10. EL ASTEROIDE EXISTENTE

Bigman había llevado a Conway y a Henree a Ceres en la nave espacial de Lucky, la Shooting Starr, y Lucky sintió alivio al saberlo. Le sería posible salir al espacio en su propia nave, sentirla bajo sus pies, dirigir los controles con sus manos.

Shooting Starr era una nave para dos personas, construida unos meses atrás, luego de los sucesos en Marte y de la intervención de Lucky en la solución del problema. La apariencia de la nave era tan engañosa como le había sido posible hacerla a la ciencia moderna. Tenía el aspecto de un yate espacial por sus líneas graciosas y su longitud era doble de la longitud de la diminuta nave de Hansen.

Cualquier viajero del espacio, al cruzarse con la Shooting Starr, pensaría que se trataba de algo similar a un capricho de hombre rico, veloz quizá, pero de exterior débil, poco resistente a los choques fuertes. Por cierto que nadie la habría considerado el tipo de nave adecuada para penetrar en el peligroso espacio del cinturón de asteroides.

Sin embargo, una observación del interior de la nave bien podía hacer cambiar algunas de estas ideas. Los motores hiper-atómicos centelleantes eran iguales a los de cruceros espaciales blindados diez veces más pesados que la Shooting Starr. Sus reservas de energía eran tremendas y la capacidad de su escudo histerético era suficiente para detener el proyectil de mayor calibre que se pudiera enviar desde cualquier nave espacial de guerra. Ofensivamente su masa limitada le impedía un alto nivel de eficacia, pero en condiciones de igualdad de peso, podía abatir a cualquier nave.

No era extraño, pues, que Bigman ejecutara unas cabriolas de puro placer luego de atravesar la cámara de aire y quitarse el traje espacial.

—¡Por el espacio! —dijo el hombrecito—, me siento muy complacido de haber abandonado esa tina. ¿Qué haremos con ella?

—Pediré que envíen una nave desde Ceres para que la lleven a remolque hasta el asteroide.

Ceres estaba a espalda de ellos, a cientos de miles de kilómetros. En ese momento su diámetro parecía la mitad del que muestra la Luna vista desde la Tierra.

Bigman, lleno de curiosidad, preguntó:

—¿Por qué me has metido en esto, Lucky? ¿Por qué ha habido este cambio repentino de planes? Según lo que habíamos hablado, yo iría solo a ese lugar.

—No hay coordenadas para enviarte allá —dijo Lucky preocupado.

En pocas palabras le relató lo sucedido en esas pocas horas. Bigman silbó en señal de asombro:

—¿Y hacia dónde iremos, pues?

—No estoy seguro —dijo Lucky—, pero comenzaremos por el lugar en que ahora tendría que hallarse la roca del ermitaño. —Luego de estudiar los cuadrantes de los instrumentos de medición añadió—: Y lo haremos a toda velocidad.

Y fue a toda velocidad. La aceleración en la Shooting Starr aumentaba junto con la velocidad. Bigman y Lucky estaban sujetos a sus sillones acolchados dia-magnéticamente y la presión creciente se distribuía de modo uniforme sobre toda la superficie de sus cuerpos.

La concentración de oxígeno en la cabina iba aumentando gracias a los controles del purificador de aire, sensible a la aceleración, y permitía aspiraciones más profundas sin el peligro del desgaste total del oxígeno. Los aparejos que ambos llevaban puestos eran livianos y no entorpecían sus movimientos; bajo las condiciones de creciente velocidad, esas ataduras entraban en tensión y protegían los huesos, en especial la columna vertebral, de cualquier fractura. Una malla especial de nylon, a modo de cinturón, les protegía el abdomen, para evitar lesiones internas.

En todos los aspectos, los accesorios de la cabina habían sido diseñados por los expertos del Consejo de Ciencias para permitir a la Shooting Starr una aceleración que superara en un veinte y hasta en un treinta por ciento la que podían obtener las más avanzadas naves espaciales de la armada oficial.

Así y todo, en este caso, la aceleración había sido sólo la mitad de lo elevada que podía ser.

Cuando la velocidad se estabilizó, la Shooting Starr estaba a ocho millones de kilómetros de Ceres y, si Lucky y Bigman hubiesen experimentado alguna curiosidad por mirar el asteroide, lo habrían visto convertido, en apariencia, en un simple punto de luz, más borroso que muchas estrellas.

—Oye, Lucky —dijo Bigman— hace días que quiero preguntarte algo. ¿Tienes tu escudo de luz?

Lucky asintió y Bigman hizo un gesto de alivio.

—Y dime, grandísimo bruto, ¿por qué no lo has llevado cuando has ido a la caza de los piratas?

—Lo llevaba conmigo —respondió Lucky, calmoso—. Lo he llevado conmigo desde el día en que los marcianos me lo entregaron.

Como Lucky y Bigman sabían, pero nadie más en toda la Galaxia, los marcianos a los que el joven consejero se refería no eran los horticultores y habitantes humanos de Marte, sino una raza de criaturas inmateriales, descendientes directos de las antiguas inteligencias que una vez habitaron la superficie de Marte en tiempos en que el planeta no había perdido aún su oxígeno y su agua. Luego de excavar inmensas cavernas bajo la superficie de Marte, destruyendo kilómetros y kilómetros cúbicos de roca, convirtiendo la materia así destruida en energía y almacenando esa energía para su utilización futura, vivían ahora en un aislamiento total y confortable. Y ya que habían abandonado sus cuerpos materiales y vivían como pura energía, su existencia ni siquiera era sospechada por la humanidad.

Sólo Lucky Starr había penetrado en sus dominios y como recuerdo de ese viaje fantástico había obtenido lo que Bigman denominaba el «escudo de luz».

La turbación del hombrecito era muy evidente.

—¿Y si lo tenías contigo, por qué no lo has utilizado? ¿Qué tienes en la cabeza?

—No sabes muy bien qué es el escudo, Bigman. No puede hacerlo todo. No puede darme de comer ni enjugarme los labios cuando lo llevo.

—Ya he visto yo qué puede hacer. Y es mucho.

—Así es, en cierto modo. Es capaz de absorber cualquier tipo de energía.

—Como la energía de un proyectil desintegrador, ¿es cierto?

—Sí, admito que he sido inmune a los disparos de desintegrador. El escudo puede absorber energía potencial, también, si la masa de un cuerpo no es demasiado grande ni demasiado pequeña. Por ejemplo: un cuchillo o un proyectil común no pueden atravesarlo, aunque el proyectil podría hacerme también caer. Un mazo de grandes dimensiones podría hacer sentir su fuerza a través del escudo, sin embargo, y su impulso podría llegar a dañarme. Y más aún: las moléculas de aire pueden atravesar el escudo con facilidad, porque son demasiado pequeñas para ser detenidas. Y te explico todo esto porque quiero que comprendas que si yo hubiese llevado el escudo y Dingo hubiera roto el visor de mi casco, cuando estábamos luchando en el espacio, yo habría muerto, de cualquier modo. El escudo no habría impedido que el aire de mi traje se colara hacia fuera en una milésima de segundo.

—Si lo hubieras llevado desde el primer momento, Lucky, no habrías tenido ningún inconveniente. ¿Recuerdas lo que sucedió en Marte? —Bigman ahogó una risita aguda—. Brillaba alrededor de tu cuerpo, como el humo, sólo que luminoso, y se te veía como entre una bruma. Y no se te distinguía la cara, que parecía una mancha de luz blanca.

—Sí —dijo Lucky, secamente—. Y a éstos los asustaría. Querían quitarme de en medio con sus desintegradores y ni siquiera me herirían. Entonces, habrían salido del Atlas y desde veinte kilómetros habrían destrozado la nave. Y yo sería una piedra muerta a estas horas. No olvides que el escudo es sólo un escudo. No me otorga poderes ofensivos, de ninguna manera.

—¿Y no piensas llevarlo nunca más? —preguntó Bigman.

—Cuando sea necesario. No antes. Si lo utilizo demasiado a menudo, se perderá el efecto. Se conocerían sus puntos débiles y yo me convertiría en el blanco de cualquiera que se me enfrente.

Lucky observó el instrumental de medición. Con serenidad advirtió:

—Preparado para una nueva aceleración.

—¡Eh! —exclamó Bigman.

Luego, cuando se sintió oprimido contra su asiento, cuando tuvo que luchar para mantener su respiración, ya no le fue posible decir nada más. Una luminosidad rojiza cubría sus ojos y sintió que la piel se le estiraba hacia atrás, como si intentara abandonar sus huesos.

Esta vez la Shooting Starr llevó su aceleración al máximo, durante quince minutos.

Hacia el final, Bigman apenas estaba consciente. Luego, cuando el período de aceleración terminó, la vida volvió a latir en ambos.

Lucky sacudía la cabeza y respiraba en forma entrecortada. Bigman le dijo:

—¡Eh! No es nada divertido.

—Lo sé —convino Lucky.

¿Y qué ocurre? ¿No teníamos bastante velocidad?

—No la suficiente. Pero ya está bien. Nos los hemos quitado de encima.

—¿Quitado a quién?

—A quienes nos seguían. Alguien nos ha seguido, Bigman, desde el instante en que has puesto un pie en la Shooting Starr. Mira el ergómetro.

Bigman echó una mirada al aparato. El ergómetro se parecía al del Atlas sólo por el nombre; en esa nave, el ergómetro era un modelo primitivo, diseñado para registrar radiaciones de otro motor con la finalidad de liberar los cohetes salvavidas. Ese era su único objetivo. El ergómetro de la Shooting Starr podía registrar el esquema de radiación de motores hiper-atómicos en naves no mayores que un cohete salvavidas normal, y a distancias de más de tres millones de kilómetros.

Aun en ese mismo instante la línea negra en el folio cuadriculado indicaba una débil pero periódica variación.

—Eso no es nada —comentó Bigman.

—Lo era, hace unos momentos. Míralo tú mismo —Lucky desenrolló el cilindro de papel ya impreso por la aguja; las oscilaciones de la línea se veían más pronunciadas, y su origen era inequívoco—. ¿Lo ves, Bigman?

—Pudo haber sido cualquier nave espacial. Pudo haber sido una nave de carga de Ceres.

—No. Por una sola razón: ha intentado seguimos y, hasta cierto punto, lo ha logrado, lo cual significa que tiene un ergómetro excelente. Además, ¿has visto alguna vez un esquema de radiación similar a éste?

—No, Lucky, no exactamente igual a éste.

—En cambio yo sí lo he visto: el de la nave que abordó al Atlas. Este ergómetro realiza un análisis mucho más completo de la radiación, pero la semejanza es definitiva. El motor de la nave que nos ha seguido era de diseño sirio.

—O sea que era la nave de Antón.

—U otra similar. En este caso no es importante. De todos modos, los hemos dejado atrás.

—En este momento —dijo Lucky— estamos en el preciso punto en que tendría que hallarse la roca del ermitaño; o, al menos, dentro de un radio de unos cuarenta mil kilómetros.

—Pues aquí no veo nada —comentó Bigman.

—Así es, no hay nada. El registro de gravedad no indica la cercanía de ninguna masa asteroidal. Estamos dentro de lo que los astrónomos denominan la zona prohibida.

—Aja —asintió Bigman prudentemente—, ya veo.

Lucky sonrió: no había nada que ver. Una zona prohibida en el cinturón asteroidal no se veía muy distinta de una parte del cinturón que estuviese sembrada de rocas, al menos a la observación directa, sin instrumental óptico. A menos que un asteroide se hallara a una distancia cercana a los ciento ochenta kilómetros, la vista de conjunto era la misma.

Estrellas o cuerpos que semejaban estrellas cubrían el firmamento; no era posible asegurar cuáles de ellos eran asteroides y no estrellas, a menos que se hiciese una observación muy prolongada, para ver qué presuntas «estrellas» variaban su posición relativa, o a menos que se utilizara un telescopio.

Bigman inquirió:

—Bien, ¿qué haremos?

—Observar las cercanías. Y esto tal vez nos llevará un par de días.

La trayectoria de la Shooting Starr se tornó errática; la nave se dirigió hacia la región exterior del Sistema Solar, abandonando la zona prohibida en dirección a las agrupaciones más cercanas de asteroides. El registro de fuerza de gravedad mostró, con el salto de sus agujas, la aproximación a masas aún distantes.

Uno detrás de otro, los pequeños cuerpos se deslizaron por la pantalla visora, permanecieron en ella mientras su capacidad de movimiento lo permitía y luego desaparecieron.

La velocidad de la Shooting Starr había disminuido hasta convertirse en un relativo deslizamiento, pero aun así los kilómetros recorridos superaban los cientos de miles y alcanzaban los millones. Transcurrieron varias horas; una docena de asteroides apareció y quedó atrás.

—Será mejor que comas —dijo Bigman.

Pero Lucky se contentó con un bocadillo y unos sorbos de agua mientras él y Bigman se alternaban para observar la pantalla visora, el registro de gravedad y el ergómetro.

De pronto, a la vista de un asteroide, Lucky dijo con voz tensa:

—Ahora descenderé.

Bigman, sorprendido, preguntó:

—¿Es ése el asteroide? —advirtió sus angulosidades—. ¿Lo has reconocido?

—Creo que sí, Bigman. Sea como fuere, tenemos que investigarlo.

Media hora más tarde, Lucky había conducido la nave hasta la zona sombreada del asteroide.

—Mantente aquí —ordenó Lucky—. Uno de los dos debe quedarse en la nave y tú eres el indicado. No lo olvides: no es imposible detectar la presencia de la nave, pero si te mantienes en la sombra, con las luces apagadas y los motores al mínimo, será muy difícil para ellos localizarte. Según el registro actual del ergómetro, ahora no hay ninguna nave en las cercanías. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo!

—Lo que debes recordar como cosa principal es esto: no vayas en mi busca por ninguna razón; cuando yo haya cumplido mi objetivo vendré hacia aquí. Si no regreso dentro de doce horas y tampoco he llamado durante ese tiempo irás a Ceres con un informe, después de tomar fotografías de este asteroide desde todos los ángulos posibles.

La expresión del rostro de Bigman denotaba claramente hosquedad y obstinación:

—¡No!

—Aquí está el informe —dijo Lucky con voz inalterable, a la vez que cogía de un bolsillo interno una cápsula personal—. Esta cápsula está especialmente sellada para el doctor Conway. Él es el único que puede abrirla, y debe tener esta información en su poder, prescindiendo de lo que pueda ocurrirme a mí, ¿comprendes?

—¿Qué hay dentro? —preguntó Bigman, sin tender la mano para cogerla.

—Sólo teorías, me temo. No he hablado de ellas con nadie, porque quería venir aquí, reunir pruebas y regresar con hechos. Si no lo logro, al menos las teorías irán de regreso. Tal vez Conway crea en ellas y pueda forzar al gobierno a que actúe según ellas.

—No lo haré —protestó Bigman—. No te abandonaré.

—Bigman: si no puedo confiar en que tú harás lo que corresponde, más allá de lo que nos ocurra a ti y a mí, tampoco podré confiar en ti luego, si regreso sano y salvo.

Bigman tendió su mano y la cápsula quedó sobre su palma.

—Está bien —dijo el hombrecito.

Lucky se deslizó a través del vacío hacia la superficie del asteroide, ayudándose con las pistolas impelentes de su traje espacial. Sabía que el asteroide tenía un tamaño aproximadamente igual al del ermitaño, que la forma era similar a la que él recordaba, que su superficie era escarpada e irregular y, a la luz del Sol, su color era el mismo, poco más o menos. Pero todo esto, sin embargo, podría ajustarse a la descripción de cualquier asteroide.

Pero había otro elemento. Y era el único que no debía repetirse en muchos casos más.

De un pequeño saco, suspendido de su cintura, extrajo un instrumento diminuto, similar a un compás: en realidad se trataba de una unidad de radar de bolsillo. Su fuente blindada de emisión podía poner en el aire ondas cortas de casi cualquier frecuencia. Algunas octavas podían ser parcialmente reflejadas por la roca y parcialmente transmitidas a distancias razonables.

Frente a un estrato rocoso sólido, la reflexión de las radiaciones activaba una aguja dentro de un cuadrante. Frente a un cuerpo rocoso no totalmente sólido, por ejemplo, una superficie bajo la cual se hallara una cavidad o un agujero, parte de la radiación era reflejada en forma directa, en tanto que otra porción penetraba en el hueco y era reflejada por la pared más lejana. De este modo se producía una doble reflexión, uno de cuyos componentes era más débil que el otro. De acuerdo con esa doble reflexión, la aguja vibraba con un movimiento doble característico.

Lucky observó el instrumento al moverse con libertad por entre los picos rocosos. Suavemente, la aguja vibraba con dos movimientos distintos: primero el más débil, luego el de mayor intensidad. El corazón de Lucky latía con fuerza. El asteroide era hueco. Si hallaba el lugar en que los movimientos subsidiarios fuesen más intensos, estaría en el lugar en que el agujero era más cercano a la superficie: la compuerta de aire.

Por unos minutos todas las facultades de Lucky se concentraron en la aguja. El joven no advirtió el cable magnético que serpenteaba hacia él desde el horizonte cercano.

Y no lo advirtió hasta que estuvo prisionero en él, espiral tras espiral, en ajustado lazo que lo elevó de la superficie del asteroide y luego lo depositó en lo hondo de la roca, como un cuerpo sin peso, totalmente indefenso.

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