2. SABANDIJAS DEL ESPACIO

El doctor Henree soltó su pipa, que rebotó sobre el piso de linelita, pero él no le prestó atención.

—¿Qué?

Conway enrojeció; junto al blanco níveo de su cabello, el rostro se le destacaba más aún.

—¿Es una broma?

—No. Se embarcó cinco minutos antes de que comenzara la ignición. Yo le estaba hablando al centinela, un tío que se llama Wilson, y no dejé que se entrometiera. He tenido que pelear con el tipo y tal vez lo habría puesto fuera de combate con un uno-dos —con bruscos golpes al vacío hizo la demostración— pero se echó atrás.

—¿Se lo has permitido? ¿No nos has dicho nada?

—¿Y cómo? Yo tengo que hacer lo que Lucky diga. Y él me ha dicho que debía embarcarle en el último minuto y sin que nadie lo supiera, porque usted o el doctor Henree querrían detenerlo.

Conway habló con acento plañidero:

—Lo ha hecho. ¡Por el espacio! Gus, tendría que haber sabido que no era posible confiar en este hombrecito marciano. ¡Bigman, eres un tonto! Tú sabes que esa nave es una trampa para bobos.

Lo sé. Lucky también lo sabe. Y dice que no envíen otras naves detrás de él o todo el plan se arruinará.

—Se arruinará de todos modos, ¿no? Dentro de una hora habrá gente viajando tras él.

Henree sacudió la manga de su amigo:

—Será mejor que no, Héctor. No sabemos qué es lo que ha planeado, pero podemos confiar en que se las arreglará para salir bien parado de cualquier situación con la que. Tenga que enfrentarse. Opino que lo mejor será no inmiscuirnos.

Conway se dejó caer sobre un sillón, tembloroso de ira y ansiedad, Bigman explicó:

—Me ha dicho que lo hallaré en Ceres y también, doctor Conway, ha dicho que usted debe controlar sus arrebatos.

—¡Tú…! —comenzó Conway a responder, y Bigman salió de la oficina a toda prisa.

La órbita de Marte ya había quedado atrás y el sol se reducía velozmente.

Lucky Starr amaba el silencio del espacio. Luego de haberse graduado y a partir de su incorporación al Consejo de Ciencias, el espacio se había convertido en su hogar, más que cualquier otra superficie planetaria. Y el Atlas era una nave cómoda; estaba aprovisionada como para una tripulación completa, y lo único que faltaba era lo que se podría haber consumido en el trayecto hasta los asteroides. En todos los aspectos el Atlas tendría que parecer como si, hasta el instante del abordaje pirata, hubiese estado con todos sus hombres a bordo.

De modo que Lucky comió bistec sintético de los huertos venusinos, pastas marcianas y pollos terrestres deshuesados.

«Aumentaré de peso», pensó, observando el firmamento.

Estaba lo suficientemente cerca como para poder ver los asteroides mayores. Allí estaba Ceres, el más importante de todos, con un diámetro que superaba los ochocientos kilómetros. Vesta se hallaba al otro lado del Sol, pero Juno y Palas eran visibles.

De utilizar el telescopio de la nave, hallaría más, cientos más, tal vez miles. Los asteroides eran, por cierto, innumerables.

Alguna vez se había elaborado la teoría de la existencia de un planeta situado entre Marte y Júpiter que, muchas eras geológicas antes, había estallado en fragmentos; pero no era así. Porque, en realidad, el villano era Júpiter. Su enorme influencia gravitacional perturbaba el espacio en un campo de cientos de millones de kilómetros en los evos durante los cuales se formara el Sistema Solar. Jamás podrían unirse en un único planeta las piedras cósmicas esparcidas entre Marte y Júpiter, a causa de la fuerza de atracción de éste último.

Seguirían constituyendo una miríada de pequeños cuerpos celestes.

Cuatro de los asteroides mayores tenían un diámetro de doscientos kilómetros o más; luego, los mil quinientos siguientes oscilaban entre tres y quince kilómetros de diámetro; luego, había varios miles (nadie sabía con exactitud cuántos) cuyos diámetros estaban por debajo de los tres kilómetros y docenas de miles más pequeños aún y que, sin embargo, eran tanto o más voluminosos que la Gran Pirámide.

Tal era su cantidad que los astrónomos los denominaron «las sabandijas del espacio».

Los asteroides estaban diseminados por toda la zona intermedia entre Marte y Júpiter, y cada uno describía su propia órbita. Ningún otro sistema planetario conocido por el hombre en toda la Galaxia poseía un cinturón asteroidal similar.

En cierto sentido esto era bueno. Los asteroides constituían puntos de escala en los viajes hacia otros planetas. Pero en otro sentido era malo. Todo criminal que lograra huir a los asteroides se hallaba a salvo de captura, aun en el peor de los casos. No existía fuerza policial que fuese capaz de registrar cada una de esas montañas que flotaban en el espacio.

Los asteroides menores eran tierra de nadie. Habían sido instalados observatorios astronómicos en el más grande, el macizo Ceres.

En Palas había minas de berilo, en tanto que en Vesta y Juno existían importantes centros de reabastecimiento de combustible. Pero aun así restaban cincuenta mil asteroides mensurables sobre los cuales el Imperio Terrestre no tenía poder. Unos pocos eran aptos como puerto seguro. Algunos eran demasiado pequeños para más de un único cohete-crucero, con espacio adicional, tal vez, para un abastecimiento para seis meses de combustible, comida y agua.

Y era imposible realizar un mapa de todos ellos. Tampoco en los antiguos tiempos preatómicos, anteriores a los viajes espaciales, cuando sólo se conocían los mil quinientos de mayor tamaño, había sido posible localizarlos en un mapa. Sus órbitas habían sido cuidadosamente calculadas mediante observación telescópica y, sin embargo, algunos asteroides se habían «perdido» y luego habían sido «hallados» nuevamente.

Lucky desechó sus ensoñaciones. El sensitivo ergómetro estaba captando pulsaciones que provenían del exterior. En un segundo se colocó frente al tablero de control.

La energía constante que manaba del sol, ya fuera directa o a través de los reflejos de relativa debilidad surgidos de los planetas, era suprimida por el aparato. Por lo tanto, lo que ahora registraba, eran las características pulsaciones de energía de un motor hiper-atómico.

El solitario tripulante del Atlas accionó la conexión con el ergógrafo y el gráfico de esa energía se materializó en un conjunto de líneas; el joven fue interpretando el papel a medida que aparecía en la máquina y sus mandíbulas se endurecieron.

Siempre era posible que el Atlas cruzara su trayectoria con la de una nave normal de carga o de pasajeros, pero el gráfico revelaba lo contrario. La nave que se aproximaba poseía motores de diseño avanzado y distintos de los que cualquier nave espacial terrestre pudiera llevar.

Transcurrieron cinco minutos antes de que los datos fuesen suficientes para calcular la distancia y la dirección de la fuente de energía.

Preparó la placa visora para observación telescópica y el campo estelar se colmó de motas. Con extremo cuidado buscó por entre las infinitamente silenciosas, infinitamente distantes e infinitamente inmóviles estrellas, hasta que el relampagueo de un movimiento fue captado por sus ojos y los cuadrantes de lectura del ergómetro indicaron un múltiple cero.

Era una nave pirata. ¡Sin duda! Podía definir sus contornos a partir de la mitad qué brillaba al sol y por las luces del puerto que titilaban en la mitad en sombras. Era una nave esbelta y graciosa que se advertía veloz y maniobrable. Y también tenía un aire extraño, algo distinto en su línea.

Diseño de Sirio, pensó Lucky.

Observó en la pantalla cómo crecía la nave espacial más y más. ¿Sería como ésta la nave que su padre y su madre vieron en el último día de sus vidas?

No recordaba, casi, a sus padres. Pero había visto fotografías de ellos y había escuchado relatos sin fin acerca de Lawrence y Barbara Starr de boca de Henree y Conway. Habían sido inseparables el alto y grave Gus Henree, el colérico y perseverante Héctor Conway y el ágil y risueño Larry Starr. Juntos habían asistido a la universidad, juntos se habían graduado, habían accedido al Consejo los tres a la vez y todas sus tareas las llevaron a cabo en equipo.

Y luego, Lawrence Starr había sido ascendido y asignado a un alto cargo en Venus. El, su mujer y su hijo de cuatro años recorrían la trayectoria hacia Venus, cuando la nave pirata los atacó.

Por años, lleno de amargura, Lucky se había preguntado cómo transcurrió esa hora final en la nave destinada a la muerte. Primero, los controles principales de la nave averiados en la popa, cuando aún pirata y víctima estaban separadas. Luego, la voladura de las puertas exteriores de las cámaras de aire y el abordaje. Tripulación y pasajeros se vestían con trajes espaciales, por precaución ante la pérdida de aire cuando las cámaras fueron destruidas. Los tripulantes armados y a la expectativa. Los pasajeros apiñados en los compartimentos interiores, sin mucha esperanza.

Mujeres llorando; niños gimiendo de terror.

Su padre no estaba entre los que se escondían. Su padre era miembro del Consejo. Se había armado para luchar; Lucky estaba seguro de ello. Tenía un recuerdo, muy breve, grabado a fuego en su mente. Su padre, un hombre alto y robusto, estaba de pie con un desintegrador apuntando y, en el rostro, la expresión de lo que debió ser uno de los pocos instantes de fría ira en su vida, en el momento en que la puerta del cuarto de controles caía dentro entre una nube de negro humo.

Y su madre, con el rostro húmedo y sucio, pero visible a través de la mascarilla del traje espacial, lo colocaba en un cohete salvavidas muy pequeño.

«No llores, David, nada ocurrirá.»

Esas eran las únicas palabras que recordaba que su madre hubiese dicho alguna vez.

Luego hubo un trueno a sus espaldas y él se sintió comprimido contra una pared.

Lo hallaron en el cohete salvavidas dos días después, al recibir sus mensajes automáticos de auxilio.

El gobierno organizó inmediatamente una terrible campaña contra los piratas de los asteroides y el Consejo facilitó, en ese sentido, cada uno de los mínimos datos obtenidos en años de trabajo silencioso. Para los piratas resultó evidente que atacar y matar hombres clave del Consejo de Ciencias era un mal negocio. Tan pronto como se localizaba un escondite en los asteroides, se lo reducía a cenizas y la amenaza de los piratas se redujo a revoloteos vacilantes por un período de veinte años.

Pero más de una vez Lucky se había preguntado si se habría asesinos de logrado localizar la especifica nave pirata que llevaba a los sus padres. No había modo de saberlo.

Y ahora la amenaza revivía, en forma menos espectacular, pero mucho más peligrosa. La piratería ya no era tarea de individuos aislados. Había adquirido la apariencia de un ataque organizado al comercio terrestre. Más aún: a partir de la naturaleza de la estrategia seguida, Lucky estaba convencido de que una mente, una única mano directiva táctica estaba por detrás de todo ello. Y sabía que él tendría que enfrentarse con esa única mente.

Una vez más arrojó una mirada al ergómetro. El registro de energía mostraba ahora marcas elevadas. La otra nave estaba dentro de la distancia en la que la cortesía espacial exige mensajes rutinarios de mutua identificación. Es decir, que se hallaba a la distancia en la que, habitualmente una nave pirata haría sus primeros movimientos hostiles.

El piso retembló bajo los pies de Lucky.

No era una bala desintegradora proveniente de la nave enemiga, sino la conmoción que producía la partida de un cohete salvavidas. Las pulsaciones de energía se habían vuelto tan fuertes como para activar los controles automáticos en ellos instalados.

Otra sacudida. Y otra. Cinco en total.

Observó la nave que se acercaba. A menudo los piratas atacaban a los salvavidas, en parte por la macabra diversión que ello les ocasionaba, en parte para evitar testigos que describiesen la nave atacante, suponiendo que no lo hubiesen hecho ya, a través de las ondas sub-etéricas.

Sin embargo, esta vez la nave pirata ignoró los salvavidas. Se aproximó hasta la distancia de abordaje. Sus garfios magnéticos se desplegaron y se adhirieron a la estructura exterior del Atlas y las dos naves, ahora, estrechamente unidas, iniciaron una marcha común en el espacio.

Lucky aguardó.

Oyó que la cámara de aire se abría y luego se cerraba. Oyó pasos y el sonido de los cierres de los cascos que luego dio paso al sonido de voces.

No se movió.

Una figura apareció en la puerta. Se había quitado el casco y los guantes, pero aún llevaba el traje espacial cubierto de hielo. Es común que esto ocurra con los trajes espaciales, cuando el portador pasa de una temperatura de cero absoluto, o cercana a él, en el espacio, al aire tibio y húmedo del interior de una nave. El hielo comenzaba a fundirse.

El pirata advirtió la presencia de Lucky sólo después de haber avanzado un metro dentro del cuarto de control. Y se detuvo, con la cara paralizada en una mueca casi cómica de sorpresa. Lucky tuvo tiempo de notar el ralo cabello negro, la nariz grande, y la cicatriz blanca que iba de la fosa nasal al incisivo, dividiendo el labio superior en dos partes desiguales.

Con absoluta calma Lucky soportó el escrutinio perplejo del pirata. No temía ser reconocido. Los hombres del Consejo en actividad siempre operaban en forma casi anónima, con la idea de que una cara muy conocida disminuiría su capacidad de acción. El propio rostro de su padre había aparecido en las pantallas sub-etéricas sólo después de su muerte. Con fugaz amargura Lucky pensó que tal vez una publicidad mayor podría haber prevenido el ataque pirata. Pero, por supuesto, era una tontería y él no lo ignoraba. En el momento en que los piratas habían visto a Lawrence Starr el ataque había avanzado lo suficiente como para no poder ser detenido.

Lucky dijo:

—Tengo un desintegrador. Lo utilizaré solamente si tú echas mano al tuyo. No te muevas.

El pirata abrió la boca y luego volvió a cerrarla. .

Lucky habló una vez más:

—Si quieres llamar a tus compañeros, puedes hacerlo.

El pirata le miró lleno de sospechas, pero con los ojos bien fijos en el desintegrador de su interlocutor, vociferó:

—¡Por el espacio centelleante! Aquí hay un tipo con un juguete encima.

Se oyó una carcajada de respuesta y una voz que gritaba:

—¡Calla!

Otro hombre penetró en la sala de control.

—Hazte a un lado, Dingo.

El individuo se había quitado todo el traje espacial y su aspecto producía una sensación de incongruencia a bordo de la nave. Sus ropas debían provenir del sastre más a la moda en Ciudad Internacional y, sin duda, eran más adecuadas para una fiesta elegante en la Tierra que para el abordaje de una nave en el espacio. Su camisa tenía la textura de la mejor seda, la que sólo se consigue con el hilado más caro de plastex; la iridiscencia del tejido era sutil y de ningún modo ostentosa; de no ser por el cinturón ricamente ornamentado, los pantalones ceñidos al tobillo y la camisa habrían pasado por una única prenda, pues su color combinaba a la perfección. Los puños de la camisa hacían juego con el cinturón y, al cuello, llevaba una banda de tejido ligero, azul cielo. Su cabello castaño y abundante se veía rizado y con el aspecto de recibir frecuentes cuidados.

El individuo era media cabeza más bajo que Lucky, pero teniendo en cuenta su porte y su actitud, el joven miembro del Consejo de Ciencias comprendió que estaría errado si juzgaba por la vestimenta de petimetre que se trataba de un hombre blando.

Tras acercarse, el nuevo personaje se presentó:

—Mi nombre es Antón. ¿Querrás bajar tu arma?

—¿Y que me maten?

—Puede que te matemos, pero no en este mismo momento. Antes necesito hacerte algunas preguntas.

Lucky no dejó de apuntar con su desintegrador.

Antón intentó nuevamente:

—Te doy mi palabra —un leve rubor tiñó sus mejillas—. Es mi única virtud, tal como los hombres la entienden, pero siempre mantengo mi palabra.

Lucky bajó su arma; Antón cogió el desintegrador y se lo tendió al otro pirata.

—Llévatelo, Dingo, y no regreses por aquí —se giró hacia Lucky—. Los demás pasajeros se habían marchado en los cohetes salvavidas, ¿verdad?

—Es una trampa evidente, Antón… —respondió Lucky, pero su interlocutor le interrumpió:

—Capitán Antón, por favor —y sonrió, pero sus fosas nasales se dilataron.

—De acuerdo, es una trampa, capitán Antón. Es evidente que tú sabías que esta nave no llevaba pasajeros ni tripulación. Lo sabías mucho antes de abordarla.

—¿De verdad? ¿Cómo lo has sabido tú?

—Te has aproximado a la nave sin hacer señales ni disparos de advertencia; no has desarrollado demasiada velocidad; has ignorado los cohetes salvavidas cuando se alejaron; tus hombres han abordado la nave sin precauciones, como si no pensaran en la posibilidad de que alguien les opusiera resistencia; el hombre que me halló traspuso la puerta con el desintegrador enfundado. Las conclusiones son claras.

—Estupendo. ¿Y qué haces tú en una nave sin tripulación ni pasajeros?

Con aire torvo, Lucky respondió:

—He venido a verte a ti, capitán Antón.

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