El día que asesinaron a John Boone estábamos arriba, en Elysium este, y era de mañana, y una lluvia de meteoritos cayó sobre nosotros, y había unas treinta estelas en el, y todas eran negras, no sé de qué estaban hechos esos meteoritos, pero ardían con un humo negro en vez de blanco, como el humo que sale de los aviones que caen a tierra. Era un espectáculo tan sorprendente que nos quedamos boquiabiertos y aún no conocíamos las noticias, pero luego echamos cuentas y había sucedido exactamente al mismo tiempo.
Estábamos abajo, en la Ciudad del Lago en Hellas, y el cielo se oscureció y un viento súbito azotó la superficie del lago y se llevó todos los tubos peatonales de la ciudad, y entonces nos enteramos.
Estábamos en Senzeni Na, donde él había trabajado tanto, y era de noche y los rayos empezaron a martillear sobre nosotros, rayos gigantescos que eran disparados justo en el agujero entre la corteza y el manto, nadie podía creerlo, y había tanto ruido que no se oía lo que decíamos. Y había una foto de él en los cuarteles de los trabajadores, en la pared de un vestíbulo, y un rayo golpeó contra la ventana del bulevar y todo el mundo quedó ciego durante un segundo, y cuando nos recuperamos, el marco estaba destrozado y el cristal resquebrajado y humeante. Y entonces nos enteramos de las noticias.
Estábamos en Carr y no podíamos creerlo. Aquellos de los primeros cien que estaban allí lloraban. Arkadi estaba como loco, lloró durante horas y eso fue muy conmovedor porque no era habitual en él, y Nadia trataba de confortarlo Esta bien, está bien y Arkadi decía No está bien, no está bien, y tiraba cosas y luego volvía a caer en los brazos de Nadia; también ella parecía enloquecida. Y entonces él se fue corriendo a su cuarto y regresó con uno de los transmisores de ignición, y cuando le explicó qué era, Nadia se puso furiosa con todos nosotros, y dijo; ¿Porqué tendrías que hacerlo? Y Arkadi lloraba y tiritaba ¿Porqué? ¡Por esto, por lo que acaba de pasarle a John, lo han matado, lo han matado! ¡Quién sabe cuál será el próximo! ¡Nos matarán a todas si pueden!Por favor, Nadia, por favor, sólo por si acaso, sólo por si acaso, por favor, hasta que por último ella tuvo que guardarlo para que se calmase. Nunca vi nada igual.
Estábamos en la Colina Subterranea y la energía se cortó, y cuando volvió todas las plantas de la granja se habían congelado. Las luces y el calor se activaron de nuevo y las plantas empezaron a marchitarse. Nos quedamos toda la noche levantados contando historias sobre John. Recordé cómo me había sentido cuando pisó el planeta por primera vez, allá por los años veinte, muchos lo recordábamos. Creo que todos nos enamoramos de él en ese instante, quiero decir cómo no te iba a gustar alguien que era la primera persona en pisar otro planeta y que se daba una vuelta por allí y decía Bueno, aquí estamos. Era imposible que no te cayera bien.
Oh no sé. Una vez vi que le daba un puñetazo a un hombre, fue en el tren de Burroughs y él venía en nuestro vagón evidentemente colocado, y había una mujer que tenía alguna deformidad, una cara con una nariz grande y sin barbilla, y cuando se fue a los servicios un tipo dijo Dios mío, a esa mujer sí que le ha tocado una sobredosis de la varita de la fealdad, y Boom ¡bam! lo derriba en el asiento de al lado y dice: No hay mujeres feas.
Eso es lo que él pensaba.
Eso es lo que él pensaba, y por eso dormía con una mujer distinta cada noche, y no le importaba el aspecto que tuvieran. Ni la edad; tuvo que apresurarse a dar explicaciones cuando lo encontraron con aquella joven de quince años. Supongo que Toitovna jamás se enteró o le habría arrancado las pelotas, y cientos de mujeres se habrían quedado con las ganas. Le gustaba hacerlo en planeador biplaza; el pilotando y con la mujer encima.
Caramba, una vez lo vi sacar un planeador de una comente que habría matado a cualquier otro, era un viento caliente que lo habría despedazado si hubiera intentado resistirse; pero él se dejó llevar y el avión descendió mil metros en un segundo, a tres o cuatro veces la velocidad terminal, y justo cuando estaba a punto de aplastarse contra el suelo, viro de lado y subió y lo descendió en un espado de unos veinte metros. Salió con la nariz y los oídos sangrando. Era el mejor piloto de Marte, volaba como un ángel. Demonios, todos los primeros cien habrían muerto si él no hubiera pilotado la, inserción orbital.
Eso hacia que la gente que lo odiara. Y con buenos motivos. Se opuso a que construyeran la mezquita en Fobos. Y podía ser cruel, jamás conocí a un hombre más arrogante.
Estábamos en el Monte Olimpo y el ciclo se oscureció.
Bueno, antes del comienzo, Paul Bunyan vino a Marte, y con él se trajo a Babe, un buey azul. Echó a caminar en busca de madera y cada pisada suya agrietaba la lava y dejaba la fisura de un cañón. Era tan alto que llegaba hasta el cinturón de asteroides mientras caminaba, y se comía esas rocas como si fueran cerezas y al escupir los huesos, pum, se formaba otro cráter.
Y entonces tropezó con el Gran Hombre. Era la primera vez que Paul veía a alguien más grande que él y, creedme, el Gran Hombre era mucho mayor… del orden de dos magnitudes, y aún eso no explica ni la mitad de lo grande que era. Pero a Paul Bunyan no le importaba. Cuando el Gran Hombre dijo Veamos qué puedes hacer con tu hacha, Paul respondió Ahora mismo, y con un solo golpe aporreó el planeta con tanta fuerza que todas las grietas de Noctis aparecieron en el acto. Pero entonces el Gran Hombre rascó el mismo punto con un palillo de dientes, y abrió todo el sistema Manneris. Probemos con los puños, dijo Paul, y lanzó un gancho de derecha sobre el hemisferio austral y ahí apareció Argyre. Pero el Gran Hombre tocó con el meñique un punto próximo y ahí apareció Hellas. Prueba escupiendo, sugirió el Gran Hombre, y Paul escupió y Nirgal Vallis corrió tan largo como el Mississippi. Pero el Gran Hombre escupió y todos los grandes canales de inundación fluyeron de inmediato. ¡Prueba cagar! dijo el Gran Hombre, y Paul se acuclilló y expulsó Ceraunius Tholus… pero el Gran Hombre echó hacia atrás sus posaderas y justo al lado apareció el macizo Elysium, humeante. Haz lo que quieras, sugirió el Gran Hombre. Inténtalo conmigo. Y Paul Bunyan levantó por el pie toda aquella inmensa mole y lo estrelló contra el Polo Norte con tanta violencia que hasta la fecha todo ese hemisferio boreal está aplastado. Pero sin siquiera levantarse, el Gran Hombre tomó a Paul por el tobillo y con el mismo puño atrapó a Babe, el buey azul, y los golpeó contra el planeta y casi los hizo salir por la Protuberancia de Tharsis, la figura de Paul quedo marcada, Ascraeus la nariz, Pavonis el pene y Arsia los pies enormes. Y Babe está a un lado, levantando el Monte Olimpo. El golpe mató a Babe y a Paul Bunyan, y después de eso Paul tuvo que reconocer que lo habían vencido.
Pero sus propias bacterias se lo comieron, naturalmente, y se arrastraron por todos lados, hasta el lecho de roca y por debajo del megarregolito, descendieron a todas partes, buscando el calor del manto y devorando los sulfuros y fundiendo el permafrost. Y allá abajo donde fueron, cada una de esas pequeñas bacterias dijo Yo soy Paul Bunyan.
Es cuestión de voluntad, dijo Frank Chalmers mirándose en el espejo. La frase era el único residuo del sueño que estaba teniendo cuando despertó. Se afeitó con golpes rápidos y decididos, sintiéndose tenso, repleto de energía lista para ser descargada; quería ponerse a trabajar. Otro residuo: ¡Quién más lo quiere más lo tiene!
Se duchó y se vistió, y bajó en silencio al comedor. Acababa de amanecer. El sol inundaba Isidis con haces horizontales de un color rojo broncíneo, y los cirros parecían virutas de cobre, altos en el cielo oriental.
Rashid Niazi, el representante sirio en la conferencia, se cruzó con él y lo saludó con una breve inclinación de cabeza. Frank devolvió el saludo y siguió caminando. Por culpa de Selim el-Hayil habían atribuido el asesinato de John Boone al ala Ahad de la Hermandad Musulmana, y Chalmers se había mostrado dispuesto a defenderlos. Selim era un asesino que actuaba en solitario, afirmaba siempre, un loco suicida. Eso subrayaba la culpabilidad de los Ahad y a la vez los obligaba a mostrarse agradecidos. Naturalmente, Niazi, un líder Ahad, se sentía un poco frustrado.
Maya entró en el comedor y Frank la saludó con cordialidad, ocultando automáticamente la incomodidad que sentía siempre en presencia de ella.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó Maya, mirándolo.
—Desde luego.
Maya era perspicaz, a su manera; Frank se concentró en el momento. Charlaron. Surgió el tema del tratado y Frank dijo:
—Como me gustaría que John estuviera aquí ahora. Nos sería útil. Lo echo de menos.
Ese tipo de comentarios distraía a Maya al instante. Apoyó la mano sobre la de él; Frank apenas la sintió. Ella sonreía, mirándolo con una expresión cautivadora. A pesar de sí mismo Frank tuvo que apartar los ojos.
La televisión mural pasaba el paquete de noticias transmitido desde la Tierra; tecleó en la consola y activó el sonido. La Tierra estaba en horas bajas. El vídeo mostraba una marcha de protesta en Manhattan, toda la isla atestada con una multitud que los participantes estimaban en unos diez millones y la policía en quinientos mil. Las imágenes del helicóptero eran bastante extraordinarias, pero en esos días había un montón de sitios quizá menos espectaculares pero mucho más peligrosos. En las naciones avanzadas la gente protestaba por los draconianos decretos de reducción de la natalidad, leyes que hacían parecer anarquistas a los chinos, y los jóvenes habían estallado en furia y consternación, sintiendo que un grupo de viejos y antinaturales no— muertos, la historia misma resucitada, les arrebataba la vida de las manos. Eso no era bueno, claro está. Pero en los países en vías de desarrollo los disturbios tenían como causa el «acceso inadecuado» a los tratamientos, y eso era mucho peor. Los gobiernos caían, la gente moría a millares. En realidad, era probable que la intención de esas imágenes de Manhattan fueran la de tranquilizar: ¡Todo sigue en orden!, decían. La gente se comporta de manera civilizada, aunque sea en la resistencia pasiva. Pero Ciudad de México y Sao Paulo y Nueva Delhi y Manila estaban en llamas.
Maya miró la pantalla y leyó en voz alta una de las pancartas de Manhattan: MANDEN A LOS VIEJOS A MARTE.
—Ésa es la esencia de un proyecto de ley que alguien ha presentado ante el Congreso. Uno cumple cien años y fuera, a retiros orbitales, a la Luna o aquí.
—Sobre todo aquí.
—Quizá —dijo él.
—Supongo que eso explica por qué son tan obstinados en el tema de las cuotas de emigración. Frank asintió.
—Nunca las conseguiremos. Allí abajo están sometidos a demasiada presión, y nos consideran una de las válvulas de escape todavía accesibles. ¿Viste ese programa que pasaron en Eurovid sobre el suelo disponible que hay en Marte? —Maya sacudió la cabeza.— Era como un anuncio de fincas. Si los delegados de la UN nos dieran alguna voz en el asunto de la emigración, los crucificarían.
—Entonces, ¿qué hacemos? El se encogió de hombros.
—Insistir en que se conserve el viejo tratado. Actuar como si cada agrabio significara el fin del mundo.
—Así que por eso te ensañaste tanto con los preliminares.
—Desde de luego. Quizá todo eso no importara, pero somos como británicos en Waterloo. Si cedemos en algún punto se colapsara.
Maya se rió. Estaba complacida, admiraba la estrategia de Frank. Y era una buena estrategia, aunque no la que él pensaba, porque no eran como los británicos en Waterloo; se parecían más a los franceses, que lanzaban un asalto final a las trincheras y no podían fracasar. Y por eso había estado muy ocupado cediendo en muchos puntos, con la esperanza de avanzar y mantener lo que de verdad quería. Lo cual ciertamente incluía la continuidad del Departamento Norteamericano-Marciano y el Secretario actual; después de todo, necesitaba una buena base de operaciones.
Así que se encogió de hombros y desestimó la complacencia de Maya. En la televisión mural, las grandes avenidas hervían con multitudes. Apretó los dientes.
—Será mejor que nos reincorporemos.
Arriba los conferenciantes pululaban en unas salas de techos altos separadas por tabiques. La luz del sol entraba en el gran salón central desde las salas orientales y arrojaba un fulgor rojizo sobre la alfombra de lana blanca y las sillas cuadradas de madera de teca y la piedra rosa de la mesa alargada. Grupos de gente charlaban con aire informal junto a las paredes. Maya fue a consultar a Samantha y Spencer. Los tres eran ahora los líderes de la coalición MartePrimero, y habían sido invitados en calidad de tales, como representantes de la población marciana sin derecho a voto: el partido del pueblo, los tribunos, y los únicos que habían sido elegidos, aunque sólo estaban allí por la indulgencia de Helmut, que había incluido a mucha gente. Había permitido que asistiera Ann, como miembro nominal, en representación de los rojos, aunque éstos eran parte de la coalición MartePrimero; Sax asistía como observador del equipo de terraformación, junto con un gran numero de especialistas en minería y desarrollo. Había en verdad un gran numero de observadores; pero los miembros con derecho a voto eran los únicos que se sentaban a la mesa central, en la que ahora Helmut hacia sonar una campanilla. Cincuenta y tres representantes nacionales y dieciocho funcionarios de la UN ocuparon sus asientos, y otros cien pasaron a las salas laterales para seguir la discusión a través de las puertas abiertas o en pequeños televisores. Del otro lado de las ventanas, Burroughs bullía de figuras y vehículos que se movían por las superficies de las mesas y entre las tiendas, y por la red de tubos peatonales de conexión que se extendían por el suelo o se arqueaban en el aire, y por la enorme tienda que albergaba edificios, canales y bulevares de astrocésped. Una pequeña metrópolis.
Helmut llamó al orden a la sesión. La gente se arracimó en torno a los televisores. Frank miró a través de un portal hacia la sala oriental más próxima: habría salas como ésa por todo Marte y toda la Tierra, miles, con millones de observadores. Dos mundos observando.
El tema del día, como durante las dos últimas semanas, era las cuotas de emigración. China y la India harían una proposición conjunta, y el jefe de la oficina hindú se levantó y la leyó en el inglés musical de Bombay. Chalmers sacudió la cabeza. La India y China tenían entre las dos el cuarenta por ciento de la población mundial, pero sólo dos votos de los cincuenta y tres de la conferencia, y la propuesta jamás sería aprobada. El británico de la delegación europea se levantó para señalar este hecho, aunque desde luego, no con tantas palabras. Comenzó el regateo. Continuaría toda la mañana. Marte era un auténtico premio, y las naciones ricas y pobres de la Tierra se peleaban por él como por todo lo demás. Los ricos tenían el dinero pero los pobres tenían la población, y las armas estaban repartidas por igual, sobre todo los nuevos vectores virales, capaces de matar a toda la población de un continente. Sí, las apuestas eran altas y la situación se mantenía en el más frágil de los equilibrios, los pobres abandonaban en manadas el sur y presionaban contra las barreras septentrionales de la ley, el dinero y la fuerza militar bruta. En resumen, tenían los cañones en la cara. Pero había ahora tantas caras que el asalto de la ola humana podía estallar en cualquier momento, al parecer simplemente debido a la presión expansiva de las cifras: atacantes empujados a las barricadas por la presión de los bebés de retaguardia, ansiosos por alcanzar la oportunidad de ser inmortales.
En el descanso de media mañana, sin que se hubiera logrado nada hasta entonces, Frank se levantó de su asiento. Había prestado poca atención al regateo, pero había pensado, y el cuaderno de notas de su ordenador de muñeca estaba marcado con un esquema tosco. Dinero, gente, tierra, armas. Viejas ecuaciones, viejos trueques. Pero no era originalidad lo que buscaba, sino algo que funcionase.
Nada se decidiría sobre aquella larga mesa, eso era evidente. Alguien tenía que cortar el nudo. Se levantó y fue en busca de la delegación hindú-china, un grupo de unos diez que conferenciaba en un cuarto adyacente sin cámaras ni monitores. Tras el habitual intercambio de amabilidades invito a los dos líderes, Hannavada y Sung a dar un paseo por el puente de observación. Después de intercambiar una rápida mirada y de mantener breves consultas en mandarín e hindú con sus ayudantes, los dos aceptaron.
Así que los tres delegados salieron de las salas y bajaron por los corredores hasta el puente, un tubo peatonal rígido que nacía en un muro rocoso y se arqueaba sobre el valle penetrando en el costado de otra mesa todavía más alta. La altura le daba la magnificencia etérea de un puente colgante, y había bastante gente recorriendo sus cuatro kilómetros o simplemente parada en el centro, disfrutando de la vista sobre Burroughs.
—Miren —dijo Chalmers a sus dos colegas—, el coste de la emigración es tan grande que los problemas demográficos no se resolverán trasladando gente aquí. Ustedes lo saben. Y en sus propios países disponen de tierras mucho más accesibles. Por tanto lo que desean de Marte no es tierra, sino recursos, o dinero. Marte es un medio para obtener recursos allá en casa. Van con retraso respecto al norte a causa de los recursos que les expoliaron en los años coloniales, y esperan recibir algún tipo de retribución.
—Me temo que, en un sentido muy real, el período colonial no terminó nunca —dijo Hanavada cortésmente. Chalmers asintió.
—Eso es lo que significa el capitalismo transnacional: ahora todos somos colonias. Y están presionándonos para que aceptemos cambiar el tratado; la mayoría de los beneficios de la minería local pasarán a manos de las transnacionales. Las naciones desarrolladas se dan perfecta cuenta.
—Lo sabemos —afirmó Hanavada, asintiendo.
—Bien. Y ahora ustedes piden la emigración proporcional, que es tan lógica como el reparto de beneficios de acuerdo con la inversión. Pero ninguna de esas propuestas defiende los intereses de ustedes. La emigración para ustedes sería como una gota de agua en el mar, pero no así el dinero. Por otro lado, las naciones desarrolladas tienen también problemas demográficos, de modo que la posibilidad de una cuota mayor de emigración sería bien recibida. Y ellas pueden prescindir del dinero, que en cualquier caso iría a parar a las transnacionales, que lo convertiría en capital libre de todo control nacional. Entonces, ¿por qué no ceden una parte mayor las naciones desarrolladas? En realidad no les tocaría un centavo.
Sung asintió con rapidez, con expresión solemne. Quizá habían previsto esta respuesta, y de algún modo la habían estimulado, y ahora aguardaban a que él interpretase su propio papel. Pero por cierto, así era más fácil.
—¿Cree que esos gobiernos aceptarían un trato semejante? —inquirió Sung.
—Sí —repuso Chalmers—. No serían verdaderos gobiernos si no se enfrentan a las transnacionales. Compartir beneficios se parece en cierta manera a aquellos viejos movimientos de nacionalización, sólo que esta vez todos los países se beneficiarían. Internacionalización, si lo prefieren.
—Recortaría la inversión de todas las corporaciones —apunto Hanavada.
—Lo que complacería a los Rojos —dijo Chalmers—. En verdad complacería a todo el grupo de MartePrimero.
—¿Y al gobierno de usted? —preguntó Hanavada.
—Puedo garantizarlo. —En realidad, la administración sería un problema. Pero Frank se ocuparía de ellos cuando llegara la ocasión, últimamente no eran más que un puñado de chicos de la Cámara de Comercio, arrogantes pero estúpidos. Les diría que era eso o un Marte del Tercer Mundo, un Marte chino, un Marte hindú-chino, con gente bajita de piel marrón y vacas campeando a sus anchas por los tubos peatonales. Lo aceptarían. En realidad se esconderían encogidos y gritarían pidiendo socorro: Abu Chalmers, por favor, sálvenos de la horda amarilla. Observó que el hindú y el chino se miraban, en una consulta por completo transparente.— Demonios —añadió—, es justo lo que ustedes querían, ¿no?
—Tal vez tendríamos que hacer números —dijo Hanavad.
Tardaron casi todo el mes siguiente en llevar adelante el compromiso. Hizo falta todo un corolario de compromisos menores para que lo aceptaran las delegaciones con derecho a voto. Los delegados nacionales tenían que conseguir una tajada para mostrar a los de casa. Y también hubo que convencer a Washington; al final, Frank se saltó a los chicos y fue directamente al presidente, que era poco mayor que ellos, aunque podía ver un negocio cuando se lo ponían en las narices. Así que Frank estuvo ocupado con reuniones de casi dieciséis horas, como solía hacer antes, algo tan familiar para él como la salida del sol. Apaciguar a los representantes de las transnacs, como Andy Jahns, fue la peor parte, casi imposible, ya que el reparto era hecho a su costa y lo sabían. Aplicaron toda la presión que pudieron en los gobiernos del norte y en sus banderas de conveniencia, y eso era evidente según vio en la aterrada irritabilidad del presidente y en la fuga de Singapur y Sofía de las negociaciones. Pero Frank convenció al presidente, a pesar de todo el espacio que había entre ellos, a pesar de la profunda barrera psicológica de la diferencia horaria. Y utilizó los mismos argumentos con todos los demás gobiernos del norte. Si cedían a las transnacionales, decía, entonces ellas eran el verdadero gobierno. ¡Ésta es la oportunidad de hacer valer los intereses de ustedes por encima de esas acumulaciones de capital flotante a punto de alcanzar el poder! ¡De algún modo hay que mantenerlas a raya!
Y ocurrió lo mismo con la UN, con cada uno de los funcionarios allí presente.
—¿Quién desean que sea el verdadero gobierno del mundo?
¿Ustedes o ellos?
No obstante, fue una pelea muy reñida. Las presiones que las transnacs podían ejercer eran terribles, impresionantes. Subarashii y Armscor y Shellalco por separado eran más grandes que todos los países y comunidades de Estados menos los diez más poderosos, y en realidad ellas invertían los fondos. Dinero es igual a poder; el poder hace la ley; y la ley hace a los gobiernos. De modo que los gobiernos nacionales tratando de contener a las transnacs eran como los liliputienses intentando atar a Gulliver. Necesitaban una gran red de diminutos cabos, asegurados con estacas en cada milímetro de la circunferencia. Y cuando el gigante tiraba para liberarse y empezar a pisotear los alrededores, tenían que correr de un lado a otro, arrojando nuevos cabos sobre el monstruo, martilleando nuevas estacas para sujetarlo. Correr de un lado a otro para concertar citas de un cuarto de hora, durante dieciséis horas al día. El Holandés Loco haciendo malabarismos.
Andy Jahns, uno de los más antiguos contactos en las corporaciones de Frank, lo llevó a cenar una noche. Andy estaba furioso con Chalmers, naturalmente, pero no lo demostró, ya que el propósito de la velada era ofrecer un soborno apenas disimulado, o con amenazas apenas veladas. En otras palabras, que todo seguía igual. Le ofreció a Chalmers un puesto como jefe de una fundación que preparaba el consorcio de transporte Tierra-Marte, las viejas industrias aeroespaciales, y el viejo Pentágono detrás ganando sustanciosas comisiones. Esta nueva fundación ayudaría al consorcio a planear la acción política necesaria, y aconsejaría a la UN en asuntos relacionados con el planeta rojo. Se haría cargo en cuanto dejara el puesto de Secretario de Marte, para evitar cualquier apariencia de conflicto de intereses.
—Suena estupendo —dijo Chalmers—. Realmente me interesa mucho. —Y durante la cena convenció a Jahns de que era sincero. No sólo en lo de aceptar el puesto en la fundación, sino en lo de ponerse a trabajar de inmediato para el consorcio. Fue un trabajo difícil, pero era un experto en esas cosas; pudo ver cómo, a medida que transcurría la velada, la suspicacia de Jahns se evaporaba lentamente. La debilidad de los hombres de negocios era creer que el dinero es el fin del juego; trabajaban catorce horas al día para poder comprarse coches con interiores de piel, consideraban que era un pasatiempo sensato jugar en los casinos: en resumen, eran idiotas. Pero idiotas útiles.— Haré todo lo que pueda —prometió enérgicamente, y describió algunas estrategias que podría iniciar en el acto. Hablar con los chinos acerca de la tierra que necesitaban, llevar de nuevo al Congreso la idea de una retribución justa a la inversión. Desde luego. Haz promesas aquí y ahorrarás presiones… y mientras tanto el trabajo podría continuar. No había mayor placer que traicionar a un traidor.
Así que regresó a la mesa de conferencias. El paseo en el puente, decían algunos (otros lo llamaban el Cambio de Chalmers), los había sacado de un callejón sin salida. 6 de febrero de 2057, Ls=144, M-16: una fecha memorable en la historia de la diplomacia. Ahora era cuestión de dar a todo el mundo una parte y ajustar los números. Mientras se fraguaba el proceso, Chalmers habló con todos los primeros cien allí presentes, tranquilizándolos y averiguando lo que pensaban. Sax estaba irritado, pues si las transnacs recortaban las inversiones, la terraformación se detendría. Para él todos los negocios eran calor. Y también Ann estaba irritada, porque el nuevo tratado permitiría tanto la emigración como las inversiones, y ella y los Rojos habían esperado un tratado que convirtiera a Marte en una especie de parque mundial. Esa clase de desconexión con la realidad lo ponía frenético.
—Te acabo de ahorrar cincuenta millones de inmigrantes chinos —le gritó—, y te quejas porque no he conseguido enviarlos a todos de vuelta a casa, porque no hice un milagro y convertí esta roca en un altar, justo al lado de un mundo que empieza a parecerse a Calcuta en un mal día. Ann, Ann, Ann. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Qué habrías hecho sino caminar a grandes pasos, lanzando miradas furibundas ante cualquier jodida cosa que se dijera, y convenciendo a todo mundo de que eres de Marte? Señor. Ve a jugar con tus rocas y deja la política a gente capaz de pensar.
—Recuerdo los que es pensar, Frank —dijo Ann. De alguna manera había conseguido que ella sonriese por un segundo. Pero antes de marcharse Ann le echó la vieja mirada salvaje.
Maya estaba contenta. Podía sentir cómo lo miraba cuando él hablaba en las reuniones. Millones de personas observándolo y él sólo sentía esa mirada. Ella admiraba lo que él había hecho en el paseo por el puente, y él sólo le contaba lo que a ella le gustaba oír sobre los acuerdos entre bastidores. Comenzó a reunirse con él todas las noches a la hora del cóctel; se le acercaba cuando la primera marea de críticos y suplicantes había bajado, se quedaba de pie junto a él durante la segunda y la tercera oleada, mirando y distendiéndolo todo con risas, y lo liberaba de vez en cuando recordándole que era hora de comer. Entonces iban a las terrazas restaurante bajo las estrellas, comían, luego bebían café y contemplaban las tejas anaranjadas y los jardines de los techos. La brisa nocturna soplaba como si estuvieran al aire libre. La gente de MartePrimero se había comprometido con el plan, de modo que contaba con la mayoría de los colonos, y también con la oficina norteamericana, dos grupos más poderosos en todo el proceso, exceptuando el liderazgo transnacional, que él no manejaba. De modo que la firma del acuerdo sólo era cuestión de tiempo. Como a veces le decía ya avanzada la noche, cuando ya había caído bajo el hechizo de Maya. Cuando ella lo había calmado.
—Entre nosotros lo conseguiremos —decía, mientras alzaba la vista a las estrellas brillantes, incapaz de enfrentar la mirada de Maya.
Y, una noche, ella pasó la velada con él durante el cóctel. Junto con los demás vieron los informes de las noticias terranas del dia, y advirtió otra vez qué distorsionadas y achatadas parecían todas, como partes de una incomprensible comedia de enredo. Y después se marcharon juntos, y comieron, y luego bajaron a pie por los anchos y herbosos bulevares hasta que llegaron a la habitación de Frank en la parte baja de la ciudad. Y ella lo invito a dentro. Sin explicaciones ni comentarios, como si lo hiciera siempre. Simplemente ocurrió, estaba ocurriendo. Ella entro y cayo después en sus brazos. Se echaron en la cama y lo besó. El impacto fue tal que Frank se sintió completamente fuera de su cuerpo, la carne de goma. Eso empezaba a preocuparle cuando la absoluta presencia animal de ella irrumpió de pronto, el cuerpo le habló al cuerpo y en ese momento pudo sentirla otra vez… las sensaciones retornaron a él tumultuosamente y respondió a ellas con una intensidad animal. Había pasado mucho tiempo.
Después, Maya se envolvió en una sábana y fue a buscar un vaso de agua.
—Me gusta cómo manejas a esa gente —dijo, mirándolo por encima del hombro.
Bebió del vaso y volvió a mirarlo: una mirada plena y franca, penetrante, como una luz errática que brillaba y lo atravesaba. De repente Frank no sólo se sintió desnudo, sino también expuesto. Se subió la sábana por encima de la cadera y pensó que se había delatado. Sin duda ella vería, vería cómo el aire se le convertía en agua helada en los pulmones, cómo se le hacía un nudo en el estómago, cómo se le paralizaban los pies. Parpadeó, le devolvió la sonrisa. Sabía que era una sonrisa descolorida y torva, pero sentir la cara como una máscara rígida sobre la carne verdadera de algún modo lo reconfortó. Nadie era capaz de interpretar con precisión las expresiones faciales, todo eso era mentira, un engaño, como la lectura de las manos o la astrología. Así que estaba a salvo.
Pero después de esa noche, Maya empezó a pasar mucho tiempo con el, tanto en público como en privado. Estaba junto a él en las recepciones que se celebraban todas las noches en una u otra de las oficinas nacionales; se sentaba junto a él en muchas de las cenas de grupo; después navegaba con él en un vehemente mar de conversación, mientras miraban las malas noticias de la Tierra o se sentaban en el grupo cerrado de los primeros cien. Y por la noche iba al cuarto de él, o algo aún más perturbador, lo llevaba al cuarto de ella.
Y todo sin ningún signo de lo que quería de él. Frank concluyó que ella pensaba que no tenía por qué mencionarlo. Que estar con él era suficiente, que él sabría lo que ella quería, y que haría cualquier cosa por conseguirlo sin que ella tuviera que decir una palabra. Que ella tendría lo que quería. Desde luego, era imposible que estuviera haciéndolo todo sin ningún motivo. Esa era la naturaleza del poder; cuando uno lo tiene, ya nadie vuelve a ser simplemente un amigo, simplemente un amante. Inevitablemente, todos querían cosas que uno podía dar… aunque no fuera más que el prestigio de la amistad con el poderoso. Ése era un prestigio que Maya no necesitaba, pero ella sabía lo que quería. Y, después de todo, ¿acaso él no lo estaba haciendo? ¿Exasperando una parte de los suyos para forjar un tratado que sólo complacería a unos cuantos locales? Sí, ella estaba consiguiendo lo que quería y todo sin una palabra, o sin una palabra directa. Nada mas que con alabanzas y afecto.
De modo que mientras hablaba en las interminables reuniones con los dirigentes, exponiendo con cuidado el texto de cada cláusula del nuevo tratado, interpretando el papel de James Madison en aquel extraño simulacro de asamblea constitucional, Spencer, Samantha y Maya vagaban a su alrededor y lo ayudaban. Después del trabajo del dia, acudía a la recepción de la noche, y Maya lo acompañaba y charlaba con los demás, una especie de consorte. ¡Demonios, una consorte! Y de noche ella lo cubría de besos, hasta que era imposible imaginar que ella no lo amaba.
Lo cual era intolerable. Que fuera tan fácil engañar a la gente que mejor te conocía… que ella fuera tan estúpida… Qué oculto está el verdadero yo, bajo la máscara cotidiana. En realidad todos ellos eran actores Todo el tiempo, interpretando sus papeles de vídeo, y no había posibilidad de contacto con el verdadero yo de los demás, ya no; con el correr de los largos años, los papeles se habían endurecido hasta convertirse en caparazones, y el yo interior se les había atronado, o se había alejado y se había perdido. Y ahora todos ellos estaban huecos.
O quizá sólo fuera él. ¡Porque ella parecía tan real! La risa de ella, el pelo blanco, la pasión, Dios mío; la piel sudorosa de ella y las costillas que se movían bajo los dedos de él como las tablas de una cerca, costillas que se contraían con los paroxismos del orgasmo. Un yo verdadero, ¿no tenía que ser así? ¿No? Le costaba creer que fuera de otro modo. Un yo verdadero.
Una mañana despertó de un sueño con John. Estaban en la estación espacial, en la época en que eran jóvenes. Salvo que en el sueño eran viejos, y John no había muerto pero sí había muerto; hablaba como un fantasma, consciente de que había muerto y de que Frank lo había matado, aunque también consciente de todo lo que había ocurrido desde entonces, pero no estaba enojado ni reprochaba a nadie. Sólo era algo que había ocurrido, como cuando le asignaron para el primer desembarco, o aquella relación con Maya en el Ares. Habían sucedido muchas cosas entre ellos, pero eran amigos, todavía hermanos. Podían hablar, se entendían. Sintiéndose horrorizado había gemido en sueños, se había encogido en la cama, y se despertó. Hacía calor, tenía la piel sudorosa. Maya se sentó, la cabellera enmarañada, los pechos entre los brazos.
—¿Qué pasa? —decía—. ¿Qué pasa?
—Nada —dijo él, y se levantó y marchó pesadamente al baño. Pero ella fue detrás y lo tocó.
—Frank, ¿qué pasa?
—¡Nada! —gritó, e involuntariamente se apartó de ella—. ¿No puedes dejarme en paz?
—Por supuesto —dijo ella, lastimada. Un arrebato de ira—. Por supuesto que puedo. —Y salió del baño.
—¡Por supuesto que puedes! —le gritó él, de pronto furioso porque ella era estúpida, por conocerlo tan poco y mostrarse tan vulnerable, cuando al fin y al cabo todo era una actuación—. ¡Ahora que has conseguido lo que querías!
—¿Qué significa eso? —preguntó ella, y reapareció al instante en la puerta del baño, con una sábana alrededor del cuerpo.
—Lo sabes muy bien —repuso él con amargura—. Has conseguido lo que querías del tratado, ¿no? Y sin mí jamás habrías podido.
Ella se quedó allí plantada, con las manos en las caderas, mirándolo. Tenía la sábana suelta alrededor de las caderas y se parecía a la figura francesa de la Libertad, muy hermosa y muy peligrosa, la boca una delgada línea. Sacudió la cabeza con disgusto y salió.
—No tienes ni la más remota idea, ¿verdad? —dijo. Él la siguió.
—¿Qué quieres decir?
Ella apartó la sábana y empezó a vestirse con movimientos bruscos, lanzándole mientras tanto una andanada de frases secas.
—No sabes nada de lo que piensan los demás. Ni siquiera sabes lo que piensas tú. ¿Qué quieres tú del tratado, tú, Frank Chalmers? No lo sabes. Es sólo lo que yo quiero, lo que Sax quiere, lo que Helmut quiere. Lo que quieren todos. Tú no tienes ninguna opinión. Lo que sea más fácil de manejar. Lo que al final te permita estar al mando. ¡Y en cuanto a sentimientos! —Estaba vestida, de pie ante la puerta. Se detuvo para mirarlo con ojos centelleantes y duros. Él se había quedado allí de pie, demasiado aturdido para moverse, y ahora estaba desnudo delante de ella, expuesto otra vez.— Tú no tienes sentimientos, ¿verdad? Lo he intentado, créeme, pero tú… —Se estremeció, al parecer porque no encontraba palabras bastante crueles.
Vacío, quiso decir él, vacío. Una actuación. Y sin embargo… Ella se marchó.
Cuando firmaron el nuevo tratado, Maya no estaba a su lado, ni siquiera estaba en Burroughs. Lo que en realidad fue como una liberación. No obstante, no pudo evitar sentir cierto vacío dentro; y ciertamente el resto de los primeros cien (como mínimo) sabia que algo había ocurrido entre los dos (de nuevo), y eso lo ayudaba, o así se lo dijo a sí mismo.
Firmaron en la misma sala de conferencias en que la que habían reunido y Helmut hizo los honores con una gran sonrisa, mientras los delegados se acercaban por turno, en esmoquin o en traje de noche, para decir unas palabras ante las cámaras y luego poner la mano sobre «el documento», un gesto que sólo Frank parecía ver como algo extrañamente arcaico, como si firmaran un petroglifo. Ridículo. Cuando le llegó el turno dijo algo acerca de un impacto en equilibrio, que era exactamente lo que había pasado; había conseguido que los intereses rivales colisionaran en ángulos ya convenidos, preparando un accidente de tránsito en el que todos los vehículos colisionarían unos con otros hasta formar una única masa solidificada. El resultado no era muy distinto de la primera versión del tratado, tanto en lo tocante a la emigración como a la inversión, las dos principales amenazas para el status quo (si había tal cosa en el planeta), bloqueadas en su mayor parte, y además (esto era lo inteligente) bloqueándose entre sí. Era un buen trabajo y lo firmó con una floritura, «Por los Estados Unidos de América», anunció con énfasis, mirando a todo el mundo con ojos brillantes. Eso quedaría bien en el vídeo.
De modo que, durante el desfile posterior, se retiró con la fría satisfacción del trabajo bien hecho. Los suelos de vidrio de las tiendas y los tubos peatonales estaban atestados con miles de espectadores; el desfile serpenteó alrededor, bajó hasta la gran tienda a un lado del canal, subió por los desvíos que llevaban a las mesas, y volvió a bajar cruzando todos los puentes del canal entre vítores hasta Princess Park, donde habría una gran fiesta al aire libre. Los meteorólogos habían previsto tiempo fresco y despejado, con vientos descendentes. Las cometas se batían en duelo en los techos de las tiendas como si fueran aves de rapiña, de colores brillantes en el rosa oscuro del cielo crepuscular.
La fiesta en el parque inquietó a Frank. Había demasiada gente que lo observaba, demasiada gente que quería acercarse y hablar con el. Eso era la fama: se hablaba a grupos. Así que dio la vuelta y fue de nuevo hasta la tienda junto al canal.
Dos filas de pilares blancos recorrían el borde del canal, cada pilar era una columna de Bareiss, semicircular en la cima y en la base, pero con una desviación de 180 grados entre los dos hemisferios. Esa sencilla maniobra les daba un aspecto muy diferente según desde dónde las mirasen: las dos hileras parecían extrañamente deterioradas, como si ya estuviesen en ruinas, aunque la superficie de sal recubierta de diamante era pulida y blanca. Sobresalían de la hierba como blancos terrones de azúcar y brillaban como si estuvieran húmedas.
Frank avanzó entre las hileras tocando los pilares. Por encima de ellas, a cada lado, las pendientes del valle se elevaban abruptamente hasta los acantilados de las mesas. Un verdor compacto refulgía detrás de esos riscos de cristal, y parecía como si la ciudad estuviera bordeada por enormes terrarios. Una granja de hormigas realmente elegante. La parte recubierta estaba moteada de árboles y techos de tejas y cortada por bulevares anchos y herbosos. La parte descubierta era una planicie roja y rocosa. Muchos edificios estaban aún en construcción; había andamios y grúas por doquier que se elevaban hacia los tejados, una especie de extraña y colorida estatuaria esquelética. Helmut le había comentado que las laderas cubiertas de tiendas le recordaban a Suiza, lo que no lo sorprendió, ya que la mayor parte de la edificación era suiza.
«Levantan un andamio sólo para cambiar unas macetas en una ventana.»
Sax Russell estaba allí, al pie de uno de esos edificios con andamios, observándolo críticamente. Frank subió por un tubo hasta él y lo saludó.
—Los soportes de esos andamios son excesivos —indicó Sax—. La mitad bastaría.
—A los suizos les gusta. —Sax asintió. Miraron el edificio.— ¿Y bien?
¿Qué piensas?
—¿Del tratado? Habrá menos apoyo al proyecto de terraformación. La gente está más inclinada a invertir que a dar.
Frank frunció el entrecejo.
—No toda la inversión es buena para la terraformación, Sax, no lo olvides. Mucho de ese dinero se gasta en otras cosas.
—Pero, verás, la terraformación es una manera de reducir los gastos generales. Siempre habrá un cierto porcentaje de inversión. Quiero pues que el total sea lo más alto posible.
—Los beneficios reales sólo pueden calcularse si se conocen los costes reales —dijo Frank—. Todos los costes reales. La economía terrana nunca se preocupó por eso, pero tú eres un científico. Tienes que evaluar no sólo los deterioros ecológicos de un aumento demográfico, sino también los posibles beneficios para la terraformacion. Mejor es aumentar la inversión dedicada a la terraformación, que un compromiso y tomar un porcentaje de un total que de todas maneras trabaja contra ella.
Sax hizo una mueca.
—Es precioso oírte hablar contra los compromisos después de los cuatro meses pasados. De todas maneras sigo pensando que es mejor un aumento que un porcentaje del total. Los costes ambientales son insignificantes. Bien manejados pueden convertirse en beneficios. Una economía puede medirse en terawatios o kilocalorías como solía decir John. Y eso es energía. Y aquí podemos usar cualquier clase de energía, incluso la de un montón de cuerpos. Los cuerpos son sólo más trabajo, muy versátil, muy energéticos.
—Costes reales, Sax. Todo. Sigues intentando jugar con la economía, pero la economía no se parece a la física, sino a la política. Piensa en lo que ocurrirá cuando millones de emigrantes desplazados lleguen aquí, con todos sus virus, biológicos y psíquicos. Tal vez se unan a Arkadi o a Ann, ¿se te ha ocurrido pensarlo? ¡Epidemias que podrían aplastar todo tu sistema! Caramba, ¿es que el grupo de Acheron no ha intentado enseñarte biología? ¡Piénsalo, Sax! No se trata de mecánica. Es ecología. Y es una ecología frágil y dirigida, que debe ser dirigida.
—Quizá —dijo Sax. Reconoció la frase: era uno de los tópicos de John. Durante un minuto perdió el hilo de lo que decía Sax-…además, este tratado no traerá tantos cambios. Las transnacionales que quieran invertir encontrarán como hacerlo. Adoptarán una nueva bandera de conveniencia y parecerá que cierto país reclama sus derechos aquí, exactamente según las cuotas del tratado. Pero detrás habrá dinero de una transnacional. Ocurrirán muchas cosas de ese estilo, Frank. Sabes de política, ¿no? ¿Y también de economía?
—Quizá —dijo Frank con brusquedad, irritado. Y se alejó.
Mas tarde visitó un barrio alto del valle, aún en construcción. Se dio la vuelta y miro hacia el valle. Estaba bien situado, eso era incuestionable. Desde allí los dos lados del valle eran mucho mas visibles, desde cualquier punto se tenia una gran visión. De pronto el ordenador de muñeca emitió un Bip; contestó y vio el rostro de Ann.
—¿Qué quieres ahora? Imagino que tú también piensas que te he vendido. Que he dejado que las hordas invadan tu campo de juegos. Ella sonrió.
—No. Hiciste lo mejor que se podía hacer, vista la situación. Eso es lo que quería decirte.
La pantalla se apagó.
—Fantástico —dijo Frank en voz alta—. Toda la gente de dos mundos está contra mí, menos Ann Clayborne. —Rió con amargura y siguió caminando.
De vuelta al canal y a las filas de pilares de Bareiss. Las esposas de Lot. Había grupos de celebrantes diseminados por el césped a ambos lados del canal, y las sombras eran largas a la última luz de la tarde. Por alguna razón, la visión le pareció ominosa y dio media vuelta, no sabiendo adonde ir. Todo parecía acabado, resuelto, y por último inútil. Siempre lo mismo.
Había un grupo de terranos bajo un espléndido edificio de oficinas en la tienda Niederdorf. Andy Jahns se encontraba entre ellos.
Si Ann estaba satisfecha, Andy estaría furioso. Frank se acercó a comprobarlo.
Andy lo vio y torció la cara un momento.
—Frank Chalmers —dijo—. ¿Qué te trae hasta aquí?
El tono parecía amable, pero la mirada era fría. Sí, estaba furioso.
—Sólo estoy dando una vuelta, Andy. para que la sangre circule. ¿Y tú?
Jahns titubeó un instante y dijo:
—Buscamos espacio para oficinas. —Observó la reacción de Frank, y una sonrisa, insinuada primero y franca después, le bailó en la cara. En seguida prosiguió:— Éstos son amigos míos de Etiopía, de Addis Abeba. Estamos pensando en trasladar aquí nuestra oficina central el año próximo. —La sonrisa se hizo más amplia, sin duda como respuesta a la expresión de Frank, que sintió que la cara se le endurecía.-Y tenemos mucho que discutir.
Al-Qahira es el nombre de Marte en árabe, y en malasio y en indonesio. Las dos últimas lenguas lo recibieron de la primera; mirad un globo terráqueo, y observad hasta dónde se extiende la religión de los árabes. La mitad del mundo, desde el oeste de África hasta el oeste del Pacífico. Y casi todo en un siglo. Sí, hubo un imperio árabe; y como todos los imperios, después de morir entró en una especie de letargo.
A los árabes que viven fuera de Arabia se los llama Mahjaris, y a los que vinieron a Marte, los Qahiran Mahjaris. Cuando llegaron, un buen número de ellos empezó a recorrer Vastitas Borealis («La Badia Septentrional») y el Gran Acantilado. Esos nómadas eran principalmente árabes beduinos, y viajaban en caravanas, en una recreación deliberada de una vida desaparecida en la Tierra. Gente que había vivido siempre en ciudades fue a Marte para ambular en rovers y vivir en tiendas. Las excusas para esos incesantes viajes incluían la búsqueda de metales, la areología y el comercio, pero parecía obvio que lo importante era el viaje, la vida misma.
Frank Chalmers se unió a la caravana de Zeyk Tuqan un mes después de que se firmara el tratado, en el otoño septentrional del año M-16 (julio de 2057). Durante largo tiempo viajó con esa caravana por las quebradas pendientes del Gran Acantilado. Trabajo el árabe y les ayudó en la minería e hizo observaciones meteorológicas. La caravana la componían auténticos beduinos de Awlad ’Ali, la costa occidental de Egipto. Habían vivido al norte de la zona que el gobierno egipcio bautizara como el Proyecto del Valle Nuevo, después de que una búsqueda de petróleo tropezara con un acuífero de agua igual al caudal del Nilo durante mil años. Incluso antes de que se descubriera el tratamiento gerontológico, el problema de población egipcio era grave; con un noventa y seis por ciento de tierra desierta, y noventa y nueve por ciento de población concentrada en el Valle del Nilo, era inevitable que las hordas redistribuidas por el Proyecto del Valle Nuevo molestaran a los beduinos, de cultura muy distinta. Los beduinos ni siquiera se llamaban a sí mismos egipcios, y despreciaban a los egipcios del Nilo como seres débiles y licenciosos; pero eso no impidió que los egipcios pasaran en tropel desde el norte por el Proyecto del Valle Nuevo hasta Awlad ’Ali. Los beduinos de otros países apoyaron sin reservas esos puestos avanzados de la cultura árabe, y cuando la comunidad lanzó su programa marciano, compró una parte de la flota de transbordadores TierraMarte y pidió a Egipto que diera preferencia a los beduinos. el gobierno egipcio se mostró más que contento, pues se desembarazaba de una problemática minoría. De modo que allí estaban, beduinos en Marte, vagando por el desierto septentrional que cubría el mundo rojo.
Las observaciones meteorológicas despertaron el interés de Frank por la climatología. El clima del acantilado era a menudo violento, con vientos katabáticos descendentes que chocaban con los alisios de Syrtis y se convertían en altos y veloces tornados rojizos o en fuertes embestidas de granizo arenoso. En aquel verano la atmósfera era de unos 130 milibares, en una mezcla aproximada de ochenta por ciento de dióxido de carbono y diez por ciento de oxígeno; el resto era principalmente nitrógeno de las nuevas plantas de transformación de nitritos. Aún no sabían si conseguirían mezclar el CO2 con oxígeno y otros gases, pero Sax parecía satisfecho. Por cierto, en un día ventoso era evidente que el aire estaba espesándose; tenía una cierta consistencia, arrojaba arena pesada y oscurecía las tardes. Durante los vendavales más violentos, las ráfagas podían derribarlo a uno con bastante facilidad. Frank cronometró una ráfaga katabática de una velocidad horaria de 600 kilómetros; por fortuna era parte de una ventisca general, tan fuerte que cuando ocurrió todo el mundo estaba refugiado en los rovers.
La caravana era una explotación minera móvil. Había metales en cualquier lugar de Marte, pero los prospectores árabes descubrieron sobre todo unas extensas capas de sulfuros disueltos en los acantilados y las llanuras de alrededor. La minadas y depósitos tenían concentraciones y cantidades que justificaban la utilización de técnicas mineras convencionales, aunque los árabes habían buscado nuevos métodos de extracción y procesamiento; habían creado toda una colección de equipo móvil modificando rovers y vehículos de construcción. Las máquinas así obtenidas eran grandes y segmentadas; parecían insectos monstruosos salidos de la pesadilla de un mecánico de camiones. Esas criaturas vagaban por el Gran Acantilado en caravanas, buscando depósitos de cobre estratiforme, sobre todo con altas concentraciones de tetraedrita y calcosita, de las que obtenían plata como subproducto del cobre. Cuando localizaban una, se detenían para lo que ellos llamaban la cosecha.
Mientras, los rovers prospectores recorrían el acantilado en expediciones de una semana o diez días, siguiendo los antiguos cauces y fallas. Cuando Frank llegó, Zeyk, que lo había recibido, le dijo que hiciera el trabajo que prefiriera, de modo que Frank se encargó de uno de los rovers prospectores y partió con él en expediciones solitarias. Pasaría una semana fuera, con el programa de búsqueda automática activado, estudiando el sismógrafo, las muestras y los instrumentos meteorológicos, haciendo alguna perforación esporádica, observando los cielos.
Tanto en un mundo como en el otro, los asentamientos beduinos parecían destartalados desde fuera. Sólo cuando uno entraba en una de las casas se descubría lo que abrigaban dentro: los patios, los jardines, las escalinatas, los espejos, los arabescos, las fuentes, los pájaros.
El Gran Acantilado era un país extraño, cortado por sistemas de cañones en dirección norte-sur, desfigurado por antiguos cráteres, inundado por ríos de lava, fracturado en montes, karsts, mesas y crestas; y todo sobre una pendiente abrupta. Desde cualquier roca o prominencia uno podía ver muy lejos hacia el norte. En esos días de viajero solitario Frank dejó que el programa de búsqueda decidiera por su cuenta y se sentó a observar el paisaje silencioso, desolado, inmenso, desgarrado por un pasado violento. Los días transcurrían y las sombras cambiaban. Los vientos subían en remolinos por las mañanas y bajaban en remolinos al caer la tarde. Las nubes colmaban el cielo, desde bajas bolas de niebla que rebotaban sobre las rocas hasta unos altos tentáculos de cirros, con algunos cumulonímbos esporádicos que se extendían sobre todo el paisaje, masas sólidas de nube a 20.000 metros de altura.
De vez en cuando encendía el televisor y veía el canal árabe de noticias. A veces, en el silencio de las mañanas, discutía con el televisor. Había una parte de él que se sentía ultrajada por la estupidez de los medios y por los acontecimientos que difundían. La estupidez de la especie humana como espectáculo. Excepto que la vasta mayoría de la humanidad jamás aparecía en vídeo, ni una vez en la vida, ni siquiera en las escenas de masas, cuando una cámara barría la multitud. Pero allá en la Tierra, el pasado terrano persistía aún en enormes regiones donde la vida pueblerina continuaba siendo difícil. Quizá eso era sabiduría, mantenida fielmente por viejas esposas y chamanes. Quizá. Pero costaba creerlo, pues lo estropeaban todo cuando se agrupaban en ciudades. «Se puede decir que la prolongación de la vida humana ha de ser, por naturaleza, una gran bendición.» Esas cosas lo hacían reír, «¿Es que nunca has oído hablar de los efectos secundarios, imbécil?»
Una noche vio un programa sobre la fertilización del Océano Antártico con polvo de hierro. El polvo actuaría como suplemento dietético para el fitoplancton, que disminuía de una manera alarmante y sin ninguna razón. Unos aviones esparcían el hierro y parecía que estaban combatiendo un incendio submarino. El proyecto costaba diez mil millones de dólares al año y no se interrumpiría nunca, aunque calculó que un siglo de fertilización reduciría la concentración global de dióxido de carbono entre un diez y un quince por ciento. Dado el recalentamiento planetario y la consiguiente amenaza para las ciudades costeras, por no mencionar la muerte de casi todos los arrecifes de coral, se había considerado que el proyecto era aceptable.
—A Ann le va a encantar —musitó—. Ahora están terraformando la Tierra.
Sabía bien que nadie lo observaba, nadie lo escuchaba, el público diminuto que imaginaba dentro de su cabeza no era real; nadie, amigo o enemigo, mira las películas de nuestras vidas. Podía hacer lo que quisiera… y al cuerno con la normalidad. Al parecer, era lo que siempre había deseado, lo que había buscado instintivamente. Podía salir y patear piedras en la ladera de un karst toda una tarde; o llorar; o escribir aforismos en la arena; o a las lunas, que declinaban en el cielo austral. Podía hablar consigo mismo en las comidas, podía hablar con el televisor, podía hablar con sus padres o sus amigos perdidos, con el presidente, o con John, o Maya. Podía dictar largas e incoherentes entradas a su ordenador: fragmentos de historia sociobiológica, una novela pornográfica —podía darse—, una historia de la cultura árabe. Hizo todo eso y regresó a las caravanas, se sentía mejor: más hueco, más verdaderamente vacío. «Vive —decían los japoneses— como si estuvieras muerto.»
Pero los japoneses eran extranjeros. Y viviendo con los árabes comprendió hasta qué punto también ellos eran extranjeros. Oh, eran parte de la humanidad del siglo XXI, por supuesto; eran científicos y técnicos sofisticados, encerrados como todos en un capullo tecnológico, ocupados en hacer y ver las películas de sus propias vidas. Y, sin embargo, rezaban todos los días entre tres y seis veces, inclinados hacia la Tierra cuando subía o bajaba en el cielo como lucero del alba o de la tarde. Y se sentían realmente contentos viviendo en las tecnocaravanas porque para ellos eran un símbolo claro del acercamiento del mundo moderno a sus propias viejas creencias. «El trabajo del hombre es actualizar la voluntad de Dios en la historia», decía Zeyk. «Podemos cambiar el mundo para ayudar a actualizar el modelo divino. Ése es nuestro sendero: el islam dice que el desierto no será siempre desierto, que la montaña no será siempre montaña. Hay que transformar el mundo a imagen y semejanza del modelo divino, y eso es lo que constituye la historia en el islam. Al-Qahira es para nosotros un desafío, como el viejo mundo, pero de una forma más pura.»
Le explicaba esas cosas a Frank sentados en el diminuto vestíbulo del rover. Esos rovers familiares se habían convertido en reservas privadas, en espacios a los que Frank rara vez era invitado, y entonces sólo por Zeyk. Cada vez que lo visitaba, volvía a sorprenderse: desde el exterior el rover parecía anodino, grande, las ventanas oscurecidas, estacionado junto a unos tubos peatonales. Pero cuando uno cruzaba agachado una puerta, entraba en un espacio lleno de luz de sol, que se derramaba a través de claraboyas, iluminaba sillones y elaboradas alfombras, cuencos de frutas, una ventana del paisaje marciano enmarcado como una foto, canapés bajos, tazas de plata, consolas de ordenador empotradas en madera de teca y caoba, agua que corría en estanques y fuentes. Un mundo fresco y húmedo, verde y blanco, íntimo y pequeño. Al mirar alrededor, Frank tenía la poderosa impresión de que esas habitaciones habían existido durante siglos, de que serían reconocidas al instante como lo que eran por la gente que había vivido en el Distrito Vacío en el siglo X o en Asia en el XII.
A menudo las invitaciones de Zeyk llegaban por la tarde cuando un grupo de hombres se reunía en el rover a tomar café y a charlar. Frank se acuclillaba cerca de Zeyk y sorbía el café negro y escuchaba a los que hablaban en árabe. Era un idioma hermoso, musical y profundamente metafórico, de manera que toda la terminología técnica moderna resonaba con imágenes del desierto; las raíces de las palabras nuevas, aun los términos abstractos, tenían orígenes físicos concretos. El árabe, como el griego, había sido una lengua científica desde la antigüedad, y esto se transparentaba en las muchas e inesperadas afinidades con el inglés y la naturaleza orgánica y compacta del propio vocabulario.
Las conversaciones se atropellaban aquí y allá, pero eran guiadas por Zeyk y los otros mayores, a quienes los jóvenes trataban con una deferencia que asombraba a Frank. Muchas veces la charla se convertía en una conferencia sobre las costumbres beduinas, lo que permitía a Frank asentir y preguntar y comentar o criticar.
—Cuando en la sociedad hay una fuerte veta conservadora —decía Zeyk—, que se opone a la progresista, aumenta el riesgo de una guerra civil. Como en el conflicto en Colombia que llamaron La Violencia, por ejemplo. Una guerra civil que significó el completo colapso del Estado, un caos que nadie pudo entender y mucho menos controlar.
—O como en Beirut —dijo Frank con un tono inocente.
—No, no. —Zeyk sonrió.— Lo de Beirut fue mucho más complejo. No fue sólo una guerra civil: hubo también conflictos exteriores que lo complicaron todo. No se trató de un grupo de conservadores sociales o religiosos que se oponían a la cultura mayoritaria, como en Colombia o en la guerra civil española.
—Has hablado como un verdadero progresista.
—Todos los Qahiran Mahjaris somos progresistas por definición, o no estaríamos aquí. El islam ha evitado las guerras civiles manteniéndose como un todo unido. Tenemos una cultura coherente, de modo que los árabes de aquí son aún gente piadosa. Eso lo entienden hasta los elementos más conservadores allá en la Tierra. Jamás tendremos una guerra civil, porque nos une la fe. —John no dijo nada, pero era obvio que pensaba en la herejía de las «guerras civiles» islámicas. Zeyk miro su expresión, pero la ignoro y continuo:— Todos avanzamos juntos por la historia, en una caravana abierta. Podrías decir que estamos en Al— Qahira en un rover de exploración. Y tú ya sabes lo agradable que puede ser.
—¿Pero… —Frank titubeó; su desconocimiento del árabe sólo le permitía un pequeño margen antes de que los otros se ofendieran.— …hay de verdad una idea de progreso social en el islam?
—¡Oh por supuesto! —respondieron varios, asintiendo.
—¿No lo crees así? —inquirió Zeyk.
—Bueno —Frank no acabó la frase. Aún no había ni una sola democracia árabe. Era una cultura jerárquica que daba un gran valor al honor y la libertad, y para los muchos que estaban abajo, el honor y la libertad sólo se alcanzaban por medio de la sumisión. Lo cual reforzaba el sistema y lo mantenía estático. Pero ¿qué podía decir?
—La destrucción de Beirut fue un desastre para la cultura árabe progresista —dijo otro hombre—. Era la ciudad a la que iban los intelectuales, los artistas y los radicales perseguidos por sus propios gobiernos. Todos los gobiernos nacionales odiaban el ideal panárabe, pero hablamos la misma lengua en muchos países, y el idioma es un poderoso unificador de culturas. Somos una unidad, a pesar de las fronteras políticas. Beirut sostuvo siempre esa posición, y cuando los israelitas la destruyeron, todo se hizo más difícil. La destrucción tenía el propósito de dividirnos, y lo consiguió. De modo que hemos empezado de nuevo.
Y eso era según ellos el progreso social.
El depósito de cobre estratiforme que habían estado recogiendo se agotó al fin, y llegó el momento de otro ráhla, el traslado del hejra al emplazamiento siguiente. Viajaron durante dos días, y llegaron a otro depósito estratiforme que Frank había encontrado. Frank salió entonces en otro viaje de prospección.
Durante días permaneció en el asiento del conductor, viendo pasar el paisaje. Estaban en una región de thulleya o pequeñas llanuras, crestas paralelas que corrían cuesta abajo. No volvió a encender el visor; había mucho en qué pensar. «Los árabes no creen en el pecado original» escribió en el ordenador. «Creen que el hombre es inocente y que la muerte es natural. Que no necesitamos un salvador. No hay cielo ni infierno, sólo la recompensa o el castigo, que se disfrutan o padecen en esta misma vida y la manera en que la vivimos. En ese sentido, se trata de una corrección humanista al judaísmo y al cristianismo. Aunque en otro sentido siempre se han negado a sentirse responsables. Siempre es la voluntad de Alá. No entiendo esa contradicción, pero ahora están aquí. Y los Mahjaris siempre han sido una parte íntima de la cultura árabe, a menudo su vanguardia; la poesía árabe fue recuperada en el siglo XX por poetas que vivían en Nueva York o en Latinoamérica. Quizá aquí ocurra lo mismo. Sorprende descubrir hasta qué punto esa visión de la historia se parece a lo que creía Boone; creo que ninguno de los dos se había dado cuenta. Muy poca gente se molesta en averiguar qué piensan de verdad los otros. Siempre dispuesta a aceptar lo que les cuenten sobre alguien que esté lo suficientemente lejos.»
Se topó con un yacimiento de cobre pórfido, muy denso, y además con altas concentraciones de plata. Un buen filón. El cobre y la plata escaseaban en la Tierra, pero la plata se utilizaba en grandes cantidades en numerosas industrias, y las vetas se estaban agotando. Y allí había más, justo en la superficie, en buenas concentraciones; por supuesto, no tanto como en la Montaña de Plata, en el macizo Elysium, pero a los árabes no les importaría. Lo cosecharían, y volverían a partir.
Continuó viajando. Pasaban los días, las sombras cambiaban. El viento corría pendiente abajo, pendiente arriba, pendiente abajo, pendiente arriba. Las nubes se agrupaban y estallaban tormentas, y a veces el cielo estaba salpicado de hieloiris y nimbos y remolinos de granizo que centelleaba como mica a la rosada luz del sol. Algunas veces veía uno de los transbordadores en aerofrenado, como un llameante meteorito surcando lentamente el cielo. Una mañana despejada la masa imponente del Monte Elysium se alzó sobre el horizonte como un Himalaya oscuro; una capa de inversión atmosférica había curvado mil kilómetros de horizonte. Desconectó el ordenador, como había hecho con la televisión. Nada más que él y el mundo. Los vientos alzaban la arena y la arrojaban en nubes contra el rover. Khála, la tierra vacía.
Pero entonces los sueños comenzaron a atormentarlo, sueños que eran recuerdos, intensos, densos y precisos, como si reviviera el pasado mientras dormía. Una noche soñó con la ocasión en que supo que encabezaría la mitad norteamericana de la primera colonia en Marte. Había conducido desde Washington hasta el Valle Shenandoan sintiéndose muy extraño. Caminó largo tiempo por el gran bosque oriental. Llegó a las cuevas de piedra caliza Luary, ahora atracción turística, y se le ocurrió entrar. Estalactitas y estalagmitas estaban iluminadas con luces de colores. Algunas tenían colgados unos martillos, un organista podría tocarlas como xilófonos de piedra. Tuvo que meterse en un rincón y taparse la boca con la manga para que no lo oyeran reír.
Luego se detuvo en un mirador panorámico, se adentró en el bosque y se sentó entre las raíces de un árbol. Nadie cerca, una cálida noche de otoño, la tierra oscura y cubierta de vegetación. Las cigarras emitiendo zumbidos de alienígenas, los grillos soltando unos últimos cric-cric lastimeros, sintiendo ya la helada que los mataría. Todo era tan extraño…
¿cómo podría dejar atrás ese mundo? Ahí sentado en la tierra había deseado ser una criatura mágica, deslizarse por una grieta y volver a emerger como algo distinto, algo mejor, algo poderoso, noble, duradero… algo como un árbol. Pero no sucedió nada, por supuesto; se tendió sobre la tierra, ya separado de ella. Ya un marciano.
Y despertó y se sintió perturbado el resto del día.
Y luego, peor aún, soñó con John. Soñó con la noche que estuvo en Washington y vio a John en la televisión cuando pisaba Marte por primera vez seguido de cerca por tres compañeros. Frank dejó la celebración oficial en la NASA y deambuló por las calles, una calurosa noche de Washington, D.C., verano de 2020. Había planeado que John hiciera el primer descenso, se lo había concedido como cuando se sacrifica una dama en el ajedrez, porque las radiaciones quemarían a la primera tripulación, y ya de vuelta y según el reglamento, tendría que permanecer en tierra para siempre. Y entonces no habría obstáculos para los colonos que se quedarían en Marte. Ése era el verdadero juego, el que Frank pensaba liderar.
No obstante, aquella noche histórica estaba de un humor de perros. Volvió a su apartamento, cerca de Dupont Circle. Había perdido la identificación del FBI. Se deslizo en un bar oscuro y se sentó a ver la televisión por encima la cabeza de los camareros, bebiendo bourbon como su padre; Tierra Marciana manaba del televisor y enrojecía toda la sala oscura. John se emborrachaba y escuchaba el necio discurso, se sentia aún más malhumorado. Era difícil concentrarse. El bar era ruidoso, la multitud no prestaba atención; no es que no hubieran visto el descenso, pero allí sólo era otro espectáculo, como el partido de los Bullets al que cambiaba de vez en cuando un camarero. Luego blip, de nuevo a la escena en Chryse Planitia. El hombre que tenía al lado maldijo la interrupción.
—El baloncesto será un juego espectacular en Marte —dijo Frank con el acento de Florida que hacía tiempo había eliminado.
—Tendrán que subir la canasta o se romperán la cabeza.
—Sí, pero piense en los saltos. De seis metros y medio, fácilmente.
—Sí, hasta ustedes los blancos saltarán alto ahí arriba, o eso dicen. Pero será mejor que dejen el baloncesto en paz, o tendrán los mismos problemas que aquí.
Frank rió. Pero afuera hacía calor, una bochornosa noche de verano en Washington; caminó de vuelta a casa con el ánimo cada vez más decaído, más sombrío con cada paso que daba; y al encontrarse con uno de los mendigos de Dupont, sacó un billete de diez dólares y se lo tiró, y cuando el vagabundo quiso recogerlo, Frank le dio un empujón y gritó «¡Que te jodan! ¡Consíguete un trabajo!». Pero entonces empezó a salir gente del tren subterráneo y él apretó el paso, aturdido y furioso. Los mendigos se cobijaban en los umbrales. Había gente en Marte y había mendigos en las calles de Washington, y cada día los abogados pasaban junto a ellos, charlando de justicia y libertad, las tapaderas de la codicia.
—¡Todo será distinto en Marte!—, se dijo Frank con ferocidad, y de repente deseó estar allí de inmediato, sin los cautelosos años de espera, de campaña… «¡Consíguete un jodido trabajo!», le gritó a otro hombre sin hogar. Luego siguió hasta su edificio de apartamentos, y había agentes de seguridad detrás de la recepción, hombres y mujeres que se pasaban la vida allí sentados sin nada que hacer. Cuando subió, le temblaban tanto las manos que le costó abrir la puerta, y cuando consiguió entrar, se quedó paralizado, horrorizado ante la visión de aquel insípido mobiliario de ejecutivo, un decorado teatral diseñado para impresionar a las infrecuentes visitas, en realidad sólo los de la NASA o el FBI. Nada era suyo. Nada era suyo. Nada salvo un plan.
Y entonces despertó, solo, en un rover en el Gran Acantilado.
Al fin regresó de aquella horrible expedición de pesadillas. De nuevo en la caravana, no tenía ganas de hablar. Zeyk lo invitó con café y tomó una pastilla de un complejo opiáceo para tranquilizarse. Sentado en el rover de Zeyk junto con los otros, aguardó a que le pasaran una pequeña taza de café con clavo. Unsi Al-Khal que se sentaba a su izquierda, hablaba de la visión de la historia y como había comenzado en el Jahili o período preislámico. Al-Khal jamás se había mostrado amistoso, y cuando Frank intento alcanzarle la taza para que bebiera primero, Al-Khal insistió cortésmente en que el honor era de Frank y que él no se lo usurparía. El típico insulto por exceso de educación, la jerarquía otra vez: uno no podía favorecer a alguien que ocupara un lugar menor en el sistema, los favores sólo iban hacia abajo. Los machos alfa, la ley del más fuerte; podrían haber estado en la sabana (o en Washington), no hacían más que repetir las tácticas de dominio propias de los primates.
Frank apretó los dientes, y cuando Al-Khal de nuevo comenzó a pontificar, dijo:
—¿Qué hay de las mujeres?
Parecieron desconcertados y Al-Khal se encogió de hombros.
—En el islam los hombres y las mujeres tienen papeles distintos igual que en Occidente. Es una cuestión biológica.
Frank sacudió la cabeza y sintió el sensual zumbido de las pastillas, el peso negro del pasado. La presión de un acuífero de náusea aumentó dentro de él, y algo cedió entonces, y de pronto no le importó nada y se sintió asqueado por fingir lo contrario. Asqueado por la falsedad que encontraba en todas partes, por el pegajoso aceite que permitía que la sociedad continuara funcionando.
—Sí —dijo—, pero se trata de esclavitud, ¿no? —Los hombres de alrededor se pusieron rígidos, escandalizados por la palabra.— ¿No es así? —insistió, sintiendo que no podía dejar de hablar—. Las esposas y las hijas de ustedes no tienen poder, y eso es esclavitud. Pueden mantenerlas bien, y quizá sean esclavas con poderes peculiares e íntimos, pero el eje principal es la relación amo-esclava. Una relación retorcida, forzada, y que estallará en cualquier momento.
Zeyk fruncía la nariz.
—Ésa no es la experiencia que vivimos, puedo asegurártelo. Tendrías que escuchar nuestra poesía.
—Pero ¿podrían asegurármelo las mujeres?
—Sí —repuso Zeyk—, sin ninguna duda.
—Tal vez. Pero, mira, las mujeres con más éxito entre ustedes, se muestran siempre deferentes y humildes, respetan escrupulosamente el sistema. Son las que ayudan a los maridos y a los hijos.
—El uso de la palabra esclavas… —empezó Al-Khal despacio, y se detuvo—. Es ofensivo, porque supone un juicio. El juicio de una cultura que en realidad usted desconoce.
—Cierto. Sólo digo lo que parece desde fuera, y que sólo puede interesar a un musulmán progresista. ¿Es éste el modelo divino que tanto quieren actualizar en la historia? Las leyes están para ser leídas y para ser observadas, y a mí me parecen una forma de esclavitud. Y, ¿saben?, nosotros libramos guerras para acabar con la esclavitud. Y excluimos a Sudáfrica de la comunidad de naciones por dictar leyes para que los negros nunca pudieran vivir tan bien como los blancos. Pero ustedes hacen lo mismo todo el tiempo. Si cualquier hombre en el mundo fuera tratado como tratan ustedes a las mujeres, la UN condenaría al culpable al ostracismo. Pero como se trata de mujeres, los hombres en el poder apartan la vista. Dicen que es una cuestión cultural, una cuestión religiosa, algo en lo que no hay que interferir. O no se lo llama esclavitud porque sólo es una exageración de cómo se trata a las mujeres en el resto del mundo.
—O quizá ni siquiera una exageración —sugirió Zeyk—. Sólo una variación.
—No, es una exageración. Las mujeres occidentales deciden buena parte de lo que hacen, tienen vida propia. No sucede lo mismo con ustedes. Ningún ser humano se resigna a ser propiedad de alguien, detesta eso, se rebela, y busca venganza. Así somos los humanos. Y en este caso se trata de las madres, las esposas, las hermanas, las hijas de ustedes. —Los hombres lo miraban ahora con ojos furiosos, más escandalizados que ofendidos; pero Frank no apartó la vista de su taza de café y continuó implacable.— Tienen que liberar a las mujeres.
—¿Y cómo sugieres que lo hagamos? —preguntó Zeyk, que lo miraba con curiosidad.
—¡Cambien las leyes! Edúquenlas en las mismas escuelas a las que van los varones. Denles los derechos que tiene cualquier musulmán de cualquier tipo en cualquier parte. Recuerden que las leyes de ustedes tienen muchas cosas que no están en el Corán, que se añadieron después de Mahoma.
—Por hombres santos —dijo encolerizado Al-Khal.
—Ciertamente. Pero nosotros cambiamos nuestras creencias a la luz de la vida cotidiana. Eso es cierto para todas las culturas. Y siempre podemos escoger nuevos caminos. Tienen que liberar a las mujeres.
—No me gusta que nadie me sermonee, excepto un muallah. — dijo Al-Khal con la boca apretada bajo los bigotes—. Que los inocentes prediquen lo que está bien alegremente.
Zeyk sonrió.
—Eso es lo que solía decir Selim el-Hayil —dijo. Se hizo un silencio profundo y pesado.
Frank parpadeó. Muchos de los hombres sonreían ahora y miraban a Zeyk con reconocimiento. Y en un relámpago se le ocurrió que todos sabían lo que había sucedido en Nicosia. ¡Por supuesto! Selim había muerto aquella noche justo unas horas del asesinato, envenenado por una extraña mezcla de microbios; pero, de todas formas, ellos lo sabían.
Y sin embargo, lo habían aceptado, lo habían admitido en sus casas, en los recintos privados donde vivían. Habían intentado enseñarle lo que creían saber.
—Quizá tendríamos que hacerlas libres como las mujeres rusas —dijo Zeyk riéndose e interrumpiendo las reflexiones de Frank—. Desquiciadas por el exceso de trabajo, ¿no es lo que se rumorea? Les dicen que son iguales, pero ¿lo son de verdad?
Yussuf Hawi, un joven alegre, exhibió una mirada maliciosa y cloqueó:
—¡Son zorras, os lo aseguro! ¡Aunque ni más ni menos que cualquier otra mujer! ¿No es cierto que en el hogar el poder lo tiene el más fuerte? En mi rover yo soy el esclavo, os lo aseguro. ¡Todos los días al abrazar a Aziza abrazo a una serpiente!
Los hombres estallaron en carcajadas. Zeyk recogió las tazas y sirvió otra ronda de café. Los hombres remendaron la conversación como pudieron; taparon el grosero ataque de Frank, bien porque lo atribuían a la ignorancia, o bien porque reconocían y apoyaban el padrinazgo de Zeyk. Pero sólo la mitad volvió a mirar a Frank.
Frank calló, profundamente enfadado consigo mismo. Siempre era un error revelar lo que uno pensaba, a menos que encajase a la perfección con tu objetivo político; y eso jamás sucedía. No mentir sin duda era quitar todo contenido real a las declaraciones: una ley básica de la diplomacia. En estos últimos días lo había olvidado.
Perturbado, partió una vez más en un viaje de prospección. Los sueños se hicieron menos frecuentes. Cuando regresó, no tomo ninguna droga. Guardó silencio en los círculos de café, o hablo acerca de minerales y de agua subterránea, o de la comodidad de los nuevos rovers prospección. Los hombres lo observaron con cautela, y decidieron incluirlo en la conversación por la amistad de Zeyk, que nunca decayó… excepto en aquel único momento, cuando le recordara a Frank de manera muy efectiva una verdad fundamental.
Una noche Zeyk lo invitó a una cena privada con él y su esposa Nazik. Ésta lucía un vestido largo y blanco cortado al tradicional estilo beduino, con una faja azul y la cabeza descubierta, el espeso pelo negro recogido en la nuca y luego suelto por la espalda. Frank había leído lo suficiente como para saber que todo estaba allí patas arriba; entre los beduinos de Awlad ’Ali, las mujeres llevaban vestidos negros y fajas rojas, que indicaban impureza, sexualidad e inferioridad moral, y mantenían las cabezas cubiertas, utilizando el velo según un complejo código jerárquico. Todo en deferencia al poder masculino, de modo que las ropas de Nazik habrían sido tremendamente escandalosas para su madre y sus abuelas, aunque se presentara así ante un extranjero para quien todo eso no tenía importancia. Pero si sabía tanto como para entenderlo, entonces se trataba de una señal.
Y en cierto momento, cuando todos reían, Nazik se levantó al pedirle Zeyk que trajera el postre y, con una sonrisa, le dijo:
—Sí amo.
Zeyk frunció el ceño y le dijo:
—Ve, esclava —y levantó una mano, y ella le enseñó los dientes. Se rieron del rubor que invadió la cara de Frank. Se burlaban de él y violaban a la vez el tabal marital beduino que prohibía cualquier muestra de afecto ante testigos. Nazik se le acercó y le apoyó la punta de un dedo en el hombro, lo que lo conmocionó todavía más.
—Sólo bromeamos contigo, ya lo sabes —dijo—. Las mujeres oímos la declaración que hiciste ante los hombres, y te queremos por eso. Podrías tener a muchas de nosotras, como un sultán otomano. Porque hay cierta verdad en lo que dijiste, demasiada verdad. —Asintió con gesto serio y señaló a Zeyk, que dejó de sonreír y también asintió. Nazik continuó:— Pero ¿no ves cuánto depende de la gente que hace la ley? Los hombres de esta caravana son buenos e inteligentes. Y las mujeres somos incluso más inteligentes y los dominamos por completo. —Zeyk alzó las cejas y Nazik se rió.— No, en serio, sólo hemos tomado lo que nos pertenece. De verdad.
—Pero ¿entonces dónde están? —preguntó Frank—. Quiero decir, ¿dónde están las mujeres de la caravana durante el día? ¿Qué hacen?
—Trabajamos. Mira y nos verás.
—¿Haciendo todo tipo de trabajo?
—Oh, sí. Quizá no donde puedas vernos todos los días. Aun hay hábitos, costumbres. Somos solitarios, independientes, nosotros tenemos nuestro propio mundo… tal vez no sea bueno, pero tendemos a agruparnos, los hombres y las mujeres. Tenemos nuestras tradiciones, ¿sabes?, y éstas perduran. Hay muchas cosas que están cambiando aquí, y cambiando rápidamente. De modo que ésta es una nueva etapa en el modo de vivir islámico. Somos… —Buscó la palabra.
—La utopía —sugirió Zeyk—. La utopía musulmana. Ella sacudió la mano con aire de duda.
—Historia —dijo—. Del hadj a la utopía. Zeyk rió complacido.
—Pero el hadj es la meta —indico—. Eso es lo que siempre nos han enseñado los mullah. De modo que ya hemos llegado, ¿no es cierto?
Zeyk y Nazik se sonrieron, una comunicación privada con un intercambio de información de alta densidad, una sonrisa que compartieron con Frank durante un momento. Y la conversación cambió de rumbo.
En términos prácticos, Al-Qahira era el sueño panárabe hecho realidad, ya que todas las naciones árabes habían aportado dinero y gente a los Mahjaris. La mezcla de nacionalidades árabes en Marte era completa, pero en las caravanas individuales seguían separadas. No obstante, se mezclaban entre ellos; y no parecía importar que vinieran de las naciones ricas o pobres en petróleo. Allí, entre los extranjeros, todos eran primos. Sirios e iraquíes, de los emiratos del Golfo y palestinos, libios y beduinos, egipcios y sauditas. Allí en Marte todos eran primos.
Frank empezó a sentirse mejor. Volvía a dormir bien, renovado diariamente por esa pequeña falla en el ritmo circadiano, esa desconexión en el reloj del cuerpo. En verdad toda la vida en la caravana tenía una duración muy extraña, como si las horas se hubieran dilatado. Tenía tiempo de sobra, no había por qué darse prisa.
Y las estaciones transcurrieron. El sol se ponía casi en el mismo sitio cada noche, desplazándose cada vez más lentamente. Ya vivian por completo de acuerdo con el calendario marciano, y pronto celebrarían el año nuevo. Ls=0, el comienzo de la primavera septentrional del año 17. Estación tras estación, todas de seis meses, y en las que no cabía la vieja sensación de mortalidad, como si fueran a vivir eternamente, en una interminable ronda de trabajos y días, en el continuo ciclo de la oración de la tan lejana Meca, en el incesante peregrinar por el mundo. En el eterno frío. Una mañana despertaron y descubrieron que esa noche había nevado, que todo el paisaje era de un blanco puro y que los cristales eran de agua. La caravana entera enloqueció ése día, todos afuera, hombres y mujeres, enfundados en trajes, atolondrados, pateando nieve, haciendo bolas que se deshacían entre los dedos, levantando muñecos de nieve que se derrumbaban. La nieve estaba demasiado fría.
Zeyk se reía mucho de esos esfuerzos.
—Qué albedo —dijo—. Resulta sorprendente cuánto de lo que hace Sax se vuelve contra él. La reacción, naturalmente, tiende hacia la homeostasis, ¿no crees? Me pregunto si Sax no tendría que haber enfriado las cosas mucho más para que toda la atmósfera se congelara en la superficie. ¿Qué espesor tendría… un centímetro? Luego pondríamos nuestros recolectores en fila de polo a polo, y los haríamos marchar por el mundo como lineas de latitud, procesando el dióxido de carbono y conviniéndolo en aire bueno y en fertilizante. Ja, ¿te lo imaginas?
Frank sacudió la cabeza.
—Probablemente Sax lo pensó y lo rechazó por alguna razón que desconocemos.
—Sin duda.
La nieve se sublimó al fin, la tierra roja regresó, y ellos se pusieron otra vez en viaje. De vez en cuando pasaban junto a reactores nucleares que se erguían como castillos en la cima de un acantilado: no eran sólo Rickovers; había también gigantescos reproductores Westinghouse, con penachos de escarcha como masas de cúmulos. En Mangalavid examinaron varios programas sobre un prototipo de reactor de fusión en Chasma Borealis.
Cañón tras cañón. Conocían la zona aun mejor que Ann; a ella le interesaba todo Marte, y no sólo una región como a ellos. La examinaban como sí siguiesen el curso de una historia, a través de la roca roja hasta una mancha de sulfuros negros, o hasta el delicado cinabrio de los depósitos de mercurio. No eran tanto estudiantes del suelo como amantes; querían algo de él. Ann, por su parte, sólo pedía respuestas. Había tantas clases de deseo…
Pasaron los días y las estaciones. Cuando se encontraban con otras caravanas árabes, la fiesta duraba hasta bien entrada la noche, con música, baile, café, narguiles y charla, en tiendas que cubrían un octágono del parque de rovers. La música nunca era grabada: la tocaban en flautas y guitarras eléctricas, y todos cantaban en cuartos de tono y lamentos tan extraños a los oídos de Frank que durante mucho tiempo no fue capaz de decidir si los cantantes eran buenos o no. Las comidas duraban horas y después hablaban hasta el amanecer, e insistían en ir a contemplar el resplandor de alto horno de la salida del sol.
Cuando se encontraban con otras naciones eran por supuesto más reservados. Una vez pasaron por delante de una nueva estación minera de la Amex, encaramada sobre una de las grandes y raras vetas de roca málica rica en platinoides, en Tantalus Fossae, cerca de Alba Patera. La mina misma estaba abajo, en el fondo estrecho del cañón, pero funcionaba asistida por robots y el personal vivía arriba, en una gran tienda, al borde del acantilado. Los árabes acamparon en un círculo próximo, hicieron una breve y reservada visita al interior de la mina, y se retiraron a sus rovers-insectos a pasar la noche. Los norteamericanos no consiguieron averiguar nada sobre ellos.
Pero aquella noche Frank regresó a la tienda de la Amex. La gente del equipo venía de Florida, y sus voces eran como redes que él recogía repletas de recuerdos; pasó por alto todas estas pequeñas explosiones mentales e hizo una pregunta tras otra, concentrándose en las caras negras, latinas y de hombres blancos del sur que le contestaban. Vio que el grupo imitaba una forma de comunidad anterior, tal como hacían los árabes: la de los viejos equipos de perforación petrolífera, que soportaban duras condiciones y largas jornadas de trabajo a cambio de suculentos salarios, que ahorraban para la vuelta a la civilización. Valía la pena, aunque Marte fuera decepcionante, y lo era.
—Quiero decir, incluso en el hielo podías salir al exterior, pero aquí…
joder.
No les importaba quién era Frank, y mientras permaneció sentado entre ellos escuchando, se contaron historias que lo asombraron a pesar de que le parecieron muy familiares.
—Éramos veintidós, estábamos de prospección y teníamos un pequeño habitat móvil sin cuartos, y una noche organizamos una juerga y nos quitamos toda la ropa, y las mujeres formaron un círculo en el suelo con sus cabezas en el centro, y los hombres marchamos alrededor, y había siempre doce hombres, de modo que dos de ellos estaban fuera, lo que aceleraba la rotación; completamos todo el círculo en el lapso marciano. Funcionó bastante bien. En cuanto unas pocas parejas entraron en calor la cosa fue como un remolino que nos absorbió a todos. Tremendo.
Y luego, tras las carcajadas y los gritos de incredulidad:
—Estábamos matando y congelando unos cerdos en Acidalia, y el sistema humanitario de matarlos es como dispararles una flecha gigante a la cabeza, así que dijimos por qué no los matábamos y los congelábamos al mismo tiempo, a ver qué pasaba. Así que pusimos unos cuantos obstáculos y apostamos a ver cuál llegaba más lejos, y abrimos la puerta de la antecámara y los cerdos salieron disparados, y bam, todos se desplomaron en los primeros cincuenta metros, excepto una cerdita que casi corrió doscientos metros, y se congelo. Con ese cerdo gané mil dólares.
Frank sonrió ante el trueno de aullidos. Estaba de vuelta en Norteamérica. Les preguntó que otra cosa habían hecho en Marte. Algunos habían construido reactores nucleares en la cima del Monte Pavonis, donde se posaría el ascensor espacial. Otros habían trabajado en la conducción de agua que atravesaba la Protuberancia de Tharsis desde Noctis a Pavonis. La transnacional hermana dedicada al ascensor, Praxis, tenía un montón de intereses en el extremo bajo, como lo llamaban.
—Trabajé en un Westinghouse sobre el acuífero Compton bajo Noctis; parece que contiene tanta agua como el Mediterráneo. Y toda la función del reactor sería la de alimentar a un grupo de humidificadores. Unos jodidos doscientos megavatios de humidificadores. ¡Igualito al que yo tenía de niño en mi dormitorio, sólo que ése consumía cincuenta vatios! Gigantescos monstruos Rockwell con vaporizadores de moléculas y motores de turbina de reacción que disparan la niebla al exterior por chimeneas de mil metros. ¡Increíble! Todos los días se añaden al aire un millón de litros de H y O.
Otros habían estado construyendo una nueva ciudad-tienda en el canal de Echus, debajo del Mirador:
—Allí han perforado un acuífero y hay fuentes por toda la ciudad, con estatuas en las fuentes, cascadas, canales, estanques, piscinas, lo que se te ocurra, parece una pequeña Venecia. Y una tasa de retención térmica importante.
La conversación pasó al gimnasio, bien equipado con aparatos diseñados para mantener a los usuarios en buena forma. Casi todo el mundo cumplía un riguroso programa de ejercicios, tres horas al día como mínimo.
—Si lo dejas, ya no sales de aquí, ¿verdad? Entonces, ¿para qué te sirve esa cuenta de ahorros?
—Con tiempo será una moneda de curso legal —dijo otro—. Donde va la gente, siempre va el dólar.
—Lo has entendido al revés, cara de culo.
—Nosotros somos la prueba.
—Pensaba que el tratado prohibía el dinero terrano aquí en Marte —dijo Frank.
—El tratado es una jodida broma —dijo un hombre en el banco.
—Está tan muerto como Bessy el Cerdo de Larga Distancia.
Miraron a Frank, todos en la veintena o en la treintena, una generación con la que nunca había hablado mucho; no sabía como habían crecido, qué los había formado, en qué creían. Los acentos y caras tan familiares podían resultar engañosos, de hecho probablemente lo eran.
—¿Eso piensan? —preguntó.
Algunos parecían tener alguna conciencia de que el tratado era en parte obra de Frank, además de todas las otras asociaciones históricas. Pero el hombre a punto de terminar los ejercicios no lo sabía.
—Estamos aquí en un negocio que el tratado dice que es ilegal. Y eso sucede por todas partes. Brasil, Georgia, los Estados del Golfo, todos los países que votaron contra el tratado dejan entrar a las transnacs. ¡Una competición entre las banderas de conveniencia para saber si son convenientes! Y la UNOMA está tumbada de espaldas con las piernas abiertas, pidiendo más, más. La gente aterriza a miles, casi todos empleados por las transnacs, con visados oficiales y contratos de cinco años que incluyen tiempo de rehabilitación para mantenerte en forma y cosas de ese tipo.
—¿Miles? —inquirió Frank.
—¡Oh, sí! ¡Decenas de miles!
Cayó en la cuenta de que no había visto la tele durante… durante mucho tiempo.
Un hombre habló mientras subía todas las pesas negras de una vez.
—Va a estallar muy pronto… a un montón de gente no le gustan, no sólo a los antiguos residentes como usted… también a un montón de nuevos… desaparecen en manadas… explotaciones, a veces ciudades enteras… llegué a una mina en Syrte completamente vacía… todo lo que servía se había desvanecido, se lo habían llevado… incluso cosas como puertas de antecámaras… tanques de oxígeno… lavabos… cosas que requerían horas para sacarlas.
—¿Por qué lo hicieron?
—¡Se están volviendo nativos! —dijo uno que hacía pectorales.— ¡Conquistados por su camarada Arkadi Bogdanov! —Tumbado de espaldas, miró a Frank a los ojos; era un hombre negro, alto, de hombros anchos y nariz aguileña. Continuó:— Llegan aquí y la compañía intenta presentar una buena fachada, gimnasios y comida sana y tiempo libre y todo eso, pero al fin son ellos los que te dicen lo que puedes hacer y lo que no. Todo está programado cuándo te despiertas, cuándo comes, cuándo cagas, es como si la Armada se hubiera hecho cargo del Club Med, ¿entiende usted? Y entonces ahí aparece el hermano Arkadi, que nos dice: ¡Eh muchachos, ustedes norteamericanos tienen que ser libres!
¡Marte es la nueva frontera, y es bueno que sepan que algunos vivimos así, no somos software robótico, somos hombres libres, y marcamos nuestras propias reglas en nuestro propio mundo! ¡Y todo es al revés! — La habitación estalló en carcajadas, todos estaban escuchando.— ¡Ése es el truco! La gente llega aquí y se siente como software programado, comprueba que no puede mantenerse en forma sin pasarse todo el tiempo aquí enganchada al tubo de oxígeno, y aun así yo sospecho que es imposible, apuesto a que nos mintieron. De modo que, en realidad, la paga no significa nada, todos somos software y quizá nos quedemos atrapados aquí para siempre. ¡Esclavos! ¡Jodidos esclavos! Y créame, eso empieza a cabrear a muchos. Están dispuestos a devolver el golpe, se lo aseguro. Y ésas son las personas que desaparecen. Serán muchos antes de que todo acabe.
Frank le devolvió la mirada.
—¿Por qué no ha desaparecido usted?
El hombre soltó una risa breve y comenzó a levantar de nuevo las pesas.
—Seguridad —dijo otro desde el aparato Nautilus. El de las pesas no estaba de acuerdo:
—La seguridad es floja… pero has de tener… algún sitio adonde ir. En cuanto aparezca Arkadi… ¡Me voy!
—Una vez —dijo el de los pectorales— vi un vídeo de él en que decía que la gente de color está mejor preparada para Marte que los blancos, porque nos va mejor con los ultravioletas.
—¡Sí! ¡Sí! —Todos se rieron del comentario, divertidos y escépticos a la vez.
—Eso son tonterías, pero, qué demonios —dijo el de los pectorales—, ¿por qué no? ¿Por qué no? Llámalo nuestro mundo. Llámalo Nova África. Esta vez no habrá amo que nos lo quite.
Se rió de nuevo, como si todo no fuera más que una idea graciosa. O una verdad hilarante, una verdad tan deliciosa que sólo prococara risas.
Mas tarde aquella noche, Frank regresó a los rovers, y con los beduinos, pero ya no fue como antes. Había sido obligado a retroceder en el tiempo, y ahora los largos días en el vehículo prospector lo dejaban exhausto. Vio la televisión; hizo algunas llamadas. Nunca había dimitido como Secretario, y en su ausencia la oficina estaba a cargo del secretario adjunto Slusinski y el personal, y él había cumplido lo suficiente por teléfono como para que ellos le cubrieran las espaldas explicando a Washington que estaba trabajando, luego que investigaba, después que se había tomado unas vacaciones, y que por ser uno de los primeros cien necesitaba ir de un lado a otro. Esto no habría podido prolongarse mucho más, pero cuando Frank llamó a Washington, el presidente se mostró complacido; cuando conectó con Burroughs, a Slusinski, que parecía extenuado, y a toda la oficina, les alegró que planease volver, algo que lo sorprendió bastante. Cuando se marchó, asqueado por el tratado y deprimido por Maya, había sido, o así lo creyó, una inutilidad como jefe. Pero durante esos dos años nadie había protestado, y ahora parecían felices. La gente era extraña. El aura de los primeros cien, sin duda. Como si eso importase.
Así que Frank volvió de un último viaje de prospección y esa noche se sentó en el rover de Zeyk, donde tomó café y los miró mientras hablaban: a Zeyk, Al-Khan, Yussuf y a todos los demás, y mientras entraban y salían, a Aziza y Nazik. La gente que lo había aceptado; gente que en cierto sentido lo comprendía. De acuerdo con el código beduino, él había hecho lo que era necesario. Se relajó en la corriente del árabe, ahora y siempre inmerso de ambigüedad: lirio, río, bosque, alondra, jazmín, palabras que podían aludir a un brazo de waldo, a una tubería, a componentes de un robot; o quizá sólo a un lirio, un río, un bosque, una alondra, un jazmín. Una lengua hermosa. La lengua de la gente que lo había aceptado, que lo había dejado pasar. Pero tendría que marcharse.
Se había dispuesto que si uno pasaba medio año en la Colina Subterránea se le asignaba un cuarto propio permanente. Por todo el planeta las ciudades adoptaban sistemas similares, pues la gente viajaba tanto que nadie se sentía en casa en ningún sitio, y el nuevo arreglo parecía compensar ese efecto. Ciertamente los primeros cien, que habían sido los marcianos más nómadas de Marte, habían empezado a pasar más tiempo en la Colina Subterránea que en años anteriores, y esto casi siempre era un placer para la mayoría. En cualquier momento habría allí veinte o treinta, y otros llegaban y se quedaban un tiempo entre trabajo y trabajo, y en el constante ir y venir tenían oportunidad de discutir una y otra vez cómo estaban las cosas: los recién llegados informaban sobre lo que habían visto, y el resto debatía lo que significaba.
Sin embargo, Frank nunca había pasado seis meses en la Colina, y no tenía derecho a un cuarto. En 2050 había trasladado las oficinas principales del departamento a Burroughs, y antes de unirse a los árabes en 2057 la única habitación que había tenido era una de las oficinas.
Ahora estaban en 2059 y había vuelto y se alojaba en una habitación un piso más abajo. Dejó caer la maleta mirando el cuarto y maldijo en voz alta. Tener que estar en Burroughs… ¡como si la presencia física significara algo esos días! Era un anacronismo absurdo, pero así pensaba la gente. Otro vestigio de la sabana. Todavía vivían como monos, aunque fueran dioses. Pero sus poderes estaban dispersos alrededor, entre las altas hierbas.
Entró Slusinski. Aunque su acento era neoyorquino autentico, Frank siempre lo había llamado Jeeves. Se parecía mucho al actor de la serie de la BBC.
—Somos como enanos en un waldo —le dijo Frank enfadado—.Una de esas excavadoras waldo, grandes de verdad. Estamos metidos en una y se supone que tenemos que mover una montaña, y en vez de usar la capacidad del waldo, nos asomamos por una ventana y cavamos con cucharillas de té. Y nos felicitamos del modo en que aprovechamos la altura.
—Ya veo. —repuso Jeeves con cautela, Frank no podía hacer nada. Estaba de vuelta en Burroughs, y como siempre corriendo, cuatro reuniones por hora, conferencias en que le informaban de lo que ya sabía, que para la UNOMA el Tratado era ahora papel higiénico. Aprobaban sistemas de contabilidad que garantizaban que la minería jamás repartiría beneficios entre los miembros de la Asamblea General, aun después de que funcionara el ascensor. Clasificaban como «personal necesario» a miles de emigrantes. Ignoraban a los diversos grupos marcianos, ignoraban a MartePrimero. Casi todo se hacía en nombre del ascensor, que proporcionaba una interminable sarta de excusas, 35.000 kilómetros de excusas, 120 mil millones de dólares de excusas. Aunque, comparado con los presupuestos militares del siglo anterior, en realidad no era tan caro. Además, casi todos los fondos del ascensor se habían destinado al principio a localizar el asteroide y ponerlo en órbita antes de instalar la fábrica del cable. Ahora, la fábrica se comía el asteroide y escupía el cable, y eso era todo; sólo tenían que aguardar a que fuera suficientemente largo y darle un golpecito para ponerlo en posición. ¡Una ganga, una verdadera ganga!
Y también una gran excusa para romper el tratado siempre que pareciera oportuno.
—¡Maldita sea! —gritó Frank al cabo de la primera semana, después de la enésima reunión—. ¿Por qué la UNOMA se ha vendido de esta manera? —Jeeves y el resto de su equipo la tomaron como una pregunta retórica y no contestaron. Sin duda había estado demasiado tiempo fuera; ahora le tenían miedo. Tuvo que responder él mismo:— Imagino que por codicia, todos estarán cobrando de alguna manera.
Esa noche, mientras cenaba en un pequeño café, se encontró con Janet Blyleven, Úrsula Kohl y Vlad Taneev. Mientras comían, escucharon las noticias terrestres en el televisor de la barra. Canadá y Noruega se adherían al plan para reducir el crecimiento demográfico. Nadie decía control de población, desde luego, se trataba de una frase prohibida en política, pero eso era en verdad, y de nuevo se convertía en una tragedia para el pueblo: si un país ignoraba las resolución de la UN, los países vecinos ponían el grito en el ciclo temiendo verse aplastados. Otro miedo de mono, pero ahí estaba. Mientras tanto, en Australia, Nueva Zelanda, Escandinavia, Azania, los lados Unidos, Canadá y Suiza la inmigración se había declarado ilegal; la India crecía un ocho por ciento al año. La hambruna resolvería el problema, lo mismo que en un montón de países. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis eran muy útiles para controlar la población. Hasta entonces… interrumpieron el programa para pasar el anuncio de una popular grasa dietética, que era indigerible y atravesaba intacta las tripas. «¡Come lo que te apetezca!»
Janet apagó el televisor.
—Cambiemos de tema.
Se quedaron sentados alrededor de la mesa mirando los platos. Vlad y Úrsula habían venido de Acheron porque en Elysium había un brote de tuberculosis.
—El cordón sanitaire se ha venido abajo —dijo Úrsula—, Algunos de los virus emigrantes sin duda mutarán, o se combinarán con los que hemos diseñado.
De nuevo la Tierra. Era imposible evitarla.
—¡Y allí también todo se desmorona! —exclamó Janet.
—Se veía venir desde hace años —dijo Frank con aspereza, la lengua suelta por la presencia de viejos amigos—. Incluso antes del tratamiento, la esperanza de vida en los países ricos era casi el doble que en los países pobres. Pero en los viejos tiempos los pobres eran tan pobres que la esperanza de vida no significaba nada para ellos, sólo preocupados por el día a día. Ahora todas las casuchas tienen un televisor y pueden ver lo que ocurre… que sólo ellos tienen sida. Ya no se trata de una diferencia de categoría, quiero decir, ¡ellos mueren jóvenes y los ricos viven para siempre! Entonces, ¿por qué no rebelarse? No tienen nada que perder.
—Y todo por ganar —dijo Vlad—. Podrían vivir como nosotros.
Se reunieron en torno a unas tazas de café. El mobiliario de pino mostraba una pátina oscura; manchas, arañazos, polvo incrustado… Podría haber sido una de aquellas noches lejanas, cuando eran los únicos en el planeta, unos cuantos que se quedaban despiertos, hablando. Pero Frank parpadeó y miró alrededor, y vio en sus amigos el cansancio, las canas, los rostros de tortuga de los viejos. Él tiempo había pasado, estaban diseminados por todo el planeta, corriendo como él o escondiéndose como Hiroko, o muertos como John. De repente la ausencia de John le pareció enorme y abismal, un cráter en cuyo borde ellos se acurrucaban, tratando de calentarse las manos. Frank se estremeció con aire sombrío.
Después Úrsula y Vlad se fueron a la cama. Frank miró a Janet, con esa sensación de parálisis que lo invadía a veces al cabo de un largo día, como si nunca más pudiera volver a moverse.
—¿Por dónde anda Maya? —preguntó, para retener a Janet. Ella y Maya habían sido buenas amigas en los años de Hellas.
—Oh, está aquí en Burroughs —dijo Janet—. ¿No lo sabías?
—No.
—Ocupa las antiguas habitaciones de Samantha. Quizá te evite.
—¿Qué?
—Está bastante enfadada contigo.
—¿Enfadada conmigo?
—Sí. —Lo miró a través de la oscuridad, que zumbaba levemente.— Tendrías que saberlo.
Mientras aún consideraba hasta qué punto podía ser franco con ella, exclamó:
—¡No! ¿Por qué habría de estar enfadada?
—Oh, Frank —dijo Janet. Se inclinó hacía adelante en la silla—. ¡Deja de actuar como si tuvieras un palo en el culo! ¡Estábamos allí, sabemos lo que ocurrió! —Y como vio que él retrocedía, se reclinó de nuevo y dijo con calma:— Debes saber que Maya te ama. Siempre te ha amado.
—¿A mí? —preguntó con voz débil—. Era a John a quien amaba.
—Sí, claro. Pero John era fácil. Él la correspondía y todo era maravilloso. Demasiado fácil para Maya. Le gustan las cosas difíciles. Y tú eres difícil.
Él sacudió la cabeza.
—No lo creo. Janet se rió.
—Sé que tengo razón, ella me lo contó todo. Ha estado enfadada contigo desde la conferencia, y siempre habla cuando está enfadada.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque la rechazaste! La rechazaste, después de perseguirla durante años, y ella se había acostumbrado a eso, le encantaba. El modo en que tú insistías… era romántico. Y le gustaba lo poderoso que eras. Y ahora que Jonh está muerto y ella podía decirte que sí; tú prácticamente le pones las maletas en la mano. Esta furiosa. Y a ella la furia le dura mucho tiempo.
—Pero esto… —Frank se esforzó por recuperar la compostura.— no encaja con lo que yo creo que sucedió.
Janet se levantó para marcharse, y al pasar junto a él le palmeó la cabeza.
—Entonces quizá deberías hablar con Maya. —y se marchó.
Frank se quedó allí sentado largo roto, aturdido, examinando el brillante brazo de la silla. No podía pensar. Al fin se fue a la cama.
Durmió mal, y al cabo de una larga noche tuvo otro sueño con John. Estaban en las largas y ventosas cámaras curvas de la estación espacial, girando en la gravedad marciana, durante su larga estancia en 2010, seis semanas juntos allí arriba, jóvenes y fuertes, John diciendo: ¡Me siento como Superman, esta gravedad es fantástica, me siento como Superman! Daba rápidas vueltas, en el gran anillo del corredor de la estación. Todo va a cambiar en Marte, Frank. ¡Todo!
No. Cada paso era como el último salto de un triple. Bum, bum.
¡Sí! La cosa consistía en aprender a correr deprisa.
Unos puntos nubosos se extendían sobre la costa occidental de Madagascar como un perfecto patrón de interferencia. Abajo, el sol bronceaba el océano.
Todo parece tan hermoso desde aquí arriba…
Acércate más y empiezas a ver demasiado, murmuró Frank. O no lo bastante.
Hacía frío, discutieron por la temperatura. John era de Minnesota y de niño dormía con la ventana abierta. De modo que Frank se pasó horas temblando, con un cubrecama sobre los hombros, los pies como bloques de hielo. Jugaron al ajedrez y ganó Frank. John rió. Qué estúpido, dijo.
¿A qué te refieres?
Los juegos no significan nada.
¿Estás seguro? A veces la vida me parece un juego.
John sacudió la cabeza. En los juegos hay reglas, pero en la vida las reglas cambian de continuo. Podrías mover tu alfil para dar jaque mate, y tu rival podría agacharse y susurrar algo al oído de tu alfil, que de repente empieza a jugar contra ti y se mueve como una torre. Y tú estás jodido.
Frank asintió. Él le había enseñado esas cosas a John.
Una confusión de comidas, ajedrez, charla, la Tierra rotando. Parecía que no habían tenido otra vida. Las voces de Houston eran como IA, con preocupaciones absurdas. El planeta mismo era muy hermoso, con intrincados dibujos de tierra y nubes.
No quiero bajar nunca. Quiero decir, esto es casi mejor que Marte, ¿no crees? No.
Acurrucado, tembloroso, escuchando a John que le hablaba de fantasmas. Chicas, deportes, sueños del espacio. Frank respondía con historias de Washington, lecciones de Maquiavelo, hasta que ocurrió que John era ya bastante extraordinario. La amistad no era mas que otra forma de la diplomacia. Después, tras una vaga mancha borrosa… hablaba, se paraba, temblaba, hablaba de su padre, se emborrachaba en los bares de Jacksonville y volvía a casa, a Priscilla de pelo blanco, de cara de revista de modas. Ya no significaba nada para él, un matrimonio para el curriculum. Y no fue culpa de él. Después de todo, ella lo abandonó. Lo traicionó.
Eso suena mal. No es de extrañar que pienses que la gente está tan jodida.
Frank saludó al lucero grande y azul. Saludando por casualidad el Cuerno de África. Piensa en lo que ha sucedido ahí abajo.
Eso es historia, Frank. Nosotros podemos hacerlo mejor.
¿Podemos? ¿De verdad? Espera y verás.
Despertó, el estómago encogido, la piel sudorosa. Se levantó y tomó una ducha… ya no podía recordar más que un único fragmento del sueño: John, que decía «Espera y verás». Pero tenía una piedra en el estómago.
Después de desayunar golpeteó el tenedor contra la mesa, pensando. Todo ese día anduvo distraído, vagando como en un sueño y preguntándose a veces qué diferencia había entre la vigilia y el sueño.
¿No era esta vida como un sueño, todo en exceso iluminado, extraño, símbolo de otra cosa?
Esa noche salió en busca de Maya, sintiéndose impaciente y vulnerable. Lo había decidido la noche anterior, cuando Janet le dijo que ella le amaba. Doblo una esquina hacia los comedores y ahí estaba ella, la cabeza echada hacia atrás en medio de una sonora risotada, vívidamente Maya, el cabello tan blanco como antes, sus ojos fijos en su acompañante; en un nombre de pelo oscuro, quizá en los cincuenta, que le sonreía. Maya le apoyó la mano en el antebrazo, un gesto característico. No significaba que fuera su amante sino alguien a quien estaba seduciendo; podían haberse conocido hacía unos minutos, aunque la expresión de la cara de él indicaba que la conocía mejor.
Se volvió y vio a Frank; parpadeó sorprendida. Volvió a mirar al hombre y siguió hablando, en ruso, la mano todavía en el brazo de él. Frank titubeó y casi dio media vuelta y se marchó. Se maldijo en silencio… ¿No estaba comportándose como un niño? Pasó junto a ellos y dijo hola, no oyó si le contestaron. Durante toda la cena ella permaneció pegada al hombre, sin mirar a Frank, sin acercársele. El hombre parecía sorprendido por las atenciones de ella, sorprendido pero complacido. Era evidente que se irían juntos, que pasarían la noche juntos. Esa presciencia siempre hacía agradable a la gente. La muy zorra usaba a las personas de esa manera sin el menor escrúpulo. Amor… cuanto más lo pensaba más se enfurecía. Ella nunca había amado a nadie. Y sin embargo… esa expresión al verlo; durante una décima de segundo, ¿no se había sentido complacida? Y luego, ¿no había querido que él se enfadara con ella? ¿No era eso signo de sentimientos heridos, el deseo de devolver el daño? ¿No revelaba una cierta pasión por él, increíblemente infantil?
Bueno, al infierno con ella. Regresó a su cuarto, hizo la maleta, tomó el tren subterráneo hasta la estación, y subió en un convoy nocturno que ascendía por Tharsis hasta el Monte Pavonis.
En unos pocos meses, cuando el ascensor estuviera en órbita, el Monte Pavonis se convertiría en el centro de Marte y sustituiría a Burroughs, como Burroughs había sustituido a la Colina Subterránea. Las señales de la inminente preeminencia de la zona ya se veían por todas partes. Había dos nuevas carreteras y cuatro gruesas tuberías que trepaban por la empinada vertiente oriental del volcán paralelas a la pista del tren, redes de cables, una hilera de torres de microondas e innumerables pistas de desembarco, hangares y sitios de descarga. Y luego, en la última y más escarpada curva del cono, había un vasto conjunto de tiendas y edificios industriales, que subía apiñándose cada vez más, y entre ellos los inmensos campos de paneles que absorbían la luz del sol, y receptores de la energía microtransmitida desde los paneles solares en órbita. Cada tienda a lo largo del camino era una pequeña ciudad, atestada de bloques de viviendas, y cada bloque atestado de gente, con ropa secándose en las ventanas. Las tiendas más próximas a la pista tenían muy pocos árboles y parecían barrios de oficinas; Frank captó visiones fugaces de tenderetes de comida, de locales de videos, de gimnasios, de tiendas de ropa, lavanderías. La basura se apilaba en las calles.
Llegó a la estación levantada en una tienda espaciosa. Desde el borde alcanzaba a verse toda la gran caldera, un agujero inmenso y casi circular, salvo por una gigantesca depresión que rompía el borde del nordeste. Esa depresión se abría como un gran abismo a través de la caldera: la huella de una enorme explosión volcánica. Por lo demás, el risco era una formación regular y el suelo de la caldera redondo y llano. Sesenta kilómetros de ancho y una profundidad de cinco. Como si fuera el comienzo de un agujero entre la corteza y el manto que acabaría con todos los demás. Las pocas señales de presencia humana en el suelo de la caldera eran como formas de hormigas, casi invisibles desde el borde.
El ecuador pasaba por el centro justo del borde austral, donde instalarían el extremo inferior del ascensor. El sitio era obvio; un enorme bloque de hormigón, tostado y blanco, a unos pocos kilómetros al oeste de la gran ciudad-tienda. A lo largo del borde en dirección oeste, más allá del bloque, había una hilera de fábricas, excavadoras y conos de materiales para alimentar a las máquinas, todo brillando con precisión fotográfica en el claro aire sin polvo, tenue y alto, bajo un cielo de color ciruela. Cerca del cénit brillaban algunas estrellas, aún visibles de día.
A la mañana siguiente, los técnicos del departamento local lo llevaron hasta la base del ascensor. Al parecer, ese mediodía iban a capturar el cabo guía del cable. No fue nada espectacular, aunque sí extraño. En el extremo del cabo había un pequeño cohete guía y los propulsores orientales del cohete funcionaban de continuo, mientras que los del norte y los del sur proporcionaban impulsos esporádicos. Controlado desde una torre de lanzamiento, el cohete descendió lentamente, como cualquier otro vehículo, con la diferencia de que llevaba amarrado un cabo de plata, un cabo recto y fino que se elevaba y que sólo era visible durante unos cuantos miles de metros. Al mirarlo Frank sintió como si estuviera de pie en el fondo del mar y observara un sedal de pesca, arrojado desde la rojiza superficie del agua… un sedal de pesca de llamativo cebo, destinado a atraer las presas. El aire le quemó en la garganta y tuvo que bajar la mirada y respirar hondo. Muy extraño.
Recorrieron el complejo de la base. La torre de lanzamiento que había capturado el cabo guía se alzaba dentro de un agujero en el bloque de hormigón, un cráter con un anillo grueso como reborde. Las paredes del cráter estaban atravesadas por columnas curvas de plata; las bobinas magnéticas de esas columnas fijarían el extremo del cable en un anillo amortiguador. El cable flotaría a bastante distancia del suelo de hormigón de la cámara, suspendido allí por la atracción de la mitad exterior; una órbita en exquisito equilibrio, un objeto que se extendía desde un pequeño satélite y bajaba hasta ese cuarto en Marte, 37.000 kilómetros en total. Y con sólo diez metros de diámetro.
Una vez que aseguraran el cabo guía, el cable mismo podría ser guiado con bastante facilidad, aunque no rápidamente, ya que debía bajar hasta su órbita final en una aproximación asintótica.
—Va a ser como la paradoja de Zenón —dijo Slusinski.
De modo que muchos días después de esa visita, el extremo del cable apareció al fin en el cielo y quedó allí suspendido. Durante las semanas siguientes descendió cada vez más despacio, siempre en el cielo. Un espectáculo realmente curioso; a Frank le daba una ligera sensación de vértigo, y cada vez que lo veía era como si estuviese otra vez de pie en el fondo del mar. Alzaba la vista y descubría un sedal de pesca, una hebra negra que bajaba desde la rojiza superficie.
Durante ese tiempo Frank instaló las oficinas del Departamento de Marte, y la ciudad fue bautizada con el nombre de Sheffield. El personal de Burroughs protestó por el traslado, pero él no les hizo caso. Se reunió con equipos norteamericanos y directores de proyecto, que trabajaban en diversos aspectos del ascensor de Sheffield, o en las ciudades de Pavonis. Los norteamericanos sólo eran una pequeña fracción de la mano de obra disponible; el proyecto era de tal envergadura que Chalmers estuvo muy ocupado. Y los norteamericanos parecían dominar la superconducción y el software que el ascensor requería, un golpe maestro de miles de millones de dólares y que muchos atribuían a Frank, aunque los verdaderos responsables eran las computadoras, además de Slusinski y Phyllis.
Muchos de los norteamericanos vivían en las afueras, al este de Sheffield, en una ciudad-tienda llamada Texas, y compartían el espacio con gentes de otras naciones a quienes gustaba la idea de Texas o que habían ido a parar allí por casualidad. Frank los organizo como pudo, de modo que cuando el cable descendiera ya estarían organizados y trabajarían siguiendo una estrategia. Estaban contentos de estar allí.
Sabían que eran menos poderosos que la coaliccion del Asía Oriental, que construía las cabinas del ascensor, y que la CEE, que había construido el cable. Y menos poderosos que Praxis, Amex, Armscor y Subarashii.
Al fin llegó el día en que el cable iba a descender. Una multitud gigantesca se reunió en Sheffield para verlo; el bulevar de la estación de tren estaba abarrotado; la gente se asomaba a mirar el complejo de la base, popularmente conocido como el enchufe.
A medida que pasaban las horas, el extremo de la columna negra fue descendiendo, moviéndose cada vez más despacio. Ahí colgaba, no mucho más grande que el cabo guía que lo hacía bajar, en verdad más pequeño que el extremo de un cohete Energía. Se erguía perfectamente vertical, como un rascacielos. Un rascacielos alto y muy delgado, que flotaba en el aire. El tronco negro de un árbol, más alto que el cielo.
—Tendríamos que estar justo debajo, en el suelo del enchufe —dijo alguien—. Habrá espacio para estar de pie, ¿no?
—El campo magnético podría perturbarte un poco —repuso Slusinski, sin quitar la vista del cielo.
Mientras el cable se acercaba, vieron unas protuberancias y unos hilos plateados que lo cubrían como filigranas. El espacio de debajo se hizo más pequeño. Luego el extremo desapareció en el complejo de la base y el rugido de la multitud del bulevar se elevó. La gente miró con atención los televisores; las cámaras dentro del enchufe mostraron cómo el cable se detenía diez metros por encima del suelo de hormigón. Entonces las grúas lo sujetaron y el cable quedó anclado en un anillo unos metros más arriba. Todo sucedió lentamente, como sí estuviesen soñando, y pareció como si a la redonda sala del enchufe le hubieran puesto de pronto un tejado que le quedaba pequeño.
Por el sistema de altavoces la voz de una mujer dijo: «Ascensos asegurado». Sonaron unos breves vítores. La gente se apartó de los televisores y volvió a mirar por las paredes de la tienda. Ahora el objeto parecía mucho menos extraño que cuando pendía del cielo, ahora no era más que la reductio ad ahurdum de la arquitectura marciana, una aguja negra muy esbelta y muy alta. Un tallo de habichuelas. Curioso, pero no tan perturbador. La multitud se fragmentó en miles de conversaciones y se dispersó poco a poco.
Y no mucho tiempo después, los ascensores entraron en funcionamiento. Durante todos esos años, los robots se habían movido por el cable como arañas, construyendo líneas eléctricas, cabos de seguridad, generadores, pistas de superconducción, estaciones de mantenimiento, estaciones defensivas, cohetes de ajuste de posición, depósitos de combustible y refugios de emergencia que marcaban el cable cada pocos kilómetros. Ese trabajo había avanzado al mismo ritmo que la construcción del cable, de modo que poco después las cabinas subían y bajaban, subían y bajaban, cuatrocientas en cada dirección, como parásitos en una trenza de pelo. Y unos meses más tarde, uno podía tomar un ascensor para subir a una órbita. Y podía tomar otro ascensor para bajar de la órbita a la superficie.
Y ellos bajaron, transportados desde la Tierra por la flota de transbordadores continuos, esas grandes naves espaciales que retumbaban alrededor del sistema Tierra-Venus-Marte. Los tres planetas y la Luna actuaban como trampolines que frenaban y aceleraban los transbordadores de Marte y de la Tierra. Cada una de las trece naves operativas tenía capacidad para mil pasajeros, e iban llenas en cada viaje. De modo que había un flujo constante de gente que atracaba en Clarke y descendía en las cabinas del ascensor y desembarcaba en el enchufe. Y luego entraban a borbotones en los bulevares de Sheffield, frenéticos, vacilantes y con ojos desorbitados mientras los empujaban hacia la estación y los embarcaban en trenes de cercanías. Muchos de esos trenes descargaban en las ciudades de Pavonis; equipos robot construían las tiendas a medida que la gente iba llegando. Dos nuevas tuberías garantizaban el suministro de agua; la bombeaban desde el Acuífero Compton, bajo Noctis Labyrinthus. Así se instalaron los emigrantes.
Abajo, en el enchufe, las cabinas subían cargadas con metales refinados, platino, oro, uranio y plata, y aceleraban lentamente hasta alcanzar una velocidad máxima de 300 kilómetros por hora. Cinco días después llegaban al extremo del cable, desaceleraban, y entraban en las antecámaras de Clarke. El asteroide lastre era ahora un bloque de condrito carbónico, con tantos edificios exteriores y cámaras y túneles que más se parecía a una nave espacial o a una ciudad que a la tercera luna de Marte. Era un sitio ajetreado, había una constante procesión de naves que entraban y salían, y tripulaciones en tránsito perpetuo. Los controladores organizaban todo este trafico con ayuda de las más poderosas computadoras y robots.
Y desde luego, la cobertura de los medios de información de toda la nueva imaginería fue total e inmediata, y en conjunto, a pesar de que habían estado esperando diez años, parecía que al llegar al suelo el ascensor había cobrado vida de pronto, como Atenea.
Pero había problemas. Frank descubrió que su equipo pasaba cada vez más tiempo ocupado con hombres y mujeres recién llegados a Sheffield. Nerviosos, exaltados y furiosos, protestaban contra las condiciones de vida, el hacinamiento, la ineficacia de la policía o la mala comida. Un hombre corpulento de cara rubicunda que llevaba una gorra de béisbol apuntó con un dedo y dijo:
—¡Las empresas privadas de seguridad vienen de las tiendas de más arriba a ofrecernos protección, pero son sólo mafias! ¡Ni siquiera puedo decirles mi nombre o podrían averiguar que vine a verlos! ¡Quiero decir, creo en el mercado negro como el que más, pero esto es una locura!
Frank dio vueltas por la oficina muy agitado. Esas alegaciones eran obviamente ciertas, pero difíciles de verificar sin un equipo propio de seguridad; en suma, sin una gran fuerza de policía. Cuando el hombre se fue, interrogó a todos los miembros del equipo, pero no le contaron nada nuevo, lo que hizo que se enfureciera todavía más.
—¡Se les paga para que averigüen estas cosas! ¡Y se pasan el día aquí sentados viendo las noticias terranas! —Canceló las citas del día, treinta y siete en total.— ¡Cretinos perezosos e incompetentes! —dijo en voz alta cuando salió por la puerta. Se encaminó a la estación y tomó un tren suburbano que recorría las ciudades-tienda. Quería verlo todo con sus propios ojos.
El tren local se detenía a cada kilómetro del descenso, en pequeñas antecámaras de acero inoxidable: las estaciones de las ciudades-tienda. Bajo en una; los letreros de la antecámara la identificaron como El Paso. Entró en el corredor de la antecámara.
Al menos las vistas eran extraordinarias, eso no se podía negar. Por la vertiente oriental del cráter bajaban las tuberías y la pista del tren, y a los lados se alzaban las tiendas, una tras otra, como ampollas. El material transparente de las más viejas, cerca de la cumbre, ya empezaba a teñirse de púrpura. Los zumbidos de los ventiladores de la planta de física se confundían con los de un generador de hidrazina. La gente conversaba en español e inglés. Frank llamó a la oficina e hizo que lo conectaran con el apartamento de un hombre de El Paso que había ido a quejarse. Quedaron en verse en un café al lado de la estación; fue a pie y se sentó en una mesa de fuera. Las mesas estaban ocupadas por hombres y mujeres que comían y charlaban como en todas partes. Pequeños coches eléctricos zumbaban por las calles estrechas, la mayoría atestadas de cajas. Los edificios cercanos a la estación eran de tres pisos y parecían prefabricados, hormigón armado pintado de blanco y azul. Había una fila de tinajas con árboles pequeños que bajaba desde la estación por la avenida principal. La gente estaba sentada en el astrocésped o se paseaba sin rumbo fijo de comercio en comercio, o corría presurosa a la estación con mochilas a la espalda. Todos parecían un poco desorientados o inseguros; algunos aún no habían aprendido a caminar correctamente.
El hombre apareció acompañado por una multitud de vecinos, todos rondando los veinte, demasiado jóvenes para estar en Marte, o eso solía decirse. Quizá el tratamiento pudiera arreglar los daños de la radiación, permitirles que se reprodujeran bien, ¿quién podía saberlo? Animales de laboratorio, eso eran. Lo que siempre habían sido.
Era extraño estar entre ellos como una especie de patriarca, ser tratado con una mezcla de reverencia y condescendencia, como un abuelo. Les pidió que lo llevaran a dar un paseo y le mostraran la ciudad. Lo guiaron por calles estrechas lejos de la estación y de los edificios más altos, entre largas hileras de construcciones prefabricadas, que habían sido concebidas como refugios temporales, puestos de investigación, o estaciones de agua. La pendiente del volcán había sido nivelada de prisa, y muchas de las cabañas estaban inclinadas en dos o tres grados; había que tener cuidado en las cocinas, le dijeron, y asegurarse de que las camas estuvieran bien colocadas.
Frank les preguntó a qué se dedicaban. La mayoría dijo que eran estibadores en Sheffield; descargaban las cabinas del ascensor y cargaban el material en los trenes. Se suponía que eso lo hacían los robots, pero era sorprendente comprobar cuánto dependía aún del músculo humano. Operadores de equipo, programadores robot, reparadores de maquinaria, enanos waldo, trabajadores de la construcción. La mayoría había subido rara vez a la superficie; algunos nunca. En la Tierra habían tenido trabajos similares, o habían sido mano de obra desocupada, y ahora casi todos esperaban regresar algún dia, pero antes tenían que prepararse en los gimnasios, que estaban repletos, eran caros y consumían muchas horas. Tenían acentos del sur que Frank no había escuchado desde la infancia; era como oír voces de un siglo anterior, como escuchar a los isabelinos. ¿Hablaba todavía la gente de esa manera? No en la televisión.
Frank se volvió a mirar una cocina.
—¿Qué comen? —preguntó.
Pescado, verdura, arroz, tofu. Todo venía empaquetado en los cargamentos. No tenían queja, les gustaba. Norteamericanos, los paladares más estragados de la historia. ¡Que alguien me dé una hamburguesa con queso! No, lo que les molestaba era el confinamiento, la falta de intimidad, la teleoperacion, vivir apiñado… Y los problemas resultantes: «Me lo robaron todo el día después de mi llegada». «A mí también.» «A mí también.» Hurto, asalto, extorsión. Los delincuentes venían de otras ciudades-tienda, le dijeron. Rusos, dijeron. Gente blanca que hablaba de un modo raro. Algunos negros también, pero no tantos como en casa. La semana anterior habían violado a una mujer.
—¡Están bromeando! —exclamó Frank.
—¿Qué quiere decir con eso de que estamos bromeando? —dijo una mujer, disgustada.
Finalmente lo llevaron de vuelta a la estación. Se detuvo en la puerta y no supo qué decirles. Se había reunido toda una multitud, ya fuera porque la gente lo había reconocido o porque había sido llamada o arrastrada al grupo.
—Veré lo que puedo hacer —musitó, y se escabulló por el corredor de la antecámara.
Con la mente distraída miró las tiendas mientras regresaba en tren. Había una equipada con hoteles-nicho, al estilo de Tokio, mucho más atestada que la de El Paso, pero ¿le importaba a alguien? Algunas gentes estaban acostumbradas a que las tratasen como bolas de rodamientos. Muchas en verdad. ¡Pero se suponía que en Marte era distinto!
Al fin de vuelta en Sheffield camino por el bulevar del borde: miró la línea vertical del ascensor, no haciendo caso al gentío, y obligando a algunos a apartarse de un salto para dejarlo pasar. Se paro y observó a la multitud; en aquel momento había a la vista unas quinientas personas, todas concentradas en sus propias vidas. ¿Cuándo habían llegado a esto? Habían sido un puesto científico, un puñado de investigadores diseminados por un mundo con mucha superficie sólida como en la Tierra: toda Eurasia, África, América, Australia y la Antártida para ellos. Pero ahora bajo las tiendas y cúpulas que ocupaban, no más que un uno por ciento de la superficie de Marte, ya había un millón de personas y todavía más en camino. Y no había policía, pero sí crímenes… Crímenes sin policía. Un millón de habitantes y ninguna ley, salvo la ley de las corporaciones. El mínimo aceptable. Minimiza los gastos, maximiza los beneficios. Que todo se deslice con suavidad sobre los rodamientos.
La semana siguiente la gente de unas tiendas de la pendiente sur se declaró en huelga. Chalmers se enteró de camino a la oficina. Las tiendas en huelga, le dijo Slusinski, eran casi todas norteamericanas, y la gente tenía miedo.
—Han cerrado las estaciones y no dejan bajar de los trenes. No hay modo de controlarlos a menos que asaltemos las antecámaras de emergencia…
—Cállese.
Pasó por alto las objeciones de Slusinski, bajó por la pista sur a las tiendas en huelga, y ordenó a unos empleados de la oficina que se reunieran con él.
En la estación había un equipo de seguridad de Sheffield, pero les dijo que subieran al tren y se marcharan, y tras una consulta con los administradores de Sheffield, todos le obedecieron. En el corredor de la antecámara se identificó y dijo que quería entrar solo. Lo dejaron pasar.
Salió a la plaza principal y se encontró en un círculo de rostros hostiles.
—Apaguen los monitores —sugirió—. Hablemos en privado.
Apagaron los monitores. Era lo mismo que en El Paso, diferentes acentos pero las mismas quejas. Sabía de antemano lo que iban a decirle y observó con gesto sombrío cómo esto los impresionaba. Eran terriblemente jóvenes.
—Miren, las cosas andan mal —dijo después de que ellos hablaran durante una hora—. Pero si mantienen la huelga, será peor. Enviarán fuerzas de seguridad, y no será como vivir con bandas y policías entre ustedes, sino como estar en la cárcel. Ya me han dicho lo que piensan y ahora tienen que saber cuándo ceder y negociar. Formen un comité y redacten una lista de quejas y exigencias. Recojan documentos y testimonios sobre los crímenes y hagan que las víctimas los firmen. Eso me ayudará. Hace falta que la UNOMA se ocupe aquí y en la Tierra, porque se esta violando el tratado. —Se detuvo para dominarse, para relajar la mandíbula.— Mientras tanto, ¡vuelvan a trabajar! Hará que el tiempo pase mejor que si se quedan aquí sentados y fortalecerá la posición de ustedes. Si no, es posible que les corten los suministros. Será mejor que se comporten como negociadores racionales.
Así terminó la huelga. Cuando regresó a la estación incluso le dedicaron una desigual salva de aplausos.
Subió al tren cegado de furia, se negó a atender a las preguntas de su equipo, y atacó brutalmente al jefe de seguridad, un cretino arrogante.
—¡Si todos ustedes, bastardos corruptos, tuvieran algo de honestidad esto no habría sucedido! ¡No son más que un fraude! ¿Por qué atacan a estas gentes? ¡Por qué tienen que pagar la protección que necesitan, dónde están ustedes entonces!
—No es de nuestra jurisdicción —dijo el hombre, con los labios lívidos.
—Oh, vamos, ¿qué es de su jurisdicción? ¡No tienen otra jurisdicción que sus propios bolsillos! —Continuó vapuleándolos hasta que los de seguridad se levantaron y dejaron el vagón, tan enfurecidos como él, pero demasiado disciplinados o asustados para replicarle.
En las oficinas de Sheffield fue de cuarto en cuarto, gritando a todo el mundo y haciendo llamadas. A Sax, Vlad, Janet. Les contó lo que sucedía y al final todos le sugirieron lo mismo. Tuvo que reconocer que era una buena idea. Tomaría el ascensor e iría a hablar con Phyllis.
—Encárguense de reservarme un lugar —dijo.
La cabina del ascensor era como las antiguas casas de Amsterdam, estrecha y alta, con una habitación iluminada en la parte superior, en este caso una cámara abovedada de paredes transparentes que a Frank le recordaba la cúpula burbuja del Ares. El segundo día de viaje se unió a los otros pasajeros (sólo veinte en esta ocasión, no había mucha gente que hiciera este recorrido) y montaron en el pequeño ascensor de la cabina y subieron las treinta plantas que los separaban de ese ático transparente para ver el paso de Fobos. El perímetro exterior de la cámara sobresalía y permitía ver allá abajo la línea curva del horizonte. A Frank le pareció más blanca y espesa que nunca. La atmósfera era ahora de unos 150 milibares. Impresionante por cierto, aunque estuviera compuesta de gases tóxicos.
Mientras aguardaban a que apareciera la pequeña luna, Frank observó el planeta. La flecha del cable apuntaba directamente al suelo; era como si estuvieran subiendo en un cohete esbelto y alto, un cohete extraño y estilizado que se extendía varios kilómetros por encima y por debajo de ellos. Y abajo, la superficie redonda y anaranjada de Marte parecía tan vacía como cuando llegaron por primera vez hacía muchos años, intacta a pesar de tantas intromisiones humanas. Sólo había que alejarse un poco.
Entonces uno de los pilotos del ascensor señaló Fobos, una mancha opaca y blanca al oeste. En diez minutos fue una patata grande y gris que pasó sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de volver la cabeza. Fobos ya no estaba. Los observadores en el ático gritaron y aullaron. Frank apenas había podido captar una fugaz visión de la cúpula de Stickney, que centelleaba como una gema en la piedra. Había una pista que recorría el centro como unas protuberancias brillantes y plateadas; eso fue todo lo que pudo recordar de la borrosa imagen. Estaba a unos 50 kilometros cuando pasó, informó el piloto, a 7.000 kilómetros por hora, en realidad no era una velocidad sorprendente; otros meteoros impactaban contra el planeta a 50.000 kilómetros por hora.
Frank bajó al comedor mientras trataba de no olvidar la fugaz imagen de Fobos: la gente de la mesa de al lado hablaba de empujarlo a una órbita entrelazada con la de Deimos. Ahora estaba fuera del circuito, una nueva Azores, una inconveniencia para el cable. Y Phyllis siempre había dicho que el ascensor había evitado que Marte tuviera un destino parecido. Los mineros habrían preferido los asteroides ricos en metales, que no tenían problemas gravitatorios, y además estaban las lunas de Júpiter, Saturno, los planetas exteriores…
Pero ahora ya no corríamos ese peligro.
En el quinto dia se aproximaron a Clarke y redujeron la velocidad. Había sido un asteroide de unos dos kilómetros de ancho, un pedazo de piedra carbónica al que habían dado forma cúbica. La superficie que miraba a Marte había sido nivelada y cubierta de hormigón, acero o vidrio. El cable penetraba justo en el centro de esa estructura; había agujeros a ambos lados que permitían el paso de las cabinas.
Se deslizaron por uno de esos agujeros hasta un espacio que parecía la estación de un tren subterráneo vertical, y se internaron en los túneles de Clarke. Uno de los ayudantes de Phyllis vino a recibirlo y lo condujo en un pequeño coche por un laberinto de túneles rocosos. Llegaron a las oficinas de Phyllis, que estaban en el lado que daba al planeta, con paredes cubiertas de espejos y bambú verde. Aunque la gravedad era mínima, la gente se mantenía erguida y todos calzaban zapatos de velero. Una práctica bastante conservadora, pero previsible en un lugar tan mentalmente orientado hacia la Tierra. Frank imitó a los demás y se cambio los zapatos por unas zapatillas de velero.
Phyllis estaba hablando con un par hombres.
—No es solo un dispositivo barato y limpio para librarnos del pozo gravitatorio, sino también un sistema de propulsión para viajar por todo el sistema solar. Es una elegante obra de ingeniería, ¿no lo creen así?
—¡Sí! —replicaron.
Aparentaban unos cincuenta años. Después de las presentaciones de rigor —los hombres eran de la Amex—, Phyllis y Frank se quedaron solos en la habitación.
—Esta brillante obra de ingeniería está inundando Marte de emigrantes —dijo Frank—. Párala o te estallará en la cara y te quedarás sin trabajo.
—Oh, Frank —dijo ella, riéndose.
Ciertamente había envejecido bien: pelo plateado, rostro terso, algunas atractivas arrugas, y figura elegante. Llevaba un mono rojizo y montones de joyas de oro que le daban un brillo metálico. Miró a Frank a través de unas gafas con montura de oro, una afectación que la distanciaba, como si mirase unas imágenes planas de vídeo en la cara interna de los cristales.
—No puedes traer a tantos en tan poco tiempo —insistió él—. No tenemos la infraestructura necesaria, ni física ni culturalmente. Lo que está proliferando es el peor tipo de asentamientos ilegales; son como campos de refugiados o de trabajos forzosos. Y eso mismo dirán los informes. Ya sabes que allá en la Tierra siempre buscan analogías terranas. Eso te perjudicará.
Ella clavó la vista en un punto situado más o menos a un metro delante de él.
—La mayoría de la gente no lo ve de esa manera —proclamó, como si la habitación estuviera llena de oyentes—. Es sólo un paso adelante en el pleno aprovechamiento de Marte por el hombre. Está aquí para nosotros y vamos a usarlo. La Tierra está atestada y la tasa de mortalidad sigue descendiendo. La ciencia y la fe continuarán creando nuevas oportunidades, como siempre. Estos primeros pioneros quizá padezcan algunas privaciones, pero no será por mucho tiempo. Nosotros al principio vivíamos peor.
Perplejo, Frank la miró con ojos furiosos. Pero ella no se amilanó.
—¡No me estás escuchando! —dijo Frank en un tono de menosprecio. Se dominó y observó el planeta a través del techo transparente. Rotaban con él y tenían en todo momento a Tharsis ante ellos, y desde aquella distancia se parecía a una de las viejas fotografías, la bola anaranjada con todas las marcas familiares en el hemisferio más famoso: los grandes volcanes, Noctis, los cañones, el caos, todo inmaculado—. ¿Cuándo fue la última vez que bajaste? —le preguntó.
—En ele ese sesenta. Bajo con regularidad. —Ella sonrió.
—¿Dónde te alojas?
—En los dormitorios de la UNOMA. —donde trabajaba incansablemente para romper el tratado.
Pero ese era el trabajo que la UNOMA le había asignado. Directora del ascensor y a cargo de los intereses mineros. Cuando abandono la UN, podía hacer cualquier cosa. Era la reina del embarcadero del que dependía una buena parte de la economía marciana. Tendría a su disposición todo el capital de las transnacionales.
Y eso se notaba, desde luego, en el modo en que se movían las zapatillas de velero por el brillante cuarto de cristal satinado, en como respondía con una sonrisa a todos sus comentarios mordaces. Bueno, siempre había sido un poco estúpida. Frank apretó los dientes. Al parecer, había llegado la hora de recurrir a los buenos y viejos EUA a modo de almádena, sí todavía tenían algo de peso.
—La mayoría de las transnacionales controlan gigantescos holdings en Estados Unidos —dijo—. Si el gobierno norteamericano congelara esos bienes porque violan el tratado, eso frenaría a muchas transnacs, y quizá arruinaría a algunas.
—No podrías conseguirlo —dijo Phyllis—. Dejaría al gobierno en bancarrota.
—Eso es como amenazar a un muerto con el patíbulo. Un par de ceros más en la cifra acrecentaría el grado de irrealidad hasta extremos inimaginables. Tus ejecutivos de las transnacs llevan bien las cuentas, pero a nadie le interesa ese dinero. Yo podría convencer a Washington en diez minutos, y luego verías cómo te estalla en la cara. Salga como salga, este juego se acabará. —Agitó furiosamente una mano.— Y luego algún otro ocupará estas habitaciones, y… —una intuición súbita-…estarás de vuelta en la Colina Subterránea.
Eso llamó la atención de Phyllis, sin duda. El desenvuelto desprecio se convirtió en un repentino nerviosismo.
—No hay individuo que pueda convencer a Washington de nada. Ahí abajo se mueven en arenas movedizas. Tú dirás tu última palabra, y yo la mía, y veremos quién puede más.
Cruzo la habitación, abrió la puerta, y recibió con un sonoro saludo a un grupo de funcionarios de la UN.
Una pérdida de tiempo. No le sorprendía; a diferencia de los que le habían aconsejado que la viese, él no creía que pudiera mostrarse racional. Como sucedía con muchos fundamentalistas, los negocios eran para ella parte de la religión, los dos dogmas se reforzaban mutuamente, pues pertenecían al mismo sistema. El raciocinio no tenía nada que ver. Y si bien era posible que ella creyera aún en el poder de Norteamérica, era obvio también que no creía en la capacidad de Frank. Bien. Le demostraría que se equivocaba.
En el viaje de vuelta cable abajo, dedicó media hora a arreglar una serie de entrevistas en vídeo, durante quince horas al día. Los mensajes a Washington lo arrastraron rápidamente a complejas conversaciones con la gente de los departamentos de Estado y de Comercio, y con los jefes de gabinete que realmente contaban. Pronto lo recibiría el nuevo presidente. Mientras tanto, hubo mensaje tras mensaje, de ida y de vuelta, saltando de una conversación a otra, contestando al primero que conectara con él. Fue complicado, agotador. El caso allá en la Tierra tenía que construirse como un castillo de naipes; algunos de esos naipes estaban marcados.
Cerca del final, ahora que veía todo lo que quedaba del cable hasta el enchufe de Sheffield, se sintió de pronto muy extraño… como si una ola le recorriera el cuerpo. La sensación se desvaneció, y se dijo que la cabina en deceleración había pasado sin duda por una g. Lo asaltó una imagen: corría por un muelle, sobre planchas de madera húmedas e irregulares salpicadas de escamas plateadas; el aire olía a sal y pescado. Una g. Era curioso cómo el cuerpo recordaba.
Una vez en Sheffield, se dedicó de nuevo a grabar mensajes y analizar respuestas, a enfrentarse con viejos camaradas y fuerzas emergentes, en una red de discusiones que avanzaban a diferentes velocidades. Hubo un momento, bien entrado el otoño septentrional, en que estuvo enredado en cerca de cincuenta conferencias simultáneas; era como esa gente que juega al ajedrez a ciegas con toda una sala de oponentes. Sin embargo, después de tres semanas, la situación empezó a cambiar, sobre todo porque el presidente Incaviglia estaba muy interesado en aprovechar cualquier ventaja sobre Amex, Mitsubishi y Armscor. Se mostró más que dispuesto a filtrar a los medios de comunicación la intención de investigar posibles violaciones del tratado.
Lo hizo, y las acciones de los sectores implicados cayeron brutalmente. Y dos días después, el consorcio del ascensor anunció que el entusiasmo por las oportunidades que ofrecía Marte había sido tan grande que la demanda había superado a la oferta. Subirían los precios, por supuesto, como de costumbre, pero tendrían que frenar la emigración hasta que se hubieran mas ciudades y constructores robóticos de ciudades.
La semana siguiente, toda una ciudad-tienda de la vertiente sur paró en huelga. Frank se enteró por las noticias televisivas, mientras cenaba en un bar. Sonrió ferozmente.
—Ya hemos visto quien lucha mejor en arenas movedizas, zorra —dijo, masticando.
Terminó de comer y salió a dar un paseo por el bulevar del borde. Sabía que sólo se trataba de una batalla. Y que la guerra sería larga y cruenta. No obstante, se sentía satisfecho.
Entonces, en pleno invierno septentrional, los ocupantes de la tienda norteamericana más antigua de la vertiente este se amotinaron, expulsaron a la policía de la UNOMA, y se encerraron dentro. Los rusos de la ciudad de al lado hicieron lo mismo.
Frank habló brevemente con Slusinski. Al parecer, la constructora de caminos de la Armscor había contratado a ambos grupos y las dos tiendas habían sido asaltadas en plena noche por rufianes asiáticos que habían desgarrado las paredes, matando a tres hombres en cada una y acuchillando a otros muchos. Tanto los norteamericanos como los rusos afirmaban que los atacantes eran yakuza que habían tenido un arrebato de exaltación racial; aunque para Frank esto se parecía más a una operación de la fuerza de seguridad de Subarashii, un pequeño ejército compuesto en su mayor parte por coreanos. En cualquier caso, los equipos de policía de la UNOMA llegaron a escena y se encontraron con que los atacantes habían desaparecido y las tiendas estaban alborotadas. Sellaron las dos tiendas y luego no permitieron salir a los de dentro. Los habitantes llegaron a la conclusión de que eran prisioneros; encolerizados por esa injusticia, se habían precipitado a las antecámaras y habían destruido la pista que atravesaba las estaciones, con un balance de varios muertos en cada bando. La Policía de la UNOMA había enviado refuerzos, y los trabajadores de las dos tiendas estaban más atrapados que nunca.
Encolerizado y asqueado, Frank volvió a bajar para ocuparse del asunto. No sólo tuvo que pasar por alto las habituales objeciones de su propio equipo, sino la prohibición del nuevo comisionado (a Helmut lo habían llamado de regreso a la Tierra). Una vez en la estación también tuvo que enfrentarse al jefe de policía de la UNOMA, tarea nada sencilla. Nunca hasta entonces se había apoyado tanto en el carisma de los primeros cien, y eso lo sacaba de quicio. Al final se abrió paso entre los policías, un viejo loco pasando por encima de toda moderación civilizada. Nadie se atrevió a detenerlo, no en esta ocasión.
En los monitores, la multitud del interior de la tienda parecía ciertamente peligrosa. Frank aporreó la puerta del vestíbulo de la antecámara; al fin lo dejaron entrar, y fue recibido por una multitud de jóvenes enfadados. Atravesó la puerta de la antecámara y respiró aire caliente y fétido. Todos gritaban, y durante un momento nada pudo hacer, pero los que tenía delante lo reconocieron y callaron, sorprendidos. Se oyeron algunos aplausos.
—¡De acuerdo! ¡Aquí estoy! —gritó Frank—. ¿Quién habla por ustedes? —No había ningún portavoz. Maldijo entre dientes.— Pero ¿ustedes son idiotas, o qué? Será mejor que aprendan a entender el sistema o siempre caerán en alguna trampa.
Muchos lo increparon, pero la mayoría quería oír lo que tenía que decir. Chalmers gritó:
—¡De acuerdo, hablaré con todos! ¡Siéntense para que yo pueda ver quién habla!
No quisieron sentarse, pero se quedaron de pie quietos, rodeándolo, allí en el manchado astrocésped de la plaza principal. Chalmers trepó a una caja volcada en el astrocésped. La tarde estaba muy avanzada, y en la pendiente del este unas largas sombras caían sobre las tiendas de abajo. Preguntó qué había ocurrido, y varias voces le contaron el ataque a medianoche, la escaramuza en la estación.
—Los provocaron —interrumpió Frank—. Querían que hicieran algo estúpido y ustedes lo hicieron: un truco bien conocido. Han conseguido que ustedes mataran a un hombre que no tenía nada que ver con el ataque. Y ahora ustedes son los asesinos que la policía ha atrapado. ¡Se han comportado como idiotas!
La multitud murmuró y lo insultó, pero algunos parecieron desconcertados.
—¡Esos que llaman policías también estaban allí! —dijo uno en voz alta.
—Quizá —repuso Chalmers—, pero los que atacaron eran tropas de las corporaciones, no unos alborotados japoneses. ¡Tendrían que haberse dado cuenta! El resultado es que ellos mandan ahora, y les aseguro que la policía de la UNOMA no podría sentirse mejor; están ahí fuera, por lo menos unos cuantos. ¡Pero los ejércitos nacionales empiezan a ponerse del lado de ustedes! ¡Tienen que aprender a cooperar con ellos, tienen que aprender a descubrir los posibles aliados, y obrar en consecuencia! No sé por qué no hay gente capaz de hacerlo en este planeta. Es como si el viaje desde la Tierra hubiera debilitado el cerebro o algo parecido.
Algunos soltaron una risa sobresaltada. Frank les preguntó por condiciones de vida en las tiendas. Tenían las mismas complicaciones que los otros, y de nuevo pudo anticiparlas y comentarlas, habló del viaje a Clarke.
—Conseguí una moratoria sobre la emigración, y eso significa más que tiempo para construir nuevas ciudades. Significa el comienzo de una nueva etapa en la relación entre los Estados Unidos de América y la UN. En Washington se han enterado al fin de que la UN trabaja para las transnacionales, y ahora ellos quieren reforzar el tratado, pues los intereses de Washington corren peligro. El tratado es ahora parte de la batalla, de la batalla entre la gente y las transnacionales. ¡Ustedes están en esa batalla y han sido atacados, y son ustedes quienes deben descubrir a quién hay que devolver el golpe y cómo contactar con gente amiga! —Todos escucharon con aire sombrío, lo que era normal, y Frank añadió:— Con el tiempo ganaremos, y ustedes lo saben. Somos más numerosos.
Ya estaba bien de mostrar la zanahoria. Respecto al palo, siempre era fácil con gente sin recursos.
—Miren, si los gobiernos nacionales no encuentran una solución rápida, si hay más desórdenes y todo empieza a salirse de cauce, dirán: al infierno… que las transnacs resuelvan ellas mismas sus problemas, serán más eficientes. Y ya saben lo que eso significa.
—¡Estamos hartos! —gritó un hombre.
—Claro que sí, —Frank levantó un dedo índice.— Pero ¿tienen un plan para acabar con todo esto, o no?
Tardaron un rato en llegar a un acuerdo: desarme, cooperación, organización, solicitud de ayuda y de justicia al gobierno norteamericano. En realidad, ceder en todo. Claro que llevó un rato. Y de paso tuvo que prometer que atendería todas las quejas, repararía rodos los agravios, solucionaría todas las injusticias. Era ridículo, obsceno; pero apretó los labios y lo hizo. Les aconsejó sobre las relaciones con los medios de comunicación y sobre las técnicas de arbitraje, les explicó cómo organizar células y comités, como elegir un líder. ¡Eran tan ignorantes! Hombres y mujeres minuciosamente educados para ser apolíticos, para detestar la política, lo que los convertía en muñecos en manos de los gobiernos, como siempre, se marchó entre vítores.
Maya lo esperaba fuera, en la estación. Extenuado, sólo pudo mirarla fijamente con incredulidad. Había estado viéndolo todo por los monitores, le dijo. Frank sacudió la cabeza, los idiotas de dentro ni siquiera se habían molestado en desconectar las cámaras; quizá ni sabían que había cámaras. Así que el mundo lo había visto todo. Y Maya exhibía una clara mirada de admiración, como si apaciguar a los trabajadores con mentiras y sofismas fuera el colmo del heroísmo. Al menos así era para ella. De hecho, iba a emplear las mismas técnicas en la tienda rusa, pues allí no había habido ningún progreso y habían pedido que los visitara. ¡La presidenta de MartePrimero! Por lo visto, los rusos eran aún más estúpidos que los norteamericanos.
Le pidió que la acompañase, y él estaba demasiado agotado como para meterse en un análisis costes/beneficios de lo que había hecho. Con una mueca aceptó. Era más fácil seguirla.
Tomaron el tren hasta la siguiente estación, se abrieron paso entre los policías y entraron. La tienda rusa estaba tan atestada como un panel de circuitos.
—Va a resultarte más difícil que a mí —dijo Frank mirando alrededor.
—Los rusos están acostumbrados —dijo ella—. Estas tiendas no son muy distintas de los apartamentos de Moscú.
—Sí, sí. —Rusia se había convertido en una especie de gigantesca Corea que practicaba un idéntico y modernizado capitalismo brutal, perfectamente Taylorizado y con un barniz de democracia y bienes de consumo que disfrazaba las actividades del gobierno.— Es sorprendente qué poco se necesita para engañar a la gente que se muere de hambre.
—Frank, por favor.
—Sólo recuérdalo y verás como sale bien.
—¿Vas a ayudar o no? —preguntó ella.
—Sí, sí.
La plaza central olía a queso de soja, a sopa de remolacha y a fuegos eléctricos, y la multitud parecía mucho más indisciplinada y vocinglera que en la tienda norteamericana; todos eran líderes desafiantes, dispuestos a soltar un discurso. Había muchas más mujeres que en la tienda norteamericana. Después de sacar un tren de la pista estaban galvanizados, listos para la acción. Maya se subió a una silla y tuvo que emplear un megáfono de mano, la multitud se arremolinó alrededor, mientras la gente metida en múltiples y chillonas discusiones la ignoro, como si fuera una pianista en un bar.
El ruso de Frank estaba herrumbroso y no pudo entender casi nada de lo que gritaba la muchedumbre; prestó atención a las replicas de Maya. Les explicaba la moratoria de inmigración, el cuello de botella en la producción de robots y el suministro de agua de la ciudad, la necesidad de disciplina, la promesa de una vida mejor si acataban un cierto orden. A Frank le pareció una clásica arenga de babushka, y curiosamente tuvo el efecto de apaciguarlos, muchos rusos tenían una fuerte veta reaccionaria últimamente; recordaban lo que de verdad eran los disturbios sociales, y los temían con razón. Había mucho que prometer y todo parecía verosímil: un mundo grande, poca gente, montones de recursos materiales, algunos buenos robots, programas de ordenador, plantillas genéticas…
En un momento realmente difícil de la discusión, él le dijo en inglés:
—Recuerda el palo.
—¿Qué? —dijo ella.
—El palo. Amenázalos. Zanahoria y palo.
Ella asintió. De nuevo a través del megáfono: el aire venenoso, el frío mortal. Estaban vivos sólo gracias a las tiendas, el suministro de electricidad y agua. Eran vulnerables en cosas en las que jamás se habían parado a pensar, en cosas inexistentes allá en la Tierra.
Era rápida, siempre lo había sido. De vuelta a las promesas. Una y otra vez, palo y zanahoria, un tirón de las riendas, unos mordiscos a la zanahoria.
Después, en el tren que subía hasta Sheffield, Maya parloteó con nervioso alivio, el rostro acalorado, los ojos brillantes, la mano aferrada al brazo de Frank. Echó atrás la cabeza, bruscamente, y rió. Esa inteligencia nerviosa, esa cautivadora presencia física… Frank sintió que empezaba a entrar en calor gracias a Maya, era como meterse en una sauna después de un helado día en el exterior.
—No se que habría hecho sin ti —decía ella hablando con rapidez—, de verdad, eres tan bueno en estas situaciones, tan claro, firme e incisivo… Te creen porque no intentas halagarlos o disfrazar la verdad.
—Es lo que mejor funciona —dijo él, mirando por la ventana las tiendas que quedaban atrás—. Sobre todo cuando lo que intentas es halagarlos y mentirles.
—Oh, Frank.
—Es verdad. Tú también lo haces muy bien.
Fue un ejemplo práctico del tropo en discusión, pero ella no lo entendió. Había un nombre para eso en retórica: no podía recordarlo.
¿Metonimia? ¿Sinécdoque? Pero Maya se rió y le apretó el hombro y se apoyó en él. Como si la pelea en Burroughs, por no mencionar todo lo anterior, nunca hubiera ocurrido. Y cuando él bajó del tren, ella lo siguió. Llegaron a las habitaciones de Frank y ella se desnudó y se duchó y volvió a vestirse sin dejar de hablar sobre las últimas incidencias y sobre la situación en general, como si lo hicieran todos los días: ¡salir a cenar, sopa, trucha, ensalada, una botella de vino, todas las noches! Reclinarse en las sillas bebiendo café y brandy. Políticos al final de un día de política. Los líderes.
Al fin se tranquilizó y se acurrucó en la silla, satisfecha sólo con mirarlo. Y por una vez no lo puso nervioso, como si un campo de fuerza lo protegiera. Quizá por la expresión de los ojos de Maya. A veces parecía como si de verdad pudieras saber si le gustabas a alguien.
Pasó allí la noche. Y después dividió su tiempo entre la oficina de MartePrimero y las habitaciones de él, sin que nunca discutieran lo que ella hacía. Y cuando llegaba el momento de irse a la cama, se desnudaba y se acostaba junto a él, y luego sobre él, cálida y serena. Era como entrar en una sauna. Estaba muy sosegada esos días. Como si fuera una mujer diferente, era asombroso. Como si no fuera Maya; pero ahí estaba, susurrando Frank, Frank.
Pero nunca hablaban de otra cosa que de la situación, las noticias del día; y de eso había mucho que hablar. Los desórdenes en Pavonis se habían apaciguado, pero ahora se extendían por todo el resto del planeta y la situación empeoraba: sabotajes, huelgas, insurrecciones, peleas, escaramuzas, asesinatos. Y las noticias de la Tierra habían perturbado aun a aquellos aficionados al humor más negro y se habían convertido en puro horror. En comparación, Marte era la imagen del orden, un pequeño remolino local apartado del vórtice de un enorme torbellino que a Frank le parecía una espiral de muerte. Por doquier, como cabezas de cerillas, estallaban pequeñas guerras. La India y Pakistán habían empleado armas nucleares en Cachemira. África se moría de hambre y el Norte discutía sobre quién ayudaba primero.
Un día les llegó la noticia de que la ciudad del agujero de transición de Hephaestus, al oeste de Elysium, habitada por americanos y rusos, había sido completamente abandonada. El contacto por radio se había cortado y cuando la gente bajó la encontró vacía. Toda Elysium estaba alborotada, y Frank y Maya decidieron ir a ver si podían hacer algo. Tomaron el tren que bajaba de Tharsis, de vuelta al aire que se espesaba y a través de las rocosas planicies ahora moteadas de montículos de nieve que nunca se derretía; una nieve de un sucio rosa granulado que se acumulada en la pendiente norte de dunas y rocas, o una sombra de color. Y luego atravesaron las centelleantes y cuarteadas llanuras negras de Isidis, donde el permafrost se derretía en los días más calurosos de verano, para volver a congelarse crepitando en una superficie negra y brillante. Una tundra en formación, o incluso un pantano. Pasando a velocidad vertiginosa ante las ventanillas del tren había matas de hierba negra, quizá flores árticas. O quizá sólo basura.
Burroughs estaba silenciosa e inquieta, los anchos y herbosos bulevares vacíos; el color verde tan intenso, como un fenómeno de la luz. Mientras esperaban el tren a Elysium, Frank entró en el depósito de la estación y reclamó lo que había dejado en el cuarto de Burroughs. El encargado regresó con una caja grande que contenía un equipo de cocina, una lámpara, ropa, un atril. No recordaba nada de eso. Se guardó el atril en el bolsillo y tiró el resto a una tolva de basura. Cuántos años desperdiciados… no era capaz de recordar ni un solo día. La negociación del tratado había sido puro teatro, como si alguien hubiera echado abajo el entramado del telón de fondo dejando al descubierto la verdadera historia, que sucedía entre bastidores: dos hombres intercambiando un apretón de manos y un gesto de inteligencia.
La oficina rusa de Burroughs quería que Maya se quedara y se ocupara de algunos asuntos, de modo que Frank tomó el tren a Elysium y de allí salió para Hephaestus en una caravana de rovers. No hizo caso de la gente que iba con él y parecía cohibida, y repasó el viejo atril. Contenía sobre todo una colección corriente de libros, ampliada con algunas colecciones político-filosóficas. Cien mil volúmenes; los atriles modernos eran cien veces mejores, aunque se trataba de una mejora inútil, pues ya no quedaba tiempo ni siquiera para leer un libro. Al parecer, en aquellos días se sentía atraído por Nietzsche. Al menos la mitad de los pasajes marcados eran de él, y al echarles una ojeada Frank no pudo descubrir el motivo, todo eran bobadas pomposas. Y entonces leyó algo que lo estremeció: «El individuo es, en su futuro y su pasado una pieza del destino, una ley más, una necesidad más para todo lo que es y todo lo que será. Decirle “cámbiate a ti mismo” significa exigir que todo cambie, incluso el pasado…».
En Hephaestus estaba instalándose un nuevo equipo para el agujero entre la corteza y el manto, en su mayor parte antiguos residentes, técnicos e ingenieros, pero más preparados que los recién llegados de Pavonis. Frank les preguntó por los que habían desaparecido, y una mañana en el desayuno, junto a una ventana que daba al denso y blanco penacho termal del agujero, se le acercó una mujer norteamericana que le recordó a Úrsula.
—Esta gente ha visto los vídeos toda la vida —le dijo—. Son estudiantes de Marte, lo consideran una suerte de grial, no piensan en otra cosa. Trabajan años, ahorran, y luego venden todo lo que tienen para comprar un billete, porque tienen una idea de cómo será. Y llegan aquí y van a parar a la cárcel, y si tienen suerte vuelven a la vieja rutina de los trabajos burocráticos, como si sus sueños siguieran estando en la televisión. Y desaparecen. Porque buscan algo que se parezca a lo que los impulsó a venir.
—¡Pero no saben cómo viven los desaparecidos! —replicó Chalmers—.
¡Ni siquiera si sobreviven!
La mujer sacudió la cabeza.
—Los rumores vuelan. La gente regresa. De vez en cuando aparecen vídeos. —El grupo de alrededor asintió.— Y podemos ver lo que vendrá de la Tierra después de nosotros. Mejor perderse en el interior mientras sea posible.
Frank sacudió la cabeza, sorprendido. Era lo mismo que había dicho el tipo de las pesas en el campamento de minería, pero en boca de esta sosegada mujer de mediana edad resultaba más perturbador.
Esa noche, incapaz de dormir, llamó a Arkadi, y consiguió hablar con él media hora después. De todos los lugares posibles, estaba en el Monte Olimpo, en el observatorio.
—¿Qué es lo que tú quieres? —preguntó Frank—. ¿Que imaginas que sucederá si todo el mundo se escabulle hacia las tierras altas? Arkadi sonrió.
—Pues que llevaremos una vida humana, Frank. Trabajaremos para cubrir nuestras necesidades, y quizá terraformemos un poco más. Cantaremos y bailaremos y pasearemos al sol, y trabajaremos como locos por curiosidad y por la comida.
—¡Es imposible! —exclamó Frank—. Somos parte del mundo, no podemos escapar.
—¿Ah no? El mundo de que hablas sólo es la estrella vespertina. Este mundo rojo es ahora el único real para nosotros.
Frank desistió, exasperado. Nunca había podido razonar con el, nunca. Con John había sido diferente; pero, claro, él y John habían sido amigos.
Regresó en tren a Elysium. El macizo se elevaba por encima del horizonte como una enorme silla de montar abandonada en el desierto; las abruptas pendientes de los dos volcanes ya tenían un color blanco rosado, cubiertas de una nieve que pronto se convertiría en glaciares. Siempre había considerado las ciudades de Elysium como un contrapunto de Tharsis: más antiguas y más pequeñas, y más sensatas. Pero ahora la gente desaparecía allí a cientos; era un punto de partida hacia la nación desconocida, oculta allí afuera, en el yermo sembrado de cráteres.
En Elysium le pidieron que diera una charla a un grupo de norteamericanos recién llegados. Un discurso formal, pero antes hubo una reunión informal en la que Frank fue de un lado a otro haciendo preguntas, como de costumbre.
—Por supuesto que nos largaremos si podemos —dijo con osadía un hombre.
Otros intervinieron.
—Nos dijeron que no viniéramos si queríamos estar mucho tiempo fuera. Dijeron que no era así en Marte.
—¿A quién creen que engañan?
—Nosotros pudimos ver el vídeo, igual que ellos.
—Demonios, todos hablan del movimiento clandestino de Marte y dicen que son comunistas o nudistas o rosacruces…
—Utopías o caravanas o cavernarios primitivos…
—Amazonas o lamas o vaqueros…
—Lo que pasa es que todo el mundo proyecta aquí sus fantasías porque allí la cosa está muy mal, ¿comprende?
—Quizá haya un mundo alternativo coordinado…
—Esa es otra fantasía, la fantasía totalizadora…
—Los verdaderos señores del planeta, ¿por qué no? Escondidos, tal vez encabezados por su amiga Hiroko, quizá en contacto con su amigo Arkadi, quizá no. ¿Quién sabe? Nadie lo sabe con seguridad, ni siquiera en la Tierra.
—No son más que cuentos. Pero por ahora es la mejor historia, que millones de personas en la Tierra la comparten y la siguen. Algunos quieren venir, pero sólo lo conseguimos unos pocos. Un buen porcentaje de los elegidos mienten hasta las orejas durante todo el proceso de selección.
—Sí, sí —dijo Frank sobriamente—. Todos lo hicimos. —Recordó el viejo chiste de Michel; como de cualquier manera todos se volverían locos…
—¡Ahí lo tiene! ¿Qué esperaba?
—No lo sé. —Meneó tristemente la cabeza.— Pero todo es una fantasía, ¿lo entienden? La necesidad de permanecer ocultos perjudica a cualquier comunidad hasta el punto de destruirla. Si se paran a pensarlo, verán que son sólo patrañas.
—Entonces, ¿adonde van todos los desaparecidos?
Frank se encogió de hombros, incómodo, y ellos sonrieron.
Una hora después aún estaba pensándolo. Todo el mundo había salido a un anfiteatro al aire libre, construido con bloques de sal en el estilo griego clásico. Todos lo miraban, atentos, preguntándose qué les diría uno de los primeros cien; él era una reliquia del pasado, un personaje histórico; había estado en Marte diez años antes de que la mayoría de ellos hubiera nacido, y los recuerdos que tenía de la Tierra eran de la época de sus abuelos, del otro lado de un vasto y oscuro abismo de años.
Los griegos clásicos ciertamente habían encontrado el tamaño y las proporciones adecuadas para un solo orador; apenas tuvo que alzar la voz y todos lo oyeron. Les dijo algunas de las cosas habituales, el discurso corriente, cortado y censurado, ya que los recientes sucesos lo habían hecho trizas. No sonó muy coherente, ni siquiera para él.
—Miren —dijo, corrigiéndose a medida que hablaba, improvisando, buscando entre las caras de la multitud—, cuando vinimos aquí llegamos a un lugar diferente, a un nuevo mundo, y eso nos convierte por necesidad en seres distintos. Ninguna de las viejas directrices de la Tierra importa hoy. Crearemos una nueva sociedad marciana, es parte inevitable de la naturaleza de las cosas. Surgirá de las decisiones comunes, de nuestra acción colectiva. Y se trata de decisiones que estamos tomando en nuestros días, en estos años, ahora, en este mismo instante. Pero sí se escapan a las llanuras y se unen a las colonias escondidas, ¡se aislarán! Seguirán siendo lo que eran cuando vinieron, no se transformarán en humanos marcianos. Y privarán a los demás de los conocimientos y la energía que ustedes han traído. Lo sé por propia experiencia, créanme. —El dolor lo atravesó y lo sorprendió.— Como saben, algunos de los primeros cien fueron los primeros en desaparecer, posiblemente bajo el liderazgo de Hiroko Ai. Todavía no entiendo por qué lo hicieron, de verdad que no. Pero me es imposible expresar cuánto hemos echado en falta el genio de Hiroko. ¡No hay quien la supere en el diseño de sistemas! —Sacudió la cabeza intentando ordenar lo que decía.— La primera vez que vi este cañón estaba con ella. Fue una de las primeras exploraciones en este área y tenía a Hiroko a mi lado, y miramos el suelo plano y desnudo, y ella me dijo: «Es como el suelo de una habitación». —Miró al público, tratando de evocar el rostro de Hiroko Sí… no… Era extraño cómo uno podía recordar una hasta que intentaba enfocarla mentalmente, momento en que se alejaba de uno.— La he echado de menos. Vengo aquí y no puedo creer que sea el mismo sitio, y… me cuesta creer que de verdad la conocí. —Calló un momento, intentando concentrarse en las caras que lo miraban.— ¿Lo entienden?
—¡No! —vociferó alguien.
Un destello de su vieja ira hirvió a través de unos confusos pensamientos.
—¡Digo que tenemos que construir un nuevo Marte! ¡Digo que somos seres completamente nuevos, que aquí nada es lo mismo! ¡Nada es lo mismo!
Tuvo que rendirse y sentarse. Hablaron otros oradores y las voces monótonas flotaron sobre él, sentado allí, aturdido, mirando un parque de sicómoros en el extremo abierto del anfiteatro. Detrás se alzaban unos edificios, con árboles que crecían en terrazas y techos. Una visión verde y blanca.
No conseguía que entendieran. Nadie podría. Sólo el tiempo, y el mismo Marte. Y mientras tanto actuarían contra sus propios intereses. Siempre ocurría lo mismo, pero ¿cómo era posible, cómo? ¿Por qué la gente era tan estúpida?
Dejó el anfiteatro y paseó por el parque y la ciudad.
—¿Cómo puede la gente actuar tan abiertamente contra sus propios intereses? —le preguntó a Slusinski por el ordenador de muñeca—. ¡Es una insensatez! Los marxistas eran materialistas, ¿cómo lo explicaban?
—Ideología, señor.
—Pero si el mundo material y nuestro modo de manipularlo determinan todo lo demás, ¿cómo cabe ahí la ideología?
—Algunos la definían como una relación imaginaria con una situación real. Reconocían que la imaginación era una fuerza poderosa.
—¡Pero entonces no eran materialistas! —Soltó un juramento.— No me extraña que el marxismo esté muerto.
—Bueno, señor, en realidad hay un montón de gente en Marte que se autodetermina marxista.
—¡Mierda! Bien podrían llamarse zoroástricos, o jansenistas, o hegelianos.
—Los marxistas son hegelianos, señor.
—Cállese —rugió Frank, y cortó la comunicación.
Seres imaginarios en un paisaje real. No le sorprendía haber olvidado la zanahoria y el palo, y que estuviera extraviándose entre esos conceptos de una nueva vida y de la diferencia radical y toda esa basura. Trataba de ser otro John Boone. ¡Sí, era verdad! Lo que intentaba hacer era lo mismo que había hecho John. Pero él era muy bueno; Frank lo había visto utilizar su magia una y otra vez en los viejos días, cambiarlo todo sólo por el modo de hablar. Mientras que para Frank las palabras eran como tener piedras en la boca. Incluso ahora, cuando lo necesitaban, cuando era lo único que los salvaría.
Maya fue a recibirlo a la estación de Burroughs y lo abrazó. Frank soportó tiesamente el abrazo, sin soltar las bolsas de viaje. En el exterior de la tienda unos cúmulos bajos de color chocolate se movían en un cielo malva. No fue capaz de mirarla a los ojos.
—Estuviste maravilloso —dijo ella—. Todo el mundo lo comenta.
—Durante una hora.
Después los emigrantes seguirían desapareciendo. Era un mundo de acción, y las palabras no tenían más influencia que el sonido de una cascada sobre el flujo de la corriente.
Se encaminó a buen paso hacia las oficinas en la mesa. Maya lo acompañó y no dejó de hablar mientras él se registraba en una de las habitaciones de paredes amarillas en el cuarto piso. Muebles de bambú, sábanas floreadas y un sofá con cojines. Maya rebosaba de planes, alegre, orgullosa de él. ¡Estaba orgullosa de él! Frank apretó los dientes con fuerza. Le dolían los músculos de la cara y también la cabeza. El bruxismo, un dolor que le atravesaba las sienes y los cartílagos de la mandíbula.
Finalmente se incorporó y fue hacia la puerta.
—Tengo que salir a caminar —dijo. Al marcharse vio la cara de ella de reojo: sorpresa herida. Como siempre.
Bajó con paso vivo por el césped y recorrió la larga hilera de columnas de Bareiss, un desorden de bolos inmovilizados en el aire. Ya al otro lado del canal se sentó a una mesa redonda en el extremo de una terraza, y estuvo una hora allí ante un café griego.
De pronto Maya se le plantó delante.
—¿Qué significa esto? —preguntó. Con un ademán señaló el ceño fruncido de él—. ¿Qué está mal ahora?
—Nada está mal —dijo—. ¿A qué te refieres?
Los labios de Maya se torcieron en una mueca e hicieron que la mirada centelleante pareciera despectiva y la cara más arrugada. Casi tenía ochenta años. Eran demasiado viejos para esto. Tras un largo silencio se sentó frente a él.
—Mira —dijo despacio—. No me importa lo que haya ocurrido en el pasado. —Dejó de hablar, y él se arriesgó a mirarla; ella había bajado los ojos, como si estuviera escrutándose a sí misma.— Me refiero a lo que pasó en el Ares o después en la Colina Subterránea. A todo.
El corazón le palpitaba como a un niño que intenta escapar. Sentía frío en los pulmones. Ella seguía hablando, pero no la oyó. ¿Lo sabía?
¿Sabía lo que él había hecho en Nicosia? Era imposible, de otro modo no hubiera estado allí (¿o sí?); pero de cualquier modo ella no podía ignorarlo.
—¿Lo entiendes? —preguntó Maya.
No la había oído. No dejó de mirar la taza de café, y de pronto ella la derribó de un golpe con el dorso de la mano. La taza cayó bajo una mesa cercana y se rompió. Un semicírculo de cerámica blanca giró en el suelo.
—He preguntado si lo entiendes.
Paralizado, él continuó mirando la mesa vacía. Círculos superpuestos de manchas marrones de café. Maya se inclinó hacia adelante y ocultó la cara entre las manos. Estaba encogida sobre el estómago, conteniendo el aliento.
Por último levantó la cabeza.
—No —dijo con una voz tan baja que al principio él creyó que hablaba consigo misma—. No hace falta que contestes. Crees que a mi me importa y por eso haces todo esto. Como si aquello fuera a importarme más que el presente. —Alzó la vista y lo miró.— Fue hace treinta años — dijo—. Han pasado más de treinta y cinco desde que nos conocimos. Y treinta desde que todo aquello sucedió. Ya no soy esa Maya Katarina Toitovna. No la conozco, no sé lo que pensó o sintió ella, o por qué. Era un mundo distinto, otra vida. Ahora ya no me importa. No siento nada al recordarlo, estoy aquí y ésta soy yo. —Se dio un golpecito entre los pechos con el pulgar.— Y, ya ves, te quiero.
Ella dejó que el silencio creciera, sus últimas palabras se alejaron como ondas en un lago. Él no podía dejar de mirarla; se obligó a apartar los ojos y los clavó con ira en las débiles estrellas crepusculares. Cuando ella dijo te quiero. Orión brillaba muy alta en el cielo austral.
—Eso es lo único que cuenta para mí —dijo ella.
Ella no lo sabía; pero él sí. Sin embargo, todo el mundo, de algún modo, tiene que asumir su propio pasado. Rondaban casi los ochenta y estaban sanos y fuertes. Había gente de ciento diez sana, vigorosa.
¿Quién sabía cuánto iban a durar? Tendrían que asumir mucho pasado. Y a medida que transcurriera el tiempo y los años de la juventud fueran quedando atrás, en el pasado remoto, todas aquellas arrebatadas pasiones que tanto lo habían herido… ¿podrían llegar a ser sólo cicatrices? ¿No eran heridas profundas, un millar de amputaciones?
Pero no era nada físico. Amputaciones, castraciones, vacío; todo estaba en la imaginación. Una relación imaginaria con una situación real…
—El cerebro es un animal extraño —musitó.
Ella alzó la cabeza y lo miró con curiosidad. De repente él tuvo miedo; ellos eran sus propios pasados, o de lo contrario no eran nada, y cualquier cosa que sintieran o pensaran o dijeran hoy, no era más que un eco del pasado; y cuando decían lo que decían, ¿cómo podían saber qué sentían, pensaban, expresaban realmente? No lo sabían, en realidad no lo sabían. Por ese motivo las relaciones eran siempre misteriosas, y nunca se podía saber si lo que aparecía en la superficie era cierto o no.
¿Esa Maya del nivel más profundo sabía o no sabía, olvidaba o recordaba, juraba venganza o perdonaba? No había modo de saberlo, jamás podría estar seguro. Era imposible.
Y, sin embargo, ahí estaba ella, sentada, hundida en la desdicha, como si él pudiera destrozarla como a una simple taza de café, moviendo un dedo. Si ni siquiera fingía que la creía, ¿entonces qué? ¿Qué? ¿Cómo podía destrozarla de esa manera? Lo odiaría… por obligarla a recordar el pasado, por obligarla a que le importara. Y sin embargo… hay que seguir adelante, actuar.
Alzó la mano, tan asustado que sintió como si teleoperara el movimiento. Era un enano metido en un waldo, un waldo rígido, sensible, desconocido: ¡arriba, rápido! A la izquierda, alto: retrocede, alto; quieto. Baja lentamente, lentamente, hasta el dorso de la mano de ella. Tómala, con mucho cuidado. La mano de Maya estaba muy fría; la suya también.
Ella lo miró con tristeza.
—Volvamos… —Tuvo que aclararse la garganta.— Volvamos a nuestras habitaciones.
Se sintió físicamente torpe durante semanas, como si se hubiera retirado a algún otro espacio y tuviera que dirigir su cuerpo de lejos. Teleoperación. Llegó a conocer tan bien sus propios músculos que a veces era capaz de volar serpenteando, pero la mayor parte del tiempo se movía espasmódicamente, como el Monstruo de Frankenstein Burroughs estaba inundada de malas noticias; la vida en la ciudad parecía bastante normal, pero las pantallas de vídeo transmitían escenas de un mundo en el que Frank apenas podía creer. Disturbios en Hellas; el cráter abovedado de Nueva Houston se declaraba república independiente; y esa misma semana Slusinski le mandó la cinta de una sesión de orientación para unos norteamericanos en la que los cinco dormitorios habían votado viajar a Hellas sin permiso. Chalmers se puso en contacto con el nuevo comisionado de la UNOMA y consiguió que enviaran un destacamento del cuerpo de seguridad de la UN; diez hombres arrestaron a quinientos, bastó desconectar la computadora de la planta y ordenar a los desvalidos ocupantes que subieran a una serie de vagones de tren antes de que la tienda se quedara sin aire. Se los había despachado a Koroliov, que ahora era a todos los efectos una ciudad prisión. Esto se sabía desde hacía algún tiempo; nadie recordaba exactamente desde cuándo, pues la estructura de un sistema de prisiones estaba allí desde hacía años, diseminada por todo el planeta.
Chalmers entrevistó a algunos de los prisioneros a través de los monitores; dos o tres por vez.
—Ya ven lo fácil que ha sido detenerlos —les dijo—. Así será siempre. Los sistemas de soporte vital son tan frágiles que no hay defensa posible. Incluso en la Tierra la avanzada tecnología militar hace que un estado policial sea fácil de mantener, pero aquí es mucho más fácil.
—Ustedes nos atraparon porque estábamos desprevenidos —dijo un hombre de unos sesenta años—. Pero una vez que seamos libres, me gustaría ver qué pasa. En ese momento los sistemas de soporte vital de ustedes serán tan vulnerables como lo fueron los nuestros, pero los suyos son más visibles.
—¡No sean estúpidos! En última instancia todos los soportes vitales de aquí están conectados con la Tierra. Pero ellos disponen de un vasto poder militar, y nosotros no. Usted y sus amigos intentan vivir una rebelión de fantasía, una especie de 1776 de ciencia ficción, habitantes de la frontera que se libran del yugo de los tiranos, ¡pero las cosas no son así! Todas las analogías son erróneas, engañosamente erróneas porque enmascaran la realidad, la verdadera naturaleza de nuestra dependencia.
¡Les impiden ver que todo es una fantasía!
—Yo diría que muchos y buenos torics defendieron ese mismo argumento en las colonias —dijo el hombre con una sonrisa—. En realidad, la analogía es en muchos aspectos válida. Aquí no sólo somos engranajes; somos individuos independientes, la mayoría gente común, pero también hay grandes personajes… tendremos a nuestros Washingtons, Jeffersons y Paines, se lo aseguro. También a los Andrew Jacksons y Forrest Mosebys, hombres brutales dispuestos a todo para conseguir lo que quieren.
—¡Es ridículo! —gritó Frank—. ¡Es una analogía falsa!
—Bueno, en cualquier caso es más metáfora que analogía. Hay diferencias, pero responderemos adecuadamente. No blandiremos mosquetes contra paredes de roca para soltar disparos fortuitos.
—¿Blandirán láseres de minería contra paredes de cráteres?
¿Considera que eso es diferente?
El hombre sacudió la mano, como si la cámara de la sala fuera un mosquito.
—Supongo que la verdadera incógnita es: ¿tendremos a un Lincoln?
—Lincoln está muerto —espetó Frank—. Y la analogía histórica es el último refugio de quienes no entienden el presente —corto la conexión.
La razón era inútil. También la ira y el sarcasmo, por no mencionar la ironía. Sólo podía enfrentarlos en el dominio de lo imaginario. De modo que participó en mítines e hizo todo lo que pudo, los arengó sobre lo que era Marte, cómo se había desarrollado, el estupendo futuro que podía tener como sociedad colectiva, específica y orgánicamente marciana.
«¡Incinerando la escoria de todos esos odios terranos, todos esos hábitos muertos que nos impiden vivir de verdad, que nos apartan de la creación, que es la única belleza real del mundo, maldita sea!»
Inútil. Intentó organizar encuentros con algunos de los desaparecidos, y en una ocasión habló con un grupo por teléfono y les pidió que si era posible le comunicaran a Hiroko que necesitaba hablarle con urgencia. Pero nadie parecía saber dónde estaba.
Sin embargo, un día Hiroko le envió un mensaje, impreso y enviado por fax desde Fobos. Le decía que le convenía hablar con Arkadi. Pero éste había desaparecido en Hellas y ya no atendía a las llamadas.
—Es como jugar al maldito escondite —le dijo un día a Maya con amargura—. ¿Jugaban a eso en Rusia? Recuerdo haber jugado una vez con chicos mayores; el sol se ponía y estaba muy oscuro porque venía una tormenta desde el mar, y ahí estaba yo, vagando por las calles desiertas, sabiendo que nunca encontraría a nadie.
—Olvídate de los desaparecidos —le aconsejó ella—. Concéntrate en los que puedes ver. Además, los desaparecidos estarán vigilándote. No importa que no los veas o que no contesten.
Sacudió la cabeza.
Pocos días después hubo una nueva avalancha de emigrantes. Llamó a gritos a Slusinski y le ordenó que pidiera explicaciones a Washington.
—Al parecer, señor, el consorcio del ascensor ha sido adquirido en una absorción hostil por Subarashii. De modo que los activos se encuentran ahora en Trinidad Tobago, y las preocupaciones norteamericanas ya no les interesan. Dicen que el aumento de infraestructuras permite ahora una emigración moderada.
—¡Malditos sean! —exclamó Frank—. ¡No saben lo que van a provocar! —Caminó en círculos, apresando los dientes. Las palabras brotaron quedamente de él, en un monólogo solitario.— Lo ven pero no lo entienden. Es como decía John, hay partes de la realidad marciana que no han atravesado el vacío, no sólo la sensación de gravedad, sino la de levantarse en un dormitorio, y luego ir al baño, y luego cruzar el pasillo hacia el comedor. Y por eso no entienden nada, arrogantes, ignorantes y estúpidos hijos de puta…
Maya y él tomaron el tren de regreso a Monte Pavonis. Sentado junto a la ventana Frank observó el paisaje rojo que se elevaba y descendía; se contraía en la llanura cinco kilómetros, y después, mientras subían, se extendía hasta cuarenta kilómetros, o cien. Tharsis, una protuberancia tan inmensa en el planeta… Como algo que se abría paso desde dentro. Como la situación actual. Sí, estaban atrapados en la Protuberancia de Tharsis de la historia marciana, y los grandes volcanes pronto entrarían en erupción.
Y allí tenían uno, el Monte Pavonis, una inmensa e increíble montaña, como si el mundo fuera un grabado de Hokusai. A Frank le costaba mucho hablar. Evitó mirar la televisión en el extremo del coche… en cualquier caso, las noticias recorrían el tren casi al instante, en fragmentos de conversaciones captadas al azar o en las expresiones de la gente. No hacía falta mirar el vídeo para enterarse de las noticias. El tren atravesó un bosque de pinos de Acheron, cosas diminutas con cortezas como hierro negro y cilíndricos forros de agujas, pero las agujas estaban amarillas y se caían. Había oído algún comentario: problemas con la tierra, demasiada sal o muy poco nitrógeno, no estaban seguros. Figuras con cascos se erguían en una escalera alrededor de un pino y tomaban muestras de agujas enfermas.
—Ése soy yo —le dijo a Maya en voz baja, ya que ella dormitaba—. Juego con las agujas cuando son las raíces las que están enfermas.
En las oficinas de Sheffield arregló una entrevista con los nuevos administradores del ascensor, a la vez que comenzaba otra ronda de reuniones con Washington. Resultó que Phyllis seguía al mando del ascensor, pues había ayudado a Subarashii en la absorción hostil.
Luego oyeron que Arkadi estaba en Nicosia, justo en la pendiente que descendía desde Pavonis, y que él y sus seguidores la habían declarado ciudad libre, como Nueva Houston. Nicosia se había convertido en un importante punto de partida para los desaparecidos. La gente se deslizaba fuera y nunca se sabía adonde había ido; había ocurrido cientos de veces. Era evidente que tenían algún tipo de sistema, de contacto y transmisión, algo como una red subterránea que ningún agente infiltrado había sido capaz de descubrir, o por lo menos ninguno había escapado con la información.
—Vayamos allí y hablemos con él —le propuso Frank a Maya cuando se enteró—. Me gustaría hablarle cara a cara.
—No servirá —dijo Maya en un tono lúgubre. Pero se suponía que Nadia también estaba allí, así que lo acompañó.
Durante el descenso por la pendiente de Tharsis permanecieron en silencio, mirando pasar la roca congelada. En Nicosia el tren entró en la estación como si los rebeldes ni siquiera se hubieran planteado la cuestión de cerrarles el paso. Pero Arkadi y Nadia no estaban entre la pequeña multitud que los recibió; en vez de ellos se presentó Alexander Zhalin. En las oficinas del director de la ciudad llamaron a Arkadi a través de un enlace de vídeo; a juzgar por la luz del sol en la pantalla, ya se encontraba bastantes kilómetros al este. Y Nadia, le dijeron, ni siquiera había estado en Nicosia.
Arkadi tenía el mismo aspecto de siempre, efusivo y relajado.
—Esto es una locura —le dijo Frank, furioso por no haberlo recibido persona—. No pueden creer que tendrán éxito.
—Sí que podemos —repuso Arkadi—. Y lo creemos. —La exuberante barba roja y blanca era un evidente símbolo revolucionario, como si fuera el joven Fidel a punto de entrar en La Habana.— Desde luego, sería más fácil con tu ayuda, Frank. ¡Piénsalo! —Entonces antes de que Frank pudiera replicar, alguien fuera de la pantalla atrajo la atención de Arkadi. Una conversación en voz baja en ruso, y luego su cara apareció de nuevo.— Lo siento, Frank —dijo—. Estoy ocupado. Me pondré en contacto contigo tan pronto como pueda.
—¡No cortes! —gritó Frank, pero la conexión se había cortado—.
¡Maldito seas!
Nadia apareció en la línea. Se encontraba en Burroughs, pero había asistido a la conversación, si así se la podía llamar, a través de un enlace. A diferencia de Arkadi, parecía tensa, brusca, descontenta.
—¡No puedes apoyarlo! —exclamó Frank.
—No —dijo Nadia sobriamente—. No nos hablamos. Sin embargo mantenemos este contacto telefónico. Así supe dónde estabas, pero ya no lo utilizamos. No tiene sentido.
—¿No puedes convencerlo? —preguntó Maya.
—No.
Frank se dio cuenta de que Maya no le creía, y eso casi lo hizo reír.
¿Que no podía convencer a un hombre, que no podía manipularlo? ¿Qué pasaba con Nadia?
Esa noche se quedaron en un dormitorio cerca de la estación. Después de cenar, Maya regresó a la oficina del director de la ciudad para hablar con Alexander, Dmitri y Elena. A Frank no le interesaba, era una pérdida de tiempo. Inquieto, recorrió el perímetro de la vieja ciudad, por callejones que llevaban al muro de la tienda, mientras recordaba aquella noche ya tan lejana. En verdad sólo hacía nueve años, aunque pesaban como cien. Estos días Nicosia parecía pequeña. El parque en el vértice occidental aún se asomaba a un vasto panorama, pero una sombra negra invadía todas las cosas.
En la arboleda de sicómoros, ahora maduros, pasó junto a un hombre bajo que avanzaba deprisa en dirección contraria. El hombre se detuvo y miró con atención a Frank, que estaba bajo una turnia.
—¡Chalmers! —exclamó.
Frank se volvió. El hombre tenía una cara delgada, largas trenzas enredadas, piel oscura. Nadie que conociera. Pero al verlo, sintió un escalofrío.
—¿Sí? —dijo bruscamente. El hombre lo estudiaba.
—No me conoce, ¿verdad? —dijo.
—No. ¿Quién es usted? —La sonrisa del hombre era asimétrica, como si tuviera la cara partida a la altura de la mandíbula. Bajo la luz de la farola parecía deformada, la cara de un loco.— ¿Quién es usted? — repitió.
El hombre levantó un dedo.
—La última vez que nos vimos, usted estaba a punto de destrozar la ciudad. Esta noche me toca a mí. ¡Ja! —Se alejó riéndose, cada agudo ¡Jah! más alto que el anterior.
De vuelta en la oficina del director, Maya le aferró el brazo.
—Estaba muy preocupada, ¡no tendrías que andar solo por la ciudad!
—Cállate.
Se acercó a un teléfono y llamó a la planta física. Todo era normal. Llamó a la policía de la UNOMA y dijo que montaran una guardia en la planta y en la estación de tren. Estaba repitiendo la orden a alguien de más arriba, y parecía probable que tuviera que llegar hasta el nuevo comisionado, cuando la pantalla se quedó en blanco. El suelo tembló bajo sus pies y todas las alarmas de la ciudad se dispararon al mismo tiempo. Un adrenal concierto de rima. Hubo una fuerte sacudida. Todas las puertas se cerraron con un siseo; el edificio se sellaba, lo que significaba que las presiones en el exterior habían bajado mucho. Maya y él corrieron a la ventana y miraron. La tienda que cubría Nicosia había caído, en algunos lugares se extendía sobre los techos más altos como una mortaja de sarán, en otros ondeaba al viento. La gente que estaba en la calle aporreaba puertas, corría, se desplomaba, se acurrucaba sobre sí misma como los cuerpos en Pompeya.
Al parecer el edificio estaba bien sellado. Por debajo del ruido Frank pudo oír o sentir el zumbido de un generador. Las pantallas de vídeo estaban en blanco, y era difícil creer que el espectáculo del otro lado de la ventana fuera real. Maya tenía la cara roja.
—¡La tienda se ha venido abajo!
—Lo sé.
—Pero ¿qué ha sucedido?
Él no contestó. Ella se afanó con las pantallas de vídeo.
—¿Has probado ya con la radio?
—No.
—¿Y? —gritó, exasperada por el silencio de Frank—. ¿Sabes lo que ocurre?
—Es la revolución —dijo el.