Los ojos de Lucky horadaron el rostro de su interlocutor.
—Es difícil creerlo, señor Hansen. Yo pensaba que usted sabría sus coordenadas tan bien como un habitante de nuestro planeta sabe las señas de su casa.
El ermitaño se miró las puntas de los pies y luego, suavemente, asintió:
—Sí, creo que es así. Y ésas son las señas de mi casa. Sin embargo, las desconozco.
Conway intervino:
—Si este hombre, en forma deliberada…
—Un momento —interrumpió Lucky—. Seamos pacientes. El señor Hansen podrá darnos alguna explicación.
Todos estaban pendientes del ermitaño.
Las coordenadas de los distintos cuerpos en la Galaxia constituyen la corriente sanguínea de los viajes espaciales. Cumplen la misma función que las líneas de latitud y longitud en la superficie bidimensional de un planeta. Pero el espacio es tridimensional y, ya que en él los cuerpos se mueven en todo sentido, las coordenadas necesarias son muy complejas.
Básicamente hay una posición inicial común a la que se denomina posición cero. En el caso del Sistema Solar, la posición del Sol es la posición cero. A partir de este punto de partida, se necesitan tres números. El primero representa la distancia de un objeto o una posición hasta el Sol. El segundo y tercer número son dos mediciones angulares que indican la posición del objeto con referencia a una línea imaginaria que conecta el Sol con el centro de la Galaxia. Si se conocen tres series de estas coordenadas, correspondientes a tres momentos distintos y separados en el tiempo, la órbita de un cuerpo puede ser calculada y conocer así su posición relativa al Sol en cualquier momento dado.
Las naves espaciales pueden calcular sus propias coordenadas con respecto del Sol o, si fuese más conveniente, con respecto del más cercano de los cuerpos mayores, cualquiera que sea. En las Líneas Lunares, cuyas naves hacían la trayectoria entre la Tierra y la Luna, la Tierra constituía el «punto cero». Las coordenadas propias del Sol se calculaban con respecto del centro de la Galaxia y con respecto del meridiano galáctico principal, pero esto sólo era importante en los viajes interestelares.
Algunas de estas ideas atravesaron la mente del ermitaño mientras permanecía bajo la mirada atenta de los tres consejeros. Era complicado explicarlo. Sin embargo, de pronto, Hansen dijo:
—Sí, puedo explicarlo.
—Estamos aguardando —puntualizó Lucky.
—Jamás en quince años tuve necesidad de utilizar las coordenadas. En los dos últimos años no abandoné mi asteroide ni siquiera por unas horas; antes de ello, todos los viajes que he hecho, uno o dos por año, fueron breves: a Ceres o a Vesta, para comprar provisiones o algún recambio. Cuando lo hacía, utilizaba coordenadas locales, calculadas siempre en el momento. Nunca organicé una tabla general porque nunca tuve necesidad de hacerlo.
»Sólo me alejaba por un día o dos, tres a lo sumo, y mi roca no iría a dar muy lejos en ese lapso, porque se traslada con la corriente de asteroides, un poco más lentamente que Ceres o Vesta cuando está lejos del Sol y un poco más deprisa cuando está más cercano. Cuando me dirigía hacia la posición que había calculado, mi roca podía haberse deslizado quince o hasta ciento cincuenta mil kilómetros con respecto de su posición anterior, pero siempre estaba al alcance del telescopio de la nave. Por tanto, siempre me era posible ajustar mi trayectoria a simple vista. Jamás utilicé las coordenadas solares comunes porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y eso es todo.
—Lo que usted está diciendo —resumió Lucky— es que no puede regresar a su roca ahora. ¿O ha calculado las coordenadas locales antes de partir?
—Ni siquiera pensé en ello —dijo el ermitaño, con tono apesadumbrado— Mi último viaje fue hace dos años y no he puesto atención en el hecho hasta el instante en que usted me ha llamado aquí.
El doctor Henree intervino:
—Un momento. Un momento. —Había encendido una nueva pipa y la chupaba con fuerza—. Tal vez esté equivocado, señor Hansen, pero cuando usted tomó posesión del asteroide, debió haber presentado papeles a la Oficina Terrestre del Mundo exterior, ¿no es verdad?
—Sí —respondió Hansen—, pero era sólo una formalidad.
—Puede ser. No discuto ese punto. Pero aún así las coordinadas de su asteroide deben estar registradas allí. Hansen pensó durante algunos segundos y luego negó, sacudiendo la cabeza.
—Me temo que no, doctor Henree. Sólo asentaron la coordenada-tipo para el primero de enero de ese año. Era para identificar el asteroide, con un número de código, en caso de litigio de posesión. No se preocupaban más que por eso y no es posible trazar una órbita con una sola serie de coordenadas.
—Pero usted mismo debe de haber obtenido valores orbitales. Lucky nos ha dicho que en un principio usted utilizó al asteroide como lugar de vacaciones. De modo que usted debía saber cómo hallarlo año tras año.
—Eso era quince años atrás, doctor Henree. Y obtuve entonces los valores, sí. Y esas cifras están en algún libro de anotaciones en el asteroide, pero no las he memorizado.
Los ojos oscuros de Lucky estaban cubiertos por una nube de preocupación; luego de una pausa, el joven dijo:
—Esto es todo, por ahora, señor Hansen. El guardia le acompañará hasta su habitación y le llamaremos luego, si es necesario. Mister Hansen —agregó mientras el ermitaño se ponía de pie—, si recuerda algo acerca de las coordenadas, háganoslo saber.
—Así lo haré, señor Starr —repuso Hansen con tono grave.
Nuevamente quedaron solos los tres consejeros. La mano de Lucky pulsó un control del tubo comunicador.
—Active la transmisión —pidió.
La voz del operador de la Central de Comunicaciones le respondió:
—¿El mensaje anterior era para usted, señor? No me fue posible cortar la comunicación, de modo que…
—Está bien; transmisión, por favor.
Lucky ajustó el ordenador y utilizó las coordenadas de Bigman como punto cero en la onda sub-etérica.
—Bigman —dijo, en cuanto apareció su rostro en la pantalla—, abre el diario de navegación nuevamente.
—¿Tienes las coordenadas, Lucky?
—Aún no. ¿Has abierto el diario?
—Sí.
—¿Ves un trozo de papel suelto, lleno de anotaciones y cálculos?
—Aguarda. Sí. Aquí está.
—Ponlo frente a tu transmisor. Necesito verlo.
Lucky cogió un folio y copió las cifras.
—Está bien, Bigman, quítalo de la pantalla. Oye ahora, quédate donde estás, ¿comprendes? Quédate donde estás, ocurra lo que ocurra, hasta que yo vuelva a llamarte. Cortaré la transmisión. Fuera.
El joven se volvió hacia Conway y Henree y explicó:
—Desde la roca del ermitaño hasta Ceres hice mi trayectoria a ojo. Corregí la trayectoria tres o cuatro veces, utilizando el telescopio de la nave y los nonios de observación y medición. Esos son mis cálculos.
Conway asintió con la cabeza:
—Supongo que ahora te propones hacer los cálculos en orden inverso para hallar las coordenadas de la roca.
—Es una tarea bastante simple, sobre todo si disponemos del Observatorio de Ceres.
Conway se puso de pie, pesadamente.
—No puedo menos que pensar que has puesto demasiadas esperanzas en esto, pero nos dejaremos llevar por tu instinto por ahora. Vayamos al Observatorio.
Pasillos y ascensores los acercaron a la superficie de Ceres, mil metros por encima de las oficinas del Consejo de Ciencias, en las entrañas del asteroide. El ambiente era frío, ya que el Observatorio trataba por todos los medios posibles de mantener una temperatura constante y tan cercana a la de la superficie como el cuerpo humano pudiese soportar.
Con gran lentitud y cuidado un joven matemático iba desenmarañando los cálculos de Lucky, alimentaba con ellos el computador y controlaba las operaciones.
En una silla muy incómoda, el doctor Henree acurrucaba su cuerpo delgado; parecía buscar un poco de calor en su pipa a la que mantenía casi cubierta entre sus largos dedos; de pronto, en medio de la tensa espera, el científico murmuró:
—Tengamos la esperanza de que todo esto conduzca a algo positivo.
—Así tendrá que ser —respondió Lucky.
El joven estaba sentado, con los ojos fijos y pensativos, abarcando en una mirada indefinida la pared opuesta.
—Oye, tío Héctor, hace unos minutos has hablado de mi «instinto». Pero ya no se trata de instinto; ya no. Esta carrera de la piratería hoy es bien distinta de la que hubo veinticinco años atrás.
—Sus naves espaciales son más difíciles de detener, si te refieres a eso —respondió Conway.
—Sí, ¿pero no es muy extraño que sus correrías estén limitadas al cinturón de asteroides?
—Son prudentes. Veinticinco años atrás, cuando sus naves espaciales recorrían toda la trayectoria hasta Venus, nos vimos forzados a montar una ofensiva y atacarlos de frente. Ahora se han instalado en los asteroides y el gobierno no se decide a adoptar medidas demasiado costosas.
—Hasta ahí todo es lógico —comentó Lucky—, pero ¿cómo obtienen lo necesario para mantener su organización? Siempre se ha dicho que los piratas no hacen sus incursiones por el puro placer de hacerlas, sino para coger naves, alimentos, agua, recambios, todo tipo de abastecimiento. Ahora se diría que más que nunca esto les es imprescindible. El capitán Antón se jactó ante mí de sus cientos de naves y miles de mundos. Bien podría haber sido una mentira para impresionarme, pero no dudó en disponer del tiempo necesario para el duelo de pistolas impelentes, deslizándose abiertamente por el espacio durante horas, como si no tuviera temor alguno de una interferencia gubernamental. Y, además, Hansen dijo que los piratas se han apropiado de distintos asteroides de ermitaños como lugares de aterrizaje. Hay cientos de rocas pertenecientes a ermitaños. Si los piratas mantienen tratos con ellos, ya sean todos o sólo una parte, también esto significa la existencia de una importante organización.
»Ahora bien, ¿de dónde obtienen alimentos para mantener tan amplia organización, si al mismo tiempo hacen menos incursiones que las que llevaban a cabo veinticinco años atrás? El pirata Martín Maniu, un tripulante, me habló de mujeres y familias. Me dijo que había trabajado en los tanques. Tal vez ha trabajado en el cultivo de la levadura. Hansen tenía comida de levadura en su asteroide y no era levadura de Venus. Yo sé cuál es el gusto de la levadura de Venus.
»Hagamos una síntesis de todo: los piratas cultivan sus propios alimentos en pequeños huertos de levadura, distribuidos entre las cavernas de los asteroides. Pueden obtener bióxido de carbono directamente de las rocas calizas y agua y oxígeno extra de los satélites jupiterianos. Maquinaria y generadores pueden ser importados desde Sirio o bien los cogerán en algún atraco. Y sus incursiones también les dan la posibilidad de reclutar más gente, tanto hombres como mujeres.
»Y la conclusión de este cuadro es que Sirio está organizando un gobierno independiente contra nosotros. Utiliza el descontento de muchas personas para construir una sociedad tan diseminada en el espacio, que será difícil o imposible hacerla desaparecer, si aguardamos demasiado tiempo.
»Los jefes, como el capitán Antón, están, sobre todo detrás del poder, y de buena gana entregarán a Sirio la mitad del Imperio Terrestre, si logran quedarse con la otra mitad para sí mismos.
Conway sacudió la cabeza:
—Es una estructura tremenda para la pequeña base objetiva que tienes. Me parece dudoso que logremos convencer al gobierno. Y ya sabes que el Consejo de Ciencias puede actuar por sí mismo sólo hasta cierto punto. Nosotros no poseemos una escuadra propia, desgraciadamente.
—Lo sé y por esto, justamente, necesitamos más información. Si pudiéramos, mientras aún hay tiempo, hallar sus bases más importantes, capturar a sus jefes, exponer la existencia de conexiones con Sirio…
—¿Sí?
—Pues creo que se podría neutralizar el movimiento. Creo con firmeza que el hombre medio de los asteroides, para utilizar la denominación que ellos se adjudican a sí mismos, no tiene idea de que está convertido en un títere de Sirio; tal vez ese hombre medio puede tener quejas contra la Tierra. Quizá piense que se le abren posibilidades nuevas, que no se le ha permitido desempeñar una tarea adecuada ni lograr un ascenso, que no tenía las condiciones de vida que se ha merecido. También puede haberse sentido interesado por saber cómo era esa vida a la que ve más colorida; Todo esto es posible. Pero hay mucha distancia desde aquí a decidirse por el partido del peor enemigo de la Tierra. Cuando comprenda que sus jefes lo han inducido a hacer esto, la amenaza pirata podrá desaparecer.
Lucky se detuvo en su vehemente reflexión en voz alta al ver que el matemático se acercaba, con una ficha transparente en la mano, impresa con los signos del código del computador.
—Oye —dijo—, ¿estás seguro de que las cifras que me has dado son correctas?
—Estoy seguro. ¿Por qué? —preguntó entonces Lucky.
El joven sacudió la cabeza.
—Hay algo mal aquí. Las coordenadas finales sitúan tu asteroide en las zonas prohibidas. Y allí no es posible que haya muchos asteroides, aun considerando el movimiento lógico. O sea que no puede ser.
Las cejas de Lucky se alzaron en un gesto de perplejidad. El técnico tenía razón en cuanto a las zonas prohibidas. Allí no había asteroides; esas zonas constituían porciones del cinturón asteroidal en las que, de existir, los asteroides tendrían órbitas en torno al Sol cuya duración sería una fracción exacta del período de doce años que dura la revolución de Júpiter. Esto significa que, con intervalos constantes y regulares de pocos años, el asteroide y el planeta se aproximarían en el mismo lugar del espacio. El repetido arrastre gravitacional de Júpiter, lentamente, liberó la zona de asteroides: en los dos mil millones de años transcurridos desde que los planetas se habían formado, Júpiter expulsó a todos los asteroides fuera de las zonas prohibidas.
—¿Estás seguro de que tus cálculos son correctos? —preguntó Lucky.
El matemático hizo un gesto que parecía significar «yo conozco mi oficio». Pero en voz alta ofreció:
—Lo podemos comprobar a través del telescopio. El de veinticinco metros está en servicio. Pero, de todos modos, no es adecuado para el trabajo a corta distancia. Utilizaremos uno de los pequeños. Ven conmigo, por favor.
El Observatorio en sí era casi un santuario, y los distintos telescopios, los altares. Los hombres estaban absortos en sus tareas y no se distrajeron de ellas para observar al técnico y a los tres hombres del Consejo, cuando éstos llegaron.
El joven matemático se encaminó hacia una de las alas en que estaba dividido el enorme salón.
—Charlie —dijo a un joven prematuramente lisiado—, ¿puedes poner en acción al «Berta»…?
—¿Para qué? —Charlie levantó la vista de una serie de fotografías de estrellas que había estado observando.
—Quiero examinar el lugar determinado por estas coordenadas —y le tendió las fichas del computador.
Charlie examinó las fichas y frunció el entrecejo:
—¿Para qué? Eso es parte de la zona prohibida.
—De todos modos, ¿podrías enfocar el punto? —preguntó el matemático—. Es un asunto del Consejo de Ciencias.
—¡Oh! Sí, por supuesto. —De pronto su actitud era mucho más complaciente—. Llevará unos pocos minutos.
Oprimió un interruptor y un diafragma flexible emergió de la parte superior del cubículo, cerrado en tomo al tubo del «Berta», telescopio de tres metros, que se utilizaba para observación a corta distancia. El diafragma estaba sellado al vacío y por encima de él, Lucky pudo advertir que el orificio de superficie giraba con suavidad. El amplio ojo del «Berta» se deslizó hacia arriba, con el diafragma suspendido de él, y quedó expuesto a la magnificencia del firmamento.
—Por lo común —explicó Charlie utilizamos al «Berta» para obtener fotografías. La rotación de Ceres es demasiado veloz para observaciones ópticas adecuadas. El punto que ustedes quieren enfocar está sobre el horizonte, lo cual es favorable.
Tomó asiento cerca del visor y manejó el tubo del telescopio como si fuera la trompa flexible de un gigantesco elefante. El telescopio describió un ángulo y el joven astrónomo fijó en posición; con gran cuidado ajustó el foco.
Bajó de su butaca y luego descendió por los escalones de una escalera que bordeaba la pared. Al toque de sus dedos, una placa, debajo del telescopio, se deslizó hacia un costado y dejó visible un pozo de negrura. En una serie de espejos y lentes se enfocaba y ampliaba la imagen captada por el telescopio.
Sólo negrura. Charlie dijo:
—Aquí está. —Utilizó una pequeña vara para señalar—. Ese punto diminuto es Metis, que es una roca bien grande. Tiene unos cuarenta kilómetros de diámetro, pero está a millones de kilómetros de distancia. Aquí hay unos pocos puntos más, dentro del millón y medio de kilómetros con respecto del punto en que ustedes se interesan, pero están a un lado, fuera de la zona prohibida. Ya he filtrado mediante polarización la imagen de las estrellas; de lo contrario no veríamos nada.
—Gracias —dijo Lucky. Se sentía anonadado.
—A ustedes. Ha sido un placer.
Ya se hallaban en el ascensor, descendiendo hacia las oficinas del Consejo, cuando Lucky habló. Con voz apenas audible susurró:
—No puede ser.
—¿Por qué no? —inquirió Henree—. Tus cifras eran equivocadas.
—¿Pero cómo es posible? Con ellas he llegado a Ceres.
—Tal vez hayas pensado en una cifra y luego hayas anotado otra, por error, y luego harás hecho una corrección a ojo y te has olvidado de corregir en el papel.
—No —Lucky sacudió la cabeza—, no puede ser que haya hecho tal cosa. No he… Espera. ¡Gran Galaxia! —con expresión airada miró a sus acompañantes.
—¿Qué ocurre, Lucky?
—¡Es lógico! ¡Por el espacio! Es perfecto. Oíd, me he equivocado. Ya no hay tiempo; es terriblemente tarde. Tal vez sea demasiado tarde. Creo que he vuelto a subestimarlos.
El ascensor se detuvo; las puertas se abrieron y Lucky, casi de un brinco, se halló fuera.
Conway se precipitó tras él, le cogió del brazo y le hizo girar.
—¿De qué hablas?
—Saldré al espacio. Ni penséis en detenerme. Y si no regreso, por el amor de la Tierra, forzad al gobierno a iniciar preparativos bélicos importantes. De otro modo los piratas podrán controlar todo el Sistema en el término de un año. Quizá antes.
—¿Por qué? —inquirió Conway con tono violento—. Porque tú no has podido hallar un asteroide.
—Exactamente —fue la respuesta de Lucky en aquel mismo momento.