ann estoica, una máscara de sí misma.

Phyllis contó la historia por ellos.

—Fue hermoso, realmente espectacular, el sol brillaba todo el tiempo, y el hielo está allí de verdad, tenemos acceso a un montón de agua, cuando estás en ese casquete polar es como si estuvieras en el Ártico…

—¿Encontraron algo de fósforo? —preguntó Hiroko.

Era increíble ver la cara de Hiroko, preocupada por sus plantas y la escasez de fósforo. Ann le contó que había encontrado montones de sulfatos en los cráteres de Acidalia, así que se fueron juntas a examinar las muestras. Nadia siguió a los otros por el corredor subterráneo de paredes de hormigón hacia el habitat permanente, pensando en una ducha de verdad y en verduras frescas, escuchando a medias a Maya que le daba las últimas noticias. Estaba en casa.


De vuelta al trabajo; y, como antes, era implacable y de múltiples facetas, una lista interminable de cosas por hacer, y siempre sin disponer de suficiente tiempo, porque aunque algunas tareas ocupaban poco tiempo humano, no como Nadia había temido, siendo adecuadas para los robots, todo lo demás requería en verdad una larga dedicación. Y ninguna de esas tareas le dio la alegría que había tenido construyendo las cámaras abovedadas, aunque fueran interesantes como problema técnico.

Si querían que la plaza central bajo la cúpula tuviese alguna utilidad, había que poner unos cimientos que desde el fondo hasta la superficie estuvieran compuestos de grava, hormigón, grava, fibra de vidrio, regolito y, por último, tierra tratada. La misma cúpula se haría de láminas dobles de vidrio grueso tratado, para mantener la presión, reducir los rayos ultravioletas y un cierto porcentaje de radiación cósmica. Cuando todo esto estuviera hecho, tendrían un atrio central ajardinado de 10.000 metros cuadrados, un plan en verdad elegante y satisfactorio. Pero a medida que Nadia trabajaba en los diversos aspectos de la estructura, descubrió que se distraía, que tenía el estómago tenso. Maya y Frank ya no se hablaban en sus papeles oficiales, lo que indicaba que su relación privada marchaba muy mal; y Frank tampoco parecía querer hablar con John, lo que era una pena. La relación rota entre Sasha y Yeli se había convertido en una especie de guerra civil entre sus amigos, y el grupo de Hiroko, Iwao, Paul, Ellen, Rya, Gene y Evgenia y los demás, quizá como reacción a todo eso, pasaba los días en el patio interior o en los invernaderos, viviendo juntos allí, más reservados que nunca. Vlad y Úrsula y los demás del equipo médico estaban absortos en la investigación, casi hasta el punto de excluir el trabajo clínico con los colonos, lo que enfurecía a Frank; y los ingenieros genéticos se pasaban todo el tiempo en el parque de remolques reconvertido, en los laboratorios.

Y, sin embargo, Michel Duval se comportaba como si nada fuera anormal, como si él no fuera el psicólogo de la colonia. Pasaba un montón de tiempo viendo la televisión francesa. Cuando Nadia le preguntó por Frank y John, le respondió con una mirada vacía.

Llevaban en Marte 420 días, y los primeros segundos del nuevo universo habían desaparecido. Ya no se reunían para planificar el trabajo del día siguiente o hablar de lo que hacían. «Estamos demasiado ocupados», contestaban todos a Nadia. «Bueno, es muy complicado explicarlo, ya sabes, te dormirías de aburrimiento. Me sucede a mí.» Y así sucesivamente.

Y entonces, en sus ratos de ocio, veía mentalmente las dunas negras, el hielo blanco, las figuras recortadas contra un cielo crepuscular. Se estremecía y volvía a la realidad con un suspiro. Ann ya había preparado otra expedición y se había marchado, en esta ocasión al sur, a los brazos más septentrionales del gran Valle Marineris, para ver otras maravillas inimaginables. Pero a Nadia la necesitaban en el campamento, sin importar si quería o no estar con Ann en los cañones. Maya se quejó del tiempo que Ann pasaba fuera. «Es evidente que ella y Simón han iniciado algo y disfrutan de una luna de miel mientras nosotros trabajamos aquí como esclavos.» Así era como Maya veía las cosas. Pero Ann estaba en los cañones, y eso era todo lo que hacía falta para que fuera feliz. Si ella y Simón habían comenzado algo personal, sería una extensión natural de todo aquello, y Nadia esperó que fuera verdad, sabía que Simón amaba a Ann, y ella había sentido la presencia de una soledad inmensa en Ann, algo que necesitaba un contacto humano. ¡Ojalá pudiera unirse a ellos otra vez!

Pero tenía que trabajar. Y trabajó, supervisó a la gente en los emplazamientos de construcción, se paseó por las obras y se irritó por el trabajo chapucero de sus amigos. La mano dañada había recuperado parte de su fuerza durante el viaje, de modo que otra vez podía conducir tractores y bulldozers; pasó largos días haciéndolo, pero ya no era lo mismo.


En Ls=208° Arkadi bajó a Marte por primera vez. Nadia fue al nuevo espaciopuerto y esperó de pie al borde de la ancha extensión de cemento y polvo, saltando de un pie a otro para calentarse. El cemento de tierra de siena quemado ya estaba marcado por las manchas amarillas y negras de descensos anteriores. La burbuja de Arkadi apareció en el cielo rosa, un punto blanco y luego una llama amarillenta, como el escape de gases de una chimenea invertida. Por último se transformó en una semiesfera geodésica con cohetes y patas en la parte inferior, que bajaba a la deriva sobre una columna de fuego, y aterrizó con asombrosa delicadeza justo en el punto central. Arkadi había estado trabajando en el programa de descenso, al parecer con buenos resultados.

Salió por la compuerta del transbordador unos veinte minutos después, y se irguió en el escalón, mirando en torno. Bajó con seguridad por la escalera, y ya en el suelo dio unos saltos experimentales sobre las puntas de los pies, avanzó unos pasos, luego dio unas vueltas, con los brazos abiertos. Nadia tuvo un súbito y punzante recuerdo de cómo había sido, de aquella sensación de estar hueca. En ese momento él se cayó. Ella corrió hacia Arkadi, él la vio, se levantó y avanzó directamente hacia ella y volvió a tropezar y caer sobre el áspero cemento Portland. Lo ayudó a ponerse de pie y se fundieron en un abrazo y se tambalearon, él con su enorme traje presurizado, ella con el traje elástico. La cara peluda de él parecía escandalosamente real a través de los visores; el vídeo le había hecho olvidar la tercera dimensión y esas otras cosas que hacían que la realidad fuera tan vivida, tan real. Arkadi golpeó despacio el visor del casco contra el de ella, esbozando una sonrisa de loco. Ella sintió que la cara se le distendía en una sonrisa parecida.

Él señaló su consola de muñeca y pasó a la frecuencia privada, 4224; ella hizo lo mismo.

—Bienvenido a Marte.

Alex, Janet y Roger habían acompañado a Arkadi, y cuando todos salieron del transbordador subieron al modelo Ts abierto y Nadia los llevó de vuelta a la base. Fueron primero por el camino pavimentado, luego dieron un rodeo y pasaron por el Cuartel de los Alquimistas. Les habló de cada edificio, y de pronto se sintió nerviosa, recordando la impresión que había tenido después del viaje al polo. Se detuvieron delante de la antecámara del garaje y ella los condujo dentro. Allí hubo otra reunión de familia.

Más tarde aquel mismo día Nadia guió a Arkadi por el cuadrado de cámaras subterráneas, una puerta tras otra, un cuarto amueblado tras otro, por todos y cada uno de los veinticuatro que había, y después al atrio. El cielo tenía un color rubí a través de los paneles de vidrio, y los puntales de magnesio brillaban como plata pulida.

—¿Y bien? —dijo al fin Nadia, incapaz de contenerse más—. ¿Qué te parece?

Arkadi rió y le dio un abrazo. Aún seguía enfundado en el traje espacial, y la cabeza le asomaba sobre el hueco abierto del cuello; lo sintió acolchado y voluminoso en el traje, y deseó que no lo tuviera puesto.

—Bueno, hay cosas que están bien y otras que están mal. Pero ¿por qué es tan feo? ¿Por qué tan triste?

Nadia se encogió de hombros, irritada.

—Hemos estado ocupados.

—También nosotros en Fobos, ¡pero tendrías que verlo! Hemos recubierto las paredes de todas las galerías con paneles de níquel y bandas de platino, y hemos decorado las superficies de los paneles con diseños iterados que los robots activan por la noche, reproducciones de Escher, espejos desviados que dan imágenes infinitas, paisajes de la Tierra, ¡tendrías que verlo! Puedes poner una vela encendida en algunas de las cámaras y parece las estrellas en el cielo, o un cuarto en llamas. Cada cuarto es una obra de arte, ¡espera a verlo!

—Estoy ansiosa. —Nadia sacudió la cabeza y le sonrió.

Aquella noche celebraron una gran cena comunal en las cuatro cámaras conectadas que formaban la estancia más grande del complejo. Comieron pollo, hamburguesas de soja y enormes ensaladas, y todo el mundo hablaba al mismo tiempo, por lo que parecía una reminiscencia de los mejores meses en el Ares, o incluso en la Antártida. Arkadi se levantó para hablarles del trabajo en Fobos.

—Me alegro de estar por fin en la Colina Subterránea. —Les dijo que ya casi habían acabado de cerrar la cúpula de Stickney, y debajo de ella habían excavado largas galerías en la roca fracturada, siguiendo las vetas de hielo hasta el mismo interior de la luna.— Si no fuera por la falta de gravedad, sería un lugar maravilloso —concluyó—. Pero eso es algo que no podemos solucionar. Pasamos la mayor parte del tiempo libre en el tren de gravedad de Nadia, pero es muy estrecho, y mientras tanto todo el trabajo se desarrolla en Stickney, o debajo. Así que pasamos mucho tiempo en la ingravidez o haciendo ejercicio, y aun así hemos perdido fuerza. Hasta la g marciana me agota, ahora mismo estoy mareado.

—¡Tú siempre estás mareado!

—Así que debemos turnar los equipos allá arriba, o dirigir la estación por robot. Estamos pensando en bajar todos para siempre. Ya hemos hecho nuestro trabajo allá, y ahora hay una estación espacial terminada para aquellos que nos sigan. ¡Ahora queremos nuestra recompensa aquí abajo! —Levantó su copa.

Frank y Maya fruncieron el ceño. Nadie desearía subir a Fobos, pero Houston y Baikonur querían que estuviera siempre tripulada. Maya exhibía aquella expresión que todos le habían visto en el Ares, la que indicaba que todo era culpa de Arkadi; cuando él la vio estalló en una carcajada.

Al día siguiente, Nadia y varios otros lo guiaron en un recorrido más detallado por la Colina Subterránea y las instalaciones circundantes, y él se pasó todo el tiempo sacudiendo la cabeza con esa mirada suya de ojos saltones que hacía que uno deseara sacudir también la cabeza mientras él decía: «sí pero, sí, pero», y se lanzaba a una crítica pormenorizada tras otra; incluso Nadia empezó a irritarse con él. Aunque era difícil negar que la zona de la Colina Subterránea estaba destrozada, machacada hasta el horizonte en todas direcciones, dando la impresión de que continuaba así por todo el planeta.

—Es fácil dar color a los ladrillos —dijo Arkadi—. Añadan óxido de manganeso de la fundición del magnesio y tendrán ladrillos de un blanco puro. Para el negro empleen el carbono sobrante del proceso Bosch. Puede conseguirse cualquier tonalidad de rojo variando la cantidad de óxidos férricos, incluyendo algunos escarlatas extraordinarios. Azufre para los amarillos. Y debe de haber algo para los verdes y azules, no sé qué, pero quizá lo sepa Spencer, tal vez algún polímero obtenido a partir del azufre, no lo sé. Pero un verde brillante quedaría maravilloso en un lugar tan rojo. El cielo le dará una tonalidad negruzca, pero aun así seguirá siendo verde y el ojo se siente atraído por el verde.

»Y luego, con esos ladrillos de colores, se levantan paredes como mosaicos. Es hermoso. Cada uno puede tener su propia pared o edificio, lo que quiera. Todas las factorías del Cuartel de los Alquimistas parecen retretes o latas de sardinas desechadas. Los ladrillos ayudarán a aislarlas, así que hay una buena razón científica, pero, sinceramente, es aún más importante que tengan buen aspecto, que esto parezca nuestro hogar. Ya he vivido demasiado tiempo en un país que sólo pensaba en lo que es útil. Hemos de demostrar que aquí valoramos algo más, ¿sí?

—No importa lo que hagamos con los edificios —señaló Maya bruscamente—, la superficie de alrededor seguirá estropeada como ahora.

—¡No necesariamente! Mira, cuando se acabe la construcción, será posible nivelar el terreno y devolverlo a su configuración original, y luego soltar unas rocas sobre la superficie para que imite la planicie aborigen. Las tormentas depositarán la arena necesaria en poco tiempo, y luego, si la gente camina por senderos, y los vehículos marchan por carreteras o caminos, pronto tendrá el aspecto del terreno original, ocupado aquí y allá por coloridos edificios con mosaicos, y cúpulas de vidrio llenas de verde, y caminos de ladrillo amarillo o qué sé yo. ¡Por supuesto que tenemos que hacerlo! ¡Es una cuestión de espíritu! Y con eso no quiero decir que se podía haber hecho antes, había que instalar la infraestructura y eso siempre trae complicaciones, pero ahora estamos preparados para el arte de la arquitectura. —Agitó las manos, se detuvo de repente y abrió mucho los ojos ante las expresiones dubitativas enmarcadas en los visores que lo rodeaban.— Bueno, es sólo una idea, ¿no?

Sí, pensó Nadia, mirando alrededor con interés, tratando de imaginarlo. Quizá ella pudiera volver a trabajar con el gusto de antes. Quizá entonces le parecería distinto a Ann…

—Arkadi y sus ideas —comentó Maya en la piscina aquella noche en tono agrio—. Justo lo que nos hace falta.

—Pero son buenas ideas —dijo Nadia. Salió del agua, tomó una ducha y se puso un mono.

Algo más tarde aquella noche volvió a encontrarse con Arkadi y lo condujo a ver las cámaras del noroeste en la Colina Subterránea; las había dejado sin paredes para mostrarle los detalles estructurales.

—Es muy elegante —dijo él, pasando una mano sobre los ladrillos—. En serio, Nadia, la Colina Subterránea es magnífica. Puedo ver tu mano en todo.

Complacida, Nadia se acercó a una pantalla y pidió los planos para un habitat más grande que ella había proyectado. Tres filas de cámaras abovedadas subterráneas, una encima de la otra, en una de las paredes de una zanja muy profunda; espejos en la pared opuesta para orientar la luz solar hacia los cuartos… Arkadi asintió, sonrió y señaló la pantalla, haciendo preguntas y proponiendo sugerencias.

—Una arcada entre los cuartos y la pared de la zanja para tener más espacio. Y cada planta de arriba un poco más atrás, de modo que todas tengan un balcón que de a la arcada…

—Sí, sería posible…

Introdujeron unos cambios en la pantalla de la computadora, alterando el plano arquitectónico a medida que hablaban.

Luego pasearon por el jardín abovedado, silencioso y oscuro. Se detuvieron bajo los altos bambúes, con hojas negras que se arracimaban en las alturas, las plantas aún en maceteros mientras se preparaba la tierra.

—Quizá podríamos bajar esta zona —dijo Arkadi—. Abrir ventanas y puertas en las cámaras y darles un poco de luz. Nadia asintió.

—Ya lo habíamos pensado, y vamos a hacerlo, pero es muy lento sacar tanta tierra por las antecámaras. —Lo miró—. Pero ¿qué hay de nosotros, Arkadi? Hasta ahora sólo has hablado de la infraestructura. Yo habría creído que embellecer los edificios estaría muy abajo en tu lista de cosas pendientes.

Arkadi sonrió.

—Bueno, tal vez las cosas que están más arriba en la lista ya están todas hechas.

—¿Qué? ¿He oído a Arkadi Nikeliovich?

—Bueno, ya sabes… no me quejo sólo por quejarme, señorita Nuevededos. Y el modo en que han ido las cosas aquí abajo se parece mucho a lo que yo pedí durante el viaje en el Ares. Tan parecido que sería estúpido si me quejara.

—Debo reconocer que me sorprendes.

—¿Sí? Pero piensa cómo han trabajado todos juntos aquí este último año.

—Medio año. Él se rió.

—Medio año. Y durante todo ese tiempo en realidad no hemos tenido líderes. Esas reuniones nocturnas en las que todos dicen lo que piensan y el grupo decide lo que es necesario hacer; así tendría que ser siempre. Y nadie pierde el tiempo comprando o vendiendo, porque no hay mercado. Todo aquí pertenece a todos por igual. Y, sin embargo, ninguno puede explotar nada que le pertenezca, pues no hay nadie fuera a quien vendérselo. Ha sido una sociedad comunal, un grupo democrático. Todos para uno y uno para todos. Nadia suspiró.

—Las cosas han cambiado, Arkadi. Ya no es así. Y cada vez cambian más. De modo que no durará.

—¿Por qué lo dices? —gritó él—. Durará si nosotros decidirnos que dure.

Ella lo miró, escéptica.

—Sabes que no es tan sencillo.

—Bueno, no. No es sencillo. ¡Pero está a nuestro alcance!

—Quizá. —Suspiró de nuevo, pensando en Maya y Frank, en Phyllis, Sax y Ann.— Hay un montón de enfrentamientos aquí.

—Eso está bien, mientras nos pongamos de acuerdo en ciertas cosas esenciales.

Ella sacudió la cabeza mientras se frotaba la cicatriz con los dedos de la otra mano. Le picaba el dedo ausente, y de pronto se sintió deprimida. Arriba, las largas hojas de bambú asomaban definidas por estrellas ocultas; parecían redes de bacilos gigantes. Caminaron por el sendero entre bandejas de cultivos. Arkadi tomó la mano mutilada de ella y la escrutó un rato; al fin Nadia se sintió incómoda e intentó retirarla. Él la retuvo y le besó el nudillo recientemente expuesto en la base del dedo anular.

—Tienes manos fuertes, señorita Nuevededos.

—Las tenía antes —dijo ella, cerrando la mano en un puño y levantándolo.

—Algún día Vlad te hará crecer un dedo nuevo —dijo él, y tomó el puño y lo abrió; luego, le tomó la mano y siguieron andando—. Esto me recuerda al jardín botánico de Sebastopol —comentó.

—Mmm —musitó Nadia, sin escuchar en realidad, concentrada en el peso cálido de la mano de él en la suya, los dedos entrelazados con fuerza.

También las manos de él eran fuertes. Ella tenía cincuenta y un años, una rusa pequeña y redonda de pelo cano, una trabajadora de la construcción a la que le faltaba un dedo. Era tan agradable sentir el calor de otro cuerpo; habían pasado muchos años, y su mano absorbió la sensación como una esponja, colmada y cálida, hasta que sintió un hormigueo. Tiene que parecerle extraño, pensó Nadia, y se abandonó a lo que sentía.

—Me alegro de que estés aquí —dijo.


Tener a Arkadi en la Colina Subterránea hizo que la atmósfera se pareciera a la hora que precede a una tormenta. Consiguió que la gente pensara en lo que estaba haciendo; los hábitos en los que habían caído sin darse cuenta fueron sometidos a análisis, y bajo esa nueva presión algunos se defendieron, otros se volvieron agresivos. Las discusiones de siempre se hicieron un poco más intensas. Naturalmente, eso incluyó el debate sobre la terraformación.

Ahora bien, este debate no era un acontecimiento aislado, sino más bien un proceso en curso, un tema que no dejaba de asomar, una cuestión de intercambios casuales entre individuos en el trabajo, las comidas, los momentos antes de irse a dormir. Cualquier cosa podía hacer que apareciera: la visión del penacho de escarcha blanca sobre Chernobil, la llegada de un rover robot cargado con hielo de la estación polar, nubes en el cielo del crepúsculo. Al ver esos u otros muchos fenómenos alguien decía: «Eso añadirá algunas unidades británicas al sistema de calor», o «¿No es ese hexafluoretano un buen gas de invernadero?», y quizá se iniciaba una discusión sobre los aspectos técnicos del problema. A veces el tema surgía de nuevo por la noche, de regreso en la Colina Subterránea, y se pasaba de lo técnico a lo filosófico, y en ocasiones esto conducía a discusiones largas y acaloradas.

Evidentemente, el debate no se limitaba a Marte. Innumerables artículos sobre las distintas posiciones eran redactados y discutidos en los centros de estrategia de Houston, Baikonur, Moscú, Washington y la Oficina de la UN para Asuntos Marcianos en Nueva York, al igual que en los despachos gubernamentales, las oficinas de los periódicos, las salas de reunión de las juntas directivas de las corporaciones, los campus universitarios, los bares y los hogares de todo el mundo. Mucha gente de la Tierra empezó a emplear los nombres de los colonos como una especie de taquigrafía para las diferentes posiciones, de modo que al mirar las noticias terranas los mismos colonos veían a algunos diciendo que apoyaban la posición Clayborne o estaban a favor del programa Russell. Este recordatorio de la enorme fama que tenían en la Tierra, como personajes de dramas televisivos, siempre era extraño y perturbador. Después del torbellino de especiales de televisión y de las entrevistas que siguieron al descenso, habían tendido a olvidar las constantes videotransmisiones, absortos en la realidad cotidiana. Pero las cámaras de vídeo aún seguían grabando metraje para enviarlo a casa, y había un montón de gente en la Tierra aficionada a ese espectáculo.

De modo que casi todo el mundo tenía una opinión. Las encuestas revelaban que la mayoría apoyaba el programa Russell, un nombre no oficial para los planes de Sax de terraformar el planeta por todos los medios y tan rápidamente como fuera posible. Pero la minoría que respaldaba la postura de Ann de no intervención tenía convicciones más vehementes, insistiendo en las graves repercusiones inmediatas, en la política sobre la Antártida y en verdad en toda la política medioambiental terrana. Mientras tanto, distintas encuestas dejaron claro que muchas personas estaban fascinadas con Hiroko y su proyecto agrícola, mientras que otras se llamaban a sí mismas bogdanovistas; Arkadi había estado transmitiendo montones de vídeos desde Fobos, y la Luna era buen material, un auténtico espectáculo de arquitectura e ingeniería. Nuevos hoteles terranos y complejos comerciales ya imitaban algunos de estos edificios. Había un movimiento arquitectónico llamado bogdanovismo, y otros movimientos interesados en él, pero más preocupados por las reformas sociales y económicas del orden mundial.

Pero la terraformación estaba muy cerca del centro de todos esos debates, y las discrepancias de los colonos se exhibían en el escenario público más grande posible. Algunos reaccionaron evitando las cámaras y las peticiones de entrevistas; «Es justo de lo que quería escapar al venir aquí», dijo el ayudante de Hiroko, Iwao, y unos cuantos estuvieron de acuerdo. A casi todos los demás les era indiferente; unos pocos parecían disfrutar de la situación. Por ejemplo, el programa semanal de Phyllis era emitido tanto en las televisiones cristianas por cable como en los programas de análisis comercial de todo el mundo. Pero, sin importar cómo lo enfocaran, era evidente que la mayoría de las personas en la Tierra y en Marte daban por hecho que la terraformación tendría lugar. No se trataba de una cuestión de si sino de cuándo, y de cuánto costaría. Entre los mismos colonos éste era casi el punto de vista común. Muy pocos se alinearon con Ann: Simón, desde luego; quizá Úrsula y Sasha; tal vez Hiroko; a su manera, John; y ahora, a su manera, Nadia. Había más de esos «rojos» en la Tierra, pero por necesidad defendían su postura como una teoría, un juicio estético. El argumento más poderoso en favor de esta posición, y por lo mismo el que Ann señalaba más a menudo en sus comunicados a la Tierra, era la posibilidad de que hubiera vida indígena.

—Si hay vida en Marte —decía Ann—, la alteración radical del clima podría exterminarla. No podemos inmiscuirnos mientras el estatus de la vida marciana siga siendo desconocido; no es científico, y peor aún, es inmoral.

Muchos estaban de acuerdo, incluyendo gentes de la comunidad científica terrana; esto influyó en el comité de la UNOMA encargado de supervisar la colonia. Pero cada vez que Sax oía ese argumento, empezaba a parpadear.

—No hay rastro de vida en la superficie, pasado o presente —decía—. Si existe ha de estar bajo tierra, supongo que cerca de las chimeneas volcánicas. Pero aunque haya vida ahí abajo, podríamos buscar durante diez mil años y no encontrarla nunca, ni eliminar la posibilidad de que exista en algún otro lugar, en algún sitio en donde no hemos mirado. De modo que esperar hasta que sepamos con seguridad que no hay vida… una postura bastante corriente entre los moderados… en realidad significa esperar para siempre. Y esto por una posibilidad remota que la terraformación, en cualquier caso, no amenazaría de forma inmediata.

—Por supuesto que sí —replicaba Ann—. Quizá no de inmediato, pero con el tiempo el permafrost se derretiría, habría movimientos en toda la hidrosfera, que sería contaminada por el agua más caliente y las formas de vida terranas: bacterias, virus, algas. Puede que tarde un poco, pero sucederá con absoluta seguridad. Y no podemos correr ese riesgo.

Sax se encogía de hombros.

—En primer lugar, se trata de una suposición de vida, una probabilidad muy baja. En segundo lugar, no estaría en peligro durante siglos. En todo ese tiempo sería posible encontrarla y protegerla.

—Pero tal vez no la encontremos.

—¿Así que nos detenemos por la remota posibilidad de que haya una vida que nunca podremos encontrar? Ann se encogió de hombros.

—Tenemos que hacerlo, a menos que digas que está bien destruir vida en otros planetas mientras no podamos dar con ella. Y no olvides que la vida indígena en Marte sería la historia más grande de todos los tiempos. Tendría unas repercusiones en la cuestión de la frecuencia de vida galáctica de incalculables consecuencias. ¡La búsqueda de vida es uno de los principales motivos por los que estamos aquí!

—Bueno —decía Sax—, mientras tanto, la vida que ciertamente existe está expuesta a una cantidad muy alta de radiación. Si no la reducimos, tal vez no podamos quedarnos. Necesitamos una atmósfera más densa.

Ésa no era una respuesta a la posición de Ann, sino una alternativa, un argumento de gran influencia. Millones de personas en la Tierra querían venir a Marte, a la «nueva frontera», donde la vida de nuevo era una aventura; las listas de espera para la emigración, tanto reales como falsas, estaban desbordadas. Pero nadie quería vivir en un baño de radiación mutágeno, y el deseo práctico de hacer que el planeta fuera seguro para los humanos era más fuerte en la mayoría de la gente que el deseo de preservar el paisaje sin vida que ya estaba allí, o el de proteger una supuesta vida indígena que para muchos científicos no existía.

De modo que se tenía la impresión, incluso entre aquellos que instaban a la prudencia, de que la terraformación iba a ocurrir. Un subcomité de la UNOMA se había reunido para estudiar el asunto, y en la Tierra lo habían convertido en una etapa determinada e inevitable del progreso humano, una parte natural del orden de las cosas. Un destino manifiesto.

Sin embargo, en Marte el tema era al mismo tiempo más abierto y más apremiante, no tanto una cuestión filosófica como un problema cotidiano: el aire gélido y venenoso, y la radiación; y entre aquellos a favor de la terraformación un grupo importante apoyaba a Sax, un grupo que no sólo quería hacerlo, sino hacerlo lo más rápidamente posible. Nadie estaba muy seguro de lo que eso significaba en la práctica; las estimaciones del tiempo que requeriría obtener una «superficie viable para los humanos» iban desde un siglo a 10.000 años, con opiniones extremas en ambas posiciones, desde los treinta años (Phyllis) hasta los 100.000 años (Iwao). Phyllis decía: «Dios nos dio este planeta para hacerlo a nuestra imagen, para crear un nuevo Edén». Simón decía: «Si el permafrost se derritiera, estaríamos viviendo en un paisaje colapsado, y muchos de nosotros moriríamos». Las discusiones abarcaban un amplio espectro de temas: niveles salinos, niveles de peróxido, niveles de radiación, el aspecto de la tierra, mutaciones posiblemente letales de microorganismos creados por la ingeniería genética, y así sucesivamente.

—Podemos intentar modelarlo —dijo Sax—, aunque la verdad es que nunca lo haremos bien. Es muy grande y hay demasiados factores, muchos de ellos desconocidos. Pero lo que aprendamos será útil para controlar el clima terrestre, para evitar el calentamiento global o una edad de hielo futura. Es un experimento de gran magnitud, y siempre será un experimento en curso, sin nada garantizado o conocido con certeza. Pero eso es la ciencia.

La gente estaba de acuerdo.

Como siempre, Arkadi pensaba en el enfoque político.

—Jamás podremos ser autosuficientes sin la terraformación —señaló—. Necesitamos terraformar para que este planeta sea realmente nuestro; sólo así dispondremos de una base material para la independencia.

La gente escuchaba y ponía los ojos en blanco. Pero esto significaba que Sax y Arkadi eran aliados en cierto modo, lo que constituía una combinación poderosa. Y así las discusiones continuaban, una y otra y otra vez, interminablemente.

La Colina Subterránea estaba casi acabada, un pueblo en funcionamiento y en muchos aspectos autosuficiente. Ya era posible seguir adelante; ahora tenían que decidir qué harían a continuación. Y la mayoría de ellos quería terraformar. Se habían propuesto muchos proyectos, todos defendidos por alguien, por lo general aquellos que serían responsables de ejecutarlos. Ésa era una parte importante del atractivo de la terraformación; cada disciplina podía contribuir a la empresa de un modo u otro, por lo que disponía de un amplio apoyo. Los alquimistas proponían medios físicos y mecánicos para añadir calor al sistema; los climatólogos consideraban influir sobre el clima; el equipo de biosfera hablaba de verificar distintas teorías sobre sistemas ecológicos. Los bioingenieros ya estaban trabajando en nuevos microorganismos: cambiando, cortando y recombinando genes de algas, metanogenes, cianobacterias y líquenes, tratando de conseguir organismos que sobrevivieran en la actual superficie marciana, o debajo de ella. Un día invitaron a Arkadi a echar un vistazo a lo que estaban haciendo, y Nadia lo acompañó.

Tenían algunos prototipos GEM en tinajas de Marte: la más grande era uno de los viejos habitats del parque de remolques. Lo habían abierto, habían recubierto el suelo de regolito y lo habían vuelto a sellar. Trabajaban en el interior por teleoperación, y comprobaban los resultados desde el remolque próximo, observando los instrumentos de medición y las pantallas de vídeo que mostraban los productos de las diversas cubetas. Arkadi miró las pantallas con mucha atención, pero no había gran cosa que ver: los viejos cuarteles, cubiertos de cubículos de plástico llenos de tierra roja y brazos robot que se extendían desde las bases instaladas en los muros. Había cultivos visibles en parte de la tierra, una plaga azulada.

—Hasta ahora ése es nuestro campeón —dijo Vlad—. Pero aún es poco areofílico. —Estaban seleccionando unas ciertas características extremas, incluyendo la resistencia al frío, a la deshidratación y a la radiación ultravioleta, tolerancia a las sales, baja necesidad de oxígeno, un habitat rocoso. Ningún organismo terrano tenía todas esas virtudes, y aquellos que las tenían crecían por lo general muy lentamente; pero los ingenieros habían comenzado lo que Vlad llamaba un programa de mezclar y casar, y recientemente habían dado con una variante del cianofíceo que a veces llamaban alga azul.— No es que esté lo que se llama lozano precisamente, pero no muere tan deprisa, digámoslo así. — Lo habían bautizado Aeophyte primares, y el nombre corriente pasó a ser alga de la Colina Subterránea. Querían hacer una prueba de campo con él, y habían preparado una propuesta para enviarla a la UNOMA.

Nadia pudo ver que Arkadi abandonó el parque de remolques excitado por la visita, y aquella noche le dijo al grupo en la cena:

—Tendríamos que decidirlo nosotros mismos, y si nos pronunciamos a favor, actuar.

Maya y Frank se sintieron ultrajados; casi todos los demás parecieron incómodos. Maya insistió en que dejaran el tema, y con algunas dificultades la conversación cambió. A la mañana siguiente Maya y Frank fueron a ver a Nadia para hablar de Arkadi. Los dos líderes habían intentado verlo ya bien avanzada la noche anterior.

—¡Se ríe en nuestra propia cara! —exclamó Maya—. ¡Es imposible razonar con él!

—Lo que propone podría ser muy peligroso —dijo Frank—. Si hacemos caso omiso de una directiva de la UN, es muy factible que vengan aquí y nos manden de vuelta a casa, y nos sustituyan con gente que cumplirá la ley. Quiero decir, la contaminación biológica de este entorno en este momento es ilegal y no podemos no tenerlo en cuenta. Es un tratado internacional lo que se ha firmado. La humanidad en general desea tratar así al planeta en este momento.

—¿No puedes hablar tú con él? —preguntó Maya.

—Puedo hacerlo —repuso Nadia—. Pero no puedo asegurar que sirva de algo.

—Por favor, Nadia. Sólo inténtalo. Ya tenemos suficientes problemas tal como están las cosas.

—Lo intentaré, claro.

De modo que aquella tarde habló con Arkadi. Estaban fuera, en la Carretera de Chernobil, paseando de regreso a la Colina Subterránea. Ella sacó el tema, e insinuó que hacía falta mucha paciencia.

—Además, sólo es cuestión de tiempo. Al fin la UN. te dará la razón. Él se detuvo y alzó la mano mutilada de ella.

—¿De cuánto tiempo crees que disponemos? —preguntó. Señaló el sol poniente.— ¿Cuánto tiempo esperaríamos? ¿Hasta nuestros nietos?

¿Hasta nuestros biznietos? ¿Hasta nuestros tataranietos, que estarán ciegos como peces de las cavernas?

—Vamos, hombre —dijo Nadia, retirando la mano—. Peces de las cavernas. Arkadi rió.

—No obstante, el problema es serio. No disponemos de toda la eternidad, y sería agradable ver que las cosas cambian.

—Aun así, ¿por qué no esperas un año?

—¿Un año terrano o un año marciano?

—Un año marciano. Toma lecturas de todas las estaciones, dale tiempo a la UN para que ceda.

—No necesitamos lecturas, ya llevan años tomándolas.

—¿Has hablado con Ann?

—No. Bueno, algo. Pero no está de acuerdo.

—Mucha gente no está de acuerdo. Quiero decir, quizá con el tiempo lo estarán, pero hay que convencerlos antes. No puedes desconocer las opiniones de los demás; serías tan indecente como esas gentes de la Tierra que tanto criticas.

Arkadi suspiró.

—Sí, sí.

—Bueno, ¿y no lo estás haciendo?

—Malditos liberales.

—No sé qué quieres decir.

—Quiero decir que vuestro corazón es demasiado blando para llegar a hacer algo alguna vez.

Ya tenían a la vista el montículo bajo de la Colina Subterránea, que parecía un cráter cuadrado reciente, con deyecciones diseminadas alrededor. Nadia lo señaló.

—Yo hice eso. Malditos radicales… —dio un fuerte codazo a Arkadi en las costillas-…odian el liberalismo porque funciona. —Él soltó un bufido.— ¡Funciona! Lo hice poco a poco, después de muchos esfuerzos, sin fuegos de artificio ni dramatismos baratos ni gente lastimada. Sin provocativas revoluciones y todo el dolor y el odio que traen. Sólo funciona.

—Ah, Nadia. —Le rodeó los hombros con un brazo, y reanudaron la marcha hacia la base.— La Tierra es un mundo perfectamente liberal. Pero la mitad de la población se muere de hambre, y siempre ha sido así, y siempre lo será. Muy liberalmente.


No obstante, Nadia parecía haber cambiado algo. Arkadi dejó de exigir a gritos una decisión unilateral para soltar los nuevos GEM en la superficie, y limitó la propaganda subversiva a un programa de embellecimiento, pasando la mayor parte del día en el Cuartel, tratando de fabricar ladrillos y vidrio de colores. Casi todos los días Nadia se reunía con él para nadar antes de desayunar, y en compañía de John y Maya se apoderaban de una calle de la piscina poco profunda que llenaba la totalidad de una cámara subterránea, y hacían un enérgico ejercicio de mil o dos mil metros. John encabezaba los de velocidad, Maya los de distancia, Nadia se apuntaba a todos, entorpecida por la mano mala, y avanzaban agitando el agua como una fila de delfines, mirando a través de las gafas el hormigón azul cielo del fondo de la piscina.

—El estilo mariposa está hecho para esta g —decía John, sonriendo; prácticamente volaban fuera del agua.

El desayuno posterior era agradable aunque breve, y el resto del día estaba ocupado por la habitual ronda de trabajo; Nadia rara vez volvía a ver a Arkadi hasta la cena, o después.

Entonces Sax, Spencer y Rya terminaron de montar la factoría robot que fabricaría los molinos de viento de Sax y pidieron permiso a la UNOMA para distribuir unos mil en las regiones ecuatoriales y probar cómo calentaban el aire. Se esperaba que entre todos juntos no añadirían a la atmósfera ni el doble del calor que aportaba Chernobil, e incluso se cuestionaba si serían capaces de distinguir ese calor añadido de las fluctuaciones estacionales medioambientales… pero, como dijo Sax, no lo sabrían hasta que lo probaran.

Y así las discusiones sobre la terraformación volvieron a inflamarse. Y de pronto Ann se lanzó a la acción violenta, grabando largos mensajes que envió a los miembros del comité ejecutivo de la UNOMA, a las delegaciones nacionales para asuntos marcianos de todos los países que en ese momento eran parte del comité, y por último a la Asamblea General de la UN. Esos mensajes recibieron una enorme atención, desde los niveles políticos más serios hasta la televisión y la prensa sensacionalista, que lo presentaron como el episodio más reciente del culebrón rojo. Ann había grabado y enviado los mensajes en privado, de modo que los colonos supieron de ellos cuando se pasaron resúmenes en la televisión terrana. Las reacciones en los días que siguieron incluyeron debates en el gobierno, una manifestación en Washington que reunió a 20.000 personas, interminables espacios editoriales y comentarios en las cadenas científicas. Fue un poco chocante ver la fuerza de esas respuestas, y algunos colonos consideraron que Ann había actuado a espaldas de ellos. Phyllis estaba indignada.

—Además, no tiene sentido —dijo Sax, parpadeando rápidamente—. Chernobil ya está liberando casi tanto calor como esos molinos de viento, y Ann nunca se ha quejado.

—Sí que lo hizo —dijo Nadia—. Lo que pasa es que perdió la votación. En la UNOMA se celebraron audiencias consultivas, y mientras, un grupo de los científicos de materiales se enfrentó a Ann después de la cena. Muchos de los otros estaban allí para ser testigos de la confrontación; el comedor principal de la Colina Subterránea abarcaba cuatro cámaras; habían quitado las paredes divisorias y habían puesto unas columnas de soporte de carga; era una sala grande, llena de sillas, plantas en macetas, y los descendientes de los pájaros del Ares; unas ventanas recientes, en toda la parte alta de la pared norte, permitían ver los cultivos del jardín cerrado. Un espacio grande; y por lo menos la mitad de los colonos estaba comiendo allí cuando empezó la reunión.

—¿Por qué no lo discutiste con nosotros? —preguntó Spencer. La mirada airada de Ann lo obligó a apartar los ojos.

—¿Por qué debería discutirlo? —dijo, volviéndose a mirar a Sax—. Está claro lo que todos piensan, lo hemos discutido muchas veces, y nada de lo que yo he dicho ha importado mucho. Aquí estamos, sentados en pequeños agujeros haciendo pequeños experimentos, haciendo cosas de niños con un equipo de química en un sótano, mientras todo el tiempo hay un mundo entero del otro lado de la puerta. Un mundo donde los accidentes son cien veces más grandes que sus equivalentes terranos, y mil veces más antiguos, con muestras del comienzo del sistema solar diseminadas por todo el planeta, y registros de la historia del planeta, apenas alterado en los últimos mil millones de años. Y van a destruirlo todo. Y sin siquiera admitir honestamente lo que están haciendo. Porque podríamos vivir aquí y estudiar el planeta sin cambiarlo… podríamos hacerlo causando muy poco daño e incluso sin inconvenientes para nosotros. Toda esa charla sobre la radiación es una mierda y todos lo saben. Sencillamente, no hay un nivel bastante alto para justificar esta alteración masiva del entorno. Quieren hacerlo porque piensan que pueden. Quieren probarlo y ver… como si éste fuera el enorme cuadrado de arena de un patio de juego donde nos divertimos construyendo castillos. ¡Una gran tinaja de Marte! Cualquier cosa justifica cualquier cosa, pero eso es mala fe, y no es ciencia.

Durante la diatriba se le había enrojecido la cara. Nadia jamás la había visto tan enfadada como entonces. La habitual fachada neutra con que ocultaba su amarga ira se había hecho añicos; estaba casi muda de furia, temblaba. En la sala había un silencio mortal.

—¡Repito, no es ciencia! Es puro juego. Y por ese juego van a destrozar el registro histórico, los casquetes polares y los canales de inundación, y los fondos de los cañones… van a destruir un paisaje puro y hermoso, y todo por nada.

La sala estaba tan inmóvil como un cuadro; todos eran como estatuas de piedra de sí mismos. Los ventiladores zumbaban. La gente empezó a observarse con cautela. Simón dio un paso hacia Ann, la mano extendida; ella lo paró en seco con una mirada: era como si hubiera salido al exterior en ropa interior y se hubiera congelado. Enrojeció, se estremeció y volvió a sentarse.

Sax Russell se puso de pie. Parecía el mismo de siempre, quizá un poco más sonrojado, pero manso, pequeño, parpadeando como un búho, la voz tranquila y aburrida, como si disertara sobre termodinámica o enumerara la tabla periódica.

—La belleza de Marte existe en el espíritu humano —dijo con un tono de voz monótono y objetivo, y todo el mundo lo miró con asombro—. Sin la presencia humana es sólo una acumulación de átomos, en nada distinta a cualquier otra partícula fortuita de materia. Somos nosotros quienes lo entendemos, y nosotros quienes le damos sentido. Todos nuestros siglos de mirar el cielo nocturno y observarlo vagar entre las estrellas. Todas esas noches de observarlo por los telescopios, mirando un disco diminuto tratando de ver canales en los cambios de albedo. Todas esas estúpidas novelas de ciencia ficción con sus monstruos, doncellas y civilizaciones agonizantes. Y todos los científicos que estudiaron los datos o que nos hicieron llegar aquí. Eso es lo que hace que Marte sea hermoso. No el basalto y los óxidos.

Hizo una pausa y miró alrededor. Nadia tragó saliva; era demasiado extraño oír esas palabras saliendo de la boca de Sax Russell, con el mismo tono de voz que emplearía para analizar un gráfico. ¡Demasiado extraño!

—Ahora que estamos aquí —continuó—, no basta con ocultarnos bajo diez metros de tierra y estudiar la roca. Eso es ciencia, sí, y ciencia necesaria. Pero la ciencia es algo más. Es parte de una empresa humana más grande, y esa empresa incluye viajar a las estrellas, adaptarse a otros mundos, adaptarlos a nosotros. La ciencia es creación. La ausencia de vida aquí, y la ausencia de un solo hallazgo en cincuenta años del programa SETI indican que la vida es excepcional, y la vida inteligente aún más excepcional. Y, sin embargo, el significado completo del universo, su belleza, están contenidos en la conciencia de la vida inteligente. Nosotros somos la conciencia del universo, y nuestra tarea es extenderla, ir a mirar las cosas, vivir allá donde podamos. Es demasiado peligroso mantener la conciencia del universo en un solo planeta, podría ser aniquilada. Y ahora nos encontramos en dos, tres, si incluimos la Luna. Y podemos cambiar este planeta y transformarlo en un lugar más seguro. Cambiarlo no lo destruirá. Leer su pasado quizá resulte más difícil, pero su belleza no desaparecerá. Si hay lagos, o bosques, o glaciares, ¿cómo disminuye eso la belleza de Marte? Al contrario, pienso que la acrecienta. Añade vida, el sistema más hermoso de todos. Pero nada que haga la vida podrá echar abajo Tharsis o llenar Marineris. Marte siempre seguirá siendo Marte, distinto de la Tierra, más frío y agreste. Pero puede ser Marte y nuestro al mismo tiempo. Y lo será. Hay algo que caracteriza al espíritu humano: si puede hacerse, se hará. Podemos transformar Marte y construirlo como si levantáramos una catedral, un monumento tanto a la humanidad como al universo. Podemos hacerlo, así que lo haremos. De modo que… —alzó la palma de una mano, como si estuviera satisfecho de que el análisis hubiera sido apoyado por los datos del gráfico… como si hubiera examinado la tabla periódica y viera que continuaba siendo válida-…bien podemos empezar.

Miró a Ann, y todos los ojos la siguieron. Tenía la boca tensa, los hombros encorvados. Sabía que estaba derrotada.

Se encogió de hombros, como si se acomodara una capa con capucha sobre la cabeza y el cuerpo, un caparazón pesado que la abrumaba y la ocultaba. Con ese tono de voz apagado que empleaba por lo general cuando estaba alterada dijo al fin:

—Creo que valoras demasiado la conciencia y muy poco la roca. No somos los señores del universo. Sólo somos una pequeña parte. Quizá seamos su conciencia, pero ser la conciencia del universo no significa transformarlo en una imagen exacta de nosotros. Significa sobre todo aceptarlo tal como es, y adorarlo con nuestra atención. —Sostuvo la apacible mirada de Sax, y de pronto estalló en una última llamarada de ira.— Ni siquiera has visto Marte una vez.

Y abandonó la sala.


Janet había tenido las videogafas encendidas y grabó el intercambio. Phyllis envío una copia a la Tierra. Una semana más tarde, el comité de la UNOMA para alteraciones medioambientales aprobó la diseminación de los molinos de viento calefactores.


El plan era soltarlos desde dirigibles. De inmediato Arkadi reclamó el derecho a pilotar uno, como una especie de recompensa por su trabajo en Fobos. Maya y Frank no se entristecieron ante la idea de que Arkadi desapareciera de la Colina Subterránea durante uno o dos meses, de modo que le asignaron en seguida una de las naves. Flotaría a la deriva hacia el este, descendiendo para poner los molinos en los lechos de los canales y en los flancos exteriores de los cráteres, donde soplaba el viento. Nadia supo de la expedición cuando Arkadi atravesó las cámaras a saltos para ir a verla y contárselo.

—Suena bien —dijo ella.

—¿Quieres venir? —preguntó él.

—Vaya, pues sí —repuso ella. Sintió un hormigueo en el dedo fantasma.


El dirigible era el más grande que se hubiera construido nunca, un modelo planetario fabricado en Alemania por Friedrichshafen Nach Einmal, y enviado a Marte en el 2029, de modo que acababa de llegar. Se llamaba Punta de Flecha y medía ciento veinte metros de un ala a la otra, cien metros de proa a popa y cuarenta de alto. Tenía un armazón interno ultraligero y turbopropulsores en los extremos de ambas alas y bajo la góndola; éstos eran impulsados por pequeños motores de plástico, con baterías alimentadas por células solares en la superficie superior de la cubierta. La góndola con forma de lápiz se extendía casi todo a lo largo de la parte inferior, pero el interior era más pequeño de lo que Nadia había imaginado, porque la mayor parte estaba llena ahora con el cargamento de molinos de viento; el espacio libre comprendía la cabina del piloto, dos camas estrechas, una cocina diminuta, un lavabo aún más pequeño y el espacio angosto necesario para moverse entre todas esas cosas. Estaban bastante apretados, pero por fortuna los dos lados de la góndola tenían ventanas como paredes, y aunque los molinos de viento las bloqueaban en parte, todavía proporcionaban mucha luz y buena visibilidad.

El despegue fue lento. Arkadi soltó los cabos que se extendían desde las tres torres de amarre con un golpe de palanca; los turbopropulsores giraron con fuerza, pero el aire sólo tenía una densidad de doce milibares. La cabina brincó arriba y abajo a cámara lenta, doblándose junto con el armazón; y cada salto hacia arriba la elevaba un poco más. Para alguien acostumbrado a los lanzamientos de cohetes era bastante cómico.

—Hagamos un tres-sesenta y veamos la Colina Subterránea antes de irnos —dijo Arkadi cuando estaban a cincuenta metros de altura.

Inclinó la nave y giraron en un círculo lento y amplio, mirando por la ventana de Nadia. Rodadas, hoyos, montículos de regolito, todo rojo oscuro contra la polvorienta superficie anaranjada de la planicie: parecía como si un dragón hubiera alargado una gran garra y hubiera hendido el suelo hasta hacerlo sangrar. La Colina Subterránea estaba situada en el centro de las heridas y era en sí misma una vista hermosa, un engaste cuadrado de color rojo oscuro para una resplandeciente joya de cristal y plata, con algo de verde apenas visible bajo la cúpula. De allí salían los caminos que llevaban al este a Chernobil y al norte a las plataformas espaciales. Y allá se veían los largos bulbos de los invernaderos, y el parque de remolques…

—El Cuartel de los Alquimistas aún parece un engendro salido de los Urales —dijo Arkadi—. Tendríamos que hacer algo, de verdad. —Enderezó el dirigible y puso rumbo al este, avanzando con el viento.— ¿Nos situamos sobre Chernobil para aprovechar la corriente ascendente?

—¿Por qué no vemos qué hace este cacharro sin ayuda? —contestó Nadia. Se sentía ligera, como sí hubiese respirado el hidrógeno de los globos estabilizadores. El panorama era extraordinario, el horizonte nebuloso se alzaba a unos cien kilómetros, los contornos del terreno eran claramente visibles: las leves protuberancias y cavidades de Lunae, las colinas más prominentes, y al este el terreno de cañones—. ¡Oh, esto va a ser maravilloso!

—Sí.

En verdad, era curioso que no hubieran hecho antes algo parecido. Pero volar en la atmósfera tenue de Marte no era nada fácil. Iban en la mejor de las soluciones: un dirigible grande y liviano lleno de hidrógeno, que en el aire marciano no sólo no era inflamable, sino que además y en relación con el entorno era más ligero de lo que habría sido en la Tierra. El hidrógeno y lo último en materiales superligeros les proporcionaban lo necesario para elevarse llevando una carga de molinos de viento, aunque con semejante peso a bordo viajaban a una velocidad ridícula.

Y así fueron a la deriva. A lo largo de aquel día cruzaron la planicie ondulante de Lunae Planum, empujados hacia el sudeste por el viento. Durante una o dos horas pudieron ver Juventa Chasm en el horizonte meridional, un cañón largo que parecía el pozo gigantesco de una mina. Más al este, la tierra se volvía amarillenta; había menos piedras en la superficie y el lecho rocoso subyacente tenía más pliegues. También había muchos más cráteres, grandes y pequeños, de bordes bien definidos o casi enterrados. Se trataba de Xanthe Terra, una región alta topográficamente similar a las tierras elevadas del sur, aquí clavándose en el norte entre las llanuras bajas de Chryse e Isidis. Estarían sobre Xanthe durante algunos días si los vientos seguían soplando del oeste.

Progresaban a unos tranquilos diez kilómetros por hora. Casi siempre volaban a una altitud de unos cien metros, lo que situaba los horizontes a unos cincuenta kilómetros de distancia. Tenían tiempo para mirar detenidamente cualquier cosa, aunque Xanthe parecía poco más que una sucesión regular de cráteres.

A última hora de aquella tarde Nadia inclinó el morro del dirigible, viró de cara al viento, descendió hasta que se encontraron a diez metros de altura, y soltó el ancla. La nave se elevó, se sacudió bruscamente y quedó anclada en el viento, tirando como si fuera una cometa gorda. Nadia y Arkadi serpentearon hasta lo que Arkadi llamaba el compartimiento de las bombas. Nadia enganchó un molino de viento en el montacargas. El molino era pequeño, una caja de magnesio con cuatro aspas verticales sobre un mástil que sobresalía de la parte superior. Pesaba unos cinco kilos. Cerraron la puerta del compartimiento, aislándolo, aspiraron el aire y abrieron las puertas de descarga. Arkadi operó el montacargas mirando a través de una ventana baja. El molino de viento cayó como un plomo y chocó contra la arena endurecida, en el flanco meridional de un pequeño cráter sin nombre. Arkadi desprendió el gancho del montacargas, lo enrolló de vuelta al interior del compartimiento y cerró las puertas.

Regresaron a la cabina y de nuevo miraron para ver si el molino de viento funcionaba. Ahí estaba, una caja pequeña en la ladera exterior de un cráter, algo ladeada, las cuatro aspas anchas verticales dando vueltas alegremente. Parecía el anemómetro de una caja de meteorología para niños. El termoelemento, una bobina de metal expuesta que irradiaría como el hornillo de una cocina, estaba en un costado de la base. Con un buen viento, el calor de la bobina podría subir hasta los 200 grados centígrados, lo que era bastante, en especial con aquella temperatura ambiente. Sin embargo…

—Van a hacer falta muchos molinos para que se note —señaló Nadia.

—Claro, pero cada cosita ayuda, y en cierto sentido es calor gratis. No sólo el viento dándole energía a los calefactores, sino el sol dando energía a las factorías que fabrican los molinos. Creo que son una buena idea.

Aquella tarde se detuvieron una vez más para emplazar otro molino y luego echaron el ancla y pasaron la noche al abrigo de un cráter. Prepararon la cena en el microondas de la cocina diminuta y luego se retiraron a las estrechas literas. Era extraño mecerse en el viento, como un barco amarrado a un muelle: tirando y flotando, tirando y flotando. Nadia pronto se quedó dormida.

A la mañana siguiente despertaron antes del amanecer, soltaron amarras y con la ayuda de los motores subieron hacia la luz del sol. Desde una altura de cien metros pudieron contemplar cómo el oscurecido paisaje de abajo cambiaba de color, bronce primero y luego claro a la luz del día, mostrando una fantástica mescolanza de rocas brillantes y sombras alargadas. El viento de la mañana soplaba de derecha a izquierda por la proa, de modo que se vieron empujados hacía el nordeste en dirección a Chryse, zumbando con los propulsores a plena potencia. Luego la tierra descendió y se encontraron encima del primero de los canales de inundación por el que pasarían, un valle sinuoso y sin nombre al oeste de Shalbatana Vallis. La forma de S del pequeño cauce había sido inequívocamente tallada por el agua. Más avanzado el día se elevaron sobre el cañón más profundo y ancho de Shalbatana, y las señales fueron aun más evidentes: islas con forma de lágrima, canales que describían curvas, llanuras aluviales, tierras resecas; había signos por doquier de una corriente masiva que había excavado un cañón tan inmenso que el Puma de Flecha de repente pareció una mariposa.

Los cañones y la tierra alta que había entre ellos le recordaron a Nadia el paisaje de las películas de vaqueros, con erosiones, mesas y rocas aisladas, igual que en el Valle de la Muerte… excepto que aquí les llevó cuatro días pasar por encima del canal sin nombre, Shalbatana, Simud, Tiu y luego Ares. Y todos ellos habían sido creados por inundaciones gigantescas que habían aflorado con violencia a la superficie y habían manado durante meses en un caudal 10.000 veces superior al del Mississippi. Nadia y Arkadi lo comentaron mientras miraban los cañones, pero era difícil imaginar inundaciones tan inmensas. Ahora los cañones grandes y vacíos no encauzaban nada excepto el viento. Sin embargo, eso lo hacían muy bien, por lo que descendieron varias veces al día para soltar más molinos.

Luego, al este de Ares Vallis, flotaron de vuelta al terreno de cráteres de Xanthes. Había cráteres en todas partes, que desfiguraban la tierra: grandes, pequeños, viejos, con bordes destruidos por otros más recientes, con suelos agujereados por tres o cinco cráteres más pequeños; otros tan nuevos como si se hubieran abierto el día anterior, algunos que sólo se veían al amanecer y en el crepúsculo, como arcos enterrados en la antigua meseta. Pasaron sobre Schiaparelli, un antiguo cráter gigante de cien kilómetros de ancho. Cuando flotaron por encima de la enhiesta loma central, las paredes del cráter se alzaron como un horizonte, un anillo perfecto de colinas alrededor del borde del mundo.

Después los vientos soplaron desde el sur durante varios días. Vislumbraron fugazmente Cassini, otro gran cráter antiguo, y volaron sobre cientos de otros más pequeños. Soltaron varios molinos de viento al día, pero el vuelo estaba dándoles una idea más acertada del tamaño del planeta, y el proyecto empezó a parecer una broma, como si volaran sobre la Antártida y trataran de derretir el hielo instalando hornillos de picnic.

—Habría que lanzar millones para que sirviera de algo —dijo Nadia mientras subían después de soltar otro molino.

—Cierto —dijo Arkadi—. Pero a Sax le gustaría lanzar millones. Tiene una cadena de montaje que no parará de producirlos; la distribución es el único problema. Además, sólo es una parte de la campaña que tiene en mente. —Señaló con el brazo hacia atrás, en dirección al último arco de Cassini, abarcando todo el noroeste.— A Sax le gustaría abrir unos pocos agujeros más. Capturar algunos pequeños satélites helados de Saturno, o del cinturón de asteroides si puede dar con ellos, arrastrarlos hasta aquí y estrellarlos contra Marte. Crear cráteres calientes, derretir el permafrost… serían como oasis.

—¿No serían oasis secos? Perderías la mayor parte del hielo en el momento de entrar en la atmósfera y el resto desaparecería al tocar la superficie.

—Sí, pero nos convendría más vapor de agua en el aire.

—No sólo se vaporizaría, sino que se descompondría.

—En parte. Pero el hidrógeno y el oxígeno… nos convendría tener un poco más.

—¿Así que vas a traer hidrógeno y oxígeno de Saturno? ¡Vamos, hombre, ya hay muchísimo aquí! Podrías descomponer parte del hielo.

—Bueno, sólo es una idea.

—Estoy impaciente por oír lo que opina Ann. —Suspiró, y pensó en el problema.— Supongo que bastaría que un asteroide de hielo rozase contra la atmósfera, como si intentaras aerofrenarlo. Eso lo consumiría sin destrozar las moléculas. Conseguirías vapor de agua en la atmósfera, lo cual ayudaría, pero no bombardearías la superficie con explosiones tan brutales como cien bombas de hidrógeno estallando al mismo tiempo.

Arkadi asintió.

—¡Buena idea! Deberías contársela a Sax.

—Hazlo tú.

Al este de Cassini el terreno se volvió más accidentado que nunca; era parte de la superficie más vieja del planeta, saturada de cráteres durante los primeros años del bombardeo torrencial. La antigüedad tenía que haber sido un auténtico infierno, se podía ver en el paisaje. La tierra de nadie de una titánica guerra de trincheras. Al rato de mirarlo uno se sentía aturdido, invadido por una neurosis de guerra cosmológica.

Siguieron flotando: al este, nordeste, sudeste, sur, nordeste, oeste, este, este. Por último llegaron al final de Xanthe y descendieron la larga cuesta de Syrtis Major Plañida. Era una planicie de lava, con menos cráteres que Xanthe. La tierra bajó y bajó, de forma gradual, hasta que al fin avanzaron a la deriva por encima de una cuenca de suelo liso: Isidis Plañida, uno de los puntos más bajos de Marte. Era la esencia del hemisferio norte, y después de las tierras altas meridionales parecía regular y llana. Y también era una región muy extensa. Ciertamente había un montón de tierra en Marte.

Entonces, una mañana, cuando volaban a altitud de crucero, un trío de cumbres se alzó sobre el horizonte oriental. Habían llegado a Elysium, el otro «continente» tipo Tharsis que había en el planeta. Elysium era una protuberancia mucho más pequeña que Tharsis, pero seguía siendo grande, un continente elevado, 1.000 kilómetros de largo y diez kilómetros más alto que el terreno circundante. Al igual que Tharsis, estaba rodeado por tierra fracturada, sistemas de grietas causados por el levantamiento. Volaron sobre el más occidental de esos sistemas, Hephaestus Fossae, y encontraron un paisaje extraño: cinco profundos cañones paralelos, como marcas de garras en el lecho rocoso. Elysium asomaba a lo lejos como un tejado a dos aguas, el Elysium Mons y Hecates Tholus elevándose en cada extremo de una larga cordillera, 5.000 metros más alta que la protuberancia que flanqueaban: una vista imponente. A medida que el dirigible flotaba hacia la cordillera, todo en Elysium se hacía mucho más grande que cualquier cosa que Nadia y Arkadi hubieran visto hasta entonces; en ocasiones los dos se quedaban mudos durante minutos, y observaban cómo todo flotaba lentamente hacia ellos. Cuando hablaban, simplemente estaban pensando en voz alta.

—Se parece al Karakorum —dijo Arkadi—. Un Himalaya desértico. Salvo que éstos son tan sencillos… Aquellos volcanes se parecen al Fuji. Quizás algún día la gente suba a ellos en peregrinaje.

—Son muy grandes —dijo Nadia—, resulta difícil imaginar qué aspecto tendrán los volcanes de Tharsis. ¿No son dos veces más grandes que éstos?

—Como mínimo. Se parece al Fuji, ¿no crees?

—No, es mucho menos escarpado. ¿Has visto alguna vez el Fuji?

—No. —Después de un rato:— Bueno, será mejor que tratemos de rodear toda la maldita cosa. No estoy seguro de que podamos elevarnos por encima de esas montañas.

Invirtieron los propulsores y se impulsaron hacia el sur a toda potencia, y naturalmente los vientos cooperaron, ya que también viraban alrededor del continente. Así que el Punta de Flecha flotó con rumbo sudoeste y se adentró en una abrupta región montañosa llamada Cerberus, y todo el día siguiente bordearon Elysium, que pasaba lentamente a la izquierda. Transcurrieron horas, el macizo se desplazaba en las ventanas laterales; la lentitud del cambio mostró lo grande que era aquel mundo. Marte tiene tanta superficie no sumergida como la Tierra… todo el mundo lo decía siempre, pero hasta ahora sólo había sido una frase. Ese lento viaje alrededor de Elysium fue la prueba experimental.


Pasaron los días: arriba en el aire gélido de la mañana, sobre el revuelto suelo rojo, abajo con la puesta de sol, descansando en algún fondeadero ventoso. Un anochecer, cuando el suministro de molinos de viento había disminuido, redistribuyeron los que quedaban y pusieron las dos literas juntas bajo las ventanas de estribor. Lo hicieron sin discutirlo, como si ya hubieran acordado hacerlo mucho antes. Y mientras se movían por la góndola atestada redistribuyendo las cosas, iban chocando entre ellos tal como había sucedido durante todo el viaje, pero ahora intencionadamente, y con una fricción sensual que acentuó lo que se habían propuesto todo el tiempo, los accidentes se trocaron en un juego erótico; y al fin, Arkadi estalló en una carcajada y la alzó en un fuerte abrazo de oso, y Nadia lo empujó con los hombros hacia atrás, a su nueva cama doble, y se besaron como adolescentes, e hicieron el amor toda la noche. Y después de eso durmieron juntos, y con frecuencia hicieron el amor bajo el resplandor rojizo del amanecer y el oscuro cielo estrellado, con la nave sacudiéndose ligeramente en sus amarras. Y permanecían echados hablando, y la sensación de flotar mientras se abrazaban era tangible, más romántica que en un tren o en un barco.

—Primero nos hicimos amigos —dijo Arkadi una vez—, eso es lo que hace que esto sea diferente, ¿no crees? —La tocó con la punta de un dedo.— Te amo.

Era como si estuviera probando las palabras. A Nadia le resultó evidente que no las había dicho con frecuencia; estaba claro que para él significaban mucho, una especie de compromiso. ¡Las ideas le parecían tan importantes!

—Y yo te amo —dijo ella.

Y por las mañanas, Arkadi se paseaba de un lado a otro por la góndola, desnudo, el pelo rojo y broncíneo como todo lo demás a la luz horizontal de la mañana, y Nadia lo miraba desde las literas, sintiéndose tan serena y feliz que tenía que recordarse que la sensación de flotar quizá sólo se debía a la g marciana. Pero era algo jubiloso.


Una noche, cuando se estaban quedando dormidos, Nadia preguntó con curiosidad:

—¿Por qué yo?

—¿Mmm? —Él casi estaba dormido.

—He dicho: ¿por qué yo? Quiero decir, Arkadi Nikeliovkh, podrías haber amado a cualquiera de las mujeres que hay aquí, y ellas también te habrían amado. Si hubieras querido podrías haber tenido a Maya.

Él soltó un bufido.

—¡Podría haber tenido a Maya! ¡Santo cielo! ¡Podría haberme deleitado con Maya Katarina! ¡Igual que Frank y John! —Bufó, y los dos se rieron a carcajadas.— ¡Cómo pude perderme esa felicidad! ¡Tonto de mí! —Siguió riéndose entre dientes hasta que ella lo golpeó.

—De acuerdo, de acuerdo. Entonces una de las otras, las hermosas, Janet, o Úrsula, o Samantha.

—Por favor —dijo Arkadi. Se incorporó y se apoyó sobre un codo para mirarla—. Realmente no entiendes lo que es la belleza, ¿verdad?

—Por supuesto que sí —repuso Nadia, enfurruñada.

—La belleza es poder y elegancia, acción correcta —continuó Arkadi—, la forma en armonía con la función, inteligencia y sensatez. Y muy a menudo… —sonrió y le apretó el vientre-…expresado en curvas.

—Curvas sí que tengo —dijo Nadia, apartándole la mano.

Él se inclinó hacia adelante y trató de morderle el pecho, pero ella lo esquivó.

—La belleza es lo que tú eres, Nadejda Francine. De acuerdo con estos criterios eres la reina de Marte.

—La princesa de Marte —corrigió ella distraída, pensando en lo que él había dicho.

—Sí, correcto. Nadejda Francine Cherneshevski, la princesa nuevededos de Marte.

—Tú no eres un hombre convencional.

—¡No! —Silbó.— ¡Nunca afirmé serlo! Excepto ante cierto comité de selección, por supuesto. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! Los hombres convencionales consiguen a Maya. Esa es su recompensa. —Y se rió como un salvaje.


Una mañana cruzaron las últimas colinas rotas de Cerberus y flotaron sobre los llanos polvorientos de Amazonis Plañida. Arkadi bajó el dirigible para poner un molino de viento entre las dos últimas lomas del viejo Cerberus. Sin embargo, algo falló en el cierre del gancho del montacargas y se abrió de golpe cuando el molino estaba sólo a medio camino. Cayó de pie golpeando contra el suelo. Desde la nave parecía intacto, pero cuando Nadia se enfundó el traje y descendió por el cable, descubrió que la placa de calor se había resquebrajado y estaba suelta.

Y ahí, detrás de la placa, había una masa de algo. Un algo de un verde apagado con un toque de azul oscuro, dentro de la caja. Metió un destornillador y lo tocó con cautela.

—Mierda —dijo.

—¿Qué? —dijo Arkadi desde arriba.

Ella no le hizo caso, sacó con el destornillador un poco de la sustancia y la guardó en la bolsa de los tornillos y tuercas. Se enganchó al cable.

—Súbeme —ordenó.

—¿Qué pasa? —preguntó Arkadi.

—Tú súbeme.

Arkadi cerró las puertas del compartimiento de bombas detrás de Nadia y se le acercó mientras ella se desenganchaba del cable.

—¿Qué sucede?

Nadia se quitó el casco.

—¡Sabes lo que sucede, bastardo! —Le atizó un puñetazo y él voló hacia atrás, chocando contra un muro de molinos de viento.

—¡Ay! —gritó él; un aspa le había lastimado la espalda—. ¡Eh! ¿Cuál es el problema? ¡Nadia!

Ella sacó la bolsa del bolsillo del traje y la agitó ante él.

—¡Éste es el problema! ¿Como pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste mentirme? Bastardo, ¿tienes alguna idea de la clase de dificultades en que vamos a meternos? ¡Vendrán hasta aquí y nos enviarán a todos de vuelta a la Tierra!

Con los ojos muy abiertos, Arkadi se frotó la mandíbula.

—Yo no te mentiría, Nadia —dijo con seriedad—. No le miento a mis amigos. Déjame ver eso.

Ella lo miró y él le devolvió la mirada, la mano extendida esperando la bolsa, el blanco de los ojos visible alrededor de los iris. Se encogió de hombros y ella frunció el ceño.

—¿De verdad que no lo sabes? —preguntó.

—¿Saber qué?

No podía creer que él fingiera ignorancia; sencillamente, no era su estilo. Lo cual hizo que, de pronto, todo pareciera muy extraño.

—Por lo menos algunos de nuestros molinos de viento son pequeñas granjas de algas.

—¿Qué?

—Los jodidos molinos de viento que hemos estado soltando por todas partes —dijo ella—. Están llenos de las algas nuevas, o los líquenes de Vlad, o lo que sea. Mira.

Depositó la bolsita en la diminuta mesa de cocina, la abrió y sacó algo con la punta del destornillador. Fragmentos nudosos de un liquen azulado. Igual que las formas de vida marcianas de las viejas novelas.

Se quedaron mirándolo.

—Caramba —dijo Arkadi.

Se inclinó hasta acercar los ojos a un centímetro de la sustancia sobre la mesa.

—¿Me juras que no lo sabías? —insistió Nadia.

—Te lo juro. No te haría eso, Nadia. Tú lo sabes. Ella soltó un largo suspiro.

—Bueno… por lo visto, nuestros amigos nos lo harían a nosotros. Él se irguió y asintió.

—Así es. —Estaba distraído, preocupado. Se acercó a uno de los molinos de viento y lo separó del resto.— ¿Dónde estaba la cosa?

—Detrás de la placa térmica. —Se pusieron a trabajar con las herramientas de Nadia y abrieron el molino. Detrás de la placa había otra colonia de algas de la Colina Subterránea. Nadia tanteó alrededor de los bordes de la placa y descubrió un par de goznes pequeños donde la parte superior se unía con el interior del contenedor.— Mira, está hecho para que se abra.

—Pero ¿quién la abre? —dijo Arkadi.

—¿Por radio?

—Maldición. —Arkadi se levantó y paseó de arriba abajo por el estrecho corredor.— Quiero decir…

—¿Cuántos viajes en dirigible se han hecho ya? ¿Diez, veinte? ¿Y todos soltaron estas cosas?

Arkadi empezó a reír. Echó la cabeza hacia atrás y su enorme sonrisa de loco le hendió en dos la barba roja, y siguió riéndose hasta que tuvo que agarrarse los costados.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ¡a, ja!

Nadia, que no lo consideraba nada gracioso, sintió no obstante que ver la cara de Arkadi la hacía sonreír.

—¡No es gracioso! —protestó—. ¡Estamos metidos en un problema muy serio!

—Quizá —dijo él.

—¡Pero sí, de veras! ¡Y todo por tu culpa! ¡Algunos de esos estúpidos biólogos se tomaron en serio tus desvaríos anarquistas!

—Bueno —dijo él—, por lo menos es un punto a favor de esos bastardos. Quiero decir… —Regresó a la cocina para observar la masa de sustancia azul—. En cualquier caso, ¿de quién crees que estamos hablando exactamente? ¿Cuántos de nuestros amigos están metidos en esto? ¿Y por qué demonios no me lo contaron?

Nadia se dio cuenta de que era eso lo que más le dolía. En realidad, cuanto más lo pensaba, más se preocupaba; era evidente que había un subgrupo dentro del grupo que actuaba fuera de la supervisión de la UNOMA, pero que no incluía a Arkadi, a pesar de que había sido el primer y más clamoroso defensor de esa subversión. ¿Qué significaba? ¿Había gente que lo apoyaba pero no confiaba en él? ¿Había disidentes que llevaban a cabo otros programas?

No tenían forma de saberlo. Pasado un rato levaron anclas y continuaron la marcha sobre Amazonis. Sobrevolaron un cráter de tamaño medio llamado Pettit, y Arkadi comentó que sería un buen sitio para un molino de viento, pero Nadia respondió con un gruñido. Siguieron volando y discutieron la situación. No había duda de que alguien de los laboratorios de bioingeniería tenía que estar metido en el asunto; probablemente la mayoría; quizá todos. Y luego Sax, el diseñador de los molinos de viento, seguro que estaba complicado. E Hiroko había sido una defensora de los molinos, aunque ninguno sabía con certeza por qué… y no podían asegurar que ella aprobaría algo así o no, ya que era demasiado reservada. Pero no parecía imposible.

Mientras lo discutían, desmontaron por completo el molino de viento roto. La placa térmica cerraba como una puerta el compartimiento que contenía las algas; cuando la placa se abriera, las algas serían liberadas en una zona que estaría un poco más caliente a causa de la misma placa térmica. Así pues, cada molino de viento funcionaba como un microoasis, y si las algas conseguían sobrevivir y luego crecer más allá de la pequeña zona calentada por la placa, perfecto. Si no, estaba claro que no les iría demasiado bien en Marte. La placa de calor les daría un buen empujón, nada más. O eso es lo que sus creadores debieron de haber pensado.

—Nos han convertido en Johnny Appleseed —dijo Arkadi.

—¿Johnny qué?

—Un cuento popular norteamericano. —Le explicó de qué trataba.

—Sí, cierto. Y ahora Paul Bunyan va a venir a darnos una patada en el culo.

—Ja. Nunca. El Gran Hombre es mucho más grande que Paul Bunyan, créeme.

—¿El Gran Hombre?

—Ya sabes, todos esos nombres para los accidentes del paisaje. Las Huellas del Gran Hombre, la Bañera del Gran Hombre, el Curso de Golf del Gran Hombre, cosas así.

—Ah, ya sé.

—En cualquier caso, no veo cómo nos vamos a meter en problemas. No sabíamos nada.

—¿Y quién va a creérselo?

—Es verdad. Esos bastardos, con esto sí que me han fastidiado.

Era evidente que eso era lo que más molestaba a Arkadi. No que hubieran contaminado Marte con flora y fauna alienígenas, sino que no se lo hubieran dicho. Y Arkadi tenía su propio grupo, quizás más que eso: gente que estaba de acuerdo con él, una especie de seguidores. Todo el grupo de Fobos, un montón de los programadores de la Colina Subterránea. Y si algunos de los suyos le ocultaban cosas, eso era malo; pero si otro grupo tenía planes secretos propios, al parecer eso era peor, pues como mínimo representaba una interferencia, y quizá una competencia.

O es lo que él parecía pensar. No lo dijo de manera muy explícita, pero sus rezongos y sus súbitos juramentos mordaces eran obviamente genuinos aunque se alternaran con estallidos de hilaridad. Daba la impresión de que no era capaz de decidir si se sentía complacido o molesto, y Nadia llegó por último a la conclusión de que ambas cosas a la vez. Así era Arkadi; sentía todo sin reservas y sin medida, y no le preocupaba mucho la coherencia. Pero Nadia no estaba muy segura de que en esta ocasión le gustaran los motivos de Arkadi, tanto los de su cólera como los de su risa, y así se lo dijo con considerable irritación.

—¡Vamos! —exclamó él—. ¿Por qué ocultármelo cuando desde el principio había sido mi idea?

—Porque sabían que tal vez yo te acompañaría. Si te lo contaban, tó te verías obligado a contármelo. Y entonces, ¡yo lo habría impedido! Arkadi soltó una gran carcajada.

—¡De modo que después de todo fueron muy considerados!

—A la mierda.

Los bioingenieros, Sax, la gente del Cuartel que en realidad había construido los aparatos. Probablemente alguien en comunicaciones… había unos cuantos que tenían que saberlo.

—¿Qué me dices de Hiroko? —preguntó Arkadi.

No fueron capaces de decidirse. No sabían lo suficiente sobre ella como para poder adivinar qué pensaba. Nadia tenía la convicción de que estaba metida en el asunto, pero no supo explicar por qué.

—Supongo —dijo, pensándolo—, supongo que hay un grupo en torno a Hiroko, todo el equipo de la granja y unos cuantos de los otros, que la respetan y… y la siguen. En cierto modo, incluso Ann. ¡Aunque Ann la detestará cuando se entere! ¡Vaya! De todos modos, me da la impresión de que Hiroko estaría siempre al corriente de cualquier posible secreto. En especial de algo relacionado con los sistemas ecológicos. Después de todo, el grupo de bioingeniería trabaja con ella la mayor parte del tiempo, y para algunos es una especie de gurú, casi la adoran. ¡Es probable que ella los aconsejase cuando estaban poniendo esas algas!

—Hummm…

—Es probable que ella aprobara la idea, o aun que llegara a autorizarla.

Arkadi asintió.

—Comprendo lo que quieres decir.

Siguieron hablando, desmenuzando cada detalle. La tierra que sobrevolaban, llana e inmóvil, ahora le parecía distinta a Nadia. Había sido sembrada, fertilizada; iba a cambiar, de forma inevitable. Charlaron del resto de los planes de terraformación de Sax: los espejos gigantes en órbita, reflejando la luz del sol en los crepúsculos, carbono distribuido sobre los casquetes polares, calor areotermal, los asteroides de hielo. Parecía que todo iba a suceder de verdad. El debate había sido evitado; iban a cambiar la faz de Marte.


La segunda noche después del sorprendente descubrimiento, mientras preparaban la cena anclados al abrigo de un cráter, recibieron una llamada de la Colina Subterránea, transmitida a través de los satélites de comunicación.

—¡Eh, vosotros dos! —dijo John Boone a modo de saludo—.

¡Tenemos un problema!

—Vosotros tenéis un problema —replicó Nadia.

—Vaya. ¿Sucede algo ahí?

—No, no.

—Bueno, estupendo, porque en realidad sois vosotros los que tenéis el problema, ¡y no me gustaría que tuvierais más de uno! Se ha desencadenado una tormenta de polvo en la región de Garitas Fossae, y está creciendo y yendo hacia el norte a gran velocidad. Creemos que os alcanzará en un par de días.

—¿No es pronto para las tormentas de polvo? —preguntó Arkadi.

— Bueno, no, estamos en Ls=240, que es una estación de tormentas. La primavera septentrional. En cualquier caso, ahí está, y va hacia vosotros.

Les envió una fotografía de satélite y ellos la estudiaron con atención en la pantalla. Una nube amarilla y amorfa cubría la región al sur de Tharsis.

—Será mejor que regresemos ahora mismo —dijo Nadia después de examinar la fotografía.

—¿De noche?

—Podemos activar los propulsores con baterías esta noche, y recargarlas mañana a primera hora. Luego quizá no tengamos mucha luz solar, a menos que seamos capaces de elevarnos por encima del polvo.

Después de discutir el asunto un poco más con John, y luego con Ann, dejaron que el viento los empujara en dirección este-nordeste; con ese rumbo pasarían justo al sur del Monte Olimpo. Luego esperaban poder rodear el lado norte de Tharsis, que los protegería de la tormenta de polvo al menos durante un cierto tiempo.

Parecía más ruidoso volar de noche. La embestida del viento sobre el material de la cubierta era un gemido vacilante, el sonido de los motores un zumbido grave y lastimero. Se sentaron en la cabina, iluminada sólo por las débiles luces verdes de los instrumentos, y conversaron en voz baja mientras sobrevolaban la tierra negra. Les quedaban unos 3.000 kilómetros por recorrer antes de llegar a la Colina Subterránea; eran unas trescientas horas de vuelo; si cubrían el trayecto sin paradas, tardarían doce días. Pero la tormenta, si crecía como era habitual, los alcanzaría mucho antes. Después… era difícil saberlo. Sin la luz del sol, los propulsores agotarían las baterías, y entonces…

—¿No podemos dejarnos llevar por el viento? —preguntó Nadia—.

¿Utilizar los propulsores sólo para impulsos esporádicos?

—Tal vez. Pero en estos aparatos los propulsores ayudan a que nos elevemos, ya sabes.

—Sí. —Nadia preparó café y llevó las tazas hasta la cabina. Se sentaron y bebieron, y observaron el paisaje negro o la curva verde de la pequeña pantalla de radar.— Es probable que tengamos que tirar todo lo innecesario. En especial esos malditos molinos de viento.

—Todo es lastre, así que guardémoslo para cuando nos haga falta subir.

Las horas de la noche fueron transcurriendo. Se turnaron al timón, y Nadia dormitó intranquila una hora. Cuando regresó a la cabina, vio que la masa negra de Tharsis se había desplazado hacía el horizonte: los dos volcanes más occidentales de los tres príncipes, el Monte Ascraeus y el Monte Pavonis, eran visibles como jorobas de estrellas ocultas allá lejos, en el borde del mundo. A la izquierda, el Monte Olimpo todavía era una masa imponente sobre el horizonte, y junto con los otros dos volcanes daba la impresión de que volaran a baja altura en algún cañón realmente gigantesco. La pantalla del radar reproducía la escena en líneas verdes sobre la cuadrícula de la pantalla.

Luego, en la hora que precede al amanecer, pareció como si otro volcán inmenso estuviera elevándose detrás de ellos. Todo el horizonte meridional subía, y las estrellas bajas desaparecían mientras ellos miraban. Orión se hundió en la oscuridad. La tormenta estaba cerca.

Cayó sobre ellos justo al amanecer, sofocando el rojo en el cielo oriental, pasando sobre ellos, devolviendo el mundo a una oscuridad rojiza. El viento aumentó hasta que barrió las ventanas de la góndola con un rugido mudo y después con un sonoro aullido. El polvo los dejaba atrás a una velocidad aterradora, superreal. Entonces el viento sopló todavía más y la góndola salió arriba y abajo mientras el armazón del dirigible se contorsionaba.

En cierto momento Arkadi dijo:

—Con un poco de suerte el viento girará por el saliente norte de Tharsis.

Nadia asintió en silencio. No habían podido recargar las baterías después del vuelo nocturno, y sin luz solar los motores no funcionarían muchas horas más.

—Hiroko me contó que durante una tormenta la luz del sol es un quince por ciento de la normal —dijo ella—. A más altura debería haber más luz. Así que podríamos recargarlas, aunque será lento. Los propulsores los utilizaríamos de noche.

Tecleó en una computadora. Algo en la expresión de la cara de Arkadi —no miedo, ni siquiera ansiedad, sino una curiosa y leve sonrisa— la hizo consciente del gran peligro en que estaban. Si no podían utilizar los propulsores, no podrían gobernar la nave y quizá ni siquiera permanecer en vuelo. Es cierto que podrían descender y tratar de asegurarse con las anclas, pero sólo disponían de comida para unas pocas semanas, y estas tormentas duraban a menudo dos meses, a veces tres.

—Ahí está el Monte Ascraeus —dijo Arkadi, señalando la pantalla del radar—. Una buena imagen. —Se rió.— Me temo que es la mejor vista que conseguiremos por ahora. Es una pena, realmente deseaba verlo.

¿Recuerdas Elysium?

—Sí, sí —dijo Nadia, ocupada en llevar a cabo simulaciones sobre la eficacia de las baterías.

La luz diaria del sol se encontraba cerca del máximo del perihelio, circunstancia que había iniciado la tormenta; y los instrumentos indicaban que alrededor del veinte por ciento de la luz solar total penetraba hasta ese nivel (a los ojos de Nadia parecía más un treinta o un cuarenta); por tanto quizá fuera posible mantener los propulsores encendidos la mitad del tiempo, algo que los ayudaría mucho. Sin ellos avanzaban a unos doce kilómetros por hora, y también perdían altitud, aunque quizá sólo fuese que el suelo se elevaba. Los propulsores les permitirían mantener una altitud regular e influir en el curso en uno o dos grados.

—¿Tienes idea de lo espeso que es este polvo?

—¿Lo espeso que es?

—Ya sabes, gramos por metro cúbico. Intenta ponerte en contacto con Ann o Hiroko y averígualo, ¿quieres?

Ella se fue a ver qué llevaban a bordo que pudiera alimentar a los propulsores. Hidrazina, para las bombas de vacío del compartimiento de descarga; probablemente se podrían conectar los motores de las bombas a los propulsores… Estaba apartando con el pie uno de los malditos molinos de viento cuando se quedó mirándolo con fijeza. Las placas térmicas se calentaban mediante una descarga eléctrica generada por la rotación de los molinos. De modo que si conseguía llevar esa descarga a las baterías de propulsión e instalar los molinos en el exterior de la góndola, el viento los haría girar como peonzas y la electricidad ayudaría a alimentar a los propulsores. Mientras hurgaba en el armario del equipo en busca de cables, transformadores y herramientas, le contó la idea a Arkadi y él soltó su risa de loco.

—¡Buena idea, Nadia! ¡Gran idea!

—Si funciona.

Revolvió en el equipo de herramientas, desgraciadamente más pequeño que el suyo. La luz en la góndola era espectral, un débil resplandor amarillo que titilaba con cada ráfaga de viento. En las ventanas laterales se alternaban momentos de luz con densas nubes amarillas parecidas a cúmulos que pasaban velozmente junto a ellos, y otros de una total oscuridad. Un torrente de polvo que volaba a más de 300 kilómetros por hora barría las superficies de las ventanas. Incluso a doce milibares las ráfagas del viento sacudían el dirigible de un lado a otro; arriba en la cabina, Arkadi maldecía la insuficiencia del piloto automático.

—Reprográmalo —gritó Nadia, y entonces recordó todas aquellas sádicas simulaciones a bordo del Ares y se rió en voz alta—. ¡Problema de vuelo! ¡Problema de vuelo!

Volvió a reírse de los juramentos de Arkadi y regresó al trabajo. Por lo menos el viento los haría avanzar más deprisa. Arkadi le gritó la información que Ann acababa de transmitirle. El polvo era extremadamente fino, la partícula media de unos 2,5 micrones; la masa total de la columna de unos 10-3 gramos por cm2, distribuida con bastante regularidad desde la parte superior a la inferior de la columna. No estaba tan mal; déjalo caer a tierra y será una capa bien fina, todo concordaba con lo que habían visto en los cargamentos que habían soltado tiempo atrás en el emplazamiento de la Colina Subterránea.

Cuando instaló los cables para unos cuantos molinos, se precipitó por el corredor hasta la cabina.

—Ann dice que los vientos serán más flojos cerca del suelo —informó Arkadi.

—Bien. Necesitamos descender para sacar fuera esos molinos.

De modo que aquella tarde bajaron a ciegas, y dejaron que el ancla se arrastrara hasta que al fin se enganchó. El viento allí era más flojo, pero aun así el descenso por el cable le pareció horrible a Nadia. Abajo y abajo, entre las embestidas de nubes de polvo amarillo, oscilando de un lado a otro… ¡y por fin alcanzó a pisar el suelo! Se arrastró hasta detenerse. Una vez que se soltó del cable, inclinó el cuerpo contra el viento; las ráfagas parecían golpes y volvió a sentirse hueca, más que otras veces. La visibilidad iba y venía en oleadas, y el polvo pasaba volando a una velocidad inquietante. En la Tierra un viento tan rápido sencillamente lo levantaría a uno y se lo llevaría como un tornado se lleva una escoba.

Pero aquí uno podía mantenerse en el suelo, aunque a duras penas. Arkadi había estado haciendo bajar el dirigible por el cable del ancla, y en ese momento se cernió sobre ella como un techo verde. Bajo la nave la oscuridad era fantasmagórica. Nadia desenrolló los cables hasta los turbopropulsores de los extremos de las alas, y los empalmó a los contactos interiores, trabajando a toda marcha para tratar de reducir la exposición al viento y salir de debajo del corcoveante Punta de Flecha. Taladró con dificultad unos agujeros en la base del fuselaje y atornilló diez molinos. Mientras conectaba los cables al fuselaje de plástico, el dirigible entero se desplomó tan rápidamente que tuvo que echarse de bruces, el cuerpo extendido sobre el suelo frío, el taladro un bulto duro bajo el estómago.

—¡Mierda! —gritó.

—¿Qué pasa? —preguntó Arkadi por el intercomunicador.

—Nada —dijo ella, poniéndose en pie de un salto y conectando los cables todavía más deprisa—. Jodida situación… es como trabajar en un trampolín… —Entonces, justo al acabar, el viento volvió a soplar con fuerza y ella tuvo que regresar a gatas al compartimiento de bombas.

— ¡El maldito cacharro casi me aplasta! —le gritó a Arkadi roncamente cuando se quitó el casco.

Mientras él trabajaba para soltar el ancla, Nadia fue trastabillando por el interior, recogiendo cosas que no necesitarían y llevándolas al compartimiento de bombas: una lámpara, uno de los colchones, la mayoría de los utensilios de cocina y el servicio de mesa, algunos libros, todas las muestras de rocas. Una vez dentro, las expulsó con felicidad. Si alguna vez algún viajero se encontraba con ese montón de cosas, pensó, seguramente se preguntaría qué demonios habría sucedido.

Tuvieron que acelerar los dos propulsores al máximo para desenganchar el ancla, y empezaron a volar como una hoja en noviembre. Mantuvieron los propulsores al máximo y ganaron altura lo más rápidamente posible; había unos volcanes pequeños entre Olimpo y Tharsis, y Arkadi quería pasar a varios cientos de metros por encima. La pantalla del radar les mostró que el Monte Ascraeus iba quedando atrás. Cuando estuvieran bien al norte, podrían virar hacia el este y bordear el flanco septentrional de Tharsis, y luego descender hasta la Colina Subterránea.

Pero, a medida que transcurrían las largas horas, se dieron cuenta de que el viento bajaba por la vertiente norte de Tharsis y soplaba de proa, de modo que incluso yendo a máxima potencia hacia el sudeste, sólo avanzaban hacia el nordeste. Intentando avanzar con el viento de través, el pobre Punta de Flecha se balanceaba como un columpio, lanzándolos arriba y abajo.

La oscuridad cayó de nuevo. Fueron impulsados más al nordeste. Con ese rumbo, iban a pasar a varios cientos de kilómetros de la Colina Subterránea. Después, nada; ningún emplazamiento, ningún refugio. Serían empujados sobre Acidalia, hacia Vastitas Borealis, hacia el mar petrificado y vacío de las dunas negras. Y no tenían ni comida ni agua suficientes para circunnavegar el planeta otra vez y volver a intentarlo.

Sintiendo el polvo en la boca y los ojos, Nadia regresó a la cocina y calentó una comida para los dos. Estaba exhausta, y cuando el olor de la comida llenó el aire, se dio cuenta de que también tenía mucha hambre. Sed también, y el reciclador de agua funcionaba con hidrazina.

Al pensar en el agua, le vino a la mente una imagen del viaje al polo norte: aquella galería rota de permafrost, con un vertido blanco de hielo de agua. ¿Por qué lo recordaba ahora?

Volvió trabajosamente a la cabina, agarrándose a la pared. Tomó una comida polvorienta con Arkadi, intentando resolver el enigma. Arkadi miraba la pantalla del radar, en silencio, aunque parecía preocupado.

—Mira —dijo ella—, si llegáramos a captar las señales de los radiofaros en nuestro camino hacia Chasma Borealis, nos ayudarían a descender. Un rover robot vendría luego a recogernos. La tormenta no los afectará, ya que no dependen de lo que ven. Podríamos dejar el Punta de Flecha bien amarrado y volver a casa en un vehículo terrestre.

Arkadi la miró y terminó de tragar un bocado.

—Buena idea —dijo.


Pero sólo si eran capaces de captar las señales de los radiofaros. Arkadi encendió la radio y llamó a la Colina Subterránea. La conexión crepitó en una tormenta de estática casi tan densa como el polvo, pero aun así pudieron entenderse. Toda aquella noche conferenciaron con la gente de la base, discutiendo frecuencias, amplitudes de banda, el polvo y las señales bastante débiles de los radiofaros. Como habían sido diseñados sólo para comunicarse con los rovers próximos, iba a ser difícil oírlos. La Colina Subterránea quizá pudiera precisar la posición en que estaban e indicarles un punto adecuado de descenso, y el radar también los ayudaría a localizar el camino; pero ninguno de esos métodos sería muy exacto; nunca encontrarían el camino en la tormenta sí no descendían justo encima de él. Diez kilómetros a un lado u otro y el camino pasaría más allá del horizonte y ellos estarían en un aprieto. Sería mucho más seguro si pudieran sintonizar un radiofaro y bajar siguiendo la señal.

En cualquier caso, la Colina Subterránea despachó un rover robot por el camino del norte. Llegaría en unos cinco días a la zona que se esperaba que ellos cruzaran; a la velocidad actual, ahora de casi treinta kilómetros por hora, la atravesarían en unos cuatro días.

Cuando todo estuvo dispuesto, se turnaron las guardias el resto de la noche. Nadia durmió inquieta en sus momentos libres y pasó la mayor parte del tiempo tumbada en la cama, sintiendo las sacudidas del viento. Las ventanas estaban tan oscuras como si hubieran corrido unas cortinas. El aullido del viento era como un horno de gas, y en ocasiones como el gemido de los banshees; una vez soñó que se encontraban dentro de un gran horno lleno de demonios ígneos: despertó transpirando y fue a relevar a Arkadi. Toda la góndola olía a sudor, a polvo y a hidrazina quemada. A pesar del microsellado de las junturas, había una capa blancuzca visible en el interior de la góndola. Se limpió las manos sobre un tabique de plástico de color azul claro y se quedó mirando las marcas de los dedos. Increíble.

Avanzaron dando sacudidas entre la penumbra de los días, entre la oscuridad sin estrellas de las noches. El radar mostró lo que les pareció el Cráter Fesenkov extendiéndose debajo de ellos; aún eran empujados hacia el nordeste y no había ninguna posibilidad de que pudieran oponerse a la tormenta y dirigirse al sur hacia la Colina Subterránea. No tenían otra esperanza que el camino polar. Nadia ocupó su tiempo fuera de las guardias buscando cosas que tirar por la borda y quitando las partes de la góndola que no consideró esenciales; hasta los mismos ingenieros de Friedrichshafen se hubieran estremecido. Pero los alemanes siempre se exceden en el diseño de las cosas, y además nadie en la Tierra llegaría a entender alguna vez lo que era la g marciana. Así que aserró y martilleó hasta que todo en el interior de la góndola quedó reducido a lo mínimo. Cada vez que usaba el compartimiento de bombas, se introducía otra pequeña nube de polvo, aunque consideró que valía la pena; necesitaban la elevación, el remiendo con los molinos no estaba dando suficiente energía a las baterías y hacía tiempo que había tirado el resto por la borda. Aunque los hubiera tenido, no habría vuelto a instalarlos debajo del dirigible; el recuerdo del incidente aún le daba escalofríos. En cambio, seguía sacando cosas. Si hubiera podido meterse en los globos compensadores, habría tirado también algunas piezas del armazón del dirigible.

Mientras ella trabajaba, Arkadi daba vueltas alrededor de la góndola animándola a seguir, desnudo y rebozado con una capa de polvo, el hombre rojo en persona, entonando canciones y mirando la pantalla del radar, engullendo comidas rápidas, planificando el curso. Era difícil no contagiarse de un poco de su alegría, no maravillarse con él ante los embates más fuertes del viento, no sentir el polvo salvaje que ahora le volaba en la sangre.

Y así pasaron tres días largos e intensos, en la frenética garra del viento anaranjado oscuro. Y al cuarto, poco después del mediodía, subieron al máximo el volumen del receptor y escucharon el crepitante rugido de la estática en la frecuencia de los radiofaros. Nadia se concentró en el ruido y se adormeció, pues había descansado muy poco; casi estaba inconsciente cuando Arkadi dijo algo; se incorporó bruscamente en la silla.

—¿Lo oyes? —preguntó él de nuevo. Ella escuchó, y negó con la cabeza—. Ahí, es una especie de pim… Ella oyó un pequeño bip.

—¿Es eso?

—Me parece que sí. Voy a bajar tan rápidamente como pueda; tendré que vaciar algunos de los globos.

Escribió en el teclado del tablero; el dirigible se inclinó hacia adelante y empezaron a descender a velocidad de emergencia. Los números del altímetro bajaron titilando. La pantalla del radar mostró que el terreno era básicamente una planicie. El pim se hizo más claro… Sin receptor direccional, no tenían otra manera de saber si aún seguían aproximándose o alejándose. Pim… pim… pim… Nadia se sentía agotada y no podía decir sí el ruido se volvía más fuerte o más débil; le parecía que cada señal tenía un volumen distinto, dependiendo de la atención que pudiera prestarle.

—Se está debilitando —dijo de pronto Arkadi—. ¿No crees?

—No lo sé.

—Sí.

Encendió los propulsores y el zumbido debilitó definitivamente la señal. Viró contra el viento y el dirigible se sacudió con violencia; luchó por estabilizar el descenso, pero pasaban unos segundos entre cada cambio de los alerones y las sacudidas del dirigible; en realidad estaban en poco más que en caída controlada. Los intervalos entre los pim parecían alargarse.

Cuando el altímetro indicó que habían bajado lo suficiente, echaron el ancla. Después de un momento de ansiedad en que flotaron a la deriva, se enganchó y resistió. Soltaron todas las otras anclas e hicieron descender la nave tirando de los cabos. Luego Nadia se enfundó un traje, se sujetó al cable del montacargas y bajó. Una vez en la superficie comenzó a deambular en un amanecer color chocolate, encorvándose para resistir la corriente irregular del viento. Se dio cuenta de que en la Tierra nunca se había sentido físicamente más exhausta, y que en verdad le era imposible avanzar contra el viento, tenía que cambiar de dirección. La aguda señal del radiofaro sonó en el intercomunicador, y el suelo pareció sacudirse debajo de ella; era difícil mantener el equilibrio. El pim sonaba con bastante nitidez.

—Teníamos que haber escuchado todo el tiempo por los intercomunicadores de los cascos —le dijo a Arkadi—. Se oye mejor.

Una ráfaga la derribó. Se levantó y siguió arrastrando los pies, despacio, soltando un cabo de nailon detrás de ella, cambiando de dirección mientras seguía el volumen de los pims. El suelo ondulaba bajo sus pies, siempre que podía verlo; la visibilidad en realidad era de un metro, menos cuando soplaban las ráfagas más densas. Luego se aclararon un poco y unos chorros marrones de polvo pasaron como un relámpago, cortina tras cortina, a una velocidad pasmosa. El viento la golpeaba con tanta fuerza como cualquier golpe que hubiera recibido alguna vez en la Tierra, o más duramente; era un trabajo doloroso mantener el equilibrio, un esfuerzo físico constante.

Mientras avanzaba dentro de una nube espesa y cegadora, casi se dio de bruces con uno de los radiofaros, que se erguía allí como el poste gordo de una valla.

—¡Eh! —gritó.

—¿Qué sucede?

—¡Nada! Me he dado un susto al toparme con la señal del camino.

—¡Lo has encontrado!

—Sí.

Sintió que el agotamiento le bajaba a las manos y pies. Se sentó en el suelo un minuto, luego volvió a levantarse; estaba demasiado frío para quedarse sentada. El dedo fantasma le dolía.

Aferró el cabo de nailon y regresó a ciegas al dirigible, sintiendo que había entrado en el mito milenario y que seguía el único hilo que la sacaría del laberinto.


Durante su viaje en rover hacia el sur, ciegos en el polvo volador, crepitó por la radio la noticia de que la UNOMA acababa de aprobar y conceder los fondos para el establecimiento de tres nuevas colonias. En cada una habría unos quinientos colonos, todos procedentes de países que no estaban representados en los primeros cien.

Y el subcomité de terraformación había recomendado, y la Asamblea General aprobado, todo un paquete de trabajos de terraformación en Marte, entre ellos la distribución en la superficie del planeta de microorganismos creados por ingeniería genética y fabricados de una materia prima sacada de algas, bacterias o líquenes.

Arkadi se rió durante medio minuto.

—¡Esos bastardos, esos bastardos con suerte! Les perdonarán lo que hicieron.

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