QUINTA PARTE Entrando en la historia

El laboratorio zumbaba quedamente. Escritorios, mesas y bancos estaban atestados de cosas, las paredes blancas cubiertas de gráficos, carteles y tiras cómicas recortadas, todo vibrando bajo la brillante luz artificial. Igual que cualquier laboratorio en cualquier parte: un poco limpio, un poco desordenado. En el rincón había una ventana oscura que reflejaba el interior; fuera era de noche. El edificio estaba casi vacío.

Pero había dos hombres de pie en batas de laboratorio ante uno de los bancos, observando una pantalla de ordenador. El más bajo de los dos tecleó con el dedo índice en el tablero de debajo, y la imagen cambió. Sacacorchos verdes sobre fondo negro, retorciéndose de tal modo que parecían tridimensionales, como si la pantalla fuera una caja. Una imagen obtenida con un microscopio electrónico; el campo sólo tenía unas pocas micras de ancho.

—Puedes ver que es una especie de reparación plásmida de la secuencia genética —dijo el científico bajo—. Se identifican las rupturas en las cadenas originales. Se sintetizan secuencias de sustitución, y cuando las masas de estas secuencias se introducen en la célula, las roturas se convienen en puntos de fijación, y las sustituciones se unen a los originales.

—¿Las introduces por transformación? ¿Electroporación?

—Transformación. Las células tratadas se inyectan, y las cadenas de reparación llevan a cabo una transferencia conyugal.

—¿In vivo?

—In vivo.

Un silbido bajo.

—¿Así que puedes reparar cualquier cosa pequeña? ¿Un error en la división celular?

—Así es.

Los dos hombres miraron los sacacorchos de la pantalla, ondeando como los brotes nuevos de las parras en la brisa.

—¿Hay pruebas?

—¿Te mostró Vlad esos ratones en la sala de al lado.

—Sí.

—Tienen quince años.

Otro silbido.

Entraron en la habitación contigua, donde estaban los ratones, intercambiando murmullos bajo el zumbido de la maquinaria. El alto miró con curiosidad el interior de una jaula, donde bolas de piel respiraban debajo de virutas de madera. Cuando volvieron a salir, apagaron todas las luces. El parpadeo de la pantalla del microscopio electrónico iluminaba el primer laboratorio, dándole un tinte verdoso. Los científicos se dirigieron a la ventana, hablando en voz baja. Miraron afuera. El cielo estaba púrpura por la inminencia del amanecer; las estrellas desaparecían. En el horizonte se erguía la enorme mole de un volcán de cima chata. El Monte Olimpo, la montaña más alta del sistema solar.

El científico alto sacudió la cabeza.

—Esto lo cambia todo, ¿sabes?

—Lo sé.


Desde el fondo del pozo el cielo parecía una moneda brillante y rosada. El pozo era redondo, un kilómetro de diámetro, siete kilómetros de profundidad. Pero desde el fondo daba la impresión de ser más estrecho y más profundo. La perspectiva engaña a menudo al ojo humano.

Como ese pájaro, que bajaba volando desde el punto redondo y rosado del cielo y parecía tan grande. Sólo que no era un pájaro.

—Eh —dijo John.

El director del pozo, un japonés de cara redonda llamado Etsu Okakura, lo miró, y John pudo ver a través de los visores una sonrisa nerviosa; tenía un diente descolorido.

Okakura alzó la cabeza.

—¡Cae algo! —exclamó rápidamente; y luego—: ¡Corramos!

Dieron media vuelta y corrieron por el suelo del pozo. John no tardó en descubrir que aunque la mayor parte de las rocas sueltas habían sido retiradas del brillante basalto, no se había hecho nada para nivelar el terreno. Los cráteres y escarpas diminutos se volvieron cada vez más difíciles de sortear a medida que ganaba velocidad; en aquella fuga de primate, los instintos desarrollados en la infancia se reafirmaron y continuó a paso vivo, trastabilló con una sacudida y reanudó la carrera frenéticamente; por último tropezó, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre las rocas melladas, los brazos por delante para salvar el visor del casco. De poco consuelo le fue ver que también Okakura había caído. Por fortuna, la misma gravedad que los había hecho caer les estaba dando más tiempo para escapar; el objeto descendente aún no había llegado al fondo. Se levantaron y corrieron de nuevo, y una vez más Okakura cayó. John miró atrás y vio un brillante borrón metálico que chocaba contra la roca y luego oyó el sonido del impacto, como un golpe en los tímpanos. Fragmentos plateados salieron disparados en todas direcciones, algunos hacia ellos; dejó de correr y escudriñó el aire en busca de deyecciones que se les vinieran encima. Ni un sonido.

Un gran cilindro hidráulico voló por los aires y se estrelló ruidosamente a la izquierda, y los dos se sobresaltaron. No lo habían visto venir.

Después, la quietud. Permanecieron inmóviles casi un minuto, y luego Boone se sacudió. Estaba sudando; tenían puestos trajes presurizados, pero a 49 grados centígrados el fondo del pozo era el lugar más caliente de Marte, y el aislamiento del traje estaba pensado para el frío. Esbozó un gesto para ayudar a levantarse a Okakura, pero se detuvo. Era probable que el hombre prefiriese ponerse de pie por sí solo antes que deberle giri a Boone. Eso si Boone entendía el concepto correctamente.

—Echemos un vistazo —dijo.

Okakura se levantó y regresaron por el denso basalto negro. Hacía ya mucho que el pozo había penetrado en el sólido lecho rocoso, en verdad ya se habían adentrado un veinte por ciento en la litosfera. Hacía un calor sofocante en el fondo, como si los trajes no tuvieran ningún aislamiento. El suministro de aire de Boone era un bienvenido frescor en la cara y los pulmones. Enmarcado por las oscuras paredes del pozo, el cielo rosa brillaba arriba con intensidad, y el sol iluminaba una corta sección cónica de la pared. En pleno verano quizá la luz llegara al fondo… no, estaban al sur del Trópico de Capricornio. Para siempre en sombras allí abajo.

Se acercaron a los restos. Había sido un volquete robot que transportaba roca subiendo por el camino en espiral de la pared del pozo. Las piezas del camión se mezclaban con grandes pedruscos, algunos diseminados hasta a cien metros del punto de impacto. Más allá de los cien metros, los detritos escaseaban; el cilindro que había pasado volando junto a ellos tenía que haber sido proyectado por algún tipo de presión.

Una pila de magnesio, aluminio y acero, todo terriblemente retorcido. El magnesio y el aluminio se habían fundido en parte.

—¿Cree que ha caído desde arriba? —preguntó Boone. Okakura no respondió. Boone lo observó; el hombre evitaba mirarlo. Quizá tenía miedo—. Tienen que haber pasado unos treinta segundos entre el momento en que lo vi y el impacto —dijo.

A unos tres metros por segundo al cuadrado, eso era tiempo más que suficiente para caer a unos doscientos kilómetros por hora. Realmente no estaba nada mal. En la Tierra habría descendido en menos de la mitad del tiempo. Demonios, si no hubiera levantado los ojos cuando lo hizo, quizá los habría atrapado. Hizo un cálculo rápido. Era probable que se encontrara a mitad del pozo cuando lo vio. Pero quizá entonces ya llevaba un buen rato cayendo.

Boone rodeó el espacio que había entre la pared del pozo y la pila de chatarra. El camión había caído sobre el costado derecho, y el izquierdo estaba deformado pero era reconocible. Okakura trepó por los restos y señaló una zona ennegrecida detrás de la rueda izquierda delantera. John lo siguió, arañó el metal con la garra del índice del guante derecho. La capa negra se desprendió como si fuera hollín. Una explosión de nitrato de amonio. La carrocería del camión se había doblado como si la hubieran golpeado con un martillo.

—Una carga de buen tamaño —observó John.

—Sí —dijo Okakura, y carraspeó. Estaba asustado, no cabía duda. Bueno, el primer hombre en Marte casi había sido asesinado, y también él, por supuesto, aunque, ¿quién sabía qué lo asustaba más?—. Suficiente para sacar el camión del camino.

—Bueno, como ya he dicho, se ha informado de algunos sabotajes. Okakura tenía el ceño fruncido detrás del visor.

—Pero ¿quién? ¿Y por qué?

—No lo sé. ¿Hay alguien en tu equipo que tenga trastornos psicológicos?

—No.

La cara de Okakura se mostró cuidadosamente inexpresiva. En todo grupo de más de cinco personas siempre había algún trastornado, y la pequeña ciudad industrial de Okakura tenía una población de quinientos.

—Éste es el sexto caso que he visto —dijo John—. Aunque ninguno tan de cerca. —Rió. Volvió a recordar la imagen del punto parecido a un pájaro en el cielo rosa.— Habría sido fácil para cualquiera poner una bomba antes de que bajaran el camión. Y hacerla detonar con un reloj o un altímetro.

—Te refieres a los rojos. —Okakura parecía aliviado.— Hemos oído hablar de ellos. Pero es… —se encogió de hombros— una verdadera locura.

—Sí.

John bajó con cautela de los restos destrozados. Caminaron por el suelo del pozo de vuelta al coche en que habían descendido. Okakura había sintonizado otra banda y hablaba con la gente de arriba.

John se detuvo junto al foso central y miró alrededor. No alcanzaba a precisar el verdadero tamaño del pozo; la luz amortiguada y las líneas verticales le recordaban a una catedral, pero cualquier catedral habría parecido una casa de muñecas en el fondo de aquel gran agujero. La surrealidad de la escala hizo que John parpadease, y llegó a la conclusión de que llevaba mucho tiempo con la cabeza inclinada hacia atrás.

Condujeron subiendo por el camino inscrito en el muro lateral hacia el primer ascensor, dejaron el coche y se metieron en la jaula. Subieron. Siete veces tuvieron que salir y cruzar el camino del muro hasta la puerta del siguiente ascensor. La luz ambiental se fue haciendo cada vez más parecida a la luz diurna común. Alcanzó a ver la doble espiral de los caminos en el muro del otro lado: filigranas en un enorme agujero de tornillo. El fondo del pozo había desaparecido en la oscuridad, ni siquiera era capaz de ver el camión.

En los dos últimos ascensores subieron a través del regolito; primero el megarregolito, que parecía lecho rocoso agrietado, y luego el regolito propiamente dicho: roca, grava y hielo ocultos detrás de un muro de hormigón, una lisa pared curva que se parecía a un dique, y que retrocedía en pendiente, tanto que en realidad el último ascensor era un tren cremallera. Subieron por el costado de ese enorme embudo, el desagüe de la bañera del Gran Hombre, había dicho Okakura cuando bajaban, y por fin salieron a la superficie, al sol.

Boone salió del vagón y miró túnel abajo. El muro de contención del regolito parecía la lisa pared de un cráter, con una carretera de dos carriles que descendía en espiral, pero el cráter no tenía fondo. Era un agujero de transición entre la corteza y el manto. Podía ver abajo parte del pozo, pero la pared estaba en sombras y sólo el camino que descendía en espiral recogía algo de luz, de modo que parecía una especie de escalera colgada de la nada que bajaba a través del espacio vacío hacia el núcleo del planeta.

Tres de los gigantescos volquetes se arrastraban por el último trecho del camino, cargados de enormes piedras negras. Últimamente tardaban cinco horas en hacer el viaje desde el fondo del pozo, dijo Okakura. Había muy poca supervisión, como en la mayor parte del proyecto, tanto en la fabricación como en las obras. Los habitantes de la ciudad sólo tenían que ocuparse de la programación, del despliegue, del mantenimiento y de las averías. Y, ahora, de la seguridad.

La ciudad, llamada Senzeni Na, se desparramaba sobre el fondo del cañón más profundo de Thaumasia Fossae. Muy cerca del agujero estaba el parque industrial; allí es donde se fabricaba la mayoría del equipo de excavación y donde se procesaba la roca extraída en busca de vestigios de metales valiosos. Boone y Okakura entraron en la estación del borde, se quitaron los trajes presurizados, se enfundaron los monos cobrizos y se metieron en uno de los tubos transparentes que conectaban todos los edificios de la ciudad. Hacía frío y el sol relucía en los tubos, y todos llevaban ropas con una capa exterior de lámina de color cobre, el último avance japonés en protección contra la radiactividad. Criaturas de cobre moviéndose por tubos transparentes; a Boone le parecía un hormiguero gigantesco. Arriba, la nube termal se congeló, cobrando entidad, y salió disparada como vapor de una válvula, hasta que unos vientos altos la atraparon y se desvaneció como una larga estela que se desinfla.

Las residencias de la ciudad estaban empotradas en el muro sudeste del cañón. Una gran sección rectangular del risco había sido sustituida por vidrio; detrás había un bulevar alto y abierto y cinco plantas de apartamentos dispuestos en terrazas.

Avanzaron por el bulevar y Okakura lo condujo hasta las oficinas de la ciudad, en la quinta planta. Una pequeña multitud de aspecto preocupado los acompañó charlando con Okakura y entre ellos. Todos atravesaron la oficina y salieron al balcón. John observó con atención mientras Okakura describía en japonés lo que había sucedido. Algunos de entre la concurrencia parecían nerviosos y la mayoría evitaba la mirada de John. ¿Había bastado el casi accidente para incurrir en gm? Era importante asegurarse de que no se sentían puestos en evidencia, o nada que se le pareciese. La vergüenza era un asunto serio para los japoneses y Okakura empezaba a mostrarse desesperadamente desdichado, como si estuviera llegando a la conclusión de que él era el único culpable.

—Miren, lo mismo pudo hacerlo alguien de fuera como alguien de aquí —dijo John resueltamente. Hizo algunas sugerencias para la seguridad futura—. El borde del pozo es una barrera perfecta. Pongan un sistema de alarma, y la estación podría vigilar el sistema y los ascensores. Una pérdida de tiempo, pero inevitable.

Tímidamente Okakura le preguntó si sabía quién podía ser el responsable del sabotaje. John se encogió de hombros:

—No tengo idea, lo siento. Supongo que gente contraria a los agujeros entre la corteza y el manto.

—Pero ya están excavados —dijo uno de ellos.

—Lo sé. Imagino que es algo simbólico. —Sonrió.— Pero si un camión cae encima de alguien, mal símbolo sería.

Asintieron con gravedad. Deseó tener la facilidad de Frank para los idiomas… se habría comunicado mejor con esa gente. Eran difíciles de estudiar, inescrutables y todo eso.

Le preguntaron si quería descansar.

—Estoy bien —dijo—. No nos alcanzó. Tendremos que inspeccionarlo, pero por hoy sigamos con el mismo programa.

De modo que Okakura y algunos hombres y mujeres lo llevaron en un recorrido por la ciudad, y con buen ánimo visitó laboratorios y salas de reunión, salones sociales y comedores. Asintió y estrechó manos y dijo «Hola» hasta que tuvo la certeza de que había conocido a más del cincuenta por ciento de los habitantes de Senzeni Na. La mayoría aún no se había enterado del incidente en el pozo y todos estaban encantados de conocerlo, contentos de estrecharle la mano, de hablar con él, de mostrarle algo, de mirarlo. Le pasaba allá donde fuera, recordándole desagradablemente los años de vitrina que habían transcurrido entre su primer y su segundo viaje.

Pero cumplió con su deber. Una hora de trabajo, luego cuatro horas como El Primer Hombre en Marte: la proporción habitual. Y a medida que la tarde entraba en el anochecer y toda la ciudad se reunía para un banquete en su honor, se fue tranquilizando e interpretó su papel con paciencia. Eso significaba cambiar de estado de ánimo, algo que no era nada fácil esa noche. Al fin, se tomó un descanso y fue al cuarto de baño para tragarse una cápsula fabricada por el equipo de Vlad en Acheron. Era una droga que habían bautizado con el nombre de omegendorfo, una mezcla sintética de todas las endorfinas y opiáceos que habían descubierto en la química natural del cerebro, una droga que Boone nunca había probado.

Regresó al banquete mucho más relajado, con una leve euforia. Después de todo, había escapado a la muerte, ¡gracias a que había corrido como un loco! Unas pocas endorfinas no estaban de más. Se movió con soltura de mesa en mesa, haciendo preguntas a unos y otros, con el aire de fiesta apropiado. A John le gustaba ser capaz de conseguirlo; ayudaba a que la celebridad le resultara tolerable; porque cuando hacía preguntas, la gente saltaba para responderlas, como salmones en la corriente. Era realmente curioso, como si la gente buscara corregir el desequilibrio que advertía en la situación, en la que ellos conocían tanto de él, mientras que él sabía tan poco de ellos. De modo que con el incentivo adecuado, a menudo una única y cuidadosamente evaluada réplica brotaban de ellos los más asombrosos desahogos personales: atestiguando, revelando, confesando.

Pasó la velada aprendiendo cosas de la vida en Senzeni Na.

(«Medios… ¿qué hemos hecho?» Una rápida sonrisa.) Y después lo llevaron a la gran suite de los invitados, las habitaciones pobladas de bambú, la cama aparentemente tallada en un pedestal también de bambú. Cuando estuvo solo conectó la caja codificadora con el teléfono y llamó a Sax Russell.


Russell se encontraba en el nuevo cuartel general de Vlad, un complejo de investigación excavado en una impresionante cresta de las Acheron Fossae, al norte del Monte Olimpo. Se pasaba ahora todo el tiempo allí, estudiando ingeniería genética como si fuera un colegial. Estaba convencido de que la biotecnología era la clave para la terraformación y había decidido participar en el proyecto, a pesar de que no conocía otra cosa que el campo de la física. La biología moderna era notablemente oscura, y muchos físicos la odiaban, pero la gente de Acheron decía que Sax aprendía deprisa, y John lo creía. El mismo Sax había soltado risitas disimuladas ante su propio progreso, pero no cabía duda de que estaba muy metido en el asunto. Hablaba de eso todo el tiempo:

—Es el punto crucial —decía—, necesitamos el agua y el nitrógeno fuera del suelo y el dióxido de carbono fuera del aire, y necesitaremos biomasa para conseguir las dos cosas.

Y se afanaba como un esclavo ante las pantallas y en tos laboratorios.

Escuchó el informe de Boone con la flema habitual. Era la parodia del científico, pensó John. Incluso llevaba una bata de laboratorio. Mirándolo parpadear, recordó una historia que había oído a uno de los ayudantes de Sax ante un risueño público en una fiesta: en un experimento secreto que se había torcido, cien ratas de laboratorio que habían sido inyectadas con un potenciador de la inteligencia se habían vuelto genios. Se rebelaron, escaparon de sus jaulas, capturaron al principal investigador, lo ataron con correas y le retroinyectaron todo lo que ellas sabían, utilizando un método que inventaron en el acto… y ese científico era Saxifrage Russell, de bata blanca, parpadeante, espasmódico, inquisitivo, esclavo del laboratorio. Tenía un cerebro que era la suma de cien ratas hiperinteligentes, «y la pequeña broma es que ellas lo bautizaron con el nombre de una flor como sucede con las ratas de laboratorio, ¿lo entiendes?».

Eso explicaba muchas cosas. John sonrió mientras terminaba su informe y Sax inclinó la cabeza y lo miró con curiosidad.

—¿Crees que ese camión pretendía mataros?

—No lo sé.

—¿Cómo parece estar la gente allí?

—Asustada.

—¿Crees que están involucrados? John se encogió de hombros.

—Lo dudo. Probablemente están preocupados por lo que pueda seguir.

Sax hizo un rápido ademán.

—Un sabotaje de ese tipo no causará el más mínimo impacto en el proyecto —dijo con suavidad.

—Lo sé.

—¿Quién está haciéndolo, John?

—No lo sé.

—¿Crees que podría ser Ann? ¿Se ha convertido en otra profeta, como Hiroko o Arkadi, con seguidores y un programa y cosas por el estilo?

—Tú también tienes seguidores y un programa —le recordó John.

—Pero yo no les digo a mis seguidores que destruyan las cosas e intenten matar gente.

—Algunos piensan que estás destruyendo Marte. Y ciertamente la gente va a morir como resultado de la terraformación.

—¿Qué insinúas?

—Sólo te lo recuerdo. Intento hacerte ver por qué alguien podría hacer estas cosas.

—Así que piensas que se trata de Ann.

—O de Arkadi, o de Hiroko, o de alguien de las nuevas colonias de quien jamás hemos oído hablar. Ahora hay un montón de gente aquí. Un montón de facciones.

—Lo sé. —Sax fue hasta un mostrador y vació la vieja taza de café. Por último dijo:— Me gustaría que intentaras averiguar quién es. Ve adonde tengas que ir. Ve a hablar con Ann. Razona con ella. —Había un tono quejumbroso en su voz.— Yo ya ni siquiera puedo hablarle. —John se lo quedó mirando, sorprendido ante aquella exhibición emocional. Sax tomó ese silencio como renuencia, y prosiguió:— Sé que no se trata exactamente de lo tuyo, pero todo el mundo hablará contigo. Prácticamente eres el único con quien podemos hablar. Sé que estás ocupado con lo del agujero entre el manto y la corteza, pero puedes conseguir que tu equipo haga el trabajo y seguir visitando los agujeros como parte de la investigación. En realidad no hay nadie más que pueda hacerlo. No hay una verdadera policía a la que acudir. Aunque, si siguen ocurriendo cosas raras, la UNOMA nos enviará toda una tropa.

—O las transnacionales. —Boone reflexionó. La visión de aquel camión, cayendo desde el cielo…— De acuerdo. En cualquier caso, iré a hablar con Ann. Después sería bueno que nos reuniéramos y discutiéramos el tema de la seguridad en los proyectos de terraformación. Si conseguimos evitar que pase algo más, eso mantendrá fuera a la UNOMA.

—Gracias, John.

Boone se marchó y salió al balcón de la suite. El bulevar estaba lleno de pinos de Hokkaido, el aire frío cargado de resina. Abajo, figuras cobrizas caminaban entre los troncos de los árboles. Boone consideró la nueva situación. Durante diez años había estado trabajando para Russell, terraformando, abriendo agujeros entre el manto y la corteza y haciendo de experto en relaciones públicas y cosas por el estilo, y disfrutaba del trabajo, pero no estaba a la vanguardia de ninguna de las ciencias implicadas, y por tanto fuera del círculo que tomaba las decisiones. Sabía que mucha gente lo consideraba un mero mascarón de proa, una celebridad para consumo en la Tierra, un jinete espacial tonto que había tenido suerte y vivía de rentas. Eso no molestaba a John; siempre había enanos dando hachazos, tratando de reducir a todo el mundo a un tamaño mínimo. Estaba bien, en especial porque en este caso se equivocaban. Tenía un considerable poder, aunque tal vez sólo él apreciara su verdadero alcance, ya que consistía en una interminable sucesión de reuniones cara a cara, en la influencia que tenía sobre lo que la gente elegía hacer. Después de todo, el poder no era una cuestión de títulos profesionales. El poder era una cuestión de visión, persuasión, libertad de movimiento, fama, influencia. Además, el mascarón de proa va delante, señalando el camino.

No obstante, esa nueva tarea tenía inconvenientes. Podía sentirlo ya. Sería problemática, difícil, quizás arriesgada… un desafío, por encima de todo. Un nuevo desafío; eso le gustaba. Al entrar de nuevo en la suite y meterse en la cama (¡John Boone durmió aquí!) se le ocurrió que ahora no sólo iba a ser el primer hombre en Marte, sino el primer detective. Sonrió ante la ocurrencia y el último efecto del omegendorfo le encendió los nervios.


Ann Clayborne estaba haciendo un estudio en las montañas de la Cuenca de Argyre, lo que significaba que John podía volar en planeador desde Senzeni Na hasta donde ella estaba. Así que, a la mañana siguiente, tomó el globo ascensor de la torre de amarre y subió al dirigible estacionario que flotaba sobre la ciudad, exultante a medida que se elevaba sobre el panorama cada vez más amplio de los grandes cañones Thaumasia. Desde el dirigible descendió hasta la cabina de uno de los planeadores, sujetos en la parte inferior del casco. Después de asegurarse se soltó y el planeador cayó como una piedra hasta que lo introdujo en la onda termal del agujero entre el manto y la corteza; la onda lanzó la nave de seda hacia arriba, y la metió en un pronunciado remolino ascendente. John gritaba mientras luchaba con el zarandeo; ¡era como montar en una burbuja de jabón sobre una hoguera!

A 5.000 metros el penacho de nube se aplanó y se extendió hacia el este. John salió de la espiral y enfiló hacia el sudeste, jugando con el planeador a medida que avanzaba, aprendiendo a dominarlo. Tendría que cabalgar los vientos con cuidado para llegar hasta Argyre.

Apuntó hacia el manchado resplandor amarillo del sol. El viento lloraba sobre las alas. La tierra debajo era de un desigual naranja oscuro, que cambiaba gradualmente a un naranja claro en el horizonte. Las tierras altas del sur estaban salpicadas de hoyos, y tenían el aspecto salvaje, primordial, lunar de la saturación de cráteres. A John le encantaba volar sobre ellas, y pilotó de manera automática, concentrándose en la tierra de abajo. Le agradaba mucho relajarse y volar, sintiendo el viento cerca, contemplando la tierra y sin pensar en nada. Tenía sesenta y cuatro años en este año 2047 (o «año-M 10», como él solía decir), y había sido el hombre vivo más famoso durante casi treinta de esos años; y ahora era más feliz cuando estaba solo y volaba.

Al cabo de una hora, se puso a pensar en su nueva tarea. Era importante no caer en fantasías de lupas y ceniza de cigarro, o de sabuesos con pistola; había trabajo que hacer, incluso mientras volaba. Llamó a Sax y le preguntó si podía conectar su la a los registros de emigración y viajes planetarios sin que la UNOMA advirtiera la conexión. Después de un rato Sax lo llamó y le dijo que podía conseguirlo, y entonces John transmitió una secuencia de preguntas y continuó volando. Una hora y muchos cráteres más tarde, la luz roja de Pauline parpadeó con rapidez, indicando una transferencia de datos sin procesar. John le pidió a la IA que analizara los datos, y después estudió los resultados en la pantalla. Las pautas de movimiento eran desconcertantes, pero esperaba que cuando las comparase con los incidentes de sabotaje encontraría algo. Desde luego había gente que se movía fuera de los registros, incluyendo la colonia oculta; ¿y quién sabía qué pensaban Hiroko y los otros sobre los proyectos de terraformación? No obstante, valia la pena echar un vistazo.

Los Montes Nereidium aparecieron inesperadamente delante de él sobre el horizonte. Marte nunca había tenido mucho movimiento tectónico, y las cadenas montañosas escaseaban. Las que había eran casi siempre bordes de cráteres, anillos de deyecciones expulsados por impactos tan grandes que los detritos cayeron formando dos o tres cadenas concéntricas, cada una de muchos kilómetros de ancho, y extremadamente escarpadas. Hellas y Argyre, siendo las cuencas más grandes, tenían por tanto las cadenas mayores; y la única cadena montañosa importante aparte de ellas, los Montes Phlegra, en la pendiente de Elysium, era probablemente los restos fragmentarios de una cuenca de impacto inundada más tarde por los volcanes de Elysium o por un antiguo Océano Borealis. La discusión sobre esa cuestión era vehemente, y Ann, la autoridad final de John en tales asuntos, nunca había dicho qué opinaba.

Los Montes Nereidium componían el borde occidental alrededor de Argyre, pero en aquellos momentos Ann y su equipo estaban estudiando el borde oriental, los Montes Charitum. Boone corrigió el curso hacia el sur y a primeras horas de la tarde planeó sobre la ancha y plana llanura de la Cuenca Argyre. Después de la profusión de cráteres de las tierras altas, el suelo de la cuenca parecía liso, una llanura amarillenta limitada por la gran curva de las cordilleras del borde. Desde la posición ventajosa en que estaba podía ver unos noventa grados del arco del contorno, lo suficiente para tener una idea del tamaño del impacto que había formado Argyre; era una vista asombrosa. Boone había volado por encima de miles de cráteres marcianos, y ya sabía qué tamaños solían tener y, sencillamente, Argyre se salía de la escala. ¡Un cráter bastante grande llamado Galle no era más que una marca de viruela en el borde de Argyre! ¡Aquí tenía que haber impactado un mundo entero! O, como mínimo, un asteroide condenadamente grande.

Dentro de la curva sudeste del borde, en el suelo de la cuenca junto a los pies de las colinas del Charitum, divisó la delgada línea blanca de una pista de aterrizaje. Era fácil avistar construcciones humanas en semejante desolación; la regularidad destacaba como una baliza. Las ondas termales subían con fuerza a gran distancia de las colinas calentadas por el sol, y él descendió y viró para meterse en una, cayendo con un zumbido vibratorio, como una roca, como aquel asteroide, pensó John con una sonrisa, e hizo una cabriola, una última y dramática floritura, posándose con toda la precisión de que fue capaz, consciente de su reputación de gran piloto que, desde luego, tenía que revalidar en cada ocasión. Era parte del trabajo…

Pero resultó que sólo había dos personas en las caravanas junto a la pista, y nadie lo había visto descender. Estaban dentro viendo las noticias de televisión de la Tierra. Alzaron los ojos cuando cruzó la puerta de la antecámara interior y se levantaron de un salto para saludarlo. Ann había subido con un equipo a uno de los cañones de la montaña, le dijeron, seguramente a no más de dos horas en coche. John almorzó con ellas, dos británicas con acento del norte, muy curtidas y encantadoras. Luego subió a un rover y siguió las rodadas que cruzaban una hendidura y llegó al Charitum. Una hora de sinuoso ascenso por un arroyo de lecho llano lo llevó hasta una caravana móvil con tres rovers estacionados fuera. El conjunto tenía el aire de un café en el Mojave.

La caravana estaba desocupada. Las huellas de pisadas se alejaban del campamento en muchas direcciones. Después de pensarlo, trepó a una loma al oeste del campamento y se sentó en la cima. Se tumbó sobre la roca y durmió hasta que el frío le entró en el traje ligero y flexible. Luego se sentó y tomó una cápsula de omegendorfo, y contempló las sombras negras de las colinas que se arrastraban hacia el este. Reflexionó en lo que había ocurrido en Senzeni Na, repasando sus recuerdos de las horas anteriores y posteriores, las expresiones en las caras de la gente, lo que habían dicho. La imagen del camión cayendo le aceleró un poco el pulso.

En una hendidura entre las colinas del oeste asomaron unas figuras cobrizas. Se puso de pie y descendió la loma, y se reunió con ellas en la caravana.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Ann por la frecuencia de los primeros cien.

—Quiero hablar.

Ella gruñó y cortó la comunicación.

La caravana habría estado un poco atestada incluso sin él. Se sentaron en el cuarto principal rodilla con rodilla, mientras Simón Frazier calentaba una salsa y hervía agua para los espaguetis en el pequeño rincón de la cocina. La única ventana del remolque daba al este y mientras comían contemplaron la sombra de las montañas que se extendía por el suelo de la gran cuenca. John había traído una botella de medio litro de coñac Utopía, y después de la cena la sacó en medio de murmullos de aprobación. Mientras los areólogos bebían lavó los platos («quiero hacerlo») y preguntó cómo iba el trabajo. Estaban buscando pruebas de antiguos episodios glaciares, que, si se encontraban, apoyarían un modelo de la temprana historia del planeta que incluía océanos en los terrenos bajos.

Menos Ann, pensó John mientras los escuchaba; ¿querría ella encontrar evidencias de un pasado oceánico? Era un modelo que justificaba moralmente el proyecto de terraformación, pues implicaba que sólo estaban restaurando un antiguo estado de cosas. De modo que era probable que ella no quisiera localizar semejante prueba. ¿Influiría esa renuencia en su trabajo? Bueno, seguro. Si no de forma consciente, sí en su interior. Después de todo, la conciencia sólo era una delgada litosfera sobre un núcleo grande y caliente. Los detectives no debían olvidarlo.

Pero todo el mundo en la caravana parecía coincidir en que no estaban encontrando ninguna evidencia de glaciación, y todos eran buenos areólogos. Había cuencas altas que parecían circos y valles altos con la clásica forma de U de los valles glaciares, y algunas configuraciones con grietas y rocas aborregadas que podrían ser resultado de la erosión glaciar. Todo eso se había visto en fotografías de satélite, además de una o dos zonas brillantes que según algunos podían ser reflejos de un rozamiento glaciar. Pero sobre el terreno nada de eso se sostenía. No habían localizado ningún rozamiento glaciar, ni siquiera en las partes más protegidas del viento de los valles con forma de U; ninguna morrena, lateral o terminal; ninguna señal de algo que hubiera sido arrastrado, o de líneas de transición donde los nanatuks habrían sobresalido incluso por encima de los niveles más altos de los hielos antiguos. Nada. Se trataba de otro caso de lo que ellos llamaban areología del cielo, con una historia que se remontaba a las primeras fotografías de satélite, y aun hasta los telescopios. Los canales habían sido areología del cielo, y muchas otras malas hipótesis se habían formulado de manera parecida, hipótesis que sólo ahora eran puestas a prueba con el rigor de la areología de campo. La mayoría se derrumbaba bajo el peso de los datos de la superficie, eran arrojadas al canal, como decían ellos.

Sin embargo, la teoría glaciar, y el modelo oceánico del que era parte, había persistido más que ninguna otra. Primero, porque prácticamente todos los modelos de la formación del planeta indicaban que tenía que haber habido un montón de agua y que había ido a parar a alguna parte. Y segundo, pensó John, porque había un montón de gente que se sentiría reconfortada si el modelo oceánico fuera verdad; se sentiría menos incómoda respecto de la moralidad de la terraformación. Por lo tanto, los opositores de la terraformación… No, no le sorprendía que el equipo de Ann no estuviera encontrando nada. Sintiendo un poco el coñac e irritado por la animosidad de ella, dijo desde la cocina:

—Pero si hubiera habido glaciares, los más recientes tendrían…

¿digamos mil millones de años? Yo diría que ese tiempo habría eliminado cualquier signo superficial, rozamientos glaciares, morrenas o nanatuks. Sin dejar nada más que los grandes accidentes geográficos, que es lo que hay. ¿Correcto?

Ann había permanecido en silencio, pero entonces dijo:

—Los accidentes geográficos no son exclusivos de la glaciación. Todos son comunes en las cordilleras marcianas; no hay una sola que no se haya formado por rocas que cayeron del cielo. Cualquier tipo de formación que se te ocurra está en alguna parte de la superficie, formas extrañas limitadas únicamente por el ángulo de apoyo.

No había aceptado el coñac, lo que sorprendió a John, y ahora miraba al suelo con expresión de disgusto.

—Pero seguro que no los valles en U —dijo John.

—Sí, también los valles en U.

—El problema es que el modelo oceánico no se falsifica fácilmente —indicó Simón en voz baja—. Puede que nunca encuentres evidencias sólidas, como nos sucede a nosotros, pero eso no lo refuta.

La cocina ya limpia, John le pidió a Ann que salieran a dar un paseo crepuscular. Ella vaciló, poco dispuesta; pero era parte de un ritual, y todo el mundo lo sabía, y con una rápida mueca y una mirada dura, aceptó.

Una vez fuera, él la condujo hasta la misma cima en la que había dormitado. El cielo era un arco color ciruela sobre las negras y estriadas lomas que los rodeaban, y las estrellas aparecían como en un torrente, cientos con cada parpadeo. Se detuvo, ella no lo miró. El irregular horizonte podría haber sido una escena de la Tierra. Ann era un poco más alta que él, una silueta enjuta, angulosa. A John le caía bien, sin importar la posible atracción recíproca que ella pudiera haber sentido; y habían mantenido muy buenas conversaciones en años ya lejanos. La atracción se había disipado cuando él eligió trabajar con Sax. Podría haber hecho cualquier cosa, indicaban las dolidas miradas de ella, y sin embargo se había decidido por la terraformación.

Bueno, era verdad. Puso la mano delante de ella, el dedo índice levantado. Ella tocó unos botones en el teclado de muñeca y de repente una voz susurró en el oído de John.

—¿Qué? —dijo Ann sin mirarlo.

—Es sobre los incidentes de sabotaje —dijo él.

—Eso pensé. Supongo que Russell cree que yo estoy detrás.

—No se trata tanto de…

—¿Cree que soy estúpida? ¿Imagina que pienso que con un poco de vandalismo detendré vuestros juegos de niños?

—Bueno, es algo más que un poco. Ya ha habido seis incidentes, y cualquiera de ellos podría haber matado a alguien.

—¿Desviar espejos de la órbita puede matar a alguien?

—Sí si en ese momento se están cumpliendo allí tareas de mantenimiento.

Ella soltó un ¡bah! y dijo:

—¿Qué más ha pasado?

—Ayer despeñaron un camión en el agujero entre el manto y la corteza, y casi me aplastó. —Oyó que Ann retenía el aliento.— Es el tercer camión que cae. Y a aquel espejo lo sacaron de órbita con una trabajadora de mantenimiento encima, y ella tuvo que flotar en caída libre hasta llegar a una estación. Le llevó más de una hora conseguirlo, y estuvo a punto de fracasar. Y luego un depósito de explosivos estalló por accidente en el agujero de Elysian, un minuto después de que se hubiera marchado todo el equipo. Y los líquenes de la Colina Subterránea murieron por un virus que obligó a clausurar el laboratorio.

Ann se encogió de hombros.

—¿Qué esperas de los GEM? Podría haber sido un accidente, me sorprende que no suceda más a menudo.

—No fue un accidente.

—Todo eso son naderías. ¿Cree Russell que soy estúpida?

—Sabes que no. Pero se trata de no interferir. En el proyecto se esta invirtiendo un montón de dinero terrano, pero no haría falta mucha mala publicidad para conseguir que lo retiraran.

—Es posible —dijo Ann—. Pero deberías escucharte cuando dices esas cosas. Tú y Arkadi sois los mayores defensores de una especie de nueva sociedad marciana, vosotros más Hiroko, tal vez. Sin embargo, el modo en que Russell, Frank y Phyllis están trayendo capital terrano… nadie podrá oponerse. Los negocios seguirán siendo negocios y vuestras ideas desaparecerán.

—Quiero pensar que todos aquí queremos algo parecido —dijo John—. Queremos hacer un buen trabajo en el lugar adecuado. Sólo ponemos énfasis en partes diferentes para poder conseguirlo, eso es todo. Si trabajáramos en equipo coordinando nuestros esfuerzos…

—¡No perseguimos lo mismo! —exclamó Ann—. Vosotros queréis cambiar Marte y yo no. Es así de fácil.

—Bueno… —John titubeó ante la amargura de Ann. Avanzaban despacio alrededor de la colina, en una complicada danza que imitaba la conversación, a veces cara a cara, otras espalda con espalda; y siempre la voz de ella sonándole en el oído, y la suya en el de ella. Le gustaba eso de las conversaciones con un traje puesto: esa insidiosa voz en el oído, que podía ser tan persuasiva, acariciadora, hipnótica.— No es tan fácil, ni siquiera así. Quiero decir, deberías ayudar a aquellos de nosotros que están más cerca de tus ideas, y oponerte a los más alejados.

—Ya lo hago.

—Razón por la que vine a preguntarte qué sabes de esos saboteadores. Tiene sentido, ¿verdad?

—No sé nada de ellos. Les deseo suerte.

—¿En persona?

—¿Qué?

—He rastreado tus movimientos de los últimos dos años, y siempre has estado cerca de cada incidente, menos de un mes antes de que ocurrieran. Estuviste en Senzeni Na pocas semanas atrás, de camino hacia aquí, ¿cierto?

La oyó respirar. Estaba enfadada.

—Me usan como una tapadera —musitó, y algo más que él no llegó a entender.

—¿Quiénes?

Ann le dio la espalda.

—Eso tendrías que preguntárselo al Coyote, John.

—¿El Coyote?

Ella emitió una risa breve.

—¿No has oído hablar de él? La gente dice que anda por la superficie sin traje. Aparece de golpe aquí y allá, a veces en los dos extremos del mundo en una sola noche. Conoció al Gran Hombre en persona, allá en los buenos y viejos tiempos. Y es un gran amigo de Hiroko. Y un gran enemigo de la terraformación.

—¿Tú lo has conocido? —ella no contestó.— Mira —prosiguió él después de un momento de respiración compartida—, morirán muchos. Espectadores inocentes.

—Morirán espectadores inocentes cuando el permafrost se derrita y el suelo se colapse. Tampoco tengo nada que ver con eso. Sólo hago mi trabajo. Tratar de catalogar lo que había aquí antes de que viniésemos.

—Sí. Pero eres la roja más famosa de todos, Ann. Esa gente tiene que haber contactado contigo, y me gustaría que los desalentaras. Quizá salvara algunas vidas.

Ella se volvió a mirarlo. El visor de su casco reflejó el horizonte occidental, púrpura arriba, negro abajo, la frontera entre los dos colores mellada y desnuda.

—Se salvarían vidas si dejaran el planeta en paz. Eso es lo que yo quiero. Yo misma te mataría si fuera necesario.


Después de eso quedaba poco por decir. Mientras bajaban de vuelta hacia la caravana, probó con otro tema.

—¿Qué crees que ha pasado con Hiroko y los demás?

—Desaparecieron.

John alzó los ojos exasperado.

—¿No te dijo nada?

—No. ¿No te dijo nada a ti?

—No. No creo que hablara con nadie salvo con su grupo. ¿Sabes adonde fueron?

—No.

—¿Tienes alguna idea de por qué se fueron?

—Probablemente querían librarse de nosotros. Hacer algo nuevo. Lo que tú y Arkadi decís que queréis, ellos lo querían de verdad.

John sacudió la cabeza.

—Si lo hacen, será para veinte personas. Mi intención es conseguirlo para todos.

—Quizá son más realistas que tú.

—Quizá. Lo averiguaremos. Hay más que una manera, Ann. Tienes que entenderlo.

Ella no contestó.

Los otros los miraron cuando entraron en la caravana y Ann, tomando por asalto el rincón de la cocina, no fue de ninguna ayuda. John se sentó en el apoyabrazos del único sofá y les preguntó por el trabajo y los niveles de agua subterránea en Argyre y en general en el hemisferio sur. Las grandes cuencas eran bajas, pero habían sido deshidratadas por los mismos impactos que las habían formado, y en general parecía que casi todas las aguas del planeta se habían filtrado hacia el norte. Otra parte del misterio: nadie había explicado jamás por qué los hemisferios norte y sur eran tan distintos, ése era el problema de la areología, cuya solución podría ser la clave para explicar todos los otros enigmas del paisaje marciano, igual que la teoría de la placa tectónica había explicado una vez tantos problemas geológicos diferentes. En realidad, algunos querían volver a usar la explicación tectónica, postulando que una vieja corteza se había deslizado sobre sí misma en la mitad oriental, y que en el norte se formó una nueva corteza; luego, cuando el enfriamiento del planeta detuvo los movimientos tectónicos, todo se había congelado. Ann consideraba que eso era ridículo; en su opinión, el hemisferio norte era, sencillamente, la mayor cuenca de impacto, la última gran explosión en tiempos remotos. Un choque similar había arrancado a la Luna de la Tierra, seguramente en la misma época. Los areólogos discutieron el problema durante un rato, y John escuchó, haciendo ocasionalmente alguna pregunta neutral.

Encendieron el televisor para las noticias de la Tierra y vieron un programa corto sobre la minería y las perforaciones petrolíferas que se iniciaban en la Antártida.

—Eso es por nuestra culpa, ¿sabes? —dijo Ann desde la cocina—. Mantuvieron la minería y el petróleo fuera de la Antártida durante casi cien años, desde el primer tratado. Pero cuando aquí comenzó la terraformación, todo se derrumbó. Ahí abajo se están quedando sin petróleo, y el Club del Sur es pobre, y justo al lado hay un continente entero de petróleo, gas y minerales que los países ricos del norte tratan como un parque nacional. Y entonces el Sur vio cómo esos mismos países ricos del norte comenzaron a despedazar Marte por completo, y dijeron: Qué demonios, ¿ustedes pueden destrozar todo un planeta y se supone que nosotros debemos proteger este iceberg próximo y todos esos recursos que necesitamos tan desesperadamente? ¡Olvídenlo! Así que rompieron el Tratado de la Antártida, y ahí los tienes, perforando sin que nadie se haya opuesto. Y ahora también ha desaparecido de la Tierra el último lugar limpio. —Se acercó a ellos y se sentó frente a la pantalla, con la cara metida en una taza humeante de chocolate.— Si quieres, hay más —le dijo a John con rudeza.

Simón le echó una mirada de simpatía y los otros se quedaron observándolos con ojos muy abiertos. No podían creer que estaban presenciando una pelea entre dos de los primeros cien: ¡eso sí que era una broma! John casi se rió, y cuando se levantó para servirse una taza de chocolate, se inclinó impulsivamente y besó a Ann en la cabeza. Ella se puso rígida y él se encaminó a la cocina.

—Todos queremos cosas distintas de Marte —comentó, olvidando que le había dicho lo contrario a Ann—. Pero aquí estamos, y no somos tantos, y éste es nuestro sitio. Hacemos aquí lo que queremos, como dice Arkadi. Ahora bien, a ti no te gusta lo que quieren Sax o Phyllis, y a ellos no les gusta lo que tú quieres, y a Frank no le gusta lo que los otros quieren, y cada año viene más gente que apoya una postura distinta, aunque no sepan nada. De modo que la cosa podría ponerse fea. En realidad, ya ha empezado a ponerse fea, con esos ataques a la maquinaria. ¿Puedes imaginarte eso sucediendo en la Colina?

—El grupo de Hiroko hizo pedazos la Colina Subterránea durante el tiempo que estuvo allí —dijo Ann—. No es raro que se largaran de ese modo.

—Sí, tal vez. Pero no ponían en peligro otras vidas. —Vio de nuevo la imagen del camión cayendo por el pozo, rápido y vivido. Sorbió el chocolate y se quemó la boca.— ¡Maldición! En cualquier caso, siempre que esto me desanima, trato de recordar que es algo natural. Es inevitable que la gente se pelee, pero ahora nos estamos peleando por cosas marcianas. Quiero decir, la gente no se pelea porque es norteamericana, japonesa, rusa o árabe, o por cuestiones de religión, raza, sexo, o lo que sea. Se pelea porque quiere una u otra realidad marciana. Ahora eso es lo único que importa. De modo que ya hemos recorrido la mitad del camino. —Miró a Ann, que no alzaba la vista del suelo, frunciendo el ceño.— ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ella lo miró.

—Es la segunda mitad lo que importa.

—De acuerdo, quizá. Das mucho por sentado, aunque así es la gente. Pero has de reconocer que tu postura nos está afectando, Ann. Demonios, Sax y muchos otros hablaban de hacer cualquier cosa para terraformar con tanta rapidez como fuera posible: hacer que un grupo de asteroides impactara directamente contra el planeta, usar bombas de hidrógeno para reactivar volcanes… ¡cualquier cosa! Ahora todos esos planes se han descartado debido a ti y a tus partidarios. La visión sobre cómo terraformar y hasta donde llegar ya no es la misma. Y creo que con el tiempo alcanzaremos un compromiso que nos proteja de la radiación, una biosfera y tal vez aire que podamos respirar, o por lo menos en el que no caigamos muertos de inmediato… y todavía dejar el planeta bastante parecido a como era antes de que viniésemos. —Ante esto Ann levantó los ojos, exasperada, pero él prosiguió con firmeza:— ¡Nadie está hablando de transformarlo en un planeta tropical, aunque pudieran hacerlo! Siempre será frío, y la protuberancia de Tharsis siempre se elevará en el espacio, así que una parte enorme del planeta jamás se tocará. Y eso en parte se deberá a ti.

—Pero ¿quién puede garantizar que no querrán más?

—Tal vez algunos quieran más. Pero yo, por lo menos, intentaré detenerlos. ¡Lo haré! Puede que no esté de tu lado, pero te comprendo. Y cuando uno vuela por encima de las tierras altas como hice hoy, uno no puede evitar amarlas. Quizá algunos traten de cambiar el planeta, pero mientras tanto el planeta los estará cambiando a ellos. Un sentido del lugar, una estética del paisaje… con el tiempo todas esas cosas cambian. Sabes que los primeros que vieron el Gran Cañón pensaron que era feo como mil demonios porque no se parecía a los Alpes. Tardaron mucho tiempo en apreciarlo.

—De todas maneras, anegaron casi todo —dijo Ann sobriamente.

—Sí, sí. Pero ¿quién sabe lo que opinarán nuestros hijos? Será algo basado en lo que conozcan, y éste será el único lugar que conocerán. Así que terraformamos el planeta; pero al mismo tiempo el planeta nos areoforma a nosotros.

—Areoformación —musitó Ann, y una sonrisa leve y excepcional le iluminó la cara. John se ruborizó; no la había visto sonreír de esa manera desde hacía años, y quería a Ann, le encantaba verla sonreír—. Me gusta esa palabra —dijo ella entonces. Lo señaló con un dedo—: ¡No dejaré que lo olvides, John Boone! ¡Recordaré lo que has dicho esta noche!

—Yo también —dijo él.


El resto de la velada fue más relajada. Y al día siguiente Simón lo acompañó a la pista de aterrizaje, hasta el rover que conduciría hacia el norte; y Simón, que normalmente lo habría despedido con una sonrisa y un apretón de manos, o aun con un «me alegro de haberte visto», de pronto le dijo:

—De verdad te agradezco lo que dijiste anoche. Creo que la animó. En especial lo que dijiste sobre los niños. Está embarazada, ¿sabes?

—¿Qué? —John sacudió la cabeza.— No me lo dijo. ¿Eres tú el… el padre?

—Sí. —Simón sonrió.

—¿Cuántos años tiene ella ahora, sesenta?

—Sí. Es forzar un poco las cosas, por decirlo de alguna manera, pero ya se ha hecho antes. Tomaron un óvulo congelado hace quince años, lo fertilizaron y se lo implantaron. Veremos como marcha. Dicen que ahora Hiroko está embarazada todo el tiempo, que no para, como una incubadora.

—Cuentan muchas cosas sobre Hiroko, pero sólo son historias.

—Bueno, pero ésta la oímos de alguien que puede saberlo.

—¿El Coyote? —preguntó John con brusquedad. Simón enarcó las cejas.

—Me sorprende que te haya hablado de él.

John gruñó, oscuramente irritado. No había duda de que la fama lo privaba de un montón de chismes.

—Me alegro de que lo hiciera. Bueno, de todas formas… —Extendió la mano derecha y entrelazaron los dedos en el firme apretón que era un saludo ritual desde los primeros años de la astronáutica.— Felicitaciones. Cuida de ella.

Simón se encogió de hombros.

—Ya conoces a Ann. Hace lo que quiere.


Boone condujo hacia el norte desde Argyre durante tres días, disfrutando del paisaje y la soledad y dedicando unas pocas horas cada tarde a rastrear los movimientos de la gente en los registros planetarios, buscando correlaciones con los incidentes de sabotaje. Temprano en la cuarta mañana llegó a los cañones de Marineris, que se encontraban a unos 1.500 kilómetros al norte de Argyre. Se topó con un camino de radiofaros de respuesta que iba en dirección norte-sur y lo siguió hasta una breve pendiente en el borde austral de Melas Chasma; después salió del rover para mirar alrededor.

Nunca había estado en ese sector de los grandes cañones; antes de que terminaran la Autopista Transversal Marineris les costaba mucho llegar hasta allí. Era impresionante, no cabía duda; el acantilado de Melas tenía una caída de unos 3.000 metros y desde allí se veía todo el norte como desde un planeador. La otra pared del cañón era apenas visible, el borde asomaba sobre el horizonte; y entre los dos precipicios se extendía el vasto espacio de Melas Chasma, el corazón de todo el complejo Marineris. Sólo alcanzaba a ver los desfiladeros en los acantilados distantes que marcaban la entrada a otros cañones: los Chasma al oeste. Candor al norte, Coprates al este.

John caminó por la cima durante más de una hora, poniéndose las lentes binoculares del casco sobre el visor durante largos períodos, mirando todo lo que podía del mayor cañón de Marte, sintiendo la euforia de la tierra roja. Tiró piedras por el precipicio y observó cómo desaparecían, habló y cantó y saltó sobre las puntas de los pies en una desgarbada danza. Luego regresó al rover, se refrescó y condujo a lo largo del borde hasta el comienzo de la carretera del risco.

Allí la Autopista Transversal se convertía en un único carril de hormigón, y zigzagueaba bajando por el espinazo de una enorme rampa rocosa que se extendía desde el reborde sur hasta el fondo. Este accidente extraño, llamado el Espolón de Ginebra, apuntaba al norte desde el acantilado, en línea recta hacia Candor Chasma; se alzaba en un sitio tan adecuado que con la ruta que tenía encima parecía una rampa construida por los ingenieros de caminos.

Sin embargo, era un espolón escarpado, y el camino bajaba dando vueltas todo el trayecto en una pendiente no demasiado abrupta. Allí curvas serpenteaban sobre el espinazo, como un hilo amarillo que se retorcía sobre una manchada alfombra de color naranja.

Boone descendió con cuidado, doblando a la izquierda, luego a la derecha, luego a la izquierda, una y otra vez hasta que tuvo que detenerse a descansar los brazos. Miró atrás y arriba la pared sur era ciertamente escarpada, estriada con fracturas de barrancos profundamente erosionados. Después condujo de nuevo otra media hora, hasta que por fin el camino bajó en línea recta por la cresta del espolón cada vez más llano, que al fin se ensanchó y se fundió con el suelo del cañón. Y allí abajo había un pequeño grupo de vehículos.

Era el equipo suizo, que acababa de finalizar la construcción del camino, y Boone terminó pasando la noche con ellos. El grupo de unas ochenta personas, casi todas jóvenes, la mayoría casadas, hablaba en alemán, italiano, francés, y en honor suyo en un inglés con diversos acentos. En el campamento había niños y gatos, y un invernadero portátil atestado de hierbas y verduras de huerto. Pronto se marcharían de allí como gitanos, en una caravana compuesta casi exclusivamente por excavadoras, y viajarían hasta el extremo oeste del cañón para abrir un camino por Noctis Labyrinthus hacia el flanco este de Tharsis. Después habría otros caminos; quizá uno por encima de la Protuberancia de Tharsis entre el Monte Arsia y el Monte Pavonis, quizá uno al norte hacia el Mirador de Echus. Aún no estaban seguros, y Boone tuvo la impresión de que en realidad no les importaba; pensaban pasarse el resto de la vida viajando y construyendo caminos, de modo que el destino siguiente no importaba mucho. Gitanos errantes para siempre.

Se cercioraron de que todos sus hijos estrecharan la mano de John, y después de cenar él dio una breve conferencia, divagando como siempre sobre la nueva vida en Marte.

—Cuando veo a gente como ustedes aquí afuera, me siento feliz, porque son parte de una nueva vida, de una nueva sociedad; todo está cambiando en el plano técnico y en el plano humano. No estoy muy seguro de cómo tendría que ser esa nueva sociedad, a qué tendría que parecerse. Pero pienso que ustedes y todos los grupos pequeños que hay en la superficie están resolviendo empíricamente esos problemas. Y verlos a ustedes me ayuda a pensar.

Lo cual era cierto, aunque no estaba acostumbrado a pensar de pie; de modo que se dejó llevar en un vuelo de asociaciones libres, atrapando al paso cualquier pensamiento fugaz. Y los ojos de ellos brillaron a la luz de las lámparas mientras lo escuchaban.

Más tarde, se sentó con algunos de ellos en un círculo alrededor de una única lámpara encendida, y se quedaron despiertos toda la noche, hablando. Los suizos jóvenes le hicieron preguntas sobre el primer viaje y los primeros años en la Colina Subterránea, temas ambos que obviamente tenían una dimensión mítica para ellos, y él les contó algo parecido a la historia verdadera, y los hizo reír; y les preguntó sobre Suiza, cómo funcionaba, qué pensaban de ella, por qué estaban aquí en vez de allí. Una mujer rubia se rió cuando hizo esa pregunta.

—¿Conoce al Boogen? —dijo, y él negó con la cabeza—. Es parte de nuestras Navidades. Verá, Sami Claus va a todas las casas una por una y tiene un ayudante, el Boogen, que lleva una capa y una capucha y carga un gran saco. Sami Claus le pregunta a los padres cómo se han portado los niños ese año y los padres le muestran el libro mayor, ya sabe, el registro. Y si los niños han sido buenos, Sami Claus les da regalos. Pero si los padres dicen que los niños han sido malos, el Boogen los mete en el saco y se los lleva, y jamás se los vuelve a ver.

—¿Qué? —exclamó John.

—Eso es lo que te cuentan. Ésa es Suiza. Y por ese mismo motivo estoy en Marte.

—¿El Boogen la trajo hasta aquí? Se rieron, también la mujer.

—Sí. Yo siempre era mala. —Habló más seriamente.— Pero aquí no tendremos ningún Boogen.

Le preguntaron qué pensaba del debate entre los rojos y los verdes, y él se encogió de hombros y resumió lo que pudo de las posturas de Ann y de Sax.

—No creo que ninguno tenga razón —comentó uno de ellos. Se llamaba Jürgen y era uno de los líderes, un ingeniero que parecía una especie de cruce entre un burgomaestre y un rey gitano, pelo oscuro, rostro anguloso y serio—. Los dos bandos dicen que están favor de la naturaleza. Tienen que decirlo. Los rojos afirman que el Marte que ya está aquí es la naturaleza. Pero no es la naturaleza, porque está muerto. Sólo es roca. Los verdes dicen que traerán la naturaleza a Marte con la terraformación. Pero eso tampoco es naturaleza, sólo es cultura. Ya sabe, un jardín. Una obra de arte. De modo que ninguno de los dos tiene lo que quiere. No hay naturaleza en Marte.

—¡Interesante! —exclamó John—. Tendré que contárselo a Ann y ver qué dice. Pero… —Reflexionó en lo que acababa de escuchar.— Entonces, ¿cómo llaman a esto? ¿Cómo llaman a lo que hacen?

Jürgen se encogió de hombros y sonrió.

—No le damos ningún nombre. Simplemente es Marte.

Quizá eso era ser suizo, pensó John. En sus viajes se los había estado encontrando cada vez más, y todos parecían ser así. Haz las cosas y no te preocupes demasiado por la teoría. Haz cualquier cosa que parezca correcta.

Más tarde aún, después de haber bebido algunas botellas mas de vino, les preguntó si habían oído hablar del Coyote. Se rieron y uno dijo:

—Es el que vino antes que usted, ¿verdad?

John se quedó mirándolos y los otros volvieron a reírse.

—Es sólo una historia —explicó uno—. Como los canales, o el Gran Hombre. O Sami Claus.

Marchando hacia el norte al día siguiente a través de Melas Chasma, John deseó (como había deseado antes) que todo el mundo en el planeta fuera suizo, o por lo menos como los suizos. O más como los suizos en ciertos aspectos, en cualquier caso. El amor a la patria parecía manifestarse en ellos mediante una cierta clase de vida: racional, justa, próspera, científica. Por esa vida trabajarían en cualquier parte, porque para ellos lo que importaba era la vida, no una bandera o un credo o un conjunto de palabras, ni siquiera ese pedazo de tierra rocosa de la que eran propietarios en la Tierra. Ese equipo suizo de construcción de caminos era ya marciano; había traído consigo la vida y había dejado atrás el equipaje.

Suspiró y almorzó mientras el rover pasaba junto a los radiofaros y enfilaba hacia el norte. No era tan simple, por supuesto. Los constructores de caminos eran suizos viajeros, el tipo de suizo que pasa la mayor parte del tiempo fuera de Suiza. Había muchos de ésos; se los escogía porque eran diferentes. Los suizos que se quedaban en casa defendían con pasión su condición de suizos; aún estaban armados hasta los dientes, dispuestos a ser banqueros de cualquiera que les trajera dinero en efectivo, aún no pertenecían a la UN. Aunque esto, dado el poder que tenía hoy la UNOMA, los hacía aún más interesantes para John, le parecían un modelo. Esa capacidad de ser parte del mundo al tiempo que se apartaban de él, de usarlo pero mantenerlo a distancia, de ser pequeños pero eficaces, de estar bien armados pero sin entrar jamás en una guerra… ¿no era eso una manera de definir lo que él deseaba de Marte? Le pareció que ahí había algunas lecciones que aprender, en beneficio de cualquier hipotético estado marciano.

Pasaba una buena parte del día sólo pensando en ese estado hipotético; era una especie de obsesión y le molestaba no pensar más que vaguedades. Pensó detenidamente en Suiza y en estudiar la cuestión paso a paso:

—Pauline, recupera por favor el artículo de enciclopedia sobre el gobierno suizo.

El rover fue pasando radiofaro tras radiofaro mientras leía el artículo en la pantalla. Le decepcionó descubrir que no había nada obviamente específico en el sistema de gobierno suizo. El poder ejecutivo residía en un consejo de siete, elegido por la asamblea. No había un presidente carismático, lo que a una parte de Boone no le hizo mucha gracia. Aparte de elegir al consejo federal, la asamblea no parecía hacer gran cosa; estaba atrapado entre el poder del consejo ejecutivo y el poder del pueblo, que se ejercitaba en referendums e iniciativas directas, una idea que, de todos los sitios posibles, habían sacado de la California del S XIX. Y luego estaba el sistema federal; se suponía que los cantones, en toda su diversidad, eran muy independientes, lo que también debilitaba a la asamblea. Pero el poder cantonal se había estado desgastando durante generaciones, mientras el gobierno federal se reforzaba. ¿Cuál era el resultado?

—Pauline, por favor recupera mi archivo de la constitución. — Añadió unas pocas líneas al archivo que había abierto hacia poco: Consejo federal, iniciativas directas, asamblea débil, intendencia local, en particular en cuestiones culturales. En cualquier caso, tendría que volver a pensarlo. Más datos que añadir a todo un hervidero de ideas.

Siguió conduciendo. Recordó la calma de los constructores de caminos, una extraña mezcla de misticismo e ingeniería. La cálida hospitalidad, algo que Boone no solía dar por sentado, no era frecuente. En los asentamientos árabes e israelíes, por ejemplo, lo recibía con mucha frialdad, quizá porque se lo tenía por ateo, quizá porque Frank había estado contando historias. Lo había sorprendido descubrir una caravana árabe cuyos miembros creían que Boone había prohibido la construcción de una mezquita en Fobos, y se limitaron a mirarlo fijamente cuando dijo que nunca había oído hablar de ese proyecto. Tenía le certeza de que era obra de Frank; por Janet y otros se había enterado de que Frank se dedicaba a denigrarlo. Sí, había grupos que lo recibían con frialdad: los árabes, los israelíes, los equipos del reactor, algunos de los ejecutivos de las transnacionales… grupos con bien definidos y provincianos programas propios, gente que se oponía a una perspectiva más amplia. Por desgracia, eran muchos.

Salió de su ensoñación y miró alrededor, y lo sorprendió descubrir que el centro de Alelas era idéntico a algún lugar de las llanuras del norte. En ese punto el gran cañón tenía 200 kilómetros de ancho, y la curvatura del planeta era tan pronunciada que las paredes norte y sur del cañón, sus tres kilómetros verticales, se perdían por completo bajo los horizontes. Pero a la mañana siguiente el horizonte norte se duplicó y luego se dividió en el sucio del cañón y la gran pared norte, cortada en dos por la quebrada de un cañón que iba de norte a sur y conectaba Alelas y Candor. Entró en la ancha abertura y unas paredes gigantescas lo flanquearon a ambos lados, bloques fracturados por infinidad de barrancos y crestas. Al pie de las paredes yacían los restos de antiguos desprendimientos o las agrietadas terrazas de unas playas fósiles.

En ese desfiladero el camino suizo era una línea de radiofaros verdes, que serpenteaba entre mesas y cauces, de modo que daba la impresión de que el Valle de la Muerte había sido recolocado en el fondo de un cañón dos veces más profundo y cinco veces más ancho que el Gran Cañón. El panorama era demasiado asombroso para que John fuera capaz de concentrarse en algo más, y por primera vez en todo el viaje condujo el día entero con Pauline desconectada.

Al norte del desfiladero transversal entró en la enorme depresión de Candor Chasma, y fue como sí se encontrase ante una réplica gigantesca del Desierto Pintado, con grandes estratos de sedimentos por doquier, franjas de sedimentos color púrpura y amarillo, dunas anaranjadas, bloques erráticos rojos, arenas rosadas, barrancos índigos: en verdad un paisaje fantástico, extravagante, engañoso, pues la profusión de colores hacía difícil saber qué eran esas formas, y qué tamaño tenían y a qué distancia se encontraban. Gigantescos altiplanos que parecían bloquear el camino no eran más que estratos que se curvaban en un acantilado lejano; rocas pequeñas junto a los radiofaros eran mesas enormes a medio día de marcha de distancia. Y a la luz del crepúsculo brillaban todos los colores, todo el espectro marciano centelleaba como si el color brotase de las rocas mismas, desde el amarillo pálido hasta el púrpura amoratado. ¡Candor Chasma! Algún día tendría que volver y explorarlo a fondo.

El día después, subió por la pendiente del camino norte de Ophir, que el equipo suizo había terminado el año anterior. Arriba y arriba y arriba, y luego, sin ver jamás el borde de un cráter, se encontró fuera de los cañones, marchando más allá de los agujeros abovedados de Ganges Caleña, y después por la vieja y conocida llanura. La ruta se alargaba sobre el estrecho horizonte más allá de Chernobil y la Colina Subterránea; luego durante otro día viajó hacia el oeste hasta el Mirador de Echus, el nuevo cuartel general de terraformación de Sax. El viaje le había llevado una semana, y había recorrido 2.500 kilómetros.


Sax Russell había regresado de Acheron. Ahora era una autoridad indiscutible, ya que había sido nombrado por la UNOMA una década atrás jefe científico del esfuerzo de terraformación. Y, por supuesto, esa década de poder lo había afectado. Había pedido ayuda a las transnacionales y a la UN. para construir toda una ciudad para el equipo de terraformación, y había ubicado esta ciudad a unos quinientos kilómetros al oeste de la Colina Subterránea, al borde de los riscos orientales de Echus Chasma. Echus era uno de los cañones más estrechos y profundos del planeta, y la pared oriental era aún más alta que la de Metas sur; la sección que habían elegido para construir la ciudad era un acantilado vertical de basalto de cuatro mil metros de altura.

En la cumbre del acantilado había muy pocas señales de la nueva ciudad; la tierra detrás del borde estaba casi intacta, sólo algún nido de cemento aquí y allá, y al norte el penacho de humo de una central Rickover. Pero cuando John dejó el vehículo y entró en una casamata y se metió en uno de los grandes ascensores, la extensión de la ciudad empezó a hacerse evidente; los ascensores bajaban cincuenta plantas. Y cuando descendió, salió y encontró otros ascensores, que lo llevarían aun más abajo, hasta el suelo mismo de Echus Chasma. Suponiendo que cada planta tuviera diez metros, eso significaba que en el acantilado había espacio para cuatrocientas. En realidad mucho de ese espacio aún no se había utilizado, y la mayoría de los cuartos se agrupaban en las veinte plantas más altas. Las oficinas de Sax, por ejemplo, estaban cerca de la cima.

La sala de reuniones era una cámara grande y abierta, con una ventana que iba desde el suelo hasta el techo en la pared occidental Cuando John entró en la sala en busca de Sax, aún era media mañana y la ventana era casi transparente; abajo, lejos, muy lejos, se extendía el suelo de la sima, todavía medio en sombras, y allí fuera, bajo la luz del sol, se erguía la pared occidental mucho más baja de Echus, y detrás la gran pendiente de la Protuberancia de Tharsis, que se elevaba más y más alta hacia el sur. A media distancia asomaba la loma de Tharsis Tholus y a la izquierda, por encima del horizonte, se extendía el cono purpúreo y chato del Monte Ascraeus, el más septentrional de los grandes volcanes.

Pero Sax no se encontraba en la sala de reuniones, y sabía que jamás se acercaba a esa ventana. Estaba en la habitación contigua, un laboratorio, más rata de laboratorio que nunca, con los hombros encorvados, las patillas crispadas, mirando el suelo alrededor, hablando con una voz que sonaba como la de una IA. Guió a John por toda una serie de laboratorios, inclinándose para escudriñar las pantallas o los gráficos que iban saliendo, hablando con John por encima del hombro, distraídamente. Los cuartos por los que pasaron estaban atestados de computadoras, impresoras, pantallas, libros, rollos y pilas de papel, discos, especificaciones de masas y códigos, incubadoras, campanas de vapor, largas mesas de laboratorio repletas de aparatos largos, bibliotecas enteras; y en la precaria superficie había macetas con plantas, la mayoría bultos irreconocibles, plantas carnosas con caparazón y cosas parecidas, de modo que a primera vista parecía que un moho virulento había brotado y lo había cubierto todo.

—Tus laboratorios se están volviendo desordenados —le dijo John.

—El planeta es el laboratorio —replicó Sax.

John rió, apartó un cactus surártico de color amarillo brillante, y se sentó. Se decía que Sax ya no dejaba nunca esas cámaras.

—¿Qué estás cociendo hoy?

—Atmósferas.

Desde luego. Un problema difícil. Todo el calor que estaban liberando o aplicándole al planeta había espesado la atmósfera. Pero en cambio todas las estrategias de fijación del CO2, la estaban diluyendo; y a medida que la composición química iba variando lentamente hacía algo menos venenoso, la atmósfera perdía calor y el proceso se volvía más lento. La reacción negativa respondía a la reacción positiva, por todas partes. Hacer malabarismos con todos esos factores e introducirlos en un programa de extrapolación eficaz era algo que nadie había conseguido hasta entonces, al menos de acuerdo con los criterios de Sax, de manera que había recurrido a la solución de costumbre: intentarlo él mismo.

Recorrió los estrechos pasillos entre el equipo, apartando las sillas.

—Lo que pasa es que hay demasiado dióxido de carbono. En los viejos días los modeladores lo barrían debajo de la alfombra. Me parece que los robots tendrían que alimentar factorías Sabatier en el casquete polar sur. Lo que procesemos no se sublimará, y así podríamos liberar el oxígeno y fabricar ladrillos de carbono. Habrá bloques de carbono de sobra. Pirámides negras que acompañen a las blancas.

—Precioso.

—Mmm.

Las Cray y las dos nuevas Schiller zumbaban detrás de él, proporcionando a su monótona exposición un fondo de bajo. Esas computadoras pasaban todo el tiempo elaborando conjuntos de condiciones, uno tras otro, dijo Sax; pero los resultados, nunca los mismos, rara vez eran promisorios. El aire seguiría siendo frío y venenoso durante mucho tiempo.

Sax bajó por el pasillo, y John lo siguió hacia lo que parecía otro laboratorio, aunque había una cama y una refrigeradora en un rincón. Los libros se amontonaban en desorden y cubiertos de macetas con plantas, extraña vegetación del pleistoceno que parecía tan mortífera como el aire exterior. John se sentó en la única silla vacía. Sax se levantó y se agachó para mirar unas plantas mientras John le hablaba del encuentro con Ann.

—¿Piensas que está involucrada? —preguntó Sax.

—Pienso que quizá sepa quién está detrás. Mencionó a alguien llamado el Coyote.

—Ah, sí. —Sax miró brevemente a John… le miró los pies, para ser precisos.— Nos está desviando a un personaje legendario. ¿Sabes?, se supone que estuvo en el Ares con nosotros. Hiroko lo escondió.

John estaba tan sorprendido que tardó en entender lo que había dicho Sax. Y entonces lo recordó. Una noche Maya le había contado que había visto una cara, la cara de un extraño. El viaje a Marte había sido duro para Maya, y él había descartado la historia. Pero ahora… Sax iba de un lado a otro encendiendo luces, escudriñando pantallas, musitando cosas sobre medidas de seguridad. Abrió brevemente la puerta de la refrigeradora y John vislumbró más plantas erizadas; o conservaba allí los experimentos, o bien su comida padecía una virulenta erupción de moho.

—Puedes comprender por qué atacaron sobre todo los agujeros entre la corteza y el manto —dijo John—. Son sin duda el proyecto más accesible.

Sax ladeó la cabeza.

—¿Lo son?

—Piénsalo un rato. Tus pequeños molinos de viento están por todas partes, no hay nada que hacer.

—Hemos sabido que están eliminándolos.

—¿Cuántos… una docena? ¿Y cuántos hay ahí afuera… cien mil? Son chatarra, Sax. Basura. Tu peor idea.

Y en verdad casi fatal para las cubetas de algas que Sax había ocultado en algunos. Todas esas algas habían muerto al parecer… pero de no haber sido así, y si hubieran podido probar que era Sax quien las había diseminado, habría perdido el puesto. Otra indicación más de que la lógica de Sax era pura fachada.

En ese momento fruncía la nariz.

—Añaden un teravatio al año.

—Y destrozar unos pocos no cambiará eso. En cuanto a las otras operaciones físicas, no es posible eliminar las algas negras que han invadido el casquete polar boreal. Los espejos del amanecer y del crepúsculo están en órbita, y no es fácil derribarlos.

—Alguien lo consiguió con Pitágoras.

—Cierto, pero sabemos quién fue y hay un equipo de seguridad que la tiene vigilada.

—Quizá ella se mantenga apartada un tiempo. Quizá puedan permitirse prescindir de una persona por cada acto de sabotaje, no me sorprendería.

—Sí, pero unos pocos cambios en el control del personal haría imposible que trajeran a bordo herramientas de contrabando.

—Podrían usar las que ya tienen. —Sax sacudió la cabeza.— Los espejos son vulnerables.

—De acuerdo. En cualquier caso, más que algunos proyectos.

—Esos espejos añaden treinta calorías por centímetro cuadrado —dijo Sax—. Y cada vez más.

Ahora casi todas las naves de carga de la Tierra navegaban con paneles solares, y cuando llegaban al sistema marciano se conectaban al gran grupo de las que habían arribado antes, estacionadas todas en órbita areosincrónica, programadas para que giraran reflejando la luz sobre los terminadores, y añadieran un poco de energía a las horas del amanecer y el atardecer. Toda la operación había sido coordinada por la oficina de Sax.

—Aumentaremos la seguridad en los equipos de mantenimiento —dijo John.

—Bien. Mayor seguridad en los espejos y en los agujeros entre la corteza y el manto.

—Sí. Pero eso no es todo. Sax arrugó la nariz.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, el problema es que no sólo los proyectos de terraformación son blancos potenciales. Quiero decir que los reactores nucleares proporcionan un montón de energía y están bombeando calor como hornos que son. Si destruyeran uno solo, provocarían lluvias radiactivas de todo tipo, más políticas incluso que físicas. —Las arrugas verticales entre los ojos de Sax le llegaron casi hasta la línea de nacimiento del pelo. John mostró las palmas de las manos.— No es mi culpa. Así son las cosas.

—IA, toma nota —dijo Sax—. Inspeccionar la seguridad de los reactores.

—Nota tomada —dijo una de las Schiller, con una voz que parecía la de Sax.

—Y eso no es lo peor —añadió John. La expresión de Sax se crispó y miró con furia al suelo—. Los laboratorios de bioingeniería. —La boca de Sax se convirtió en una línea delgada.— Se están creando organismos nuevos cada día —continuó John—, y podría aparecer algo que matara todo en el planeta.

Sax parpadeó.

—Esperemos que nadie de ese grupo piense como tú.

—Sólo estoy intentando pensar como ellos.

—IA, toma nota. Seguridad del biolaboratorio.

—Por supuesto, Vlad y Úrsula y su grupo han introducido genes suicidas en todo lo que han creado —dijo John—. Pero sólo para frenar el exceso de éxito o las mutaciones accidentales. Si alguien consiguiera burlarlos y fraguara algo que se alimentara con el exceso de éxito, tendríamos problemas.

—Me doy cuenta.

—Bien. Los laboratorios, los reactores, los agujeros de transición, los espejos. Podría ser peor.

Sax alzó la vista al techo, impaciente.

—Me alegra que pienses así. Hablaré con Helmut. En cualquier caso, tengo que verlo pronto. Parece que van a aprobar el ascensor de Phyllis en la próxima sesión de la UNOMA. Eso recortará los costes de la terraformación.

—Lo hará con el tiempo, pero la inversión inicial tiene que ser enorme.

Sax se encogió de hombros.

—Arrastra un asteroide Amor a órbita, instala una factoría robot, deja que se ponga a trabajar. No es tan caro como podría pensarse. John también miró al techo.

—Sax, pero ¿quién lo paga?

Sax ladeó la cabeza y parpadeó.

—El sol.

John se levantó: de pronto tenía hambre.

—Entonces el sol es el que manda. Recuérdalo.


Mangalavid emitía seis horas de vídeo aficionado local cada noche, un extraño paquete que John veía siempre que podía. De modo que después de prepararse en la cocina una gran ensalada verde, se encaminó a la sala del ventanal en la planta de los dormitorios y vio el programa mientras cenaba, mirando de vez en cuando la roja puesta de sol sobre Ascraeus. Los primeros diez minutos de la emisión de aquella noche habían sido grabar la ingeniera de una planta de procesamiento de basura en Chasma Borealis. Su voz en off era entusiasta pero cansadora:

«Lo bueno es que podemos contaminar todo lo que queramos con ciertos materiales, oxígeno, ozono, nitrógeno, argón, vapor… lo que implica un margen del que no disponíamos allá en casa. Trituramos lo que nos dan hasta que podemos soltarlo». Allá en casa, se dijo John. Una recién llegada. Después de la ingeniera hubo un intento de combate de karate, hilarante y hermoso al mismo tiempo; y luego veinte minutos de unos rusos representando Hamlet enfundados en trajes presurizados en el fondo del agujero de Tyrrhena Patera; la producción le pareció a John delirante hasta que Hamlet ve a Claudio arrodillado, momento en que la cámara se volvió hacia arriba y mostró el agujero como las paredes de una catedral; se elevaban por encima de Claudio hacia un rayo de luz del sol infinitamente distante, como el perdón que jamás recibiría.

John apagó el televisor, tomó el ascensor y bajó hasta el dormitorio. Se metió en cama y se relajó. Karate como ballet. Los recién llegados seguían siendo ingenieros, trabajadores de la construcción, científicos de todas las disciplinas. Pero no parecían tan dedicados a un solo objetivo como los primeros cien, y probablemente eso era bueno. Gente resuelta y amplia de miras, práctica, empírica, racional; uno podía esperar que el proceso de selección en la Tierra dejara de lado a los fanáticos y enviara gente con sensibilidad de suizo viajero, práctica pero abierta a nuevas posibilidades, capaz de nuevas lealtades y creencias. O eso esperaba. Ya sabía que esto era bastante ingenuo. Sólo había que mirar a los primeros cien para darse cuenta de que los científicos podían ser tan fanáticos como cualquiera, quizá todavía más; tal vez habían tenido una educación de miras estrechas. La desaparición del equipo de Hiroko… Ahí afuera, en alguna parte del yermo rocoso, bastardos afortunados… Se quedó dormido.

Trabajó en el Mirador de Echus unos días más y luego recibió una llamada de Helmut Bronski desde Burroughs, que quería hablarle de los recién llegados. John decidió tomar el tren a Burroughs y ver a Helmut.

La noche anterior había visitado a Sax en el laboratorio. Cuando entraba, Sax dijo con su voz monótona:

—Hemos encontrado un asteroide Amor compuesto en un noventa por ciento de hielo: la órbita lo acercará a Marte dentro de tres años. Justo lo que estaba buscando. —El plan era colocar un conductor de masa robotizado en un asteroide de hielo y empujarlo a una órbita de aerofrenado alrededor de Marte, consumiéndolo de ese modo en la atmósfera. Esto satisfaría los protocolos de la UNOMA, que prohibían el tipo de destrucción en masa de un impacto directo, y sin embargo añadiría a la atmósfera grandes cantidades de agua, hidrógeno y oxígeno, exactamente los gases que más necesitaban.— Eso podría elevar la presión atmosférica en unos cincuenta milibares.

—¡Bromeas! —La media anterior a la llegada había sido, decían, de entre siete y diez milibares (la media de la Tierra al nivel del mar es de 1.013), y hasta ahora sólo habían elevado la media a unos cincuenta milibares.— ¿Una bola de hielo va a duplicar la presión atmosférica?

—Eso es lo que indican las simulaciones. Por supuesto, con un nivel inicial tan bajo, duplicarla no es tan impresionante.

—Sin embargo, parece estupendo, Sax. Y será muy difícil sabotearlo. Pero Sax no quería que le recordaran eso. Frunció levemente el ceño y se escurrió fuera.

John se rió de los miedos de Sax y fue hacia la salida. De pronto se detuvo pensativo y miró pasillo arriba y abajo. Vacío. Y no había monitores de vídeo en las oficinas de Sax. Volvió a entrar, riéndose de sus propios pasos furtivos, y observó el caos de papel que había sobre el escritorio de Sax. ¿Por dónde empezar? Podía suponerse que la IA fuera la depositaria de cualquier cosa interesante, pero era probable que sólo respondiese a la voz de Sax y seguro que registraría cualquier otra petición. Abrió sigilosamente un cajón del escritorio. Vacío. Todos los cajones estaban vacíos; casi se rió en voz alta, pero se contuvo. Había una pila de correspondencia en un banco de laboratorio y la examinó. La mayoría eran notas de los biólogos de Acheron. Debajo de la pila había una única hoja sin firma, sin remitente o código de origen. La impresora de Sax la había escupido sin ninguna identificación que John pudiera ver. El mensaje era breve:


1. Utilizamos genes suicidas para controlar la proliferación.


2. Hay tantas fuentes de calor ahora en la superficie que no creemos que nadie pueda distinguir nuestros escapes de gas del resto.


3. Sencillamente acordamos que queríamos librarnos de los demás y trabajar por nuestra cuenta, sin interferencias. Estoy segura de que ahora lo comprendes.


Después de un minuto con la vista clavada en la hoja, John alzó bruscamente la cabeza y miró alrededor. Todavía estaba solo. Observó de nuevo la nota, la dejó donde la había encontrado y en silencio salió de las oficinas de Sax, de vuelta a las habitaciones de los huéspedes.

—Sax —dijo con admiración—, ¡tramposo congreso de ratas!


El tren a Burroughs, treinta vagones estrechos de carga y dos de pasajeros en la parte delantera, circulaba sobre una pista magnética superconductora tan veloz y suavemente que era difícil creer en la realidad del paisaje; después de los interminables y laboriosos viajes de John en rover por la superficie, era casi aterrador. No podían hacer otra cosa que inundar los centros de placer del viejo cerebro con omegendorfos y relajarse y disfrutarlo, contemplando en el exterior lo que parecía ser una especie de vuelo supersónico sobre las evoluciones del terreno.

La pista corría casi paralela a los diez grados de latitud norte; el plan era que, con el tiempo, circundara el planeta, pero hasta ahora sólo habían terminado el cuadrante entre Echus y Burroughs. Burroughs se había convertido en la ciudad más grande del hemisferio; el asentamiento original lo había construido un consorcio radicado en Norteamérica que utilizó un diseño de la Comunidad Europea ideado en Francia, y estaba enclavado en el extremo superior de Isidis Planitia, que de hecho era una enorme depresión donde las llanuras del norte abrían una muesca profunda en las tierras altas del sur. Las paredes y la cabeza de la depresión contrarrestaban la curvatura del planeta de tal modo que el paisaje alrededor de la ciudad tenía algo de terrario, y mientras el tren surcaba la gran depresión, Boone pudo ver el horizonte, a través de llanuras oscuras salpicadas de mesas, a unos sesenta kilómetros de distancia.

Los edificios de Burroughs eran casi todos moradas en los riscos, abiertos en las paredes de cinco mesas bajas, agrupadas en una elevación en el recodo de un antiguo canal curvo. Grandes secciones de las paredes verticales habían sido cubiertas con rectángulos de cristal, como si hubieran empotrado en las colinas rascacielos postmodernos tumbados de costado. Era una visión sorprendente, y mucho más impresionante que la Colina Subterránea o incluso el Mirador de Echus. No, las mesas de paredes de cristal de Burroughs, elevándose sobre un canal que parecía suplicar agua, con vistas a las lejanas colinas… estos rasgos combinados daban a la nueva ciudad la creciente fama de ser la más hermosa de Marte.

La estación de tren occidental se encontraba en el interior de una de las mesas excavadas, una sala de paredes de cristal de sesenta metros de altura. John entró y se abrió paso entre la multitud, con la cabeza echada hacia atrás como un palurdo en Manhattan. El personal de los trenes iba vestido con monos azules, los equipos de prospección con trajes verdes, los burócratas de la UNOMA con trajes clásicos, los trabajadores de la construcción con monos de faena de colores irisados, como ropa deportiva. El cuartel general de la UNOMA se había establecido en Burroughs tres años atrás, provocando la aparición de muchos nuevos edificios; no era fácil distinguir si en la estación había más burócratas de la UNOMA o trabajadores de la construcción.

En el extremo más alejado de la gran sala, John localizó el morro de un tren subterráneo, y subió a un pequeño convoy que llevaba al cuartel general de la UNOMA. En el vagón estrechó las manos de unos pocos que lo reconocieron y se le acercaron, sintiéndose raro otra vez, como en aquellos años de vitrina. Estaba de nuevo entre extraños. En una ciudad. Aquella noche cenó con Helmut Bronski. Se habían visto otras veces, y John estaba impresionado: un millonario alemán que se había metido en política; alto, rollizo, rubio y de cara rubicunda, acicalado de manera impecable, vestido con un caro traje gris. Era ministro de Finanzas de la CE cuando ocupó el cargo en la UNOMA. En ese momento le contaba a John las últimas noticias, en un inglés británico muy educado, comiendo con rapidez rosbif y patatas entre andanadas de frases, sosteniendo los cubiertos con el concienzudo estilo alemán.

—Vamos a adjudicarle un contrato de prospección en Elysium al consorcio transnacional Armscor. Traerán su propio equipo.

—Pero Helmut —le dijo John—, ¿eso no violará el tratado de Marte? Helmut hizo un amplio ademán con la mano que sostenía el tenedor; ellos eran hombres de mundo, parecía decir, entendían ese tipo de cosas.

—El tratado está anticuado, resulta obvio para cualquiera que deba tenerlo en cuenta. Pero su revisión está programada para dentro de diez años. Mientras tanto, tenemos que tratar de anticipar ciertos aspectos de esa revisión. Ése es el motivo por el que ahora otorgamos concesiones. No hay motivo racional para el retraso, y si lo intentáramos habría problemas en la Asamblea General.

—¡Pero a la Asamblea General no le entusiasmará que hayas adjudicado la primera concesión a un sudafricano fabricante de armas! Helmut se encogió de hombros.

—Armscor tiene muy poca relación con sus orígenes. Sólo es un nombre. Cuando Sudáfrica se convirtió en Azania, la compañía trasladó sus oficinas centrales a Australia, y luego a Singapur. Y ahora, por supuesto, se ha convertido en mucho más que una empresa aeroespacial. Es una verdadera transnacional, uno de los nuevos tigres, con bancos propios, que controla los intereses de unas cincuenta de las viejas quinientas fortunas.

—¿Cincuenta? —preguntó John.

—Sí. Y Armscor es una de las transnacionales más pequeñas, y por eso la escogimos. No obstante, aún tiene un poder económico mayor que cualquier país, salvo los veinte más grandes. Verás, a medida que las viejas multinacionales se transforman en transnacionales, acumulan mucho poder e influyen en la Asamblea General. Cuando les otorgamos una concesión, unos veinte o treinta países se benefician, y consiguen su oportunidad en Marte. Y para el resto de los países, eso sirve como precedente. Y así se reduce la presión sobre nosotros.

—Hmm, hmm. —John reflexionó.— Dime, ¿quién negoció este acuerdo?

—Bueno, ya sabes, varios de nosotros.

John apretó los labios y apartó la vista. De pronto comprendió que estaba hablando con un nombre que aunque era un funcionario, se consideraba a sí mismo mucho más importante en el planeta que John Boone. Afable, con la cara bien rasurada (¿y quién le cortaba el pelo?), Bronski se reclinó en el asiento y pidió unas copas para la sobremesa. La ayudante, camarera durante la cena, se apresuró a complacerlo.

—Creo que nunca antes me habían servido en Marte —observó John. Helmut mantuvo su mirada con calma, pero el color rubicundo se le había acentuado. John casi sonrió. El comisionado de la UNOMA quería parecer amenazador, representante de poderes tan sofisticados que la pequeña mentalidad de estación meteorológica de John nunca podría comprender. Pero John había descubierto en el pasado que unos pocos minutos en el papel de Primer Hombre en Marte bastaban por lo habitual para aplastar ese tipo de actitud; así que rió y bebió y contó historias y aludió a secretos de los que sólo los primeros cien tenían conocimiento; y le dejó claro a la ayudante-camarera que quien estaba al mando en la mesa era él —comportándose en general de un modo despreocupado, astuto, arrogante—, y cuando hubieron acabado con el sorbete y el brandy, ya el mismo Bronski se mostraba estentóreo y fanfarrón, evidentemente nervioso y a la defensiva. Funcionarios. John tuvo que reírse.

Pero se preguntaba cuál sería en verdad el objetivo último de aquella reunión, que aún no acababa de entender. Quizá Bronski había querido ver en persona cómo las noticias de la nueva concesión afectarían a uno de los primeros cien… ¿tal vez para calibrar la reacción de los demás? Eso sería estúpido, pues para obtener una buena medida sobre los primeros cien haría falta recoger por lo menos la opinión de ochenta de ellos; pero eso no significaba que no fuera verdad. John estaba acostumbrado a ser tomado como un representante, como un símbolo. De nuevo el mascarón de proa. Definitivamente una pérdida de tiempo.

Se preguntó si podría sacar algo de valor de la velada, y mientras caminaban de regreso a la suite de invitados preguntó:

—¿Has oído hablar del Coyote?

—¿Un animal?

John sonrió y dejó el tema. Ya en su cuarto se echó en la cama, con Mangalavid en el televisor, y reflexionó. Mientras se cepillaba los dientes antes de irse a dormir, miró a los ojos a su imagen en el espejo y frunció el ceño. Agitó el cepillo de dientes imitando el ademán efusivo:

—Bueno, zon negozioz —dijo en una injusta parodia del ligero acento de Helmut—. ¡Ya zabe! ¡Zólo negozioz!


A la mañana siguiente disponía de unas pocas horas antes de la primera reunión, y pasó el tiempo con Pauline, examinando lo que pudo encontrar sobre los movimientos de Helmut Bronski en los últimos seis meses. ¿Podía Pauline introducirse en la valija diplomática de la UNOMA?

¿Había estado Helmut alguna vez en Senzeni Na o en cualquiera de los otros emplazamientos saboteados? Mientras Pauline introducía los algoritmos de búsqueda, John tragó un omegendorfo para quitarse la resaca y pensó en lo que habría detrás de esa súbita idea de inspeccionar los registros de Helmut. En aquellos días la UNOMA era la autoridad última en Marte, por lo menos según la letra de la ley. En la práctica, como la noche anterior había dejado claro, era tan inoperante como la UN ante los ejércitos nacionales y el dinero transnacional. A menos que éstos la obedecieran, era impotente; no intentaba oponerse y probablemente jamás lo intentaría, ya que era para ellos un mero instrumento. Entonces, ¿qué querían los gobiernos nacionales y las juntas directivas transnacionales? Si había suficientes sabotajes, ¿traerían más agentes de seguridad? ¿Incrementarían las medidas de control?

La cuestión era desagradable. Al parecer, hasta ahora y como único resultado de la investigación, la lista de sospechosos se había triplicado. Pauline dijo: «Lo siento, John», y la información apareció en pantalla. Había averiguado que la valija diplomática estaba codificada con una clave inviolable. Por otro lado, los movimientos de Helmut no eran un secreto. Había estado en Pitágoras, la estación del espejo que había sido arrancada de su órbita, diez semanas atrás. Y en Senzeni Na dos semanas antes que John. Y, sin embargo, nadie en Senzeni Na había mencionado su visita.

No hacía mucho, había regresado del complejo minero que estaba levantándose en un lugar llamado Punto Bradbury. Dos días después John fue a visitarlo.


Punto Bradbury se alzaba a unos ochocientos kilómetros al norte de Burroughs, en la prolongación más oriental de Nilosyrtis Mensae. Las mensae eran una serie de largas mesas, como islas de las tierras altas del sur que sobresalían en los llanos del norte. Hacía poco se había descubierto que las mesas-islas de Nilosyrtis eran una rica región metalogénica, con depósitos de cobre, plata, zinc, oro, platino y otros metales. Concentraciones minerales de este tipo habían sido descubiertas también en el llamado Gran Acantilado, donde las tierras altas del sur descendían a las tierras bajas del norte. Algunos areólogos llegaban al extremo de llamar provincia metalogénica a toda la región de acantilados que marcaba el planeta como las costuras de una pelota de béisbol. Ése era otro factor extraño que añadir al gran misterio del norte-sur, factor que en la práctica estaba recibiendo una atención desmedida. Científicos que trabajaban para la UNOMA excavaban y al mismo tiempo llevaban a cabo estudios areológicos, y como John averiguó mientras comprobaba los registros de empleo de las nuevas llegadas, éstos incluían las transnacionales: todos buscaban pistas que ayudaran a localizar más depósitos. Pero aun en la Tierra la geología de la formación mineral no se entendía muy bien; la prospección aún dependía en gran medida del azar, y en Marte era todavía más misteriosa. Los recientes hallazgos en el Gran Acantilado habían sido fortuitos en su mayor parte, pero ahora el sitio estaba convirtiéndose en un verdadero centro de prospección.

El descubrimiento de Punto Bradbury había acelerado esta cacería. Punto Bradbury parecía tan grande como los más extensos complejos terranos, quizá equivalente al complejo estepario de Azania. La fiebre del oro había invadido Nilosyrtis. Y Helmut Bronski visitó el complejo.

Que resultó ser pequeño y utilitario, un mero principio: una Rickover y algunas refinerías junto a una mesa vaciada y rellenada con un habitat. Las minas estaban diseminadas por las tierras bajas entre las mesas. Boone condujo hasta el habitat, acopló el rover al garaje, y luego atravesó agachado las antecámaras. Dentro lo recibió un comité de bienvenida, que lo llevó a una sala de conferencias con ventanales de pared a pared.

Había, dijeron, unas trescientas personas en Bradbury, todas empleadas de la UNOMA y preparadas por la transnacional Shellalco. Cuando hicieron un breve recorrido por el lugar, John descubrió que eran una mezcla de gentes de Sudáfrica, Australia y Norteamérica, todos contentos de estrecharle la mano; más hombres que mujeres, en unas tres cuartas partes, pálidos y limpios, mas parecidos a técnicos de laboratorio que a los ennegrecidos trolls que John había imaginado cuando oyó la palabra minero. La Mayoría trabajaba bajo contratos de dos años, le dijeron, y llevaban la cuenta del tiempo que les quedaba, hasta las semanas e incluso los días. Dirigían las minas básicamente por teleoperación, y se sobresaltaron cuando John pidió bajar a una para echar un vistazo.

—Sólo es un agujero —dijo uno de ellos. Boone se quedó mirándolos con aire inocente, y después de un momento de vacilación, se apresuraron a reunir una escolla.

Les llevó dos horas meterse en los trajes y salir por la antecámara. Condujeron hasta el borde de una mina y luego descendieron por una rampa hasta un pozo oval escalonado de unos dos kilómetros de largo. Una vez allí salieron del vehículo y siguieron a John mientras éste se paseaba entre grandes niveladores robóticos, volquetes y excavadoras. Los visores de los cuatro escoltas eran todo ojos: atentos a una posible máquina descontrolada, supuso John. Los miró, extrañado por la reserva que mostraban; y eso le hizo comprender de pronto que Marte podía ser otra versión de un puesto de trabajo duro, una combinación infernal de Siberia, el interior de Arabia Saudita, el Polo Sur en invierno, y Novy Mir.

O bien lo consideraban un hombre peligroso para tenerlo cerca. Pensamiento que lo sobresaltó. Sin duda todo el mundo había oído hablar de la caída del volquete; quizá sólo fuera eso. Pero ¿podría haber algo más? ¿Sabría esta gente algo que él desconocía? Después de pensarlo un rato, se dio cuenta de que él mismo estaba pegando los ojos al cristal. Había estado pensando en la caída del camión como en un accidente, o por lo menos como en algo que sólo podía suceder una vez. Pero sus movimientos eran fáciles de seguir, todo el mundo sabía dónde encontrarlo. Y cada vez que uno salía al exterior sólo estaban separados por un traje, como solían decir. Y en el pozo de una mina había mucha maquinaria pesada…

Pero volvieron a entrar sin incidentes. Y aquella noche celebraron la habitual cena y fiesta en su honor, una fiesta donde hubo mucha bebida y omegendorfos y charla ronca y estridente; un grupo de ingenieros jóvenes y duros había descubierto que John en realidad era un tipo divertido. Una reacción bastante corriente entre los recién llegados, en especial los hombres jóvenes. John charló con ellos y pasó un buen rato, y deslizó sus preguntas en la corriente de la conversación de manera imperceptible, pensó. No habían oído hablar del Coyote, lo cual era interesante, ya que en cambio sabían del Gran Hombre y de la colonia oculta. Al parecer el Coyote no tenía categoría mítica; era una especie de asunto interno, conocido, hasta donde John sabía, sólo por algunos de los primeros cien. No obstante, los mineros habían recibido una visita reciente e inusual; una caravana árabe, que viajaba bordeando Vastitas Borealis, había pasado por allí. Y, dijeron, los árabes afirmaron haber hablado con algunos de «los colonos perdidos», tal como los llamaron.

—Interesante —comentó John.

Le pareció improbable que Hiroko o alguien de su equipo se dejara ver, pero ¿quién podía saberlo? Valía la pena verificarlo; después de todo, no había mucho que pudiera hacer en Punto Bradbury. Ya empezaba a darse cuenta de que un detective no podía ponerse a trabajar antes de que ocurriera un crimen. De modo que pasó un par de días observando las obras de minería, cada vez más perturbado por la escala de la operación y por lo que eran capaces de arrancar las excavadoras.

—¿Qué van a hacer con todo ese metal? —preguntó, después de examinar otro gran pozo a cielo abierto, a veinticinco kilómetros al oeste del habitat—. Transportarlo a la Tierra costará más de lo que vale, ¿no es así?

El jefe de operaciones, un hombre de pelo negro y cara enjuta, sonrió.

—Lo guardaremos hasta que valga mucho más. O hasta que construyan ese ascensor.

—¿Creen en eso?

—¡Oh, sí, los materiales están ahí! Hebras de grafito reforzadas con espirales de diamante; hasta podrían construir uno en la Tierra. Aquí será fácil.

John sacudió la cabeza. Aquella tarde condujeron durante una hora de regreso al habitat, pasando junto a pozos nuevos y montículos de escoria, hacia el lejano penacho de humo de las refinerías del otro lado de la mesa. Estaba acostumbrado a ver la tierra desgarrada en trabajos de construcción, pero esto… Era sorprendente lo que podían hacer unos pocos cientos de personas. Por supuesto, se trataba de la misma tecnología que le estaba permitiendo a Sax erigir una ciudad vertical de la altura del Mirador de Echus, la misma tecnología que permitía que las ciudades se construyeran tan rápidamente; pero, no obstante, causar semejantes estragos sólo para arrancar metales, destinados a la insaciable demanda de la Tierra…

Al día siguiente le entregó al jefe de operaciones un régimen de seguridad perversamente severo que debía cumplir a rajatabla durante los dos meses siguientes. Luego marchó hacia el norte y el este tras la caravana árabe, siguiendo las huellas erosionadas por el viento.


Resultó que Frank Chalmers viajaba con esa caravana árabe. Pero él no había visto ni oído de ninguna visita de la gente de Hiroko, y ninguno de los árabes admitiría haber contado esa historia en Punto Bradbury. Una pista falsa, entonces. O bien una que Frank ayudaba a los árabes a eliminar; y, de ser así, ¿cómo iba a averiguarlo John? Aunque los árabes habían llegado hacía poco a Marte, ya eran aliados de Frank; vivía con ellos, hablaba su idioma y, ahora, naturalmente, era el constante mediador entre ellos y John. No tenía ninguna posibilidad de investigar por cuenta propia, salvo lo que pudiera averiguar Pauline en los registros, algo que podía hacer tanto lejos de la caravana como en ella.

No obstante, John viajó con ellos mientras erraban por el gran mar de dunas, dedicados a la areología y a las prospecciones. El mismo Frank iba a quedarse poco tiempo allí, el suficiente para hablar con un amigo egipcio; estaba demasiado ocupado. Trabajaba como Secretario de Estados Unidos y esto lo convertía en un trotamundos como John, y con bastante frecuencia sus caminos se cruzaban. Frank había logrado mantener su puesto como jefe del departamento norteamericano a lo largo de tres administraciones, aun cuando se trataba de un puesto ministerial: una proeza notable, incluso sin tomar en consideración la distancia que lo separaba de Washington. Y ahora estaba estudiando la introducción de inversiones de las transnacionales radicadas en América, una responsabilidad que lo volvía un maníaco con exceso de trabajo e hinchado de poder, lo que John consideraba la versión empresarial de Sax, siempre en movimiento, siempre gesticulando como si dirigiera la música de sus propios discursos, que con el paso de los años había adquirido el estilo superdirecto de la Cámara de Comercio.

—Tengo que presentar una reclamación sobre el Acantilado antes de que las transnac y los alemanes le echen la zarpa a todo, ¡hay mucho trabajo pendiente! —Esto era una constante muletilla, a menudo dicha mientras señalaba a modo de ilustración el pequeño globo marciano que llevaba consigo en el ordenador portátil.— Mira tus agujeros de transición entre la corteza y el manto, los introduje en la base de datos la semana pasada, uno cerca del Polo Norte, tres en los sesenta grados, latitud norte y sur, cuatro a lo largo del ecuador, cuatro punteando el Polo Sur, todos primorosamente situados al oeste de elevaciones volcánicas para aprovechar las corrientes ascendentes; es hermoso. —Hizo girar el globo marciano y los puntos azules que marcaban los agujeros de transición se desdibujaron durante un momento y se transformaron en líneas.— Es estupendo ver que por fin haces algo útil.

—Por fin.

—Mira, aquí tienes la nueva factoría de habitats en Hellas. Están fabricando tantas unidades para el primer asentamiento que les permitirá albergar a unos tres mil emigrantes por ele ese noventa, y dada la nueva flota de transbordadores que hace el viaje de ida y vuelta, con eso apenas basta. —Vio la expresión de John y se apresuró a añadir:— Al final todo es calor, John, de modo que ayuda a la terraformación con algo más que dinero y trabajo, piénsalo.

—Pero ¿te preguntas alguna vez en qué irá a parar todo esto? —inquirió John.

—¿A qué te refieres?

—Ya sabes, a este diluvio de gente y equipo, mientras las cosas se desmoronan en la Tierra.

—Las cosas de la Tierra seguirán desmoronándose, ya podrías ir haciéndote a la idea.

—Sí, pero aquí, ¿quién va a ser dueño de qué? ¿Quién va a mandar?

—Frank sólo hizo una mueca ante la ingenuidad de John, ante la misma naturaleza de la pregunta. Una sola mirada a esa mueca y John pudo leerlo todo: la mezcla de disgusto e impaciencia y diversión. Una parte de John se sintió complacida por ese entendimiento instantáneo; conocía a su viejo amigo mejor que a cualquiera de su propia familia, de modo que la cetrina cara que lo miraba con el ceño fruncido era como la de un hermano, un gemelo, no tenía memoria de un tiempo en que no lo hubiera conocido. Por otro lado, se sentía irritado con Frank por su condescendencia.— Toda la gente se lo está preguntando, Frank. No sólo soy yo, ni Arkadi. No puedes descartarlo con un encogimiento de hombros y actuar como si fuera una pregunta estúpida, como si no hubiera nada que decidir.

—Decide la UN —dijo Frank con brusquedad—. Ellos son diez mil millones y nosotros diez mil. Es decir, un millón contra uno. Si quieres influir en ese tipo de desigualdades, deberías haberte convertido en un comisionado de la UNOMA, como te aconsejé cuando crearon el puesto. Pero tú no me escuchaste. Te lo quitaste de encima. Habrías podido hacer algo, pero ahora, ¿qué eres? El ayudante de Sax a cargo de la publicidad.

—Y del desarrollo y de la seguridad y de los asuntos terranos y de los agujeros de transición.

—¡Un avestruz! —exclamó Frank—. ¡Con la cabeza en la tierra! Venga, vamos a comer algo.

John aceptó y fueron a cenar al rover más grande de los árabes, un plato de cordero en salsa y luego yogur natural sazonado con eneldo, delicioso y exótico. Pero John aún estaba irritado por el desdén de Frank, que nunca cedía. La vieja rivalidad, afilada como siempre; y ningún papel de Primer Hombre en Marte haría mella en la despectiva arrogancia de Frank.


Así pues, cuando se encontró con Maya Toitovna al día siguiente, viajando al oeste de camino a Acheron, John le dio un abrazo más prolongado que de costumbre, y cuando acabaron de cenar, ya se había asegurado de que ella pasaría la noche en el rover: un momento de particular atención, una cierta risa, una cierta mirada, el roce casi accidental mientras estaban juntos de pie tomando unos helados, hablando con los hombres felices de la caravana, que a todas luces la encontraban fascinante… Todo el viejo código de reconciliación y seducción, establecido a lo largo de los años. Y Frank no podía hacer otra cosa que observar, morosamente, conversando en árabe con sus amigos egipcios.

Y esa noche, mientras hacían el amor en la cama del rover, John se incorporó brevemente y contempló el cuerpo blanco de Maya, y pensó: ¡Ahí tienes poder político, Frank, muchacho! Aquel semblante inexpresivo lo había dicho todo, el intenso deseo por Maya todavía presente, todavía ardiendo. A Frank, igual que a casi todos los hombres de la caravana esa noche, le habría encantado estar en el lugar de John; Frank lo había estado sin duda una o dos veces en el pasado; pero no con John rondando por los alrededores. No, esta noche Frank recordaría de qué estaba hecho el verdadero poder.

Distraído por esas maldades, a John le llevó un rato prestar atención a Maya. Habían pasado casi cinco años desde que durmieran juntos, y en el tiempo intermedio él había tenido otras varias parejas, y sabía que ella había vivido una temporada con un ingeniero en Hellas. Resultaba extraño empezar otra vez, ya que se conocían íntimamente y a la vez se desconocían. El rostro oscilante de ella apagándose y encendiéndose debajo a la débil luz, hermana y luego extraña, hermana y luego extraña… Entonces sucedió algo, algo cambió en él, todos los problemas de fuera, todos esos juegos desaparecieron de repente. Había algo en la cara de ella, en la manera en que estaba allí toda entera, el modo en que se le entregaba cuando hacían el amor. No conocía a nadie más que fuera así.

Y entonces la vieja llama se encendió de nuevo, al principio vacilante, como tampoco había estado allí cuando hicieron el amor por primera vez. Pero luego, después de una hora de charla en voz baja, habían empezado a besarse y rodaron abrazados, y de repente la llama ardió y ellos estaban dentro. Tuvo que reconocer que encendida por Maya, como de costumbre. Ella hizo que él prestara atención. Para ella el sexo no era (como a menudo para John) algo así como la extensión de un deporte; para ella era una pasión grandiosa, un estado trascendente, tan intenso que siempre lo sorprendía, lo despertaba, lo elevaba al nivel de ella, le recordaba lo que podía ser el sexo. Y era maravilloso que se lo recordaran otra vez, volver a aprenderlo. El omegendorfo no tenía nada que ver; ¿cómo podía haberlo olvidado, por qué seguía alejándose de ella como si ella no fuera, de algún modo, irremplazable? La estrujó en un abrazo y juntos se contorsionaron, se mordieron, jadearon y gimieron; juntos, como tan a menudo había ocurrido antes. Maya empujándolo hasta el abismo junto con ella. El ritual.

E incluso después, sólo hablando, se sintió mucho más cerca de ella. Había provocado la situación sólo para fastidiar a Frank, cierto; había sido muy desconsiderado. Pero ahora, tumbado junto a ella, pudo sentir como la había echado de menos en los cinco años previos, qué insípida le había parecido la vida. ¡Cuánto la había extrañado! Nuevos sentimientos… siempre lo sorprendían, pues no dejaba de pensar que era demasiado viejo, que en muchos sentidos ya había dejado de cambiar. Y entonces ocurría algo. Y tan a menudo ese algo (recordando los años pasados) era un encuentro con Maya…

Sin embargo, seguía siendo la misma Maya Toitovna: mercurial, ocupada con sus propios pensamientos y planes, ocupada con ella misma. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo John allí en las dunas, y jamás se le ocurriría preguntarlo. Y lo haría pedazos si él la contrariaba por accidente; pudo verlo en la voluptuosa posición de sus hombros, en el modo en que caminó pesadamente hasta el cuarto de baño. Pero eso ya lo sabía, eran noticias viejas, algo aprendido durante los primeros años en la Colina Subterránea, hacía ya mucho tiempo; y ese mero conocimiento resultaba agradable… ¡hasta la irritabilidad de ella era agradable! Como el desprecio de Frank. Bueno, se estaba haciendo viejo y eran una familia. Casi se echó a reír, estuvo a punto de decir algo para provocarla, pero luego lo pensó mejor. ¡Señor, bastaba con saberlo, no hacía falta otra demostración! Y ese pensamiento lo hizo reír, y ella sonrió al oírlo, y volvió a la cama y le dio un empujón en el pecho.

—¡Veo que te ríes de nuevo de mí! ¿Es por mis nalgas gordas?

—Sabes que tienes unas nalgas perfectas.

Lo empujó otra vez, ofendida por lo que consideraba una obvia mentira, y el forcejeo los trajo de vuelta a la realidad de la piel y la sal, al mundo del sexo. En algún momento durante la prolongada sesión él se descubrió pensando: te amo, Maya, de verdad. Fue un pensamiento desconcertante, peligroso. Algo que no se arriesgaría a decir. Pero sintió que era verdadero.

De modo que un par de días después, cuando ella se marchó a visitar al grupo de Acheron y le pidió que se reuniera allí con ella, él se sintió complacido.

—Quizá dentro de un par de meses.

—No, no —dijo ella con aire serio—. Ven antes, te quiero allí conmigo antes. —Y cuando él aceptó, ella sonrió como una niña que guarda un secreto.— No lo lamentarás.

Y dándole un beso se fue, conduciendo hacia Burroughs para tomar el tren al oeste.

Después de eso, hubo menos posibilidades que nunca de sacar algo de los árabes. Había ofendido a Frank y los árabes lo defendieron cerrando filas, lo cual estaba bien. ¿Colonia oculta?, dijeron. ¿Qué era eso?

Suspiró y se rindió, y decidió marcharse. Mientras aprovisionaba el rover la noche anterior (los árabes se mostraron muy protocolarios en cuanto a llenarle la despensa con suministros), pensó en los sabotajes y lo que había averiguado hasta ahora. De momento Sherlock Holmes no corría peligro, eso era cierto. Peor aún: había ahora toda una sociedad en Marte que básicamente era impenetrable para él. Los musulmanes, ¿qué eran en verdad? Aquella tarde, después de acabar las tareas de aprovisionamiento, leyó la pantalla de Pauline y luego se reunió con sus anfitriones y los observó con atención e hizo preguntas durante toda la noche… Sabía que las preguntas eran la llave para entrar en el alma de la gente, algo infinitamente más útil que el ingenio; pero en este caso no pareció servir de mucho. ¿El Coyote? Era una especie de perro salvaje, ¿no?

Frustrado, abandonó la caravana a la mañana siguiente y marchó al oeste por el linde sur del mar de dunas. Sería un largo viaje hasta Acheron para reunirse con Maya, 5.000 kilómetros de duna tras duna; pero prefería conducir antes que bajar a Burroughs y tomar el tren. Necesitaba tiempo para pensar. Y en realidad ahora ya era un hábito conducir por el planeta, o volar en planeador: alejarse, viajar despacio. Llevaba años viajando, recorriendo el hemisferio norte y haciendo largas excursiones al sur, inspeccionando agujeros de transición o ayudando a Sax o a Helmut o a Frank, o investigando cosas para Arkadi, o cortando cintas en la inauguración de una cosa u otra —una ciudad, un pozo de agua, una estación meteorológica, una mina, un agujero de transición—, y siempre hablando, hablando en discursos públicos o en conversaciones privadas, hablando con extraños, con viejos amigos, con nuevos conocidos, hablando casi tan deprisa como Frank, y todo en un intento por incitar a la gente del planeta a descubrir un modo de olvidar la historia, de construir una sociedad que funcionara. A inventar un sistema científico diseñado para Marte, para sus características, armonioso, justo y racional, y todas esas cosas buenas. la señalar el camino hacia un nuevo Marte!

Y, sin embargo, pasaban los años y parecía cada vez menos probable que Marte llegara a ser tal como él lo había imaginado. Un lugar como Punto Bradbury mostraba qué rápido estaban cambiando las cosas, y gente como los árabes confirmaba esa impresión; la situación se le había escapado de las manos, y más aún, nadie la controlaba. No había ningún plan. Rodó hacia el oeste en piloto automático, subiendo y bajando duna tras duna, sin ver nada, inmerso en el intento de entender qué era exactamente la historia. Y tuvo la impresión, mientras continuaba viajando un día tras otro, de que la historia era como esa vastedad fue siempre estaba detrás del estrecho horizonte, invisible excepto en sus efectos. Era lo que ocurría cuando no estabas mirando: una desconocida infinidad de sucesos descontrolados que lo controlaban todo. Al fin y al cabo, ¡él había estado aquí desde el mismo principio! ¡El había sido el principio, la primera persona en pisar este mundo, y luego había retornado, contra todo pronóstico, y había ayudado a levantarlo de la nada! Y no obstante, ahora se alejaba de él. Cuando lo pensaba se resistía a creerlo, y a veces lo dominaba una súbita y furiosa frustración; pensar que todo no sólo estaba acelerándose y escapándosele de las manos, sino que además parecía incomprensible… ¡no era justo, tenía que luchar contra eso!

Y, no obstante, ¿cómo? Algún tipo de planificación social… estaba claro que la necesitaban. Ese trabajo afanoso sin ningún plan, y que violaba el tratado de Marte… bueno, sociedades sin planes, ésa era la historia; pero la historia hasta ahora había sido una pesadilla, un enorme compendio de ejemplos que convenía evitar. No. Necesitaban un plan. Tenían aquí la oportunidad para un nuevo comienzo, necesitaban ahora imaginar el futuro. Helmut el funcionario aceitoso, Frank que aceptaba cínicamente el status quo y la ruptura del tratado, como si vivieran en una especie de fiebre del oro… Frank estaba equivocado. ¡Equivocado como de costumbre!

Pero deambular de un lado a otro probablemente también era un error. Había estado trabajando sobre la teoría no articulada de que sí recorría el planeta, si visitaba un asentamiento más, si hablaba con una persona más, entonces, de algún modo él cedería… y esa comprensión holística emanaría de él hacia el mundo, extendiéndose por los nuevos colonizadores y cambiando las cosas. Ahora sabía que esa teoría era ingenua; en esos días había mucha gente en Marte, no podía esperar conectarse con ellos, convertirse en el articulador de las esperanzas y deseos de todos. Y no sólo eso; los motivos que habían impulsado a los recién llegados se parecían muy poco a los de los primeros cien, eso no era del todo cierto; todavía llegaban científicos y gente como los gitanos suizos constructores de caminos. Pero no los conocía como a los primeros cien. Realmente, ese pequeño grupo le había enseñado muchas cosas, perspectivas e ideas nuevas: eran su familia, confiaba en ellos. Y quería que lo ayudaran, ahora que los necesitaba más que nunca. Quizá eso explicaba la súbita y nueva intensidad de lo que sentía por Maya. Y quizá era eso lo que hacía que estuviera tan enfadado con Hiroko… quería hablar con ella, ¡necesitaba que lo ayudase! Y ella los había abandonado.


Vlad y Úrsula habían vuelto a instalar su complejo biotecnológico en un saliente de la Acheron Fossae, una estrecha protuberancia que parecía la torreta de un enorme submarino. Habían acribillado la parte superior con excavaciones que se extendían de risco a risco; algunas de las habitaciones medían un kilómetro de ancho, y los muros laterales eran de cristal. Las ventanas de la cara sur miraban al Monte Olimpo, a unos seiscientos kilómetros de distancia; las ventanas que daban al norte dominaban las pálidas arenas tostadas de Arcadia Planitia.

John subió por una ancha cornisa hasta la base de la aleta, y se conectó a la puerta de la antecámara del garaje, advirtiendo entretanto que en el suelo del estrecho cañón al sur del asentamiento había montones de lo que parecía ser azúcar morena fundida.

—Se trata de un nuevo tipo de corteza criptogámica —dijo Vlad cuando John le preguntó qué era aquello—. Una simbiosis de cianobacterias y bacterias de la plataforma de Florida. Las bacterias de la plataforma penetran profundamente en el suelo, y convierten los sulfatos que hay en la roca en sulfures, que luego alimentan a una variante de Microcoleus. Los estratos superiores crecen en filamentos, que se unen a la arena y a la arcilla en grandes formaciones dendríticas, de modo que son como pequeños silvanos de los bosques con sistemas bacterianos radiculares. Parece que estos sistemas de raíces siguen descendiendo a través del regolito hasta que llegan al lecho rocoso, fundiendo el permafrost a medida que avanzan.

—¿Y han soltado esa cosa? —preguntó John.

—Sí. Necesitamos algo que reviente el permafrost, ¿no es así?

—¿Hay algo que le impida crecer por todo el planeta?

—Bueno, tiene la habitual batería de genes suicidas para el caso de que comience a desalojar al resto de la biomasa, pero si se queda en su agujero…

—Vaya.

—Creemos que no es tan distinto de las primeras formas de vida en los continentes terranos. Sólo hemos potenciado el ritmo de crecimiento y los sistemas de raíces. Lo gracioso es que me parece que al principio va a enfriar la atmósfera, aunque bajo tierra está calentándolo todo. Porque en realidad aumentará el desgaste químico de las rocas y todas esas reacciones absorben CO2 del aire, de modo que la presión atmosférica va a bajar.

Maya había aparecido y se había unido a ellos, dándole un fuerte abrazo a John, y en ese momento dijo:

—Pero ¿las reacciones no liberarán oxígeno a la misma velocidad que absorben CO2, manteniendo así la presión del aire? Vlad se encogió de hombros.

—Tal vez. Ya lo veremos. John rió.

—Sax es un pensador a largo plazo. Probablemente se sentirá muy complacido.

—Oh, sí. Él autorizó el procedimiento. Y cuando llegue la primavera volverá aquí a estudiar.

Cenaron en una sala en lo alto del saliente, justo bajo la cresta. Las claraboyas se abrían a un invernadero que había en la misma cima, y las ventanas ocupaban toda la extensión de las paredes del norte y del sur; bosques de bambú cubrían las paredes del este y el oeste. Todos los residentes de Acheron estaban presentes en la comida, siguiendo las costumbres de la Colina Subterránea. En la mesa de John y Maya se discutieron muchos temas, pero una y otra vez volvían a hablar del trabajo actual, de los problemáticos dispositivos de seguridad que habían puesto en todos los GEM. Los genes suicidas dobles en cada GEM eran una práctica que el grupo de Acheron había adoptado por decisión propia, y ahora iba a ser regulada como una ley de la UN.

—Eso está muy bien para los GEM legales —dijo Vlad—. Pero si algunos idiotas intentan algo por su cuenta y fracasan, podríamos vernos metidos en problemas muy serios.

Después de la cena, Úrsula les dijo a John y Maya:

—Ya que están aquí, tendrían que hacerse un reconocimiento médico. Ya ha pasado un tiempo desde la última vez.

John, quien odiaba los reconocimientos, y a decir verdad la atención médica de cualquier tipo, puso algunos reparos. Pero Úrsula insistió, y él cedió al fin y visitó la clínica un par de días después. Allí lo sometieron a unas pruebas de diagnóstico que le parecieron aún más exhaustivas que de costumbre, la mayoría ejecutadas por aparatos ópticos y computadoras con voces demasiado relajantes, que le decían que se pusiera de este modo y luego del otro. John hacía lo que le ordenaban sin saber para qué. Medicina moderna. Pero después lo hurgaron y pincharon y la misma Úrsula lo palmeó al estilo tradicional. Y cuando terminaron, yació de espaldas cubierto con una sábana blanca, mientras ella permanecía junto a él, mirando lecturas y tarareando con aire ausente.

—Estás en buen estado —le dijo después de pasar varios minutos estudiando los gráficos—. Tienes los habituales problemas relacionados con la gravedad, pero nada que no pueda tratarse.

—Estupendo —dijo John, sintiéndose aliviado. Eso era lo malo de los exámenes médicos; cualquier noticia era una mala noticia, y uno deseaba la ausencia de noticias. Entonces era como una especie de victoria, y más aún si ocurría con cada nuevo examen; no obstante, era un triunfo negativo. ¡Nada le había pasado, estupendo!

—Entonces, ¿quieres el tratamiento? —preguntó Úrsula, dándole la espalda, la voz indiferente.

—¿El tratamiento?

—Es una especie de terapia gerontológica. Un procedimiento experimental. Algo así como una inoculación, pero con un reforzador del ADN. Repara cadenas rotas y restaura la precisión de la división celular.

John suspiró.

—¿Y qué significa eso?

—Bueno, ya sabes. El envejecimiento ordinario se debe principalmente a errores en la división celular. Después de cierto número de generaciones, desde unos cientos hasta decenas de millares, dependiendo del tipo de células, los errores en la reproducción empiezan a aumentar y todo se debilita. El sistema inmunitario es uno de los primeros en debilitarse, y después otros tejidos, y por último algo sale mal, o una enfermedad supera al sistema inmunitario, y así termina todo.

—¿Estás diciendo que puedes frenar esos errores?

—En cualquier caso retardarlos, y arreglar las cadenas que ya están rotas. En realidad, es una mezcla de las dos cosas. Los errores de división son causados por roturas en las cadenas de ADN, de modo que conviene reforzarlas. Leeremos primero tu genoma y luego construiremos una librería genómica de autorreparación, pequeños segmentos que sustituirán a las cadenas rotas…

—¿Autorreparación? Ella suspiró.

—Todos los norteamericanos piensan que es gracioso. Bueno, introducimos esa librería de autorreparación en las células, donde se une al ADN original y ayuda a evitar que se rompa.

Comenzó a dibujar hélices dobles y cuádruples mientras hablaba, pasando de modo inexorable a la jerga biotecnológica, hasta que John casi dejó de entender. La teoría en apariencia tenía sus orígenes en el proyecto del genoma y en el campo de la corrección de anomalías genéticas, con métodos sacados de la terapia contra el cáncer y la técnica de los GEM. El grupo de Acheron las había combinado junto con muchas otras tecnologías, explicó Úrsula. Y como resultado parecía que podían infectarlo con fragmentos de su propio genoma, una infección que le invadiría todas las células, excepto algunas partes de los dientes, la piel, los huesos y el pelo; y luego tendría unas cadenas de ADN casi perfectas, cadenas reparadas y reforzadas que harían más precisas las divisiones subsiguientes.

—¿Cómo de precisas? —preguntó entonces John tratando de comprender.

—Bueno, como si tuvieras diez años.

—Bromeas.

—No, no. Nosotros mismos nos hemos sometido al tratamiento, allá por el diez de este año, y hasta donde podemos ver, funciona.

—¿Dura para siempre?

—Nada dura para siempre, John.

—Entonces, ¿cuánto?

—No lo sabemos. Nosotros somos el experimento, suponemos que lo averiguaremos sobre la marcha. Parece posible que podamos someternos de nuevo a la terapia cuando la proporción de errores vuelva a aumentar. Si eso tiene éxito, podría significar que aún durarás bastante.

—¿Como cuánto? —insistió.

—Bueno, no lo sabemos. Más de lo que vivimos ahora, eso es casi seguro. Quizá mucho más.

John se quedó mirándola fijamente, con la boca abierta. Ella le sonrió, pero, ¿qué esperaba? Era… era…

Trató de seguir el hilo de sus propios pensamientos, que iban de un lado a otro.

—¿Quiénes están al corriente? —preguntó.

—Bueno, se lo hemos propuesto a todos los primeros cien cuando han venido a examinarse. Y todos aquí en Acheron lo han probado. Pero sólo hemos combinado métodos que todo el mundo conoce, de modo que no pasará mucho tiempo antes de que otros intenten también combinarlos. Así que estamos redactando un informe, pero primero vamos a mandarlo a la Organización Mundial de la Salud. Ya sabes, exposición a la política.

—Umm —musitó John. Noticias de un medicamento para la longevidad en Marte, allá entre los atestados miles de millones. Dios mío…—. ¿Es caro?

—No demasiado. Lo más caro es la lectura del genoma, y requiere tiempo. Pero no es más que un procedimiento, ya sabes, sólo tiempo de computadora. Es muy posible que se pudiera inocular a todo el mundo en la Tierra. Pero el problema demográfico allí ya es crítico. Tendrán que instaurar un control de población bastante drástico, o de lo contrario se volverán todos malthusianos muy pronto. Pensamos que lo mejor era dejar que las autoridades terranas decidieran.

—Pero seguro que la noticia se filtrará.

—¿Tú crees? Tal vez intenten mantenerla en secreto. Quizá sea un secreto justificado, no lo sé.

—Vaya. Pero aquí… ¿simplemente siguieron adelante y lo hicieron?

—Lo hicimos. —Se encogió de hombros.— Entonces, ¿qué dices?

¿Quieres el tratamiento?

—Deja que lo piense.


Salió a dar un paseo por la cresta de la aleta, yendo de un lado a otro entre los bambúes y cultivos del invernadero. Cuando caminaba hacia el oeste tenía que protegerse los ojos del resplandor del sol, incluso a través del filtro de cristal; cuando se volvía hacia el este, podía contemplar las quebradas pendientes de lava que subían hasta el Monte Olimpo. Era difícil pensar. Tenía sesenta y seis años, había nacido en 1982, ¿y qué año era ahora en la Tierra, el 2048? M-11, once largos años marcianos de alta radiación. Y había pasado treinta y cinco meses en el espacio, incluyendo tres viajes entre la Tierra y Marte, que aún eran un récord. Sólo en esos viajes había recibido 195 rem, y tenía la presión arterial baja y una mala relación HDL-LDL, y le dolían los hombros cuando nadaba y muchas veces se sentía cansado. Se estaba haciendo viejo. No le quedaban tantos años, por extraño que le pareciera; y tenía mucha fe en el grupo de Acheron; ahora que lo pensaba, estaban en aquel nido de águilas trabajando y comiendo y jugando al fútbol y nadando y viviendo con sonrisitas de concentración absorta, entonando una especie de canturreo. No como niños de diez años, desde luego; pero sí con un aura de felicidad plena y profunda. De salud y de algo más que salud. Se rió en voz alta y entró en Acheron en busca de Ursula. Cuando ella lo vio se echó a reír.

—No era una elección tan difícil, ¿verdad?

—No. —Rió con ella.— Quiero decir, ¿qué puedo perder?


De modo que aceptó. Tenían su genoma en los registros, aunque llevaría unos días sintetizar la serie de cadenas de reparación, unirla a los plásmidos y clonar unos millones más. Úrsula le dijo que regresara al cabo de tres días.

Cuando volvió a las habitaciones de invitados, Maya ya estaba allí, al parecer tan emocionada como él, yendo nerviosamente de la cómoda al baño y del baño a la ventana, tocando cosas y mirando alrededor como si nunca hubiera visto ese cuarto. Vlad se lo había propuesto después del examen médico, tal como hiciera Úrsula con John.

—¡Plaga de inmortalidad! —exclamó Maya, y rió de forma extraña—.

¿Puedes creerlo?

—Plaga de longevidad —corrigió él—. Y no, no puedo. En realidad no.

Calentaron sopa y comieron, aturdidos. Por eso Vlad le había pedido a Maya que viniera a Acheron, por eso había insistido en que John la visitara cuanto antes. De pie junto a Maya, mientras lavaba los platos, observándole las manos temblorosas, más cerca de ella que nunca; era como si cada uno conociera los pensamientos del otro, como si después de todos esos años, ante ese extraño acontecimiento, no necesitaran palabras, sino sólo la presencia del otro. Esa noche, en la cálida oscuridad de la cama, ella susurro con voz ronca: —Será mejor que esta noche lo hagamos dos veces. Mientras todavía somos nosotros.


Tres días después, recibieron el tratamiento. John yacía sobre una camilla en un cuarto pequeño y observaba la aguja intravenosa en el dorso de su mano. Era una inyección de goteo, igual que todas las que había recibido antes. Salvo que en esta ocasión sentía un calor extraño que le subía por el brazo, inundándole el pecho, bajándole a borbotones por las piernas. ¿Era real? ¿Se lo imaginaba? Durante un segundo se sintió muy raro, como invadido por su propio espectro. Luego sólo se sintió muy caliente.

—¿Es normal que esté tan caliente? —le preguntó a Úrsula con ansiedad.

—Al principio es como una fiebre —repuso ella—. Luego te sometemos a un pequeño shock para introducir los plásmidos en tus células. Después tendrás más escalofríos que fiebre, mientras las cadenas nuevas se unen a las viejas. En realidad, la gente suele sentir mucho frío.

Una hora más tarde, la gran bolsa de goteo se había vaciado. John todavía tenía calor y sentía la vejiga llena. Lo dejaron levantarse e ir al baño, y luego, cuando regresó, lo sujetaron con correas a lo que parecía un cruce de sofá y silla eléctrica. Eso no le molestó; el entrenamiento de astronauta lo había habituado a todos los aparatos. El shock duró unos diez segundos y fue como un hormigueo desagradable en todo el cuerpo. Úrsula y los demás lo separaron del aparato; Úrsula, con los ojos brillantes, le dio un beso en la boca. Le advirtió otra vez que en poco tiempo empezaría a sentir frío, y que eso duraría un par de días. No había problema en tomar saunas o hidromasajes; en realidad se lo recomendaban.


De modo que Maya y él se sentaron juntos en un rincón de la sauna, acurrucados en el penetrante calor, contemplando los cuerpos de los otros visitantes, que entraban blancos y salían rosados. A John le pareció una imagen de lo que les estaba ocurriendo a los dos: entrabas con sesenta y cinco años y salías con diez. No podía creerlo. Aún le costaba mucho pensar, sencillamente estaba en blanco, tenía la mente atontada. También le reforzaban las células cerebrales, ¿es que las suyas se le habían atascado de pronto? Siempre había sido un pensador irregular y lento. Era muy probable que esto no fuera más que la torpeza de siempre, que en ese momento le llamaba la atención porque intentaba con tanto esfuerzo entender lo que ocurría, saber qué significaba. ¿Podía ser cierto? ¿De verdad evitarían la muerte durante algunos años, tal vez algunas décadas?…

Dejaron la sauna para ir a comer y después pasearon un rato por el invernadero de la cumbre, mirando las dunas al norte, la caótica lava al sur. El paisaje del norte le recordaba a Maya la primera época en la Colina, el desorden fortuito de piedras de Lunae sustituido por las ventosas dunas de Arcadia, como si la memoria le hubiera limpiado los recuerdos de aquella época, dándoles una forma más definida, tiñendo los deslucidos ocres y rojos con un intenso amarillo limón. La página del pasado. John miró a Maya con curiosidad. Habían transcurrido M-11 años desde aquellos primeros días en el parque de remolques, y durante la mayoría de esos años habían sido amantes, con varias (benditas) interrupciones y separaciones, desde luego, provocadas por las circunstancias, o más comúnmente por una incapacidad mutua. Pero siempre habían empezado de nuevo cuando se había presentado la ocasión, y el resultado era que ahora se conocían casi tan bien como cualquier pareja casada con una historia menos interrumpida; quizá incluso mejor, pues en cualquier pareja estable no era difícil que hubieran dejado de prestarse atención en un momento dado, mientras que ellos dos, con tantas separaciones y reencuentros, peleas y reconciliaciones, habían tenido que volver a conocerse en incontables ocasiones. John le expresó algo de esa idea y lo hablaron… Fue un placer hablar.

—Hemos tenido que seguir estando atentos —dijo Maya con vehemencia, asintiendo con un aire de solemne satisfacción, convencida de que el mérito era suyo.

Sí, habían estado atemos, jamás habían caído en la estúpida rutina del hábito. Sin duda, coincidían los dos, sentados en los baños o paseando por la cumbre, esto compensaba el tiempo en que no habían estado juntos. Sí; no cabía duda de que se conocían mejor que cualquier vieja pareja casada.

Y así hablaron, tratando de unir el pasado a este extraño y nuevo futuro, con la esperanza de que esto no fuera un escollo insalvable. Y ya tarde en la noche siguiente, dos días después de la inoculación, sentados desnudos y solos en la sauna, con la carne todavía fría y la piel rosada por el sudor, John miró el cuerpo de Maya allí junto a él, tan real como una roca, y sintió otra vez el ardor que había sentido en el laboratorio. No había comido mucho desde entonces, y los azulejos pardos y amarillos sobre los que estaban sentados habían empezado a palpitar, como si estuvieran iluminados desde dentro; la luz centelleaba en cada gota de agua, como diminutos fragmentos de relámpago diseminados por doquier, y el cuerpo de Maya estaba tendido sobre esos rutilantes azulejos parpadeando ante él como una vela rosada. Esa intensa «hecceidad», la había llamado Sax en una ocasión, cuando John le había preguntado algo acerca de sus creencias religiosas: creo en la hecceidad, había dicho Sax, en esto, en el aquí y el ahora, en la individualidad particular de cada momento.

¿Ésa es la razón por la que deseo saber qué es esto? Y ahora, recordando la extraña palabra y la extraña religión de Sax, John por fin entendió a Sax; porque sentía la presencia del momento como una roca en la mano, y sentía que toda su vida había sido vivida sólo para traerlo a ese momento. Los azulejos y el denso aire caliente palpitaban a su alrededor como si estuviera muriendo y renaciendo, y en realidad ése era el caso si Úrsula y Vlad decían la verdad.

Y ahí a su lado, en el proceso de renacer, se encontraba el cuerpo rosado de Maya Toitovna, el cuerpo de Maya, que conocía mejor que el suyo propio. Y no sólo ahora, sino a través del tiempo; podía recordar vividamente la primera vez que la había visto desnuda, flotando hacia él en la cámara burbuja del Ares, rodeada por un nimbo de estrellas y el terciopelo negro del espacio. Y los cambios que había habido en ella le parecían a él perfectamente visibles, la sustitución de la imagen recordada por el cuerpo que tenía al lado era una disolución temporal alucinatoria, la carne y la piel transmutándose, desprendiéndose, arrugándose… envejeciendo. Los dos eran más viejos, más decrépitos, más pesados…

Pero en realidad, lo sorprendente era cuánto había permanecido, cuánto seguían siendo ellos mismos.

Recordó los versos de un poema, el epitafio de la expedición de Scott cerca de la Estación Ross en la Antártida, todos habían trepado a la colina para ver juntos la gran cruz de madera, y allí vieron unos versos tallados: mucho ha desaparecido, sin embargo mucho permanece… algo así. No podía recordarlo… mucho había desaparecido; después de todo, había ocurrido hacía tanto tiempo…

Pero habían trabajado duramente, y habían comido bien, y tal vez la gravedad de Marte había sido más amable que la de la Tierra, porque Maya Toitovna aún era ciertamente una mujer fuerte y hermosa; el rostro imperial y el húmedo cabello gris todavía lo atraían. No podía dejar de mirarle los pechos, que si ella movía un codo cambiaban de forma, y sin embargo todas las posturas le resultaban familiares… eran los pechos, los brazos, las costillas, los costados de él.

Ella era, para bien o para mal, la criatura a la que estaba mas unido, un animal hermoso y rosado y también un avatar, para él, del sexo y de la vida misma en aquel mundo desnudo y rocoso. Si así eran con sesenta y cinco años, y si el tratamiento simplemente los mantenía en ese punto, aunque no fuera más que durante unos pocos años, o (aún persistía la conmoción) ¿durante décadas? ¿Durante décadas? Bueno, era asombroso. Demasiado para comprenderlo, tenía que olvidarlo o perdería la cabeza. Pero, ¿podía ser? ¿De verdad podía ser? El doliente deseo de todos los verdaderos amantes a lo largo de todas las épocas, tener un poco más de tiempo juntos, ser capaces de alargar la existencia y vivir plenamente…

Parecía que Maya tenía sensaciones similares. Estaba de estupendo humor, lo miró a través de unos ojos entornados, con esa sonrisa de ven-aquí que él tan bien conocía, una rodilla levantada y encogida bajo el brazo, no haciendo ostentación de su sexo sino en una postura sencillamente cómoda, relajándose como sí él no estuviera allí… Sí, no había nada como Maya de buen humor, nadie podía contagiar ese humor de modo tan certero y seguro. Sintió una oleada de ternura, un goteo de emoción, y apoyó una mano en el hombro de ella y se lo apretó. Eros, sólo una especia en un banquete, un ágape, y de pronto, como de costumbre, las palabras le brotaron como un torrente y dijo cosas que nunca antes le había dicho.

—¡Casémonos! —dijo, y cuando ella se rió él también lo hizo, y añadió—: No, no, hablo en serio, casémonos.

Podían casarse y crecer de verdad, envejecer juntos de verdad, aprovechar esos años de regalo y convertirlos en una aventura compartida, tener hijos, ver cómo los hijos tenían hijos, ver cómo los nietos tenían hijos, ver como los bisnietos tenían hijos, Dios mío, ¿quién sabía cuánto podía durar? Quizá vieran florecer a toda una nación de descendientes, quizá se convirtieran en patriarca y matriarca, ¡en una especie de Adán y Eva marcianos! Y Maya reía, los ojos brillantes, ventanas de un alma que estaba de muy, muy buen humor, mirándolo y empapándose de él; John pudo sentir el tirón de papel secante de la mirada de ella contemplándolo y riéndose encantada de cada una de las nuevas y absurdas frases que él decía, y comentando: —Algo así, sí, algo así—, y luego abrazándolo con fuerza.

—Oh, John —dijo—. Sabes cómo hacerme feliz. Eres el mejor hombre que he tenido jamás.

Lo besó y él descubrió que a pesar del calor de la sauna iba a ser fácil trasladar el énfasis del ágape al eros; pero ahora los dos eran uno, indistinguibles, una gran corriente de amor unido.

—Entonces, ¿te casarás conmigo y todo lo demás? —preguntó mientras cerraba la puerta de la sauna.

—Algo así —repuso ella, los ojos centelleantes, la cara encendida y una sonrisa arrebatadora.


Cuando esperas vivir otros doscientos años, no te comportas como si esperaras vivir sólo veinte.

Lo descubrieron casi de inmediato. John pasó el invierno allí en Acheron, en el límite del manto de niebla de CO2, que todavía descendía sobre el Polo Norte en los inviernos, estudiando areobotánica con Marina Tokareva y el equipo de laboratorio. Seguía las instrucciones de Sax y tenía prisa en marcharse. Sax parecía haber olvidado la investigación sobre la identidad de los saboteadores, lo que hizo que John sospechara. En las horas libres aún intentaba descubrirlos a través de Pauline, y se concentraba en las líneas de investigación en las que había trabajado antes de llegar a Acheron, principalmente los registros de viajes y los expedientes de todos aquellos que habían viajado a las zonas de los sabotajes. Era probable que hubiera mucha gente involucrada, y los registros de viaje tal vez no le revelaran mucho. Pero todo el mundo en Marte había sido enviado por una organización, y examinando las organizaciones que tenían gente en los lugares indicados, esperaba encontrar alguna pista. Era bastante engorroso, y tenía que depender de Pauline no sólo para las estadísticas sino también para los consejos.

El resto del tiempo se dedicó a estudiar una rama de la areobotánica cuyos posibles resultados tardarían décadas en verse. ¿Por qué no? Disponía de tiempo. De modo que observó con interés cómo el equipo de Marina diseñaba un nuevo árbol, mientras estudiaba con ellos y trabajaba en el laboratorio lavando los utensilios de cristal y cosas por el estilo. El árbol fue diseñado como la bóveda de un bosque de múltiples estratos, que crecería en las dunas de Vastitas Borealis. Partían del genoma de la secoya, pero querían árboles todavía más grandes que las secoyas, quizá de unos doscientos metros de alto, con un tronco de unos cincuenta metros de diámetro en la base. La corteza estaría congelada casi todo el tiempo, y las hojas anchas, que parecerían tener la enfermedad de la hoja del tabaco, serían capaces de absorber la dosis corriente de radiación ultravioleta sin perjuicio para los enveses purpúreos. Al principio John pensaba que la talla de los árboles era excesiva, pero Marina señaló que absorberían grandes cantidades de dióxido de carbono, fijando el carbono y transpirando el oxígeno de vuelta al aire. Además, iban a ser todo un espectáculo, o eso suponían; los vástagos actuales de los prototipos que competían en la prueba sólo alcanzaban los diez metros, y transcurrirían veinte años antes de que los mejores alcanzaran la madurez. Y ahora mismo todos los prototipos seguían muriendo en las tinajas de Marte; las condiciones atmosféricas tendrían que cambiar mucho antes de que pudieran sobrevivir. El laboratorio de Marina se estaba adelantando al juego.

Pero eso mismo les sucedía a todos los demás. Parecía ser una consecuencia del tratamiento y tenía sentido. Experimentos más largos. Investigaciones (gimió John) más largas. Pensamientos más largos.

Sin embargo, en muchos aspectos nada había cambiado. John se sentía casi igual que antes, con la excepción de que ya no hacía falta un omegendorfo para que de vez en cuando se sintiera recorrido por una vibración eléctrica, como si acabase de nadar un par de kilómetros o hubiera esquiado toda una tarde, o como si se hubiera tomado una dosis de omegendorfo. Algo que ahora habría sido como echar agua al mar. Porque las cosas resplandecían. Cuando tomó el camino de la cresta, todo el mundo visible resplandecía: los bulldozers silenciosos, una grúa como una horca; podía quedarse mirando cualquier cosa un largo rato. Maya se marchó a Hellas, y no le importó; la relación entre ellos había vuelto a la vieja dinámica de la montaña rusa, un montón de peleas y rabietas provocadas, pero poco importantes; ellos flotaban en el interior del resplandor, sin alterar lo que él sentía por ella, o el modo en que ella, de vez en cuando, lo miraba. La vería dentro de unos meses y hablaría con ella en la pantalla; mientras tanto, ésta era una separación que no lo entristecía.

Fue un buen invierno. Aprendió mucho sobre areobotánica y bioingeniería, y muchas de aquellas noches, después de cenar, se dedicó a preguntar a la gente de Acheron qué pensaba de una posible sociedad marciana y cómo había que gobernarla. Por lo general, en Acheron eso llevaba directamente a cuestiones de ecología y a torcidas consecuencias económicas; estos temas eran mucho más cruciales que la política, o lo que Marina llamaba «el supuesto aparato de toma de decisiones». Marina y Vlad eran especialmente interesantes en este tema, ya que habían desarrollado un sistema de ecuaciones para lo que llamaban «eco— economía», que a John siempre le sonó como «economía del eco». Le gustaba escuchar como explicaban las ecuaciones, y les hacía un montón de preguntas, y aprendía conceptos como capacidad de carga, coexistencia, adaptación recíproca, mecanismos de legitimidad y eficacia ecológica.

—Ésa es la única medida real de nuestra contribución al sistema — decía Vlad—. Sí quemaras nuestros cuerpos en un calorímetro de microbomba, descubrirías que tenemos unas seis o siete kilocalorías por gramo de peso, y obviamente absorbemos un montón de calorías para mantener ese nivel. Nuestro rendimiento es más difícil de medir, pues no se trata de una cuestión de depredadores que se alimentan de nosotros, como en las clásicas ecuaciones de eficacia… es más una cuestión de cuántas calorías creamos con nuestro esfuerzo, o qué transmitimos a las futuras generaciones, algo por el estilo. Y, naturalmente, casi todo eso es muy relativo e incluye muchas especulaciones y opiniones subjetivas. Si no sigues adelante y le asignas valores a una cierta cantidad de cosas que no son físicas, entonces los electricistas, los mecánicos, los constructores de reactores y otros trabajadores de infraestructura siempre serán considerados los miembros más productivos de la sociedad, mientras que de los artistas y de otros grupos se pensará que es gente que no contribuye.

—A mí me parece correcto —bromeó John, pero Vlad y Marina no le hicieron caso.

—De cualquier manera, eso es parte importante de la economía: gente que, arbitrariamente o por una cuestión de gusto, asigna valores numéricos a cosas que no son numéricas. Y luego pretende que no ha inventado los números, cosa que ha hecho. En ese sentido la economía es como la astrología, pero además sirve para justificar la estructura del poder, y por eso cuenta con un montón de apasionados creyentes entre los poderosos.

—Será mejor que nos concentremos en lo que estamos haciendo aquí —intervino Marina—. La ecuación básica es simple, la eficacia es igual a las calorías que expulsas, divididas por las calorías que absorbes, multiplicadas por cien para entenderlo como porcentaje. De acuerdo con la idea clásica de que le pasas las calorías a tu depredador, el diez por ciento era la inedia, y el veinte por ciento significaba que te iba francamente bien. La mayoría de los depredadores en el extremo superior de las cadenas alimentarias se quedaron en un cinco por ciento.

—Ésa es la razón por la que los tigres tienen territorios de cientos de kilómetros cuadrados —dijo Vlad—. Los señores feudales en realidad no son muy eficientes.

—Así que los tigres no tienen depredadores no porque sean tan fuertes, sino porque el esfuerzo no vale la pena —dijo John.

—¡Exacto!

—El problema es el cálculo de los valores —indicó Marina—. Sólo hemos tenido que asignar valores numéricos calóricos a todas las actividades, y luego continuar desde ahí.

—¿No hablábamos de economía? —preguntó John.

—Pero esto es economía, ¿no lo ves? ¡Ésta es nuestra eco-economía! Todo el mundo tendría que ganarse el pan, por decirlo de algún modo, de acuerdo con su contribución a la ecología humana. Cualquiera puede acrecentar su eficacia ecológica sí reduce las kilocalorías que emplea: éste es el viejo argumento del Sur contra el consumo de energía de las naciones industrializadas del Norte. En esa objeción había una base ecológica real, ya que sin importar cuánto produjeran las naciones industrializadas, en la ecuación más amplia no podían ser tan eficientes como las del Sur.

—Eran depredadores del Sur —dijo John.

—Sí, y también se convertirán en nuestros depredadores si lo permitimos. Y como sucede con todos los depredadores, la eficiencia es baja. Pero aquí, verás… en este teórico estado de independencia del que hablas tanto… —sonrió ante la expresión consternada de John-…lo haces, tienes que reconocer que en última instancia hablas de eso todo el tiempo, John… bueno, debería haber una ley por la que se retribuyera a la gente de acuerdo con su contribución al sistema.

Dmitri, que en ese momento entraba en el laboratorio, exclamó:

—¡De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad!

—No, eso no es lo mismo —indicó Vlad—. Lo que significa es:

¡Recibes según lo que pagas!

—Pero eso ya es así —dijo John—. ¿En qué se diferencia de la economía de hoy?

Todos se burlaron a la vez, Marina más insistentemente:

—¡Hay infinidad de trabajos fantasma! ¡Valores irreales asignados a la mayoría de los trabajos! La clase ejecutiva transnacional no hace nada que no pueda hacer un ordenador, y hay categorías enteras de trabajos parasitarios que no aportan nada al sistema según la valoración ecológica. La publicidad, la especulación, todo el aparato para hacer dinero manipulando dinero… no sólo es un despilfarro sino que además corrompe; los valores significativos del dinero se distorsionan con semejante manipulación. —Sacudió una mano en un ademán de hastío.

—Bueno —dijo Vlad—, sabemos que son poco eficientes: depredadores del sistema que no tienen encima ningún depredador. Por tanto, o están en la cúspide de la cadena o son parasitarios, depende de cómo los definas. La publicidad, los especuladores, algunos tipos de manipulación de la ley, algunas políticas…

—¡Pero todo eso son valoraciones subjetivas! —exclamó John—.

¿Cómo has podido asignar valores calóricos a semejante variedad de actividades?

—Bueno, hemos intentado medir lo que devuelven al sistema en términos de bienestar físico. ¿A qué equivale la actividad en términos de comida, agua, vivienda, ropa o asistencia médica, o educación o tiempo de ocio? Lo hemos discutido, y en general todo el mundo en Acheron ha propuesto un número y hemos calculado la media. Aquí lo tengo, deja que te lo muestre…

Y charlaron de eso toda la tarde ante la pantalla del ordenador, y John hizo preguntas y conectó a Pauline para que registrara las pantallas y grabara la charla; repasaron las ecuaciones y observaron el torrente de gráficos, y pararon para tomar un café y luego llevaron el debate hasta la cima, donde recorrieron el invernadero discutiendo con vehemencia sobre el valor humano en kilocalorías de la mano de obra, la ópera, la programación de simulaciones y cosas por el estilo. Una tarde estaban en la cumbre cuando John alzó la vista de la ecuación que aparecía en la pantalla de muñeca y contempló la larga pendiente que subía hasta el Monte Olimpo.

El cielo se había oscurecido. Se le ocurrió que podría tratarse de otro eclipse doble: Fobos estaba tan próximo en el cielo que bloqueaba una tercera parte del sol cuando pasaba delante de él, y Deimos alrededor de una novena parte, y un par de veces al mes cruzaban al mismo tiempo y proyectaban una sombra, como si hubiera caído una tela sobre los ojos de uno, o como si uno hubiera tenido un mal pensamiento.

Pero esto no era un eclipse; el Monte Olimpo estaba oculto a la vista y el alto horizonte austral se alzaba como una borrosa franja de bronce.

—Miren —les dijo a los otros, señalando—. Una tormenta de polvo. No habían tenido una tormenta global de polvo desde hacía más de diez años. John buscó las fotos del satélite meteorológico en el ordenador de muñeca. La tormenta se había iniciado cerca del agujero entre la corteza y el manto de Thaumasia, Senzeni Na. Se puso en contacto con Sax y lo vio parpadear filosóficamente, apenas sorprendido.

—Los vientos en la periferia de la tormenta llegaban a los seiscientos sesenta kilómetros por hora —dijo Sax—. Un nuevo récord planetario. Da la impresión de que ésta va a ser grande. Creí que los suelos criptogámicos habrían reducido las tormentas, o aun que las habían eliminado. Es evidente que en ese modelo había algo erróneo.

—De acuerdo, Sax, es una pena, pero se arreglará. Ahora tengo que irme porque en este momento cae justo encima de nosotros y quiero observarla.

—Que te diviertas —dijo Sax con semblante inexpresivo antes de que John lo desconectase.

Vlad y Úrsula se estaban burlando del modelo de Sax: los gradientes de temperatura entre el suelo bióticamente descongelado y las restantes áreas congeladas serían más pronunciados que nunca, y los vientos entre las dos regiones también más fuertes, de modo que cuando al fin encontraran arena suelta, se dispararían. Totalmente obvio.

—Ahora que ha ocurrido —dijo John. Se rió y bajó por el invernadero para observar a solas la aproximación de la tormenta. Los científicos podían ser gente maliciosa.

El muro de polvo descendía por las largas pendientes de lava de la aureola septentrional del Monte Olimpo. Ya había reducido a la mitad el suelo visible desde que John lo descubriera, y ahora se acercaba como una gigantesca ola rompiente, como una encrespada ola de leche chocolateada de 10.000 metros de altura. Una filigrana de bronce subía como una espuma por el muro de polvo y al fin se soltaba, dejando grandes gallardetes curvos en el cielo rosado.

—¡Vaya! —gritó John—. ¡Aquí viene! ¡Aquí viene! —De repente, la cima de la aleta de Acheron pareció elevarse a una gran distancia por encima de los largos y estrechos cañones, y otras crestas más bajas se alzaron como lomos de dragones de la lava agrietada: un sitio insensato para enfrentarse a la embestida de semejante tormenta, demasiado alto, demasiado expuesto. John volvió a reírse y se pegó a las ventanas australes del invernadero, sin dejar de mirar abajo, arriba, adelante o en derredor, gritando:— ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Miren cómo viene!

Y entonces, de pronto, el polvo cayó sobre ellos y los ahogó: oscuridad, un chillido agudo y sibilante. El primer impacto contra la cresta de Acheron provocó una tremenda ráfaga de turbulencia, veloces torbellinos ciclónicos que aparecían y desaparecían, horizontales, verticales, oblicuos, escalando las barrancas escarpadas de la cordillera. El chillido sibilante se vio interrumpido por estampidos a medida que las perturbaciones chocaban con la cresta y se colapsaban. Luego, con extraordinaria rapidez, el viento se asentó en una ola, y el polvo ascendió más allá del rostro de John; la boca del estómago le subió como si el invernadero de repente cayera a una velocidad salvaje. Ciertamente eso es lo que parecía, ya que la cima había originado una feroz corriente ascendente. No obstante, vio al retroceder que el polvo fluía en lo alto para después dirigirse hacia el norte. En ese lado del invernadero tendría una visibilidad de varios kilómetros, antes de que el viento embistiera de nuevo contra el suelo y tapara la vista con continuas explosiones de polvo.

Tenía los ojos secos y sentía la boca pastosa. Los granos de la arena medían menos que una micra… ¿era aquello un ligero visillo, cubriendo ya las hojas de bambú? No. Sólo la extraña luz de la tormenta. Pero, con el tiempo, todo estaría cubierto de polvo. Ningún sistema hermético podría mantenerlo fuera.

Vlad y Úrsula no confiaban por completo en la fortaleza del invernadero y animaron a todos a bajar. Mientras lo hacían, John restableció contacto con Sax. La boca de Sax estaba más fruncida que de costumbre. Perderían mucho aislamiento con esta tormenta, dijo impasible. Las temperaturas ecuatoriales de la superficie habían dado una media de dieciocho grados por encima de los dígitos de la línea de referencia, pero las temperaturas cerca de Thaumasia ya habían descendido seis grados, y seguirían bajando mientras la tormenta durara. Y, añadió con lo que a John le pareció una entereza masoquista, que las termales del agujero entre la corteza y el manto llevarían el polvo más arriba que nunca, y era demasiado probable que la tormenta durara mucho tiempo.

—Anímate, Sax —aconsejó John—. Creo que será más corta que nunca. No seas tan pesimista.

Más adelante, cuando la tormenta entró en su segundo año-M, Sax se reiría recordándole a John esa predicción.


Viajar durante la tormenta quedó oficialmente restringido a los trenes y a unos pocos caminos muy transitados que disponían de una doble línea de radiofaros, pero cuando se hizo obvio que no iba a remitir aquel verano, John ignoró las restricciones y reanudó su peregrinaje. Se aseguró de que el rover estuviera bien aprovisionado, dispuso que lo siguiera un rover de auxilio e hizo que le instalaran un transmisor de radio de mayor potencia. Pensó que con eso y Pauline al volante bastaría para recorrer la mayor parte del hemisferio norte; los muy complejos sistemas de monitorización internos acoplados a las computadoras de control hacían que las averías de los rovers fueran bastante raras. No se tenía noticia de que se hubieran averiado dos rovers al mismo tiempo alguna vez, y nadie había muerto como resultado de una avería. De modo que se despidió del grupo de Acheron y volvió a partir.

Conducir en la tormenta era como conducir de noche, pero más interesante. El polvo ascendía en ráfagas veloces y dejaba pequeños agujeros de visibilidad que mostraban fugaces y débiles fragmentos color sepia del paisaje en movimiento, todo desplazándose hacia el sur. Luego otra vez la embestida de las blancas tempestades de polvo, azotando con violencia las ventanillas. Durante las peores ráfagas el rover se sacudía con fuerza sobre sus amortiguadores y el polvo entraba por todas partes.

Al cuarto día de viaje se volvió hacia el sur y comenzó a subir por la pendiente noroeste de la Protuberancia de Tharsis. De nuevo estaba en el gran acantilado, aunque aquí no era un risco sino sólo una pendiente imperceptible en la oscuridad de la tormenta; la recorrió durante más de un día, hasta que se encontró a bastante altura a un costado de Tharsis, cinco kilómetros más arriba de lo que había estado en Acheron.

Se detuvo en otra mina cerca del cráter Pt (llamado Pete), en el extremo superior de las Tantalus Fossae. Aparentemente la Protuberancia de Tharsis había originado el gran diluvio de lava que cubría Alba Patera, y después había agrietado la placa de esa misma lava; éstos eran los cañones Tantalus. Algunos se habían resquebrajado por una intrusión ígnea rica en platino; los mineros la habían bautizado como los Arrecifes Merensky. Esta vez los mineros eran verdaderos azanianos, pero azanianos que se llamaban a sí mismos afrikáners y que entre ellos hablaban afrikaans; hombres blancos que dieron la bienvenida a John con grandes dosis de Dios, volk y trek. Habían bautizado los cañones en que trabajaban Estado Libre de Neuw Orange y Neuw Pretoria.

Y al igual que los mineros de Punto Bradbury, trabajaban para Armscor.

—Si —dijo alegremente el jefe de operaciones, con el acento de un neocelandés. Tenía una cara de grandes mandíbulas, nariz de esquiador, una sonrisa amplia y torcida, y unas maneras vehementes.— Hemos encontrado hierro, cobre, plata, manganeso, aluminio, oro, platino, titanio, cromo, lo que usted quiera. Sulfures, óxidos, silicatos, metales nativos, lo que usted quiera. El Gran Acantilado los tiene todos.

La mina estaba funcionando desde hacía más o menos un año-M; había explotaciones a cielo abierto en el fondo del cañón y un habitat semienterrado en la mesa entre dos de los cañones más grandes. El habitat parecía una cascara de huevo transparente, atestada de árboles verdes y techos de tejas anaranjadas.

John pasó varios días con ellos; estuvo muy amable e hizo preguntas. Más de una vez, con la eco-economía del grupo de Acheron en mente, les preguntó cómo iban a mandar a la Tierra esos valiosos pero pesados productos. ¿El coste del traslado no superaría los beneficios potenciales?

—Por supuesto que sí —contestaron, igual que los hombres de Punto Bradbury—. Para que merezca la pena hará falta el ascensor espacial.

El jefe dijo:

—Con el ascensor espacial estaremos en el mercado terrano. Sin él jamás saldremos de Marte.

—Eso no tiene por qué ser malo —dijo John.

Pero no lo entendieron, y cuando intentó explicarlo pusieron caras inexpresivas y asintieron cortésmente. No querían pensar en política. En eso los afrikáners eran muy buenos. Cuando John se dio cuenta, descubrió que si sacaba el tema de la política conseguía un poco de tiempo para sí mismo; era, le dijo una noche a Maya a través del ordenador de muñeca, como arrojar en la sala una bomba de gas lacrimógeno. Hasta le permitió pasearse solo por el centro de operaciones de minería casi toda una tarde y conectar a Pauline a los registros para que grabara lo que pudiera. Pauline no captó nada insólito en la operación. Pero señaló un intercambio de comunicaciones con la oficina central de Armscor; el grupo local quería una unidad de seguridad de cien personas y Singapur estaba de acuerdo.

John soltó un silbido.

—¿Y qué hay de la UNOMA?—. Se suponía que la seguridad era competencia exclusiva de UNOMA y que autorizaban la seguridad privada como cuestión de rutina; pero ¿tanta gente? ¿Un centenar? John le ordenó a Pauline que examinara los mensajes de la UNOMA sobre el tema, y se fue a cenar con los afrikáners.

De nuevo se declaró que el ascensor espacial era una urgente necesidad.

—Sí no lo tenemos, nos pasarán por alto, irán derecho a los asteroides y no tendrán que preocuparse de ninguna fuente de gravedad, ¿eh?

A pesar de los quinientos microgramos de omegendorfo, John no estaba de buen humor.

—Díganme —preguntó—, ¿trabaja aquí alguna mujer?

Se lo quedaron mirando como besugos. Realmente eran aun peores que los musulmanes.

Se marchó al día siguiente y subió hasta Pavonis, resuelto a estudiar la idea del ascensor espacial.


Subió por la larga pendiente de Tharsis. En ningún momento vio el cono escarpado de color sangre del Monte Ascraeus; se perdía en el polvo junto con todo el resto. El viaje era ahora como vivir en un cuarto pequeño que no paraba de traquetear. Se abrió camino por el flanco oeste de Ascraeus, y luego ascendió hasta la cima de Tharsis, entre Ascraeus y Pavonis. Allí el doble camino de radiofaros se convirtió en una franja real de hormigón bajo las ruedas: hormigón sometido al embate del polvo, hormigón que al final se elevó con brusquedad y lo condujo directamente por la pendiente septentrional del Monte Pavonis. Era tan largo que empezó a parecerle que estaba elevándose en el espacio, lenta y ciegamente.

El cráter de Pavonis, como le recordaron los afrikáners, era asombrosamente ecuatorial; la O redonda de la caldera era como una bola puesta justo sobre la línea del ecuador. Al parecer eso hacía del borde sur de Pavonis el sitio perfecto para un ascensor espacial, ya que estaba sobre el ecuador y veintisiete kilómetros por encima de la base. Phyllis ya había dispuesto la construcción de un habitat preliminar en el borde sur; se había dedicado en cuerpo y alma a trabajar en el ascensor y era una de sus principales promotoras.

El habitat estaba excavado en la pared de la caldera, al estilo del Mirador de Echus, de manera que las ventanas de varias de las plantas daban a la caldera, o darían, cuando el polvo se despejara. Fotografías ampliadas y pegadas en las paredes mostraban que la caldera misma sería con el tiempo una simple depresión circular, con muros de cinco mil metros, ligeramente escalonados en el fondo; en el lejano pasado la caldera se había desplomado muchas veces, pero casi siempre en el mismo sitio. Había sido el más regular de los grandes volcanes; las calderas de los otros tres eran series de círculos superpuestos a diferentes alturas.

El nuevo habitat, sin nombre todavía, había sido construido por la UNOMA, pero el equipo y el personal los proporcionó la transnacional Praxis. En la actualidad los cuartos terminados estaban atestados de ejecutivos de Praxis, o de ejecutivos de alguna de las otras transnacionales con subcontratos en el proyecto del ascensor, entre ellos representantes de Amex, Oroco, Subarashii y Mitsubishi. Y todos sus esfuerzos los coordinaba Phyllis, que al parecer era ahora la adjunta de Helmut Bronski a cargo de la operación.

Helmut también estaba allí, y después de saludarlos a él y a Phyllis y de presentarlo a algunos de los comisionados, llevó a John a una sala espaciosa con una pared de cristal. Del otro lado del cristal se arremolinaban nubes de polvo naranja oscuro que se precipitaban en el interior de la caldera; parecía que la habitación ascendía a tientas en medio de una luz mortecina y fluctuante.

El único mobiliario de la sala era una esfera de Marte de un metro de diámetro, apoyada a la altura de la cintura sobre un soporte de plástico azul. Sobresalía en la esfera, precisamente en la pequeña protuberancia que representaba al Monte Pavonis, un cable de plata de unos cinco metros de largo. En el extremo del cable se veía un ínfimo punto negro. La esfera rotaba sobre el soporte más o menos a una r/m, y el cable de plata con el punto negro en el extremo rotaba también, siempre sobre Pavonis.

Un grupo de unas ocho personas rodeaba esta exhibición.

—Todo está a escala —dijo Phyllis—. La distancia del satélite areosincrónico es de 20.435 kilómetros desde el centro de masa, y el radio ecuatorial es de 3.386 kilómetros, de modo que la distancia de la superficie hasta el punto areosincrónico es de 17.049 kilómetros; duplíquenla y súmenle el radio, y tendrán 37.484 kilómetros. Dispondremos de una roca de lastre en el otro extremo, de modo que el cable real no tendrá que ser tan largo. El diámetro del cable será de unos diez metros y pesará unos seis mil millones de toneladas. El material habrá sido extraído de un punto de lastre terminal, un asteroide con un peso inicial de unos trece mil millones y medio de toneladas y acabará, cuando el cable esté terminado, con un peso de lastre de unos siete mil millones y medio de toneladas. No se trata de un asteroide muy grande, más o menos de un radio de unos dos kilómetros al principio. Los candidatos son seis asteroides Amor que cruzan la órbita de Marte. El cable será fabricado por unos robots que extraerán y procesarán el carbono de los condritos del asteroide. Luego, en las últimas fases de la construcción, se lo trasladará hasta el punto de anclaje, aquí. —Apuntó al suelo de la sala con un ademán teatral.

—Entonces, el cable mismo estará en órbita areosincrónica, y apenas rozará el extremo de aquí abajo, suspendido entre la atracción gravitatoria del planeta y la fuerza centrífuga de la parte superior del cable, y la roca de lastre terminal.

—¿Y qué pasa con Fobos? —preguntó John.

—Fobos se encuentra en su camino, por supuesto. El cable vibrará para evitarlo: los diseñadores lo llaman una oscilación Clarke. También habrá que esquivar a Deimos, pero como su órbita está más inclinada el problema no será tan frecuente.

—¿Y cuando al fin esté en posición? —preguntó Helmut, la cara brillante.

—Al cable se le unirán unos cientos de ascensores como mínimo, y las cargas se pondrán en órbita utilizando un sistema de contrapeso. Como de costumbre, habrá infinidad de materiales que bajar desde la Tierra, de modo que los requerimientos de energía para las subidas se minimizarán. También será posible emplear la rotación del cable a modo de honda; los objetos liberados desde el asteroide lastre en dirección a la Tierra usarán la energía de la rotación de Marte como impulso y tendrán un despegue de alta velocidad que no implicará combustible. Es un método limpio, eficaz y extraordinariamente barato, tanto para elevar grandes volúmenes al espacio como para acelerarlos hacia la Tierra. Y después del descubrimiento de metales estratégicos en Marte, cada vez más escasos en la Tierra, todo esto tiene un incalculable valor. Nos da la posibilidad de intercambiar lo que antes no era económicamente viable; será un componente crucial de la economía marciana, la clave de su industria. Y la construcción no será tan cara. Una vez que se coloque en órbita un asteroide carbonoso, con una fábrica de cable robotizada y alimentada por energía nuclear, la instalación construirá cable como una araña que suelta hilo. Habrá poco más que hacer, salvo esperar. La fábrica de cable tal como ha sido diseñada será capaz de producir más de tres mil kilómetros al año… eso significa que necesitamos empezar tan pronto como sea posible, pero una vez que la producción comience, sólo llevará unos diez u once años. Y valdrá la pena esperar.

John clavó los ojos en Phyllis, impresionado como siempre. Era como una conversa fervorosa dando testimonio, una predicadora en el pulpito, confiada y tranquila. El milagro del gancho celestial. Juan y las habichuelas mágicas, la Ascensión a los Cielos; el asunto tenía en verdad un aire de milagro.

—Aunque no tenemos mucho margen de elección —continuó Phyllis—. Esto elimina el problema de nuestro pozo de gravedad como impedimento físico y económico. Es crucial; sin él nos pasarán por alto, seremos como Australia en el siglo diecinueve, estaremos demasiado lejos para desempeñar un papel importante en la economía del mundo. La gente nos dejará de lado y explotará directamente los asteroides, donde abundan los minerales y no hay gravedad. Sin el ascensor no seríamos más que un sitio atrasado y apartado.

Shikata ga nai, pensó John con ironía. Phyllis lo miró fugazmente, como si él hubiera hablado en voz alta.

—No dejaremos que eso ocurra —continuó ella—. Y hay algo mejor: nuestro ascensor servirá como prototipo experimental para uno terrano. Las transnacionales que adquieran experiencia en la construcción de este ascensor estarán en una posición de privilegio cuando pujen por los contratos para el proyecto terrano, que será aún más grande.

Y continuó en esa línea, bosquejando cada aspecto del plan, y después contestó a las preguntas de los ejecutivos con la refinada brillantez de siempre. Consiguió que todos se rieran; estaba en éxtasis, los ojos encendidos. John casi pudo ver las lenguas de fuego que le danzaban sobre la masa de cabello castaño rojizo: a la luz de la tormenta parecía un tocado de joyas. Los ejecutivos y los científicos del proyecto resplandecían bajo la mirada de Phyllis, estaban metidos en algo grande y lo sabían. La Tierra tenía una grave escasez de los metales que abundaban en Marte. Aquí era posible amasar fortunas, fortunas inmensas. Y alguien que fuera dueño de una parte del puente sobre el que pasaría cada gramo de metal, también amasaría una fortuna inmensa, probablemente la más grande de todas. No era de extrañar que Phyllis y el resto mostraran una unción religiosa.

Antes de la cena de aquel día John se plantó en su cuarto de baño, y sin mirarse en el espejo sacó dos pastillas de omegendorfo y se las tragó. Estaba harto de Phyllis. Pero la droga hizo que se sintiera mejor. Al fin y al cabo, ella sólo era otra parte del juego. Cuando se sentó a cenar estaba eufórico. De acuerdo, pensó, tienen su mina de habichuelas mágicas. Pero no estaba claro que fueran capaces de aprovecharla ellos mismos… en realidad, era bastante improbable. De modo que toda esa complacencia de peces gordos resultaba un poco estúpida, a la vez que irritante, y en medio de uno de esos diálogos entusiastas se rió y dijo:

—¿No les parece improbable que ese ascensor pueda funcionar como propiedad privada?

—No es esa nuestra intención —dijo Phyllis con una brillante sonrisa.

—Pero esperan que se les pague por la construcción. Y luego esperan concesiones, y obtener beneficios de la empresa, ¿no es ése el corazón del capitalismo de riesgo?

—Bueno, desde luego —dijo Phyllis, al parecer ofendida porque él hubiera hablado de manera tan explícita—. Todo el mundo en Marte se beneficiará, naturalmente.

—Y ustedes se quedarán con un porcentaje de cada porcentaje. — Predadores en la cima de la cadena. O bien parásitos que medran y decaen.— ¿Sabes lo ricos que se hicieron los constructores del Golden Gate? ¿Nacieron grandes dinastías transnacionales con los beneficios? No. Fue un proyecto público, ¿verdad? Los constructores eran empleados públicos, que recibían un salario normal. ¿Qué te apuestas a que el tratado de Marte estipula un arreglo parecido para la construcción aquí de las infraestructuras? Estoy convencido.

—Pero el tratado se revisará dentro de nueve años —señaló Phyllis, los ojos centelleantes. John rió.

—¡Así es! Sin embargo, no has visto como yo que todo el planeta apoya un tratado revisado que limite aún más las inversiones y beneficios terranos. Lo que pasa es que no has prestado atención. No olvides que éste es un sistema económico que parte de cero, apoyado en principios sólidos. La capacidad de carga es aquí limitada, y has de tenerlo en cuenta si aspiras a crear una sociedad estable. No puedes limitarte a transportar materias primas desde aquí a la Tierra… la época colonial ya ha terminado, no lo olvides.

Se rió de nuevo ante las miradas iracundas que le echaron todos; era como si les hubieran implantado en las córneas cañones de revólveres.

Y sólo se le ocurrió más tarde, de vuelta en su habitación y al recordar esas miradas, que quizá no había sido una buena idea meterlos de narices en la realidad. El hombre de la Amex había levantado ostensiblemente la muñeca a la altura de la boca para anotar algo. Este John Boone crea problemas, había susurrado sin apartar los ojos de John; quería que John lo viese. Bueno, otro sospechoso, entonces. Pero aquella noche John tardó bastante en dormirse.


Abandonó Pavonis al día siguiente y bajó por Tharsis en dirección este, con la intención de recorrer los siete mil kilómetros que había hasta Hellas y visitar a Maya. La tormenta hizo que el viaje le pareciese extrañamente solitario. Vislumbró las tierras altas australes sólo en fragmentos lóbregos, a través de ondulantes mantos de arena, acompañado por el omnipresente silbido del viento. A Maya le complacía que fuera a visitarla; él no había estado nunca en Hellas y un montón de gente de allí tenía ganas de conocerlo. Habían descubierto un acuífero considerable al norte de Punto Bajo, de manera que el plan era bombear agua hasta la superficie y crear un lago en Punto Bajo, un lago con una superficie congelada que estaría sublimándose continuamente en la atmósfera, pero que ellos mantendrían abastecido. De ese modo enriquecería la atmósfera, y a la vez serviría como depósito de agua y calor para un círculo de granjas abovedadas que bordearían el lago. Maya estaba entusiasmada con esos planes.

John hizo el largo viaje en un estado hipnótico, a medida que los cráteres asomaban borrosamente entre nubes polvorientas. Una noche se detuvo en un asentamiento chino donde apenas sabían una palabra de inglés; la gente vivía en casetas como las del parque de remolques; él y los colonos tuvieron que recurrir a un programa de traducción de la y pasaron buena parte de la velada riendo. Dos días después llegó a un paso alto y paró por un día en una enorme instalación japonesa de extracción de aire. Allí todo el mundo hablaba un excelente inglés, pero se sentían frustrados: la tormenta había parado los extractores. Sonriendo pero afligidos, los técnicos lo escoltaron a través de unos enmarañados sistemas de filtración que ayudarían a que las bombas continuaran funcionando… y todo para nada.

Viajó hacia el este y tres días después se encontró con un caravasar sufí en la cima de una mesa circular de paredes escarpadas. Esa mesa en particular había sido una vez el suelo de un volcán, pero había quedado tan endurecida por el metamorfismo de contacto que en los eones siguientes resistió la erosión que había barrido la blanda tierra circundante; y ahora se erguía por encima de la planicie como un pedestal grueso y redondo, con flancos agrietados de un kilómetro de altura. John subió por una rampa zigzagueante hasta el caravasar de la cima.

Allí arriba descubrió que la mesa asomaba en medio de una ola vertical permanente de la tormenta de polvo, de modo que la luz solar se filtraba a través de las oscuras nubes más que en ningún otro lugar que hubiera visto, incluso más que en el borde de Pavonis. La visibilidad era escasa, como en los demás sitios, pero todo estaba más brillantemente coloreado, los amaneceres eran purpúreos y violáceos, los días un torrente nebuloso de amarillos y ocres, naranjas y rojizos, atravesados por esporádicos y broncíneos rayos de sol.

Era un paraje extraordinario y los sufíes resultaron ser más hospitalarios que cualquiera de los grupos árabes que había conocido hasta entonces. Le contaron que habían venido con uno de los últimos grupos árabes, como concesión a las facciones religiosas del mundo árabe allá en la Tierra; y como los sufíes eran numerosos entre los científicos islámicos, hubo pocas objeciones a que los enviaran como un grupo independiente. Uno de ellos, un hombre pequeño y negro llamado Dhu el-Nun, le dijo:

—Es maravilloso en esta época de los setenta mil velos que tú, el gran talib, hayas seguido tu tariqat hasta aquí para visitarnos.

—¿Talib? —preguntó John—. ¿Tariqat?

—Un talib es un buscador. Y el tariqat del buscador es un sendero, su propio sendero, ¿sabes?, en el camino a la realidad.

—¡Comprendo! —exclamó John, todavía sorprendido por la cordialidad del recibimiento.

Dhu lo condujo desde el garaje hasta un edificio bajo y negro, de aspecto compacto por la energía concentrada, que se levantaba en el centro de un círculo de rovers; era una cosa redonda y achaparrada, como un modelo de la misma mesa, con ventanas de toscos cristales transparentes. Dhu identificó la roca negra del edificio como estisovita, un silicato de alta densidad creado por el impacto del meteorito, cuando por un momento las presiones fueron de más de un millón de kilogramos por centímetro cuadrado. Las ventanas eran de lechatelierita, una especie de cristal comprimido creado también por el impacto.

Dentro de la construcción un grupo de unos veinte, compuesto de hombres y mujeres por igual, le dio la bienvenida. Las mujeres iban con la cabeza descubierta y se comportaban de la misma manera que los hombres, algo que de nuevo sorprendió a John: parecía que entre los sufíes las cosas no eran como entre los árabes en general. Se sentó y bebió café con ellos, y una vez más empezó a hacer preguntas. Le contaron que eran sufíes cadaritas, panteístas influidos por la antigua filosofía griega y el existencialismo moderno, y por medio de la ciencia y la ru’yat al-qalb, la visión del corazón, trataban de hacerse uno con esa realidad última que era Dios.

—Hay cuatro viajes místicos —le dijo Dhu—. El primero comienza con la gnosis y termina con el fana, que es dejar atrás todas las cosas fenoménicas. El segundo empieza cuando alfana sucede el baqa, lo duradero. En este punto tu viaje en lo real, por lo real, hacia lo real, y tú mismo son todos una misma realidad, un haqq. Y después pasas al centro del universo del espíritu y te conviertes en uno con todos los demás que han hecho algo parecido.

—Creo que todavía no he emprendido mi primer viaje —dijo John—. No sé nada.

Se dio cuenta de que esa respuesta los complacía. Puedes empezar, le dijeron, y le sirvieron más café. Siempre puedes empezar. Eran tan estimulantes y amistosos comparados con cualquiera de los otros árabes, que se confió a ellos y les habló del viaje a Pavonis y de los planes para el gran cable del ascensor.

—Ninguna quimera del mundo es totalmente errónea —indicó Dhu. Y cuando John mencionó su último encuentro con árabes, en Vastitas Borealis, y que Frank viajaba con ellos, Dhu dijo crípticamente—: Es el mismo amor al bien lo que induce a los hombres al mal.

Una de las mujeres rió y dijo:

—Chalmer es tu nafs.

—¿Qué es eso? —preguntó John.

Todos rieron. Dhu, sacudiendo la cabeza, dijo:

—No es tu nafs. El nafs es el yo maligno, que según dicen algunos habita en el pecho.

—¿Como un órgano o algo parecido?

—Como una criatura real. Mohammed ibn ’Ulyan, por ejemplo, dijo que algo como un cachorro de zorro le saltó de la garganta, y cuando le dio una patada, se hizo más grande. Ése era su nafs.

—Es otro nombre para la Sombra —explicó la mujer.

—Bueno —dijo John—. Quizá entonces él lo sea. O tal vez lo que sucede es que el nafs de Frank recibe muchas patadas. Se rieron con él de la ocurrencia.

Avanzada la tarde, la luz del sol atravesó el polvo e iluminó las nubes ondeantes; pareció que el caravasar descansaba en el ventrículo de un corazón enorme, con las ráfagas de viento que decían palpita, palpita, palpita. Los sufíes se llamaron unos a otros cuando miraron por las ventanas de lechateherita, y rápidamente se metieron en los trajes para salir a ese mundo carmesí, al viento, y le pidieron a Boone que los acompañara. Sonrió y se enfundó un traje, y mientras lo hacía se tragó a escondidas una pastilla de omeg.

Una vez fuera, recorrieron el mellado borde de la mesa, mirando las nubes y la planicie en sombras de abajo, y señalándole a John los accidentes geográficos que en ese momento eran visibles. Después se agruparon cerca del caravasar y John los escuchó mientras cantaban, con varias voces que traducían al inglés del árabe y el parsí. «Nada poseas y que nada te posea. Aparta lo que tienes en la mente, ofrece lo que tienes en el corazón. Aquí un mundo y allá un mundo, y nosotros sentados en el umbral.»

Otra voz: «El amor estremeció la cuerda del laúd de mi alma, y me cambió al amor de la cabeza a los pies».

Y comenzaron a bailar. Al observarlos, John de repente comprendió que eran derviches giróvagos: saltaban en el aire al ritmo retumbante de los tambores, transmitidos en la frecuencia común; saltaban y remolineaban en lentos y sobrenaturales giros, extendiendo los brazos, y cuando se posaban en el suelo saltaban y volvían a saltar, vuelta tras vuelta tras vuelta. Derviches giróvagos en la gran tormenta de polvo, sobre una alta mesa circular que en tiempos muy antiguos había sido el suelo de un volcán. Era un espectáculo tan maravilloso a la brillante y palpitante luz de color sangre, que John se levantó y empezó a girar con ellos. Destrozó sus simetrías, en ocasiones llegó a chocar con otros bailarines; pero a nadie pareció importarle. Descubrió que saltar levemente en el viento ayudaba a conservar el equilibrio.

Una ráfaga fuerte lo derribaría. Rió. Algunos de los bailarines cantaban por la frecuencia común, los habituales aullidos en cuarto de tono, punteados por gritos y roncas respiraciones rítmicas, y la frase «Ana el-Haqq, ana el-Haqq». Yo soy Dios, tradujo alguien, Yo soy Dios. Una herejía sufí. El propósito de la danza era hipnotizar… John sabía que había otros cultos musulmanes que empleaban la autoflagelación. Era mejor dar vueltas; bailó, se unió al cántico en la frecuencia común y lo amplió con su propia respiración acelerada, y con gruñidos y balbuceos. Luego, sin pensarlo, comenzó a añadir a la ola de sonido los nombres de Marte, musitados al ritmo del cántico tal como él lo entendía. «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram. Harmakhis, Hrad, Huo Hsing, Kasei. Ma’adim, Maja, Mamers, Mángala. Nirgal, Shalbatanu, Simud y Tiu» Había memorizado la lista años atrás, como una especie de truco; ahora lo sorprendió descubrir el excelente cántico que era, cómo le fluía de la boca y lo ayudaba a estabilizarse. Los otros bailarines se reían de él, pero sin mala intención, parecían complacidos. Se sentía ebrio, todo su cuerpo vibraba. Repitió y repitió la letanía, después pasó a repetir el nombre árabe, una y otra vez: «Al-Qahira, Al-Qahira, Al-Qahira». Y luego, al recordar lo que le había dicho una de las voces traductoras, «Ana el-Haqq, ana Al-Qahira, Ana el-Haqq, ana Al-Qahira». Yo soy Dios, Yo soy Marte, Yo soy Dios… Los otros rápidamente se unieron a él en ese cántico, lo elevaron a una canción salvaje, y en el destello de los visores en rotación vislumbró unas caras sonrientes.

Ciertamente giraban bien; remolineaban y los dedos extendidos cortaban en arabescos las ráfagas de polvo rojo, y ahora lo tocaron con las yemas de los dedos, lo guiaron e incluso introdujeron sus torpes vueltas en la coreografía común. Gritó los nombres del planeta y ellos los repitieron, invocación y respuesta. Entonaron los nombres, en árabe, sánscrito, inca, todos los nombres de Marte, mezclados en una sopa de sílabas, creando una música polifónica que era hermosa y estremecedora, pues los nombres de Marte provenían de tiempos en que las palabras sonaban de un modo extraño y los nombres tenían poder: podía oírlo cuando los cantaba. Voy a vivir mil años, pensó.

Cuando al fin dejó de bailar y se sentó a mirar, comenzó a sentirse mareado. El mundo daba vueltas, y le pareció que su oído medio giraba como una bola de ruleta. La escena palpitó ante él, no podía distinguir si se trataba del polvo que se arremolinaba o de algo interior, pero fuera lo que fuese, los ojos se le desorbitaron ante lo que veía: ¿derviches giróvagos en Marte? Bueno, en el mundo musulmán eran una especie de descarriados con una tendencia ecuménica rara en el islam. Y también científicos. De modo que quizá ellos lo guiaran camino del islam, su tanqat; y las ceremonias de derviches tal vez pudieran introducirse en la areofanía, como durante el cántico. Se puso de pie, tambaleándose; y de pronto comprendió que uno no tenía que inventarlo todo a partir de cero, que era cuestión de hacer algo nuevo sintetizando todo lo que había sido bueno hasta entonces. «El amor estremeció la cuerda del amor en mi laúd…»

Estaba demasiado mareado. Los otros se reían de él y lo sostenían. Habló con ellos como siempre, con la esperanza de que lo entendieran.

—Estoy mareado. Creo que voy a vomitar. Pero tienen que decirme por qué no podemos dejar atrás todo el triste bagaje terrano. Por qué no podemos inventar juntos una nueva religión. ¡El culto de Al-Qahira, Mángala, Kasei! —Rieron y lo llevaron a hombros de regreso al refugio.— Hablo en serio —dijo, mientras el mundo daba vueltas—. Quiero que lo hagan, quiero que la danza sea parte de esa religión; ya se sabe quién tendrá que diseñarla. Ya lo están haciendo.

Pero vomitar en un casco era peligroso, y ellos se rieron de él y lo metieron deprisa en el habitat de piedra aplastada. Allí, mientras vomitaba, una mujer le sostuvo la cabeza, y en un musical inglés continental le dijo:

—El Rey pidió a sus sabios una única cosa que lo hiciera feliz cuando estuviera triste, pero triste cuando estuviera feliz. Los sabios se reunieron y regresaron con un anillo que tenía grabado un mensaje: «Esto También Pasará».

—Directo a los recicladores —dijo Boone. Se tumbó de espaldas y todo le dio vueltas. Era una sensación horrible; el sólo quería estar tendido e inmóvil—. Pero ¿qué andan buscando? ¿Por qué están en Marte? Tienen que decirme qué buscan aquí.

Lo llevaron al cuarto común y sacaron tazas, y una tetera con té aromático. Aún se sentía como si estuviera dando vueltas y las ráfagas de polvo que batían las ventanas cristalinas no lo ayudaban mucho.

Una de las mujeres mayores tomó la tetera y llenó la taza de John. Volvió a dejarla donde estaba e hizo un gesto: «Ahora tú llena la mía». John así lo hizo, vacilante, y luego la tetera recorrió el cuarto. Cada uno llenó la taza de otro.

—Empezamos todas las comidas así —dijo la mujer mayor—. Es una pequeña señal de que estamos juntos. Hemos estudiado las viejas culturas, antes de que vuestro mercado global lo envolviera todo en una red: en aquellas épocas había muchas formas de intercambio. Algunas consistían en regalar cosas. Verás, todos tenemos un regalo que nos fue dado por el universo. Y todos nosotros con cada aliento devolvemos algo a cambio.

—Como la ecuación de la eficacia ecológica —dijo John.

—Tal vez. En cualquier caso, surgieron culturas enteras alrededor del concepto del don, en Malasia, en el noroeste americano, en muchas culturas primitivas. En Arabia dábamos agua o café. Comida y albergue. Y todo lo que te era dado no pretendías retenerlo, sino darlo a tu vez, si era posible con intereses. Trabajabas para dar más de lo que habías recibido. Quizá ésta podría ser la base de una economía reverente.

—¡Es lo mismo que dijeron Vlad y Úrsula!

—Tal vez.

El té ayudó. Después de un rato recobró el equilibrio. Hablaron de otras cosas, de la gran tormenta, del gran zócalo compacto en que vivían. Aquella noche preguntó si habían oído hablar del Coyote, pero le dijeron que no. Conocían historias acerca de una criatura que ellos llamaban «el oculto», el último superviviente de una antigua raza de marcianos, una cosa marchita que vagaba por el planeta y ayudaba a los peregrinos, rovers y asentamientos en peligro. Había sido avistado en el puesto de agua en Chasma Borealis el año anterior, durante un desprendimiento de hielo y el subsiguiente corte de energía.

—¿No se trata del Gran Hombre? —preguntó John.

—No, no. El Gran Hombre es grande. El oculto es como nosotros. Los hermanos del oculto eran súbditos del Gran Hombre.

—Comprendo.

Pero en realidad no comprendía, no del todo. Si el Gran Hombre era el mismo Marte, quizá la historia del oculto había sido inspirada por Hiroko. Imposible saberlo. Necesitaba a un folklorista, o a un especialista en mitos, alguien que pudiera decirle cómo nacían las historias; pero sólo contaba con estos sufíes, sonrientes y extraños, ellos mismos criaturas de fábula. Sus conciudadanos en esta nueva tierra. Tuvo que reírse. Se rieron con él y lo llevaron a la cama.

—Antes de dormir decimos una plegaria del poeta persa Rumi Jalaluddin —le dijo la mujer mayor, y la recitó:

Morí como mineral y me convertí en planta,

morí como planta y me levanté como animal.

Morí como animal y fui humano.

¿Por qué temer? ¿Cuándo fui menos al morir?

Pero una vez más moriré humano,

para elevarme con los ángeles.

Y cuando sacrifique mi alma de ángel

seré el que ninguna mente ha concebido.

—Duerme bien —dijo ella en la mente adormecida de John—. Éste es el sendero de todos.

A la mañana siguiente subió con el cuerpo tieso al rover, haciendo muecas por sus pobres miembros doloridos y decidido a tomar un poco de omeg tan pronto como se pusiera en marcha. La misma mujer estaba allí para despedirlo; golpeó afectuosamente su visor contra el de ella.

—Bien sea en este mundo o en aquél —dijo la mujer—, al final tu amor te llevará más allá.


El camino de radiofaros lo condujo a través de unos días lóbregos desgarrados por el viento, mientras cruzaba la tierra quebrada al sur de Margaritifer Sinus. John tendría que visitarla en alguna otra ocasión para ver algo más, pues en medio de la tormenta no era otra cosa que chocolate volador, atravesado por momentáneos haces de luz. Cerca del Cráter Bakhuisen se detuvo en un asentamiento nuevo llamado Pozos Turner; ahí habían perforado hasta encontrar un acuífero que tenía tal presión hidrostática en su parte más baja que podrían aprovecharla canalizando la corriente artesiana a través de una serie de turbinas. El agua liberada sería vertida en moldes, congelada y luego transportada en robot a los asentamientos áridos por todo el hemisferio sur. Mary Dunkel trabajaba allí, y le mostró a John los pozos, la central de energía y los depósitos de hielo.

—La perforación exploratoria fue pavorosa como el infierno. Cuando la perforadora tocó la parte líquida del acuífero, fue expulsada del pozo con una explosión y no sabíamos si podríamos controlarla.

—¿Qué habría ocurrido en ese caso?

—En realidad, no lo sé. Hay mucha agua ahí. Si rompiera la roca alrededor del pozo, podríamos haber tenido una gran inundación, como en los canales de Chryse.

—¿Tan grande?

—¿Quién sabe? Es posible.

—Caramba.

—¡Es lo mismo que dije yo! Ahora Ann está tratando de determinar la presión de los acuíferos por los ecos en las pruebas sísmicas. Pero hay gente a la que le gustaría liberar uno o dos acuíferos, ¿comprendes? Dejan mensajes en los tablones de anuncios de la red. No me sorprendería que Sax estuviera entre ellos. Grandes torrentes de agua y hielo, abundante sublimación al aire, ¿por qué no habría de estar contento?

—Pero unos torrentes como aquellos de antaño serían tan destructivos para el paisaje como los choques de los asteroides contra el planeta.

—¡Oh, más destructivos! Esas corrientes cuesta abajo originadas por aquel caos fueron erupciones increíbles. La mejor analogía terrana son las tierras costrosas al este de Washington, ¿has oído hablar de ellas? Hace unos dieciocho mil años había un lago que cubría casi todo Montana, lo llaman el Lago Missoula, compuesto de agua de la Edad de Hielo derretida y contenida por un dique de hielo. En algún momento ese dique cedió y el lago se vació de manera catastrófica, más o menos dos billones de metros cúbicos de agua, que se escurrieron por la meseta de Columbia y desembocaron en el Pacífico en cuestión de días.

—Caramba.

—Mientras duró desplazó aproximadamente cien veces el caudal del Amazonas y en el lecho de basalto excavó canales de doscientos metros de profundidad.

—¡Doscientos metros!

—Así es, doscientos. ¡Y eso no fue nada comparado con los que excavaron los canales de Chryse! La anastomosis allí cubre regiones enteras…

—¿Doscientos metros de lecho de roca?

—Sí, bueno, no se trata sólo de una erosión normal. En inundaciones tan grandes las presiones fluctúan tanto que provocan la exsolución de los gases disueltos, ¿sabes?, y cuando esas burbujas revientan, las presiones son increíbles. Un martilleo de ese tipo puede romper cualquier cosa.

—Por lo tanto sería peor que el impacto de un asteroide.

—Desde luego. A menos que estrellaras un asteroide realmente grande. Aunque hay gente por ahí que dice que deberíamos hacerlo, ¿no?

—¿La hay?

—Tú sabes que sí. Pero las inundaciones son todavía mejores, si quieres esa clase de cosas. Por ejemplo, si encauzaras un acuífero en el interior de Hellas, obtendrías un mar. Y podrías alimentarlo deprisa, antes de que se sublimara el hielo de la superficie.

—¿Encauzar una inundación como ésa? —exclamó John.

—Bueno, no, sería imposible. Pero sí localizaras un acuífero en un buen sitio, no necesitarías encauzarlo. Tendrías que ir a donde trabaja el equipo de prospección de Sax, sólo para ver.

—Pero seguro que la UNOMA lo prohibiría.

—¿Desde cuándo eso le ha importado a Sax? John se rió.

—Oh, ahora sí importa. Le han dado demasiado como para permitirse no tenerlos en cuenta. Lo tienen bien atado con dinero y poder.

—Tal vez.


Esa noche, a las 3:30 de la madrugada, hubo una pequeña explosión en la cabecera de uno de los pozos y las alarmas los arrancaron del sueño y los mandaron tambaleando y medio desnudos por los túneles a enfrentarse a un surtidor que subía disparado y se mezclaba con el polvo volador en una columna de agua blanca y espumosa a la luz irregular de los proyectores. El agua caía de las nubes de polvo como pedazos de hielo, granizo del tamaño de bolas de bowling. Aporreaban el suelo como misiles, y ya les llegaban a la altura de las rodillas.

Dada la charla de la noche anterior, el espectáculo alarmó bastante a John; echó a correr hasta que localizó a Mary. A través del ruido de la erupción y de la omnipresente tormenta, Mary gritó en el oído de John:

—¡Despeja la zona, voy a hacer estallar una carga explosiva junto al pozo, para taponarlo!

Se fue corriendo en su camisón de noche y John reunió a los espectadores y los hizo regresar por los túneles hasta el habitat de la estación. Mary se les unió en la antecámara, jadeando y resoplando, al tiempo que tecleaba nerviosamente en el ordenador de muñeca: en ese momento se oyó un estruendo sordo que venía del pozo.

—Vamos a ver —dijo, y cruzaron la antecámara y de nuevo corrieron por los túneles hacia la ventana que daba al pozo. Allí, entre un montón de bolas blancas de hielo, yacían los restos de la perforadora, tumbada de costado, inmóvil—. ¡Sí! ¡Taponado! —gritó Mary.

Lo celebraron con poco ánimo. Algunos bajaron a la zona del pozo para ver sí había algo que pudieran hacer.

—¡Buen trabajo! —le dijo John a Mary.

—He leído mucho sobre cierre de pozos desde aquel primer incidente —comentó ella, todavía sin aliento—. Y todo estaba dispuesto. Pero nunca habíamos tenido la oportunidad de probarlo. Así que nunca se sabe.

—¿Hay registros de seguridad en tus antecámaras? —preguntó John.

—Los hay.

—Estupendo.

John fue a comprobarlas. Conectó a Pauline con el sistema de la estación e hizo preguntas y estudió las respuestas a medida que aparecían en la pantalla de muñeca. Nadie había usado las antecámaras después del paréntesis temporal de aquella noche. Llamó al satélite meteorológico que estaba sobre ellos y entró en los sistemas infrarrojos y de radar, de los que Sax le había proporcionado los códigos, y exploró la zona alrededor de Bakhuisen. Ninguna señal de maquinaria próxima, salvo algunos de los viejos molinos de viento. Y los radiofaros mostraron que nadie había transitado por los caminos de la zona desde el día anterior.

John se sentó pesadamente delante de Pauline; se sentía lento y estúpido. No sabía qué hacer, y daba la impresión, por lo que había investigado, de que nadie había salido aquella noche. La explosión podía haberse preparado mucho antes, aunque sería difícil esconder el artefacto, ya que en los pozos se trabajaba todos los días. Se levantó despacio y fue en busca de Mary, y hablaron con el último turno que había trabajado en ese pozo el día anterior. No habían visto señales de manipulación hasta el final del turno, a las ocho de la tarde. Y, después de esa hora, todos habían asistido a la fiesta de John Boone y no habían utilizado las antecámaras. Por lo tanto, no había habido ocasión.

Regresó a la cama y pensó un rato.

—Oh, por cierto, Pauline… comprueba por favor los registros de Sax, y dame una lista de todas las expediciones de prospección del año pasado.


Siguiendo el ciego viaje a Hellas, se encontró con Nadia, que supervisaba la construcción de un nuevo tipo de cúpula sobre el Cráter Rabe. Era la más grande fabricada hasta entonces, y contaba con la ventaja del espesamiento de la atmósfera y del aligeramiento de los materiales de construcción; en esa situación era posible equilibrar la presión con la gravedad, lo que hacía de la cúpula presurizada algo en efecto ingrávido. La estructura se iba a construir con vigas reforzadas de areogel, la última novedad de los alquimistas; el areogel era tan ligero y fuerte que Nadia se embelesaba describiendo sus posibilidades. Decía que las cúpulas mismas de los cráteres eran algo del pasado; sería igual de fácil levantar columnas de arcogel alrededor de la circunferencia de una ciudad, olvidarnos de los habitats de roca y poner a toda la población dentro de lo que en efecto sería una tienda grande y transparente.

Se lo contó a John mientras recorrían el interior de Rabe, que ahora no era más que una gran obra. Todo el borde del cráter iba a ser agujereado como un panal para introducir cuartos con claraboyas, y el espacio interior abovedado contendría una granja que alimentaría a 30.000 colonos. Excavadoras robot del tamaño de edificios vibraban al salir de la oscuridad polvorienta, invisibles incluso a cincuenta metros. Esos monstruos trabajaban de manera autónoma o por teleoperación, y probablemente los teleoperadores no veían mucho alrededor, de modo que el tránsito de peatones no era por completo seguro. John siguió con nerviosismo a Nadia en el paseo, y recordó lo inquietos que se habían mostrado los mineros en Punto Bradbury… ¡y allí podían ver lo que sucedía! Tuvo que reírse ante la inconsciencia de Nadia. Cuando el suelo temblaba, simplemente se detenían y miraban alrededor, listos para apartarse de un salto de los vehículos amenazadores del tamaño de edificios. Fue toda una visita. Nadia despotricó contra el viento, que inutilizaba mucha maquinaria. La gran tormenta ya duraba cuatro meses, la más larga en años… y no parecía que fuera a remitir. Las temperaturas habían descendido, la gente se alimentaba de comida enlatada y deshidratada y de alguna esporádica verdura cultivada con luz artificial. Y el polvo estaba en todas las cosas. Incluso mientras hablaban John podía sentir la boca pastosa y los ojos resecos. Los dolores de cabeza se habían vuelto muy comunes, al igual que las gargantas irritadas, la bronquitis, el asma y las afecciones de los pulmones en general. Y a esto se sumaban frecuentes casos de congelación. Y también las computadoras se estaban volviendo poco seguras, había muchos casos de averías de hardware, neurosis o retrasos en las IA. Estar en pleno día en Rabe era como vivir en el interior de un ladrillo, comentó Nadia, y las puestas de sol parecían hogueras en minas de carbón. Lo detestaba.

John cambió de tema.

—¿Qué piensas de ese ascensor espacial?

—Es grande.

—Hablo del efecto, Nadia. Del efecto.

—¿Quién sabe? Nunca se sabe con una cosa así, ¿no?

—Se convertirá en un cuello de botella estratégico, como ese del que hablaba Phyllis cuando discutíamos quién construiría la estación de Fobos. Habrá conseguido crear su propio cuello de botella. Eso significa mucho poder.

—Es lo mismo que dice Arkadi, pero no entiendo por qué no podemos verlo como una fuente de recursos común, como un accidente geográfico natural.

—Eres una optimista.

—Es lo mismo que dice Arkadi. —John se encogió de hombros.— Sólo intento ser razonable.

—Yo también.

—Lo sé. A veces creo que somos los únicos.

—¿Y Arkadi? Ella se rió.

—¡Una auténtica pareja!

—Sí, sí. Como tú y Maya.

—Touché.

Nadia sonrió fugazmente.

—Intento que Arkadi reflexione. Es lo único que puedo hacer. Dentro de un mes nos reuniremos en Acheron para recibir el tratamiento. Maya dice que es bueno hacerlo juntos.

—Lo recomiendo —corroboró John con una sonrisa.

—¿Y el tratamiento?

—Es mejor que la alternativa, ¿no?

Ella rió entre dientes. Entonces el suelo retumbó debajo de ellos; se pusieron rígidos y volvieron rápidamente la cabeza de un lado a otro en busca de sombras en la oscuridad. A la derecha apareció una mole negra como una colina en movimiento. Corrieron hacia un lado, tropezando y saltando por encima de los cantos rodados y los escombros, y John se preguntó si se trataría de otro ataque, mientras Nadia soltaba órdenes por la frecuencia común y maldecía a los teleoperadores por no haberlos seguido en el infrarrojo.

—¡Vigilad las pantallas, perezosos bastardos!

El suelo dejó de retumbar. El leviatán negro ya no se movía. Se acercaron con cautela. Se trataba de un volquete de gigantescas proporciones, que maniobraba sobre bandas de rodamiento. Era de fabricación propia, construido en Marte por Utopia Planitia Machines: un robot concebido por robots y grande como un edificio de oficinas.

John se quedó mirándolo, sintiendo el sudor que le bajaba por la frente.

—El planeta está lleno de estos monstruos —le dijo a Nadia, asombrado—. Cortan, arañan, excavan, rellenan, construyen. Muy pronto algunos de ellos se unirán a uno de esos asteroides de dos kilómetros y construirán una central de energía con el mismo asteroide como combustible. Esto los impulsará a una órbita marciana, momento en que otras máquinas bajarán a la superficie y comenzarán a transformar la roca en un cable de unos treinta y siete mil kilómetros de largo. ¡El tamaño, Nadia! ¡El tamaño!

—Sí, de acuerdo, es grande.

—Es inimaginable, en serio. Algo que está por completo más allá de las facultades humanas tal como nos enseñaron a entenderlas. La teleoperación a gran escala. Una especie de waldo espiritual. ¡Todo lo que puede imaginarse puede hacerse! —Caminaron despacio alrededor del objeto negro y enorme que tenían delante: no era más que una especie de volquete, nada comparado con lo que sería el ascensor espacial; y no obstante, incluso este camión, pensó, era algo asombroso.— El músculo y el cerebro se han extendido a través de una armadura de robótica tan grande y poderosa que es difícil conceptualizarla. Tal vez imposible. Probablemente esto es parte de tu talento, y también del de Sax… ejercitar los músculos que nadie imagina aún que tenemos. Quiero decir, agujeros perforados a través de la litosfera, el terminador iluminado con luz solar reflejada en espejos, todas estas ciudades que cubren mesas y están empotradas en las paredes de los riscos… y ahora un cable extendido más allá de Deimos y Fobos, ¡tan largo que está en órbita y toca tierra al mismo tiempo! ¡Es imposible imaginarlo!

—No es imposible —apuntó Nadia.

—No. Y ahora, por supuesto, nos tropezamos en cualquier parte con la prueba de nuestro poder, ¡casi nos aplasta mientras estaba trabajando! Y ver es creer. No se necesita imaginación para ver el tipo de poder que tenemos. Quizá ésa es la razón por la que las cosas se están volviendo tan extrañas últimamente, todo el mundo hablando de títulos de propiedad y de soberanía, peleándose y arrogándose concesiones. La gente riñe como aquellos antiguos dioses en el Olimpo, porque en la actualidad somos tan poderosos como ellos.

—O más —dijo Nadia.


Continuó el viaje hasta los Montes Hellespontus, la cordillera curva que rodeaba la Cuenca Hellas. Una noche, mientras él dormía, el rover se salió del camino de radiofaros de respuesta. Se despertó, y cuando se abrieron algunos claros en el polvo, vio que se hallaba en un valle estrecho, entre pequeños acantilados atravesados por estrías de barrancas. Parecía probable que si seguía por el fondo del valle cruzaría de nuevo el camino, de modo que fue campo a través. Luego unas depresiones transversales poco profundas, como canales vacíos, interrumpieron el suelo del valle, y Pauline se vio obligada a parar constantemente para girar y probar otro ramal en el algoritmo de localización de ruta. Las quebradas asomaban una tras otra en la oscuridad. Cuando John se impacientó y probó a llevar él mismo los controles, la situación empeoró. En el país de los ciegos, el piloto automático es rey.

Pero lentamente se fue acercando a la boca del valle; el mapa mostró que el camino de radiofaros descendía a una depresión más ancha. De manera que aquella noche paró, despreocupado, y se sentó delante del televisor a cenar. Mangalavid emitía la inauguración de una eolia construida por un grupo de Noctis Labyrinthus. La eolia resultó ser un edificio pequeño, con aberturas que silbaban, ululaban o chirriaban, dependiendo del ángulo y la fuerza del viento. El día de la inauguración el viento que bajaba por las pendientes de Noctis se vio incrementado por unas fuertes ráfagas katabáticas, y la música fluctuó como en una composición, triste, colérica, disonante, o armónica en súbitos fragmentos; parecía la obra de una mente, quizá de una mente alienígena, pero ciertamente algo más que ciego azar. La eolia casi aleatoria, como dijo un locutor.

Después pasaron las noticias de la Tierra. La existencia de los tratamientos gerontológicos había sido filtrada por un funcionario de Ginebra y dio la vuelta al mundo en un día; en ese momento había un acalorado debate en la Asamblea General. Muchos delegados exigían que el tratamiento se convirtiera en un derecho humano básico, garantizado por la UN; un fondo aseguraría la financiación internacional para que los tratamientos fueran accesibles a todos. Mientras tanto, llegaban otros informes: algunos líderes religiosos se oponían al tratamiento, incluyendo el Papa; había disturbios en todas partes, y ciertos centros médicos habían sido atacados. Los gobiernos parecían confundidos. Todas las caras que aparecían en televisión estaban tensas o furiosas, y exigían que las cosas cambiaran; y toda la desigualdad, el odio y la miseria que se veía en esos rostros hizo que John retrocediera, incapaz de seguir mirando. Se quedó dormido, pero durmió mal.

Soñaba con Frank cuando un ruido lo despertó. Un golpe en el parabrisas. Era noche cerrada. Atontado, activó el cierre de la antecámara; mientras se sentaba se preguntó cómo habría adquirido un acto reflejo semejante. ¿Cuándo lo había incorporado? Se frotó la mandíbula y encendió la frecuencia de banda común.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí afuera?

—Los marcianos.

Era la voz de un hombre: un inglés con acento, pero John fue incapaz de identificarlo.

—Queremos hablar —dijo la voz.

John se levantó y miró por el parabrisas. De noche, en la tormenta, había muy poco que ver. No obstante, creyó distinguir unas formas en la oscuridad de allí fuera.

—Sólo queremos hablar —repitió la voz.

Si hubieran querido matarlo habrían podido abrir a la fuerza el rover mientras él dormía. Además, aún no era capaz de creer que alguien quisiera hacerle daño. ¡No había ningún motivo!

Así que los dejó entrar.

Eran cinco, todos hombres. Llevaban trajes desgastados, sucios, remendados con material que no había sido pensado para los trajes. Los cascos carecían de identificación, desnudos de toda pintura. Cuando se los quitaron vio que uno de ellos era asiático y joven; parecía tener unos dieciocho años. El muchacho se adelantó y se sentó en el asiento del conductor, y se inclinó sobre el volante para inspeccionar de cerca la distribución de los instrumentos. Otro se quitó el casco; un hombre bajo de piel morena, con un rostro flaco y trenzas largas y tupidas. Se sentó en un banco acolchado frente a la cama de John y esperó a que los otros tres también se quitaran los cascos. Al terminar, se pusieron en cuclillas y observaron con atención a John. Él no los había visto nunca.

—Queremos que reduzca el ritmo de inmigración —dijo el hombre de la cara delgada. Era el mismo que había hablado en el exterior; ahora el acento pareció caribeño. Hablaba en voz baja, casi en un susurro, y a John le resultó muy difícil no imitarlo.

—O que lo detenga —dijo el joven en el asiento del conductor.

—Cállate, Kasei. —El hombre del rostro delgado no apartaba los ojos de la cara de John.— Está viniendo tanta gente… Usted lo sabe. No son marcianos y no les importa lo que pase aquí. Van a abrumarnos, van a abrumarlo a usted. Lo sabe. Usted intenta convertirlos en marcianos, pero vienen demasiado rápido. No hay otro remedio que reducir la afluencia.

—O detenerla.

El hombre puso los ojos en blanco y con una mueca apeló a la comprensión de John. El muchacho es joven, entiéndalo, parecía querer decir.

—No tengo capacidad de decisión… —comenzó John, pero el hombre lo interrumpió.

—Puede apoyarla. Usted es poderoso y está de nuestro lado.

—¿Vienen de parte de Hiroko?

El joven chasqueó la lengua contra el paladar. El hombre del rostro flaco no dijo nada. Cuatro caras miraron a John; la otra observaba fijamente la ventana.

—¿Han estado saboteando los agujeros entre la corteza y el manto?

—preguntó John.

—Queremos que frene la inmigración.

—Yo quiero que frenen el sabotaje. Lo único que consiguen así es que venga más gente. Policía. El hombre lo escrutó.

—¿Que le hace pensar que podemos contactar con los saboteadores?

—Encuéntrenlos. Atáquenlos de noche. El hombre sonrió.

—Ojos que no ven, corazón que no siente.

—No por necesidad.

Tenían que pertenecer al grupo de Hiroko. La navaja de Occam. No podía haber más de un grupo oculto. O tal vez sí. Se sintió mareado y se preguntó si no estarían alterando el aire con drogas en aerosol. Se sentía muy extraño, todo era irreal, onírico; el viento azotaba el rover y hubo un súbito estallido de música cólica, un misterioso y prolongado aullido. Los pensamientos de John eran lentos y pesados, y tuvo deseos de bostezar. Eso es, pensó. Todavía intento despertar de un sueño.

—¿Por qué se ocultan? —oyó que él mismo preguntaba.

—Construimos Marte. Igual que usted. Estamos de su lado.

—Entonces, tendrían que ayudarme. —Trató de pensar.— ¿Qué piensan del ascensor espacial?

—No nos interesa —contestó el joven—. No es eso lo que importa. Lo que importa es la gente.

—El ascensor traerá a mucha más gente.

—Reduzca la inmigración —dijo el hombre—, y ni siquiera se podrá construir.

Otro largo silencio, acentuado por el espectral comentario del viento.

¿Ni siquiera se podrá construir? ¿Es que creían que lo construiría la gente? Tal vez se referían al dinero.

—Lo investigaré —repuso John. El joven se volvió y lo miró, pero John alzó una mano—. Haré lo que pueda. —Vio la mano ante él, una cosa enorme y rosada.— Es todo lo que puedo garantizar. Si les prometiera resultados, mentiría. Sé a qué se refieren. Haré lo que pueda.

—Pensó con dificultad.— Tendrían que trabajar abiertamente, ayudándonos. Necesitamos más ayuda.

—Cada uno a su manera —dijo el hombre en voz baja—. Ahora nos marcharemos. Estaremos atentos para ver qué hace.

—Dígale a Hiroko que quiero hablar con ella.

Los cinco hombres lo miraron a los ojos, el joven con intensidad y enfado.

El de la cara delgada sonrió fugazmente.

—Si la veo se lo diré.

Uno de los hombres en cuclillas extendió un bulto azul transparente: una esponja de aerogel, apenas visible bajo las luces nocturnas. La mano que la sostenía se cerró en un puño. Sí, una droga. John se abalanzó rápidamente sobre el joven, le arañó el cuello desnudo, y se derrumbó en el suelo, paralizado.

Cuando recuperó el sentido se habían ido. Le dolía la cabeza. Se desplomó sobre la cama y cayó en un sueño inquieto. Soñó con Frank, y John le habló de la visita. «Eres un tonto», dijo Frank. «No lo entiendes.» Cuando despertó de nuevo ya era de mañana, una mañana que se arremolinaba con ocres tostados al otro lado del parabrisas. Durante el último mes los vientos parecían haber amainado, pero era difícil estar seguro. Entre las nubes de polvo aparecían unas sombras fugaces que en seguida se disolvían de nuevo en el caos, breves alucinaciones provocadas por la privación de estímulos sensoriales. Ciertamente la tormenta era una continua privación de estímulos y empezaba a volverse claustrofóbica. Ingirió un poco de omeg, se puso el traje, salió y recorrió la zona, respirando polvo y agachándose para seguir las huellas de los visitantes. Atravesaban el lecho de roca y desaparecían. Una cita complicada, pensó: un rover perdido en la noche, ¿cómo lo habían encontrado?

Pero si lo habían estado siguiendo…

Una vez dentro del vehículo llamó a los satélites. El radar y el infrarrojo no captaban otra cosa que el rover. Hasta los trajes habrían aparecido en el infrarrojo, de manera que quizá tenían un refugio cerca. Era fácil esconderse en aquellas montañas. Recuperó el mapa de Hiroko y trazó un círculo aproximado alrededor del valle, extendiéndolo al norte y al sur. Ya tenía varios círculos en el mapa, pero los equipos de tierra no habían peinado ninguno exhaustivamente, y era probable que nunca lo hicieran, ya que eran casi todos un terreno caótico, tierra devastada del tamaño de Wyoming o Texas.

—Es un mundo grande —musitó.

Vagó por el interior del vehículo, con la vista clavada en el suelo. Entonces recordó lo último de la noche anterior. Se examinó las uñas; sí, ahí tenía pegado un pequeño fragmento de piel. Sacó una bandeja de muestras del pequeño autoclave y con cuidado pasó el material a la bandeja. La identificación del genoma estaba muy por encima de las capacidades del rover; pero cualquier laboratorio grande sería capaz de identificar al joven desconocido, si su genoma estaba registrado. Y si no, también sería una información útil. Quizá Úrsula y Vlad pudieran identificarlo por el parentesco.


Esa tarde volvió a localizar el camino de radiofaros de respuesta y bajó a la Cuenca de Hellas a última hora del día siguiente. Allí encontró a Sax, que asistía a una conferencia sobre el nuevo lago, aunque daba la impresión de que se estaba convirtiendo en una conferencia sobre iluminación artificial en la agricultura. A la mañana siguiente John lo llevó a dar un paseo por los túneles transparentes que unían los edificios; caminaron por una cambiante oscuridad amarilla; el sol era un brillante color azafrán en las nubes del este.

—Creo que he conocido al Coyote —dijo John.

—¿De verdad? ¿Te dijo dónde está Hiroko?

—No.

Sax se encogió de hombros. Parecía concentrado en una conferencia que tenía que dar esa tarde. Así que John decidió esperar y esa noche asistió a la charla con el resto de los colonos de la estación del lago. Sax le aseguró a la multitud que las microbacterias atmosféricas, de la superficie y del permafrost, crecían a un ritmo que era una importante fracción de los limites teóricos —alrededor de un dos por ciento, para ser precisos—, y que en el plazo de unas pocas décadas tendrían que enfrentar el problema de los cultivos en el exterior. Nadie aplaudió. Lo más importante ahora era resolver los espantosos problemas generados por la Gran Tormenta, que según algunos había comenzado como resultado de un error de cálculo de Sax. La insolación en superficie era aún un veinticinco por ciento de la normal, como uno de los asistentes señaló mordazmente, y la tormenta no daba señales de ceder. Las temperaturas habían descendido y los nervios subían. Ninguno de los recién llegados había disfrutado últimamente más que de unos pocos metros de visibilidad, y los problemas psicológicos, desde el aburrimiento a la catatonia, eran pandémicos.

Sax lo descartó todo con un leve encogimiento de hombros.

—Es la última tormenta global —afirmó—. Entrará en la historia como un fenómeno de la edad heroica. Disfrútenla mientras dure.

El comentario fue poco apreciado. Sin embargo, él no pareció darse cuenta.


Unos días después, Ann y Simón llegaron al asentamiento con su hijo Peter, que ya tenía tres años. Hasta donde sabían, había sido el trigésimo tercer niño nacido en Marte; los colonos establecidos después de los primeros cien habían sido bastante prolíficos. John jugó con el niño en el suelo mientras Ann, Simón y él se enteraban de las últimas noticias e intercambiaban algunas de las mil y una historias de la Gran Tormenta. John imaginaba que Ann estaría disfrutando con la tormenta y el espantoso revés que había infligido al proceso de terraformación, como una especie de respuesta alérgica planetaria, las temperaturas descendiendo de continuo y los temerarios experimentadores luchando con sus insignificantes máquinas atascadas… Pero no la divertía. En realidad, estaba irritada, como de costumbre.

—Un equipo de prospección perforó una chimenea volcánica en Daedalia y dio con una muestra que contenía microorganismos unicelulares muy diferentes de las cianobacterias que tú soltaste en el norte. Y la chimenea estaba bastante encajada en el lecho de roca y muy alejada de cualquier punto de liberación biótico. Enviaron muestras del material a Acheron para que lo analizaran, y Vlad lo estudió y declaró que parecía la cepa mutante de una que ellos habían soltado, quizá inyectada en la roca por maquinaria de perforación contaminada. —Ann clavó el dedo en el pecho de John:— Probablemente terrana, dijo Vlad.

¡Probablemente terrana!

—¡Pobablemente tedana! —dijo el pequeño Peter. captando a la perfección la entonación de Ann.

—Bueno, probablemente lo sea —dijo John.

—¡Pero jamás lo sabremos! Terminarán discutiéndolo durante siglos, habrá una revista dedicada sólo a esa cuestión, pero jamás lo sabremos con certeza.

—Si es tan parecido como para reconocerlo, probablemente es terrano —dijo John, sonriéndole al niño—. Cualquier cosa que hubiera evolucionado al margen de la vida terrana sería detectada de inmediato.

—Probablemente —repitió Ann—. Pero ¿y si hubiera una fuente común, la teoría de las esporas del espacio, por ejemplo, o deyecciones expulsadas de un planeta a otro con microorganismos enterrados en la roca?

—Eso no es muy factible, ¿verdad?

—No lo sabemos. Y ahora, jamás lo sabremos. A John te costaba compartir esa preocupación.

—Quizá vinieron con las naves Viking —dijo—. Nunca se intentó esterilizar a fondo nuestras exploraciones, así son las cosas. Mientras tanto, tenemos problemas más acuciantes.

Como la tormenta de polvo global más prolongada que se hubiera registrado jamás, o la afluencia de inmigrantes cuyo compromiso con Marte era tan mínimo como sus hábitats, o la próxima revisión del tratado con el que nadie estaba de acuerdo, o un proyecto de terraformación que mucha gente odiaba. O un planeta natal que estaba alcanzando un punto crítico. O un intento (o dos) de hacer daño a un tal John Boone.

—Sí, sí —aceptó Ann—. Lo sé. Pero todo eso es política, de la que nunca nos libraremos. Esto era ciencia, y yo quería una respuesta a esa pregunta. Y ya no puedo tenerla. Nadie puede.

John se encogió de hombros.

—Nunca lo sabremos, Ann. No importa lo que pase. Nunca. Era una de esas preguntas destinadas a quedar sin respuesta. ¿No lo sabías?

—Pobablemente tedana.

Pocos días después de esa conversación, un cohete aterrizó en la pequeña plataforma de la estación del lago y un reducido grupo de terranos emergió del polvo, todavía dando saltos alrededor mientras caminaban. Se presentaron como agentes de investigación, enviados con autorización de la UNOMA a investigar el sabotaje y los distintos incidentes. En total eran diez, ocho hombres jóvenes bien formados, salidos directamente de los vídeos, y dos mujeres jóvenes y atractivas. Casi todos pertenecían al FBI norteamericano. El jefe, un hombre alto de cabello castaño llamado Sam Houston, pidió una entrevista con John Boone y John se la concedió cortésmente.

Cuando a la mañana se reunieron después del desayuno —estaban allí seis de los agentes, incluidas las dos mujeres—, respondió a todas las preguntas sin ninguna vacilación, aunque instintivamente les contó sólo lo que creía que ya sabían, añadiendo un poco más para parecer sincero y servicial. Ellos se mostraron educados y deferentes, minuciosos en el interrogatorio, en extremo reticentes sí él a su vez les preguntaba algo. Parecían desconocer los detalles de la situación en Marte y le hicieron preguntas de cosas que habían sucedido durante los primeros años en la Colina Subterránea, o durante la época de la desaparición de Hiroko. Era obvio que estaban al tanto de los acontecimientos de aquella época y de las diferentes relaciones entre las estrellas de los medios de comunicación que eran los primeros cien; le hicieron un montón de preguntas sobre Maya, Phyllis, Arkadi, Nadia, el grupo de Acheron, Sax… todos eran bien conocidos para estos jóvenes terranos, al menos como figuras de la televisión. Pero parecía que no sabían mucho más, aparte de lo que se había grabado y enviado a la Tierra. John, la mente dispersa, se preguntó si eso sería verdad para todos los terranos. Al fin y al cabo, ¿de qué otras fuentes de información disponían?

Al final de la entrevista, uno de ellos, llamado Chang, le preguntó sí había algo más que quisiera decir. John, que entre otras muchas cosas había omitido la narración de la visita nocturna del Coyote, repuso:

—¡No se me ocurre nada!

Chang asintió, y entonces Sam Houston dijo:

—Apreciaríamos mucho que nos diera acceso a su la sobre estas cuestiones.

—Lo siento —dijo John como disculpándose—. No doy acceso a mi IA.

—¿Es que tiene una clave de destrucción? —preguntó Houston, sorprendido.

—No. Lo que pasa es que no la doy. Ésos son mis registros privados.

—John clavó la vista en los ojos del hombre: parecía embarazado y los otros lo miraban.

—Si lo prefiere, podemos, hum, obtener un mandato de la UNOMA.

—En realidad, dudo que pueda. Y aunque lo consiguiera, yo no le daría acceso. —John le sonrió, casi se rió. Otra ocasión en que ser el Primer Hombre en Marte le resultaba útil. No había nada que le pudieran hacer sin provocar demasiados problemas. Se puso de pie y examinó al pequeño grupo con toda la sosegada arrogancia que pudo mostrar, que fue mucha.— Háganme saber si hay algo más en que pueda ayudarlos.

Abandonó el cuarto. «Pauline, entra en el centro de comunicaciones y copia todo lo que puedas.» Llamó a Helmut y recordó que también sus propias llamadas estarían intervenidas. Hizo preguntas breves, como si sólo estuviera comprobando credenciales Sí, la UNOMA había enviado a un equipo. Era parte de una fuerza especial creada en los últimos seis meses para solucionar los problemas de Marte.

Así que ahora había policía en Marte, además de un detective. Bueno, no podía esperarse otra cosa. Sin embargo, era irritante. No podría ir de un lado a otro libremente mientras ellos rondaban por ahí vigilándolo, suspicaces, porque no les había dado acceso a Pauline. En cualquier caso, no había gran cosa que hacer en Hellas. No había habido allí ningún sabotaje, y parecía improbable que fuera a cometerse ahora. Maya no se mostró muy comprensiva, no quería que la molestara con sus problemas, ella ya tenía suficiente con los suyos, los aspectos técnicos del proyecto del acuífero.

—Lo más probable es que tú seas el principal sospechoso —le dijo irritada—. Estas cosas siempre te ocurren a ti: un camión en Thaumasia, un pozo en Bakhuisen, y ahora no los dejas entrar en tus archivos. ¿Por qué no?

—Porque no me gustan —repuso John, mirándola con ojos coléricos. La relación con Maya había vuelto a la normalidad. Bueno, en realidad no; seguían con sus hábitos manteniendo un cierto buen humor, como si interpretaran un papel en una obra de teatro, sabiendo que disponían de tiempo para todo, sabiendo ahora qué cosas eran reales, qué había en el fondo de esa relación. De modo que en ese sentido habían mejorado. Sin embargo, en la superficie era el mismo y viejo melodrama. Maya se negaba a entender, y al final John se rindió. Después de la llamada estuvo pensándolo durante un par de días. Bajó a los laboratorios de la estación e hizo que la muestra de piel que se había sacado de debajo de las uñas fuera puesta en cultivo, y luego clonada y analizada. No había nadie con ese genoma en los registros planetarios, así que envió la información a Acheron y solicitó un análisis y cualquier otra información posible. Úrsula le devolvió los resultados en clave y añadió al final una sola palabra: Felicitaciones.

Volvió a leerlo y soltó un juramento en voz alta. Salió a dar un paseo, alternando las carcajadas con las maldiciones.

—¡Maldita seas, Hiroko! ¡Maldita seas en el infierno! ¡Sal de tu agujero y ayúdanos! ¡Ja, ja, ja! ¡Zorra! ¡Estoy harto de toda esa mierda de Perséfone!

Hasta los túneles peatonales le parecían opresivos en ese momento. Fue hasta el garaje, se vistió y salió por la antecámara a dar un paseo, el primero en muchos días. Se encontraba en el brazo septentrional de la ciudad, sobre un liso suelo desértico. Dio vueltas, siempre dentro de la fluctuante columna de aire limpio que generaba la ciudad, observando y pensando. Hellas iba a ser mucho menos impresionante que Burroughs, Acheron o Echus, incluso menos que Senzeni Na. Situada en el punto bajo de la cuenca, no había allí cumbres sobre las que construir y ningún panorama interesante. Aunque continuaba el azote de los remolinos de polvo, y éste no era el momento más idóneo para opinar. La ciudad había sido levantada en un semicírculo, y con el tiempo sería la línea costera del nuevo lago. Quizá tuviera un hermoso aspecto cuando eso sucediera —una zona de puertos—, pero mientras tanto era tan monótono como la Colina Subterránea, con los últimos avances en plantas de energía y mecanismos de servicio, respiraderos, cables, túneles como gigantescas mudas de serpiente… el viejo aspecto de una estación científica, sin consideraciones estéticas. Bueno, no tenía mucha importancia. No podían poner todas las ciudades en una cima montañosa.

Dos personas pasaron junto a él, con los visores de los cascos polarizados. Qué raro, pensó, si ya tenían la oscuridad de la tormenta. De pronto las figuras se abalanzaron sobre él y lo tiraron al suelo. Se levantó de la arena con un salto salvaje al estilo John Cárter, adelantando los puños, pero vio con sorpresa que ellos ya corrían hacia las nubes de polvo batidas por el viento. Se tambaleó y los miró con atención. Desaparecieron detrás de los velos de polvo. La sangre le bullía, y sintió un fuego en los hombros. Alzó la mano y se los tocó; le habían rasgado el traje. Apretó la mano sobre la rotura y echó a correr a toda velocidad. Ya no sentía los hombros. Era incómodo correr con el brazo levantado y la mano detrás del cuello. El suministro de aire parecía estar intacto —no—, tenía un corte en el tubo, a la altura del cuello. Separó la mano del hombro el tiempo suficiente para teclear circulación máxima en el ordenador de muñeca. El frío le bajaba por la espalda como un fantasma de agua helada. Cien grados centígrados bajo cero. Contuvo el aliento y pudo sentir el polvo en los labios, resecándole la boca. Era imposible calcular cuánto CO2 entraba en el suministro de oxígeno, pero no hacía falta mucho para matarlo.

El garaje apareció entre la oscuridad; había corrido directamente hacía él, y se sintió muy satisfecho consigo mismo hasta que llegó a la puerta de la antecámara y apretó el botón de apertura y nada ocurrió. Era fácil bloquear una antecámara, bastaba con dejar abierta la puerta de dentro. Los pulmones le ardían, necesitaba respirar. Rodeó a la carrera el garaje hacia el tubo de peatones que conectaba con el habitat propiamente dicho; lo alcanzó y miró a través de las capas de plástico. Nadie a la vista. Quitó la mano de la rotura en el hombro, y abrió rápidamente la caja que tenía en el antebrazo izquierdo; sacó el pequeño taladro, lo encendió y lo empotró en el plástico, que cedió sin romperse y se arrolló en torno a la broca giratoria, hasta que el taladro casi le rompió el codo. Hurgó frenéticamente con la herramienta y al fin consiguió que el plástico se desgarrara; entonces tiró hacia abajo, ensanchó el agujero y al fin pudo entrar con la cabeza por delante. Cuando estuvo dentro hasta la cintura se quedó quieto, utilizando el cuerpo como un tosco tapón. Se desabrochó el casco y se lo arrancó de la cabeza y jadeó en busca de aire como si emergiera de una inmersión prolongada, fuera dentro fuera dentro fuera dentro. Elimina ese CO2, de la sangre. Tenía entumecidos los hombros y el cuello. Allá en el garaje sonaba una alarma.

Después de veintidós segundos de pensamientos atropellados, pasó de un tirón las piernas por el agujero y corrió por el tubo en creciente despresurización hacia el habitat, alejándose del garaje. Por fortuna la puerta se abrió respondiendo a la orden. Una vez dentro, saltó al interior de un ascensor y bajó hasta la tercera planta subterránea, donde se alojaba en una de las suites de invitados. Dejó la puerta del ascensor abierta y se asomó. Nadie a la vista. Corrió a su habitación. Una vez dentro, se arrancó el traje y lo escondió junto con el casco en el armario. Hizo una mueca cuando se vio en el espejo, los hombros y omóplatos blanquecinos, un terrible caso de congelación. Tomó un analgésico oral y una dosis triple de omegendorfo, se puso una camisa con cuello, y pantalones y zapatos. Se peinó y se arregló. La cara en el espejo mostraba unos ojos vidriosos y distraídos, casi atontados. Contorsionó con violencia la cara, la abofeteó, la volvió a la expresión normal, y empezó a respirar profundamente. Las drogas estaban haciendo efecto y la imagen en el espejo pareció un poco mejor.

Salió al pasillo y se encaminó al bulevar excavado en la roca, que descendía otras tres plantas más. Caminó junto a la barandilla y miró a la gente de abajo; sintió una curiosa mezcla de júbilo y cólera. Entonces Sam Houston y una de sus colegas se le acercaron.

—Disculpe, señor Boone, ¿tendría la amabilidad de venir con nosotros?

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ha habido otro incidente. Alguien abrió uno de los tubos peatonales.

—¿Que se abrió un tubo peatonal? ¿Llama a eso un incidente? Tenemos satélites espejo saliéndose de sus órbitas, camiones que caen en los agujeros entre la corteza y el manto, ¿y usted llama a una tontería como ésa un incidente? —Houston lo miró con ojos centelleantes y Boone casi se rió del hombre.— ¿En qué cree que puedo ayudar?

—Sabemos que ha estado trabajando en esto para el doctor Russell. Creímos que le gustaría estar al tanto.

—Oh, comprendo. Bueno, pues entonces vayamos a ver qué pasa.

Y durante casi dos horas lo examinaron todo, mientras los hombros le ardían como fuego. Houston y Chang y los otros investigadores le hablaban en un tono casi confidencial, ansiosos por que él interviniera, pero mirándolo fríamente, como si estuvieran evaluándolo. John les respondió con una ligera sonrisa.

—Me pregunto por qué habrá sucedido ahora —le comentó Houston en un momento.

—Quizá a alguien no le gusta la presencia de ustedes aquí —dijo John.

Sólo cuando toda la charada acabó, tuvo tiempo para pensar por qué no quería que se enteraran del ataque. Sin duda habría atraído a más investigadores y eso no era bueno; y ciertamente se habría convertido en la historia más importante en Marte y en la Tierra, lo que lo habría devuelto a la vitrina más allá. Y ya estaba harto de vitrinas.

Pero había algo más que no lograba precisar. El detective del subconsciente. Resopló con disgusto. Para distraerse del dolor merodeó de comedor en comedor, esperando captar alguna expresión de mal disimulada sorpresa cada vez que entraba en una sala. ¡De vuelta de entre los muertos! ¿Quién de vosotros me asesinó? Y en una o dos ocasiones vio a alguien que se encogía cuando él lo miró a los ojos. Pero en verdad, pensó agriamente, fueron muchos los que parecían acobardados. Como si evitaran la mirada de un monstruo, o de un hombre condenado. Nunca antes había sentido su fama de esta manera; estaba furioso.

El efecto de los analgésicos había empezado a desvanecerse, y regresó de prisa a su cuarto. La puerta estaba entreabierta. Se precipitó dentro y se encontró con dos investigadores de la UNOMA.

—¿Qué están haciendo? —gritó enfurecido.

—Sólo lo buscábamos —repuso uno de ellos con suavidad. Se miraron—. No nos gustaría que intentaran algo contra usted.

—¿Como un allanamiento de morada? —dijo Boone de pie, apoyado en el marco de la puerta.

—Es parte del trabajo, señor. Lamentamos de veras haberlo molestado.

Arrastraron los pies nerviosamente, atrapados entre las cuatro paredes de la habitación.

—¿Y quién los ha autorizado? —preguntó Boone, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Bueno… —De nuevo volvieron a mirarse.— El señor Houston es nuestro oficial superior…

—Llámenlo y hagan que venga.

Uno de ellos susurró en su ordenador de muñeca. En un tiempo sospechosamente breve Sam Houston apareció en el corredor, y mientras avanzaba a grandes zancadas con el ceño fruncido, John soltó una carcajada.

—¿Qué hacía, esconderse detrás de la esquina?

Houston se plantó justo delante de él, adelantó la cara, y en voz baja dijo:

—Mire, señor Boone, nos encargaron una investigación importante y usted la está obstruyendo. A pesar de lo que parece creer, usted no está por encima de la ley…

Boone se adelantó bruscamente. Houston tuvo que retroceder para evitar que la nariz de Boone chocara contra la suya.

—Usted no es la ley —dijo. Empujó a Houston, obligándolo a retroceder. El agente empezó a enojarse, y John se rió—. ¿Qué va a hacer, oficial? ¿Arrestarme? ¿Amenazarme? ¿Darme un argumento para que lo incluya en mi próximo informe en Eurovid? ¿Le gustaría? ¿Le gustaría que le mostrara al mundo cómo John Boone fue acosado por un dios de hojalata con una chapa de hojalata, un funcionario que vino a Marte pensando que era un sheriff en el Salvaje Oeste? —Recordó haber pensado que cualquiera que hablara de sí mismo en tercera persona era un declarado idiota, y se rió y dijo:— ¡A John Boone no le gustan esas cosas! ¡No le gustan nada!

Los otros dos habían aprovechado la oportunidad para escabullirse, y ahora observaban con atención desde fuera del cuarto. La cara de Houston estaba del color del Monte Ascraeus y enseñaba los dientes.

—Nadie está por encima de la ley —rechinó—. Aquí ha habido actos criminales muy peligrosos, y muchos ocurren cuando usted anda cerca.

—Como el allanamiento de morada.

—Si decidimos que necesitamos inspeccionar sus aposentos, o sus registros, para avanzar en nuestra investigación, entonces eso es lo que vamos a hacer. Estamos autorizados.

—Y yo digo que no lo están —repuso John con arrogancia, y chasqueó los dedos en las narices del hombre.

—Vamos a registrar sus aposentos —dijo Houston, articulando cada palabra cuidadosamente.

—Lárguese —dijo John despectivamente, y se volvió hacia los otros dos y con un ademán los echó. Rió, el labio torcido en una mueca de desdén—: ¡Eso es, largo! ¡Fuera de aquí, incompetentes! ¡Vayan a leer las reglas sobre registros e incautaciones!

Entró en la habitación y cerró la puerta.

Se detuvo. Parecía que se marchaban, pero en cualquier caso tenía que actuar como si no le importase. Soltó una carcajada, fue al cuarto de baño y tomó más analgésicos.

No habían llegado a abrir el armario, lo que era una suerte; habría sido difícil explicar el traje desgarrado sin contar la verdad, y eso sí que habría sido engorroso. Era extraño cómo se enredaban las cosas cuando ocultas que alguien ha intentado matarte. Se detuvo a pensarlo. Después de todo, el intento había sido bastante torpe. Había cien maneras más efectivas de matar a alguien que se pasea en la atmósfera marciana protegido sólo por un traje. Y si sólo intentaban asustarlo, o si esperaban que él intentara ocultar el ataque, para luego decirle que había mentido y acusarlo de algo…

Sacudió la cabeza, confundido. La navaja de Occam, la navaja de Occam. La herramienta principal del detective. Si alguien te ataca, pretende hacerte daño, eso era una idea básica, un hecho fundamental.

Era importante averiguar quiénes habían sido los agresores. Y luego seguir adelante. Los analgésicos eran potentes y los efectos del omegendorfo se estaban desvaneciendo. Le resultaba difícil pensar. Iba a ser un problema deshacerse del traje; el casco en especial era un objeto grande y abultado. Pero ahora ya estaba metido a fondo en el asunto, y no había una salida airosa. Se rió; sabía que ya se le ocurriría algo.


Quería hablar con Arkadi. Sin embargo, le informaron que Arkadi había concluido con Nadia el tratamiento gerontológico en Acheron y había regresado a Fobos. John todavía no había visitado nunca la pequeña y rápida luna.

—¿Por qué no subes y la ves? —dijo Arkadi por teléfono—. Es mejor hablar en persona, ¿no?

—De acuerdo.

No había estado en el espacio desde el aterrizaje del Ares veintitrés años atrás, y las sensaciones familiares de aceleración e ingravidez le provocaron un inesperado acceso de náuseas. Se lo contó a Arkadi mientras se acoplaban con Fobos, y éste dijo: —A mí me sucedía siempre, hasta que empecé a beber vodka justo antes de despegar—. Tenía una larga explicación fisiológica, pero los detalles empezaron a sacar a John de quicio y lo interrumpió. Arkadi soltó una carcajada; el tratamiento gerontológico le había proporcionado la habitual exaltación postoperatoria, sin olvidar que siempre había sido un hombre alegre; tenía el aspecto de alguien que en mil años nunca volvería a estar enfermo.

Stickney resultó ser una pequeña ciudad bulliciosa, la cúpula del cráter cubierta con lo mas nuevo en revestimientos contra la radiación, y el suelo en círculos concéntricos escalonados que descendían hasta una plaza en el fondo. Los círculos se alternaban entre parques y edificios de dos plantas con jardines en los tejados. Había redes en el aire para la gente que perdía el control en los saltos a través de la ciudad, o que despegaba por accidente; la velocidad de salida era de cincuenta kilómetros por hora, de modo que casi era posible escapar a la gravedad. Justo debajo de los cimientos de la cúpula, John divisó una versión en pequeño del tren exterior de circunvalación; marchaba horizontalmente comparado con los edificios de la ciudad, y a una velocidad que devolvía a los pasajeros a una sensación de gravedad marciana. Paraba cuatro veces al día a recoger gente, pero sí John se refugiaba en el tren, sólo retrasaría su aclimatación en Fobos, de modo que se metió en la habitación para huéspedes que le habían asignado, y esperó como pudo a que le desaparecieran las náuseas. Al parecer ahora era un habitante planetario, un marciano para siempre, de manera que abandonar Marte significaba dolor. Ridículo pero cierto.

Al día siguiente se sentía mejor y Arkadi lo llevó de excursión por Fobos. El interior estaba lleno de túneles, galenas y enormes cámaras abiertas. En muchas de ellas aún se llevaban a cabo trabajos de minería en busca de agua y combustible. La mayoría de los túneles eran tubos funcionales corrientes, pero las habitaciones interiores y algunas de las galerías grandes se habían construido de acuerdo con las teorías socioarquitectónicas de Arkadi, que le mostró a John corredores circulares, áreas mixtas de trabajo y recreo, amplias terrazas, paredes metálicas con grabados, características todas que se habían vuelto comunes durante la fase de construcción en los cráteres, pero de las que Arkadi todavía se sentía orgulloso.

Tres de los pequeños cráteres de superficie en la cara opuesta de Stickney habían sido abovedados con vidrio y albergaban unas villas desde las que se veía el planeta, que pasaba veloz debajo de ellos: panorámicas jamás visibles desde Stickney, ya que el largo eje de Fobos estaba permanentemente orientado hacia Marte, con el gran cráter siempre en el otro lado. Arkadi y John se encontraban en Semenov, mirando a través de la cúpula. Marte llenaba medio cielo, amortajado en nubes de polvo.

—La Gran Tormenta —dijo Arkadi—. Sax tiene que estar volviéndose loco.

—No —dijo John—. Dice que es algo pasajero. Un fallo.

Arkadi silbó entre dientes. Ambos habían recuperado la vieja y relajada camaradería, el sentimiento de que eran iguales, hermanos desde tiempos remotos. Arkadi era el mismo de siempre, alegre, bromista, desbordante de proyectos y opiniones, con una seguridad que complacía inmensamente a John, aun a pesar de que estaba seguro de que muchas de las ideas de Arkadi eran erróneas e incluso peligrosas.

—Pero, es probable que Sax tenga razón —dijo Arkadi—. Si esos tratamientos contra la vejez funcionan, y vivimos más décadas que antes, habrá sin duda una revolución social. La brevedad de la vida era una de las fuerzas primordiales en la estabilidad de las instituciones, aunque parezca extraño. Sin embargo, es mucho más fácil aferrarse a cualquier esquema de supervivencia a corto plazo que arriesgarlo todo en un nuevo plan que podría no funcionar… A nadie importa que ese plan a corto plazo pueda ser muy destructivo para las próximas generaciones. Ya sabes, que se las apañen. Pero, si pudieras estudiarlo, y luego analizarlo durante otros cincuenta años quizá, podrías acabar diciendo:

¿Por qué no hacerlo más racional? ¿Por qué no convertirlo en algo más afín a nuestros deseos? ¿Qué nos detiene?

—Tal vez sea por eso que las cosas se están volviendo tan extrañas allí abajo en la Tierra —dijo John—. Pero, en cierto modo, no creo que esta gente tenga una perspectiva a largo plazo. —Le resumió a Arkadi la historia de los sabotajes, y concluyó sin más:— ¿Sabes quién los lleva a cabo, Arkadi? ¿Estás involucrado?

—¿Qué, yo? No, John, tú me conoces. Esos actos de destrucción son estúpidos. Por lo que parece, son obra de los rojos, y yo no soy un rojo. No sé con seguridad quién los lleva a cabo. Es probable que Ann sí lo sepa, ¿se lo has preguntado?

—Dice que no lo sabe.

Arkadi soltó una risa cloqueante.

—¡Sigues siendo el viejo John Boone! Mira, amigo mío, te diré por qué ocurren estas cosas, y luego podrás trabajar en el asunto de manera sistemática, y entonces tal vez lo comprendas. Ah, aquí viene el tren subterráneo para Stickney…, vamos, quiero mostrarte la cúpula del infinito, es realmente una obra magnífica.

Condujo a John hasta el cochecito del tren y descendieron flotando por un túnel casi hasta el centro de Fobos. El tren se detuvo y ellos salieron y atravesaron la sala estrecha y se impulsaron por un pasillo; John notó que el cuerpo se le había adaptado a la ingravidez, que de nuevo era capaz de flotar sin desorientarse. Arkadi lo guió hasta una amplia galería abierta, que a primera vista parecía ser demasiado grande para estar contenida en Fobos: suelo, pared y techo cubiertos de espejos facetados; unas placas redondas de magnesio pulido estaban dispuestas oblicuamente, de modo que cualquiera que se encontrase en ese espacio de microgravedad se veía reflejado en miles de regresiones infinitas.

Aterrizaron y engancharon los pies en unas anillas y flotaron como plantas en el fondo del mar en una movediza multitud de Arkadis y Johns.

—Verás, John, la base económica de la vida marciana empieza a cambiar —dijo Arkadi—. ¡No, no te atrevas a burlarte! Hasta ahora no hemos vivido en una economía monetaria. Habitar en una de las estaciones científicas es como ganar un premio que te libera de la rueda económica. Nosotros ganamos el premio, lo mismo que otros muchos más, y todos ya llevamos aquí bastantes años, viviendo de esa manera en las estaciones. Sin embargo, ahora la gente llega a Marte en torrentes, ¡miles y miles! Y muchas de esas gentes vienen a trabajar, a ganar algún dinero, y regresar luego a la Tierra. Trabajan para las transnacionales que han obtenido concesiones de la UNOMA. La letra del tratado de Marte se respeta porque supuestamente la UNOMA está a cargo de todo, pero el espíritu del tratado se quiebra a diestra y siniestra, aun por la misma UN.

John asentía.

—Sí, ya me he dado cuenta. Helmut me lo expuso cara a cara.

—Helmut es un gusano. Pero escucha, cuando se proponga la renovación del tratado, cambiarán la letra de la ley. E irán todavía más lejos. Todo empezó con el descubrimiento de metales estratégicos y todo este espacio. Para un montón de países de allí abajo Marte es la salvación, y para las transnacionales un territorio nuevo.

—¿Y crees que tendrán apoyo como para modificar el tratado?

Millones de Arkadis miraron con ojos desorbitados a millones de Johns.

—¡No seas tan ingenuo! ¡Pues claro que tendrán apoyo! Mira, el tratado de Marte está basado en el viejo tratado sobre el espacio. Primer error, porque ese tratado era un convenio realmente muy frágil, y por tanto el de Marte también lo es. Según las cláusulas del propio tratado, los países pueden convertirse en miembros con derecho a voto sólo con tener intereses aquí, razón por la que no paramos de ver nuevas estaciones científicas nacionales: de la Liga Árabe, Nigeria, Indonesia, Azania, Brasil, la India, China y todas las demás. Y unos cuantos de estos nuevos países se convierten en miembros con la intención específica de romper el tratado. Quieren abrir Marte a los gobiernos individuales, fuera del control de la UN. Y las transnacionales enarbolan banderas acomodaticias de países como Singapur y las Seychelles y Moldavia para intentar abrir Marte a los asentamientos privados, controlados por las corporaciones.

—Todavía faltan años para la renovación —dijo John. Un millón de Arkadis pusieron los ojos en blanco.

—Está ocurriendo ahora mismo. No sólo de palabra, sino aquí abajo día a día. Cuando llegamos por primera vez, y durante los siguientes veinte años, Marte era como la Antártida, pero más puro. Estábamos fuera del mundo, ni siquiera teníamos bienes… algo de ropa, un ordenador, ¡y eso era todo! Tú sabes cómo pienso, John. Este orden se asemeja al modo de vida prehistórico, y por tanto a nosotros nos parece correcto, nuestros cerebros lo reconocen después de tres millones de años de práctica. En resumen, nuestros cerebros se desarrollaron en respuesta a las realidades de aquella vida. Y como resultado, la gente crece fuertemente ligada a ese tipo de vida. Eso permite que te concentres en el verdadero trabajo, que es todo lo que necesitas para seguir con vida, o hacer cosas, o satisfacer tu propia curiosidad, o jugar. Eso es la utopía, John, en especial para los primitivos y los científicos, lo que es decir todo el mundo. De modo que una estación científica de investigación en realidad es un modelo de utopía prehistórica, arrancada de la economía monetaria de las transnacionales por primates inteligentes que desean vivir bien.

—Uno pensaría que todo el mundo querría subir a bordo —dijo John.

—Sí, y quizá lo hagan, pero nadie los invita. Y eso quiere decir que no es una utopía auténtica. Nosotros, inteligentes primates científicos, deseábamos tener islas para nosotros solos, en vez de trabajar en beneficio de todo el mundo. Y por eso en realidad las islas son parte del orden transnacional. Las pagan, nunca son realmente gratis, jamás se da el caso de una investigación verdaderamente pura. Porque la gente que paga por las islas de los científicos, con el tiempo querrá rentabilizar la inversión. Y ahora estamos llegando a ese punto. Se nos exige que nuestra isla sea rentable. No llevamos a cabo investigación pura, sino investigación aplicada. Y con el descubrimiento de metales estratégicos, la aplicación se ha hecho evidente. Y así resurge todo lo de antes y volvemos a la propiedad, los precios y los salarios. El sistema de beneficios. La pequeña estación científica se convierte en una mina, con la habitual actitud minera ante la tierra que guarda tesoros. Y a los científicos se les pregunta: ¿Cuánto valor tiene lo que hacen? Se les pide que trabajen a cambio de una paga, y el beneficio del trabajo hay que entregárselo a los propietarios de los negocios para los que de pronto resulta que trabajan.

—Yo no trabajo para nadie —afirmó John.

—Bien, pero trabajas en el proyecto de terraformación, ¿y quién lo paga?

John probó con la respuesta de Sax:

—El sol.

Arkadi volvió a silbar entre dientes.

—¡Te equivocas! No se trata sólo del sol y de unos pocos robots, es tiempo humano, y mucho. Y esos humanos tienen que comer y vivir. Y por tanto, alguien les proporciona lo que necesitan, y también a nosotros; no nos hemos molestado en organizar una vida en la que podamos mantenernos a nosotros mismos.

John frunció el ceño.

—Bueno, al principio necesitábamos ayuda. Enviaron aquí millones de dólares en equipo. Un montón de tiempo útil, como dices tú.

—Sí, es verdad. Pero una vez aquí podríamos habernos esforzado en hacernos autónomos e independientes, para devolverles toda esa inversión y librarnos de ellos. Pero no lo hicimos, y ahora los tiburones prestamistas están aquí. Mira, allá en el principio, si alguien nos hubiera preguntado quién ganaba más dinero, tú o yo, habría sido imposible responder, ¿verdad?

—Correcto.

—Era una pregunta sin ningún sentido. Pero hazla ahora y tendríamos que discutirlo un rato largo. ¿Trabajas de consejero para alguien?

—Para nadie.

—Yo tampoco. Pero Phyllis es consejera de Amex, y de Subarashii y de Armscor. Y Frank es consejero de Honeywell-Messerschmidt, y de la GE y de Boeing y Subarashii. Y la lista continúa. Son más ricos que nosotros. Y en este sistema, más rico significa más poderoso.

Ya nos ocuparemos de eso, pensó John. Pero no lo dijo; no quería que Arkadi volviera a reírse.

—Y sucede en todo Marte —continuó Arkadi. Nubes de Arkadis agitaron los brazos alrededor, como un mándala tibetano de demonios pelirrojos—. Y, por supuesto, hay gente que se da cuenta. O yo se lo explico. Y esto es lo que debes comprender, John… hay gente que luchará para que nada cambie. Hay gente a la que le encantaba la sensación de vivir como un científico primitivo, tanto que se negará a abandonarla sin lucha.

—De ahí los sabotajes…

—¡Sí! Quizá algunos los cometen esas gentes. Yo creo que son un contrasentido, pero ellos no están de acuerdo. La mayoría de los sabotajes pretenden mantener Marte tal como era antes de que llegáramos. Yo no soy de ésos. Pero luchare para que Marte no se convierta en un puerto franco de la minería transnacional. Para que no nos convirtamos en esclavos felices de alguna clase ejecutiva encerrada en grandes mansiones fortificadas. —Miró a John y por el rabillo del ojo John vio alrededor una infinidad de confrontaciones.— ¿Tú no sientes lo mismo?

—En realidad, sí. —Sonrió.— Creo que si discrepamos, es principalmente por una cuestión de métodos.

—¿Tú qué propones?

—Bueno… ante todo que el tratado se renueve tal como está y luego que se cumpla.

—El tratado no se renovará —afirmó Arkadi con tono categórico—. Hará falta algo mucho más radical para detener a esa gente, John. Acciones directas… sí, ¡no seas tan incrédulo! Confiscación de bienes, o del sistema de comunicaciones… la implantación de nuestro propio cuerpo legal, respaldado por todo el mundo aquí, en las calles… ¡sí, John, sí! Se llegará a eso, porque hay armas bajo la mesa. Las manifestaciones y la insurrección son lo único que los derrotará, como lo demuestra la historia.

Un millón de Arkadis se arracimaron en torno a John, con una expresión mucho más seria que la de cualquier Arkadi que pudiera recordar… tan seria que las florecientes hileras de la propia cara de John exhibieron una expresión regresiva de preocupación boquiabierta. Cerró la boca.

—Primero me gustaría probarlo a mi manera —dijo.

Lo que hizo que todos los Arkadis se riesen. John le dio un empujón amistoso en el brazo y Arkadi cayó al suelo; en seguida se impulsó hacia él y lo agarró. Lucharon mientras pudieron mantener el contacto y luego salieron despedidos en direcciones opuestas; en los espejos, millones de Johns y Arkadis volaron hacia el infinito.

Más tarde regresaron al tren subterráneo y fueron a cenar a Semenov. Mientras comían contemplaron la superficie de Marte, que giraba lentamente como un gigante gaseoso. De pronto a John le pareció una gran célula anaranjada, un embrión o un huevo. Los cromosomas se movían rápidamente bajo el cascarón. Una nueva criatura que aguardaba nacer, genéticamente manufacturada. Todos intentaban unir ciertos genes (los propios) a unos plásmidos, insertarlos en las espirales del ADN de Marte, y obtener así lo que deseaban de esa nueva bestia quimérica. Sí, y a John le gustaba mucho lo que Arkadi quería introducir. Pero también tenía sus propios proyectos. Al final verían quién conseguía más del genoma.

Miró a Arkadi, que también tenía la vista alzada hacia el planeta con la misma expresión seria que había mostrado en la sala de los espejos combinados. John descubrió que era una expresión grabada con precisión y fuerza, aunque ahora parecía múltiple y extraña, como vista a través del ojo de una mosca.


John descendió de vuelta a la oscuridad de la Gran Tormenta y allí abajo, en los sombríos días azotados por las ráfagas de viento y barridos por la arena, vio cosas que no había visto antes. Ésa era la ventaja de hablar con Arkadi. Prestaba atención de un modo nuevo; por ejemplo, viajó al sur desde Burroughs hasta el Agujero de Transición Sabishii («Solitario»), y visitó a los japoneses que vivían allí. Eran residentes antiguos, el equivalente japonés de los primeros cien, que habían llegado a Marte sólo siete años más tarde; y a diferencia de los primeros, se habían convertido en una verdadera unidad, y se habían «vuelto nativos» en gran escala. Sabishii había continuado siendo pequeño, incluso después de que excavaran allí el agujero entre la corteza y el manto. Estaba enclavada en una región de piedras grandes e irregulares, cerca del cráter Jarry-Desloges, y mientras bajaba por la última parte del sendero de radiofaros de respuesta, hacía el asentamiento, tuvo visiones fugaces de piedras talladas en forma de caras o figuras de exagerado tamaño, o cubiertas con elaboradas pictografías, o ahuecadas para albergar pequeños altares sintoístas o zen. Clavaba la vista en las nubes de polvo en pos de esas imágenes, pero siempre desaparecían como alucinaciones, vislumbradas y luego perdidas. Al salir a la tortuosa zona de aire despejado, se dio cuenta de que los sabishiianos habían transportado hasta allí las rocas sacadas del gran pozo, y que las distribuían en montículos curvos: un dibujo… desde el espacio parecería… ¿qué, un dragón? Y entonces llegó al garaje y fue recibido por un grupo de ellos, descalzos y con el pelo largo, vestidos con desgastados monos de color tostado o con el suspensorio de los luchadores de sumo: marchitos y sabios japoneses marcianos, que hablaban sobre los centros de kami de la región, y de cómo su más profundo sentido del on hacía tiempo que había pasado del emperador al planeta. Le mostraron sus laboratorios, donde trabajaban en areobotánica y en materiales textiles a prueba de radiación. También habían llevado a cabo un trabajo exhaustivo sobre emplazamientos de acuíferos y climatología en el cinturón ecuatorial. Al escucharlos, le pareció que tenían que estar en contacto con Hiroko, no tenía sentido que no fuera así. Pero se encogieron de hombros cuando les preguntó por ella. John se puso a trabajar en la atmósfera de confianza que tan a menudo era capaz de generar en los viejos residentes, la sensación de que remontaban el largo camino que habían recorrido juntos, de que volvían a su propia época antediluviana. Un par de días de hacer preguntas, de conocer la ciudad, de mostrar que era «un hombre que conocía el giri», y lentamente empezaron a confiar en él, a contarle de una manera sosegada pero franca que no les gustaba el súbito crecimiento de Burroughs, ni el agujero que tenían al lado, ni el aumento de población en general, ni las nuevas presiones a que eran sometidos por el gobierno japonés para que reconocieran el Gran Acantilado y «encontraran oro».

—Nos negamos —dijo Nanao Nakayama, un anciano arrugado con blancas y ralas patillas y pendientes color turquesa, y una larga coleta blanca—. No pueden obligarnos.

—¿Y si lo intentan? —preguntó John.

—Fracasarán. —Esa tranquila aceptación sorprendió a John, y le recordó la charla con Arkadi entre los espejos.

De modo que ahora veía más porque prestaba más atención, porque hacía preguntas nuevas. Pero otras eran el resultado de mensajes enviados por Arkadi a amigos y conocidos, para que se presentaran a John y le mostraran algunas cosas. Así, cuando en el camino de Sabishii hasta Senzeni Na se detenía en algún asentamiento, a menudo lo abordaban pequeños grupos de dos, tres o cinco que se identificaban y decían: Arkadi pensó que podría interesarle ver esto o lo de más allá… Y lo conducían a una granja subterránea con una central de energía independiente, o un escondite de herramientas, o un garaje oculto lleno de rovers, o habitats completos en pequeñas mesas rocosas, vacíos pero listos para ser ocupados. John los seguía con los ojos desorbitados y la boca abierta, haciendo preguntas y sacudiendo la cabeza cuando le respondían. Sí, Arkadi le mostraba cosas; ¡había todo un movimiento allí abajo, un grupo pequeño en cada ciudad!

Finalmente llegó a Senzeni Na. Regresaba porque Pauline había identificado allí a dos trabajadores; el día que el camión le cayó encima no estaban en los puestos de costumbre. Al día siguiente los interrogó, pero le dieron explicaciones bastante creíbles; habían estado fuera escalando. No obstante, después de disculparse por robarles el tiempo, John regresó a su cuarto, y otros tres técnicos del agujero de transición se presentaron como amigos de Arkadi. John los saludó con entusiasmo, contento de sacar algo positivo de aquel viaje; y al final un grupo de ocho lo llevó en un rover hasta un cañón que corría junto al agujero. Bajaron por el polvo cegador a un habitat excavado en una de las paredes del cañón que sobresalía horizontalmente a modo de visera; era invisible para los satélites, ya que el calor se liberaba a través de varios respiraderos pequeños que desde el espacio parecerían los viejos molinos calefactores de Sax.

—Imaginamos que es así como lo ha conseguido el grupo de Hiroko —le dijo una de sus guías. Se llamaba Marian y tenía una nariz larga y ganchuda, y unos ojos demasiado juntos que le daban un aire intenso y grave.

—¿Saben dónde está Hiroko? —preguntó John.

—No, pero creemos que está en el caos.

La respuesta universal. Les hizo preguntas acerca de la morada en el risco. Marian le contó que había sido construida con equipo de Senzeni Na. Por el momento estaba deshabitada, pero preparada para casos de necesidad.

—¿Necesidad de qué? —inquirió John mientras recorría los pequeños y oscuros cuartos del lugar. Marian lo miró fijamente.

—La revolución, por supuesto.

—¡La revolución!

John tuvo muy poco que decir en el viaje de vuelta. Marian y sus compañeros se dieron cuenta de que estaba perplejo y eso hizo que también ellos se sintieran incómodos. Quizá estaban llegando a la conclusión de que Arkadi había cometido un error al pedirles que le mostraran el habitat a John.

—Se están preparando un montón de cosas como ésta —dijo Marian a la defensiva. Hiroko les había dado la idea, y Arkadi creía que podían ser de utilidad. Ella y sus compañeros comenzaron a enumerarlos con los dedos: toda una reserva de equipo de extracción de aire y minería, enterrado en un túnel de hielo seco en una de las estaciones procesadoras del casquete polar austral; un pozo de agua que era extraída del gran acuífero de debajo de Kasei Vallis; invernaderos dispersos alrededor de Acheron, que cultivaban plantas útiles en farmacia; un centro de comunicaciones debajo del bulevar de Nadia en la Colina—. Y éstos son sólo aquellos de los que estamos al tanto. Hay una lectura samidzat que aparece en la red con la que no tenemos nada que ver, y Arkadi está seguro de que ahí afuera hay otros grupos que hacen lo mismo. Porque cuando la situación se agrave, todos vamos a necesitar lugares en que escondernos y desde los que luchar.

—Oh, vamos —dijo John—. Métanse en la cabeza que esta trama de la revolución no es más que una fantasía sobre la Revolución Americana, ya saben, la gran frontera, los bravos colonos pioneros explotados por el poder imperial, la revuelta para pasar de colonia a estado soberano…

¡todo una falsa analogía!

—¿Por qué lo dice? —preguntó Marian—. ¿Qué es distinto?

—Bueno, para empezar, no vivimos en una tierra que nos sustente. Y segundo, ¡no tenemos medios para rebelarnos!

—No estoy de acuerdo con ninguno de esos dos puntos. Debería hablarlo con Arkadi.

—Lo intentaré. En cualquier caso, hay maneras mejores que este andar a hurtadillas robando equipo… algo más directo. Sencillamente hemos de decirle a la UNOMA lo que queremos del nuevo tratado de Marte.

Los otros sacudieron la cabeza con aire desdeñoso.

—Podemos hablar todo lo que se nos ocurra —dijo Marian—, pero eso no cambiará lo que van a hacer.

—¿Por qué no? ¿Creen que pueden ignorar a la gente que vive aquí? Quizá ahora dispongan de transbordadores continuos, pero aun así nos separan ochenta millones de kilómetros, y nosotros estamos aquí y ellos no. Tal vez no sea la Norteamérica de 1769, pero disfrutamos de algunas de las mismas ventajas: estamos muy lejos y somos dueños del planeta.

¡Lo importante es no caer en los mismos viejos errores! —Y así arguyó en contra de la revolución, el nacionalismo, la religión, la economía… contra todos los modos terranos de pensamiento que pudo recordar, mezclando unas cosas con otras, como hacía siempre.— La revolución ni siquiera ha funcionado en la Tierra, en realidad no. Y aquí todo está anticuado. Tendríamos que inventar un programa nuevo, como dice Arkadi, incluyendo los modos de gobernar nuestro propio destino. ¡Todos ustedes, que viven en una fantasía del pasado, nos están conduciendo a la misma represión de la que se quejan! ¡Necesitamos un nuevo estilo marciano, una nueva filosofía, una economía y una religión marcianas!

Le preguntaron cuáles podían ser esas formas marcianas de pensamiento, y él alzó las manos.

—¿Cómo puedo saberlo? Nunca han existido y es difícil comentarlas, imaginarlas. Siempre se topa uno con ese problema cuando se trata de algo nuevo, y créanme, lo sé porque lo he intentado. Pero puedo decirles que tendrían que ser… como los primeros años aquí, cuando trabajábamos juntos en grupo. Cuando en la vida no había otro objetivo que asentarnos y descubrir este lugar, y todos juntos decidíamos qué debíamos hacer. Así es como tendrían que sentirse.

—Pero esos días han pasado ya —dijo Marian, y los otros asintieron—. Ésa es otra fantasía del pasado. Sólo palabras. Como si nos diera un curso de filosofía dentro de una mina de oro, con ejércitos que atacan desde ambos lados.

—No, no —dijo John—. ¡Hablo de métodos de resistencia, métodos apropiados para nuestra verdadera situación, y no de fantasías revolucionarias sacadas de los libros de historia!

Y así siguieron, una y otra vez, hasta que estuvieron de regreso en Senzeni Na y se retiraron a los cuartos de los trabajadores en la planta residencial más baja. Allí discutieron con pasión, durante el lapso marciano, y hasta bien entrada la noche, y mientras lo hacían, una cierta exaltación invadió a John, porque veía que empezaban a pensarlo: era evidente que lo escuchaban, y que les importaba lo que él decía y lo que pensaba de ellos. Ese era el mejor beneficio que había obtenido hasta ahora de su vieja vitrina de Primer Hombre; combinado con el sello de aprobación de Arkadi, le permitía influir en ellos. Le tenían confianza, podía hacerlos pensar, podía obligarlos a reevaluar, podía cambiarles las mentes.

Y así en el oscuro y púrpura amanecer de la Gran Tormenta vagaron por los pasillos que llevaban a la cocina y siguieron hablando, y miraron por las ventanas y bebieron café, y se animaron con la antigua excitación de un auténtico debate. Y cuando por último lo dejaron para dormir poco antes de que se iniciara el día, hasta Marian parecía vacilar, y todos estaban pensativos, medio convencidos de que John tenía razón.

Regresó a su cuarto de invitado sintiéndose cansado pero feliz. A propósito o no, Arkadi lo había convertido en uno de los líderes del movimiento. Quizá algún día llegara a lamentarlo, pero ya no podía volverse atrás. Y tenía la certeza de que así era mejor. Podría ser una especie de puente entre este movimiento subterráneo y el resto de la gente en Marte: operaría en ambos mundos, los reconciliaría, fundiéndolos en una única fuerza que sería así más eficaz. Tal vez en una fuerza con los recursos de la corriente principal y el entusiasmo del movimiento subterráneo. Arkadi consideraba que ésa era una síntesis imposible, pero él no tenía los poderes de John. De modo que él podría, bueno, no usurpar el liderazgo de Arkadi, sino sencillamente cambiarlos a todos.

La puerta de la habitación estaba abierta. Entró corriendo, alarmado, y allí en las dos sillas del cuarto esperaban sentados Sam Houston y Michael Chang.


—Bien —dijo Houston—. ¿Dónde ha estado?

—Oh vamos —dijo John, de pronto furioso—. ¿Es que me he equivocado de puerta? —Se asomó fuera a mirar.— No, no me he equivocado. Éste es mi alojamiento. —Alzó el brazo y activó la grabadora del ordenador de muñeca.— ¿Qué hacen aquí?

—Queremos saber dónde ha estado —repuso Houston, impasible—. Tenemos autoridad para entrar en todas las habitaciones de aquí y obligarlos a que respondan a nuestras preguntas. Así que haría bien en empezar.

—Vamos —se mofó John—. ¿No se cansa nunca de jugar al policía malo? ¿Es que nunca intercambian papeles?

—Sólo queremos respuestas a nuestras preguntas —dijo Chang con amabilidad.

—Oh, por favor, señor policía bueno —dijo John—. Todos queremos respuestas a nuestras preguntas, ¿no es así?

Houston se puso de pie… estaba a punto de perder los estribos. John se acercó y se plantó a diez centímetros del pecho de Houston.

—Lárguense de mi habitación —dijo—. Lárguense ahora o los echaré, y ya discutiremos luego quién tiene derecho a estar aquí.

Houston se limitó a mirarlo fijamente, y sin previo aviso, John le dio un fuerte empujón en el pecho. El hombre chocó contra la silla y cayó sentado; se incorporó de un salto con la intención de echarse sobre John, pero Chang se interpuso entre ellos y dijo: —Aguarda un segundo, Sam. aguarda un segundo—, mientras John gritaba desgañitándose: —¡Lárguense de mi habitación!— una y otra vez, chocando contra la espalda de Chang y mirando con ojos centelleantes por encima del hombro la cara roja de Houston. Al verlo casi estalló en una carcajada, había recuperado su buen humor; fue hacia la puerta y rugió: —¡Largo!

¡Largo! ¡Largo!— para que Houston no viera la sonrisa. Chang tiró de su iracundo colega hasta el pasillo y John fue detrás de ellos. Los tres se quedaron allí plantados, Chang interponiéndose cautelosamente entre su camarada y Boone. Era más grande que cualquiera de los dos; miró a John con una expresión preocupada e irritada.

—Y ahora, ¿qué deseaban? —preguntó John inocentemente.

—Queremos saber dónde ha estado —repitió con obstinación Chang—. Tenemos motivos para sospechar que la llamada investigación de los sabotajes ha sido una tapadera muy conveniente para usted.

—Yo sospecho lo mismo de ustedes —dijo John. Chang no le hizo caso.

—Los incidentes suceden justo después de las visitas de usted, así…

—Suceden justo durante las visitas de ustedes.

—…se volcaron tolvas de polvo en cada agujero que usted visitó durante la Gran Tormenta. Virus informáticos atacaron el software del despacho de Sax Russell en el Mirador de Echus, justo después de que usted se entrevistara con él en 2047. Virus biológicos atacaron a los líquenes resistentes en Acheron justo después de que usted se marchara.

Y así sucesivamente.

John se encogió de hombros.

—¿Y qué? Llevan aquí dos meses, ¿y no se les ocurre nada mejor?

—Si tenemos razón, nos basta. ¿Dónde estuvo anoche?

—Lo siento —repuso John—. No contesto a las preguntas de gente que irrumpe en mi cuarto sin permiso.

—Tiene que hacerlo —afirmó Chang—. Es la ley.

—¿Qué ley? ¿Qué me va a pasar?

Dio media vuelta y fue hacia la puerta de la habitación, y Chang se movió para bloquearle el paso; John se abalanzó entonces contra Chang, que vaciló pero permaneció en el umbral, inamovible. John giró y se alejó, de vuelta al refectorio.


Esa tarde abandonó Senzeni Na en un rover y tomó el camino de radiofaros de respuesta por el flanco oriental de Tharsis. Era un buen camino y tres días más tarde estaba a 1.300 kilómetros al norte, justo al noroeste de Noctis Labyrinthus, y cuando llegó a una gran intersección de radiofaros, con una nueva estación de combustible, dobló a la derecha y tomó el camino al este de la Colina Subterránea. Cada día, mientras el rover marchaba a ciegas a través del polvo, trabajaba con Pauline.

—Pauline, busca por favor todos los registros planetarios que incluyan el robo de equipo dental —era tan lenta como un humano para procesar una petición incongruente, pero al fin los datos aparecieron.

Luego hizo que repasara los registros de los movimientos de todos los sospechosos en que pudo pensar. Cuando supo dónde habían estado todos, llamó a Helmut Bronski para protestar por las acciones de Houston y Chang.

—Dicen que trabajan con tu autorización, Helmut, así que pensé que sabrías lo que están haciendo.

—Hacen lo que pueden —dijo Helmut—. Me gustaría que dejaras de hostigarlos y cooperaras un poco, John. Podría ser de utilidad. Sé que tú no tienes nada que ocultar; entonces, ¿por qué no cooperas?

—Vamos, Helmut, no piden ayuda. Es pura intimidación. Diles que paren.

—Sólo intentan hacer su trabajo —repuso Helmut con suavidad— No he oído de nada que fuera ilegítimo.

John cortó la conexión. Más tarde llamo a Frank, que estaba en Burroughs.

—¿Qué le pasa a Helmut? ¿Por qué le entrega el planeta a esos policías?

—Idiota —dijo Frank. Mientras hablaba tecleaba como un loco ante una pantalla de ordenador y apenas parecía consciente de lo que decía—.

¿Es que no prestas atención a lo que está ocurriendo?

—Creía que sí —repuso John.

—¡Estamos hundidos hasta las rodillas en gasolina! ¡Y estos malditos tratamientos contra la vejez son fuego encendido! Pero, para empezar, nunca comprendiste por qué nos mandaron aquí, ¿y por qué ibas a comprenderlo ahora? —Siguió tecleando, mirando con dureza el monitor. John estudió la pequeña imagen de Frank en su muñeca. Por último preguntó:

—Para empezar, ¿por qué nos mandaron aquí, Frank?

—Porque Rusia y nuestros Estados Unidos de América estaban desesperados, ahí tienes el porqué. Decrépitos y anticuados dinosaurios industriales, eso es lo que éramos, a punto de ser devorados por Japón y Europa y todos los pequeños tigres que proliferaban en Asia. Y teníamos toda esa experiencia espacial desperdiciada, y un par de enormes e innecesarias industrias aeroespaciales, de modo que las combinamos y vinimos aquí con la esperanza de que encontraríamos algo que valiera la pena, ¡y dio frutos! Encontramos oro, por decirlo de alguna manera. Lo que representa más gasolina vertida sobre las cosas, porque las fiebres del oro demuestran quién es poderoso y quién no lo es. Y ahora, aunque conseguimos una cabeza de ventaja, hay allá en casa un montón de tigres mejores que nosotros, y todos quieren una parte del pastel. Hay un montón de países sin espacio y sin recursos, diez mil millones de seres humanos que viven pisoteando su propia mierda.

—Creí que me habías dicho que en la Tierra todo estaría siempre haciéndose pedazos.

—Esto no se hace pedazos. Piénsalo… Si ese maldito tratamiento sólo llega a los ricos, entonces los pobres se rebelarán y todo explotará… pero si el tratamiento llega a todo el mundo, entonces las poblaciones crecerán tanto que todo explotará. ¡De cualquiera de las maneras es el fin! ¡Ya hemos llegado al fin! Y, por supuesto, a las transnac eso no les gusta, es fatal para los negocios que el mundo estalle. Así que están asustadas e intentan mantener las cosas en su sitio por la fuerza bruta. Helmut y esos policías son sólo la punta más pequeña del iceberg… un montón de políticos tácticos cree que un estado policial mundial durante unas cuantas décadas es nuestra única oportunidad para estabilizar la población y evitar la catástrofe. Control desde arriba, estúpidos bastardos.

Frank, asqueado, sacudió la cabeza; luego se inclinó hacia el monitor y se quedó mirando la pantalla.

—¿Recibiste el tratamiento, Frank? —preguntó John.

—Por supuesto que sí. Déjame en paz, John, tengo mucho trabajo.


El verano austral fue más cálido que el anterior, que la Gran Tormenta había amortajado, pero aún más frío que cualquiera registrado antes. La tormenta duraba ya casi dos años-M, más de tres años terranos, pero Sax no parecía preocupado. John lo llamó al Mirador de Echus y cuando le mencionó las frías noches que estaba padeciendo, Sax se limitó a decir:

—Es probable que tengamos temperaturas bajas durante el proceso de terraformación. Pero más cálidas per se no es lo que buscamos. Venus es cálido. Lo que queremos es que permita la supervivencia. Si podemos respirar, no me importa que el aire sea frío.

Mientras tanto hacía frío, frío por todas partes, en las noches hacía cien grados bajo cero, aun en el ecuador. Cuando John llegó a la Colina, una semana después de dejar Senzeni Na, descubrió que una especie de hielo rosado cubría los caminos, resbaladizo y casi invisible a la mortecina luz de la tormenta. La gente de la Colina Subterránea pasaba casi todo el día dentro. John ocupó unas semanas ayudando al equipo local de bioingeniería a hacer pruebas de campo con unas nuevas y resistentes algas de nieve. La Colina Subterránea estaba atestada de extraños. La mayoría japoneses o europeos jóvenes, que por suerte aún usaban el inglés para comunicarse entre ellos. John se alojaba en una de las viejas cámaras abovedadas, cerca de la esquina nordeste del cuadrante. El viejo cuadrante era menos popular que el bulevar de Nadia, más pequeño y oscuro, y muchas de sus cámaras se empleaban ahora como almacén. Resultaba extraño caminar por la plaza central y recordar la piscina, el cuarto de Maya, el comedor… todo oscuro ahora, lleno de cajas. Esos años en que los primeros cien eran los únicos cien… Empezaba a ser difícil recordar cómo había sido.

A través de Pauline, siguió el rastro de los movimientos de alguna gente, entre ellas el equipo investigador de la UNOMA. No era una vigilancia muy rigurosa, ya que no siempre se podía seguir el rastro de los investigadores, en especial de Houston y Chang y el equipo de policías, de quienes sospechaba que se movían deliberadamente fuera de la red. Mientras tanto, los registros de llegadas mensuales en los espaciopuertos volvían a probar que Frank había tenido razón: ellos sólo eran la punta del iceberg. Mucha de la gente que llegaba, en particular a Burroughs, trabajaba para la UNOMA sin especificaciones laborales, y luego se desperdigaba por las minas, los agujeros de transición y otros asentamientos, y se ponía a trabajar para los departamentos locales de seguridad. Y, desde luego, los certificados de trabajo que traían de la Tierra eran muy, muy interesantes.

A menudo, al final de una sesión con Pauline, John dejaba el cuadrante y se iba a pasear por el exterior, perturbado y caviloso. Había mucha más visibilidad que antes; las cosas empezaban a aclararse un poco en la superficie, aunque aún era difícil caminar sobre el hielo rosado. Daba la impresión de que la Gran Tormenta empezaba a amainar. La velocidad de los vientos en la superficie sólo duplicaba o triplicaba la media de treinta kilómetros por hora anterior a la tormenta, y el polvo en el aire era a veces poco más que una densa neblina, que convertía las puestas de sol en centelleantes remolinos pastel de color rosa, amarillo, naranja, rojo y púrpura, con ocasionales vetas de verde o turquesa que aparecían y desaparecían, además de hieloiris y nimbos y esporádicos haces brillantes de pura luz amarilla: la naturaleza en su manifestación más ordinaria, espectacular y transitoria. Y contemplando todo ese color y ese movimiento nebuloso, John olvidaba sus preocupaciones y ascendía por la gran pirámide blanca para mirar alrededor, y luego regresaba a reanudar la lucha.

Una noche, después de una de esas asombrosas puestas de sol, ascendía de la cima de la gran pirámide hacia la Colina Subterranea, cuando vio dos figuras que salían de un costado y se metían en un tubo transparente conectado con un rover. Había algo rápido y furtivo en los movimientos de las figuras, por lo que se detuvo a mirar más de cerca. No llevaban puestos los cascos, y por las nucas y el tamaño de los cuerpos reconoció a Houston y a Chang. Entraron con una escurridiza ineficacia terrana en el rover y lo pusieron en marcha. John polarizó el visor y echó de nuevo a andar, la cabeza baja, tratando de parecer alguien que regresaba del trabajo; se desvió a un costado para alejarse. El rover se sumergió en una espesa nube de polvo y de pronto desapareció.

Cuando llegó a las puertas de la antecámara, John estaba preocupado y casi aterrado. Esperó un momento, y cuando al fin se movió, no se acercó a la puerta, sino a la consola del intercom en la pared. Bajo los altavoces había diferentes tipos de enchufes y quitó con cuidado uno de los tapones, limpió el polvo incrustado en el borde —esos enchufes ya no se usaban— y conectó el ordenador de muñeca. Introdujo el código para acceder a Pauline y aguardó un momento a que concluyera el proceso de codificación y decodificación.

—¿Sí, John? —preguntó la voz de Pauline desde el altavoz del intercom del casco.

—Activa tu cámara, por favor, Pauline, y toma una panorámica de mí cuarto.

Pauline estaba en la mesa junto a la cama, enchufada al muro. Tenía una pequeña cámara de fibra, que usaba rara vez, y la imagen en el ordenador de muñeca era pequeña; la habitación estaba a oscuras, sólo había una luz nocturna encendida; además, la curva del casco era otra barrera más, de modo que aunque pegara el visor al ordenador no alcanzaba a distinguir las imágenes: móviles formas grises. Ahí estaba la cama, había algo sobre ella.

—Retrocede diez grados —dijo John, que entornó los ojos y trató de enfocar la imagen de dos centímetros cuadrados. La cama. Había un hombre tendido. ¿No era eso? La suela de un zapato, torso, pelo. Resultaba difícil estar seguro. No se movía—. Pauline, ¿oyes algo en el cuarto?

—Los conductos del aire, la electricidad.

—Transmíteme lo que recoges en tu micro al máximo volumen. — Ladeó la cabeza hacia la izquierda en el casco y pegó el oído al altavoz. Un siseo, un resoplido, estática. Había demasiados errores de transmisión en ese tipo de procesos, en especial utilizando esos viejos y corroídos enchufes. Pero ciertamente no oía ninguna respiración.— Pauline, ¿puedes entrar en el sistema de monitorización de la Colina Subterránea, localizar la cámara de la puerta y transmitirme la imagen, por favor?

Unos pocos años atrás, había supervisado la instalación del sistema de seguridad de la Colina Subterránea. Pauline aún guardaba todos los planos y códigos, y no le llevó mucho tiempo sustituir la imagen en la muñeca por la de la suite fuera del cuarto. Las luces estaban encendidas, y en los barridos de la cámara pudo ver la puerta cerrada; eso era todo. Dejó caer la muñeca a un lado y se puso a pensar. Pasaron cinco minutos antes de que volviera a levantarla y comenzara a dar instrucciones al sistema de seguridad de la Colina Subterránea a través de Pauline. Introduciendo los códigos, ordenó que el sistema de cámaras borrara las cintas de vigilancia, y que después utilizara cintas de una hora en vez de las ocho habituales. Luego ordenó a dos de los robots de limpieza que fueran a su cuarto y lo abrieran. Mientras, se quedó de pie, temblando, aguardando a que completaran ese lento recorrido por las bóvedas. Cuando abrieron la puerta los vio a través del pequeño ojo de Pauline; y la imagen fue mucho más nítida. Sí, había un hombre en la cama. John se quedó sin aliento; jadeaba. Teleoperó a los robots con los diminutos mandos del ordenador de muñeca. Fue un procedimiento espasmódico, pero si los robots lo despertaban al levantarlo, tanto mejor.

No lo despertaron. El hombre colgó a ambos lados de los brazos de los robots, que lo alzaron con una delicadeza algorítmica. Un cuerpo fláccido. Estaba muerto.

Aspiró una honda bocanada de aire, luego contuvo el aliento y prosiguió con la teleoperación; hizo que el primer robot depositara el cuerpo en la gran tolva del segundo robot. Fue fácil enviarlos por el pasillo de vuelta a la bóveda de almacenamiento. Se cruzaron con alguna gente mientras rodaban, pero esto era inevitable. El cadáver sólo se veía desde arriba, y con un poco de suerte nadie prestaría tanta atención como para recordar más tarde a los robots.

Cuando los tuvo en la sala de almacenamiento, titubeó. ¿Tendría que llevar el cuerpo a los incineradores en el Cuartel de los Alquimistas? Pero no… ahora que el cadáver ya estaba fuera del cuarto, no tenía por qué deshacerse de él. En realidad, más tarde lo necesitaría. Por primera vez se preguntó quién era. Movió al primer robot para que pegara el extensor óptico a la muñeca derecha del cadáver y leyera con el lector magnético. Le llevó mucho tiempo al ojo dar con el punto correcto en la muñeca. Pero al fin se fijó firmemente. La diminuta placa que todo el mundo tenía implantada en un hueso de la muñeca contenía información en el código estándar de puntos, y a Pauline sólo le llevó un minuto obtener una identificación. Yashika Mui, auditor de la UNOMA, destinado en la Colina Subterránea, llegado en 2050. Una persona real. Un hombre que podría haber vivido mil años.

John sintió un escalofrío. Se apoyó contra la pulida pared azul de ladrillos de la Colina Subterránea. Pasaría alrededor de una hora antes de que pudiera entrar. Se apartó con impaciencia y caminó por el cuadrante. Por lo general, tardaba unos quince minutos en recorrerlo, pero ahora descubrió que estaba haciéndolo en diez. Después de la segunda vuelta fue hacia el parque de remolques.

Sólo dos de los viejos remolques seguían allí, y al parecer estaban abandonados o sólo se los usaba como almacén. Unas figuras asomaron entre ellos como salidas del polvo de la noche, y durante un segundo tuvo miedo, pero pasaron de largo. Volvió al cuadrante y lo recorrió otra vez; luego salió del sendero y se encaminó al Cuartel de los Alquimistas. Contempló el anticuado complejo de conductos y tuberías y achaparrados edificios blancos, todos cubiertos con negras ecuaciones caligráficas. Pensó en los primeros años que había pasado allí. Y ahora, en lo que parecía un simple abrir y cerrar de ojos, las cosas habían llegado a esto. En la oscuridad de la Gran Tormenta. Civilización, corrupción, crisis. Asesinato en Marte. Rechinó los dientes.

Había pasado una hora, eran las nueve de la noche. Regresó a la antecámara y entró, se quitó el casco, el traje y las botas en el vestuario, se desnudó, se metió en los baños y se duchó, se secó, se puso un mono y se peinó. Respiró hondo y caminó alrededor del lado sur del cuadrante y recorrió las bóvedas hasta llegar a la de su cuarto. Al abrir la puerta no le sorprendió ver aparecer a cuatro investigadores de la UNOMA, aunque intentó mostrarse asombrado cuando le ordenaron que se detuviera.

—¿Qué es esto? —preguntó.

No eran ni Houston ni Chang sino tres hombres con una de las mujeres de aquel primer grupo de Punto Bajo. Los hombres lo rodearon en silencio, abrieron la puerta y dos entraron en la habitación. John se contuvo. Tenía ganas de golpearlos, de gritar, de reírse ante las caras que pusieron al ver que la habitación estaba vacía; simplemente los miró con curiosidad e intentó limitarse a la irritación que habría mostrado si no hubiese sabido lo que pasaba. Esa irritación habría sido considerable, por supuesto, y le resultó ciertamente difícil impedir que toda la furia brotara de él, difícil mantenerla en un nivel inocente; había que tratarlos como si fueran policías excesivamente celosos en vez de atacarlos como a funcionarios asesinos.

En la confusión que sobrevino, John logró echarlos con unas frases hirientes, y cuando les cerró la puerta en la cara se quedo de pie en mitad del cuarto.

—Pauline, transmíteme lo que pasa en el sistema de seguridad, por favor, y grábalo. Muéstrame que cámaras los tienen.

Pauline los rastreó. Sólo les llevó unos minutos llegar hasta la sala de control de seguridad, donde se les unieron Chang y otros. Buscaban las cintas de las cámaras. John se sentó ante la pantalla de Pauline y observó con ellos mientras rebobinaban las cintas y descubrían que sólo tenían una hora de duración, y que los acontecimientos de la tarde habían sido borrados. Eso les daría algo en que pensar. Sonrió con expresión sombría y le dijo a Pauline que saliera del sistema.

Se sentía exhausto. Sólo eran las once, pero los efectos de la adrenalina y la dosis de omegendorfo de la mañana ya se habían desvanecido. Se sentó en la cama, pero entonces recordó lo último que había estado sobre ella y se puso de pie. Al final durmió en el suelo.

Spencer Jackson lo despertó en el lapso marciano con la noticia de que habían encontrado un cadáver en la tolva de un robot. Acudió y se plantó cansadamente junto a Spencer en la clínica, sin dejar de mirar el cuerpo de Yashika Mui mientras varios de los investigadores lo observaban con suspicacia. Los aparatos de diagnóstico eran tan buenos en una autopsia como cualquier otra cosa, tal vez mejor; las pruebas de las muestras indicaban un coagulante sanguíneo. John ordenó con aire lúgubre una autopsia criminal completa; el cuerpo y las ropas de Mui tenían que ser explorados, y todas las partículas microscópicas cotejadas con su genoma, y todas las partículas ajenas cotejadas con la lista de gente que trabajaba en la Colina Subterránea en aquellos momentos. John miró a los investigadores de la UNOMA cuando dio la orden, pero no se inmutaron. Era probable que hubieran llevado guantes y trajes, o que hubieran teleoperado todo el asunto, como él mismo había hecho. Tuvo que darse vuelta; ¡no podía mostrarles que lo sabía!

Pero, desde luego, ellos sabían que habían puesto el cuerpo en la habitación, y pensaban sin duda que había sido él quien había trasladado el cadáver y había borrado las cintas de la cámara. De modo que ya sabían que él lo sabía, o sospechaban que así era. No obstante, no podían estar seguros; y no había motivo para revelar nada.

Una hora después regresó a su habitación y de nuevo se echó en el suelo. Aunque aún seguía agotado, ya no fue capaz de dormir. Se quedó mirando el techo pensándolo todo otra vez. Pensando otra vez en lo que había descubierto.


Casi al amanecer encontró una solución. Abandonó la idea de dormir y salió a dar otro paseo; necesitaba estar fuera, lejos del mundo humano y toda su corrupción nauseabunda, en medio de la gran ráfaga del viento, tan dramáticamente visible en el polvo levantado por la tormenta.

Pero, cuando salió por la puerta de la antecámara, había estrellas en el cielo. Todas ellas, los millares que ardían desde antaño, sin mostrar el más leve parpadeo o titilación, las más débiles tan densas que el mismo cielo negro parecía ligeramente blanquecino, como si el cielo entero fuera la Vía Láctea.

Cuando se recobró del asombro y de la casi olvidada maravilla de las estrellas, conectó el intercom y transmitió las noticias.

Desató un pandemonio. La gente lo oyó y despertó a sus amigos, y corrió a los vestuarios a buscar un traje antes de que se agotaran las existencias. Y las puertas de las antecámaras empezaron a abrirse y a escupir multitudes.

El cielo al este se tiño de un rojo negruzco, y luego se iluminó rápidamente. Todo el cielo cambió a una tonalidad rosa oscura, y después empezó a brillar. Las estrellas desaparecieron a centenares, hasta que sólo Venus y la Tierra pendieron en el este, sobre una creciente intensidad de luz. El cielo en el este se hizo más y más brillante, hasta que pareció más luminoso de lo que nunca llegaría a ser el día; incluso detrás de los visores los ojos de la gente se empañaron, y algunos gritaron por la frecuencia común ante esa visión. Las figuras correteaban, el intercom parloteaba, el cielo se volvía increíblemente brillante, y más, y más aún, hasta que pareció que estallaría, palpitando con una refulgente luz rosada; la Tierra y Venus eran puntos sofocados por la luz. Y entonces de pronto el sol quebró el horizonte y se derramó en cascadas sobre la llanura como una bomba termonuclear, y la gente rugió y saltó arriba y abajo y corrió entre las largas y negras sombras de las rocas y de los edificios. Todas las paredes que daban al este eran grandes bloques de colores suaves, con asombrosos mosaicos vidriados, y era difícil mirarlos directamente. El aire era tan claro como el cristal y en verdad parecía una sustancia sólida que saturaba las cosas con una penetrante luminosidad.

John se alejó de la multitud, en dirección este, hacia Cherno. Apagó el intercom. El cielo era rosado, más intenso que nunca, con un toque de púrpura en el cénit. Todo el mundo en la Colina Subterránea se estaba volviendo loco. Muchos no habían visto nunca el sol en Marte, y se sentían sin duda como si hubieran pasado toda la vida en la Gran Tormenta. Ahora ya había terminado, y vagaban bajo el sol borrachos de luz: resbalaban en el hielo rosa a diestra y siniestra, peleaban con bolas de nieve amarilla, ascendían por las escarchadas pirámides. Cuando John los vio, se volvió y él mismo subió los escalones de la última pirámide para echar un vistazo a las hondonadas y peñascos alrededor de la Colina. Estaban cubiertos por una capa de sedimentos y escarcha, aunque por lo demás no habían cambiado. Activó la frecuencia común, pero volvió a apagarla… la gente en el interior aún gritaba pidiendo trajes, y los de fuera no les prestaban ninguna atención. Había pasado una hora desde la salida del sol, gritó alguien, aunque a John le costaba creerlo. Sacudió la cabeza; las voces roncas y el recuerdo del cuerpo en la cama impedían que se sintiera realmente contento por el fin de la tormenta.

Al fin regresó dentro y entregó el traje a un par de mujeres que peleaban por ponérselo. Bajó al centro de comunicaciones y llamó a Sax al Mirador de Echus. Cuando dio con él lo felicitó por haber presagiado el fin de la tormenta.

Sax descartó el comentario con un movimiento brusco de la mano, como si eso hubiera ocurrido años atrás.

—Han subido el Amor 2051B —anunció.

Se trataba del asteroide de hielo que querían poner en órbita marciana. Impulsado por unos cohetes, entraría en una trayectoria similar a la del Ares, y sin escudo de calor, el aerofrenado lo consumiría. Todo parecía ideal para una MOI con un tiempo de llegada estimado en unos seis meses. Ésas eran las noticias importantes, pareció decir Sax con el parpadeo y la calma de costumbre. La Gran Tormenta era historia.

John tuvo que reírse. Pero entonces pensó en Yashika Mui y se lo contó todo a Sax porque quería que también la celebración de alguien más se estropeara. Sax sólo parpadeó.

—Juegan cada vez más fuerte —dijo por último. Enfadado, John se despidió y cortó.

Vagó de nuevo por las bóvedas, perturbado por una feroz y encontrada mezcla de emociones positivas y negativas. Regresó a la habitación, tomó un omegendorfo y uno de los nuevos pandoros que Spencer le había dado, y salió al patio central del cuadrante y se paseó entre las plantas, todas pequeñas, engendradas en la tormenta, que se estiraban hacia las lámparas del techo. El cielo era aún de color rosado, oscuro y luminoso a la vez. Muchos de los que habían salido primero ya habían vuelto y estaban en el patio entre las hileras de cultivos, festejándolo. Se encontró con unos pocos amigos, algunos conocidos, extraños la mayoría. Regresó a las cámaras a través de salas repletas que a veces lo vitoreaban cuando entraba. Si aullaban «¡Discurso!» el tiempo suficiente, se subía a una silla y decía algo, sintiendo dentro las endorfinas; el recuerdo del hombre asesinado hacía que los efectos fueran impredecibles. En ocasiones se mostró bastante vehemente, y nunca sabía qué iba a decir hasta que lo soltaba. Vimos a John Boone borracho perdido, comentarían, el día que acabó la Gran Tormenta. Perfecto, pensó, que digan lo que se les antoje. Además, instalado ya en la leyenda, había dejado de importar lo que hacía.

En una sala había una multitud de egipcios, no sufíes, sino musulmanes ortodoxos— que hablaban todos al mismo tiempo y bebían tazas de café, borrachos de cafeína y de sol; las sonrisas destellaban bajo los bigotes. Por una vez parecían cordiales, hasta complacidos de verlo allí. Eso lo reconfortó, y dejándose llevar por el impulso del día, les dijo:

—Miren, somos parte de un nuevo mundo. Si no vivimos de acuerdo con la realidad marciana nos convertiremos en una especie de esquizofrénicos, con el cuerpo en un planeta y la mente en otro. Ninguna sociedad así escindida podría funcionar mucho tiempo.

—Bien, bien —dijo uno de ellos con una sonrisa—. Tiene que entender que ya hemos viajado antes. Somos un pueblo viajero. Pero allí donde estemos, el hogar de nuestra mente es siempre la Meca. Podríamos volar al otro extremo del universo y seguiría siendo así.

Nada que contestar a eso; una honestidad tan directa era mucho más decente que todo lo que había ocurrido esa noche. Asintió y dijo:

—Entiendo. Comprendo.

Compara eso con la hipocresía occidental, donde la gente hablaba de beneficios en las oraciones de la mañana, gente incapaz de articular con claridad una sola de sus creencias; gente que pensaba que los valores eran constantes físicas, y que decía: «Así son las cosas», como Frank tan a menudo.

Así que John se quedó y charló un rato con los egipcios, y cuando los dejó se sentía mejor. Fue de regreso hasta su bóveda, escuchando las ruidosas voces que se derramaban al pasillo desde todos los cuartos; ovaciones, vítores, charla feliz de científicos, estas cosas son tan halófitas que no les gustan las soluciones salinas, «contienen demasiada agua», risas.

Tuvo una idea. Spencer Jackson vivía en la cámara de al lado, salía de allí cuando John entraba de prisa, así que se la contó.

—Tendríamos que reunir a toda la gente posible para una gran celebración del fin de la tormenta. Todos los grupos comprometidos con Marte, ya sabes, o todos los que puedan asistir. Cualquiera que desee estar presente.

—¿Dónde?

—Arriba, en el Monte Olimpo —dijo sin pensarlo—. Quizá Sax pueda decirnos la hora en que caerá el asteroide de hielo; podríamos observarlo desde allí.

—¡Buena idea! —exclamó Spencer.


El Monte Olimpo es un volcán con un cono no muy escarpado en la mayoría de las laderas; la cima se alza sobre una anchura todavía mayor; es 25.000 metros más alto que el altiplano circundante, pero tiene ochocientos kilómetros de ancho, de modo que la media de las pendientes es de seis grados. Sin embargo, alrededor de la circunferencia de esa gran masa hay un acantilado circular de unos 7.000 metros de altura, y ese risco espectacular, dos veces el Mirador de Echus, es en muchos puntos casi vertical. Algunas de estas características ya habían tentado a los pocos escaladores del planeta, pero ninguno había conseguido dominarlas, y para la mayoría de los habitantes seguían siendo sólo un impedimento extraordinario en el camino hacia la caldera de la cumbre. Los viajeros de a pie subían al acantilado por una ancha rampa en el lado norte, donde uno de los últimos flujos de lava había rebasado la piedra. Los areólogos contaban historias de cómo tenía que haber sido: un río de roca fundida de cien kilómetros de ancho, demasiado brillante para mirarlo de frente, que descendió desde una altura de 7.000 metros sobre el altiplano encostrado de lava negra, y que se amontonó creciendo más y más y más… Ese vertido de lava había dejado una rampa con sólo un ligero saliente allí donde desbordó por encima del acantilado; era un ascenso fácil, y al fin un paseo cuesta arriba de unos doscientos kilómetros llevaba hasta el borde de la caldera.

El borde de la cima del Monte Olimpo es tan amplio y llano que aunque permite ver el interior de la caldera y los múltiples anillos, oculta todo el resto del planeta. Mirando hacia fuera sólo se divisa el filo exterior del borde, y después el cielo. Pero en el lado sur hay un pequeño cráter de meteorito, sin otro nombre que denominación en el mapa, THA-Zp. El interior de ese pequeño cráter está algo protegido de la tenue corriente que fluye sobre el Monte Olimpo, y de pie en el arco austral de este reciente y puntiagudo borde, el observador alcanza a ver al fin las pendientes del volcán y luego la vasta y ascendente llanura de Tharsis este, es como observar el planeta desde una plataforma suspendida en el espacio.


Hicieron falta casi nueve meses antes de que el asteroide acudiera a la cita con Marte, y la noticia de la fiesta ideada por John había tenido tiempo de extenderse. Así que vinieron en desperdigadas caravanas rover, en grupos de dos y de cinco y de diez, por la rampa del norte y bordeando la pendiente austral de Zp. Allí levantaron unas grandes tiendas transparentes en forma de medialuna, de suelos rígidos y translúcidos que se alzaban a dos metros de la superficie, sustentados sobre pilotes también transparentes; no había nada mejor en refugios temporales. Todas se montaron con los arcos interiores apuntando a la pendiente este, y al fin, cuando terminaron de instalarlas, eran una escalera de medialunas, como terrazas superpuestas, que dominaban la inmensa extensión de un mundo de bronce. Las caravanas siguieron llegando a diario durante una semana, los dirigibles remontaron como pudieron la larga pendiente, y fueron amarrados en el interior de Zp, que se llenó de tal manera que el pequeño cráter acabó por parecer un gran cuenco repleto de globos de cumpleaños.

El tamaño de la multitud sorprendió a John, ya que había esperado que sólo unos pocos amigos viajaran hasta un lugar tan remoto. Fue otra prueba más de que no entendía a los actuales pobladores del planeta; allí reunidos había casi mil, era asombroso. Aunque a muchos los había visto antes, y a otros los conocía de nombre. De modo que, en cierta manera, se trataba de una reunión de amigos. Era como si un pueblo cuya existencia ignoraba hubiera brotado de pronto a la vida. Y habían venido muchos de los primeros cien, cuarenta en total, incluyendo a Maya y a Sax, Ann y Simón, Nadia y Arkadi, Vlad y Úrsula y el resto del grupo de Acheron, Spencer, Alex y Janet y Mary y Dmitri y Elena y el resto del grupo de Fobos, y Arnie y Sasha y Yeli y muchos más. A algunos no los había visto en veinte años… En verdad, estaban allí todos aquellos a los que se sentía unido, excepto Frank, que había dicho que estaba muy ocupado, y Phyllis, que ni siquiera respondió a la invitación.

Y no sólo eran los primeros cien. Muchos de los otros eran también viejos amigos, o amigos de amigos: mucha gente suiza, y los gitanos constructores de caminos; japoneses de todas partes; la mayoría de los rusos del planeta; la colonia sufí. Y todos estaban diseminados por las tiendas de las terrazas, en grupos que habían venido en caravanas o en dirigibles, y de vez en cuando corrían a las antecámaras a recibir a los recién llegados.

Durante esos días muchos de ellos se entretuvieron fuera de las tiendas recogiendo rocas sueltas de la gran pendiente curva. El impacto del meteorito Zp había desparramado pedazos de lava por todas partes, incluyendo conos astillados de estisovita que parecían fragmentos de cerámica, algunos de color negro, otros de un brillante rojo sangre, o salpicados con diamantes de impacto. Un equipo areológico griego empezó a ponerlos en orden bajo el suelo elevado de la tienda, formando un dibujo; habían traído consigo un pequeño horno, y consiguieron vidriar algunos fragmentos de amarillo o verde o azul, para que los diseños centellearan a la luz.

La idea pronto se contagió a otros, y a los dos días el suelo transparente de las tiendas se levantaba sobre unas baldosas con dibujos de mosaico: mapas de sistemas de circuitos, cuadros de aves y peces, abstracciones fractales, dibujos de Escher, la caligrafía tibetana de mi Mani Padme Hum, mapas del planeta y de regiones más pequeñas, ecuaciones, caras, paisajes, y muchas otras cosas.

John pasaba el tiempo yendo de tienda en tienda, hablando con la gente y disfrutando de la atmósfera de carnaval, una atmósfera que no impedía las discusiones. Había muchas, aunque la mayoría de la gente pasaba el tiempo de fiesta, charlando, bebiendo, haciendo excursiones por la ondulada superficie de los viejos flujos de lava, poniendo suelos de mosaico y bailando con la música de varias orquestas de aficionados. La mejor era una banda de tambores de magnesio; tocaban instrumentos locales y eran miembros de Trinidad Tobago, una notoria bandera transnacional con un vigoroso movimiento local de resistencia, representado allí por los miembros de la banda. También había un grupo de country western con un buen músico de slide guitar, y una banda irlandesa con instrumentos caseros y un gran número de integrantes que se iban turnando, lo que les permitía tocar más o menos sin interrupción. Esos tres grupos estaban rodeados por multitudes de bailarines, y en verdad que las tiendas que ocupaban parecían haberse convertido en una única masa de danza, ya que el simple hecho de ir de un punto a otro atrapaba la gravedad de Marte, el paisaje de Marte, en la magia y la exuberancia de la música.

Así que era una fiesta estupenda, y John se sintió complacido, con buen ánimo todo el tiempo que permaneció despierto. No necesitó ningún omegendorfo o pandorfo, y cuando Marian y el grupo de Senzeni Na lo llevaron a un rincón y empezaron a repartir pastillas, tuvo que reírse.

—Creo que ahora no —le dijo a los impulsivos jóvenes, agitando débilmente una mano—. En este momento en realidad sería como echar agua al mar, de verdad que sí.

—¿Echar agua al mar?

—Quiere decir que sería como llevar permafrost a Borealis.

—O bombear más CO2 a la atmósfera.

—O traer lava al Olimpo.

—O poner más sal en el maldito suelo.

—¡O poner óxido férrico en cualquier parte de este maldito planeta!

—Exacto —dijo John, riendo—. Ya estoy completamente rojo.

—No tan rojo como esos tipos —comentó uno de ellos, y señaló abajo en dirección oeste.

Tres dirigibles color arena remontaban la pendiente del volcán. Eran anticuados y pequeños, y no respondían a las llamadas de la radio. Pasaron lentamente sobre el borde de Zp y amarraron entre los dirigibles más grandes y coloridos del cráter. Todos aguardaron a que los observadores de la antecámara identificaran a los viajeros. Cuando las góndolas se abrieron al fin, y unas veinte figuras salieron enfundadas en trajes, hubo un silencio.

—Es Hiroko —dijo de pronto Nadia por la banda común de frecuencia. Los primeros cien se abrieron paso rápidamente hasta la tienda superior, la vista alzada hacia el tubo peatonal que recorría el borde. Y entonces los nuevos visitantes bajaron por el tubo hasta la antecámara de la tienda, la atravesaron y entraron, y sí, era Hiroko… Hiroko, Michel, Evgenia, Iwao, Gene, Ellen, Rya, Raúl, y una multitud de jóvenes.

Chillidos y gritos atravesaron el aire, la gente se abrazaba, algunos llorando, y hubo un buen número de acusaciones coléricas; ni el mismo John pudo evitarlas cuando al fin llegó a abrazar a Hiroko, después de aquellas horas pasadas en el rover. Preocupado por lo que sucedía, cuando tanto había deseado hablar con ella. Ahora la aferró por los hombros y casi la sacudió. Dispuesto a dejar que le salieran de la garganta palabras acaloradas; pero la cara sonriente de Hiroko era tan parecida al recuerdo que tenía de ella, aunque también distinta, más delgada y arrugada; le pareció que la imagen de ella se le desdibujaba. Estaba tan confuso por esa alucinación, y también por lo que sentía, que sólo dijo:

—¡Oh, tenía tantas ganas de hablar contigo!

—Y yo contigo —dijo ella, aunque él apenas pudo oírla en medio del alboroto.

Nadia hacía de intermediaria entre Maya y Michel, pues Maya no dejaba de gritarle:

—¿Por qué no me lo dijiste? —una y otra vez, hasta que rompió a llorar. Esa escena atrajo la atención de John, y entonces vio la cara de Arkadi por encima del hombro de Hiroko, concentrada en una expresión que decía Más tarde habrá que responder a muchas preguntas, y perdió el hilo de lo que estaba pensando. Iban a decirse algunas cosas duras…

¡pero ahora allí estaban! Allí estaban. Abajo en las tiendas el nivel del ruido había subido veinte decibelios. La gente celebraba, estaban juntos otra vez.


Avanzada la tarde, John convocó a los cien primeros, que ahora eran menos de sesenta. Se reunieron en la tienda más alta, y contemplaron las que había abajo y la tierra que se extendía más allá.

Todo parecía tan enorme comparado con la Colina Subterránea y la hermética planicie rocosa de alrededor, y todo parecía tan distinto… el mundo y la civilización eran mucho más vastos y complejos. Y, sin embargo, ahí estaban, todas las caras familiares envejecidas de distintas maneras: el tiempo les había erosionado la piel y les había dado una expresión sagaz, como si buscaran acuíferos detrás de los ojos de los otros. La mayoría alcanzaba ya los setenta. Y en verdad que el mundo era más grande… de muchas y diferentes formas: después de todo, parecía muy posible que ahora, si tenían suerte, se vieran envejecer todavía más. Era una sensación extraña.

Así que se reunieron y contemplaron a la gente en las tiendas de abajo, y miraron más allá la jaspeada alfombra anaranjada del planeta; y las conversaciones fluyeron de un lado a otro en rápidas y caóticas ondas, creando patrones de interferencia, de modo que a veces todos callaban al mismo tiempo y permanecían allí juntos, perplejos o asombrados o sonrientes como delfines. En las tiendas de abajo, la gente alzaba a veces la vista hacia ellos a través de los arcos de plástico, curiosa por lo que pudiera decirse en una reunión tan histórica.

Por último ocuparon sillas dispersas y se repartieron queso, tortas y botellas de vino tinto. John se reclinó en su silla y miró alrededor. Arkadi tenía un brazo sobre los hombros de Maya, el otro sobre los de Nadia, y los tres se reían por algo que Maya había dicho. Sax parpadeaba complacido con su expresión de búho serio, e Hiroko estaba radiante. En los primeros años John jamás le había visto esa expresión, era una pena perturbarla, pero nunca volvería a tener una oportunidad parecida; ya la recuperaría después. De modo que en un momento de silencio con voz clara y fuerte le dijo a Sax:

—Ya puedo decirte quién está detrás de los sabotajes. Sax parpadeó.

—¿Sí?

—Sí. —Miró a Hiroko a los ojos.— Es tu gente, Hiroko.

Hiroko puso la cara seria de siempre, aunque no dejó de sonreír, pero era otra vez una sonrisa contenida y privada.

—No, no —dijo ella con voz suave, y meneó la cabeza—. Tú sabes que yo no lo haría.

—Supuse que no. Pero lo hace tu gente, a tus espaldas. De hecho, son tus hijos. Con la ayuda del Coyote. —Ella entornó los ojos y echó una rápida mirada a las tiendas de abajo. Cuando volvió a mirar a John, él prosiguió:— Tú los criaste, ¿verdad? ¿Fertilizaste unos cuantos de tus óvulos y luego los desarrollaste in vitro?

Tras una pausa, ella asintió.

—¡Hiroko! —exclamó Ann—. ¡No tienes ni idea de cómo funciona ese proceso ectógeno!

—Lo sometimos a prueba —dijo Hiroko—. Los chicos han salido muy bien.

Entonces todo el grupo guardó silencio y observó a Hiroko y a John.

—Puede que sí —dijo John—, pero algunos no comparten tus ideas. Actúan por cuenta propia, como cualquier otro chico. Tienen colmillos de piedra, ¿no es cierto?

Hiroko frunció la nariz.

—Son coronas. Es un compuesto, más que piedra de verdad. Una moda tonta.

—Y una especie de insignia. Y hay gente en la superficie que la ha adoptado, personas en contacto con tus chicos, que los ayudan en los sabotajes. En Senzeni Na casi me matan. Mi guía allí tenía también un colmillo de piedra, tardé en recordarlo. Imagino que fue un accidente que estuviéramos abajo cuando cayó el camión. Alguien había advertido que iba a ir de visita: supongo que todo estaba planeado de antemano, y no supieron cómo detenerlo. Es probable que Okakura bajara al pozo pensando que iba a ser aplastado como un insecto por el bien de la causa.

Después de otro silencio, Hiroko preguntó:

—¿Estás seguro?

—Por completo. Me resultó confuso al principio, porque no se trata sólo de ellos… hay más de una cosa en marcha. Pero cuando recordé dónde había visto por primera vez el colmillo de piedra, lo investigué, y averigüé que todo un contenedor de equipo dental había llegado de la Tierra allá por el dos mil cuarenta y cuatro, vacío. Un cargamento entero saqueado. Me hizo pensar que andaba en la pista de algo. Y además, los sabotajes seguían ocurriendo en sitios y momentos en los que nadie que perteneciera a la red hubiera podido cometerlos. Como aquella vez que visité a Mary en el acuífero Margaritifer y volaron el bastidor del pozo. Estaba claro que no lo había hecho nadie de la estación, sencillamente porque no era posible. Sin embargo, es una estación realmente aislada, y no había nadie cerca entonces. Así que tenía que ser alguien de fuera de la red. Y por eso pensé en ti. —Se encogió de hombros, como disculpándose.— De modo que la mitad de los sabotajes no pudo haberlos perpetrado nadie en la red. Y en la otra mitad, por lo general, habían visto en la zona a alguien con un colmillo de piedra. Aunque ahora es una moda bastante extendida, todavía es válido. Supuse que eras tú, y un análisis de mi la demostró que unas tres cuartas partes de los casos habían ocurrido en el hemisferio austral, ahí o bien dentro de un círculo de tres mil kilómetros con el terreno caótico del este de Marineris como centro. Ese círculo abarca un montón de asentamientos, pero incluso admitiéndolo, me pareció que el caos era un lugar lógico para que los saboteadores se escondieran. Y todos hemos supuesto durante años que es ahí adonde fueron cuando dejaron la Colina Subterránea.

La cara inmóvil de Hiroko no reveló nada. Por último dijo:

—Lo investigaré.

—Bien.

—John —intervino Sax—, ¿mencionaste que había algo más en marcha?

John asintió.

—Es que no sólo ha habido sabotajes. Alguien ha intentado matarme varias veces. —Sax parpadeó y pareció que el resto se sobresaltaba.— Al principio creí que eran los saboteadores —prosiguió John—, que trataban de detener mi investigación. Tenía sentido, y el primer incidente en realidad fue un acto de sabotaje, de modo que era fácil confundirse. Pero ahora tengo la certeza de que en aquella ocasión se trató de un error. Los saboteadores no están interesados en matarme: podrían haberlo hecho y no lo hicieron. Una noche un grupo de ellos me paró, tu hijo Kasei incluido, Hiroko, y el Coyote, o lo que es lo mismo, el polizón que escondías en el Ares…

Esta declaración causó un tumulto… al parecer muchos de ellos habían sospechado la existencia de ese polizón; Maya se puso de pie y señaló teatralmente a Hiroko, llorando. John los acalló a gritos y dijo:

—La visita que me hicieron… ¡la visita!… Ésa fue la mejor prueba de mi teoría sobre los sabotajes, porque conseguí arrancar unas células de piel a uno de ellos, y después de leer el ADN pude compararla con algunas otras muestras encontradas en los lugares saboteados, y esa persona había estado allí. De modo que éstos eran los saboteadores, pero parecía evidente que no intentaban matarme. Sin embargo, una noche en Punto Bajo de Hellas me derribaron y me desgarraron el traje.

—Asintió ante las expresiones de sus amigos.— Fue el primer ataque intencionado que sufrí, y tuvo lugar poco después de que subiera hasta Pavonis. Yo quería hablar con Phyllis y una banda de individuos de las transnacs sobre la internacionalización del ascensor y esas cosas.

Arkadi se rió, pero John no le hizo caso y prosiguió:

—Después de eso, unos investigadores de la UNOMA me han estado acosando. Helmut mismo los autorizó a venir, presionado sin duda por esas transnacionales. Llegué a averiguar que la mayoría de los investigadores había trabajado para Armscor o Subarishii en la Tierra, y no para el FBI como me habían dicho. Son las transnacionales más involucradas en el proyecto del ascensor y la exploración minera del Gran Acantilado, y ahora tienen equipos de seguridad en todas partes, además de ese equipo de presuntos investigadores que se pasean por el planeta. Entonces, justo antes de que la gran tormenta terminara, algunos de esos investigadores trataron de implicarme en el asesinato de la Colina. ¡Sí, lo hicieron! No funcionó, y no puedo probar que fueran ellos, pero vi a dos trabajando en la puesta en escena. Y creo que también ellos mataron a ese hombre, sólo para meterme en dificultades. Para quitarme del medio.

—Deberías decírselo a Helmut —indicó Nadia—. Si presentamos un frente unido e insistimos en que los devuelvan a la Tierra, no creo que pueda negarse.

—Nadia, no se cuanto poder real tiene Helmut —dijo John—. Pero valdria la pena intentarlo. Quiero que se vayan de Marte. Y a esos en particular los tengo grabados en el sistema de seguridad de Senzeni Na entrando en la clínica y hurgando en los robots de limpieza. Las pruebas son incontrovertibles.

Los otros no sabían qué pensar del asunto, pero resultó que varios de ellos también habían sido acosados por otros equipos de la UNOMA, Arkadi, Alex, Spencer, Vlad y Úrsula, incluso Sax, y acordaron en seguida que deportar a los agentes era una buena idea.

—Como mínimo deportar a esos dos —dijo Maya en un tono vehemente.

Sax se limitó a teclear en su ordenador de muñeca y llamó a Helmut. Le explicó la situación y el furioso grupo intervino de vez en cuando.

—Si tú no actúas, se lo plantearemos a la prensa terrana —declaró Vlad.

Helmut frunció el ceño y, después de una pausa, dijo:

—Lo investigaré. Esos agentes serán devueltos a casa, no lo dudes.

—Compruébales el ADN antes de dejarlos ir —pidió John—. El asesino de ese hombre de la Colina Subterránea es uno de ellos, estoy seguro.

—Lo comprobaremos —repuso Helmut de mala gana.

Sax cortó la comunicación y John volvió a mirar a sus amigos.

—Muy bien —dijo—. Pero hará falta algo más que una llamada a Helmut. Ha llegado el momento de que actuemos juntos otra vez, en todo un abanico de temas, sí querernos que el tratado sobreviva. Eso como mínimo. Será un comienzo. Necesitamos unirnos en un grupo político coherente sin importar los desacuerdos que haya entre nosotros.

—Poco importará lo que hagamos —dijo Sax con suavidad, pero se le echaron encima de inmediato en medio de un incomprensible balbuceo de protestas en pugna.

—¡Sí que importa! —gritó John—. Tenemos tantas posibilidades como cualquiera de influir en lo que pase aquí.

Sax sacudió la cabeza, pero los otros escuchaban a John, y la mayoría parecía de acuerdo con él: Arkadi, Ann, Maya, Vlad, cada uno desde una perspectiva distinta… Se podía hacer, John podía verlo en las caras de todos. Sólo Hiroko parecía oponerse: tenía el rostro en blanco, cerrado, impenetrable. Ella siempre había sido así, recordó John, y de repente se sintió herido e irritado.

Se puso de pie y señaló el exterior con una mano. Se acercaba la puesta de sol y una vasta textura de sombras moteaba la lámina curva del planeta.

—Hiroko, ¿podría hablar contigo en privado? Sólo un momento. Podemos bajar a esa otra tienda. Tengo un par de preguntas, y luego volveremos.

Todos los otros los miraron con curiosidad. Hiroko hizo al fin una reverencia y caminó delante de John hacia el tubo que llevaba a la tienda de debajo.


Se detuvieron en una punta de la medialuna, bajo las miradas de la gente de arriba y la de algún observador casual abajo. La tienda estaba casi desierta; la gente respetaba la intimidad de los primeros cien.

—¿Tienes alguna sugerencia sobre como identificar a los saboteadores? —inquirió Hiroko.

—Podrías empezar con el muchacho llamado Kasei —dijo John—. El que es una mezcla de ti y de mí. —Hiroko apartó los ojos. Furioso, John se inclinó hacia ella.— Imagino que hay un niño de cada hombre de los primeros cien, ¿no?

Hiroko ladeó la cabeza y se encogió de hombros muy levemente.

—Tomamos las muestras que aportó todo el mundo. Las madres son todas las mujeres del grupo, los padres todos los hombres.

—¿Qué te dio derecho a hacer esas cosas? —preguntó John—. Hacer a nuestros hijos sin consultarnos… huir y ocultarte, ¿por qué? ¿Por qué? Hiroko le devolvió la mirada con calma.

—Teníamos una visión de lo que podía ser la vida en Marte. Nos pareció que nunca la alcanzaríamos. Lo que ha sucedido desde entonces nos ha demostrado que teníamos razón. De modo que pensamos en organizar nuestra propia vida…

—Pero ¿es que no ves lo egoísta que es eso? ¡Todos teníamos una visión, todos queríamos que fuera diferente, y hemos trabajado al máximo para eso, y todo este tiempo tú no has estado aquí, te fuiste a crear tu mundo de bolsillo para tu pequeño grupo! ¡Nos habría venido bien tu ayuda! ¡Quise hablar contigo tantas veces! Resulta que tenemos un hijo de los dos, una mezcla de ti y de mí, ¡y no me has hablado en veinte años!

—No pretendíamos ser egoístas —dijo Hiroko despacio—. Queríamos intentarlo, demostrar prácticamente cómo podíamos vivir allí. Alguien ha de demostrar qué es esa vida diferente de la que tanto hablas, John Boone. Alguien ha de vivir esa vida.

—¡Pero si lo haces en secreto nadie podrá verlo! Nunca planeamos mantenernos siempre en secreto. La situación se puso mal, y permanecimos alejados. Pero aquí estamos ahora, después de todo. Y cuando nos necesiten, cuando podamos ayudar, apareceremos otra vez.

—¡Los necesitamos todos los días! —dijo John bruscamente—. Así es como funciona la vida social. Cometiste un error, Hiroko. Porque mientras estabas escondida, las posibilidades de conservar la naturaleza de Marte han disminuido y mucha gente ha trabajado para acelerar ese proceso, entre ellos algunos de los primeros cien. ¿Y qué has hecho tú para detenerlos? —Hiroko no dijo nada y John prosiguió:— Supongo que has estado ayudando un poco a Sax. Vi una de las notas que le enviaste. Pero ésa es otra de las cosas que me molestan… que ayudes a unos y a otros no.

—Todos lo hacemos —dijo Hiroko, pero parecía incómoda.

—¿Se ha sometido tu colonia a los tratamientos gerontológicos?

—Sí.

—¿Con ayuda de Sax?

—Sí.

—¿Y esos niños saben de dónde vienen?

—Sí.

John sacudió la cabeza, más que exasperado.

—¡No puedo creer que lo hicieras!

—No pedimos tu opinión.

—Es evidente que no. Pero ¿no te preocupa haber robado nuestros genes y haber fabricado esos niños sin nuestro consentimiento?

¿Haberlos criado sin que los padres participáramos? Ella se encogió de hombros.

—Si lo deseas puedes tener tus propios hijos. En cuanto a éstos… bueno. ¿Había alguien aquí interesado en tener hijos hace veinte años? No. Jamás se sacó el tema.

—¡Éramos demasiado viejos!

—No lo éramos. Decidimos no pensar en el asunto. Casi toda la ignorancia es por propia elección, ¿sabes?, y por eso la ignorancia revela mucho sobre lo que importa a la gente. Los primeros no querían tener descendencia, y por eso no sabían nada de los nacimientos tardíos. Pero nosotros sí, y aprendimos las técnicas. Y cuando conozcas los resultados, verás que fue una idea acertada. Creo que nos lo agradecerás. ¿Qué has perdido, después de todo? Esos hijos son nuestros. Pero tienen un eslabón genético con vosotros, y a partir de ahora existirán para vosotros, digamos que como un regalo sorpresa. Un regalo muy extraordinario. —La sonrisa de Mona Lisa apareció y desapareció.

—Una vez más el concepto de regalo —John hizo una pausa, y dijo al fin—. Sospecho que hablaremos de esto durante mucho tiempo.

Mientras abajo empezaron a cantar liderados por los sufíes: — Harmakhis, Mángala, Nirgal, Auqakuh; Harmakhis, Mangala Nirgal, Auqakuh—, y vuelta al principio, una y otra vez, añadiendo notas de adorno que eran otros nombres de Marte, animando a las bandas ya presentes a sumar acompañamientos instrumentales, hasta que cada tienda se llenó con esa canción, todos cantándola juntos. Entonces los sufíes comenzaron a girar y pequeños grupos de bailarines giraron en todas las tiendas.

—¿Al menos te mantendrás en contacto conmigo? —le preguntó con vehemencia John a Hiroko—. ¿Me concederás eso?

—Sí.


Regresaron a la tienda de más arriba y el resto del grupo bajó a la fiesta y se unió a la celebración. John se abrió paso lentamente hacia los sufíes, e intentó girar como le habían enseñado en el campamento de la mesa, y la gente lo aplaudió y lo sostuvo cuando perdía el equilibrio y se abalanzaba contra los espectadores. Después de una caída, un hombre lo ayudó a ponerse de pie. Tenía la cara delgada y las trenzas tiesas del que lo había visitado a medianoche en el rover.

—¡Coyote! —exclamó John.

—El mismo —dijo el hombre, y una onda de electricidad recorrió la espina dorsal de John—. Pero no hay por qué alarmarse.

Le ofreció una petaca a John; después de un cierto titubeo, la aceptó y bebió. La fortuna acompaña a los valientes, se dijo. Por lo que parecía, era tequila.

—¡Eres el Coyote! —gritó por encima de la música de tambores de magnesio. El hombre esbozó una amplia sonrisa y asintió una vez, recuperó la petaca y bebió—. ¿Está Kasei contigo?

—No. No le gusta este meteorito. —Y entonces, tras darle una palmada amistosa en el brazo, el hombre se adentró en la multitud que remolineaba. Miró por encima del hombro y gritó—: ¡Que te diviertas!

John sintió que el tequila le quemaba el estómago. Los sufíes, Hiroko, de nuevo el Coyote, no faltaba nadie. Vio a Maya y corrió hacia ella y le paso un brazo por los hombros, y recorrieron las salas y los túneles, y la gente que encontraban brindaba por ellos. Los suelos casi elásticos de las tiendas se sacudían levemente arriba y abajo.

La cuenta atrás llegó a los dos minutos y muchos subieron a las tiendas de más arriba y se apretaron contra las paredes transparentes que daban al sur. El asteroide de hielo se consumiría probablemente en una única órbita, ya que la trayectoria de inyección era muy pronunciada. Aunque cuatro veces más pequeño que Fobos, se calentaría hasta convertirse en vapor, y luego, a medida que aumentara la temperatura, en moléculas de oxígeno e hidrógeno. Y todo en cuestión de minutos. Nadie podía estar seguro de cómo iba a ser.

Así que se quedaron allí, algunos todavía cantando la canción de los nombres. Cada vez más gente se incorporó a la cuenta atrás, hasta que todos se unieron en los últimos diez, gritando la secuencia invertida de números a pleno pulmón, el grito primario del astronauta. Rugieron —¡Cero!— y durante tres latidos sin aliento no sucedió nada; luego, una bola blanca que arrastraba un llameante abanico de fuego blanco subió disparada por el horizonte sudoccidental, tan grande como el cometa del Tapiz de Bayeux, y más brillante que todas las lunas y espejos y estrellas juntos. Hielo ardiente que sangraba a través del cielo, blanco sobre negro, moviéndose veloz y bajo, tan bajo que no estaba muy por encima de ellos en el Olimpo, tan bajo que podían ver pedazos blancos que ardían a través de la cola y se desprendían como chispas gigantescas. Entonces, más o menos en mitad del cielo, estalló en pedazos, y los resplandores incandescentes se desplomaron en el este y se diseminaron como perdigones. De pronto todas las estrellas se estremecieron… fue el primer estampido sónico, que golpeó y sacudió las paredes de las tiendas. Le siguió un segundo estampido, y los pedazos luminiscentes rebotaron durante un momento mientras caían del cielo y desaparecían por el horizonte sudoriental. Unas colas de dragón entraron en Marte, y desaparecieron, y de repente volvió la oscuridad, el común cielo nocturno, como si nada hubiera ocurrido. Salvo que las estrellas titilaban.


Después de tanta expectación, la caída no había durado más de tres o cuatro minutos. Los celebrantes habían callado al principio, pero muchos gritaron a la vista de la desintegración, como durante un espectáculo de fuegos artificiales; y de nuevo ante el impacto de los dos estampidos sónicos. Ahora, en la vieja oscuridad el silencio era total y la gente no se movió. ¿Qué se podía después de algo semejante?

Pero ahí venía Hiroko, que se abría paso a través de las tiendas hacia el grupo de John, Maya, Arkadi y Nadia. Mientras, cantaba en voz baja una canción que se propagaba por las tiendas vecinas: «Al-Qahira, Ares, Auqakuh, Bahram. Harmakhis, Hrad, Huo Hsing, Kasei. Ma’adim, Maja, Maméis, Mángala. Mawrth, Nirgal, Shalbatanu, Simud y Tiu». Atravesó toda la multitud hasta llegar a John, lo miró y le tomó la mano derecha y la levantó, y de pronto gritó:

—¡John Boone! ¡John Boone!

Y entonces todo el mundo se puso a vitorear y a repetir —¡Boone!

¡Boone! ¡Boone!—, y otros gritaron —¡Marte! ¡Marte! ¡Marte! La cara de John brilló como el meteorito: se sentía aturdido, como si un trozo de hielo le hubiera golpeado la cabeza. Sus viejos amigos se reían de él, y Arkadi aulló: —¡Discurso!—, con lo que imaginó era un acento norteamericano.

—¡Discurso! ¡Discurso! ¡Dissscurso!

Otros se le unieron, y al cabo de un rato todos callaron y lo miraron expectantes, riéndose. Hiroko le soltó la mano y él levantó la otra en un ademán desvalido, las dos por encima de la cabeza con las palmas extendidas.

—¿Qué puedo decir, amigos? —gritó—. Esto es la cosa misma, no hay palabras.

Pero la sangre le corría cargada de adrenalina, tequila, orne— gendorfo y felicidad, y sin proponérselo las palabras le brotaron de la boca como tantas veces antes.

—¡Mirad —dijo—, aquí estamos, en Marte! —Risas.— ¡Un gran regalo y el motivo por el que hemos de entregar nuestras vidas y así mantener en marcha el ciclo. Exactamente como en la eco-economía, donde lo que tomas del sistema ha de compensarse con lo que das, compensarse o superarse para crear ese impulso antientrópico que caracteriza toda forma de vida, y en especial este nuevo paso a un nuevo mundo, este lugar que no es ni naturaleza ni cultura, la transformación de un planeta en un mundo y luego en un hogar. Ahora sabemos que todos tienen razones distintas para estar aquí, tan importantes como los motivos de la gente que los envió, y ahora empezamos a comprender los conflictos causados por esas diferencias, hay tormentas preparándose en el horizonte, meteoros de problemas inminentes, y algunos van a traer muerte al pasar por encima como acaba de hacer ese resplandor de hielo! —Vítores.— ¡Puede que la cosa se ponga fea, de modo que debemos recordar que así como la disolución de este meteorito enriquecerá la atmósfera, la espesará y añadirá elixir de oxígeno a esa sopa venenosa de ahí fuera, los conflictos humanos que se avecinan quizá hagan lo mismo, derretir el permafrost en nuestros cimientos sociales, derretir todas esas instituciones congeladas dejándonos con la necesidad de la creación, con el imperativo de inventar un nuevo orden social que sea puramente marciano, tan marciano como nuestra Hiroko Ai, nuestra Perséfone retomada del regolito para anunciar el comienzo de esta nueva primavera! —Vítores.— Sé que yo solía decir que teníamos que inventarlo todo a partir de cero, pero en estos últimos años en que he viajado y os he conocido he visto que me equivocaba, no es como si no tuviéramos nada y estuviésemos obligados a sacar del vacío unas formas divinas… podríamos decir que disponemos de los genes, los memes, como llama Vlad a nuestros genes culturales, de modo que lo que hacemos aquí es un acto de ingeniería genética; tenemos los fragmentos de cultura de ADN todos hechos y rotos y mezclados por la historia, y podemos elegir y cortar y unir todo lo mejor que haya en el estanque genético, juntarlo todo como en la constitución de los suizos, o en la devoción de los sufíes, o como el grupo de Acheron que fabricó los últimos líquenes resistentes, con un poco de aquí y un poco de allá, todo lo que sea apropiado, sin olvidar la regla de la séptima generación, pensando en las siete generaciones anteriores y en las siete generaciones posteriores, y siete veces siete si me lo preguntáis, porque ahora hablamos de nuestras vidas, que se extenderán hasta perderse en el futuro, y aún no sabemos cómo eso va a afectarnos; pero es indudable y cierto que el altruismo y el egoísmo se han colapsado juntos como nunca hasta ahora. Pero nosotros tenemos que pensar en la vida de nuestros hijos y en la de los hijos de nuestros hijos y en las generaciones que vendrán, proporcionarles tantas oportunidades como las que tuvimos nosotros, y con suerte, más suerte, canalizaremos la energía del sol e invertiremos el flujo entrópico en esta pequeña zona del flujo universal. ¡Y sé que ésta no es manera de decirlo, en especial cuando el tratado que ordena nuestras vidas aquí va a ser discutido y quizá renovado dentro de muy poco tiempo. Lo que se avecina no es sólo un tratado, sino más bien una especie de congreso institucional, y aquí hemos de tener en cuenta el genoma de nuestra organización: podemos hacer esto, no podemos hacer aquello, tenemos que hacer esto, tomar o dar. Y hemos vivido bajo una serie de normas establecidas para una tierra vacía, el frágil e idealista tratado de la Antártida, que ha mantenido tanto tiempo a ese frío continente libre de intrusiones, al menos hasta la última década, en que fue hecho pedazos: una señal de lo que también empieza a suceder aquí. La falsificación de ese conjunto de reglas ha empezado por doquier, como un parásito que se alimenta en la periferia de otro organismo, porque MO es el nuevo conjunto de reglas, la antigua codicia parasitaria de los revés y de sus partidarios, este sistema que llamamos orden mundial transnacional es simplemente el retorno del feudalismo, una colección de normas antiecológicas, que no devuelve, que sólo enriquece a una élite internacional flotante a la vez que empobrece todo lo demás, y por ese motivo, la así llamada élite pudiente en realidad también es pobre, está separada del trabajo humano verdadero —y por tanto del verdadero logro humano, literalmente parasitaria— pero también poderosa como pueden serlo los parásitos que han tomado el mando y arrancan los logros del trabajo humano a sus legítimos herederos que son las siete generaciones, y se alimentan de ellos mientras incrementan los poderes represivos que los mantienen en el poder! —Vítores.

—Así que en este punto es democracia contra capitalismo, amigos, y nosotros, que nos encontramos aquí en esta avanzada fronteriza del mundo humano, quizá estemos mejor preparados que nadie para comprenderlo y librar esta batalla global. Aquí hay tierra vacía, aquí los recursos son raros y escasos, y vamos a ser arrastrados a la batalla y no podemos negarnos, somos uno de los premios en juego y nuestro destino será decidido por lo que acontezca a toda la humanidad. Será mejor pues que nos unamos por el bien común, por Marte y por nosotros y por toda la gente en la tierra y por las siete generaciones. Va a ser difícil, va a llevar años, y cuanto más fuertes seamos más posibilidades tendremos, y por eso estoy tan contento de ver ese ardiente meteorito en el cielo bombeando la matriz de la vida en nuestro mundo, y por eso estoy tan feliz de veros a todos aquí celebrándolo, un congreso representativo de todo lo que amo en este mundo, pero, mirad, me parece que esa banda de tambores está preparada para tocar, ¿no lo creéis? —gritos de confirmación—, de modo que ¿por qué no empezáis y bailamos hasta que amanezca y la mañana nos disperse por los vientos y por los flancos de esta gran montaña, para llevar el don a todas partes?

Vítores exaltados. La banda de tambores de magnesio los elevó con un frenesí de golpes en staccato, y la multitud se puso de nuevo en movimiento.

Estuvieron de fiesta toda la noche. John fue de tienda en tienda, estrechó manos y abrazó a la gente.

—Gracias, gracias, gracias. No lo sé, no recuerdo lo que dije. Pero esto es lo que he querido decir, siempre, esto de aquí —Sus viejos amigos se rieron de él. Sax, que bebía café y parecía muy relajado, le dijo:

—Sincretismo, ¿verdad? Muy interesante, muy bien expuesto… —y exhibió la más leve de las sonrisas. Maya lo besó, Vlad y Úrsula y Nadia lo besaron; Arkadi lo alzó y con un gran rugido lo hizo dar vueltas en el aire, y le plantó un peludo beso en cada mejilla y gritó—: Eh, John, ¿podrías repetirlo, por favor? —riendo entre dientes—. ¡Me asombras, John, siempre me asombras! —e Hiroko, con su sonrisa secreta, junto a Michel e Iwao…

—Creo que esto es a lo que Maslow se refería con el término de experiencia pico —dijo Michel, e Iwao gruñó y le dio un codazo, mientras Hiroko alargaba la mano y tocaba a John con el dedo índice, como si quisiera transmitirle un cierto toque vivificante, un poder, un don.


Al día siguiente ordenaron y empaquetaron los restos de la fiesta y desarmaron las tiendas, pero dejaron las terrazas de losas: un collar de esmalte tabicado adornando la ladera del viejo volcán negro. Se despidieron de las dotaciones de los dirigibles, que descendieron por la pendiente como globos que se escapan de la mano de un niño; los de color arena de la colonia oculta desaparecieron muy pronto.

Mientras se metía en el rover con Maya, John se despidió, y bordearon el Monte Olimpo acompañados por otros rovers en los que iban Arkadi y Nadia, y Ann y Simón y su hijo Peter. En un momento John dijo:

—Tenemos que hablar con Helmut, y conseguir que la UN nos acepte como portavoces de la población local. Y tenemos que presentarle a la UN un borrador del tratado revisado. Alrededor de Ls noventa tengo proyectado asistir a la inauguración de una nueva ciudad-tienda al este de Tharsis. Se supone que Helmut irá, ¿podríamos reunimos entonces?

Sólo unos pocos podrían ir, pero se los nombró delegados del resto, y se aceptó el plan. Después, conectados con todas las caravanas y dirigibles, hablaron del borrador del tratado. Al dia siguiente llegaron a la rampa que bajaba por el acantilado septentrional, y de allí partieron en direcciones diferentes.

—¡Ha sido una fiesta estupenda! —les dijo John por radio—. ¡Os veré en la próxima!

Mientras estaban allí parados, pasaron los sufíes; saludaron con las manos por las ventanillas y se despidieron por radio. John reconoció la voz de la mujer mayor que lo había atendido después de la danza en la tormenta; mientras él saludaba, ella habló por radio:

—Bien sea en este mundo o en aquél, más allá nos llevará tu amistad.

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