Los piratas se apiñaron en la parte exterior del Atlas y de su propia nave de diseño sirio. Algunos estaban de pie, sostenidos por el campo magnético de sus botas; otros, a fin de favorecer la visión, estaban suspendidos de cortos cables magnéticos unidos al casco del navío espacial.
A una distancia de ochenta kilómetros dos planchas metálicas habían sido fijadas para cumplir las veces de vallas. Comprimidas a bordo de la nave, las planchas metálicas no medían más de diez centímetros cuadrados; al desplegarse en el espacio libre, se revelaron como piezas laminadas de berilo al magnesio, de treinta metros de lado cada una. En el vacío no mostraban estar averiadas y nada empañaba el brillo del metal; ambas giraban y los reflejos centelleantes del sol en sus superficies pulidas emitían rayos que eran, sin duda, visibles a mucha distancia.
—Conocéis las reglas —la voz de Antón sonaba recia en los oídos de Lucky y, tal vez, también en los de Dingo.
El joven divisaba la figura de su contendiente, cubierta por el traje espacial, como una mancha de luz a más de un kilómetro de distancia. El cohete salvavidas que los había llevado hasta el lugar ya se alejaba, en su camino de regreso hacia la nave pirata.
—Conocéis las reglas —repitió la voz de Antón—. El primero que sea obligado a retroceder hacia su propia portería es el perdedor. Si ninguno de los dos retrocede a su portería, perderá aquel cuya arma impelente quede agotada primero. No habrá tiempo límite. No hay posición fuera de juego. Tenéis cinco minutos para colocaros en vuestros puestos. El arma impelente no puede ser utilizada hasta que se dé la voz de iniciación del duelo.
No hay posición fuera de juego, pensó Lucky. Aquí está la trampa. Los duelos con cilindros impelentes, practicados como deporte legal, no podían desarrollarse a más de ciento sesenta kilómetros de distancia de un asteroide que, por lo menos, debía tener ochenta y cinco kilómetros de diámetro; el cuerpo celeste proyectaría una atracción gravitacional pequeña, pero significativa sobre los contendientes; tal atracción no llegaría a afectar la movilidad; en cambio, sería suficiente para rescatar al participante que se hallara a kilómetros de distancia en el espacio con su arma impelente agotada. Si no era recogido por el cohete de rescate, sólo tenía que permanecer inmóvil y, en el término de horas o a lo sumo de uno o dos días, sería atraído hacia la superficie del asteroide.
Aquí, por otra parte, no había asteroide alguno de ese tamaño en cientos de miles de kilómetros a la redonda. Una impulsión podría continuar en forma indefinida. Su fin podría o no estar en el Sol, largo tiempo después de que el desafortunado participante del duelo hubiese muerto por asfixia, cuando su oxígeno se agotase. En tales condiciones, lo normal era entender que, cuando uno u otro de los duelistas pasara fuera de los límites prefijados, se aguardaría hasta su regreso al campo de lucha.
Decir «no hay posición fuera de juego» equivalía a decir «hasta la muerte».
La voz de Antón llegaba clara y firme a través de los kilómetros de espacio vacío que lo separaban del receptor de radio situado en el casco de Lucky. Su orden fue:
—Dos minutos para el comienzo; ajustad las señales luminosas en los trajes.
Lucky levantó su mano hasta el pecho y accionó el interruptor allí conectado. La lámina metálica coloreada que, momentos antes estuviera magnéticamente adherida a su casco, ahora giraba. Era una valla en miniatura.
Unos segundos antes, la figura de Dingo no había sido más que un punto oscuro; ahora, de pronto, se presentó titilando como una llama rojiza. Su señal propia, como había observado Lucky antes de partir de la nave, era verde y las planchas metálicas eran de blanco puro.
Aun en este momento, una porción de la mente de Lucky se hallaba bien lejos. Muy al inicio de la situación, había intentado plantear una objeción:
—Mira, todo esto me parece muy bien, te lo aseguro. Pero mientras estemos allí fuera, una nave de patrullaje del gobierno terrestre podría…
Lleno de desdén Antón repuso:
—No tengas cuidado. Ninguna nave de patrullaje tendrá el valor necesario para adentrarse tanto entre las rocas. Tenemos cien naves al alcance de nuestra llamada, mil rocas en las que podríamos ocultarnos si nos es imprescindible la retirada. Ponte el traje.
¡Cien naves espaciales! ¡Mil rocas! Si esto era verdad, hasta ahora los piratas no habían mostrado jamás su real poderío. ¿Qué podía ocurrir?
—¡Un minuto! —anunció la voz de Antón a través del espacio.
Sin vacilaciones, Lucky cogió sus dos armas impelentes. Eran objetos en forma de L conectados mediante tubos de una goma especial y flexible a los cilindros llenos de bióxido de carbono líquido, a altísima presión que estaban ceñidos a su cintura. En épocas anteriores, los tubos se fabricaban con malla metálica; pero, aunque el material era más fuerte, también resultaba más pesado, y se sumaba al impulso y a la inercia de las armas. En los duelos de impulsión apuntar y disparar con rapidez era esencial. Tan pronto como se inventó la silicona fluorada, y ya que podía mantenerse como una goma flexible a la temperatura del espacio, sin experimentar cambios por la influencia directa de los rayos del sol, este material más liviano había sido universalmente adoptado para los tubos de conexión.
—¡Preparados! ¡Disparen! —gritó Antón.
Una de las armas impelentes de Dingo, por un instante, disparó su reguero. El bióxido de carbono líquido del cilindro burbujeó con violencia, convertido en gas, y brotó por el orificio diminuto del arma. El gas se congeló en un hilo de cristales pequeñísimos, a quince centímetros del punto de emersión; en el medio segundo necesario para que se formara la línea de cristales, ésta ya alcanzaba kilómetros de longitud, y se desplazaba en una dirección, en tanto que Dingo lo hacía en la contraria.
Era, en miniatura, una nave espacial y la estela de sus cohetes.
Por tres veces el «hilo de cristal» relampagueó y se perdió en la distancia; apuntaba hacia el espacio, en dirección contraria a la posición de Lucky y cada vez Dingo ganaba velocidad en dirección a su rival. En ese instante era muy arriesgado evaluar la situación.
El único cambio visible era el gradual aumento de intensidad de las señales luminosas del traje de Dingo, pero Lucky sabía que la distancia entre ambos se acortaba en forma violenta.
Lo que el joven miembro del Consejo de Ciencias ignoraba era la estrategia adecuada, la defensa más eficaz. Aguardó a que los movimientos ofensivos de su adversario se desarrollaran.
Dingo, a causa de su gran volumen, ya se dibujaba como una sombra humanoide, con cabeza y cuatro extremidades, y se dirigía hacia un lado, sin hacer nada por disparar contra su oponente. Parecía bastarle con desplazarse hacia la izquierda de Lucky.
Pero éste aguardó aún. El coro de gritos confusos que resonaba, momentos antes, en su casco, se había disipado; su origen estaba en los transmisores abiertos de los piratas.
Aunque se hallaban demasiado distantes para ver a los duelistas, podían seguir el avance de las señales luminosas y los relámpagos de los disparos de bióxido de carbono. «Aguardan algo», pensó Lucky.
Y de pronto se produjo.
Una estela de bióxido de carbono y luego otra surgieron de la derecha de Dingo y su trayectoria era directa hacia su adversario.
Lucky elevó su arma impelente, listo para disparar hacia abajo y evitar un acercamiento de posiciones. «La estrategia más segura, pensó, es ésta, moverse lo menos posible y con la mayor lentitud posible, a fin de conservar el bióxido de carbono.»
Pero Dingo ya no avanzaba en dirección a Lucky. Disparó en línea recta, hacia el frente, y comenzó a retroceder. Lucky lo observó y ya era tarde cuando sus ojos advirtieron el rayo de luz.
La línea de bióxido de carbono que Dingo disparara en último término avanzó hacia adelante, pero él se había desplazado hacia la izquierda y otro tanto ocurrió con la estela de cristales. Las dos impulsiones combinadas hicieron que el disparo fuese directamente hacia el joven e hiciera blanco en su hombro izquierdo.
Lucky sintió que una verdadera explosión lo abatía. Los cristales eran delgados, pero larguísimos y se movían a kilómetros por segundo y todos se estrellaron contra su traje en lo que pareció la mínima fracción de un parpadeo. La figura de Lucky se estremeció y en los oídos del joven resonaron las palabras aprobatorias de los piratas:
—¡Le has dado, Dingo!
—¡Qué disparo!
—En línea recta a su valla. ¡Míralo!
—¡Estupendo! ¡Estupendo!
—¡Mira cómo gira el bufón!
Pero por detrás de esa algarabía, hubo murmullos que parecían menos entusiásticos.
Lucky giraba o, más bien, sus ojos veían girar el cielo y todos los astros que en él había. Las estrellas atravesaban la placa visora de su casco como blancas estelas, como si ellas mismas fueran chispas de billones de cristales de bióxido de carbono.
No podía ver más que innumerables trazos lumínicos confusos. Por un segundo pareció que la explosión le había arrebatado la capacidad de pensamiento.
Un nuevo blanco, esta vez a la altura de la boca del estómago, y otro en la espalda, lo impulsaron más lejos aún en su camino mortal a través del espacio.
Debía hacer algo, porque de lo contrario Dingo haría de él un balón de fútbol de uno a otro extremo del Sistema Solar. Antes que nada debía detener el movimiento giratorio y recuperar su equilibrio. Ahora rodaba con una trayectoria diagonal, el hombro izquierdo casi unido a su muslo derecho; apuntó su arma en dirección opuesta y los regueros luminosos de bióxido de carbono se expandieron del caño una y otra vez.
Las estrellas hicieron más lenta su marcha, hasta convertirse en puntos definidos, casi inmóviles. El cielo tornó a ser el cielo familiar del espacio.
Una estrella titilaba con fuerza, con un brillo sin igual. Lucky sabía que se trataba de su propia valla. Casi en posición diametralmente opuesta, refulgía la señal de rojo furioso de Dingo. No podía impulsarse hacia el otro lado de su plancha metálica, porque, en ese caso el duelo estaría concluido y él sería el perdedor. Más allá de la plancha y a un kilómetro y medio de ella era la regla normal que fijaba la situación de fuera de combate. Por otra parte, no se podía permitir una mayor cercanía con respecto de su oponente.
En línea recta por encima de su cabeza elevó su pistola impelente y disparó. Durante un largo minuto mantuvo el contacto abierto y en los sesenta segundos experimentó la fuerza de la presión sobre la parte superior de su casco, mientras su marcha se aceleraba en pronunciado descenso.
Era una maniobra desesperada, porque en un minuto arrojó al espacio una carga de gas que le hubiera bastado para media hora.
Dingo, lleno de furia, gritó con voz ronca:
—¡Maldito cobarde! ¡Puerco cochino!
Los gritos de los espectadores también se elevaron con ira.
—¡Míralo cómo huye!
—Ha huido. ¡Dale alcance, Dingo!
—Eh, Williams, pelea.
Lucky vio el destello encarnado de la luz de su enemigo.
Debía mantenerse en movimiento. No podía hacer otra cosa. Dingo era un experto y podía hacer blanco en un meteorito de tres centímetros en el instante en que lo viese caer. Con pesadumbre, Lucky pensó que él podría hacer blanco en Ceres, siempre que estuviese a menos de dos kilómetros.
Hizo uso alternativo de sus armas impelentes. A izquierda, a derecha; luego, de prisa a la derecha, a la izquierda y a derecha nuevamente.
Pero era inútil. Dingo parecía ser capaz de prever sus movimientos, de adelantarse en línea oblicua, de avanzar siempre, inexorable.
Lucky sintió que las gotas de sudor recorrían su frente y de pronto percibió el silencio.
No le era posible recordar el momento mismo en que se había producido, pero se había concretado como la ruptura de un hilo, en forma abrupta. En un instante las risas y los gritos de los piratas, se habían convertido en el silencio mortal del espacio, donde ningún sonido sería oído jamás.
¿Habría traspuesto el límite del alcance de las naves? ¡Imposible! Aun los más simples radiotransmisores de un traje espacial podían abarcar varios kilómetros en el espacio. Elevó al máximo el dial de captación en su pecho.
—¡Capitán Antón!
Pero fue la ruda voz de Dingo la que respondió.
—No grites. Te oigo muy bien.
Lucky ordenó:
—¡Pide una tregua! Hay alguna avería en mi radio.
Dingo estaba cerca nuevamente y ya se advertía su forma humana. Una línea relampagueante de cristales y se aproximó aún más.
Lucky trató de alejarse, pero el pirata no le daba respiro.
—Ninguna avería —explicó Dingo—. Está «tocada». He aguardado para esto. Podría haberte sacado del campo hace largo rato, pero he estado aguardando a que tu radio quedara fuera de combate. He «tocado» un pequeño transistor antes de que te pusieras el traje. Pero puedes hablar conmigo todavía. Tiene un alcance de dos o tres kilómetros ahora. Vaya, al menos podrás hablar conmigo por unos minutos más.
Paladeó su propia chanza entre rotundas carcajadas.
Lucky dijo:
—No comprendo.
La voz de Dingo, al responder, sonaba cruel y amenazante:
—Tú me cogiste en la nave con mi desintegrador en la funda. Me has tenido en una trampa. Me has hecho pasar por tonto. Nadie me pone una trampa y no permito que nadie me haga pasar por tonto y viva mucho tiempo después de eso. Y no te dejaré escapar a otro lugar para terminar contigo. ¡Te liquidaré aquí mismo! ¡Ahora mismo!
Dingo estaba muy cerca ahora. Lucky casi podía distinguir sus facciones por detrás de la placa de glasita de su casco.
El joven consejero abandonó sus intentos de fluctuar de un lado a otro. Eso lo conduciría, concluyó, a estar siempre fuera de condiciones de maniobrabilidad. Se decidió por volar en línea recta, alejándose a buena velocidad mientras la presión del bióxido de carbono se lo permitiese.
Pero ¿y luego? ¿Tendría que contentarse con morir en medio de la huida?
Debía presentar pelea. Apuntó hacia Dingo pero ya no estaba cuando la línea de cristales atravesó el espacio en que, un instante atrás, él había estado. Repitió el intento una y otra vez. Pero Dingo era un demonio para evadirse.
Y luego, Lucky sintió el duro impacto de un disparo de su contrincante y se halló girando nuevamente. Con desesperación trató de detenerse, pero antes de que lo lograra su cuerpo y el del pirata chocaron con fuerza.
Dingo lo cogió por el traje, abrazándolo con rudeza.
Casco contra casco. Visor contra visor.
Lucky veía la cicatriz blanca que hendía el labio superior de su contrincante; la vio ensancharse mientras Dingo sonreía:
—Hola, muchacho. Encantado de verte.
Por un segundo Dingo se separó, en apariencia, al aflojar sus brazos. Los muslos del pirata oprimían las rodillas de Lucky y su fuerza simiesca inmovilizaba al joven, cuyos músculos intentaron liberarse de la prisión, pero sin lograrlo.
La separación parcial de Dingo sólo tenía por objeto liberar sus brazos, uno de los cuales se elevó sosteniendo la pistola impelente, mientras disparaba. El impacto recayó, directo, sobre la placa visora del casco y la cabeza de Lucky se dobló hacia atrás, bajo el poder del disparo repentino y mortal. El brazo inexorable tornó a elevarse, en un balanceo, mientras el otro sostenía por detrás la nuca del joven.
—Quieto —gruñó el pirata—, que estoy a punto de liquidarte.
Lucky sabía que ésa era la más literal de las verdades, a menos que actuara de prisa. La glasita era resistente y flexible, pero resistiría sólo mientras el metal lo hiciese.
Levantó el dorso de su mano enguantada y empujó hacia atrás el casco de Dingo, extendiendo el brazo. El pirata echó la cabeza a un lado y se liberó del brazo de Lucky, y por segunda vez empuñó ambas pistolas impelentes.
Lucky dejó caer sus armas, que quedaron suspendidas de sus tubos de conexión, y con un movimiento veloz y certero cogió los tubos de las pistolas de Dingo. Los dedos de sus guantes de acero convirtieron el material flexible en hilos; en sus brazos, los músculos se tensaron hasta que la sensación de dolor lo detuvo; sus mandíbulas se petrificaron en el esfuerzo y la sangre brincó en sus sienes.
Dingo, con la boca desfigurada en una mueca de gozo anticipado, no veía más que el rostro descompuesto de su víctima a través de la placa visora transparente: era un rostro contorsionado por el terror, pensaba el pirata.
Una vez más refulgió un disparo. Una diminuta estrella relumbró en el lugar en que el metal había sido tocado.
Luego sucedió algo más y todo el universo pareció enloquecer.
Primero uno y luego, casi inmediatamente, el otro, ambos tubos conectores de las dos pistolas impelentes de Dingo se abrieron y una incontrolable corriente de bióxido de carbono emergió de cada uno de los tubos averiados.
Los restos de ambos conectores se retorcieron como víboras enloquecidas y Lucky se sintió arrojado, dentro de su propio traje, a uno y otro lado, en violenta reacción frente a la fuerza aceleratoria incontrolable.
Dingo aulló, sorprendido y furioso y su abrazo cedió.
Ambos estaban casi separados, pero Lucky se cogió con fuerza de un tobillo del pirata.
La potencia de la corriente de bióxido de carbono disminuyó, y Lucky se fue alzando por la pierna de su contrincante, alternando ambas manos para izarse.
En apariencia estaban detenidos, ahora.
Las últimas bocanadas de gas no les habían impreso ningún movimiento rotativo perceptible.
Los tubos de las armas de Dingo estaban muertos, sueltos, extendidos hacia abajo. Todo parecía quieto, tan quieto como la muerte misma.
Pero era una ilusión. Lucky sabía que ambos se movían a kilómetros por segundo en cualquiera que fuese la dirección en que los había impulsado el bióxido de carbono. Estaban los dos solos y perdidos en el espacio.