3. DUELO DE PALABRAS

La cara de Antón no se alteró.

—Ahora me estás viendo.

—Pero no en privado, capitán —los labios de Lucky se cerraron con fuerza.

Antón echó una veloz mirada a su alrededor. Una docena de sus hombres, todos interrumpidos en mitad de su tarea de quitarse los trajes espaciales, se había reunido en el compartimiento y observaban y oían con gran interés.

Antón enrojeció apenas y alzó la voz:

—Cada uno a lo suyo, basuras. Quiero un informe completo acerca de la nave. Y tened las armas preparadas. Puede que haya más hombres a bordo, y si algún otro es sorprendido como Dingo, lo arrojaré por una de las puertas exteriores.

Hubo un movimiento mínimo.

De pronto la voz de Antón se dejó oír, convertida en un grito:

—¡De prisa! ¡De prisa! —con un gesto veloz y reptante desenfundó su desintegrador—. Contaré hasta tres antes de disparar. Uno…, dos…

Y ya se habían marchado.

El pirata se enfrentó a Lucky nuevamente. Sus ojos relampagueaban y sus fosas nasales contraídas dejaban escapar el aire y aspiraban con movimientos bruscos.

—La disciplina es muy importante —resolló—. Deben temerme. Deben temerme más que a ser capturados por la Policía Espacial Terrestre. Y así una nave es un único cerebro y un único brazo. cerebro y mi brazo.

Sí, pensó Lucky, un cerebro y un brazo, ¿pero cuál? ¿El tuyo?

Casi infantil, amistosa y franca, la sonrisa de Antón relucía otra vez.

—Ahora dime qué quieres.

Lucky proyectó su pulgar un par de veces hacia el desintegrador, aún listo para dispararse. Sonrió también él y dijo:

—¿Estás por disparar? Si es así, adelante.

Antón se alteró.

—¡Espacio! Sí que tienes nervios de acero. Dispararé cuando me venga en gana. ¿Cómo te llamas?

—Williams, capitán.

—Eres un hombre alto, Williams; se te ve fuerte. Y, sin embargo, yo con la presión de mi dedo puedo matarte. Creo que es muy instructivo. Dos hombres y un desintegrador es todo el secreto del poder. ¿Has pensado alguna vez acerca del poder, Williams?

—Algunas veces.

—Es lo único que le da significación a la vida. ¿No crees?

Quizá.

—Veo que estás ansioso por entrar en materia. Comencemos, pues. ¿Por qué estás aquí?

—He oído hablar de los piratas.

—Nosotros somos hombres de los asteroides, Williams. No nos corresponde ninguna otra palabra.

—Estoy de acuerdo con ello. He venido a unirme a los hombres de los asteroides.

—Nos halagas, pero mi dedo está aún sobre el contacto del desintegrador. ¿Por qué?

—La vida es muy limitada en la Tierra, capitán. Un hombre como yo puede ser contable o ingeniero. Hasta podría dirigir una factoría o sentarse tras un escritorio y votar en las reuniones de directorio. Y eso no significa nada. Sea lo que fuere, será rutina. Yo podría llegar a descubrir mi vida del principio al fin. No habría aventura, ni ninguna incertidumbre.

—Eres un filósofo, Williams. Prosigue.

—Y están las colonias, pero no me atrae la vida de horticultor en Marte o de centinela de tanques en Venus. Lo que me subyuga es la vida en los asteroides. Allí vives entre la dureza y el peligro. Un hombre puede elevarse hasta la posición de poder que tú tienes. Y como has dicho, el poder da sentido a la vida.

—¿Y te has embarcado en una nave espacial vacía?

—Ignoraba que estuviese vacía. Debía embarcarme de algún modo y en cualquier cosa. Los pasajes espaciales legítimos son muy caros y un pasaporte a los asteroides, en estos días, no se obtiene con facilidad. Me había enterado de que esta nave integraba una expedición cartográfica, así se decía, y que se dirigía a los asteroides. De modo que he estado aguardando hasta el instante de la partida. Ese ha sido el momento en que todos estaban ocupados en los preparativos y las puertas exteriores aún abiertas. Un amigo mío ha puesto al centinela fuera de circulación.

»He supuesto que descenderíamos en Ceres. Para cualquier expedición a los asteroides ésa es la base principal. Llegado allí, me parecía simple esfumarme sin problemas. La tripulación estaría compuesta por astrónomos y matemáticos. Les quitas las gafas y los dejas ciegos; les apuntas con un desintegrador y se te mueren de terror. Una vez en Ceres, me conectaría con los pi…, los hombres de los asteroides de una u otra manera. Simple.

—Sólo que has tenido la gran sorpresa al recorrer la nave ¿No es eso? —preguntó Antón.

—Te lo diré. Nadie a bordo, y antes de que lograra comprenderlo, antes de que comprobase que realmente no había nadie a bordo, ya partía la nave.

—¿Y cómo ha sido, Williams? ¿Cómo ha sido que has deducido tu situación?

—No la he deducido; la he comprobado por mí mismo.

—Bien, veremos qué se puede averiguar. Tú y yo juntos —hizo un gesto con el desintegrador y ordenó, secamente—: Ven.

El jefe pirata se encaminó hacia el corredor central de la nave. Un grupo de hombres emergió de una de las puertas. Comentaban con breves palabras lo que habían visto, pero callaron al ver los ojos de Antón, quien les dijo:

—Acercaos.

Los hombres obedecieron. Uno de ellos se atusó el bigote entrecano con el dorso de la mano y dijo:

—Nadie más a bordo de la nave, capitán.

—Bien. ¿Qué me dices de la nave?

En un principio habían sido cuatro. Ahora otros hombres se unían al grupo.

La voz de Antón se hizo más fuerte.

—¿Qué pensáis todos vosotros de la nave?

Dingo se abrió paso entre sus compinches.

Se había quitado el traje espacial y Lucky pudo verlo tal como era. Y no resultaba una figura agradable. Era muy corpulento, pesado, y sus brazos se arqueaban apenas y pendían, sueltos, de los hombros voluminosos. Había abundantes pilosidades oscuras en los nudillos de sus dedos y la cicatriz del labio superior se estremecía. Sus ojos midieron a Lucky.

—No me gusta —dijo.

—¿No te gusta la nave? —preguntó Antón, con sequedad.

Dingo dudó por un segundo. Luego enderezó sus hombros y sus brazos y afirmó:

—Apesta.

—¿Por qué? ¿Por qué lo dices?

—La podríamos desguazar con un abrelatas. Pregúntale a los demás y verás que están de acuerdo conmigo. A este cesto lo han armado con palillos. En menos de tres meses se hará trizas.

Hubo murmullos de asentimiento. El hombre de los bigotes grises dijo:

—Excúseme usted, capitán, pero los conductores están a la vista; es un trabajo que no vale nada. Ya casi tienen la capa aislante quemada.

—Las soldaduras parecen haber sido hechas de prisa —dijo otro—. La han preparado así —haciendo chasquear los dedos índice y pulgar.

Antón preguntó:

—¿Y repararla?

—Nos llevaría un año y un domingo —repuso Dingo—. No merece la pena. Además no lo podríamos hacer aquí. Tendríamos que llevarla a una de las rocas.

Antón se volvió hacia Lucky y explicó con tono suave:

—Siempre nos referimos a los asteroides bajo el nombre de «rocas», ¿comprendes?

Lucky asintió con la cabeza.

Antón prosiguió:

—En apariencia mis hombres no se interesan por esta nave. ¿Por qué crees que el gobierno terrestre habrá enviado una nave vacía y en tan pésimo estado?

—Cada vez me siento más confundido con este asunto —respondió Lucky.

—Pues prosigamos con nuestra investigación.

Antón abrió la marcha. Lucky le siguió de cerca. Los hombres marchaban por detrás, en silencio. El joven sintió que su nuca le escocía. La espalda de Antón estaba relajada, tranquila, ya que él no temía la posibilidad de un ataque por parte de su seguidor. Pero, a espaldas de Lucky, avanzaban diez hombres armados y carentes de escrúpulos.

Fueron examinando los pequeños compartimentos, diseñados para economizar al máximo el espacio. Encontraron el cuarto de computación, el pequeño observatorio, el laboratorio fotográfico, la cocina y las literas.

Se deslizaron hacia el nivel inferior a través de un tubo curvo y estrecho dentro del cual el campo artificial de gravedad estaba neutralizado, de modo que cualquier dirección podía ser «arriba» o «abajo», a voluntad. Lucky fue enviado hacia abajo el primero y Antón le siguió. Y lo hizo tan de cerca que Lucky apenas tuvo el tiempo necesario para dejar libre la vía, mientras sus piernas se habían encorvado con la repentina recuperación de peso; el jefe pirata ya estaba encima de él y sus pesadas botas espaciales cayeron a unos pocos centímetros de la cara del hombre del Consejo de Ciencias.

Lucky recuperó el equilibrio y se volvió con ira en los ojos, pero Antón estaba allí, de pie, sonriendo complacido, y su desintegrador apuntaba al corazón de Lucky.

—Mil perdones —dijo el pirata—. Por fortuna eres muy ágil, según veo.

—Sí —murmuró Lucky.

En el nivel inferior se hallaban el compartimiento de motores y el de la central energética. Además, los anclajes de los cohetes salvavidas. Recorrieron los depósitos de combustible de alimentos y de agua, los renovadores de aire y el escudo atómico.

Antón preguntó con voz tranquila:

—¿Qué piensas de todo esto? Todo falso, quizá, pero no veo nada fuera de lugar.

—Es difícil decirlo así, sin más ni más —repuso Lucky.

—Pero tú has vivido en esta nave durante varios días.

—Sí, pero no he gastado mi tiempo en investigaciones. Sólo he aguardado a llegar a alguna parte.

—Oh, eso has hecho. Bien, arriba, entonces.

Lucky fue el primero en el tubo para subir. Pero esta vez, apenas tocó el piso, de un brinco felino se hizo a un lado.

Transcurrieron varios segundos antes de que Antón emergiese del tubo.

—¿Nervioso? —inquirió.

Lucky se sonrojó.

Uno tras otro, aparecieron los piratas. Antón no aguardó a todos ellos, sino que se encaminó por el corredor.

—Mira —dijo—, tal vez creas que hemos recorrido toda la nave. Casi todos lo asegurarían. Hasta tú mismo, ¿no dirías que la hemos recorrido por completo?

—No —respondió Lucky con voz calmosa—, no lo diría. No hemos ido al lavabo.

Antón frunció el ceño y por varios segundos el gesto afable se borró de su rostro; una ira ciega y violenta relampagueó en sus facciones.

Luego todo se desvaneció. Se acomodó el cabello que le caía sobre la frente, observando con interés el dorso de su mano izquierda.

—Bien, veremos qué hay allí.

Muchos de los piratas silbaron y los restantes emitieron exclamaciones del más diverso calibre cuando la puerta se abrió.

—Muy bonito —murmuró Antón—. Muy bonito. Lujurioso, se podría decir.

¡Y lo era! Sin duda alguna. Había duchas separadas, tres en total, con grifos para agua jabonosa -templada- y agua pura -caliente o fría-. Había también media docena de lavabos de cromo-marfil, provistos de jabón líquido, secadores de cabello, masajeadores vibratorios. Nada de lo necesario se había olvidado.

—¡Vaya! Nada de esto es falso —observó Antón—. Es como un programa de la cadena sub-etérica, ¿eh, Williams? ¿Qué opinas tú de esto?

—Estoy confundido.

La sonrisa de Antón se desvaneció como la estela de una nave espacial lanzada a toda velocidad.

—Yo no lo estoy. Dingo, ven aquí.

El jefe pirata se volvió hacia Lucky:

—Es un problema simple. Aquí tenemos una nave sin tripulación a bordo, equipada del modo más económico posible, como si hubiese sido preparada muy de prisa, pero con un lavabo que es la última palabra. ¿Por qué? Supongo que, justamente, se ha tratado de colocar la mayor cantidad posible de tuberías dentro del lavabo. ¿Y por qué? Para que no pensemos que uno o dos de los caños son falsos… ¿Cuál es, Dingo?

Dingo pateó un caño.

—No lo patees, maldito idiota. Desármalo.

Dingo obedeció. Una pistola micro-térmica emitió su rayo por un segundo. El pirata extrajo un manojo de conductores.

—¿Qué es eso, Williams? —preguntó Antón.

—Conductores —fue la respuesta seca.

—Eso ya lo sé yo, estúpido. —Una furia repentina lo invadía—. ¿Qué más? A ti te pregunto qué más. Estos conductores están preparados para hacer estallar toda la carga de atomita que haya a bordo, tan pronto como llevemos la nave a nuestra base.

Lucky se sobresaltó.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Te sorprende? ¿No sabías que ésta era una enorme trampa? ¿No sabías que se ha pensado que nosotros llevaríamos la nave a nuestra base para repararla? ¿No sabías que también han pensado que explotaríamos nosotros y la base y que quedaríamos reducidos a cenizas calientes? Tú estás aquí como cebo, para que nos engañemos por completo. ¡Pero yo no soy tonto!

Los piratas estrecharon su círculo. Dingo se relamía.

Con un movimiento veloz Antón levantó el desintegrador y no había piedad, ni siquiera sombra de piedad, en sus ojos.

—¡Aguarda! ¡Gran Galaxia! ¡Aguarda! No sé nada de todo esto. No tienes derecho a matarme sin motivos. —Los músculos de Lucky estaban tensos, listos para la pelea final, antes de la muerte.

—¡No tengo derecho! —los ojos de Antón centelleaban, pero su desintegrador dejó de apuntar—. Y te atreves a decir que no tengo derecho. En esta nave tengo todos los derechos.

—No puedes matar a un hombre valioso. La gente de los asteroides necesita de buenos hombres. No desprecies a uno sin motivos.

Un murmullo repentino, inesperado, se elevó de entre los piratas. Una voz dijo:

—Tiene buenas agallas, capitán. Podemos usarlo…

La voz se apagó cuando Antón echó una mirada en su dirección.

El jefe pirata se enfrentó a Lucky:

—¿Por qué eres un hombre valioso, Williams? Respóndeme y lo tomaré en cuenta.

—Le puedo hacer frente a cualquiera aquí. A puño limpio o con cualquier arma.

—¿Ah, sí? —los dientes de Antón quedaron al descubierto—. ¿Habéis oído, vosotros?

Hubo un gruñido afirmativo.

—Tú eres el desafiante, Williams. Cualquier arma. ¡Estupendo! Si sales de ésta con vida, no te mataré. Podrás ocupar un puesto en mi tripulación.

—¿Tengo tu palabra, capitán?

—Tienes mi palabra y yo jamás quebranto mi palabra. La tripulación me ha oído. Si sales de ésta con vida.

—¿Contra quién pelearé?

—Con Dingo. Uno de los buenos. Quienquiera que logre vencerlo es muy bueno.

Lucky midió la enorme masa de huesos y nervios de pie frente a él; los ojillos del pirata brillaban con anticipada alegría y, con pesar, se dijo que estaba de acuerdo con el jefe.

Sin embargo, con voz firme, preguntó:

—¿Con armas o a puño limpio?

—¡Armas! Cilindros impelentes, para ser exacto. Cilindros impelentes en el espacio completamente abierto.

Por unos segundos Lucky no logró conservar una expresión neutra.

Antón sonrió.

—¿Temes que la prueba no sea adecuada para ti? No temas. Dingo es el mejor hombre con un cilindro impelente en todo nuestro grupo.

El corazón de Lucky estaba a punto de detenerse. Este tipo de duelo era sólo para expertos. ¿Quién no lo sabía? En sus días de estudiante lo había practicado como un juego.

En una pelea contra un profesional, significaba la muerte. ¡Y él no era un profesional!

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