CUARTA PARTE Nostalgia

Una mañana de invierno el sol brilla sobre el Valle Marineris, iluminando los muros de la zona norte de esa gran concatenación de cañones. Y bajo esa luz intensa se puede ver que aquí y allá un filón o afloramiento está tocado de una verrugosa mota de liquen negro.

Y es que la vida se adapta. No tiene sino unas pocas necesidades: un poco de combustible, un poco de energía, y es fantásticamente ingeniosa en extraer lo que necesita de un amplio abanico de entornos. Algunos organismos viven siempre por debajo del punto de congelación del agua, otros por encima del punto de ebullición; algunos viven en zonas radiactivas, otros en regiones altamente salobres, o dentro de roca sólida, o en la oscuridad total, o en deshidratación extrema, o sin oxígeno. Se acomodan a toda suerte de entornos gracias a medidas de adaptación extrañas y maravillosas, inimaginables; y así desde el lecho rocoso hasta la atmósfera, la vida ha impregnado la Tierra con el tejido completo de una gran biosfera.

Todas estas capacidades de adaptación están codificadas y se transmiten genéticamente. Si hay una mutación en los genes, los organismos cambian. Si los genes son alterados, los organismos cambian. Los bioingenieros emplean esos dos métodos de modificación, no sólo la recombinación génica, sino también el arte más antiguo de la reproducción selectiva. Los microorganismos son puestos en cultivo, y los que crecen más deprisa (o aquellos que presentan las características deseadas) son seleccionados y vueltos a poner en cultivo; se añaden mutágenos que aceleran el ritmo de mutación; y con la rápida sucesión de generaciones microbianas (digamos diez al día), se puede repetir ese proceso hasta obtener algo satisfactorio. La reproducción selectiva es una de las más poderosas técnicas de bioingeniería clásica.

Pero son las técnicas más modernas las que atraen la atención. Los microorganismos creados por la ingeniería genética, o GEM, llevaban en escena sólo alrededor de medio siglo desde que los primeros cien llegaron a Marte. Pero medio siglo en la ciencia moderna es mucho tiempo. La conjugación de plátmidos se había convertido en una herramienta muy sofisticada en esos años. El repertorio de enzimas inhibidoras para las divisiones y de enzimas ligasas para las uniones, era amplio y versátil; la capacidad para trazar con precisión largas cadenas de ADN estaba ahí; el conocimiento acumulado sobre los genomas era inmenso, y aumentaba de forma exponencial: y usada en conjunto, esta nueva biotecnología estaba permitiendo todo tipo de modificación de características, promoción, replicación, suicidio provocado (para frenar el exceso de éxito), y así sucesivamente. Era posible aislar las secuencias de ADN de un cierto organismos luego sintetizar esos mensajes de ADN, separarlos y unirlos a cadenas de plásmidos; después se lavaban las células y se las ponía en una suspensión de glicerol con los nuevos plasmidos, y el glicerol era suspendido entre dos electrodos y recibía una breve e intensa descarga de unos 2.000 voltios, y los plásmidos en el glicerol eran proyectados al interior de las células, y ¡voilá! Ahí, arrojado a la vida como el monstruo de Frankenstein, había un organismo nuevo. Con nuevas capacidades.

Y así: líquenes de crecimiento rápido. Algas resistentes a la radiación. Hongos resistentes al frío extremo. Bacterias halófilas Archae, que ingerían sal y excretaban oxígeno. Moho suránico. Una taxonomía completa de nuevas formas de vida, todas parcialmente adaptadas a la superficie de Marte, todas ahí fuera intentándolo. Algunas especies se extinguieron: selección natural. Algunas prosperaron: supervivencia del más adaptado. Algunas prosperaron violentamente, a expensas de otros organismos, y luego excretaron ciertos productos químicos que activaron unos genes suicidas, y fueron muriendo hasta que los niveles de esos productos químicos volvieron a bajar.

Así que la vida se adapta a las condiciones. Y al mismo tiempo, las condiciones son modificadas por la vida. Ésa es una de las definiciones de la vida: el organismo y el entorno se transforman juntos según un acuerdo recíproco, ya que son dos manifestaciones de una misma ecología, dos partes de un todo.

Y por tanto: más oxígeno y nitrógeno en el aire. Pelusa negra sobre los suelos de los polos. Pelusa negra sobre las ásperas superficies de las rocas. Manchas de un verde pálido cubriendo el suelo. Granos más grandes de escarcha en el aire. Animáculos que se abren paso en las profundidades del regolito, como billones de topos diminutos, convirtiendo los nitritos en nitrógeno, los óxidos en oxígeno.

Al principio el proceso era casi invisible, y muy lento. Un golpe de frío o una tormenta solar y especies enteras se extinguían en una noche. Pero los restos alimentaban a las otras criaturas, y de ese modo éstas tenían una vida más fácil y el proceso se reanudaba. Las bacterias se reproducen rápidamente, duplicando su volumen muchas veces al día en condiciones favorables; las posibilidades matemáticas de su velocidad de crecimiento son asombrosas, y aunque los imperativos medio ambientales —en especial en Marte— mantienen todo crecimiento real lejos de sus límites matemáticos, no obstante, los nuevos organismos, los areofitos, se reprodujeron con rapidez, a veces mutaron, murieron, y la vida nueva se alimentó con el abono de sus antepasados, y volvió a reproducirse. Vivían y morían; y la tierra y el aire que dejaron atrás fueron diferentes a lo que habían sido antes de la aparición de esos millones de breves generaciones.

Y así una mañana sale el sol, y sus largos rayos atraviesan la cubierta de jirones de nubes que se extiende sobre el Valle Marineris. Sobre los muros del norte hay diminutos trozos de negro, amarillo, verde oliva, gris y verde. Motas de liquen salpican las caras verticales de la piedra, que se yerguen como siempre, frías, agrietadas y rojas; pero moteadas ahora, como enmohecidas.


Michel Duval soñaba que estaba otra vez en casa. Nadaba en el oleaje del cabo de Villefranche-sur-Mer, mecido por las cálidas aguas de agosto. Soplaba el viento y se acercaba la puesta de sol y el agua tenía un turbio color blanco broncíneo; los rayos del sol rebotaban en la superficie. Las olas eran grandes para el Mediterráneo, rápidas rompientes que se alzaban hendidas por el viento y batían en rápidas e irregulares líneas, permitiéndole cabalgar un momento sobre ellas. Luego se sumergía, en un revoltijo de burbujas y arena, y volvía a emerger a un estallido de luz dorada, con el sabor de la sal en la boca, los ojos escociéndole voluptuosamente. Grandes pelícanos negros se dejaban llevar sobre cojines de aire justo por encima del oleaje, remontaban vuelo con torpes movimientos, planeaban y se dejaban caer alrededor. Replegaban a medias las alas cuando se zambullían, ajustándolas hasta el momento del brusco choque con las aguas. A menudo emergían engullendo algún pez pequeño. A sólo unos metros de él chapoteaba uno de esos pelícanos, recortándose contra el sol como un Stuka o un pterodáctilo. Fresco y cálido a la vez, inmerso en sal, se agitó con el oleaje y parpadeó, cegado por la luz salina. Una ola de diamantes batió contra la orilla y se transformó en espuma.

Sonó el teléfono.


Sonó el teléfono. Eran Úrsula y Phyllis, que lo llamaban para decirle que Maya tenía otro de sus ataques y estaba desconsolada. Se levantó, se puso unos calzoncillos y fue al cuarto de baño. Las olas saltaron sobre una línea de resaca. Maya, deprimida otra vez. La última vez que la había visto estaba de buen humor, casi eufórica, y eso fue hacía… ¿una semana? Pero así era Maya. Estaba loca. Aunque loca al estilo ruso, lo que significaba que era un poder a tener en cuenta. ¡Madre Rusia! Tanto la Iglesia como los comunistas habían intentado erradicar el matriarcado, y lo único que consiguieron fue un torrente de amargo desdén castrador, toda una nación de despectivas russalkas y babayagas y que actuaban como supermujeres las veinticuatro horas del día, que vivían en una cultura casi partenogénica de madres, hijas, babushkas y nietas. Y, sin embargo, aún enfrascadas por necesidad en sus relaciones con los hombres, tratando desesperadamente de encontrar al padre perdido, a la pareja perfecta. O simplemente a un hombre que aceptara soportar una parte de la carga. Encontrar el amor perfecto, para luego acabar destruyéndolo casi siempre. Locas.

Bien, era peligroso generalizar. Pero Maya parecía un caso típico. Melancólica, airada, coqueta, brillante, encantadora, manipuladora, exaltada… y ahora ocupando la oficina como una enorme losa de abatimiento, los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, la boca entreabierta. Úrsula y Phyllis agradecieron en susurros a Michel que se hubiera levantado tan temprano, y se fueron. Michel se acercó a las ventanas venecianas y las abrió, y la luz de la cúpula central inundó el cuarto. Volvió a reconocer que Maya era una mujer hermosa, con ese pelo reluciente y exuberante y esa mirada oscura y carismática, inmediata y directa. Nunca se acostumbraría, era desolador verla así de trastornada, tan alejada de su habitual vivacidad, del modo en que le apoyaba a uno un dedo en el brazo mientras parloteaba con tono confiado sobre esta o aquella cosa fascinante…

Todo eso extrañamente imitado por esta criatura desesperada, que se inclinaba sobre el escritorio y empezaba a contarle con voz ronca la última escena del eterno drama que interpretaban ella y John, y por supuesto Frank. Al parecer se había enfadado con John por negarse a conseguir que unas multinacionales radicadas en Rusia apoyaran el desarrollo de asentamientos en la Cuenca de Hellas; siendo el punto más bajo de Marte sería el primero en beneficiarse de los nuevos cambios atmosféricos. La presión del aire en Punto Bajo, cuatro kilómetros por debajo del plano de referencia, sería siempre diez veces mayor que en la cumbre de los grandes volcanes, y tres veces mayor que en el plano de referencia. Iba a ser el primer lugar adecuado para los humanos, perfecto para el desarrollo de las colonias.

Pero, al parecer, John prefería trabajar a través de la UNOMA y los gobiernos. Y ése era uno de los muchos desacuerdos políticos que estaban trastornándolos, hasta el punto de que peleaban con bastante frecuencia por otras cosas, de poca importancia, cosas sobre las que no habían peleado nunca.

Observándola, Michel casi dijo: John quiere que estés irritada con él. No estaba seguro de lo que contestaría John a eso. Maya se frotó los ojos y apoyó la frente en la mesa, dejando al descubierto la nuca y los hombros anchos y esbeltos. Ella jamás se mostraría tan angustiada delante de cualquiera de la Colina; era una intimidad que había entre ellos, algo que sólo hacía con él. Era como sí ella se hubiera quitado la ropa. La gente no comprendía que la verdadera intimidad no tenía por qué ser necesariamente una relación sexual, que se podía tener con desconocidos y en un estado de absoluta alienación; la intimidad consistía en hablar durante horas sobre lo más importante en la vida de uno. Aunque era verdad que desnuda ella estaría hermosa. La recordó en la piscina, nadando estilo espalda con un bañador azul abierto muy por encima de las caderas. Una imagen mediterránea: él flotaba en el agua en Villefranche, todo inundado con la luz ambarina del crepúsculo, y miraba hacia la playa, donde hombres y mujeres paseaban desnudos, salvo por los triángulos de neón de los bañadores cache-sexe —mujeres con los pechos desnudos y la piel tostada, caminando en parejas como bailarinas a la luz del sol— y entonces los delfines aparecían entre las olas, surcando la superficie entre él y la playa, con lustrosos cuerpos negros redondeados como los cuerpos de las mujeres…

Pero ahora Maya hablaba de Frank. Frank, quien parecía tener un sexto sentido para entender los problemas entre John y Maya, y que acudía raudo al lado de Maya cada vez que captaba las señales, para pasear con ella y hablar de una visión de Marte progresista, estimulante, ambiciosa, todo lo que no era la de John.

—Frank es mucho más dinámico que John estos días, no sé por qué.

—Porque está de acuerdo contigo —dijo Michel. Maya se encogió de hombros.

—Sí, supongo que es eso lo que quiero decir. Pero tenemos la oportunidad de desarrollar aquí toda una civilización, la tenemos. Y John es tan… —Un suspiro hondo.— Y sin embargo lo amo, de verdad. Pero…

Habló durante un rato del pasado, de cómo la relación que habían tenido en el viaje la salvó de la anarquía (o por lo menos del tedio), de lo bueno que había sido para ella el carácter estable y tranquilo de John. De que se podía contar con él. De cuánto la había impresionado la fama de John, hasta el punto de que había creído que con esa relación ella sería parte de la historia del mundo. Pero ahora comprendía que de todas maneras sería parte de la historia del mundo, los cien primeros lo serían. Habló con una voz más rápida y vehemente:

—Ahora no necesito a John en ese aspecto, sólo por los sentimientos que despierta en mí, pero ya no estamos de acuerdo en nada y no tenemos mucho en común, y con Frank, que ha tenido la cautela de contenerse siempre en cualquier ocasión, coincidimos en casi todo, y yo mostré tanto entusiasmo que de nuevo le he transmitido la señal equivocada, así que volvió a hacerlo, ayer en la piscina él… él me abrazó, ya sabes, me tomó por los brazos… —cruzó los brazos sobre el pecho-… y me pidió que dejara a John para irme con él, algo que yo nunca haría, y él estaba temblando, y le dije que no podía, pero yo también temblaba.

—Y por eso luego estaba muy nerviosa, y había provocado una pelea con John, la había provocado de una forma tan descarada que él se había puesto furioso y se había marchado en rover a la galería de Nadia y había pasado la noche allí con el equipo de construcción; y Frank había bajado para hablar de nuevo con ella, y cuando ella (apenas) consiguió rechazarlo, Frank declaró que se iba a vivir al asentamiento europeo del otro lado del planeta, ¡él, que era la fuerza motriz de la colonia!— Y lo va a hacer de verdad, no es de los que hablan porque sí. Ha aprendido alemán con esa facilidad que tiene, los idiomas no son un problema para Frank.

Michel trató de concentrarse en lo que decía Maya. No era fácil, porque sabía bien que dentro de una semana todo cambiaría, toda la dinámica de ese pequeño trío se alteraría hasta parecer irreconocible. Por lo que le era difícil sentirse implicado. ¿Qué había de sus propios problemas? Eran más, mucho más graves, pero a él nadie lo escuchaba. Se paseó ante la ventana, arriba y abajo, tranquilizándola con las preguntas y comentarios de costumbre. El verdor del jardín interior era refrescante, hubiera podido ser un patio en Arles o Villefranche; recordó de pronto la estrecha plaza con la arcada de cipreses, cerca del palacio del Papa, en Aviñón, la plaza y los cafés terraza en el verano, justo después de la puesta de sol, tenían el color de Marte. Sabor a aceite de oliva y a vino tinto…

—Vayamos a dar un paseo —dijo de pronto. Era parte de la sesión de terapia.

Cruzaron el jardín y fueron a las cocinas, de modo que Michel pudo tomar un desayuno que en seguida olvidó; comidas, olvido, se dijo mientras iban a las antecámaras. Se enfundaron unos trajes, los probaron, pasaron a la antecámara, la despresurizaron, y abrieron la gran puerta exterior y salieron.

El frío de diamantes. Durante un rato se quedaron en las aceras que circundaban la Colina Subterránea, paseando por el depósito y las grandes pirámides de sal.

—¿Crees que alguna vez servirá de algo toda esta sal? —preguntó él.

—Sax aún está trabajando en el problema.

De vez en cuando Maya volvía a hablar de John y Frank. Michel hizo las preguntas que un programa psiquiatra habría hecho, Maya contestó como habría contestado un programa Maya. Las voces les sonaban justo en los oídos, la intimidad del intercomunicador.

Llegaron a la granja de líquenes, y Michel se detuvo a mirar las bandejas, a empaparse con su color intenso y vivo. Algas negras de nieve, y luego gruesas alfombras de liquen, en las que el alga simbiótica era una cepa verde azulada que Vlad había conseguido cultivar en solitario; liquen rojo, al que no parecía irle muy bien. Superfluo, en cualquier caso. Liquen amarillo, liquen verde oliva, uno que reproducía con exactitud la pintura de un acorazado. Un liquen escamoso blanco y verde lima… ¡verde viviente! Palpitaba en el ojo, una improbable y exuberante flor del desierto. Había oído que Hiroko decía, observando el cultivo: «Esto es viridilas», que era el latín para «capacidad de volver verde». La palabra había sido acuñada por una mística cristiana de la Edad Media, una mujer llamada Hildegarda. Vinditas, que ahora se adaptaba a las condiciones ambientales de Marte y se extendía lentamente sobre las tierras bajas del hemisferio septentrional. En los veranos meridionales lo hizo aún mejor; un día había llegado a soportar los 285 grados Kelvin, superando el récord anterior en doce grados. El mundo estaba cambiando, comentó Maya mientras caminaban por la planicie.

—Sí —dijo Michel, y no pudo evitar añadir—: Dentro de trescientos años tendremos temperaturas soportables.

Maya se rió. Se sentía mejor. Pronto volvería a estar serena, o por lo menos en camino hacia la euforia. Maya era lábil. La estabilidad-labilidad era la característica que Michel había estado estudiando últimamente entre los primeros cien; Maya representaba la labilidad extrema.

—Vayamos a ver la galería —dijo.

Michel aceptó, preguntándose qué podría suceder si tropezaban con John. Salieron en un todoterreno. Michel conducía el pequeño jeep y escuchaba a Maya. ¿Cambiaba la conversación cuando las voces estaban separadas de los cuerpos, plantadas justo en el oído de los oyentes a través de los micrófonos de los cascos? Era como si uno estuviera siempre al teléfono, incluso cuando estabas sentado junto a tu interlocutor, como si todo el tiempo estuvieras enviando un mensaje telepático.

El camino de cemento era llano, y Michel condujo el todoterreno a velocidad máxima, sesenta k/h. El aire tenue embestía contra el visor del casco. Todo ese CO2 que Sax quería sacar de la atmósfera. Necesitaría depuradoras potentes, más eficaces que los líquenes; necesitaría selvas, enormes selvas tropicales multihalofílicas, que capturaran inmensas cargas de carbono en los troncos, las hojas, la materia orgánica, la turba. Necesitaría ciénagas de turba de cien metros de profundidad, selvas tropicales de cien metros de altura. Eso es lo que había dicho. Bastaba que él abriese la boca para que la cara de Ann se crispara.

Quince minutos de viaje y llegaron a la galería de Nadia. El lugar aún estaba en construcción y tenía un aspecto tosco y desordenado, igual que la Colina Subterránea al principio, salvo que en mayor escala. Un largo montículo de tierra de color borgoña había sido extraída de la zanja que corría de este a oeste como la tumba del Gran Hombre.

Se quedaron en un extremo de la enorme zanja. Treinta metros de profundidad, treinta de ancho, un kilómetro de largo. La cara sur era ahora una pared de vidrio, y la cara norte estaba cubierta por un conjunto de espejos filtrantes, que se alternaban con mesocosmos de pared, tinajas de Marte o terrarios, todos unidos en una mezcla llamativa, como un tapiz del pasado y del futuro. La mayoría de los terrarios estaban poblados de abetos y alguna otra flora, y se parecían al gran bosque terrano de la decimosexta latitud. En otras palabras, al viejo hogar de Nadia Cherneshevski en Siberia. Michel se preguntó si ésta era quizá una señal de que ella tenía la misma enfermedad. ¿Se atrevería a pedirle que le construyera un Mediterráneo?

Nadia estaba trabajando en un bulldozer. Era una mujer con su propia clase de viriditas. Se detuvo y se acercó a hablar brevemente con ellos. El proyecto progresaba, les informó. Era sorprendente lo que se podía hacer con los vehículos robot que la Tierra todavía enviaba. El bulevar ya estaba terminado y habían plantado una gran variedad de árboles, incluyendo una cepa de secoya enana que ya tenía treinta metros de altura, casi tanto como la galería. Ya habían construido y aislado los tres niveles de cámaras abovedadas al estilo de la Colina Subterránea. Hacía muy poco que habían sellado el asentamiento y lo habían calentado y presurizado, de modo que era posible trabajar dentro sin trajes. Los tres pisos estaban construidos uno encima de otro sobre arcadas cada vez más pequeñas, que le recordaban a Michel el Pont du Gard; por supuesto, aquí toda la arquitectura era de inspiración romana, por lo que no tendría que sorprenderse. Sin embargo, los arcos eran más amplios y ligeros. Más delicados gracias a la g marciana.

Nadia volvió al trabajo. Una persona muy sosegada. Estable, todo lo opuesto a lábil. Moderada, reservada, introvertida. No podría parecerse menos a su vieja amiga Maya, y era bueno para Maya estar cerca de ella. El extremo opuesto de la escala le impedía salir volando. Le servia como ejemplo. Y en este encuentro Maya copiaba el tono de voz tranquilo de Nadia. Y cuando Nadia regresó al trabajo, Maya conservó algo de esa serenidad.

—Echaré de menos la Colina Subterránea cuando nos mudemos aquí —dijo ella—. ¿Tú no?

—No creo —repuso Michel—. Este lugar será mucho más soleado. — Los tres niveles del nuevo habitat se abrirían sobre el alto bulevar y tendrían balcones amplios y escalonados en el lado por donde entraría el sol, de modo que aunque toda la estructura daría al norte y sería más profunda que la Colina Subterránea, los espejos heliotrópicos filtrantes del otro lado de la zanja derramarían luz sobre ellos desde el amanecer hasta el crepúsculo.— Me alegrará mudarme, de veras. Hemos necesitado este espacio desde el principio.

—Pero no lo tendremos todo para nosotros. Habrá gente nueva aquí.

—Sí. Pero eso nos dará un espacio de otra clase. Ella dijo con aire pensativo:

—Igual que la marcha de John y Frank.

—Sí. Pero ni siquiera eso tiene que ser malo. —En una sociedad mayor, le dijo, la atmósfera claustrofóbica y aldeana de la Colina comenzaría a disiparse; esto daría una mejor perspectiva de ciertas cosas. Michel titubeó antes de continuar, no sabiendo muy bien cómo decirlo. La sutileza era peligrosa cuando los dos se expresaban en un segundo idioma y tenían lenguas nativas diferentes; las posibilidades para el malentendido eran demasiado reales.— Tienes que aceptar la idea de que quizá no quieres elegir entre John y Frank. De que en realidad los quieres a los dos. En el contexto de esta sociedad de los primeros cien eso parece escandaloso. Pero en un mundo más grande, con el tiempo…

—¡Hiroko mantiene a diez hombres! —exclamó Maya con furia.

—Sí, y tú también. Tú también. Y en un mundo más grande, nadie lo sabrá ni a nadie le importará.

Siguió dándole ánimo, diciéndole que era poderosa, que (empleando los términos de Frank) era la mujer alfa del equipo. Ella rechazó sus argumentos y lo obligó a continuar con las alabanzas hasta que al fin pareció satisfecha, y él pudo sugerir que volvieran a casa.

—¿No crees que será una verdadera conmoción tener gente nueva por aquí? Gente distinta. —Conducía ella, y cuando se volvió a preguntárselo, casi se salió de la carretera.

—Supongo. —Ya había grupos en Borealis y Acidalia, y las cintas de vídeo en que aparecían habían conmocionado la Colina, podías verlo en la cara de la gente. Como si hubieran descendido alienígenas del espacio. Pero hasta ahora sólo Ann y Simón habían conocido a algunos; se habían encontrado con una expedición de rovers al norte de Noctis Labyrinthus.— Ann dijo que era como si alguien hubiera salido del televisor.

—Mi vida es algo así —comentó Maya con tristeza.

Michel enarcó las cejas, sorprendido. El programa Maya no habría dicho eso.

—¿Qué quieres decir?

—Oh, ya sabes. La mitad del tiempo todo esto parece una gran simulación, ¿no crees?

—No. —Michel reflexionó un instante.— No lo creo.

En verdad, era demasiado real: el frío subiendo a través del asiento del rover hasta penetrar en lo más hondo de la carne, ineludiblemente real, ineludiblemente frío. Quizá ella como rusa no lo apreciara. Pero siempre, siempre hacía frío. Incluso en pleno día en el solsticio de verano, con el sol en lo alto como la puerta abierta de un horno llameando en el cielo color arena, la temperatura no pasaba de los 260 grados Kelvin, 15 grados centígrados bajo cero, lo suficientemente frío como para atravesar el tejido de un traje y convertir cada movimiento en pequeñas punzadas de dolor. Al acercarse a la Colina Subterránea, Michel sintió que el frío atravesaba la tela y le entraba en el cuerpo, y sintió el aire oxigenado demasiado frío que salía de la boquilla y le penetraba en los pulmones; alzó la vista al horizonte de arena y al cielo de arena y dijo para sus adentros: Soy una serpiente de cascabel de lomo de diamantes arrastrándome por un desierto rojo de piedrafría y polvo seco. Algún día mudaré mi piel como un Ave Fénix en llamas para convertirme en una nueva criatura solar, para andar desnudo por la playa y chapotear en el agua salada y tibia…

De vuelta en la Colina Subterránea, activó el programa psiquiatra y le preguntó a Maya si se sentía mejor, y ella pegó su visor al de él, echándole una mirada que era como un beso.

—Sabes que sí —le dijo la voz de ella en el oído. Él asintió.

—Entonces creo que iré a dar otro paseo —dijo él, pero no preguntó:

¿Y qué hay de mí? ¿Qué hará que me sienta mejor?

Ordenó a sus piernas que se movieran y se fue. La desolada planicie que rodeaba la base parecía una visión salida de alguna devastación postholocausto, un mundo de pesadilla; no obstante, no quería regresar a su pequeña madriguera de luz artificial y aire calentado y colores cuidadosamente desplegados, colores que en su mayor parte había elegido él mismo, de acuerdo con los últimos avances en la teoría del estado de ánimo y el color, teoría que, ahora comprendía, estaba basada en ciertos supuestos elementales que de hecho no se aplicaban aquí. Los colores estaban todos mal o, peor, eran irrelevantes. Empapelado para las paredes del infierno.

La frase se abrió paso hasta sus labios. Empapelado para las paredes del infierno. Empapelado para las paredes del infierno. Como de todos modos iban a volverse locos… Sin duda había sido un error enviar a un solo psiquiatra. Los terapeutas de la Tierra también seguían una terapia, era parte necesaria del trabajo. Pero su terapeuta estaba en Niza, a una distancia de no más de quince minutos, y Michel hablaba con él, y él no podía ayudarlo. Él no comprendía, no podía; vivía donde todo era cálido y azul, tenía libertad de salir al exterior, y (suponía Michel) una salud mental razonable. Mientras que Michel era el médico del hospicio en una prisión infernal, y el médico estaba enfermo.

No había podido adaptarse. La gente difería en ese sentido, era una cuestión de temperamento. Maya, que caminaba hacia la puerta de la antecámara, tenía un temperamento muy distinto, lo que de algún modo la ayudaba a que allí se sintiera realmente en casa. No creía que ella reparara mucho en su entorno. Y, sin embargo, en otros aspectos, él y ella eran parecidos, como podía verse en el índice de labilidad-estabilidad y la emotividad de cada uno; los dos eran lábiles, pero no obstante, tenían personalidades básicas muy diferentes; el índice de labilidad— estabilidad tenía que ser estudiado junto con una serie muy distinta de características: las agrupadas bajo las etiquetas extraversión e introversión, una estructura que ahora tenía siempre en cuenta.

Mientras caminaba hacia el Cuartel de los Alquimistas, acomodó los acontecimientos de la mañana en la cuadrícula de este nuevo sistema carácter lógico. La extraversión-introversión era una de las cuestiones psicológicas más estudiadas, con abundante cantidad de testimonios, de distintas culturas que confirmaban la realidad objetiva del concepto. No como una dualidad simple, claro está; uno no etiquetaba a una persona simplemente como esto o aquello; la situaba en una escala, clasificándola según ciertas características, como sociabilidad, impulsividad, inconstancia, locuacidad, expansividad, actividad, vivacidad, excitabilidad, optimismo, y así sucesivamente. Las investigaciones fisiológicas habían revelado que la extraversión estaba vinculada a estados de reposo de baja excitación cortical; al principio a Michel le había sonado como una conclusión reaccionaria, pero luego recordó que el córtex inhibe los centros inferiores del cerebro, de modo que la baja excitación cortical permite el comportamiento más desinhibido del extravertido, mientras que la alta excitación cortical es inhibidora y conduce a la introversión. Esto explicaba por qué beber alcohol, un sedante que reduce la excitación cortical, puede llevar a un comportamiento más exaltado y desinhibido.

De modo que el origen de todas las características del extravertido— introvertido, y de todo lo que se llama carácter, se encontraba en un grupo de células del tronco cerebral llamado sistema reticular ascendente de activación, la zona que en última instancia determinaba los niveles de excitación cortical. Así pues, éramos llevados a rastras por la biología. No tendría que haber una cosa como el destino: Ralph Waldo Emerson, un año después de que muriera su hijo de seis años. Pero biología era destino.

Y en el sistema de Michel había más; el destino, después de todo, no era un simple esto o aquello. Recientemente había empezado a considerar el índice Wenger de equilibrio autónomo, que empleaba siete variables distintas para determinar si un individuo estaba dominado por las ramas simpática o parasimpática del sistema nervioso autónomo. La rama simpática responde a los estímulos exteriores y alerta al organismo para que entre en acción, de modo que los individuos dominados por esta rama eran excitables; la parasimpática, por otra parte, habitúa el organismo alertado a los estímulos, y lo restituye a su equilibrio homeostático; los individuos dominados por esta rama eran tranquilos. Duffy había sugerido llamar a esas dos clases de individuos lábiles y estables, y esa clasificación, aunque no tan famosa como la de extraversión e introversión, tenía el mismo respaldo sólido de la evidencia empírica, y era igualmente útil para comprender la diversidad de temperamentos.

Pues bien, ningún sistema de clasificación revelaba al investigador la naturaleza de la personalidad estudiada. Los términos, tan generales, recopilaciones de tantas características, no parecían muy útiles para el diagnóstico, en especial si se tenía en cuenta que ambos eran curvas gaussianas de la población actual.

Pero si se combinaban los dos sistemas, la cosa empezaba en verdad a ser interesante.

No era un problema fácil, y Michel había pasado una buena cantidad de tiempo ante la pantalla de su computadora bosquejando una combinación tras otra, usando los dos sistemas distintos como los ejes x e y de diversos gráficos, que no le habían revelado mucho. Pero luego comenzó a mover los cuatro términos alrededor de los puntos iniciales de un rectángulo semántico de Greimas, un esquema estructuralista de linaje alquímico que proponía que la mera dialéctica no bastaba para descubrir la verdadera complejidad de cualquier grupo de conceptos relacionados; el concepto «no-X» no era en absoluto igual que «anti-X», tal como se veía en seguida. Así que la primera fase se indicaba por lo habitual con los cuatro términos, S, —S, S y —S., en un sencillo rectángulo:



Así pues —S era una simple no-S, y S era la más fuerte anti-S; mientras que —S era para Michel la enloquecida negación de una negación, o bien la neutralización de una oposición inicial o la unión de las dos negaciones; en la práctica, esto seguía siendo misterioso, pero a veces se volvía diáfano, como una idea que completaba a la perfección la unidad conceptual, como en uno de los ejemplos de Greimas:



El siguiente paso en la complicación del diseño, el paso en el que a menudo combinaciones nuevas revelaban relaciones estructurales nada obvias a primera vista, era trazar otro rectángulo que encerrara al primero en ángulos rectos, así:



Y Michel había mirado con asombro ese esquema, poniendo extraversión, introversión, labilidad y estabilidad en las cuatro primeras esquinas, y estudiando las posibles combinaciones. De pronto todo se aclaró, como si un caleidoscopio hubiera mostrado por accidente la representación de una rosa. Porque tenía perfecto sentido: había extravertidos que eran excitables y extravertidos que eran equilibrados; había introvertidos que eran muy emocionales, y otros que no lo eran. De inmediato fue capaz de pensar en ejemplos de los cuatro tipos entre los colonos.

Al pensar en los nombres que daría a esas categorías combinadas, tuvo que reírse. ¡Increíble! En el mejor de los casos, era irónico descubrir que había usado los resultados del pensamiento psicológico de un siglo y algunas de las más recientes investigaciones de laboratorio en psicofisiología, por no mencionar un conjunto complicado del aparato de la alquimia estructuralista, todo para acabar reinventando el antiguo sistema de los humores. Pero ahí estaba; a eso se reducía. Era evidente que a la combinación del norte, extravertida y estable, Hipócrates, Galeno, Aristóteles, Trismegisto, Wundt y Jung la habrían llamado sanguínea; el punto oeste, extravertido y lábil, era colérico; el del este, introvertido y estable, era flemático; y en el sur, introvertido y lábil, ¡por supuesto, la definición misma del melancólico! ¡Sí, todos encajaban a la perfección! La explicación fisiológica de Galeno para los cuatro temperamentos era errónea, desde luego, y la bilis, la cólera, la sangre y la flema ahora habían sido sustituidas como agentes causales por el sistema reticular ascendente de activación y el sistema nervioso autónomo; ¡pero las verdades de la naturaleza humana se habían mantenido firmes! Y los poderes de la perspicacia psicológica y de la lógica analítica de los primeros médicos griegos habían sido igual de fuertes, o más bien, mucho más fuertes que aquellos de cualquiera de las generaciones que vinieron después, cegadas por una acumulación a menudo inútil de conocimientos; y así las categorías habían perdurado y eran reafirmadas, época tras época.



Michel se encontró en el Cuartel de los Alquimistas. Se esforzó en prestarle atención. Aquí los hombres usaban del conocimiento arcano para hacer diamantes del carbono, y lo hacían con tanta facilidad y precisión que todos los vidrios de sus ventanas estaban revestidos con una capa molecular de diamante que los protegía del polvo corrosivo. Las grandes pirámides blancas de sal (la pirámide, una de las grandes formas del conocimiento antiguo) estaban cubiertas de capas de diamante puro. Y el proceso de revestimiento monomolecular de diamante era sólo una de los miles de operaciones alquímicas que se llevaban a cabo en aquellos edificios bajos.

En años recientes los edificios habían adquirido un cierto aire musulmán, las paredes de ladrillos blancos exhibiendo ecuación tras ecuación, todas representadas en una fluida caligrafía negra de mosaicos. Michel se encontró con Sax, que estaba cerca de la ecuación de velocidad exhibida en la pared de la factoría de ladrillos, y pasó a la frecuencia común.

—¿Puedes convertir el plomo en oro?

El casco de Sax se ladeó con curiosidad.

—Vaya, pues no —dijo—. Son elementos. Sería difícil. Deja que lo piense.

Saxifrage Russell. El flemático perfecto.

La ubicación de los cuatro temperamentos en el rectángulo semántico mostraba de inmediato algunas de las relaciones estructurales básicas, lo que luego ayudaba a Michel a ver atracciones y antagonismos bajo una nueva luz. Maya era lábil y extravertida, claramente colérica, y también Frank; y ambos eran líderes, y ambos sentían una mutua atracción. Sin embargo, al ser los dos coléricos, la relación también tenía una vertiente volátil, y esencialmente de repulsión, como si reconocieran en el otro exactamente lo que no les gustaba de sí mismos.

Y de ahí el amor de Maya por John, quien claramente era sanguíneo, con una extraversión similar a la de Maya, pero mucho más estable emocionalmente, hasta el punto de la placidez. De modo que la mayor parte del tiempo él le daba a ella una gran paz, como un ancla en la realidad… que en ocasiones hacía que se sintiera rencorosa. ¿Y la atracción de John por Maya? Tal vez la atracción de lo impredecible; la pimienta en una felicidad cordial y suave. Claro, ¿por qué no? No puedes hacer el amor con tu fama. Aunque algunas personas lo intentan.

Sí, había un montón de sanguíneos entre los primeros cien. Probablemente los criterios psicológicos para la selección de la colonia apuntaban a este tipo. Arkadi, Úrsula, Phyllis, Spencer, Yeli… Sí. Y siendo la estabilidad la cualidad más apreciada, era natural que también hubiera un montón de flemáticos entre ellos: Nadia, Sax, Simón Frazier, quizá Hiroko —el hecho de que con ella uno nunca pudiera estar seguro, apoyaba esa conjetura—, Vlad, George, Alex.

Era obvio que los flemáticos y los melancólicos no congeniarían, siendo los dos introvertidos y amigos de la soledad, y el lábil impredecible desconcertaría al estable, de modo que se apartarían, como Sax y Ann.

No había muchos melancólicos entre ellos. Ann, sí; y tal vez por su misma estructura cerebral, aunque no había que olvidar que la habían maltratado de niña. Se había enamorado de Marte por la misma razón por la que Michel lo odiaba: porque estaba muerto. Y Ann estaba enamorada de la muerte.

Algunos de los alquimistas también eran melancólicos. Y por desgracia, el mismo Michel. Tal vez cinco en total. Y a pesar de la posición que ocupaban en cualquiera de los dos ejes, habían sido seleccionados contra todo pronóstico, ya que el comité de selección no consideraba deseables ni la labilidad ni la introversión. Sólo gente inteligente, capaz de ocultar al comité su naturaleza real, podría haber pasado esas pruebas, gente con un gran control sobre su persona, esas máscaras más grandes que la vida que ocultan todas las feroces contradicciones internas. Tal vez sólo un cierto tipo había sido seleccionado para la colonia, con una amplia variedad de personajes detrás. ¿Era cierto? Los comités de selección habían exigido imposibles, era importante recordarlo. Habían querido gente estable y que al mismo tiempo desearan ir a Marte con tanta pasión y monomanía que estaban dispuestos a esforzarse durante años para alcanzar esa meta. ¿Era eso coherente? Querían extravertidos y científicos brillantes que habían tenido que dedicarse a los estudios solitarios durante años y años. ¿Era eso coherente? ¡No! Jamás. Y la lista era larga. Habían creado una contradicción tras otra, ¡y no era de extrañar que los primeros cien se hubieran escondido de ellos, los hubieran odiado! Recordó con un escalofrío aquel momento de la gran tormenta solar en el Ares, cuando todos se habían dado cuenta de las mentiras y ocultaciones a las que habían recurrido, cuando todos se habían vuelto y lo habían mirado con una furia contenida, como si todo fuera culpa suya, como si él representara a toda la psicología y hubiera maquinado los criterios y supervisado las pruebas. ¡Cómo se había encogido en ese momento, qué solo se había sentido! Se había sobresaltado, se había asustado tanto que no había sido capaz de pensar con suficiente rapidez y confesar que también él había mentido, ¡por supuesto que sí, más que cualquiera!

Pero ¿por qué había mentido?, ¿por qué?

No conseguía recordarlo. La melancolía como un fallo de la memoria, una aguda percepción de la irrealidad de un pasado inexistente… Era un melancólico: retraído, incapaz de dominar sus sentimientos, con tendencia a la depresión. No tendrían que haberlo elegido, y ahora no podía recordar por qué había luchado tanto para que lo eligieran. El recuerdo había desaparecido, abrumado quizá por las imágenes intensas, dolorosas, fragmentadas de la vida que había llevado mientras esperaba poder ir a Marte. Tan minúsculas y tan preciosas; los atardeceres en los parques, los días de verano en las playas, las noches en las camas de las mujeres. Los olivos de Aviñón. La llama verde del ciprés.

Se dio cuenta de que había salido del Cuartel de los Alquimistas y estaba ahora al pie de la Gran Pirámide de Sal. Subió despacio los cuatrocientos escalones, apoyando con cuidado los pies en las almohadillas azules antideslizantes. Cada escalón le daba una vista más amplia de la Planicie de la Colina, que era siempre el mismo montón de rocas agostadas y áridas. Desde el blanco pabellón de la plaza en la cima de la pirámide sólo se podía ver Chernobil, y el espaciopuerto. Aparte de eso, nada. ¿Por qué había venido aquí? ¿Por qué había trabajado con tanto ahínco para llegar a Marte, sacrificando tantos placeres de la vida, la familia, el hogar, el ocio, el juego…? Sacudió la cabeza. Hasta donde podía recordar, eso era sencillamente lo que había querido hacer, la definición de su vida. Una compulsión, una vida con un objetivo, ¿cómo podía distinguirse la diferencia? Noches iluminadas por la luna en la aromática arboleda de olivos, la tierra salpicada de pequeños círculos negros y el roce electrizante y cálido del mistral agitando las hojas en veloces y suaves ráfagas, echado de espaldas, con los brazos en cruz, las hojas titilando en plata y gris bajo el negro cuenco de estrellas; y una de esas estrellas siempre estaba presente, débil, roja, y él la buscaba y la contemplaba, allí entre las hojas de los olivos barridas por el viento; ¡y sólo tenía ocho años! Dios mío, ¿quiénes eran? ¿Qué eran? ¡Nada lo explicaba, nada explicaba por qué habían venido! Habría sido como intentar explicar por qué habían pintado en Lascaux, por qué habían levantado catedrales de piedra. Por qué los pólipos coralinos construían arrecifes.

Había tenido una juventud corriente, se mudaba a menudo, perdió los amigos que hizo, fue a la Universidad de París a estudiar psicología, se doctoró con un trabajo sobre la depresión en las estaciones espaciales y se puso a trabajar para Ariane, y luego para Glavkosmos. Por el camino se casó y se divorció: Francoise había dicho que él «no estaba allí». Todas aquellas noches con ella en Aviñón, todos aquellos días en Villefranche-sur-Mer, viviendo en el lugar más hermoso de la Tierra, ¡y él deambulando siempre en una neblina de deseo por estar en Marte! ¡Era absurdo! Peor aún, era estúpido. Un fallo de la imaginación, del recuerdo, en última instancia de la misma inteligencia: no había sido capaz de ver lo que tenía, o de imaginar lo que iba a recibir. Y ahora estaba pagándolo, atrapado en un campo de hielo en la noche ártica con noventa y nueve extranjeros, ninguno de los cuales hablaba un mediano francés. Había sólo tres que podían intentarlo, y el francés de Frank era peor que no saber ninguno, como escuchar a alguien que atacara la lengua con un hacha.

La ausencia de la lengua propia de su pensamiento lo había empujado a ver programas de la televisión francesa, lo que sólo exacerbaba su dolor. Todavía grababa monólogos en vídeo y se los enviaba a su madre y a su hermana para que ellas contestaran de la misma manera; los veía a menudo, más atento al telón de fondo que a sus parientes. Incluso mantuvo algunas conversaciones en vivo con periodistas, aguardando con impaciencia entre los intercambios. Esas entrevistas dejaban bien claro que era una celebridad en Francia, un nombre conocido, y que se empeñaba en dar siempre respuestas convencionales, interpretando el personaje de Michel Duval, ejecutando el programa Michel Duval. A veces cancelaba consultas con los colonos cuando su estado de ánimo era el de escuchar francés; ¡que coman inglés! Pero esos incidentes le acarrearon una reprimenda severa de Frank, y una conferencia de Maya. ¿Tenía exceso de trabajo? Por supuesto que no; sólo noventa y nueve personas a las que mantener cuerdas, mientras al mismo tiempo se paseaba por una Provenza mental, por escarpadas laderas de colinas cubiertas de árboles, con viñedos, granjas, torres y monasterios en ruinas, en un paisaje vivo, un paisaje mucho más hermoso y humano que el yermo pedregoso de esta realidad…


Estaba en la sala de televisión. Al parecer, había regresado al interior de la Colina, aún perdido en sus pensamientos. Pero no podía recordarlo; se imaginaba aún en la cima de la Gran Pirámide; y de pronto había parpadeado y estaba en la sala de televisión (todos los asilos las tienen), observando la imagen de vídeo de una pared del cañón Marineris, cubierto de líquenes.

Tuvo un escalofrío. Había vuelto a ocurrir. Había perdido contacto con el mundo, se había ido, y había vuelto más tarde. Ya le había pasado una docena de veces. Y no se trataba sólo de que estuviese perdido en sus pensamientos; estaba enterrado en ellos, muerto para el mundo. Miró alrededor del cuarto, temblando convulsivamente. Ya estaban en Ls=5, el comienzo de la primavera septentrional, y el sol bañaba las paredes occidentales de los grandes cañones. Como al fin y al cabo todos iban a volverse locos…

Luego ya estaban en Ls=157, y 152 grados habían pasado en un borrón de tele-existencia. Disfrutaba del sol en el patio de la villa junto al mar que tenía Francoise en Villefranche-sur-Mer, mirando los techos de tejas y las columnas de terracota y una pequeña piscina turquesa, todo sobre el fondo de cobalto del Mediterráneo. Un ciprés se erguía como una llama verde al borde de la piscina, oscilando bajo la brisa y envolviéndolo en su perfume. A lo lejos, el promontorio verde de una península…

Salvo que en realidad estaba en la Primera Colina, por lo general llamada la trinchera, o la galería de Nadia, sentado en un balcón. Detrás de él la pared de vidrio y los espejos refractarios guiaban hasta el vestíbulo la luz que venía de la Cote D’Or. Tatiana Durova había muerto en un accidente en el que un robot volcó una grúa, y Nadia estaba desconsolada. Pero el dolor resbala sobre nosotros, pensó Michel sentado junto a ella, como la lluvia sobre las alas de un pato. Con el tiempo Nadia mejoraría. Mientras tanto, no había nada que hacer. ¿Es que creían que era un hechicero? ¿Un sacerdote? Si eso fuera verdad, ya se habría curado a sí mismo, habría curado a todo ese mundo, o mejor aún, habría atravesado el espacio volando a casa. ¿No sería todo un acontecimiento, presentarse en la playa de Antibes y decir: «Bon-jour, soy Michel, he vuelto a casa»?

Ahora estaban en Ls=190, y él era un lagarto en la cima del Pont du Gard, echado sobre las láminas de roca estrecha y rectangular del acueducto, que corría en línea recta muy por encima del desfiladero. Había mudado la piel de diamante del lomo, que le había resbalado por la cola, y el sol caliente le quemaba la piel nueva en franjas entrecruzadas. Pero en realidad estaba en la Colina Subterránea, en el jardín interior, y Frank se había marchado a vivir con los japoneses que habían aterrizado en Argvre, y Maya y John se peleaban por sus cuartos y por el lugar que albergaría el cuartel general de la UNOMA; y Maya, más hermosa que nunca, lo perseguía por el jardín, implorándole ayuda. Él y Marina Tokareva habían dejado de vivir juntos hacía casi un año marciano —ella había dicho que él no estaba allí—, y mirando a Maya, Michel se descubrió imaginándola como amante, pero por supuesto eso era una locura, ella era una russalka, había dormido con jefes y cosmonautas de Glavkosmos para abrirse camino en el sistema y se había vuelto amargada e impredecible; ahora usaba el sexo para hacer daño; para ella el sexo sólo era otro tipo de diplomacia, sería una locura complicarse con ella en ese aspecto, verse arrastrado al vórtice de su sistema límbico.

¿Por qué no enviar directamente a gente loca…?

Pero ahora estaban en Ls=241. Paseaba por el parapeto de piedra caliza de Les Baux, inspeccionando las cámaras ruinosas de la ermita medieval. Caía el crepúsculo y la luz tenía un curioso tono anaranjado marciano; la piedra caliza brillaba y todo el pueblo y la brumosa planicie que concluía en la franja de acero y bronce del Mediterráneo parecían tan inverosímiles como un sueño… Salvo que era un sueño, y despertó, y se encontró de regreso en la Colina Subterránea. Phyllis y Edvard acababan de volver de una expedición, y Phyllis se reía y les mostraba un terrón amarillento.

—Estaban diseminadas por todo el cañón —dijo riéndose—, pepitas de oro del tamaño de un puño.

Luego se encontró caminando por los túneles hacia el garaje. El psiquiatra de la colonia, teniendo visiones, cayendo en lagunas de conciencia, lagunas de memoria. ¡Médico, cúrate a ti mismo! Pero no podía. Se había vuelto loco de nostalgia. Nostalgia: tenía que haber un término más apropiado, una etiqueta científica que lo legitimase, que lo hiciera real para otros. Pero él ya sabía que era real. Extrañaba tanto la Provenza que a veces sentía que le faltaba el aire. Era en verdad como el dedo de Nadia, una parte de ella que habían arrancado, los nervios fantasmas aún palpitando de dolor.

¿…Y así ahorrarles el problema? Él tiempo pasaba. El programa Michel iba de un lado a otro, una persona hueca, vacía por dentro, sólo una especie de homúnculo diminuto que desde el cerebelo teleoperaba la cosa.

La noche del segundo día de Ls=266 se fue a la cama. Estaba muerto de cansancio aunque no había hecho nada, completamente exhausto y consumido; acostado en la oscuridad de su cuarto, no fue capaz de dormir. La cabeza le daba vueltas; era muy consciente de lo enfermo que estaba. Deseó poder dejar de fingir y reconocer que había perdido, encerrarse en una institución mental. Volver a casa. No podía recordar casi nada de las semanas previas más recientes… ¿o quizá se trataba de mucho más tiempo? No estaba seguro. Se echó a llorar.

La puerta se abrió con un leve ruido metálico y desde el corredor entró un haz de luz, sin nada que la bloqueara. No había nadie allí.

—¿Hola? —dijo, tratando de que las lágrimas no se le notaran en la voz—. ¿Quién es?

La respuesta le sonó justo en el oído, como si procediera del intercomunicador de un casco:

—Ven conmigo —dijo la voz de un hombre.

Michel se echó bruscamente hacia atrás y chocó con la pared. Alzó los ojos y distinguió entonces una silueta negra.

—Necesitamos que nos ayudes —le susurró la figura. Una mano le agarró el brazo mientras él se pegaba más a la pared.— Y tú necesitas que nosotros te ayudemos. —Una sonrisa se insinuó en aquella voz, que Michel no reconocía.

El miedo lo lanzó a un mundo nuevo. De pronto veía mucho mejor; se le ocurrió que el visitante le había abierto de golpe las pupilas como el diafragma de una cámara. Era un hombre delgado y de piel oscura. Un desconocido. El asombro superó al miedo, y se levantó y se movió entre las sombras con una rara precisión, se puso unas zapatillas y luego, ante la insistencia del hombre, lo siguió al pasillo, sintiendo la ligereza de la g marciana por primera vez en años. El pasillo rebosaba de luz gris, aunque sólo estaban encendidas las líneas nocturnas del suelo. El hombre lucía unas trenzas cortas, negras y tiesas, que le daban un aire de erizo. Era bajo, delgado, de cara estrecha. Un desconocido, no cabía duda. Un intruso de una de las nuevas colonias del hemisferio meridional, pensó. Pero el hombre lo conducía por la Colina Subterránea como si fuera un lugar conocido, moviéndose en completo silencio. En verdad no había un solo sonido en toda la Colina Subterránea, como si fuera una película muda. Miró su pantalla de muñeca; estaba en blanco. El lapso marciano. Quiso decir: «¿Quién eres?», pero el silencio era demasiado profundo. Articuló las palabras en silencio y el hombre se volvió y lo miró con ojos de un blanco luminoso; las fosas de la nariz eran como anchos y negros agujeros. «Soy el polizón», articuló en silencio, y sonrió. Michel vio entonces que tenía unos colmillos descoloridos; eran de piedra. Dientes de piedra marciana. Agarró a Michel por el brazo. Iban hacia la antecámara de la granja.

—Necesitamos cascos ahí afuera —susurró Michel de pronto, deteniéndose.

—Esta noche no.

El hombre abrió la puerta de la antecámara, pero Michel no sintió ni una brizna de aire a pesar de que el otro lado también estaba abierto. Pasaron y caminaron entre las hileras de follaje oscuras y densas, y el aire era cálido. Hiroko se pondrá furiosa, pensó Michel.

El guía había desaparecido. Michel vislumbró cierto movimiento delante y oyó una risa cristalina, como la de un niño. De pronto se le ocurrió que la ausencia de niños explicaba la sensación de esterilidad que pesaba sobre la colonia; eran capaces de construir edificios, de cultivar plantas pero, no obstante, sin niños esa sensación estéril lo impregnaba todo. Muy asustado, siguió caminando hacia el centro de la granja. El aire era cálido y húmedo y olía a tierra mojada, fertilizantes y follaje. La luz centelleaba sobre miles de superficies de hojas, como si las estrellas hubieran atravesado el techo y se amontonaran alrededor. Hileras de maíz crepitaban, y el aire se le subía a la cabeza como si fuera brandy. Pies pequeños corrían detrás de los estrechos arrozales: aun en la oscuridad el arroz era de un intenso verde negruzco, y ahí entre los arrozales había caras menudas, sonrientes, que desaparecían cuando se volvía a mirarlas. La sangre le afluyó a la cara y las manos, se le convirtió en fuego. Retrocedió tres pasos, y se volvió. Dos niñas pequeñas y desnudas bajaban por el sendero hacia él: cabellos negros, piel oscura, de unos tres años. Los ojos orientales brillaban en la penumbra; lo miraron con caras solemnes. Lo tomaron de las manos y él dejó que lo llevaran por el sendero, bajando la cabeza y mirando primero a una y luego a la otra. Alguien había decidido actuar contra la esterilidad. Mientras marchaban, otros niños desnudos salieron de entre los arbustos y se apiñaron en torno, niños de uno y otro sexo, algunos un poco más oscuros o claros que las primeras dos, la mayoría del mismo color, todos de la misma edad. Nueve o diez escoltaron a Michel hasta el centro de la granja, corriendo a su alrededor con un rápido trote. Y allá en el centro del laberinto había un claro pequeño, en ese momento ocupado por cerca de una docena de adultos, todos desnudos, sentados en un círculo desigual. Los niños corrieron hacia los adultos, los abrazaron y se sentaron en sus rodillas. Las pupilas de Michel se dilataron aún más bajo el nimbo de la luz de las estrellas y el destello de las hojas, y reconoció a miembros del equipo de la granja: Iwao, Raúl, Ellen, Rya, Gene, Evgenia, todo el equipo excepto Hiroko.

Al cabo de un rato, vacilando, Michel se quitó las zapatillas, se desnudó, puso las ropas sobre las zapatillas, y se sentó en el círculo. No sabía en qué estaba participando, pero no importaba. Algunas de las figuras lo saludaron con un movimiento de cabeza, y Ellen y Evgenia, sentadas una a cada lado, le tocaron los brazos. De repente los niños se pusieron de pie y corrieron juntos por uno de los pasillos, chillando y riéndose. Regresaron apiñados alrededor de Hiroko, quien entonces penetró en el círculo como una forma desnuda recortada en la oscuridad. Seguida por los niños, lentamente recorrió el círculo, vertiendo de sus puños extendidos un poco de tierra en las manos tendidas de cada uno. Michel clavaba los ojos en la piel lustrosa de Hiroko y alzó las palmas con Ellen y Evgenia cuando ella se acercó. Una noche en la playa de Villefranche había pasado junto a un grupo de mujeres africanas que chapoteaban en las olas fosforescentes, agua blanca contra piel negra centelleante…

La tierra que tenía en las manos estaba tibia y olía a moho.

—Este es nuestro cuerpo —dijo Hiroko.

Se encaminó al otro lado del círculo, le dio a cada niño un puñado de tierra y los envió a sentarse con los adultos. Ella se sentó delante de Michel y se puso a cantar en japonés. Evgenia se inclinó y le susurró una traducción o una explicación al oído. Estaban celebrando la areofanía, una ceremonia que habían creado juntos bajo la guía e inspiración de Hiroko. Era una especie de religión del paisaje, una toma de conciencia de Marte como espacio físico impregnado de kami, que era la energía espiritual presente en la tierra. El kami se manifestaba con más claridad en ciertos objetos extraordinarios del paisaje: columnas de piedra, deyecciones aisladas, riscos escarpados, el interior de cráteres extrañamente lisos, las anchas y circulares cimas de los grandes volcanes. Esas expresiones intensificadas del kami de Marte tenían un análogo terrano en los mismos colonos, la fuerza que Hiroko llamaba viuditas, esa fuerza interior fructífera que tiene la capacidad de volver verde y que sabe que el mundo salvaje es sagrado. Kami, viriditas; era la combinación de esas fuerzas sagradas lo que permitiría que la existencia de los humanos tuviera allí sentido.

Cuando Michel oyó que Evgenia susurraba la palabra «combinación», todos los términos encajaron de pronto en el rectángulo semántico: kami y viriditas, Marte y Tierra, odio y amor, ausencia y anhelo. Y entonces el caleidoscopio se activó y todos los rectángulos se plegaron y se le ordenaron en la mente, todos los antinomios se colapsaron hasta formar una única y magnífica rosa, el corazón de la areofanía, kami lleno de viriditas, los dos enteramente rojos y enteramente verdes en un mismo momento. Tenía la boca entreabierta, le ardía la piel, no era capaz de explicarlo y no quería explicarlo. Sentía la sangre como fuego en las venas.

Hiroko dejó de cantar, se llevó la mano a la boca y empezó a comer la tierra que tenía en la palma. Los otros hicieron lo mismo. Michel alzó la mano: era mucha tierra para comer, pero sacó la lengua y lamió la tierra y sintió un fugaz estremecimiento eléctrico mientras la frotaba contra el paladar, deslizando la materia arenosa atrás y adelante hasta que se hizo barro. Era salada y mohosa, con un leve sabor a huevos podridos y productos químicos. La engulló toda con dificultad y tuvo una ligera arcada. Se tragó lo que le quedaba en la mano. Un murmullo irregular se elevaba del círculo de celebrantes mientras comían, sonidos de vocales, que pasaban de una a otra: aaaay, ooooo, ahhhh, iiiiiii, eeee, uuuuuu. demorándose en cada vocal lo que parecía un minuto, el sonido extendiéndose en dos y hasta tres cuerpos, creando armonías extrañas. Hiroko empezó a recitar por encima de esa canción. Todo el mundo se puso de pie y Michel se incorporó con ellos. Avanzaron juntos hacia el centro del círculo, Evgenia y Ellen agarrando a Michel de los brazos y tirando de él. Entonces todos se apretaron contra Hiroko en una masa de cuerpos apiñados, rodeando a Michel, que sentía el contacto de todas aquellas pieles tibias contra el cuerpo. Éste es nuestro cuerpo. Muchos de ellos se estaban besando, los ojos cerrados. Se movían lentamente, contorsionándose para mantenerse en contacto mientras pasaban a nuevas configuraciones cinéticas. Un tieso vello púbico le hizo cosquillas en el trasero, y notó lo que tenía que haber sido un pene erecto contra la cadera. La tierra le pesaba en el estómago, y se sintió mareado, la sangre como llamas, la piel como un globo tenso que contenía un incendio. Las estrellas colmaban el cielo en cantidades asombrosas, y cada una tenía su propio color: verde, rojo, azul o amarillo; parecían chispas.

Él era un Ave Fénix. Hiroko se apretó contra él, y él se elevó en el centro del fuego, preparado para renacer. Ella le sostuvo el cuerpo nuevo en un abrazo total, lo estrujó; era alta, y parecía toda hecha de músculos. Lo miró a los ojos. Él sintió los pechos de ella contra las costillas, el hueso púbico que le apretaba el muslo. Ella lo besó, la lengua rozándole los dientes; él sintió el sabor de la tierra, y entonces, de pronto, sintió también el cuerpo de ella todo entero y a la vez. Supo que, de allí en adelante, el recuerdo involuntario de ese momento bastaría para provocar una erección, pero entonces estaba demasiado abrumado, completamente en llamas.

Hiroko echó la cabeza hacia atrás y volvió a mirarlo. El aire que Michel respiraba le quemaba los pulmones. En inglés, en un tono neutro pero amable, ella dijo:

—Ésta es tu iniciación a la areofanía, la celebración del cuerpo de Marte. Bienvenido. Nosotros adoramos este mundo. Intentamos tener aquí un lugar para nosotros, un lugar que sea hermoso al estilo marciano, un estilo que no se haya conocido jamás en la Tierra. Hemos construido un refugio oculto en el sur, y partimos hacia allá.

»Te conocemos, te amamos. Sabemos que tu ayuda puede sernos útil. Sabemos que tú puedes necesitar la nuestra. Queremos construir justo lo que tú quieres, justo lo que has echado de menos aquí. Pero todo con formas nuevas. Pues nunca podremos regresar. Hemos de seguir adelante. Tenemos que encontrar nuestro propio camino. Partimos esta noche. Queremos que vengas con nosotros.

Y Michel dijo:

—Iré.

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