En el decimocuarto día de la revolución, Arkadi Bogdanov soñó que él y su padre estaban sentados en una caseta de madera, ante un pequeño fuego al borde de un claro… una especie de fogata de campamento, salvo que los largos y bajos edificios con tejados de latón de Ugoli estaban a cien metros detrás de la caseta. Tenían las manos desnudas extendidas hacia el radiante calor, y su padre le contaba otra vez la historia de su encuentro con el leopardo de las nieves. Hacía viento y las llamas se agitaban. Entonces, detrás, sonó una alarma de incendios.
Era el despertador de Arkadi, puesto para las 4 de la mañana. Se levantó y se lavó con una esponja y agua caliente. Una imagen del sueño volvió a él. No había dormido mucho desde el comienzo de la revuelta, apenas unas pocas horas conseguidas aquí o allá, y el despertador lo había arrancado de varios sueños profundos, de los que normalmente uno olvida. Casi todos eran episodios de infancia que nunca recordaba. Eso hizo que se preguntase cuánto contenía la memoria, y si su capacidad de almacenamiento no era mucho más poderosa que su mecanismo de recuperación. ¿Podía uno ser capaz de recordar cada segundo de su vida, pero sólo en sueños que siempre se perdían al despertar? ¿Sería eso necesario, de algún modo? Y, si tal era caso; iqué pasaría si la gente empezaba a vivir doscientos o trescientos años?
Apareció Janet Blyleven con expresión preocupada.
—Han volado Némesis. Roald ha analizado el video y cree que lo atacaron con unas cuantas bombas de hidrógeno.
Fueron al edificio contiguo, a las grandes oficinas de la ciudad de Carr, donde Arkadi había pasado las dos semanas anteriores. Alex y Roald estaban dentro mirando la televisión.
—Pantalla, repite cinta uno —dijo Roald.
Una imagen parpadeó y se definió: espacio negro, la espesa red estelar, y en medio de la pantalla, un oscuro asteroide, visible sólo como una zona sin estrellas. Durante unos momentos la imagen se mantuvo, y luego una luz blanca apareció en un lado del asteroide. La expansión y dispersión fueron inmediatas.
—Un trabajo rápido —comentó Arkadi.
—Hay otro enfoque desde una cámara más distante.
La cámara mostró un asteroide oblongo y las cabinas plateadas de un impulsor de masa. Entonces hubo un resplandor blanco, y cuando el cielo negro volvió, el asteroide había desaparecido; una luz trémula de estrellas a la derecha de la pantalla indicaba el paso de los fragmentos. Luego nada más. Ninguna llameante nube blanca, ningún rugido en la banda sonora; sólo la metálica voz de un reportero diciendo que el apocalipsis anunciado por los sediciosos marcianos ya no era una amenaza y ridiculizando el concilio de defensa estratégica. Aunque al parecer los misiles habían salido de la base lunar de la Amex, lanzados por un cañón de raíles.
—Nunca me gustó la idea —dijo Arkadi—. Era otra vez la destrucción mutua asegurada.
—Pero si hay una destrucción mutua asegurada —dijo Roald—, y un bando pierde la capacidad…
—Pero nosotros no la hemos perdido. Y ellos valoran que tienen tanto como nosotros. Volvemos por tanto a la defensa suiza. Destruir lo que ellos deseaban y escapar a las colinas para resistir eternamente.
—Seremos más débiles —dijo Roald sin rodeos. Había votado con la mayoría a favor de enviar el Némesis hacia la Tierra.
Arkadi asintió. No se podía negar que se había eliminado un término de la ecuación. Pero no quedaba claro si el equilibrio de poderes había cambiado. Némesis no había sido idea suya: lo había propuesto Mijail Yangel, y el grupo de los asteroides lo había llevado a cabo por cuenta propia. Ahora muchos de ellos estaban muertos, aniquilados por la gran explosión o por otras mas pequeñas del cinturón de asteroides. El Némesis había dado la impresión de que los rebeldes aprobarían la destrucción total de la Tierra. Una mala idea, tal como señalara Arkadi.
Pero así era la vida en una revolución. Nadie controlaba nada, y no importaba lo que dijera la gente. Y por lo general era mejor así, en especial aquí en Marte. La primera semana la lucha había sido intensa, la UNOMA y las transnacionales habían reorganizado sus fuerzas el año anterior. Muchas de las grandes ciudades fueron tomadas, y quizá habría pasado lo mismo en todas partes si no hubiera habido otros grupos rebeldes que ellos desconocían. Más de sesenta ciudades y estaciones se habían metido en la red y se habían declarado independientes, habían salido de los laboratorios y de las colinas y habían tomado el mando. Y ahora, con la Tierra del otro lado del Sol y con el transbordador mas próximo destruido, eran las fuerzas de seguridad las que estaban sitiadas, sin importar el tamaño.
Recibió una llamada de la planta física. Tenían algunos problemas con las computadoras y querían que Arkadi fuera a verlas.
Dejó las oficinas de la ciudad y atravesó a pie Menlo Park en dirección a la planta. Acababa de amanecer y la mayor parte del Cráter Carr estaba aún en sombras. A esa hora sólo la pared oeste y los altos edificios de hormigón de la planta física recibían la luz del sol, las fachadas todas de color amarillo a la cruda luz de la mañana, las pistas que subían por la pared del cráter como cintas de oro. En las calles oscuras la ciudad empezaba a despertar. Se les habían unido muchos rebeldes de otras ciudades o de las tierras altas, que dormían sobre el césped del parque. La gente se incorporaba, con los sacos de dormir todavía cubriéndoles las piernas, los ojos hinchados, el pelo revuelto. Las temperaturas nocturnas se mantenían elevadas, pero seguía haciendo frío al amanecer, y aquellos que habían salido de sus sacos se acuclillaban alrededor de los hornillos, se soplaban las manos y daban vueltas con cafeteras y samovares, mientras miraban al oeste para ver cuánto había avanzado la línea del Sol. Cuando vieron a Arkadi lo saludaron, y más de una vez habló con gentes que le comentaban las noticias o querían darle algún consejo. Arkadi los atendió a todos. Una vez más sentía esa diferencia, la impresión de que todos estaban juntos en un nuevo espacio, todos enfrentados a los mismos problemas, todos iguales, todos (al ver la bobina de un hornillo, que brillaba bajo una cafetera)
incandescentes con la corriente eléctrica de la libertad.
Caminó sintiéndose más ligero y habló para el diario de su ordenador de muñeca mientras avanzaba. «El parque me recuerda lo que Orwell dijo sobre Barcelona en manos de los anarquistas: es la euforia de un nuevo contrato social, de un retorno a ese sueño de justicia con el que todos nacimos…»
El ordenador de muñeca emitió un pitido y la cara de Phyllis apareció en la diminuía pantalla.
—¿Qué quieres? —preguntó, irritado.
—Némesis ha desaparecido. Queremos que se rindan antes de que haya mas daños. Ahora es sencillo, Arkadi. Rendición o muerte.
Arkadi casi se rió. Phyllis era como la bruja mala de la película de Oz, que de pronto aparecía en la bola de cristal.
—¡No es asunto de risa! —exclamó ella. De repente Arkadi comprendió que estaba asustada.
—Sabes que no tuvimos nada que ver con Némesis —le dijo—. Es absurdo.
—¡Cómo puedes ser tan necio! —gritó ella.
—No es necedad. Escucha, dile esto a tus amos… si tratan de someter a las ciudades libres, lo destruiremos todo en Marte. —Ésa era la defensa suiza.
—¿Crees que importa? —Ella tenía los labios lívidos; la imagen diminuta era como una máscara primitiva de furia y miedo.
—Importa. Mira, Phyllis, yo sólo soy el casquete polar de la situación, hay una poderosa lente subterránea que no puedes ver. Es realmente vasta y tienen medios para devolver el ataque.
Pareció que ella dejaba caer el brazo, porque la imagen de la pequeña pantalla osciló frenéticamente y de pronto mostró un suelo.
—Siempre fuiste un imbécil —dijo la voz incorpórea—. Incluso en el Ares.
La conexión se cortó.
Arkadi volvió a su paseo, pero el bullicio de la ciudad ya no era tan estimulante. Si Phyllis tenía miedo…
En la planta física estaban trabajando en un programa de detección de averías. Un par de horas antes, los niveles de oxígeno de la ciudad habían comenzado a subir sin que se encendieran las luces de alarma. Un técnico lo había descubierto por casualidad.
Media hora de trabajo y la localizaron. Habían sustituido un programa. Volvieron a colocarlo, pero Tati Anokhin no se sentía tranquilo.
—Mira, tiene que haber sido un sabotaje, e incluso admitiéndolo, hay demasiado oxígeno, aun con esa avería. Ahí afuera ya casi anda por el cuarenta por ciento.
—No me sorprende entonces que todo el mundo esté de buen humor esta mañana.
—Yo no lo estoy. Además, eso del humor es un mito.
—¿Estás seguro? Repasa una vez más la programación e investiga las identificaciones codificadas, y averigua si hay alguna otra sustitución encubierta.
Arkadi volvió a las oficinas. Estaba a mitad de camino cuando arriba, sobre su cabeza, oyó un chasquido sonoro. Alzó la vista y vio un pequeño agujero en la cúpula. De repente hubo en el aire un destello iridiscente, como si estuvieran dentro de una gran pompa de jabón. Un intenso resplandor y un estridente estallido, y Arkadi cayó al suelo. Mientras luchaba por ponerse de pie vio que todo se incendiaba simultáneamente; la gente ardía como antorchas; y justo ante él su brazo estalló en llamas.
No era difícil destruir las ciudades marcianas. No más que romper una ventana o pinchar un globo.
Nadia Cherneshevski lo descubrió mientras estaba escondida en las oficinas de la ciudad de Lasswitz, una tienda que habían pinchado una noche, poco después de la puesta de sol. Todos los supervivientes se apiñaban ahora en las oficinas de la ciudad o en la planta física. Durante tres días permanecieron casi todo el tiempo en el exterior intentando reparar la tienda y viendo la televisión para averiguar qué pasaba. Pero los paquetes de noticias terranas sólo se ocupaban de sus propias guerras, que parecían haberse fundido en una. Sólo muy de tarde en tarde hacían un breve comentario sobre las ciudades marcianas destruidas. En uno dijeron que muchos cráteres abovedados estaban siendo atacados desde el otro lado del horizonte con lluvias de misiles; primero bombeaban en él oxígeno o combustibles gaseosos, a lo que seguía un deflagrador que desencadenaba distintas explosiones: desde fuegos antipersonal y estallidos que arrancaban las cúpulas, hasta deflagraciones violentas que reexcavaban el cráter. Los fuegos antipersonal de oxígeno parecían ser los más comunes: dejaban gran parte de la infraestructura intacta.
Todavía era más fácil con las ciudades-tienda. Casi todas habían sido pinchadas por láseres con base en Fobos; las plantas físicas habían sido blanco de misiles teledirigidos; otras fueron invadidas por tropas que ocuparon los espaciopuertos, los rovers blindados atravesaron las paredes, y en unos pocos casos paracaidistas con mochilas propulsoras descendieron del cielo.
Nadia, con el estómago encogido, observó la oscilación de las imágenes de vídeo, que delataba el miedo de los camarógrafos.
—¿Qué hacen… probar métodos? —gritó.
—Lo dudo —repuso Yeli Zudov—. Es probable que haya grupos distintos con métodos distintos. Algunos parece que intentan causar el menor daño posible, otros que quisieran matarnos a todos. Mas sitio para la emigración.
Nadia apartó la vista, asqueada. Se levantó y fue a la cocina, encorvada, con un nudo en el estómago, desesperada por hacer algo. En la cocina habían puesto en marcha un generador y estaban calentando en el microondas unas cenas congeladas. Ayudó a repartirlas a una gente que esperaba sentada en el corredor. Caras sin lavar, salpicadas con escarcha negra helada: algunos hablaban animadamente, otros estaban sentados como estatuas o dormían apoyados unos contra otros. Muchos eran residentes de Lasswitz, pero otros venían de tiendas o de escondrijos que habían sido destruidos desde el espacio o atacados por tropas de superficie.
—No tiene sentido —le decía una mujer árabe a un hombrecito arrugado—. Mis padres pertenecían a la Medialuna Roja en Bagdad cuando los norteamericanos la bombardearon… mientras ellos dominen el cielo, no podremos hacer nada, ¡nada! Tenemos que rendirnos.
¡Rendirnos tan pronto como sea posible!
—¿Pero a quién? —preguntó con cansancio el hombrecito—. ¿Y por quién? ¿Y cómo?
—A cualquiera, en nombre de todos, ¡y por radio, desde luego! —La mujer miró con ojos coléricos a Nadia, que se encogió de hombros.
El ordenador de muñeca de Nadia se encendió de repente y la cara de Sasha Yefremov balbuceó con una vocecita metálica. Habían volado la estación de agua al norte de la ciudad y el pozo se derramaba ahora en una erupción cartesiana de agua y hielo.
—Voy en seguida —dijo Nadia, conmocionada.
La estación de agua estaba conectaba al extremo inferior del acuífero de Lasswitz, que era uno de los más grandes. Si una parte importante del acuífero salía a la superficie, la estación de la ciudad y todo el cañón desaparecerían en una inundación catastrófica… y peor aún, Burroughs estaba sólo doscientos kilómetros más abajo en la pendiente de Syrtis e Isidis, y era muy probable que la inundación llegara hasta allí. ¡Burroughs! No podrían evacuar a tanta gente, menos ahora que Burroughs se había convertido en un refugio para quienes escapaban de la guerra; simplemente, no había otro lugar adonde ir.
—¡Ríndanse! —insistió la mujer desde el corredor—. ¡Ríndanse todos!
—Creo que ya no serviría de nada —dijo Nadia, y corrió hacia la antecámara del edificio.
En parte se sentía aliviada por tener en qué ocuparse, dejar de vivir acurrucada en un edificio delante del televisor, y hacer algo. Sólo seis años antes, Nadia había diseñado y supervisado la construcción de Lasswitz, y sabía lo que convenía hacer. La ciudad era una tienda clase Nicosia, con la granja y la planta física en estructuras separadas y la estación de agua bastante lejos al norte. Todas las estructuras se alzaban sobre una gran grieta que corría de este a oeste: el Cañón Arena, de paredes casi verticales y de medio kilómetro de altura. La estación de agua estaba a sólo unos doscientos metros de la pared norte del cañón, que adelantaba en la cima un enorme saliente. Mientras Nadia conducía con Sasha y Yeli, rápidamente trazó un plan:
—Creo que podemos derribar el risco, y si lo conseguimos, el desprendimiento bastaría para parar la filtración.
—¿No arrastrará la inundación la roca desprendida? —preguntó Sasha.
—Lo hará si brota todo el acuífero. Pero sí lo cubrimos cuando todavía es sólo un pozo destapado, el agua se congelará en el desprendimiento, y con suerte se alzará como un dique. En este caso la presión hidrostática es apenas un poco más alta que la litostática, de modo que la presión artesiana no parece excesiva. Si no fuera así, ya estaríamos muertos.
Frenó el rover. A través del parabrisas podían ver los restos de la estación de agua bajo una fina nube de escarcha. Un rover se acercó traqueteando, y Nadia encendió y apagó los faros y pasó la radio a la frecuencia común. Era el personal de la estación, Angela y Sam, furiosos por las incidencias de la última hora. Cuando se reunieron con ellos y los pusieron al corriente, Nadia les explicó lo que había pensado.
—Podría funcionar —dijo Angela—. Ninguna otra cosa la detendría ahora. Sale con mucha fuerza.
—Hay que darse prisa —indicó Sam—. Se comerá toda la roca en un momento.
—Si no lo tapamos —dijo Angela con un cierto entusiasmo mórbido—, será como cuando el Atlántico rompió por primera vez a través del estrecho de Gibraltar y anegó la cuenca del Mediterráneo. Fue una cascada que duró diez mil años.
—Nunca lo había oído —dijo Nadia—. Vayamos todos. Hay que poner en marcha los robots…
Mientras se encaminaban a la estación, Nadia había ordenado a los robots de construcción que dejaran el hangar y fueran hasta el fondo del muro norte, próximo a la estación de agua; cuando los rovers llegaron, algunos de los robots más rápidos ya estaban allí, y el resto avanzaba por el suelo del cañón. Había un pequeño talud al pie del risco que se alzaba sobre ellos como una gigantesca ola congelada, centelleante a la luz del mediodía. Nadia conecto con las excavadoras y bulldozers y programó las instrucciones para que abrieran senderos a través del talud; las perforadoras de túneles penetrarían así hasta el interior del risco.
—Miren —dijo Nadia, y señaló un mapa areológico del cañón que había recuperado en la pantalla del rover—, hay una gran falla ahí, detrás de la placa saliente, que tuerce hacia adelante el borde del muro… ¿ven ese escalón un poco más bajo en la cima? Si hacemos estallar los explosivos en la base de la falla, seguramente eso hará que el saliente se desplome, ¿no?
—No lo sé —repuso Yeli—. Pero vale la pena intentarlo.
Llegaron los robots más lentos; traían los explosivos que habían sobrado de la excavación de los cimientos de la ciudad. Nadia se puso a trabajar en la programación de los vehículos para que abrieran un túnel hasta el fondo del risco, y durante casi una hora estuvo perdida para el mundo. Al fin dijo:
—Regresemos a la ciudad y evacuemos a todos. No sé cuánto del risco va a venirse abajo y no queremos sepultar a nadie. Disponemos de cuatro horas.
—¡Nadia!
—Cuatro horas. —Tecleó la última orden y puso en marcha el rover. Angela y Sam los siguieron con un grito de alegría.
—No parece que los apene mucho marcharse —dijo Yeli.
—¡Demonios, era un aburrimiento! —exclamó Angela.
—Eso ya nunca será un problema.
La evacuación fue difícil. Muchos no querían marcharse. Por último todos estuvieron apretujados en uno u otro rover y en camino hacia Burroughs por la carretera de radiofaros. Lasswitz estaba vacía. Durante una hora Nadia intentó ponerse en contacto con Phyllis por teléfono satélite, pero unas interferencias que parecían intencionadas inutilizaban los canales. Nadia dejó un mensaje en el satélite: «Somos los no combatientes de Syrtis Mayor, tratando de evitar que el acuífero de Lasswitz inunde Burroughs. iAsi que déjennos en paz!». Una especie de rendición.
Angela y Sam se unieron a Nadia, Sasha y Yeli, y el rover subió las curvas del empinado camino del risco hacia el borde del Cañón Arena. Enfrente se alzaba la imponente pared Norte; abajo a la izquierda se extendía la ciudad, que parecía casi normal; pero al mirar hacia la derecha, era evidente que algo malo ocurría. Un geiser blanco atravesaba el centro de la estación de agua, subía en un chorro espeso y caía en una lluvia de bloques de hielo rojiblanco. Esa extraña masa se desplazaba mientras la miraban, dejando brevemente al descubierto el agua oscura que humeaba y fluía y se convertía en vapor escarchado, brumas blancas que brotaban de las grietas negras y se precipitaban cañón abajo impulsadas por el viento. La roca y la arena menuda de la superficie marciana estaban tan deshidratadas que cuando el agua las salpicaba parecían explotar en violentas reacciones químicas, y cuando corría por terreno seco, grandes nubes de polvo salían disparadas al aire y se unían a las espirales ascendentes de vapor de escarcha.
—Sax estará contento —dijo Nadia con tono sombrío.
A la hora señalada, cuatro columnas de humo brotaron bruscamente de la base de la pared norte. Durante varios segundos no hubo nada más, y los observadores contuvieron el aliento. Luego la fachada del risco se sacudió y la placa del saliente comenzó a deslizarse hacia abajo, lenta y majestuosa. Espesas nubes de humo brotaron desde la base del risco, seguidas por cortinas de deyecciones, que se alzaban como el agua de debajo de un témpano que se quiebra en dos. Un bramido grave sacudió el rover y Nadia lo hizo retroceder alejándose del borde sur. Justo antes de que una enorme nube de polvo les ocultara el espectáculo, vieron cómo el extremo del desprendimiento caía abalanzándose sobre la estación de agua.
Angela y Sam aplaudieron.
—¿Cómo sabremos que ha funcionado? —preguntó Sasha.
—Lo veremos muy pronto —dijo Nadia—. Con suerte, el agua de abajo ya se habrá helado. No más corrientes, no más movimiento.
Sasha asintió. Se quedaron sentados mirando el antiguo cañón, esperando. Los pensamientos que se le ocurrían a Nadia eran desoladores. Necesitaba más actividad como la de las últimas horas; bastaba una pausa momentánea para que toda la desdicha de la situación volviera a aplastarla: las ciudades destruidas, los muertos por doquier, la desaparición de Arkadi. Y al parecer sin que nadie estuviera al mando. Sin ningún plan. Las tropas policiales destruían las ciudades para detener la rebelión y los rebeldes destruían las ciudades para mantenerla viva. Acabarían destruyéndolo todo.
Y sin ningún motivo aparente el viento se llevó los jirones de polvo. Todos rieron; la estación de agua había desaparecido, cubierta por las rocas negras que se habían desprendido de la pared norte, como un glaciar bajando por el centro del cañón. Y el vapor de escarcha era escaso. No obstante…
—Volvamos a Lasswitz y miremos los monitores del acuífero —dijo Nadia.
Bajaron de nuevo por el camino de la pared del cañón y entraron en el garaje de Lasswitz. Caminaron por las calles vacías enfundados en trajes y cascos. El centro de estudio del acuífero estaba junto a las oficinas de la ciudad.
Una vez dentro, examinaron las lecturas de los sensores. Los pocos que funcionaban revelaban que la presión hidrostática del acuífero era más elevada que nunca, y estaba aumentando. Como para enfatizar el punto, un pequeño temblor sacudió el suelo. Ninguno de ellos había sentido nada parecido en Marte.
—¡Mierda! —exclamó Yeli—. ¡Seguro que ya está a punto de estallar!
—Tenemos que perforar un pozo de drenaje —dijo Nadia—. Una especie de válvula de presión.
—Pero ¿y si estalla como el otro? —preguntó Sasha.
—Si drenamos en el extremo superior del acuífero, o en la mitad, la presión tendría que ser suficiente. Como en la antigua estación de agua, que sin duda alguien voló, pues si no aún funcionaría. —Sacudió la cabeza con amargura.— Hay que arriesgarse. Si funciona, perfecto. Si no, quizá provoquemos una inundación. Aunque me parece que la habrá de cualquier modo.
Condujo al pequeño grupo por la calle principal hasta el almacén de robots del garaje y se sentó en el centro de mando y empezó una vez más a programar. Era una operación de perforación corriente, con máxima deflexión de salida. El agua saldría a la superficie por la presión artesiana hasta un sistema de tubos, y el equipo de robots la alejaría de la región del Cañón Arena. Estudiaron los mapas topográficos y unas simulaciones de inundación en varios cañones que corrían paralelos al Arena, hacia el sur. Descubrieron que la depresión era enorme; todo en Syrtis drenaba hacia Burroughs, en esa zona la tierra era un gran cuenca. Tendrían que canalizar el agua hacia el norte a lo largo de trescientos kilómetros para llevarla a la cuenca más próxima.
—Mirad —dijo Yeli—, liberada en la Nili Fossae, correrá directamente hacia el norte hasta Utopia Planitia y se congelará en las dunas septentrionales.
—A Sax tiene que encantarle esta revolución —repitió Nadia—. Está consiguiendo cosas que nunca habrían aprobado.
—Pero ha arruinado muchos de sus propios proyectos —señaló Yeli.
—Apuesto a que aún obtiene un beneficio neto, en la terminología de Sax. Toda esta agua en la superficie…
—Habría que preguntárselo.
—Si volvemos a verlo alguna vez. Yeli guardó silencio. Luego preguntó:
—¿De verdad es tanta agua?
—No se trata sólo de Lasswitz —dijo Sam—. Hace poco vi unas noticias… han roto el acuífero Lowell, una gran erupción, como las que abrieron los canales. Arrancará miles de millones de kilos de regolito pendiente abajo, y no sé cuánta agua es eso. Parece inconcebible.
—Pero ¿por qué? —dijo Nadia.
—Imagino que es la mejor arma de que disponen.
—¡Arma! ¡No pueden apuntar ni detenerla!
—No. Pero tampoco nadie más puede. Piénsalo… todas las ciudades que había pendiente abajo desde Lowell han desaparecido: Franklin, Drexler, Osaka, Galileo, supongo que incluso Silverton. Y todas eran ciudades de las transnacionales. Me parece que muchas de las ciudades mineras de los canales tampoco sobrevivirán mucho tiempo.
—De modo que los dos bandos atacan la infraestructura —dijo Nadia con voz apagada.
—Así es.
Tenía que trabajar, no había otra elección. Los ocupó a todos de nuevo con la programación de los robots, y pasaron el resto de aquel día y del siguiente llevando los equipos al emplazamiento de la perforación y verificando que todo funcionaba bien. Era una perforación en línea recta; sólo había que garantizar que las presiones en el acuífero no provocaran una explosión. Y la tubería para trasladar el agua al norte era aún más sencilla, una operación automatizada desde hacía años; pero redoblaron la inspección de todo el equipo para estar seguros. Subía por la plataforma de la carretera del cañón y desde allí seguía en dirección norte, no había necesidad de incluir bombas; la presión artesiana regularía el flujo, y cuando la presión bajara y frenara el agua fuera del cañón, lo más probable era que el extremo inferior ya hubiera reventado. De modo que cuando las fresas móviles de magnesio empezaron triturando roca, sacando polvo y fabricando tramos de tubería, y cuando las carretillas elevadoras y las cargadoras frontales empezaron a llevarse esos segmentos de tubería al montador, y cuando ese gran edificio móvil empezó a ingerir esos segmentos y a escupir tubería detrás de él mientras subía despacio por el camino y cuando otro mastodonte móvil fue repasando la tubería acabada y envolviéndola con un aislamiento aerorreticulado hecho con retales de la refinería, y cuando el primer segmento de la tubería estuvo caliente y en marcha… entonces declararon que el sistema era operativo y esperaron que siguiera siéndolo trescientos kilómetros más allá. La tubería avanzaría más o menos a un kilómetro por hora, durante días de veinticuatro horas y media; de manera que, si todo iba bien, tardaría unos doce días en llegar hasta Nili Fossae. A ese ritmo la tubería estaría acabada casi en seguida de que perforaran el pozo. Y si el dique resistía todo ese tiempo, entonces tendrían al fin una válvula de seguridad.
De modo que Burroughs estaba a salvo, o tan a salvo como podían. Era hora de marcharse. Pero ¿adonde? Nadia se sentó pesadamente ante una cena calentada en el microondas, vio un programa de noticias terranas y escuchó a sus compañeros. Qué horrible era la revolución en la Tierra: extremistas, comunistas, vándalos, saboteadores, rojos, terroristas. Jamás las palabras rebelde o revolucionario, palabras que la mitad de la Tierra (como mínimo) quizá aprobara. No, eran grupos aislados de terroristas locos y destructivos. Y no mejoró en nada el estado de ánimo de Nadia pensar que había cierta verdad en la descripción; se sintió aún más furiosa.
—¡Tendríamos que unirnos a quien podamos y ayudar en la lucha! —exclamó Angela.
—Yo ya no lucho más —dijo Nadia con obstinación—. Es estúpido. No lo haré. Repararé las cosas allí donde pueda, pero no lucharé.
Recibieron un mensaje por radio. La cúpula del Cráter Fournier, a unos 860 kilómetros de distancia, estaba agrietada. La población atrapada en edificios sellados se quedaba sin aire.
—Tengo que ir. —dijo Nadia—. Allí hay un gran almacén central de robots de construcción. Podrían reparar la cúpula y ser programados para otras reparaciones en Isidis.
—¿Cómo llegarás? —preguntó Sam. Nadia pensó y respiró hondo.
—Supongo que con ultraligeros. Hay algunos de esos nuevos 16D arriba en la pista del borde sur. Seguro que será la ruta más rápida, y quizá hasta la más segura, ¿quién sabe? —Miró a Yeli y Sasha.— ¿Volarán conmigo?
—Sí —dijo Yeli. Sasha asintió.
—Nosotros también iremos —dijo Angela—. Además, con dos aviones será más seguro.
Los dos aparatos habían sido construidos en los talleres aeronáuticos de Spencer en Elysium. Los 16D eran alas deltas de cuatro plazas con turbojets, en su mayor parte de areogel y plástico, demasiado ligeros y difíciles de pilotar. Pero Yeli era un piloto experto y Angela dijo que ella también, de modo que a la mañana siguiente, tras pasar la noche en el pequeño aeropuerto vacío, subieron a los aparatos, rodaron hacia la pista de tierra y despegaron directamente hacia el sol. Les llevó mucho tiempo elevarse a mil metros.
El planeta abajo parecía normal; un poco más blanco en las vertientes norteñas, como envejecido por una infección de parásitos. Pero luego sobrevolaron el Cañón Arena y vieron un glaciar sucio, un río de bloques de hielo. El glaciar se ensanchaba con frecuencia allí donde la corriente se había estancado. A veces los bloques de hielo eran de un blanco puro, aunque más a menudo tenían manchas de tonalidades marcianas, todos revueltos en un destrozado mosaico de ladrillos, azufre, canela, carbón, crema y sangre congelados… que se desparramaban por el lecho del cañón hasta el horizonte, a unos setenta y cinco kilómetros de distancia.
Nadia le preguntó a Yeli si podían volar hacia el norte e inspeccionar la tierra por donde los robots instalarían la tubería. Después recibieron un débil mensaje de radio en la frecuencia de los primeros cien: venía de Ann Clayborne y Simón Frazier. Estaban atrapados en el Cráter Peridier, que había perdido la cúpula. Era uno de los cráteres del norte, de manera que ya iban en el curso correcto.
La región que atravesaron aquella mañana parecía adecuada para el equipo robótico. El terreno era llano, sembrado de deyecciones, pero sin acantilados que pudieran detenerlos. Más adelante en esa misma región comenzaban las Nili Fossae, al principio gradualmente, apenas cuatro depresiones muy poco profundas que bajaban y se curvaban hacia el nordeste como huellas de dedos. Sin embargo, cien kilómetros más al norte ya eran abismos paralelos de quinientos metros de profundidad, separados por la tierra oscura de los cráteres: una especie de configuración lunar que a Nadia le recordaba el desorden de una obra en construcción. Más al norte tuvieron una sorpresa: donde el cañón más oriental desembocaba en Utopía, había otro acuífero reventado. En el extremo superior sólo era una depresión nueva, una gran cuenca de tierra fracturada, como una lámina de cristal hecha trizas; más abajo brotaban charcos de agua negra y blanca que se helaban y desgarraban nuevos bloques, arrastrados por corrientes humeantes antes de explotar. Esa terrible herida tenía por lo menos treinta kilómetros de ancho y se extendía hacia el norte, más allá del horizonte.
Nadia le pidió a Yeli que volara más cerca.
—Quiero evitar el vapor —dijo Yeli, observando también el paisaje helado.
La mayor parte de la nube de escarcha se desplazaba hacia el este y caía sobre el paisaje, pero el viento era intermitente, y a veces el tenue velo blanco se elevaba en línea recta y oscurecía la franja de hielo blanco y agua oscura. La corriente era tan grande como uno de los inmensos glaciares antárticos. Dividía en dos el paisaje rojo.
—Eso es un montón de agua —dijo Angela.
Nadia pasó a la frecuencia de los primeros cien y llamó a Ann en Peridier.
—Ann, ¿sabes algo? —Describió lo que sobrevolaban.— Y continúa fluyendo, el hielo se mueve y podemos ver manchas de agua al descubierto, parece negra o a veces roja, ya sabes.
—¿Cómo suena?
—Como un zumbido de ventilador, y hay crujidos y explosiones, sí. Aunque nosotros también hacemos bastante ruido. Hay una enorme cantidad de agua.
—Bueno —dijo Ann—, no es un acuífero muy grande comparado con otros.
—¿Cómo lo hacen? ¿De verdad pueden reventarlos?
—Algunos —repuso Ann—. Los que tienen una presión hidrostática superior a la litostática empujan contra la roca, y la capa de permafrost actúa como una especie de dique, un dique de hielo. Si cavaras un pozo y lo volaras, o si lo fundieras… explotaría.
—¿Pero cómo?
—Con la fusión del reactor. Angela soltó un silbido.
—¡Pero la radiación! —exclamó Nadia.
—Desde luego. ¿Le has echado una ojeada a tu contador últimamente? Tres o cuatro de los cuadrantes tienen que haber estallado.
—¡Oh, no! —grito Angela.
—Y eso sólo hasta el momento —dijo Ann en el tono distante y apagado que empleaba cuando estaba furiosa. Explicó brevemente que en una inundación tan grande las fluctuaciones de presión eran extremas; el lecho de roca era aplastado y barrido corriente abajo en una avalancha de gases, piedras y polvo—. ¿Vendrán a Peridier? —inquirió cuando las preguntas se agotaron.
—Estamos virando al este —le contestó Yeli—. Quería mirar un momento el Cráter Fv.
—Buena idea.
La asombrosa turbulencia de la inundación quedó atrás, y de nuevo volaron por encima de piedras y arena. Al rato Peridier asomó en el horizonte, una pared de cráter baja y muy erosionada. La cúpula había desaparecido y a los lados colgaban jirones de tela que ondeaban como estandartes desgarrados. La pista que corría al sur reflejaba el sol como un hilo de plata. Volaron por encima del arco del cráter, y con unos prismáticos Nadia escrutó los oscuros edificios y soltó en voz baja una retahila de maldiciones en eslavo. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Por qué? No había manera de saberlo. Volaron hasta la pista de aterrizaje en la pared más alejada. Los hangares estaban abandonados y sólo guardaban unos coches pequeños. Se pusieron los trajes, y fueron en los coches hasta la ciudad.
Todos los sobrevivientes de Peridier estaban escondidos en la planta física. Nadia y Yeli atravesaron la antecámara y abrazaron a Ann y a Simón y luego fueron presentados a los demás. Había unos cuarenta; vivían de los suministros de emergencia y trabajaban día y noche equilibrando el intercambio gaseoso en los edificios sellados.
—¿Qué pasó? —les preguntó Angela.
Ellos contaron la historia en una especie de coro griego, rompiéndose con frecuencia: una única explosión había destrozado la cúpula como si fuera un globo, y la descompresión instantánea había hecho volar casi todos los edificios. Por fortuna la planta física estaba reforzada y había resistido la diferencia de presión. Aquellos que estaban dentro sobrevivieron. Sólo ellos.
—¿Dónde está Peter? —preguntó Yeli, sobresaltado y temeroso.
—En Clarke —respondió Simón—. Nos llamó justo después de que comenzara todo. Intentaba conseguir una plaza en los ascensores descendentes, pero están en manos de los policías… creo que hay muchos en órbita. Bajará cuando pueda. Además, ahora es más seguro ahí arriba: no tengo mucha prisa por verlo.
Nadia pensó en Arkadi. Pero no había nada que pudiera hacer, y rápidamente se entregó a la tarea de reconstruir Peridier. Primero preguntó a los sobrevivientes qué planes tenían, y cuando éstos se encogieron de hombros, les sugirió que empezaran por levantar una tienda mucho más pequeña que la cúpula. Había material de sobra en los almacenes del aeropuerto. También había allí un montón de viejos robots polvorientos; podrían iniciar la reconstrucción sin necesidad de trabajos preliminares. Los sobrevivientes estaban entusiasmados: desconocían el contenido de los almacenes. Nadia sacudió la cabeza.
—Todo está en los registros —le dijo después a Yeli—, sólo tenían que preguntar. Pero no pensaban. Sólo veían la televisión, miraban y esperaban.
—Bueno, tiene que haber sido terrible ver cómo estallaba toda la cúpula, Nadia. Lo que más les preocupaba era la seguridad del habitat.
—Supongo que sí.
Pero entre los sobrevivientes había pocos ingenieros. Casi todos eran areólogos o mineros del acantilado. La construcción básica era cosa de robots, o eso parecían pensar. No obstante, pronto se pusieron en marcha. Nadia trabajó entre dieciocho y veinte horas diarias durante unos pocos días; completó los fundamentos del muro, y las grúas instalaron los tejados. Después casi todo era cuestión de supervisión. Intranquila, preguntó a sus compañeros de Lasswitz si la acompañarían de nuevo en los aviones. Aceptaron, y una semana después despegaron de nuevo. Ann y Simon habían subido al avión de Sam y Angela.
Mientras volaban hacia Burroughs, bajando por la pendiente del Isidis, los altavoces emitieron de pronto un mensaje codificado, Nadia hurgó en la mochila hasta que encontró un paquete que le había dado Arkadi: incluía una serie de ficheros. Encontró el que deseaba, lo conectó a la IA del avión, y pasaron el mensaje por el descodificador de Arkadi. Tras unos segundos, la IA tradució el mensaje con voz monótona:
«La UNOMA se ha apoderado de Burroughs y detiene a todos los que llegan».
Hubo silencio en los dos aviones, que planeaban en el cielo vacio y rosa. Debajo, la planicie de Isidis se inclinaba hacia la izquierda.
—De todos modos, vayamos —dijo Ann—. Les diremos que paren los ataques.
—No —dijo Nadia—. Quiero trabajar. Y si nos encierran… Además ¿por qué crees que escucharán nuestras historias? —Ann no respondió.
—¿Podemos llegar a Elysium? —le preguntó Nadia a Yeli.
—Sí.
Se desviaron al este y no tuvieron en cuenta las preguntas del controlador aéreo de Burroughs.
—No nos perseguirán —dijo Yeli con convicción—. El satélite radar muestra que hay un montón de aviones en la zona, demasiados para perseguirlos a todos. Además, sería una pérdida de tiempo, porque sospecho que la mayoría son sólo señuelos. Alguien ha lanzado al aire todo un grupo de aviones teledirigidos. La confusión nos favorece.
—Alguien ha dedicado a esto muchos esfuerzos —musitó Nadia mientras observaba la imagen del radar. Cinco o seis objetos brillaban en el cuadrante sur—. ¿Fuiste tú, Arkadi? ¿Tanto me ocultaste? —Pensó en el radiotransmisor de Arkadi, que acababa de encontrar en la mochila.— O quizá no estaba oculto. Quizá yo no quería verlo.
Volaron a Elysium y descendieron cerca de Fosa Sur, el más grande de los cañones techados. El techo aún seguía allí, pero, averiguaron después, sólo porque habían despresurizado la ciudad antes de que la perforasen. De modo que los habitantes estaban atrapados en unos cuantos edificios intactos y trataban de mantener viva la granja. Había habido una explosión en la planta física y varias más en la misma ciudad. De manera que tenían mucho trabajo pendiente, pero casi todo podría recuperarse y la población era mas emprendedora que el grupo de Peridier. Así que Nadia se zambulló de nuevo en el trabajo, decidida a estar ocupada en cada momento de vigilia. No soportaba permanecer ociosa; trabajaba, con las viejas melodías de jazz sonándole en la cabeza —nada apropiado, no había jazz o blues apropiados para la ocasión—, todo era incongruente, On the Sunny Side of the Street, Pennies from Heaven, A Kiss to Build a Dream On…
Y en esos agitados días en Elysium comenzó a darse cuenta del poder de los robots. Nunca había intentado utilizar todo ese poder en los trabajos de construcción; sencillamente, no era necesario. Pero ahora había cientos de trabajos en marcha, de modo que llevó el sistema al límite, como dirían los programadores, y vio cuánto podía conseguir, incluso mientras calculaba cómo conseguir todavía más. Siempre había considerado la teleoperación un procedimiento básicamente local, pero no era así. Podía operar un bulldozer en el otro hemisferio mediante satélites repetidores. No dejó de trabajar ni un solo segundo mientras estuvo despierta; trabajaba mientras comía, leía informes y programas en el baño, y nunca dormía salvo cuando caía extenuada. En ese estado atemporal les decía a los que trabajaban con ella lo que tenían que hacer, sin tomar en consideración lo que decían; su concentración monomaníaca y la autoridad con que dominaba la situación hacían que la gente la obedeciera.
No obstante, al final todo recaía en Nadia, y ella sola, durante largas horas de insomnio, forzaba el sistema al máximo, siempre hasta el límite. Elysium había construido una flota enorme de robots, de modo que fue posible atacar simultáneamente los problemas más acuciantes. La mayoría se encontraba entre los cañones de la pendiente occidental de Elysium. Todos los cañones techados habían sido destrozados en mayor o menor medida pero, por lo general, las plantas físicas estaban intactas, y había un gran número de sobrevivientes en edificios que funcionaban con generadores de emergencia, como en Fosa Sur. Cuando Fosa Sur estuvo cubierta, caliente y con aire, Nadia mandó equipos a la pendiente occidental en busca de los sobrevivientes, que fueron traídos a Fosa Sur, y una vez allí enviados de nuevo al exterior a cumplir alguna tarea. Los equipos techadores recorrieron los cañones y los anteriores ocupantes trabajaron debajo preparando la presurización. En ese punto Nadia se dedicó a resolver otros problemas: programó a los fabricantes de herramientas y distribuyó instaladores robot de tendido eléctrico a lo largo de las tuberías rotas de Chasma Borealis.
—¿Quién ha hecho todo esto? —dijo asqueada al ver una noche en el televisor la imagen de unas tuberías de agua destrozadas.
La pregunta le brotó con violencia; en realidad no quería saberlo. No quería pensar en el cuadro general, en nada salvo en la tubería rota en las dunas. Pero Yeli la tomó al pie de la letra y respondió:
—Es difícil saberlo. Ahora los programas terranos hablan siempre de la Tierra, muy de vez en cuando pasan un ocasional fragmento de aquí, y cuando lo hacen no saben cómo interpretarlo. Al parecer, los transbordadores en ruta traen tropas de la UN supuestamente para restaurar el orden. Pero la mayoría de las noticias son de la Tierra… la guerra en Oriente Medio, en el Mar Negro, en África, la que se te antoje. Muchos países del Club del Sur están bombardeando naciones de banderas de conveniencia y el Grupo de los Siete ha declarado que las defenderá. Y hay un agente biológico suelto en Canadá y Escandinavia…
—Y quizá también aquí —interrumpió Sasha—. ¿No vieron ese fragmento sobre Acheron? Algo sucedió. No hay ventanas en el habitat, y la tierra de debajo del saliente está cubierta con esa vegetación extraña, y nadie quiere acercarse a averiguarlo…
Nadia dejó la conversación y se concentró en el problema de la tubería. Cuando regresó al tiempo real, descubrió que todos los robots con que contaba estaban ocupados en la reconstrucción de las ciudades y las fábricas escupían febrilmente bulldozers y excavadoras, volquetes, retroexcavadoras, cargadoras frontales y apisonadoras, ensambladoras, excavadoras de cimientos, soldadoras, fabricantes de hormigón y de plástico, techadoras, de todo. Y ya no había trabajo suficiente para ella. Y por eso les dijo a los otros que quería irse, y Ann y Simón y Yeli y Sasha decidieron acompañarla; Angela y Sam se habían encontrado con amigos en Fosa Sur y pensaban quedarse.
Los cinco subieron a sus dos aviones y despegaron otra vez. Así sucedería en cualquier sitio, afirmó Yeli: cuando algunos de los primeros cien se reencontraban, ya no volvían a separarse.
Los aviones pusieron rumbo al sur, hacia Hellas. Al sobrevolar el Agujero Tyrrhena, cerca de Hadriaca Patera, descendieron brevemente; la ciudad del agujero de transición estaba perforada y necesitaba ayuda. No había robots a mano, pero Nadia había descubierto que podía comenzar una operación con algo tan reducido como un programa, una computadora y un extractor de aire.
Esa generación espontánea de maquinaria era otro aspecto del poder de los robots. La producción era más lenta, desde luego. Si embargo en un mes esos tres componentes unidos habían sacado de la varias bestias obedientes: primero las fábricas, luego las plantas de montaje, después los mismos robots de construcción, vehículos articulados tan grandes como la manzana de una ciudad, que hacían el trabajo sin que Nadia interviniera. Su nuevo poder era desconcertante.
Y, sin embargo, todo eso no era nada comparado con la capacidad de destrucción que exhibían los humanos. Los cinco viajeros volaron de ruina en ruina, cada vez más aturdidos ante aquel paisaje de destrucción y muerte. Sabían, sin embargo, que ellos mismos corrían peligro. Tras volar sobre varios aviones estrellados en el corredor de Hellas-Elysium, decidieron viajar de noche. En muchos aspectos el peligro era mayor, pero Yeli se sentía más cómodo en los vuelos furtivos. Los 16D eran casi invisibles para el radar y sólo dejarían un rastro leve en los detectores de infrarrojos más poderosos. Todos se mostraron partidarios de correr el riesgo de esa mínima exposición. A Nadia no le importaba en absoluto, le habría dado lo mismo seguir volando de día. Vivía todo lo que podía en el momento, pero no dejaba de pensar, una y otra vez, en todo lo que había sido destruido. La emoción la abrumaba, y ella sólo deseaba una cosa: trabajar.
Y Ann, una parte de Nadia se dio cuenta, estaba peor, preocupada por Peter. Y también por toda esa destrucción… para ella no se trataba de las infraestructuras, sino de la misma tierra, las inundaciones, la pérdida de masa, la nieve, la radiación. Y no tenía ningún trabajo que la distrajese, aparte del estudio de los daños. Y por eso no hacía nada, o trataba de ayudar a Nadia cuando podía, moviéndose como un autómata. Un día tras otro se dedicaban a reparar estructuras destrozadas, un puente, una tubería, un pozo, una planta eléctrica, una pista, una ciudad. Vivían en lo que Yeli llamaba un Mundo Waldo y comandaban los robots como si fueran amos de esclavos o magos, o dioses; y las máquinas trabajaban y trataban de invertir la película del tiempo y hacer que las cosas rotas se recompusieran de inmediato. Con las prisas podían permitirse de vez en cuando algunas chapucerías, pero era asombroso la rapidez con que empezaban a reconstruir y volvían a marcharse.
—En el principio fue el Verbo —dijo Simón con cansancio una noche, mientras tecleaba en el ordenador de muñeca. Los aparatos despegaron.
Una grúa cruzó por delante del sol poniente.
Se mantuvieron sobre el horizonte y teleoperaron los programas de extinción y enterramiento de tres reactores destrozados. A veces Yeli cambiaba de canal y miraba un rato las noticias.
Nadia volvió a su trabajo. Tantas cosas destruidas, tanta gente muerta, hombres y mujeres que podrían haber vivido mil años… y, desde luego, ninguna noticia de Arkadi. Ya habían pasado veinte días. La gente decía que quizá se había visto obligado a desaparecer para evitar que lo atacaran desde alguna órbita. Pero ella ya no lo creía, salvo en momentos de extremo deseo y dolor, cuando las dos emociones irrumpían a través del trabajo obsesivo en una mezcla nueva, una nueva sensación que odiaba y temía: el deseo provocaba dolor, el dolor provocaba deseo… un deseo feroz y ardiente de que las cosas no fueran como eran. Pero si trabajaba sin descanso, no quedaba tiempo para el dolor. Nada de tiempo para pensar o sentir.
Volaron por encima del puente sobre Harmakhis Vallis, en la frontera oriental de Hellas. El puente se había derrumbado. En todos los puentes importantes los robots de reparación se guardaban en unas casetas a ambos extremos, y se los podía adaptar para la reconstrucción, aunque no serían rápidos. Los viajeros los pusieron en funcionamiento, y esa noche después de acabar el último de los programas, se sentaron ante unos espaguetis preparados en el microondas de uno de los aviones y Yeli activó el canal terrano de televisión. Probó con distintos canales, pero todos mostraban lo mismo. Densa y zumbante estática.
—¿También han volado la Tierra? —dijo Ann.
—No, no —repuso Yeli—. Alguien está interfiriendo. Estos días el sol está entre nosotros y el planeta, y bastarían unos satélites repetidores para interrumpir el contacto.
Miraron sobriamente la chisporroteante pantalla. En los últimos tiempos los satélites de comunicación areosincrónicos hacían fallado en todas partes, apagados o saboteados, no podían saberlo. Ahora, sin noticias terranas, estaban realmente a oscuras. Los horizontes estrechos y la ausencia de ionosfera limitaban el alcance de la radio de superficie… no mucho más útil que los comunicadores de los trajes. Yeli probó varias secuencias, intentando atravesar la interferencia. Las señales devueltas eran irreparables. Se rindió con un gruñido y apretó la tecla de un programa de búsqueda. La radio osciló arriba y abajo por los herzios, recogiendo estática y deteniéndose en alguna débil señal ocasional: chasquidos codificados, fragmentos irrecuperables de música. Voces fantasmales que balbuceaban en lenguas irreconocibles, como si Yeli hubiera tenido éxito allí donde el SETI había fracasado, y finalmente, cuando ya era inútil, hubiera recibido mensajes de las estrellas. Seguramente sólo eran mensajes entre los mineros de los asteroides. En cualquier caso, incomprensible, inútil. Estaban solos en la superficie de Marte, cinco personas en dos pequeños aviones.
Era una sensación nueva y muy extraña. Lejos de desaparecer, se agravó en los días siguientes, cuando comprendieron que esa estática blanca interferiría todas las televisiones y todas las radios. Era para ellos una experiencia única, tanto en Marte como en el tiempo que habían vivido en la Tierra. Y pronto averiguaron que perder la red de información electrónica era como perder uno de los sentidos; Nadia no dejaba de mirar el ordenador de muñeca, en el que Arkadi podría haber aparecido en cualquier momento, en el que podría haber aparecido cualquiera de los primeros cien, para declararlos a salvo; luego apartaba la mirada del pequeño cuadrado en blanco y miraba la tierra que la rodeaba, de repente mucho más grande y salvaje y vacía de lo que nunca antes había sido. Era aterrador. Nada más que melladas colinas rojizas, incluso cuando volaban al amanecer en busca de una de las pequeñas pistas marcadas en el mapa. Cuando al fin las encontraban, parecían minúsculos lápices de color tostado. ¡Un mundo tan grande! Y estaban solos en él. Ni siquiera la navegación podía considerarse segura. No podían confiar en las computadoras; recurrían a los radiofaros y puntos de posición visuales, mientras escrutaban el suelo a la luz crepuscular del amanecer. Una vez les llevó casi una mañana encontrar la pista más próxima a Dao Vallis. Desde entonces, Yeli comenzó a seguir el curso de las pistas, y durante la noche volaban bajo y sin perder de vista la serpenteante franja plateada a la luz de las estrellas. Mientras, comprobaban las señales de los radiofaros estudiando los mapas.
Y así consiguieron descender a las tierras bajas de la Cuenca de Hellas, siguiendo la pista del Lago de Punto Bajo. Entonces, a la luz roja horizontal y entre las largas sombras del amanecer, un fragmentado mar de hielo apareció sobre el horizonte. Llenaba toda la parte occidental de Hellas. ¡Un mar!
La pista penetraba en el hielo. La helada línea costera era una masa irregular de capas de hielo, negras, rojas, blancas, incluso de un intenso verde jade… todas apiñadas, como si una ola gigante hubiera aplastado la colección de mariposas del Gran Hombre. Diseminándola sobre una playa desnuda. Por detrás, el mar congelado se extendía más allá del horizonte.
Después de un silencio de varios segundos, Ann dijo:
—Tiene que haber reventado el acuífero de Hellespontus. Era inmenso, y quizá ha llegado a Punto Bajo.
—¡Entonces el agujero de Hellas está todo inundado! —exclamó Yeli.
—Así es. Y el agua del fondo se calentará, y evitará así que la superficie del lago se congele. Es difícil saberlo. El aire es frío, pero la turbulencia quizá deje algún sitio despejado. Si no, seguro que justo bajo la superficie se encuentra en estado líquido. Habrá fuertes corrientes de convección. Pero la superficie…
—Muy pronto lo averiguaremos —dijo Yeli—. Vamos a sobrevolarlo.
—Tendríamos que bajar —observó Nadia.
—Bueno, cuando podamos. Además, las cosas parecen empezar a calmarse.
—Eso es sólo porque estamos sin noticias.
—Hmm.
Finalmente tuvieron que atravesar todo el lago y descender en la otra orilla. Hacía una mañana espectral mientras volaban sobre la quebrada superficie que recordaba el océano glacial ártico, excepto que aquí las corrientes de hielo humeaban al congelarse y exhibían todos los colores del espectro, con un obvio predominio de los rojos, de modo que los esporádicos azules, verdes y amarillos parecieran más intensos, puntos focales de un enorme y caótico mosaico.
Y allí en el centro parecía, incluso volando a aquella altura, que el hielo aún se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Una nube de vapor se elevaba miles de metros en el aire. Esquivaron la nube y vieron unos témpanos que flotaban apiñados en unas aguas humeantes y negras. Los témpanos giraban, chocaban, volcaban y levantaban gruesos muros de agua rojiza y las ondas se expandían en círculos concéntricos que sacudían arriba y abajo los témpanos de alrededor.
Hubo silencio en los dos aviones mientras observaban ese espectáculo tan poco marciano. Por último, después de muchas circunnavegaciones de la columna de vapor, volaron sobre el vértice hacia el oeste.
—A Sax tiene que encantarle esta revolución —dijo Nadia, como ya lo hiciera antes, rompiendo el silencio—. ¿Piensas que podría ser uno de ellos?
—Lo dudo —repuso Ann—. No se arriesgaría a perder sus inversiones terranas. Ni admitiría que postergaran el proyecto. Pero estoy convencida de que piensa sobre todo en la terraformación. No en quién muere o qué se destruye, o quién es el responsable. Sólo cómo afecta al proyecto de terraformación.
—Un experimento interesante —dijo Nadia.
—Pero difícil de duplicar —añadió Ann. Las dos se rieron.
Hablando del diablo… descendieron al oeste del nuevo mar (que ahora cubría la Ciudad del Lago) y descansaron todo el día, y la noche siguiente. Mientras seguían la pista noroeste hacia Marineris, encontraron un radiofaro que emitía un SOS en código Morse. Volaron en círculos hasta el amanecer y aterrizaron en la misma pista, justo detrás de un rover averiado. Y allí estaba Sax, enfundado en un traje, manipulando el radiofaro y enviando un SOS manual.
Sax subió al avión y se quitó el casco lentamente, parpadeando y con los labios apretados, como de costumbre. Parecía fatigado, pero como el gato que se comió al canario, Ann le comentó después a Nadia. Habló poco. Llevaba tres días varado en la pista, incapaz de moverse; la pista estaba cerrada y el rover no tenía combustible de emergencia. La Ciudad del Lago había desaparecido.
—Iba para Cairo —dijo— a encontrarme con Frank y Maya, porque creen que ayudaría que los primeros cien se reunieran en una especie de comité para negociar con la policía de la UNOMA y conseguir que se detengan. —Había alcanzado ya las colinas al pie de Hellespontus, cuando la nube termal del agujero entre la corteza y el manto de Punto Bajo se volvió amarilla de repente y se elevó en el cielo en una columna de 20.000 metros.— Parecía el hongo de una explosión nuclear, pero con un sombrero más pequeño —apuntó—. El índice de temperatura no es tan elevado en Marte como en la Tierra.
Después había dado media vuelta y había ido al borde de la cuenca a observar la inundación. El agua que bajaba desde el norte era negra, aunque se volvía blanca y se helaba en grandes segmentos casi al instante, excepto en Ciudad del Lago, donde había borboteado.
—…como agua al fuego. La termodinámica allí fue durante un tiempo bastante compleja, pero el agua enfrió deprisa el agujero de transición y…
—Cállate, Sax —dijo Ann. Enarcó las cejas y se puso a trabajar en el receptor de radio del avión.
Emprendieron vuelo, ahora seis de ellos, Sasha y Yeli, Ann y Simon, Nadia y Sax: seis de los primeros cien, reunidos como por magnetismo. Había mucho de que hablar esa noche, e intercambiaron historias, información, rumores, especulaciones. Pero Sax añadió muy poco al cuadro general. Había estado tan aislado como ellos.
A la mañana siguiente, al amanecer, aterrizaron en la pista de Bakhuisen y fueron recibidos por una docena de hombres armados con pistolas paralizantes. Esa pequeña muchedumbre mantuvo los cañones bajos, pero escoltó a los seis con muy poca ceremonia al hangar que había en el muro.
Allí había más gente y la multitud siguió creciendo. Al final eran alrededor de cincuenta, treinta de ellos mujeres. Fueron muy corteses, y cuando descubrieron la identidad de los viajeros, incluso amistosos.
—Tenemos que saber con quién tratamos —dijo una mujer grande con un fuerte acento de Yorkshire.
—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó Nadia con descaro.
—Somos de Koroliov Primero —contestó—. Escapamos.
Llevaron a los viajeros al comedor y les ofrecieron un copioso desayuno. Cuando estuvieron sentados, cada uno tomó una jarra de magnesio y sirvió zumo de manzana a quien se sentaba enfrente, hasta que todo el mundo estuvo servido. Después, mientras comían, los dos grupos intercambiaron historias. La gente de Bakhuisen había escapado de Koroliov Primero el día en que estalló la revolución, y habían ido hacia el sur hasta allí, y planeaban llegar a la región polar austral.
—Hay allí un gran asentamiento rebelde —dijo la mujer de Yorkshire (que resultó ser finlandesa)—. Tienen esas estupendas terrazas escalonadas, como cuevas de costados abiertos, de un par kilómetros de largo y muy anchas. Un buen refugio: fuera del alcance de los satélites, pero con luz y aire. Viven un poco al estilo Cromañón, son habitantes de los acantilados. Es realmente hermoso. —Al parecer, esas largas cavernas eran muy famosas en Koroliov, y muchos de los prisioneros habían acordado encontrarse allí alguna vez, si había un alzamiento.
—Entonces, ¿están con Arkadi? —preguntó Nadia.
—¿Quién?
Eran seguidores del biólogo Schnelling, que parecía haber sido una especie de místico rojo, encerrado con ellos en Koroliov donde había muerto pocos años antes. Había dado conferencias en toda la red de Tharsis, y tras su encarcelamiento muchos de los prisioneros de Koroliov se convirtieron en alumnos suyos. Según parece, promulgaba una especie de comunalismo marciano basado en principios de la bioquímica local. El grupo de Bakhuisen no acababa de entenderlo, pero ahora habían escapado y esperaban comunicarse con otras fuerzas rebeldes. Habían contactado con un satélite camuflado, de microcomunicaciones, y habían conseguido colarse brevemente en un satélite de las fuerzas de seguridad de Fobos. De modo que tenían algunas noticias. Les contaron que las fuerzas policiales de las transnacionales y de la UNOMA que acababan de llegar en el último transbordador estaban utilizando Fobos como estación de vigilancia y ataque. Esas mismas fuerzas controlaban el ascensor, el Monte Pavonis y casi todo Tharsis; el observatorio del Monte Olimpo se había rebelado, pero fue destruido desde órbita; y las fuerzas de seguridad de las transnacionales habían ocupado la mayor parte del gran acantilado, de modo que el planeta había quedado dividido en dos. La guerra en la Tierra parecía seguir, aunque tenían la impresión de que era más encarnizada en África, España y la frontera entre Estados Unidos y México.
Era inútil intentar ir a Pavonis, pensaban. «Los encerrarán y los matarán», resumió Sonia. Pero cuando los seis viajeros insistieron, les indicaron cómo llegar a un refugio en una noche de vuelo; era la estación climatológica de Margaritifer del Sur. La gente de Bakhuisen decía que estaba ocupada por bogdanovistas.
Nadia sintió que se le encogía el corazón, no pudo evitarlo. Pero Arkadi tenía muchos amigos y seguidores, y ninguno de ellos parecía saber dónde estaba. No obstante, ese día ya no pudo dormir, el estómago de nuevo cerrado como un puño. Le alegró irse. Los rebeldes de Bakhuisen cargaron los aviones con tanta hidrazina, gases y comida deshidratada que tardaron un rato en despegar.
Los vuelos nocturnos parecían ahora un extraño ritual, un nuevo y agotador peregrinaje. Los dos aviones eran tan ligeros que los vientos del oeste los sacudían con fuerza, y a veces los hacían saltar hasta diez metros arriba o abajo, de modo que era imposible dormir mucho incluso cuando uno pilotaba: una subida o caída mas y uno ya estaba despierto otra vez, en la pequeña y oscura cabina mirando por la ventanilla el cielo negro y las estrellas arriba, o la negrura insondable del mundo de abajo. Apenas hablaban. Los pilotos se encorvaban y trataban de no perder de vista al avión. Los ultraligeros zumbaban, el viento aullaba sobre las alas largas y flexibles. La temperatura externa alcanzaba los sesenta grados bajo cero; el aire era venenoso con una presión de 150 milibares, y no había ningún refugio en el oscuro planeta en muchos kilómetros a la redonda. Nadia pilotaba un rato y luego se iba a la parte de atrás, tambaleándose, e intentaba dormir. A menudo el clic de un radiofaro en la radio la devolvía al tiempo en que ella y Arkadi habían arrostrado la tormenta en el Punta de Flecha. Lo veía, entonces, recorriendo a grandes trancos el desgarrado interior del dirigible, con su barba roja y desnudo, riéndose y arrancando paneles de las paredes para arrojarlos por la borda, envuelto en nimbos de polvo. Entonces el 16D se sacudía y la despertaba. No podía hacer otra cosa entonces que ayudar a Yeli a mantenerse cerca del otro avión, siempre a un kilómetro a la derecha si todo iba bien. De vez en cuando hablaban por radio, pero microtransmitían las llamadas y reducían al mínimo los controles horarios y las consultas, si uno de los aparatos se retrasaba. En la quietud de la noche, a veces parecía que no hubieran hecho otra cosa en la vida: era difícil recordar cómo había sido todo antes de la revolución. ¿Y cuánto tiempo había pasado… veinticuatro días? Tres semanas, aunque parecían cinco años.
Y entonces el cielo comenzaba a sangrar detrás de ellos, los altos cirros se teñían de púrpura, rojo, carmesí, lavanda, y luego rápidamente se convertían en virutas metálicas en un cielo rosado; y el increíble manantial del sol se derramaba por encima de un acantilado o algún borde rocoso mientras escrutaban el paisaje horadado y en sombras en busca de la señal de algún aeropuerto. Despues de esa noche eterna parecía imposible que hubieran navegado con éxito hasta algún sitio, pero ahí abajo estaba la pista centelleante, en la que podían descender en caso de emergencia. Como todos los radiofaros estaban señalados en el mapa, la navegación era más segura de lo que parecía. Cada amanecer avistaban una nueva franja brillante entre las últimas sombras. Descendían planeando, golpeaban el suelo, y rodaban por la pista hasta cualquier estación visible; paraban los motores y se desplomaban en los asientos, acomodándose a la ausencia de vibraciones, a la quietud de un nuevo día.
Esa mañana descendieron junto a la estación de Margaritifer y una docena de hombres y mujeres entusiasmados salió a encontrarlos, abrazándolos y besándolos una y otra vez. Los seis permanecieron juntos, más alarmados por esta bienvenida que por el cauteloso recibimiento del día anterior. Al fin les pasaron unos lectores láser por las muñecas para identificarlos, y esto los tranquilizó; pero cuando la IA confirmó que de verdad eran seis de los primeros cien, hubo vítores y risas; y cuando los seis fueron conducidos por una antecámara hasta una sala de descanso, varios de los anfitriones se acercaron de inmediato a unos pequeños tanques y aspiraron bocanadas de oxígeno nitroso y aerosol de pandorfinas, y rieron tontamente.
Uno de ellos, un esbelto norteamericano de cara fresca, se presentó.
—Soy Steve, me formé con Arkadi en el 12 y trabajé con él en Clarke. Casi todos los que estamos aquí trabajamos con él en Clarke. Estábamos en Schiaparelli cuando estalló la revolución.
—¿Saben dónde está Arkadi? —preguntó Nadia.
—Lo último que supimos era que estaba en Carr, pero se ha salido de la red, lo que no es extraño.
Un norteamericano alto y flaco se acercó a Nadia arrastrando los pies, le apoyó la mano en el hombro y exclamó:
—¡No siempre estamos así! —Y se rió.
—¡No! —convino Steve—. ¡Pero hoy es fiesta! ¿Se han enterado?
Una mujer que se reía con expresión estúpida levantó la cara de la mesa y gritó:
—¡El Día de la Independencia! ¡El catorce del decimocuarto año!
—Miren, miren eso —dijo Steve, y señaló el televisor.
Una imagen vaciló en la pantalla y de pronto todo el grupo se puso a gritar y a vitorear. Se habían introducido en un canal codificado de Clarke, explicó Steve, y aunque no podían decodificarlo, lo habían utilizado como radiofaro para mover el telescopio óptico. La imagen del telescopio había sido transferida al televisor de la sala, y ahí estaba, el cielo negro y las estrellas bloqueadas en el centro por algo que todos reconocían, el cuadriculado asteroide metálico del que pendía el cable.
—¡Miren ahora! —les gritaron a los desconcertados viajeros—.
¡Miren!
Aullaron de nuevo y unos cuantos iniciaron una desigual cuenta atrás desde cien. Algunos inhalaban helio además de oxido nitroso, y se plantaron bajo la gran pantalla y cantaron en ingles:
We’re off to see the wizard,
the wonderful wizard of Oz!
Because, because, because, because,
because of the wonderful things, she does!
We’re off to see the wizard,
the wonderful wizard of Oz!
We're… off to see the wizard!…
Nadia empezó a temblar. La ruidosa cuenta atrás se hizo mas y más estridente, hasta que aullaron:
—¡Cero!
Un vacío apareció entre el asteroide y el cable. Clarke desapareció de la pantalla. El cable, una telaraña entre las estrellas, cayó fuera del campo visual casi a la misma velocidad.
La sala se llenó de vítores frenéticos, al menos durante un momento. Pero se interrumpieron, como por una sacudida, cuando la atención de algunos de los celebrantes fue atraída por Ann, que se había levantado de un salto, los dos puños apretados contra la boca.
—¡Seguro que ya ha bajado! —le gritó Simón a Ann por encima del alboroto—. ¡Seguro que ya ha bajado! ¡Han pasado semanas desde que nos llamó!
Poco a poco se hizo la calma. Nadia se encontró junto a Ann, frente a Sasha y Simón. No sabía qué decir. Ann estaba rígida y miraba con ojos desorbitados.
—¿Cómo rompieron el cable? —preguntó Sax.
—Bueno, el cable es casi irrompible —repuso Steve.
—¿Rompieron el cable? —gritó Yeli.
—Bueno, no, lo que hicimos fue separarlo de Clarke. Pero el efecto es el mismo. El cable está cayendo. —El grupo volvió a aplaudir, con algo menos de entusiasmo. Steve explicó a los viajeros por encima del ruido:— El cable mismo era bastante impenetrable con su estructura de grafito y una malla de doble hélice de diamante, y además disponen de estaciones inteligentes de defensa cada cien kilómetros y de un severo dispositivo de seguridad en las cabinas. De modo que Arkadi nos sugirió que nos concentráramos en Clarke. Verán, el cable atraviesa la roca directamente hasta las factorías del interior, y el verdadero extremo estaba unido al asteroide tanto física como magnéticamente. Pero aterrizamos con un grupo de nuestros robots en un envío de material desde órbita, y excavamos y pusimos bombas termales fuera del revestimiento del cable y alrededor del generador. Y hoy las activamos todas a la vez y la roca se fundió en cuanto se interrumpieron. Ahora estará cayendo hacia el sol. De modo que localizarlo será una tarea bastante difícil. ¡Al menos eso esperamos!
—¿Y el cable? —preguntó Sasha.
Volvió a alzarse el clamor de los vítores y fue Sax quien le respondió en cuanto hubo un momento de tranquilidad.
—Está cayendo —dijo.
Tecleó deprisa en una consola, y Steve le gritó:
—Tenemos los cálculos del descenso si quiere. Son bastante complejos, un montón de ecuaciones diferenciales.
—Lo sé —dijo Sax.
—No me lo puedo creer —dijo Simón. Aún tenía las manos en el brazo de Ann y miraba alrededor con expresión sombría—. ¡El impacto va a matar a un montón de gente!
—Puede que no —contestó uno de ellos—. Y sí mata a algunos, serán casi todos policías de la UN, que han usado el ascensor para bajar y matar a gente aquí abajo.
—Seguramente hace una o dos semanas que bajó —le repitió enfáticamente Simón a Ann, que estaba lívida.
—Quizá —dijo ella.
Algunos lo oyeron y se quedaron más tranquilos. Otros no quisieron oírlo y continuaron celebrándolo.
—No lo sabíamos —le dijo Steve a Ann y a Simón. Había dejado de sonreír y fruncía el ceño, preocupado—. Si lo hubiéramos sabido, imagino que habríamos intentado hablarle. Pero no lo sabíamos. Lo siento. Con un poco de suerte… —Tragó saliva.— Con un poco de suerte ya no estaría allí.
Ann volvió a la mesa y se sentó. Simón revoloteaba junto a ella. Ninguno de los dos parecía haber oído nada de lo que había dicho Steve.
El intercambio de radio se incrementó, como si los que controlaban los satélites de comunicación que aún estaban en órbita se hubieran enterado de lo del cable. Algunos de los rebeldes celebrantes se dedicaron a monitorizar y grabar las transmisiones; otros continuaron de fiesta.
Sax seguía absorto en las ecuaciones de la pantalla.
—Va hacia el este —anunció.
—Así es —corroboró Steve—. Al principio se arqueará mucho, ya que la parte inferior tira de él, y luego seguirá el resto.
—¿A qué velocidad?
—Es bastante difícil de calcular, pero estimamos que serán cuatro horas para la primera vuelta, y luego una hora para la segunda.
—¡La segunda! —exclamó Sax.
—Bueno, ya sabes, el cable tiene treinta y siete mil kilómetros de largo y la circunferencia en el ecuador es de veintiún mil. De modo qué dará la vuelta casi dos veces.
—Será mejor que la gente que esté en el ecuador se aleje deprisa —dijo Sax.
—No exactamente en el ecuador —dijo Steve—. La oscilación de Fobos lo desviará bastante. Es difícil saber cuánto. Depende del punto de oscilación en que estaba el cable cuando empezó a caer.
—¿Norte o sur?
—Lo sabremos en las próximas dos horas.
Los seis viajeros miraron en la pantalla un cielo estrellado. No había modo de observar la caída del cable; sería invisible para ellos hasta el fin. O visible sólo como una línea de fuego.
—Ahí va el puente de Phyllis —dijo Nadia.
—Ahí va Phyllis —dijo Sax.
El grupo de Margaritifer restableció el contacto con el satélite de transmisiones que habían localizado, y descubrió que podía entrar también en algunos satélites de seguridad. Así llegaron a reconstruir la caída del cable. Desde Nicosia, un equipo de la UNOMA informó que el cable había caído al norte de la ciudad, desplomándose verticalmente mientras se desplazaba por la superficie, a través del planeta en rotación. Una voz procedente de Sheffield, alarmada y envuelta en estática, les pidió que lo confirmaran. El cable ya había caído a lo largo de media ciudad y de un campamento del este, por la pendiente del Monte Pavonis y sobre Tharsis, y había allanado una zona de diez kilómetros de ancho con un estampido sónico; podría haber sido peor, pero el aire era muy tenue a esa altura. Ahora los sobrevivientes de Sheffield querían saber si tenían que mudarse al sur para escapar de la siguiente vuelta o intentar rodear la caldera hacia el norte.
No hubo respuesta. Pero otros evadidos de Koroliov, en el borde sur de Melas Chasma en Marineris, informaron que el cable caía ahora con tanta fuerza que se destrozaba al golpear el suelo. Media hora después llamó un equipo de perforación en Aureum; habían salido después de los estampidos sónicos y encontraron un montón de escombros y una brecha incandescente que se extendía de horizonte a horizonte.
Durante una hora no hubo nuevas noticias, sólo preguntas, especulaciones y rumores. Luego uno de los que escuchaban la radio del casco se echó hacia atrás y enseñó los pulgares levantados, y conectó el intercom y una voz excitada gritó a través de la estática:
—¡Está explotando! ¡Cayó en unos cuatro segundos, ardía de un extremo a otro, y cuando golpeó el suelo todo se sacudió! Pensamos que cayó a unos dieciocho kilómetros al norte, y a veinticinco al sur del ecuador. Espero que puedan calcular el resto. ¡Ardía de cabo a rabo!
¡Como si fuera una línea blanca partiendo el cielo! Jamás he visto nada parecido. Aún veo manchas luminosas de un verde brillante. Era como si una estrella fugaz se hubiera desplegado… Aguarden, Jorge está en el intercom, ahí fuera y dice que sólo tiene unos tres metros de altura. El terreno aquí es regolito blando, de modo que el cable está en una zanja que él mismo ha abierto. Dice que es tan honda en algunos sitios que podrían enterrarlo y conseguir una superficie lisa. Dice que serán como fiordos, porque en otros lugares se levanta cinco o seis metros. ¡Creo que seguirá así durante cientos de kilómetros! ¡Como la Gran Muralla China!
Entonces se recibió una llamada del Cráter Escalante, que estaba justo sobre el ecuador. Lo habían evacuado apenas se enteraron de la ruptura del cable, pero habían huido al sur, evitando que los aplastara. Informaron que ahora estallaba con el impacto y enviaba al cielo cortinas de deyecciones derretidas, fuegos artificiales de lava que describían arcos envueltos en una luz crepuscular, y que cuando volvían a caer a la superficie ya eran opacos y negros.
Durante todo ese tiempo Sax no se movió de la pantalla, y ahora, mientras tecleaba y leía, musitaba con los labios fruncidos. En la segunda vuelta la velocidad de caída sería de 21.000 kilómetros por hora, dijo, casi seis kilómetros por segundo; un peligro de muerte para cualquiera que no se encontrase en un lugar elevado y a muchos kilómetros de distancia. Le parecería la caída de un meteorito y cruzaría de horizonte a horizonte en menos de un segundo. Lo seguirían unos estampidos sónicos.
—Salgamos a echar un vistazo —sugirió Steve mirando con aire culpable a Ann y a Simón.
Un grupo numeroso, de hombres y mujeres, salió detrás de Steve. Los viajeros se contentaron con una imagen de vídeo transmitida por una cámara exterior, que alternaron con tomas recogidas por los satélites. Los fragmentos filmados desde la cara en sombras eran espectaculares; mostraban una centelleante línea que caía como el filo de una guadaña blanca y amenazaba cortar en dos el planeta.
Aun así era difícil concentrarse en lo que veían, entenderlo, y mucho menos sentir algo. Cuando llegaron ya estaban exhaustos, ahora todavía más, y sin embargo no podían dormir; continuaron recibiendo tomas de vídeo, algunas desde cámaras robot que volaban en aviones teledirigidos en el hemisferio iluminado, y mostraban una franja ennegrecida y humeante de desolación: el regolito se alzaba en dos largos diques paralelos de deyecciones bordeando un canal lleno de oscuridad, negro y tachonado con una mezcla de material brechado que se hacía más exótico a medida que el impacto era más violento, hasta que al final una cámara teledirigida envió una toma de horizonte a horizonte de una zanja de lo que según Sax tenían que ser diamantes negros en bruto.
El impacto en la última media hora de la caída fue tan fuerte que aplastó todo lo que estaba cerca al norte y al sur; la gente decía que nadie que hubiera visto el golpe del cable había sobrevivido, y la mayoría de las cámaras teledirigidas también habían sido aplastadas. No hubo testigos para los últimos miles de kilómetros de la caída.
Unas imágenes tardías llegaron desde el lado oeste de Tharsis. En la segunda pasada el cable trepó cuesta arriba. Fue breve pero estremecedor: un fulgor blanco en el cielo y una explosión que subía por el lado oeste del volcán. Otra toma, desde un robot en Sheffield oeste, mostró el cable explotando en camino hacia el sur; luego hubo un terremoto o el golpe de una onda de choque sónica, y todo el distrito del borde de Sheffield se desprendió en una única masa y cayó lentamente al suelo de la caldera cinco kilómetros más abajo.
Más tarde vieron muchas tomas de vídeo de la catástrofe, pero solo eran repeticiones o tomas tardías o imágenes de las secuelas, entonces los satélites comenzaron a desconectarse.
Habían transcurrido cinco horas desde que comenzara la caída, y los seis viajeros se hundieron en sus asientos, mirando o sin mirar la televisión, demasiado extenuados para sentir nada, demasiado cansados para pensar.
—Bueno —dijo Sax—, ahora tenemos un ecuador como yo creía que era el de la Tierra a los cuatro años. Una gran línea negra que atraviesa todo el planeta.
Ann le dedicó a Sax una mirada amarga y dura. Nadia temió que se levantase y abofeteara a Sax. Pero nadie se movió, imágenes de la televisión parpadearon y los altavoces sisearon y crepitaron.
En la segunda noche del viaje a Shalbatana Vallis, vieron la nueva línea del ecuador, por lo menos la más austral. En la oscuridad era una franja ancha, recta y negra que los conducía al oeste. Mientras la sobrevolaban, Nadia miró sobriamente hacia abajo. No había sido un proyecto suyo, pero significaba trabajo, un trabajo destruido. Un puente derribado.
Y esa línea negra también era una tumba. En la superficie no había muerto mucha gente, excepto en el lado este de Pavonis, pero sí casi todos los que estaban en el ascensor, y eso significaba miles. Muchos de ellos seguramente sobrevivieron hasta que la parte del cable donde estaban entró en la atmósfera y se incineró.
Mientras volaban sobre los destrozos, Sax interceptó un nuevo vídeo de la caída. Alguien ya había montado en orden cronológico todas las imágenes que se habían transmitido en directo o en las horas posteriores. Las últimas tomas eran de la sección final del cable, explotando contra el planeta. La zona de impacto final no era más que un borrón blanco en movimiento, como un defecto en la cinta; no había vídeo capaz de registrar semejante luminiscencia. Pero, a medida que el montaje avanzaba, las imágenes se habían ralentizado y procesado de muchos modos, y una de ellas era el fragmento final, una toma en cámara ultralenta que mostraba detalles imposibles de detectar en vivo. Y así pudieron ver que a medida que la línea cruzaba el cielo, el grafito ardiente se desprendía dejando una doble hélice de diamante incandescente que flotaba majestuosa en el cielo crepuscular.
Todo una lápida, desde luego, la gente en ella ya muerta, evaporada; pero era difícil pensar en ellos mientras veían esa imagen extraña y hermosa, la visión de una especie de fantasía de ADN, el ADN de un macromundo de luz pura, que surcaba nuestro universo para fertilizar un planeta yermo…
Nadia apartó los ojos y ocupó el asiento del copiloto. Durante toda la noche miró por la ventanilla, incapaz de dormir, incapaz de quitarse de la cabeza la diamantina imagen descendente. Aquélla fue la noche más larga de todo el viaje. Le pareció que pasaba toda una eternidad antes del amanecer.
Poco después de la salida del sol aterrizaron en la pista aérea de un oleoducto por encima de Shalbatana, y se quedaron con un grupo de refugiados que trabajaban en el oleoducto y que ahora estaban atrapados allí. El grupo no defendía ninguna postura política y sólo quería sobrevivir hasta que las cosas volvieran a la normalidad. A Nadia esta actitud le pareció razonable sólo en parte, e intentó que salieran a reparar las tuberías; pero no le pareció que estuvieran muy convencidos.
Esa noche partieron otra vez, y al amanecer aterrizaron en la pista aérea abandonada del Cráter Carr. Antes de las ocho, Nadia, Sax, Ann, Simón, Sasha y Yeli estaban en el exterior con los trajes puestos y subiendo al borde del cráter.
La cúpula había desaparecido. Abajo había habido un incendio. Todos los edificios estaban intactos pero chamuscados, y casi todas las ventanas rotas o fundidas. Las paredes de plástico se habían doblado o deformado; las de hormigón estaban negras. Había manchas y pilas de hollín por doquier. A veces parecían las sombras de Hiroshima. Sí, eran cadáveres. Las siluetas de gente tratando de arrastrarse por las aceras.
—El aire de la ciudad fue hiperoxigenado —aventuró Sax.
En semejante atmósfera, la piel y la carne humanas eran combustibles e inflamables. Eso fue lo que les sucedió a los astronautas de las primeras misiones Apolo, atrapados en una cápsula con una atmósfera de oxígeno puro. Cuando se declaró el incendió, ardieron como parafina.
Y lo mismo había sucedido aquí. Mirando los montones de hollín, se veía que todo el mundo había ardido y corrido de acá para allá como antorchas vivientes.
Los seis viejos amigos se adentraron en la sombra de la pared oriental. Bajo un cielo circular rosa oscuro, se detuvieron ante el primer grupo de cadáveres ennegrecidos y se alejaron deprisa. Abrieron puertas y derribaron otras atascadas, y escucharon pegados a las paredes con un estetoscopio que había traído Sax. Ningún sonido salvo los latidos de sus propios corazones, altos y rápidos en el fondo de las gargantas resecas. Nadia caminaba dando traspiés, la respiración entrecortada y áspera. Se obligó a mirar los cadáveres, tratando de medir las negras pilas de carbono. Como en Hiroshima o en Pompeya. La gente ahora era más alta. Aunque aún ardía hasta los huesos; y los huesos eran palos delgados y ennegrecidos.
Cuando llegó a un montón de tamaño apropiado, se quedó mirándolo un momento. Al fin se acercó, localizó el brazo derecho y rascó con el guante de cuatro dedos el dorso de la muñeca calcinada; buscaba el código de puntos. Lo encontró y lo limpió. Pasó el láser por encima como una dependienta de supermercado leyendo los precios. Emily Hargrove.
Siguió adelante e hizo lo mismo con otra pila parecida. Thabo Moeti. Era mejor que comprobar la dentadura leyendo radiografías dentales.
Estaba mareada y aturdida cuando encontró un montón de hollín cerca de las oficinas de la ciudad; la mano derecha estaba extendida. Limpió la etiqueta y leyó. Arkadi Nikeliovich Bogdanov.
Volaron hacia el oeste once días más, escondiéndose durante las horas diurnas. De noche seguían los radiofaros o las indicaciones del último grupo que habían encontrado. Aunque a menudo esta gente sabía que había otros grupos en distintos lugares, no eran parte de ningún movimiento de resistencia, ni estaban coordinados entre ellos. Algunos esperaban llegar al casquete polar austral, como los prisioneros de Koroliov, otros jamás habían oído hablar de ese refugio; algunos eran bogdanovistas, otros revolucionarios que seguían a distintos líderes, o miembros de comunas religiosas o experimentos utópicos, o grupos nacionalistas que trataban de contactar con los gobiernos terranos; y algunos eran sólo supervivientes, huérfanos de la violencia. Los seis viajeros se detuvieron en Koroliov, pero al ver los cuerpos desnudos y congelados de los guardias fuera de las antecámaras, no intentaron entrar; algunos de los guardias estaban de pie, como estatuas.
Después de Koroliov no encontraron a nadie. Las radios y los televisores dejaron de funcionar a medida que se abatían los satélites, las pistas estaban vacías, y la Tierra se encontraba del otro lado del sol. El paisaje parecía tan yermo como antes de que llegaran, excepto por los diseminados fragmentos escarchados. Volaban en el cielo rosa como si estuvieran solos en ese mundo.
A Nadia le zumbaban los oídos: los ventiladores del avión, sin duda, aunque funcionaban bien. Los otros la encomendaban algún trabajo, y la dejaban caminar sola un rato antes de volver a despegar. Todos estaban aturdidos por lo que habían encontrado en Koroliov, y no intentaban animarla, lo que para ella era un alivio. Ann y Simón aún estaban preocupados por Peter. Yeli y Sax estaban preocupados por las provisiones, que no dejaban de menguar; las despensas del avión estaban casi vacías.
Pero Arkadi estaba muerto y ya nada importaba. A Nadia la revolución le parecía más que nunca completamente inútil, un espasmo de cólera sin objeto, una mutilación definitiva. ¡Todo un mundo destruido! Pidió a los demás que enviaran un mensaje de radio anunciando que Arkadi había muerto. Sasha estuvo de acuerdo y ayudó a convencer a los demás.
—Ayudará a que las cosas se tranquilicen más pronto —afirmó Sasha.
Sax sacudió la cabeza.
—Las insurrecciones no tienen líderes —dijo—. Además, es bastante probable que nadie lo oiga.
Pero un par de días después quedó claro que algunos lo habían oído. Recibieron una microcomunicación de respuesta de Alex Zhalin.
—Mira, Sax, esto no es la revolución americana, ni la francesa ni la rusa ni la inglesa. ¡Es todas las revoluciones a la vez y en todas partes! Todo un mundo se está rebelando, un mundo con una superficie igual a la de la Tierra, y sólo unos pocos miles intentan oponerse… y la mayoría está todavía en el espacio; parece que desde allí lo dominaran todo, pero son muy vulnerables. Si consiguen someter a una fuerza en Syrtis, hay otra en Hellespontus. Imagínate fuerzas con base en el espacio tratando de detener una revolución en Camboya, pero también en Alaska, Japón, España, Madagascar. ¿Como lo haces? No puedes. Si Arkadi Nikeliovich hubiera vivido para verlo, él habría…
La microcomunicación se interrumpió bruscamente. Quizá fuera una mala señal, quizá no. Pero ni siquiera Alex había podido evitar una nota de desaliento cuando habló de Arkadi. Era imposible: Arkadi había sido mucho más que un líder político… había sido el hermano de todos, una fuerza natural, la voz de la conciencia. El sentido innato de lo que era justo. El mejor de los amigos.
Nadia se movía pesadamente, ayudando en la navegación durante los vuelos nocturnos, durmiendo todo lo posible durante el día. Perdió peso y encaneció. Hablaba con torpeza, como si algo le apretara la garganta y las entrañas se le hubieran petrificado. Era una piedra, no podía llorar, pero continuó trabajando. Nadie tenía comida de sobra, y a ellos también se les acababa. Redujeron las raciones a la mitad.
Y el trigésimo segundo día de su partida de Lasswitz, tras unos 10.000 kilómetros, llegaron a Cairo, encaramada en el valle austral de Noctis Labyrinthus, justo al sur del extremo austral del cable caído.
Cairo estaba bajo el control de facto de la UNOMA, o al menos eso pensaba la gente. Como el resto de las ciudades-tienda vivía amenazada por los láseres de las naves policiales de la UNOMA, que habían entrado en órbita en algún momento del mes anterior. Además, la mayoría de los habitantes de Cairo al principio de la guerra eran árabes y suizos, y por lo menos allí parecía que ellos sólo ambicionaban mantenerse a salvo.
No obstante, los seis viajeros no eran los únicos refugiados. Una oleada acababa de bajar de Tharsis desde la devastación de Sheffield y del resto de Pavonis; otros subían desde Marineris tras atravesar él laberinto de Noctis. La población se había cuadruplicado, las multitudes vivían y dormían en las calles y en los parques, la planta física se veía desbordada, y los gases y la comida pronto se agotarían.
De todo esto les informó una operadora del aeropuerto, que se obstinaba en seguir trabajando aunque ya no había transbordadores. Después de guiarlos hasta un extremo de la pista donde se agrupaba una flota de aeroplanos, les dijo que se pusieran los trajes y que caminaran el kilómetro que los separaba del muro de la ciudad. Nadia se sintió nerviosa al abandonar el 16D, y más aún cuando cruzó la antecámara y vio que la mayoría de la gente llevaba puestos los trajes y los cascos, preparada para una posible despresurización.
Se encaminaron a las oficinas de la ciudad y allí encontraron a Frank y a Maya, y también a Mary Dunkel y a Spencer Jackson. Frank estaba ocupado ante una pantalla, al parecer hablando con alguien en órbita, y desechó con un ademán los abrazos de los viajeros, aunque poco después los saludó agitando una mano. Según parecía, estaba conectado a un sistema de comunicaciones, o quizá a más de uno, pues no dejó de hablar durante las siguientes seis horas, y sólo se detuvo para beber agua o hacer otra llamada, sin volverse nunca hacia sus viejos compañeros. Parecía poseído por una furia permanente, la mandíbula tensa y luego relajada y luego tensa otra vez. En verdad estaba en su elemento: daba explicaciones y conferencias, halagaba y amenazaba, hacía preguntas y después comentaba con impaciencia las respuestas. En otras otras llevaba los negocios y las transacciones al viejo estilo, pero con un filo airado, amargado, incluso asustado, como si hubiera caminado más allá del borde de un abismo y negociara ahora la vuelta a tierra firme.
Cuando por fin cortó, se reclinó en la silla y suspiró. Luego se levantó tiesamente, se acercó a saludarlos, y apoyó un instante una mano en el hombro de Nadia. Aparte de eso, estuvo muy brusco y no mostró ningún interés por averiguar como habían conseguido llegar a Cairo. Sólo quería saber a quiénes habían visto, cómo les iba a esos grupos desperdigados y qué intenciones tenían. Una o dos veces volvió a la pantalla y se puso en contacto inmediato con esos grupos, una capacidad que asombró a los viajeros; habían dado por hecho que todo el mundo estaba tan aislado como ellos.
—Enlaces de la UNOMA —explicó Frank, pasándose una mano por la cetrina mandíbula—. Mantienen abiertos para mí algunos canales.
—¿Por qué? —preguntó Sax.
—Porque intento detener lo que pasa. Estoy tratando de conseguir un alto el fuego, luego una amnistía general y después la reconstrucción con la colaboración de todos.
—¿Bajo la dirección de quién?
—De la UNOMA, por supuesto. Y de las oficinas nacionales.
—Pero la UNOMA sólo acepta el alto el fuego —aventuró Sax—.
Mientras que los rebeldes sólo aceptan la amnistía, ¿verdad? Frank asintió.
—Y a ninguno le gusta la reconstrucción con la colaboración de todos. Pero la situación se ha deteriorado demasiado. Otros cuatro acuíferos más han estallado desde que cayó el cable. Todos son ecuatoriales y algunos opinan que es cuestión de causa y efecto. —Ann asintió y Frank pareció complacido.— Tengo la certeza de que los reventaron. Volaron uno en la boca de Chasma Borealis y el caudal está inundando las dunas.
—El peso del casquete polar puede haber aumentado la presión hidrostática —dijo Ann.
—¿Sabes algo del grupo de Acheron? —preguntó Sax a Frank.
—No. Han desaparecido. Temo que hayan corrido la suerte de Arkadi. —Miró a Nadia y frunció los labios en una mueca de tristeza.— Tengo que volver al trabajo.
—Pero ¿qué pasa en la Tierra? —preguntó Ann—. ¿Qué dice la UN?
—«Marte no es una nación, sino una fuente de recursos para el mundo» —citó Frank con ironía—. Dicen que no se puede permitir que la pequeña fracción que vive aquí controle los recursos que necesitan en la Tierra.
—Seguramente tienen razón —se oyó decir Nadia. La voz le salió ronca, como un graznido. Como si llevara días sin hablar. Frank se encogió de hombros.
—Por eso han dado carta blanca a las transnacionales —indicó Sax—. Me parece que aquí hay más agentes de las transnacs que policía de la UN.
—Así es. La UN tardó bastante en desplegar sus fuerzas de paz.
—No les importa que otros hagan el trabajo sucio.
—Desde luego que no.
—¿Y qué pasa con la Tierra? —volvió a preguntar Ann.
—Parece que el Grupo de los Siete empieza a controlar la situación —dijo Frank. Sacudió la cabeza—. Desde aquí es muy difícil saberlo.
Volvió a la pantalla para hacer más llamadas. Los otros fueron a comer, a lavarse, a dormir, a ponerse al día sobre amigos y conocidos, sobre los primeros cien, sobre las noticias de la Tierra. Las banderas de conveniencia habían sido destruidas por los ataques de los desposeídos del sur, pero al parecer las transnacionales habían buscado refugio en el Grupo de los Siete y habían sido acogidas y defendidas con un enorme despliegue militar. El duodécimo intento de cese de las hostilidades se había respetado durante varios días.
Así que disponían de cierto tiempo para intentar recuperarse. Pero cuando pasaron por la sala de comunicaciones, Frank seguía ahí, cada vez más sumido en una furia negra y amarga, abriéndose camino entre lo que parecía una interminable pesadilla de diplomacia microtransmitida, hablando continuamente en un tono urgente, desdeñoso, mordaz. Ya había sobrepasado la fase de engatusar a los demás para que hicieran algo, ahora sólo era un puro ejercicio de voluntad: trataba de mover el mundo sin una palanca, o con la más débil de las palancas, siendo su principal punto de apoyo sus viejos contactos norteamericanos y su relación personal con muchos de los líderes rebeldes, y ambos apoyos estaban casi agotados por los acontecimientos y los apagones de televisión. Y tenían cada vez menos importancia en Marte a medida que las fuerzas de la UNOMA y de las transnacionales capturaban una ciudad tras otra. A Nadia le parecía que Frank intentaba manejar el proceso con la fuerza bruta de la cólera. Se dio cuenta de que no soportaba estar cerca de él; las cosas ya iban bastante mal sin esa bilis negra.
Sax le ayudó a conseguir una conexión con Vega para contactar luego con la Tierra. Eso representaba horas entre transmisión y recepción, pero después de dos largos días, envió cinco mensajes codificados, al Secretario de Estado Wu, y mientras esperaba de noche las respuestas, la gente de Vega se entretuvo con cintas de noticias de la Tierra que ellos no habían visto. Todos esos informes, cuando aludían a la situación marciana, retrataban la insurrección como un trastorno menor provocado por elementos criminales, principalmente los prisioneros escapados de Koroliov, dedicados ahora a una destrucción irracional de la propiedad y que habían matado a muchos civiles inocentes. En esos informes se pasaban con insistencia las imágenes de los guardias congelados y desnudos en el exterior de Koroliov, además de telefotografías de satélite de los acuíferos reventados. Los programas más excépticos mencionaban que esas y otras escenas de Marte las proporcionaba la UNOMA, y algunas cadenas de China y Holanda incluso cuestionaban la veracidad de los comunicados. De todos modos, tampoco daban una explicación alternativa de los sucesos y los medios terranos difundían casi todos la versión transnacional. Cuando Nadia se lo dijo, Frank resopló.
—Pues claro —replicó despectivamente—. Las noticias terranas son transnacionales. —Desconectó el sonido.
Detrás de él, Nadia y Yeli se adelantaron instintivamente en el sofá de bambú, como si eso pudiera ayudarlos a oír mejor la toma silenciosa. Las dos semanas que habían pasado aislados del exterior habían parecido un año, y ahora miraban ansiosos la pantalla y se empapaban de noticias. Yeli se levantó para activar de nuevo el sonido, pero vio que Frank estaba dormido en la silla, con el mentón apoyado en el pecho. Cuando llegó un mensaje del Departamento de Estado, Frank despertó con una sacudida, subió el volumen, miró fijamente las diminutas caras en la pantalla, y replicó con aspereza. Luego cerró los ojos y se durmió otra vez.
Al final de la segunda noche del enlace con Vega, había conseguido que el Secretario Wu prometiera presionar a la UN en Nueva York para que restaurara las comunicaciones y detuviera la acción policial hasta que pudieran evaluar la situación. Wu también trataría de conseguir que las fuerzas transnacionales regresaran a la Tierra, aunque eso, apuntó Frank, sería imposible.
El sol había salido hacía un par de horas cuando Frank envió un último agradecimiento a Vega y cortó la conexión. Yeli dormía en el suelo. Nadia se levantó rígidamente y fue a dar un paseo por el parque, aprovechando la luz. Tuvo que pasar por encima de los que dormían en la hierba, en grupos de tres o cuatro, acunados en busca de calor. Los suizos habían montado grandes cocinas y había hileras de retretes junto al muro de la ciudad. Pronto se dio cuenta de que las lágrimas le corrían por la cara. Volvió andando. Era agradable caminar a la luz del día.
Más tarde, regresó a las oficinas de la ciudad. Frank estaba de pie junto a Maya, que dormía en un sillón. La miraba con una expresión vacía; luego alzó la cabeza y observó con ojos cansados a Nadia.
—Está profundamente dormida.
—Todo el mundo está agotado.
—Hmm. ¿Cómo fue en Hellas?
—Inundada.
Frank sacudió la cabeza.
—A Sax tiene que encantarle.
—Eso digo yo todo el tiempo. Aunque creo que la situación se le ha escapado de las manos.
—Ah, sí. —Frank cerró los ojos y pareció quedarse dormido uno o dos segundos.— Siento lo de Arkadi.
—Sí.
Otro silencio.
—Parece una niña.
—Un poco. —En realidad, Nadia nunca había visto a Maya tan envejecida. Todos se acercaban ya a los ochenta años y no podían mantener el ritmo, con tratamiento o sin él. Mentalmente, eran todos viejos.
—La gente de Vega me dijo que Phyllis y el resto de los de Clarke intentarán alcanzarlos en un cohete de emergencia.
—¿No están fuera del plano de la eclíptica?
—Ahora sí, pero tratarán de bajar hasta Júpiter y utilizarlo como sistema de frenado e impulso.
—Eso les llevará un año o dos, ¿no?
—Alrededor de un año. Con un poco de suerte pasarán de largo o caerán en Júpiter. O se quedarán sin comida.
—Parece que no estás en buenos términos con Phyllis.
—Esa zorra. Es responsable de gran parte de lo que ha pasado.
¡Cómo me gustaría haberle visto la cara cuando Clarke se soltó! —Frank rió roncamente.
Maya despertó. La ayudaron a levantarse y salieron al parque en busca de comida. Se metieron en una fila de gente enfundada en trajes, que tosía y se frotaba las manos, y exhalaba penachos de escarcha como blancas bolas de algodón. Muy pocos hablaban. Frank contempló la escena con disgusto, y cuando recibieron sus bandejas de roshti y tabouli, él se puso en seguida a comer y habló en árabe por el ordenador de muñeca.
—Dicen que Alex, Evgenia y Samantha vienen por Noetis con unos beduinos amigos míos —informó cuando cortó.
Eran buenas noticias. Sabían que Alex y Evgenia habían estado en el Mirador Aureum, un bastión rebelde que había destruido unas naves orbitales antes de que un fuego de misiles lo incinerara desde Fobos. Y nadie había tenido noticias de Samantha en todo el mes de la guerra.
De modo que esa tarde, aquellos de los primeros cien que estaban en la ciudad fueron a la puerta norte a recibirlos. La puerta se abría a una larga rampa natural que se adentraba en uno de los cañones más australes de Noctis. Caía la noche cuando apareció una caravana de rovers que avanzaba lentamente seguida por una nube de polvo.
Pasó casi una hora hasta que los vehículos rodaron por el último tramo de la rampa. No estaban a más de tres kilómetros de la puerta cuando de pronto grandes chorros de llamas y deyecciones estallaron entre ellos. Algunos de los rovers fueron empotrados contra el muro del risco y otros cayeron al vacío. Los demás se detuvieron, destrozados y en llamas.
Entonces una explosión golpeó la puerta norte y todos fueron lanzados contra la pared. Gritos y aullidos por la frecuencia común. Nada más; volvieron a levantarse. El material de la tienda aún resistía, aunque la antecámara de la puerta parecía atascada.
Abajo en el camino, unas espirales de humo se elevaron en el aire y se desplazaron hacia el este, deshaciéndose en jirones, y volvieron luego a Noctis arrastradas por el viento crepuscular. Nadia envió un rover robot a comprobar si había supervivientes. Los intercomunicadores crepitaban con estática, nada más que estática, y lo agradeció; ¿qué podía esperar?
¿Gritos? Frank maldecía por el intercomunicador, pasando del árabe al inglés. Intentaba en vano averiguar qué había ocurrido. Pero Alexander, Evgenia, Samantha… Nadia miraba horrorizada las pequeñas imágenes de la muñeca, mientras movía las cámaras robot. Rovers destrozados. Algunos cuerpos. Nada se movía. Un vehículo todavía humeaba.
—¿Dónde está Sasha? —gritó la voz de Yeli—. ¿Dónde diablos está Sasha?
—Estaba en la antecámara —le respondió alguien—. Iba a salir a saludarlos.
Había que abrir la puerta interior de la antecámara, Nadia empezó tecleando al principio todos los códigos, luego intentándolo con herramientas, y por último colocando una descarga de explosivos. Retrocedieron y la cerradura voló como una saeta de ballesta, y entonces se acercaron, empujaron y la puerta se abrió. Nadia entró a la carrera y cayó de rodillas junto a Sasha, acurrucada en la posición de emergencia; pero estaba muerta, los ojos vidriosos, el rostro carmesí.
Sintiendo que tenía que moverse o se convertiría en piedra allí mismo, Nadia se levantó y corrió de vuelta a los coches. Saltó dentro de uno y se alejó; no tenía ningún plan y pareció que el coche elegía el camino. Las voces de sus amigos crepitaron en el ordenador de muñeca: sonaban como grillos en una jaula, Maya murmurando ferozmente en ruso, llorando; sólo ella era bastante fuerte para seguir sintiendo.
—¡Fue Fobos otra vez! —gritó la vocecita de Maya—. ¡Se han vuelto psicóticos ahí arriba!
Los otros seguían en estado de shock, sus voces sonaban como las de las IA.
—No son psicóticos —dijo Frank—. Es razonable. Ven que se avecina una solución política y cuelan todos los tantos posibles.
—¡Bastardos asesinos! —gritó Maya—. Fascistas del KGB…
El coche se detuvo ante las oficinas. Nadia corrió al interior, al cuarto donde había dejado sus cosas, a esas alturas nada más que una vieja mochila azul. Hurgó en ella, sin saber todavía lo que buscaba hasta que dio con una bolsa y la sacó. El transmisor de Arkadi. Por supuesto. Corrió de vuelta al coche y condujo hasta la puerta sur. Sax y Frank seguían hablando, Sax con el tono de voz de siempre, aunque decía:
—Todos aquellos de nosotros cuyo paradero se conoce están aquí o han sido asesinados. Creo que van detrás de los primeros cien.
—¿Quieres decir que nos escogen? —preguntó Frank.
—Vi unas noticias terranas que decían que éramos los cabecillas. Y veintiuno de nosotros han muerto desde que comenzó la revolución. Otros cuarenta han desaparecido.
El coche llegó a la puerta sur. Nadia apagó el intercom, salió del vehículo, fue a la antecámara, se puso unas botas, un casco y un par de guantes. Activó el aire y lo verificó; luego dio un manotazo al botón de apertura y aguardó a que la antecámara se despresurizara y se abriera. Como había hecho Sasha. Habían compartido toda una vida juntas sólo en ese último mes.
Salió a la superficie, al resplandor y al azote de un día ventoso y nublado, y sintió el primer mordisco de diamante del frío. Avanzó a través de remolinos de arena menuda y roja. La mujer hueca que pisaba sangre. En el exterior de la segunda puerta estaban los cuerpos de sus amigos y de muchos otros, las caras purpúreas e hinchadas, como después de un accidente de construcción. Nadia había sido testigo de muchos accidentes, había visto la muerte a menudo, y cada vez había sido terrible… ¡y sin embargo aquí esos espantosos accidentes eran deliberados! Eso era la guerra: matar gente por cualquier medio. Gente que podría haber vivido mil años. Pensó en Arkadi y en los mil años y siseó entre dientes. Se habían peleado tanto en los últimos tiempos…, casi siempre por motivos políticos. Tus planes son un anacronismo total, decía Nadia. No entiendes el mundo. ¡Ja!, reía el, ofendido. Este mundo sí que lo entiendo. Con una expresión más lóbrega que nunca. Y recordó cuando él le dio el transmisor, cómo lloraba por John, loco de dolor y de ira. Sólo por si acaso, había dicho ante las negativas de ella. Sólo por si acaso.
Y ahora había sucedido. No podía creerlo. Sacó la caja del bolsillo de la pierna. Fobos subía a toda velocidad por el horizonte occidental, como una patata gris. El sol acababa de ponerse y el resplandor rojizo era tan intenso que parecía como si estuviera envuelto en su propia sangre, como si fuera una criatura tan pequeña como una célula, mientras alrededor los vientos barrían un plasma polvoriento. Había cohetes aterrizando al norte de la ciudad. Los espejos del crepúsculo brillaban en el cielo como un cúmulo de estrellas vespertinas. Un cielo alborotado. Pronto descenderían naves de la UN.
Fobos cruzaba el ciclo cada cuatro horas y cuarto; no tuvo que esperar mucho. Había subido como una media luna, y ahora, casi llena, a medio camino del cénit, corría a través del cielo coagulado. Pudo distinguir un débil punto de luz dentro del disco gris: las bóvedas de los dos pequeños cráteres Semenov y Leveikin. Alzó el transmisor y tecleó el código de ignición: MÁNGALA. Era tan simple como utilizar un telecomando cualquiera.
Una luz brillante llameó en el borde del pequeño disco gris. Las dos débiles luces se apagaron. La luz brillante resplandeció todavía más.
¿Percibirían la deceleración? Probablemente no, pero ya estaba ocurriendo.
Había empezado la caída de Fobos.
De vuelta en Cairo descubrió que las noticias se habían extendido. El brillante resplandor había llamado la atención de todos, y después, por costumbre, se habían agrupado ante las pantallas apagadas de los televisores y habían discutido lo que había pasado. Nadia dejó atrás un grupo tras otro, y oyó a la gente que decía: —¡Han atacado Fobos! ¡Han atacado Fobos!—. Y alguien rió: —¡Lo han acercado al límite de Roche!
Nadia pensó que se había extraviado en la medina, pero de pronto se encontró delante de las oficinas de la ciudad. Maya estaba fuera.
—¡Eh, Nadia! —gritó—. ¿Viste lo de Fobos?
—Sí.
—¡Roger dice que cuando estuvieron allí arriba en el año Uno pusieron dentro un sistema de explosivos y cohetes! ¿Te habló alguna vez Arkadi?
—Sí.
Entraron en las oficinas, Maya pensando en voz alta:
—Si consiguen frenarlo, bajará. Me pregunto dónde. Aquí estamos demasiado cerca del ecuador.
—Seguramente estallará y caerá sobre un montón de lugares.
—Es cierto. Me pregunto qué pensará Sax del asunto.
Encontraron a Sax y a Frank juntos delante de una pantalla, Yeli, Ann y Simón delante de otra. Un telescopio satélite de la UNOMA rastreaba a Fobos, y Sax medía la velocidad de la luna a través del paisaje marciano. En la imagen de la pantalla, la cúpula de Stickney brillaba como un huevo de Fabergé, pero unos fogonazos blancos de deyecciones y gases veteaban el borde frontal.
—Miren lo equilibrada que es la propulsión —dijo Sax a nadie en particular—. Una propulsión demasiado brusca y se habría despedazado. Y una desequilibrada lo habría hecho rotar fuera de control.
—Veo señales de impulsos laterales de estabilización —anunció su IA.
—Toberas de posición —dijo Sax—. Convirtieron Fobos en un gran cohete.
—Lo hicieron el primer año —dijo Nadia. No estaba segura de por qué hablaba, aún le parecía que estaba viéndose desde fuera—. Gran parte del grupo de Fobos procedía de los sistemas de cohetería y dirección. Procesaron las vetas de hielo, las transformaron en oxigeno y deuterio, y los almacenaron en columnas dentro del condrito. Los motores y el complejo de control los enterraron en el centro.
—Así que es un gran cohete. —Sax asentía mientras tecleaba—. Período de Fobos, 27.547 segundos. Avanza… a unos 2.146 kilómetros por segundo, y para caer necesita desacelerar a… a 1561 kilómetros por segundo. Por lo tanto, 585 kilómetros por segundo más despacio. Para una masa como la de Fobos… caramba. Es un montón de combustible.
—¿A cuánto ha descendido ya? —preguntó Frank. Tenía una expresión sombría, las mandíbulas apretadas… Furioso, notó Nadia, por no ser capaz de prever qué pasaría ahora.
—Más o menos uno punto siete. Y esos grandes propulsores todavía arden. Caerá. Pero no en una sola pieza. El descenso la destruirá, estoy seguro.
—¿El límite de Roche?
—No, por la presión del aerofrenado, y todos esos depósitos de combustible vacíos…
—¿Qué ha pasado con la gente que había allí? —preguntó Nadia con aire ausente.
—Alguien dijo que parecía como si toda la población se hubiera tirado en paracaídas. No quedó nadie para frenarlo.
—Bien —dijo Nadia, dejándose caer en el sillón.
—Entonces, ¿cuándo caerá? —preguntó Frank. Sax parpadeó.
—Imposible saberlo. Depende de cuándo se desintegre y cómo. Pero creo que muy pronto. En el plazo de un día. Y entonces habrá una franja a lo largo del ecuador, probablemente muy extensa, que estará en apuros. Habrá toda una lluvia de meteoritos.
—Eso limpiará parte del cable —dijo Simón débilmente.
Estaba sentado junto a Ann y la miraba con preocupación. Ella observaba la pantalla de Simón con aire inexpresivo. Todavía no habían tenido noticias de Peter. ¿Era eso mejor o peor que un montón de hollín, que un nombre en código de puntos apareciendo en un ordenador de muñeca? Mejor, decidió Nadia. Pero también muy duro.
—Miren —dijo Sax—. Se está desintegrando.
La cámara telescópica del satélite mostró la cúpula sobre Stickney que estallaba en grandes fragmentos, y las líneas de cráteres que se abrían y vomitaban polvo. Luego el pequeño mundo que parecía una patata floreció y se desintegró en pedazos irregulares. Media docena de los grandes se alejaron despacio, el mayor por delante. Un fragmento se desvió a un costado, al parecer impulsado todavía por uno de los cohetes del interior de la luna. El resto de las rocas se diseminó, cada una cayendo a diferente velocidad.
—Bueno, me parece que estamos en la línea de fuego —dijo Sax alzando la cabeza y mirando—. Los fragmentos más grandes pronto entrarán en la atmósfera superior y entonces todo sucederá muy deprisa.
—¿Puedes determinar donde?
—No, hay demasiadas incógnitas. A lo largo del ecuador, eso es todo. Quizá estamos bastante al sur como para que no nos alcance directamente, pero habrá efectos de dispersión.
—La gente en el ecuador tendría que desplazarse hacia el norte o hacia el sur —dijo Maya.
—Es probable que ya lo sepan. En cualquier caso, la caída del cable ya habrá despejado la zona.
Frank recorría inquieto la sala. Al fin, no pudo contenerse, regresó al monitor y envió una secuencia de breves y mordaces mensajes. Uno obtuvo respuesta y Frank bufó:
—Disponemos de un período de gracia. La policía de la UN no bajará hasta que haya caído toda esa mierda. Después, se lanzarán como halcones sobre nosotros. Aseguran que la orden que inició las explosiones en Fobos partió de aquí, y están cansados de que una ciudad neutral esté al servicio de la insurrección.
—De modo que esperarán al fin de la caída —dijo Sax.
Entró en la red de la UNOMA y consiguió una imagen de radar compuesta de fragmentos. Después de eso había poco que hacer. Se sentaron; se levantaron y dieron vueltas; miraron las pantallas; comieron pizza fría; dormitaron. Nadia esperaba encorvada sobre el vientre.
Cerca de la medianoche y en el lapso marciano, algo en las pantallas atrajo la atención de Sax: tecleando furiosamente en los canales de Frank, consiguió conectar con el observatorio del Monte Olimpo. Allí faltaba poco para el amanecer y una de las cámaras del observatorio transmitió una imagen del horizonte sur: la curvatura negra del planeta bloqueaba las estrellas. Unos meteoritos centellearon mientras caían oblicuamente en el cielo occidental, veloces y brillantes como rayos recios, o titánicas balas rastreadoras. Se dispersaban en el este y estallaban justo antes impacto, dejando manchas fosforescentes en cada punto de colisión, como minúsculas explosiones nucleares. En menos de diez segundos el ataque había terminado. Una línea de refulgentes burbujas amarillas punteaban el campo oscuro.
Nadia cerró los ojos y vio unos remolinos de manchas luminosas. Volvió a abrirlos y miró la pantalla. Amanecía. El sol iluminó unas nubes de humo que se elevaban en el cielo sobre Tharsis oeste como hongos de color rosa pálido, de tallos largos y grises. Lentamente el sol subió sobre esa vegetación turbulenta y la cubrió con un barniz broncíneo. Luego, la línea de nubes amarillas y rosadas derivó por un cielo de índigo pastel, parecía una pesadilla de Maxfield Parrish, demasiado extraña y hermosa. Nadia pensó en el último instante del ascensor, en esa doble hélice de diamantes. ¿Cómo es que la destrucción podía ser tan hermosa? ¿No era acaso una combinación fortuita de elementos, la prueba definitiva de que la belleza carecía de dimensión moral?
—Ahí hay suficiente materia como para desencadenar otra tormenta planetaria —observó Sax—. Aunque la radiación de calor será considerable.
—Cállate, Sax —dijo Maya.
—Nos ha llegado el turno, ¿verdad? —preguntó Frank. Sax asintió.
Abandonaron las oficinas de la ciudad y salieron al parque. Todos miraban al nordeste en silencio, como si participaran en algún ritual religioso. No parecía que estuvieran esperando un bombardeo. El cielo matinal era de color rosa, polvoriento y mortecino.
Entonces, un cometa atravesó el horizonte, irradiando una luz dolorosa. Hubo un jadeo colectivo, y algunos gritaron. La refulgente línea blanca se curvó sobre ellos y en seguida, en un instante, pasó como una exhalación y desapareció en el horizonte oriental. Un momento después el suelo tembló ligeramente. Al este, una nube subió a la cúpula rosa del cielo, a unos 20.000 metros de altura.
Entonces otro resplandor blanco cruzó el cielo arrastrando colas de cometas en llamas. Luego otro, y otro, un cúmulo fulgurante que cayó por el horizonte oriental en el inmenso Marineris. Al fin, la lluvia cesó, y durante un momento los testigos de Cairo miraron sin ver, tambaleantes, cegados por imágenes fantasmas en la retina.
—Ahora le toca a la UN. —dijo Frank—. En el mejor de los casos.
—¿Crees que deberíamos…? —Maya se interrumpió.— ¿Crees que estaremos…?
—¿A salvo? —dijo Frank mordazmente. —Quizá tendríamos que despegar otra vez.
—¿A la luz del día?
—¡Bueno, tal vez sea mejor que quedarnos aquí! ¡No sé vosotros, pero yo no quiero que me pongan contra un paredón y me ejecuten!
—Si son de la UNOMA no harán eso —dijo Sax.
—No puedes estar seguro —dijo Maya—. Todo el mundo en la Tierra cree que somos los cabecillas.
—¡No hay cabecillas! —exclamó Frank.
—Pero ellos quieren que los haya —dijo Nadia. Callaron.
—Quizá alguien haya decidido que sin nosotros todo será más fácil —concluyó Sax.
Llegaron más noticias de impactos en el otro hemisferio y Sax se sentó ante las pantallas. Ann permaneció de pie junto a él, mirando por encima del hombro izquierdo de Sax. Los choques de ese calibre habían sido frecuentes en otro tiempo, y ella quería ver uno en vivo, aunque fuera obra de los humanos.
Mientras ellos miraban. Maya no dejaba de insistir en que tenían que marcharse, esconderse, lo que fuera. Frank salió a ver qué ocurría en el espaciopuerto. Nadia lo acompañó hasta las oficinas, temiendo que Maya tuviera razón, pero poco dispuesta a seguir escuchando. Se despidió de Frank y se quedó delante del edificio mirando el cielo. Había llegado la tarde y los vientos del oeste comenzaban a barrer la pendiente de Tharsis. Parecía como si hubiera humo en el cielo, como si algo ardiera del otro lado de los riscos. La luz en el interior de Cairo disminuyó a medida que las nubes de polvo oscurecían el sol, y la polarización de la tienda desencadenó breves arcoiris y parelios, como si la materia constitutiva del mundo se deshiciera en partes caleidoscópicas. Nadia se estremeció. Una nube más densa cubrió el sol, como un eclipse. Salió de la sombra y entró en las oficinas.
—Es muy probable que se inicie otra tempestad —decía Sax.
—Espero que así sea —dijo Maya. Caminaba de un lado a otro, como si fuera una pantera enjaulada—. Nos ayudaría a escapar.
—¿Escapar adonde? —preguntó Sax.
—Los aviones están listos —dijo Maya, nerviosa—. Podríamos regresar a los montes Hellespontus, a los hábitats que hay allí.
—Nos verían.
Frank apareció en la pantalla de Sax. Miraba el ordenador de muñeca y la imagen vacilaba.
—Estoy con el alcalde en la puerta oeste. Hay un puñado de rovers fuera. Hemos bloqueado todas las puertas pues se niegan a identificarse. Al parecer han rodeado la ciudad e intentan acercarse a la planta física desde el exterior. De modo que será mejor que todos se pongan los trajes y se preparen para una retirada.
—¡Ya dije que teníamos que irnos! —gritó Maya.
—No hubiéramos podido —dijo Sax—. De todos modos, la confusión nos favorecerá. Si todo el mundo intenta marcharse al mismo tiempo, tal vez se sientan desbordados. Y ahora escuchen, si algo pasa, nos encontraremos en la puerta este, ¿de acuerdo? Ustedes vayan primero. Frank —se volvió a la pantalla—, tú también deberías ir allí cuanto antes. Yo intentaré algo con los robots de la planta física. Quiero que mantengan a esa gente fuera, al menos hasta que oscurezca.
Eran las tres de la tarde, aunque el cielo estaba cada vez más oscuro, poblado de altas nubes de polvo que se desplazaban rápidamente. Las fuerzas del exterior se identificaron como policía de la UNOMA y exigieron que las dejaran entrar. Frank y el alcalde de Cairo les pidieron la autorización de la UN en Ginebra y prohibieron que trajeran cualquier tipo de arma. Las fuerzas en el exterior no contestaron.
A las 16:30 las alarmas sonaron en toda la ciudad. Habían perforado la tienda; un viento súbito barrió las calles y las alarmas de despresurización se activaron en todos los edificios. La electricidad se cortó y la ciudad se llenó de figuras en trajes y cascos que corrían, todas precipitándose hacia las puertas, derribadas por ráfagas de viento. Las ventanas estallaban, el aire estaba lleno de jirones de plástico transparente. Nadia, Maya, Ann, Simón y Yeli abandonaron el edificio de la ciudad y se abrieron paso hacia la puerta. La gente se apretaba alrededor; la antecámara estaba abierta, y algunos pasaban estrujándose; cualquiera que cayera al suelo corría peligro de muerte, y si llegaban a bloquear la antecámara, podía ser mortal para todos. Sin embargo, todo sucedía en silencio, salvo alguna palabra transmitida por los intercoms de los cascos. Los primeros cien habían sintonizado la vieja frecuencia, y por encima de la estática y de los ruidos exteriores surgió la voz de Frank.
—Estoy en la puerta este. Apártense de la multitud para que pueda encontrarlos. —Hablaba en un tono grave, profesional.— Hay que darse prisa. Algo ocurre fuera de la antecámara.
Se apartaron del gentío y vieron a Frank junto al muro, agitando una mano por encima de la cabeza.
—Adelante —les dijo en los oídos la figura lejana—. No nos comportemos como un rebaño de ovejas. Ahora que la tienda está rota, podemos salir por donde queramos. Vayamos directamente a los aviones.
—Te lo dije —empezó a decir Maya, pero Frank la interrumpió:
—Cállate, Maya, no podíamos irnos hasta que sucediera algo así, ¿recuerdas?
El sol casi se había puesto y la luz entraba por una abertura entre Pavonis y la nube de polvo, iluminando las nubes desde abajo con violentos colores marcianos. Y entonces, unas figuras enfundadas en uniformes de camuflaje empezaron a entrar a través de los desgarrones de la tienda. Fuera había un grupo de autobuses del espaciopuerto descargando más tropas.
Sax apareció por un callejón.
—¡No llegaremos a los aviones!
De la oscuridad surgió una figura con traje y casco.
—Vamos —dijo en la frecuencia de los primeros cien—. Síganme. Miraron al desconocido.
—¿Quién es usted? —preguntó Frank.
—¡Síganme!
El extraño era un hombre pequeño, y detrás del visor del casco, entrevieron una sonrisa radiante y feroz. Una cara delgada y morena. El hombre se metió en un callejón que conducía a la medina y Maya fue la primera en seguirlo. Había gente corriendo por todas partes; los que no llevaban casco estaban tendidos en el suelo, muertos o moribundos. A través de los cascos oían sirenas, muy débiles y atenuadas, y bajo los pies sentían vibraciones sónicas, estampidos sísmicos de algún tipo. En medio de esta agitada actividad sus propias voces decían: «¿Adonde?», «Sax, ¿estás ahí?», «Se ha metido por esa calle», una conversación extrañamente íntima, en aquel caos de oscuridad. Nadia casi pisó el cuerpo de un gato muerto, tendido en el astrocésped como si estuviera dormido.
El hombre al que seguían canturreaba una melodía: un bajo y absorto bum, bum, ba-dum-dum, dum… tal vez el tema de Pedro de Pedro y el Lobo. Conocía bien las calles de Cairo, pues se internaba en el denso laberinto de la medina sin un instante de vacilación. En menos de diez minutos llegaron al muro de la ciudad.
Todos miraron allí a través de la tienda deformada; fuera, en la oscuridad, unas figuras anónimas se alejaban solas o en grupos de dos o tres, en una especie de dispersión browniana, hacia el borde sur de Noctis.
—¿Dónde está Yeli? —exclamó Maya de repente. Nadie lo sabía.
Entonces Frank señaló:
—¡Miren!
Bajando por el camino del este, unos rovers salían de Noctis Labyrinthus. Eran coches rápidos de carrocería desconocida, y asomaban en la oscuridad con los faros apagados.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Sax, volviéndose hacia el guía; pero el hombre había vuelto a desvanecerse en alguno de los callejones.
—¿Es ésta todavía la frecuencia de los primeros cien? —inquirió una voz nueva.
—¡Sí! —contestó Frank—. ¿Quién habla?
—¿No es Michel? —gritó Maya.
—Buen oído, Maya. Sí, soy Michel. Hemos venido a sacarlos de aquí. Parece que están eliminando a cualquiera de los primeros cien que tengan a mano. Hemos pensado que quizá quisieran unirse a nosotros.
—Creo que todos estamos dispuestos —le dijo Frank—. Pero, ¿cómo?
—Bueno, ésa es la parte complicada. ¿Apareció un guía y los condujo al muro?
—¡Sí!
—Bien. Era el Coyote, es bueno en ese tipo de cosas. Ahora hay que esperar. Crearemos algunas distracciones en otras partes y luego iremos a vuestra sección del muro.
En cuestión de minutos, aunque pareció una hora, las explosiones sacudieron la ciudad. Vieron fogonazos de luz al norte, sobre el espaciopuerto. Michel habló otra vez.
—Que la luz del casco de alguien apunte hacia el este durante un segundo.
Sax pegó la cara a la pared de la tienda y encendió la luz del casco, que iluminó brevemente un humeante cono de aire. La visibilidad se había reducido a cien metros o quizá menos. Pero la voz de Michel dijo:
—Contacto. Ahora corten la tienda y salgan al exterior. Casi hemos llegado. Partiremos en cuanto estén en las antecámaras de nuestros rovers, así que prepárense. ¿Cuántos son?
—Seis —dijo Frank tras una pausa.
—Estupendo. Tenemos dos vehículos; será suficiente. Tres en cada uno, ¿de acuerdo? Prepárense, tenemos prisa.
Sax y Ann cortaron el material de la tienda con los cuchillos pequeños que llevaban en los kits de muñeca; parecían gatos furiosos arañando cortinas, pero pronto pudieron arrastrarse a través de los agujeros, y todos treparon por encima del muro y se dejaron caer sobre la capa de regolito. Detrás de ellos la planta física estalló en una sucesión de fogonazos estroboscópicos que revelaban unas siluetas perdidas en la bruma.
De repente, los extraños rovers salieron de la negrura del polvo y frenaron ante ellos. Las puertas exteriores de las antecámaras se abrieron rápidamente. Sax, Ann y Simón entraron en uno de los rovers, y Nadia, Maya y Frank en el otro, y todos rodaron de cabeza cuando los vehículos aceleraron bruscamente.
—¡Ay! —gritó Maya.
—¿Todos a bordo? —preguntó Michel. Dijeron sus nombres—. Estupendo. ¡Me alegro de que estén aquí! —exclamó—. Es cada vez más difícil. Acabo de enterarme de que Dmitri y Elena han muerto. Los mataron en el Mirador de Echus.
En el silencio que siguió pudieron oír el ruido de los neumáticos que trituraban la grava del camino.
—Estos rovers son realmente rápidos —comentó Sax.
—Sí. Y tienen buenos amortiguadores. Aunque me temo que no han sido fabricados para este tipo de situación. Tendremos que abandonarlos una vez que entremos en Noctis; son demasiado visibles.
—¿Tienen coches invisibles? —preguntó Frank.
—En cierta manera.
Tras media hora de dar tumbos en la antecámara, pasaron a los habitáculos de los rovers. Y ahí en uno estaba Michel Duval, el pelo blanco, arrugado: un anciano, que miraba a Maya, Nadia y Frank con lágrimas en los ojos. Los abrazó uno por uno, con una risa extraña y ahogada.
—¿Nos llevas con Hiroko? —inquirió Maya.
—Sí, lo intentaremos. Pero hay un largo camino y las condiciones no son buenas. Aun así, creo que lo conseguiremos. ¡Oh, estoy tan contento de haberlos encontrado! Ha sido horrible buscar y buscar y encontrar sólo cadáveres.
—Lo sabemos —dijo Maya—. Encontramos a Arkadi, y a Sasha la mataron hoy, y a Alex, Edvard y Samantha, y creo que también a Yeli, hoy mismo…
—Haremos lo que sea para que no vuelva a ocurrir.
Los monitores mostraron el interior del otro rover. Ann, Simon y Sax eran recibidos por un joven desconocido. Michel se volvió hacia el parabrisas y silbó entre dientes. Estaban en la cabecera de uno de los muchos cañones que descendían hacia Noctis y se perdían en abismos. El camino descendente había sido allí una rampa artificial. Pero ahora la rampa había desaparecido, destrozada por una explosión.
—Tendremos que caminar —dijo Michel al cabo de un momento—. De todas maneras, los vehículos no nos servirían en terreno llano. Son sólo cinco kilómetros. Preparen al máximo los trajes.
Se pusieron los cascos y cruzaron de nuevo las antecámaras.
Cuando todos estuvieron fuera, se quedaron mirándose: los seis refugiados, Michel y el conductor más joven. Los ocho emprendieron la marcha a pie, en la oscuridad, y sólo usaron los focos de los cascos durante el complicado descenso por la sección destrozada de la rampa. De nuevo en el camino, apagaron las luces y bajaron a largas zancadas. No había estrellas en el cielo nocturno, y el viento silbaba cañón abajo, a veces en ráfagas tan fuertes que parecía que los empujaban por la espalda. Ciertamente, se estaba iniciando otra tormenta de polvo; Sax murmuró algo sobre tormentas globales o ecuatoriales, pero era imposible predecirlo.
—Esperemos que sea global —dijo Michel—. Esa cobertura nos vendría muy bien.
—Dudo que lo sea —dijo Sax.
—¿Adonde vamos? —preguntó Nadia.
—Bueno, hay una estación de emergencia en Aureum Chaos.
De modo que tendrían que recorrer toda la extensión del Valle Marineris… ¡5.000 kilómetros!
—¿Cómo lo haremos? —exclamó Maya.
—Tenemos vehículos para los cañones —repuso escuetamente Michel—. Ya lo verán.
El camino era una cuesta empinada. Había tanto polvo y estaba tan oscuro que tuvieron que encender las luces de los cascos. Los oscilantes conos de luz amarilla apenas alcanzaban la superficie del camino, y Nadia pensó que parecían una hilera de peces abisales, los focos luminosos brillando en un gran lecho oceánico. O mineros en un túnel de humo. Una parte de ella comenzó a disfrutar de la situación: fue una sacudida íntima, física, pero no obstante, el primer sentimiento positivo que recordaba desde que encontrara a Arkadi.
Aún era plena noche cuando llegaron al fondo del cañón; una amplia U, como todos los cañones de Noctis Labyrinthus. Michel se acercó a una roca, apretó a un lado con una mano, y una escotilla se alzó en el costado de la roca.
—Entren —dijo.
Había dentro dos vehículos: rovers grandes recubiertos con una delgada capa de basalto.
—¿Qué hay de los rastros térmicos? —preguntó Sax mientras gateaba para entrar en uno de los rovers.
—Todo el calor va a parar a unas bobinas. De modo que no queda ninguna señal.
—Buena idea.
El conductor joven los ayudó a entrar en los rovers.
—Larguémonos de aquí —dijo con brusquedad, casi empujándolos a través de las puertas de las antecámaras. La luz le iluminó el rostro, enmarcado por el casco: asiático, de unos veinticinco años quizá. Ayudó a los refugiados sin mirarlos a los ojos, al parecer malhumorado, altivo, quizá asustado, y de pronto les dijo—: La próxima vez que hagan una revolución, será mejor que prueben otras vías.