Neléis me mandó llamar para mostrarme unas heliografías del campamento gog. Le había hablado a la consejera del sacerdote nestoriano que acompañaba a Dorga, el jefe de los gog que yo había tenido la desdicha de conocer, y ella había mandado un aeróstato para que tomara imágenes de las yurtas de los jefes.
Las heliografías habían sido tomadas desde gran altura, pero gracias a la avanzada ciencia óptica de los ciudadanos, mostraban el campamento, y a los que por él deambulaban, con gran nitidez, desde una perspectiva cenital. Evidenciaban que los tártaros y los gog habían aprendido la lección y ahora situaban sus tiendas con una gran distancia entre ellas, previniendo un nuevo ataque aéreo.
– ¿Crees que es este hombre? -me preguntó Neléis señalándome una de las heliografías. El individuo que aparecía en ella, salía de la yurta del líder gog; era gordo y no era posible ver su rostro, sólo su cráneo pelado. Pero por sus raídas vestiduras, cubiertas de jirones de flecos dorados, supe que se trataba del nestoriano.
– Es él -afirmé.
– ¿Estás seguro?
– Sí. ¿Por qué es tan importante de pronto ese bastardo de nestoriano?
– Por lo que nos contaste -me explicó Neléis-, parece como si tuviera grandes conocimientos sobre la verdadera naturaleza del Adversario, y sin embargo tú no crees que estuviera infectado por un rexinoos.
– No lo puedo asegurar. Tampoco pensé que Ibn-Abdalá estuviera poseído. Pero creo que el nestoriano era un ser degenerado por sí mismo; no necesitaba de nada más que su propia podredumbre interna para convertirle en esclavo del Adversario.
Neléis asintió con una sonrisa, como hacía siempre que yo me dejaba llevar por mis sentimientos de repugnancia hacia aquellos herejes.
– Entonces podría resultar muy valioso para nosotros.
– ¿En qué sentido?
– No podemos llevar con nosotros, en nuestro viaje hacia el Remoto Norte, al huésped de un rexinoos, porque eso sería como meter al Adversario en nuestra nave. Pero alguien con los conocimientos de ese nestoriano, si es verdad que no está infectado, podría aportarnos muchos datos sobre nuestro destino.
Entendí que pensaban torturarle para obtener esta información, pero ésa no era en absoluto la intención de los ciudadanos. Neléis pareció sentirse entre ofendida y horrorizada cuando le pregunté por esto.
– Jamás haríamos algo así -dijo-; la tortura es algo degradante.
– Pero en ocasiones no hay otro modo de llegar a la verdad.
– Te equivocas, la tortura es el método más seguro para no dar nunca con ella.
Gracias a las heliografías fue posible identificar la yurta del nestoriano, y esa misma noche, un comando de almogávares, con Sausi Crisanislao al frente, entraron en el campamento gog y capturaron al hereje. Lo llevaron a Apeiron atado y amordazado, y un médico llamado Herófilo sometió al nestoriano a un minucioso examen.
– Está limpio -dijo el médico.
– Muy bien -asintió Neléis-. Eso significa que le espera un largo viaje.
Ese mismo día, visité a Ricard de Ca n' que se recuperaba en una habitación del hospital de su herida en el vientre. El almogávar me sonrió al verme entrar, e hizo un gesto de dolor cuando intentó incorporarse para saludarme.
– Tranquilízate, Ricard -le dije, empujándole suavemente para que volviera a tenderse en su litera-. La medicina de Apeiron es buena, pero no lo suficiente como para que puedas ponerte en pie dos días después de recibir un flechazo en el estómago.
Ricard apoyó su cabeza sobre su brazo, me miró fijamente, y preguntó cuándo marcharíamos hacia el Remoto Norte.
– Mañana al amanecer -respondí.
– Daría cualquier cosa por ir con vosotros.
– Lo sé.
– Esta mala suerte mía…
– No digas eso -le reproché-; debes, en cambio, darle gracias a Dios por haber salvado tu vida.
– Oh, no me quejo, Ramón; este lugar es increíble de verdad. ¿Has visto que sábanas tan limpias? Más suaves que el manto de un rey. Y te dan una especie de droga que diluye el dolor como por arte de magia…
– Lo sé -dije señalándole mi brazo en cabestrillo.
– Es una sensación extraña, ¿verdad? Ves tu herida abierta, pero no te duele; y las heridas están hechas para que duelan, ¿verdad?, pero eso no parece importarles mucho a estas gentes. En fin, creo que éste es un lugar por el que vale la pena luchar.
– Tú ya lo has hecho -le dije-, y con bravura. Descansa ahora, recupérate de tu herida lo más rápido posible. Puede que esta gente te necesite antes de nuestro regreso. Por eso está bien que tú te quedes aquí. Cuando regresemos, quizá, Dios lo quiera, te traigamos la noticia de que el Adversario ha sido destruido.
– Que así sea -dijo Ricard con un suspiro.
Me despedí de él, sin pensar -como así resultó ser-, que jamás volvería a ver a aquel bravo guerrero.
Los dos aeróstatos que habían sido cuidadosamente pertrechados para el largo viaje, el Teógides y el Paraliena, abandonaron sus mástiles de sujeción, apenas el sol empezaba a despuntar por el horizonte, y tomaron rumbo tramontana.
Dejamos rápidamente atrás la ciudad sitiada, y sobrevolamos el campamento tártaro silenciosos como grandes águilas vengadoras.
Yo viajaba a bordo del Teógides, bajo el mando de Vadinio Vivaldi; junto a Joanot y a la consejera Neléis. En el Paraliena viajaban Sausi y la capitana de dragones Mirina. Ambas naves habían sufrido importantes modificaciones en su diseño; la más importante de las cuales era una especie de balconada que rodeaba la bodega por el exterior, y que permitía a los hombres acceder a cualquier punto de la nave sin necesidad de atravesar toda la bodega. Ésta, a su vez, había sido dividida en diferentes compartimentos gracias a unas ligeras mamparas movibles. Dos caballeros caminantes viajaban en cada una de las naves, estibados cuidadosamente en la zona delantera de la bodega. Eran los cuatro primeros a los que ya les habían sido instalados los sifones de fuego griego.
En las dos naves viajaban, además, cien almogávares y cien dragones de la ciudad, repartidos entre los dos aeróstatos. Herófilo, el médico de Apeiron que más sabía de los rexinoos iba a bordo del Teógides, y con cuatro paneles se le había separado un pequeño espacio de la bodega como enfermería.
Neléis haría las funciones de embajadora de Apeiron en aquella expedición.
Yo no entendí bien el sentido de esto.
– Ya has visto cómo actuamos en estas cosas -me explicó la mujer-. Nuestra ética nos impide luchar sin antes darle una oportunidad a las palabras. Si hiciéramos esto, no seríamos mejores que esos protohumanos.
– Pero, la última vez que intentasteis dialogar con esos demonios -apunté-, a punto estuvo de costamos la vida. Es evidente que ellos no conocen otra ética que la sangre, y que no podéis aplicarles vuestros parámetros morales a criaturas semejantes.
La consejera hizo una mueca de desagrado, y dijo:
– Hay un punto en el que jamás lograremos ponernos de acuerdo, Ramón; y es ese en el que tú consideras que el Adversario es un demonio, o el mismísimo Satanás en persona, y sus ejércitos están formados por seres básica e irrecuperablemente malvados.
– ¿Y no es así? -protesté-. Yo he presenciado hasta qué extremos puede llegar su depravación y su insania. Les he visto masacrar a una ciudad entera; niños y mujeres, y hacer una torre con sus cráneos. Les he visto cometer actos de una naturaleza tan aberrante y contra natura, que me siento incapaz de repetir aquí.
La consejera meditó un instante antes de decir:
– En una ocasión me contaste cómo Roger de Flor, al que consideráis en tu tierra un gran héroe, y sus almogávares exterminaron a un poblacho entero de nómadas turcos, sin respetar siquiera a las mujeres ni a los ancianos…
Abrí la boca para rebatirle, pero la volví a cerrar consciente de la pobreza de los argumentos que iba a emplear. ¿Cómo iba a responder a algo así?
– No te preocupes, Ramón -siguió diciendo Neléis-, podemos comprender cómo son las cosas al otro lado de los muros de Apeiron. La dureza de la lucha por la existencia convierte a los hombres en lobos; la ignorancia y la pobreza los hace insensibles al sufrimiento ajeno; la falta de energía y recursos obliga a unos hombres a convertir en esclavos a sus semejantes. Y la esclavitud es el auténtico origen de toda degradación moral. Si un ser humano encuentra natural el disponer de la vida de otro, es porque no puede concebir que ese esclavo posea la misma profundidad psíquica que él. Aristóteles decía que: «los de la clase inferior son esclavos por naturaleza, y lo mejor para ellos como para todos los inferiores es que estén bajo el dominio de un amo…». Pero no te equivoques, Ramón, nosotros no somos mejores; los mismos instintos egoístas nos dominan, y tan sólo la tecnología nos hace actuar de modo diferente.
– Explícame eso -dije-; porque no lo entiendo.
– Es fácil -respondió Neléis haciendo un amplio gesto con sus manos-; la tecnología de Apeiron nos permite disponer a todos, y a cada uno de sus ciudadanos, de más poder y recursos de los que disfruta un reyezuelo del exterior o un noble cargado de esclavos trabajando de sol a sol para él. Nosotros no tenemos esclavos, pero las máquinas trabajan para nuestro beneficio, y permiten que más gente disfrute de la recompensa de la riqueza y la sabiduría. Los hombres con sus necesidades básicas cubiertas, y con tiempo para estudiar el mundo y a sus semejantes, acaban por desarrollar fuertes compromisos éticos. Pero, a la postre, es tan sólo nuestra tecnología la que nos hace mejores, no nuestra filosofía ni nuestra ética.
– Parece una base moral bastante cínica -le dije.
– Pero es la verdad.
– En cualquier caso -dije sacudiendo la cabeza-; nada de eso se aplica al Adversario. Ni siquiera vosotros podéis considerarlo como un semejante.
– Pero tampoco como un demonio -replicó ella-; no podemos creer que exista un ser de naturaleza intrínsecamente perversa.
– Pero… -las palabras se agolparon en mi boca-. ¿Cómo puedes decir eso? Os ha perseguido durante siglos; os ha obligado a permanecer ocultos tras los muros de Apeiron. Se comporta como si toda la humanidad fuera su enemiga; como si no tuviese otro objetivo que nuestra destrucción.
– Es posible -admitió Neléis-; pero, según creen nuestros científicos, es un ser nacido en otro mundo, y debe poseer un comportamiento y unos valores diferentes a los nuestros; si éstos suponen una amenaza ineludible a nuestra existencia, no tendremos otra opción que destruirlo; sin remordimientos; pero quisiera tener la oportunidad de intentar ver el mundo tal y como él lo ve; al menos durante un instante antes de acabar con él para siempre.
– ¿Y si esa visión de su mundo te demuestra que realmente es un demonio?
La consejera me miró durante un largo instante, pero no me contestó.
– Ni siquiera puedes creer en esa posibilidad -le dije-, ¿no es cierto?
– Tienes razón -admitió ella-. No puedo creer en eso.
– En una ocasión me preguntaste si sería capaz de aceptar la Verdad, aunque ésta estuviera en contra de todas mis creencias. Yo te contesté afirmativamente, y creo con sinceridad, que así sería. Pero no creo que tú fueras capaz de admitir mi Verdad si se te presentara nítida y sin ninguna sombra de duda.
La consejera me dirigió una mirada de tristeza y dijo:
– En la ciudad aprendimos a enfrentar el mundo de las ideas a la refutación de las pruebas materiales. Si el Adversario es un ser sobrenatural, eso alteraría toda la concepción del universo que a lo largo de dieciséis siglos hemos ido desarrollando en Apeiron. Pero si esto quedara demostrado, puedes estar seguro de que lanzaríamos todas nuestras teorías por la ventana y volveríamos a empezar de nuevo. Esto está en la misma esencia de nuestra filosofía.
Recordé un pasaje notable del libro Opus Maius; en él, mi hermano en la fe, Roger Bacon, exponía una regla fundamental para el progreso de las ciencias: el sentido crítico con que deben abordarse. No es conveniente adherirse a todo lo que oímos y leemos, sino que debemos examinar minuciosamente las opiniones de los mayores, para añadir lo que les falta a ellos y corregir lo que está equivocado, todo con modestia y justificación. Me pregunté si los ciudadanos de Apeiron seguirían tan fielmente este principio como pretendían sus teorías.
Sobrevolamos el desierto de sal y arena, y rebasamos las impresionantes murallas de piedra que mantenían aquellas tierras secas. Durante horas volamos sobre el mar Caspia, que pronto empezó a escindirse en una serie de pequeñas lagunas que salpicaban aquellas tierras áridas.
Tras dejarlas atrás, penetramos en otro mar, esta vez de hierba y rastrojos.
Fue entonces cuando conseguí reunir el suficiente estómago como para ir a ver al nestoriano. Estaba en un rincón de la sentina, donde le habían preparado una especie de jaula hecha con malla de alambre. El hereje estaba sentado en el suelo de su prisión, con sus manos y pies encadenados y una expresión de profundo abatimiento en sus bovinos ojos. Al verme llegar los elevó hacia mí, y pareció alegrarse de verme.
– Amigo mío -me dijo, con su voz empalagosa-, sé que te apiadarás de mí, y que sabrás transmitir esa piedad, que Cristo nos enseñó a ambos, a mis captores.
Yo le devolví una mirada de profundo asco, y le dije:
– Te equivocas implorando mi compasión, y más aún al hacerlo invocando a Nuestro Señor a quien tú traicionaste de una forma tan ruin.
– Sé que no hay rencor en ti, y que me ayudarás -insistió él.
– Yo no confiaría demasiado en eso -le dije-. He venido hasta aquí, sobreponiéndome a la repugnancia que me produces tan sólo para satisfacer mi curiosidad; no puedo imaginar cómo un ser humano puede llegar a un grado de degradación como el tuyo. ¿Cómo has podido volverle la espalda al Señor de una forma tan absoluta?
– No entiendes nada, terciario -dijo él mirándome con tristeza-; vives en la oscuridad y te burlas de los que hemos contemplado la luz.
– ¿La luz? -grité exasperado-. ¿Hablas tú de luz?; tú que adoras a un demonio.
– No hay demonios -dijo él-; ni existe el Bien y el Mal, tan sólo diferentes aspectos de una misma Realidad. Pronto tú también conocerás esa Verdad, igual que yo la conocí cuando apenas era un niño y fui ordenado sacerdote. Conocerás a la Matre.
– ¿ La Matre? -pregunté-. ¿De qué me estás hablando ahora?
– El Creador de toda vida -salmodió-. El Vientre que ha engendrado al Mundo. La serpiente Uroboros. La piedra oculta, escondida en lo más profundo de una sima, que es vil, abyecta y desprovista de valor; y está cubierta de lodo y excrementos; pero en ella, como en uno solo, se refleja cada hombre. Porque esta piedra está animada con la virtud de procrear y de engendrar. Esta piedra es blanda y toma su inicio, su origen y su raza de Saturno o de Marte, del Sol y de Venus, y de las remotas estrellas.
– Estás completamente loco -comprendí.
Él me miró con unos ojos desorbitados y llenos de fiebre, y dijo:
– Pronto la conocerás. Y temblarás… -Sacudió la cabeza como si acabara de salir de un trance. Miró a un lado y a otro y gimió-: No, no… no podemos seguir adelante.
Cansado de todo aquello, di media vuelta y me alejé de aquella criatura degenerada mientras sus ruegos, imploraciones y amenazas, me seguían por la sentina.
Al atardecer de ese primer día de viaje cambió súbitamente el cielo, que tras dejar atrás los humos que rodeaban Apeiron había permanecido perfectamente azul; ante nosotros apareció en el horizonte una barrera de nubes, oscuras y compactas, elevándose hasta una milla de altura, como la muralla de la fortaleza de un gigante.
Esa noche cenamos raciones frescas de carne y verdura.
– Aprovechad -nos advirtió Vadinio con una sonrisa-; a partir de ahora todo serán tristes alimentos desecados.
Esa noche dormí en un coy de lona tendido en el interior de la bodega, a bordo de una nave que viajaba por el cielo, en mitad de la oscuridad, alejándose de toda tierra conocida para dirigirse al encuentro de un demonio.
Los viejos miedos nacidos de la superstición y la ignorancia me acosaron esa noche; pues, pese a toda mi ciencia, no soy tan diferente en mis sentimientos de cualquier hombre, pequeño y perdido en este mundo extraño. Soñé que las dos naves, tras dejar atrás toda tierra conocida por el hombre, se perdían en un páramo infinito y desolado. Volaban juntas sobre un terreno plano y sin límites hacia un horizonte que se juntaba con las estrellas. Volaban durante meses, años, siglos… Mientras los cuerpos de sus tripulaciones se iban convirtiendo lentamente en polvo. Pero no yo, que seguía con vida, deambulando solitario por las salas de la Teógides , convertida ahora en una tumba volante, horrorizado por el cruel destino que Dios me había reservado: contemplar eternamente la inalcanzable línea del infinito con unos ojos inmortales.
Había pasado toda mi vida viajando, y mi infierno iba a ser realizar un último viaje por toda la eternidad, sin posibilidad alguna de llegar a mi destino…
Al día siguiente, una breve observación del sol nos permitió calcular nuestra posición, pero inmediatamente se cubrió completamente de nubes el cielo y desapareció entre ellas. Un espeso banco de niebla se extendía bajo nosotros hasta perderse de vista. Y entre esas dos paredes viajamos durante días, navegando sólo con la ayuda de la brújula magnética; pero, con el fuerte viento que soplaba, y sin posibilidad de comprobar deriva y velocidad, aquello era como correr a ciegas por un oscuro túnel.
El viento, penetrando entre las juntas del puente del Teógides, producía un silbido interminable. También oíamos, bajo la presión del aire, temblar la lona que cubría la armadura. El frío empezó a volverse intenso con rapidez, y tuvimos que vestir las camisolas y bragas de gruesa lana, bajo los voluminosos sayos de piel de cordero con que nos había provisto la ciudad. Constaban de una pieza con capuchón, parecida al hábito de un franciscano -pero más corto-, que se metía por la cabeza. El pelo quedaba por dentro, mientras que por fuera la piel se revestía de una gruesa tela impermeable al viento y al agua.
Como en mi sueño, avanzábamos ahora por un infinito universo helado. Las nubes parecían arrecifes de hielo prendidos en pleno cielo. Bajo nosotros, sobre las cumbres que asomaban por entre las pálidas mantas de niebla, el hielo se escurría en líneas convexas hacia las grisáceas tierras bajas, hacia valles dormidos en noches que, cuanto más avanzábamos, más largas y oscuras parecían.
Los falsos cristales de las naves empezaban a cubrirse de hielo, lo que obligaba en el puente a limpiar continuamente las portillas frontales, usando pequeños chorros de agua tibia. De vez en cuando, éramos sobresaltados por un inesperado ruido, tan fuerte como una explosión. Eran diminutas astillas de hielo que, proyectadas violentamente por las hélices, golpeaban los flancos de lona del aeróstato produciendo pequeños desgarrones que teníamos que reparar rápidamente, para evitar que se agrandaran.
Todos a bordo atendían circunspectos sus tareas. Todos estábamos fatigados; el ambiente frío, húmedo y gris que nos envolvía pesaba cada vez más en nuestro ánimo. No se apreciaba ni una rendija de luz a través de la niebla que nos rodeaba.
Me preguntaba dónde estaríamos, y cuántas leguas habríamos recorrido ya.
Se lo pregunté a Vadinio, y éste extendió, sobre la mesita del puente, una serie de mapas cartografiados siglos atrás por los exploradores de la ciudad.
Con ayuda de un cartabón, dibujó una larga línea que partiendo de Apeiron se perdía por la zona superior del mapa. Esta zona estaba compuesta por terreno blanco, tal y como lo llamó Vadinio; es decir, territorio inexplorado.
– Lo peor -me confió-, es que el telecomunicador no nos indica el punto preciso donde nos hallamos, sino únicamente la dirección donde está la guarida del Adversario. Podemos trazar esta recta que pase por nuestro destino, pero no podemos precisar en qué punto de ella estamos ahora.
– ¿Tenéis idea de cuál es nuestra velocidad?
De vez en cuando, las dos naves descendían hasta unos centenares de varas del suelo, y dejaban caer pequeñas cargas explosivas. Con un cronómetro, dos aeronautas situados en la balconada que rodeaba las bodegas por el exterior, calculaban el tiempo transcurrido entre dos explosiones.
– Aproximadamente, recorremos unas treinta millas cada hora.
Hice mis propios cálculos sobre mi Guía geográfica de Tolomeo. Los antiguos habían estimado que la anchura total del mundo habitado, de Tule al país de los sembritas, era de unas mil leguas. Actualmente una milla es la tercera parte de una legua, pero antiguamente equivalía a ocho estadios; lo que la haría equivalente a un cuarto de milla de las de ahora…
– Ya deberíamos haber llegado al Polo Norte -concluí.
Vadinio repasó mis cálculos y dijo:
– La geografía de Tolomeo contiene muchos errores; y los cartógrafos de Apeiron saben que la Tierra es algo más grande de lo que él había previsto. Sin duda que estamos ya muy a tramontana, pero no hemos podido rebasar el Polo aún, porque las brújulas nos lo hubieran advertido. Pero una cosa es cierta, debemos precisar lo antes posible cuál es nuestra posición con respecto a la guarida del Adversario.
Vadinio ordenó entonces que el Teógides y el Paraliena avanzaran durante unas horas en dirección ortogonal a la que habían llevado hasta ese momento; el Teógides hacia oriente, y el Paraliena hacia occidente. El ángulo que se midió entre las dos observaciones realizadas al principio y al fin de este camino ortogonal nos dio, tras ser cotejados los resultados de ambas naves, una idea bastante exacta de nuestra posición y también de nuestra distancia real a la guarida de Adversario.
Nuestro destino estaba sólo a unas pocas leguas frente a nosotros.
El acantilado con forma de anfiteatro estaba rodeado de montañas afiladas como astas de unicornio, que destacaban sombrías contra el cielo cubierto por nubes grises y espesas, que cambiaban de forma constantemente.
La bruma disimulaba los enormes precipicios que, tanto en la vertiente tramontana como en la de occidente, se abrían en una perspectiva brutal.
Aquélla era una tierra de penumbras, pues el resplandor del sol, oculto tras las nubes grises, apenas se elevaba unos pocos grados sobre el horizonte para volver a ocultarse en una eterna y oscura noche. Los aeróstatos se aproximaron a aquellas crestas de hielo y piedra y se asomaron al abismo en forma de cono. Un caudaloso río se despeñaba desde la vertiente oriental, con el rugido de una catarata que lanzaba chorros de espuma hacia las profundas tinieblas de un abismo sin fondo.
– Según la leyenda, ése debería ser uno de los cuatro ríos del Paraíso -dije.
Todos nos agolpábamos junto a las portillas, fascinados por el tétrico pero espectacular paisaje que nos rodeaba. Trajeron al nestoriano, cargado de cadenas y custodiado por dos dragones, hasta el puente.
– ¿Sabes lo que es eso? -le preguntó Neléis.
El hereje miró las enormes agujas de roca negra, aparentemente tan fascinado por ellas como nosotros; y se volvió hacia el interior del puente con lágrimas en los ojos.
– El mundo es un océano infinito, y ésos son sus acantilados -dijo-. Si persistís en vuestro deseo de seguir avanzando sólo encontraréis la muerte y el olvido. Os estrellaréis como gaviotas ciegas contra esos arrecifes.
Las paredes interiores del farallón descendían formando terrazas concéntricas, hasta perderse entre la bruma. Del centro del cono surgía una enorme y bulbosa columna de vapor rojizo que se retorcía como un intestino y se aplanaba en su parte superior, desde donde se derramaba una incesante lluvia que resbalaba sobre las terrazas creando riachuelos de barro de color sangre.
Neléis conjeturó que aquella torre de vapor debía de estar muy caliente y cargada de humedad; y al chocar contra el aire frío de la superficie vertía su agua sobre las terrazas. Quizás aquella lluvia había caído incesantemente durante siglos y siglos.
Pero yo discrepé, porque en ese caso aquellas rocas deberían estar completamente peladas. Había visto llover muchas veces en los acantilados de mi montañosa Mallorca, y conocía perfectamente el efecto de limpieza que el agua ejercía sobre la tierra suelta. El barro rojizo que cubría aquellas rocas demostraba que la lluvia no había podido durar mucho.
– Te equivocas -señaló Neléis-; ese barro procede de las profundidades del abismo y es derramado junto con la lluvia.
La lluvia caía como una cortina de cristal frente a nosotros. Vadinio ordenó al timonel avanzar y nos encaminamos hacia nuestro reflejo en aquella pared líquida. Cuando la afilada proa del Teógides rozó la cortina de agua, la nave vibró como si fuera a desarmarse por completo. Al caer sobre la lona de nuestra envoltura, el agua produjo un horrible sonido de desgarro, y el aeróstato fue sacudido hacia arriba y hacia abajo como si un perro gigantesco nos hubiera atrapado entre sus dientes.
Unos relámpagos azules saltaron entre las guedejas de nubes sobre nosotros, seguidos de truenos que parecían eructos de ogros.
No avanzábamos. Nos quedamos allí parados en mitad de aquel velo de agua que parecía querer cortar en dos nuestra nave como si fuera el hacha de un verdugo.
Vadinio ordenó enviar más potencia a las hélices, pero un fragor espantoso ahogó sus palabras. El Teógides tembló como si hubiera sido golpeado por un brutal ariete que nos empujara hacia abajo, hacia los afilados dientes de piedra. Pero pasamos, atravesamos el telón de lluvia y nos vimos envueltos por una fantasmagórica e irreal calma en la que los latidos de mi corazón parecían resonar en mi pecho.
El barro rojizo resbalaba ahora por los falsos cristales de las portillas. La lona de nuestra cubierta estaba empapada y soportaba además el peso de aquel cieno. La temperatura de las bolsas de gas había descendido un poco y habíamos empezado a perder altura. Para contrarrestar esto, Vadinio ordenó que se introdujera más combustible en la caldera y que se aligerara la nave soltando algo de lastre.
Cuando volvimos a estabilizar nuestra altura, Vadinio ordenó al Paraliena que atravesara también la muralla de agua. La vimos acercarse lentamente, reflejada y distorsionada por la cortina lluviosa, y cómo perforaba dicha muralla líquida y cruzaba hasta nuestro lado. Estábamos dentro, ahora no había marcha atrás.
Vi cómo temblaba el nestoriano; a pesar del frío, su frente brillaba sudorosa. Joanot y los aeronautas parecían encogidos en sus puestos, como si el extraño paisaje que nos rodeaba ocultara alguna enorme alimaña que estuviera a punto de saltar sobre nosotros. Neléis y Vadinio aparentaban calma, pero ése era su papel, no podían dejar que sus sentimientos se exteriorizaran ni siquiera durante un instante.
Herófilo descendió al puente por la escalerilla que lo comunicaba con la bodega. Miró a su alrededor asombrado. A través de las portillas del castillo se tenía una perfecta visión de 360 grados del paisaje de alucinación que nos envolvía.
Las rocas negras descendían hacia las profundidades de la Tierra formando lo que en un primer momento nos habían parecido estrechas terrazas concéntricas. Pero no era así; en realidad, las terrazas formaban una interminable espiral que a cada vuelta se hundía más y más en el abismo. Era como si aquellas montañas hubieran sido talladas con la forma de un gigantesco tornillo.
Las terrazas tendrían una milla de ancho, y en alguna de ellas se podía distinguir restos de vegetación y ruinas de antiguas edificaciones. La distancia entre una vuelta y otra sería de unas cinco millas, y el diámetro total de aquel cono de piedra era de muchas millas, por lo que el ángulo del suelo de las terrazas no era muy acusado.
El agua de la lluvia roja se derramaba por esta enorme espiral creando espectaculares cataratas que se perdían en el abismo.
De las profundidades surgía la torre de vapor y barro que brillaba con una fantasmagórica luminosidad y se retorcía como una columna salomónica, para estrellarse contra el frío aire del exterior y derramar su cascada de agua. También desprendía el calor que transportaba desde el abismo, y la temperatura en el interior de la nave había subido, la escarcha había desaparecido de las portillas, y las prendas de piel que nos cubrían se habían vuelto algo incómodas.
– Este lugar no puede ser natural -dijo Neléis-; ninguna fuerza geológica puede tallar un precipicio con esa forma de tornillo.
– Por supuesto que no -dije, preguntándome cuántas más pruebas necesitaría la consejera para convencerse de la realidad de aquel lugar.
– ¿Qué es eso? -preguntó el médico señalando hacia la columna de vapor-; desde arriba no se distingue con claridad, pero…
Yo seguí el punto que señalaba, y creí distinguir unas brumosas formas oscuras deslizándose entre las volutas de vapor. Vadinio ya estaba mirando con su catalejo.
– Parece… -empezó a decir-. No puede ser.
Yo tomé otro de los catalejos, y miré también. En medio de aquel vórtice, pequeñas criaturas nadaban o se retorcían como peces arrastrados por un ciclón.
– Hay seres vivos ahí dentro -musité, sin creer en lo que yo mismo había dicho.
Joanot, que estaba muy nervioso, se volvió hacia el nestoriano y le golpeó en la boca. Iba a golpearle por segunda vez, pero Neléis se lo impidió.
De cualquier forma, aquello pareció tranquilizar al valenciano.
– ¡Dime de dónde procede ese torbellino! -le gritó al hereje.
Éste le miró dolorido, y le dijo:
– Del mismo Centro del Mundo. El agua se derrama sobre el fuego y escapa de vuelta al exterior formando esa columna de vapor.
– El fuego del infierno -le dije-. ¡Adoras a demonios que provienen del abismo!
El nestoriano pareció cargarse de valor y me increpó:
– ¡Nosotros no adoramos! ¡Vosotros sois los idólatras! ¡Dios es Alfa y es Omega, es Luz y Oscuridad, es Hielo y es Fuego, porque todo ha sido creado por Él!
Estaba fuera de sí, al hablar escupía saliva por las comisuras de sus labios. Joanot hizo un amago de golpearle otra vez, y el hereje se acobardó. Sollozó pidiendo que lo sacaran de allí, que aquél no era un lugar para los hombres.
– Moriremos todos de una forma horrible -gimió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas-. No debemos permanecer en este lugar ni un instante más.
Furioso y cansado de sus lloriqueos, Vadinio ordenó a los dragones que custodiaban al nestoriano que lo sacaran del puente y lo devolvieran a su jaula.
Así lo hicieron, aunque el hereje no dejó de gritar y lamentarse mientras lo arrastraban hasta la sentina.
Después, Vadinio tomó el telecomunicador y conectó con el Paraliena.
– Vamos a acercarnos a ese vórtice -dijo a través del aparato-. Nosotros iremos delante, seguidnos con precaución, manteniendo la distancia que ahora nos separa.
Ordenó al timonel que avanzara lentamente hacia el torbellino de nubes que giraba frente a nosotros. Mientras nos acercábamos, intenté calcular su anchura, era difícil sin ningún punto de referencia, y además sus bordes eran imprecisos, pero estimé que sería de varias decenas de millas, esto suponiendo que el diámetro total del anfiteatro de montañas que nos rodeaba fuera de cincuenta millas al menos.
Pero era difícil de precisar, pues la bruma no nos permitía verlo en su totalidad, y sólo podíamos hacer cálculos con la curvatura de las paredes rocosas y el efecto de la perspectiva de las montañas que lo cerraban por arriba.
Cuando la proa del Teógides rozó el vórtice, sentimos una violenta aceleración lateral que nos obligó a todos a buscar desesperadamente un lugar donde agarrarnos.
Vadinio gritó rápidas órdenes al timonel, y la nave fue estabilizándose lentamente. Un torbellino de vientos huracanados nos arrastraba hacia estribor, pero el aeróstato nadaba en aquellas ráfagas de vapor, como un pez en un torrente.
– Tengo problemas para recibir con claridad al Paraliena -dijo el técnico del telecomunicador-. Hay mucho ruido de fondo, y su voz me llega distorsionada.
Vadinio tomó entonces el telecomunicador, y ordenó a nuestros compañeros del Paraliena que nos siguieran. Después se quitó las orejeras, y miró a través de una de las portillas buscando a nuestra nave hermana.
Apenas teníamos visibilidad más allá de un cuarto de milla de distancia, pero vimos cómo el Paraliena penetraba en el rabión siguiendo fielmente nuestro rastro.
– Bien -dijo Vadinio con alivio-, no podemos comunicarnos con claridad, pero es evidente que ellos sí nos oyen.
Estábamos en los aledaños de un universo cambiante y turbulento, y nos arrastrábamos torpemente alrededor de su centro. La nave vibraba como una espada que intentara penetrar una roca, mientras nos hundíamos en aquel mare mágnum.
– ¡Mirad eso!
Era Neléis quien había hablado, pero casi al instante escuché la voz de Vadinio exclamar: «¡Por el perro!».
Se trataba de un ser inconcebible. Una desviación de todos los principios conocidos de la naturaleza. Todos en el puente, Joanot, Herófilo y los aeronautas del Teógides, contuvimos un grito de asombro al verlo acercarse hacia nosotros.
Tenía un único miembro, semejante a un largo y huesudo brazo con una doble articulación; al final de este brazo, cinco dedos larguísimos, y tan delgados como las patas de una araña, se disponían radialmente, como las varillas de un parasol. Estos dedos estaban unidos entre sí por una membrana traslúcida, como la de las alas de los murciélagos, de color sonrosado y con algunos pelos en su superficie. Esta membrana se abría y cerraba, interceptando más o menos aire al hacerlo, para controlar la posición de la bola de pelo que estaba al otro extremo del brazo.
Esta bola, de al menos una vara de diámetro, debía de ser el cuerpo del animal, pero carecía de rasgo alguno, con la única excepción de dos grandes ojos marrones que parpadeaban lentamente.
Unos ojos inquietantemente humanos en mitad de aquel ser de pesadilla.
Vimos al menos una docena más de aquellas criaturas acercarse a nosotros, arrastradas por el viento, abriendo y cerrando su mano parasol, para dirigir con precisión sus movimientos por aquel vendaval. Nos miraban con curiosidad, sin hacer nada que pudiera ser considerado como hostil, aunque dado lo limitado de su estructura corporal, esto pudiera hacérseles más bien difícil.
Por supuesto pensé que estaba en presencia de almas en pena, condenados que purgaban sus pecados terrenales vagando eternamente en aquellos cuerpos monstruosos; errantes, impelidos por la furia ciega de un huracán. Escuchamos voces de terror por parte de los almogávares desde la bodega. Joanot y yo subimos para estar con ellos y tranquilizarlos.
– Ese sacerdote afirmó que éste no es lugar para ser visitado por los vivos -dijo Guzmán; un hombre de valentía probada, pero que ahora parecía al borde del pánico.
– Ese hombre no es un sacerdote de Dios -le dije con firmeza-; sino del diablo. Y nos dirá cualquier cosa que Satanás quiera que creamos.
Pero interiormente estaba muy lejos de sentir una firmeza tal. No es que, por supuesto, creyera en las palabras del hereje nestoriano, pero cada nervio de mi cuerpo me gritaba para que saliéramos de allí, para que huyéramos con rapidez de aquel tétrico lugar.
Quizás ésta fue la causa de que mis palabras no tuvieran ningún efecto en aquellos hombres, que siguieron mirando con ojos desencajados de terror a través de las portillas, a aquella manada de criaturas de pesadilla.
Joanot de Curial desenvainó entonces su espada, y la alzó gritando:
– ¡Aragón! ¡Aragón!
Sólo eso, pero su efecto fue inmediato. Los cincuenta almogávares allí presentes, desenvainaron a su vez sus armas, y respondieron al unísono:
– ¡Aragón! ¡Aragón!
Los dragones nos miraron entre asombrados y divertidos por aquel ritual, incapaces de comprender cómo la simple pronunciación del nombre de nuestra patria podía ejercer un efecto tan catártico sobre los miedos de aquellas gentes.
El temor se había esfumado como por arte de magia de los ojos de todos y cada uno de los valientes almogávares. En aquel momento se podrían haber enfrentado a cualquier cosa. Pero mi estancia en la ciudad me había vuelto lo suficientemente escéptico como para preguntarme cuánto duraría el efecto.
Herófilo apareció entonces en la trampilla que comunicaba con el puente.
– Vamos a capturar a uno de esos monstruos para estudiarlo -dijo-. ¿Quién de vosotros, almogávares, es el mejor con el arco?
Guillem, que ya se había recuperado la herida en el costado que había recibido en la expedición a Samarcanda, se adelantó preparando su arco. Herófilo le pidió una de sus flechas, y le ató un delgado cordel que llevaba con él.
– ¿Crees que serás capaz de hacer blanco con esto?
Guillem sopesó la flecha de punta de acero y respondió afirmativamente. Ambos salieron a la balconada exterior que rodeaba la bodega y Guillem se afianzó apoyando su espalda contra la cobertura del aeróstato, y empujando con sus piernas contra la barandilla de la balconada. Las ráfagas de viento que parecían querer arrancar a ambos hombres de su posición penetraban por la puerta abierta por la que habían salido a la plataforma, y creaban remolinos en el interior de la bodega.
Guillem disparó, y falló el tiro.
El monstruo flotaba apenas a unas cincuenta varas de él, y estaba casi inmóvil manteniéndose milagrosamente en esa posición mediante el ejercicio de abrir y cerrar aquella especie de parasol con aspecto de alas de murciélago.
Guillem recogió con cuidado la flecha tirando del cordel a la que estaba atada. Volvió a prepararla, tensó el arco, y desvió su blanco teniendo en cuenta la enorme presión que el viento ejercía sobre la flecha y el cordel.
Disparó y esta vez alcanzó al monstruo justo entre los dos ojos.
Herófilo le ayudó a cobrar su presa tirando a la vez que Guillem del cordel, y los dos hombres entraron de nuevo en la bodega con su extraño trofeo con ellos.
Todos nos congregamos alrededor del médico para contemplar de cerca aquel capricho de la naturaleza: una cabeza sin cuerpo, y con un único brazo surgiendo de ella, rematado por una especie de ala circular de murciélago.
Yo sentí a mi alrededor el alivio de mis compañeros almogávares al comprobar que aquellas criaturas podían ser muertas por sólo una flecha.
Neléis, que también había subido a la bodega, se inclinó sobre el cadáver del monstruo, y apartó con una mano el pelaje alrededor de aquellos ojos, tan humanos, que ahora estaban fijos y vidriosos por la muerte. Apenas manaba sangre de la herida.
– ¡No tiene boca! -exclamó la consejera atónita.
Y era cierto, ni boca ni ningún otro rasgo en aquella pelota de pelo, con la excepción de aquellos dos ojos. Herófilo volvió a cargar con el monstruo y dijo que lo iba a diseccionar. Pidió ayuda a Neléis, y la mujer me preguntó si deseaba acompañarles.
Asentí. Aquel ser me repugnaba, pero sentía una gran curiosidad por él.
Entramos en la enfermería que había sido delimitada en el interior de la bodega con sólo tres mamparas apoyadas contra la cubierta de lona, y el médico de Apeiron depositó su monstruosa carga sobre la camilla que estaba situada en el centro. Rebuscó entre su instrumental, ordenado en varios cajones sujetos a las mamparas, y se inclinó sobre la criatura con un afilado escalpelo entre sus dedos.
– Bien -dijo Herófilo-, ahora sabremos cómo estás hecho por dentro.
Llevado por un súbito presentimiento, le retuve la mano cuando estaba a punto de empezar a cortar.
– ¿Qué sucede? -dijo el médico, elevando sus ojos hacia mí.
Les pregunté a ambos si estaban seguros de lo que iban a hacer.
– No podemos estarlo, Ramón -me respondió Neléis-. Nada de lo que hemos hecho aquí se ajusta a nuestras leyes científicas. Hemos matado a esta criatura sin saber si era un ser racional o no. Si esto podía perjudicarnos o no. Pero nuestra situación es excepcional; estamos en el mismísimo hogar del Adversario, y nuestra única oportunidad, nuestra única opción más bien, es actuar rápidamente. Cada instante cuenta antes de que nuestra incursión sea descubierta por él y tengamos que enfrentarnos a todo su poder. Debemos aprender cuanto podamos sobre este lugar antes de que eso suceda, y si ello supone abandonar toda precaución, bueno, me temo que no podremos evitarlo.
Comprendí los argumentos de la consejera y asentí mientras Herófilo volvía a acercar el escalpelo a la peluda piel del monstruo; pero no pude alejar los temores que hormigueaban en mi interior. Temores que se vieron inmediatamente confirmados cuando el médico clavó su instrumento en el cuerpo de aquella criatura.
Herófilo gritó, y saltó hacia atrás como impulsado por una fuerza demoníaca.
El médico rebotó contra la mampara que estaba tras él y cayó de bruces al suelo.
Neléis y yo nos quedamos paralizados por la sorpresa durante un instante; pero inmediatamente acudimos a socorrerle.
No estaba herido, tan sólo un poco conmocionado. Se puso en pie rápidamente.
– ¿Qué ha sucedido? -le preguntamos.
– Una descarga de energía -respondió él sacudiendo la mano que había sujetado el escalpelo y que ahora parecía dolerle-. Muy intensa, pero muy breve.
– ¡Por el perro! -exclamó Neléis-. ¿Qué vas a hacer ahora?
– Voy a intentarlo de nuevo -dijo Herófilo recogiendo el escalpelo del suelo.
Yo iba a protestar, pero Neléis me hizo callar con un gesto. Era evidente que ese asunto era responsabilidad de Herófilo, pero yo seguía sintiéndome aterrorizado.
El médico clavó su instrumento en el mismo punto que antes, y sajó longitudinalmente la piel del monstruo. Esta vez no sucedió nada. Después tomó una especie de tenazas cortantes, y partió con varios chasquidos unos huesos en forma de costillas circulares que protegían el interior del animal.
– Ayúdame ahora, Neléis -dijo, señalando uno de los labios del corte.
El médico y la consejera tiraron con fuerza y la criatura se abrió por la mitad como una concha, mostrándonos sus entrañas. Apenas había sangre, y no pude reconocer ninguno de los órganos que colgaban dentro de la cavidad central del monstruo.
Pero Neléis y el médico sí que reconocieron algo; una especie de racimo de uvas bulboso, cubierto por una especie de gelatina espumosa, y al señalarlo, recordé a los rexinoos que la consejera me había mostrado en el hospital de la ciudad. Éstos poseían este mismo órgano, pero de tamaño mucho menor. Neléis me había dicho entonces que era una especie de colonia de seres microscópicos que generaban energía para que el rexinoos pudiera comunicarse con el Adversario.
– Eso es lo que me causó la sacudida eléctrica-dijo Herófilo.
Ambos parecían ahora muy asustados; pero yo no entendía nada.
– ¿Tenéis ya una idea de lo que es esa cosa? -les pregunté.
Herófilo levantó la vista de la cavidad interior del animal, y dijo:
– Son los ojos del Adversario. Nuestra incursión ya no es un secreto para él.
Escuchamos gritos procedentes de la bodega y abandonamos rápidamente la enfermería y el cadáver del monstruo.
Las puertas que daban a la balconada, situadas a ambos extremos de la bodega, estaban abiertas y el aire entraba como un huracán por ellas. Entrecerré los ojos intentando comprender lo que allí estaba sucediendo. Almogávares y dragones preparaban sus armas mientras Joanot impartía órdenes a gritos para hacerse oír por encima del bramar del viento. Me acerqué a él y le pregunté. Joanot, sin apenas mirarme, señaló hacia el exterior a través de una de las portillas.
Me acerqué a ella. Los hombres tomaban posiciones en la balaustrada, desafiando el ímpetu del viento. Al fondo, ascendiendo por el mismo centro del tornado, una miríada de formas vagamente humanas, pero dotadas de unas enormes alas, como ángeles o demonios, ganaban rápidamente altura empujadas por el flujo de vapor.
– ¡Los kauli! -exclamó Herófilo, junto a mí.
Neléis cogió un tubo comunicador y le informó rápidamente a Vadinio de lo que habíamos averiguado sobre el monstruo capturado.
– Esto es un ataque del Adversario -concluyó-, no hay duda sobre eso, pues él ya sabe de nuestra presencia aquí.
– Muy bien, consejera -escuché la voz de Vadinio respondiéndole-; estamos preparados.
Las diabólicas figuras de las langostas -o los kauli, como llamaban los ciudadanos a aquellos seres- ya eran claramente visibles sobre nosotros. Habían ganado altura, planeando con sus inmensas alas plateadas, hasta situarse directamente encima nuestro.
Usando el catalejo, pude ver una de ellas con nitidez. Era tal y como mi sueño me había mostrado, o como son descritas en el Apocalipsis de san Juan; un cuerpo envuelto en una armadura plateada que reproducía fielmente una musculatura humana; un tórax enorme, desproporcionado con relación al resto del cuerpo, sin duda necesario para contener los poderosos músculos que debían accionar aquellas inmensas alas a su espalda; unas alas cuyas plumas parecían cuchillos de acero. Una cola de escorpión, compuesta por una docena de anillos articulados, se cimbreaba a la espalda del kauli. Su rostro podía pasar por el de una hermosa joven de largos cabellos agitados por el viento como una aureola negra; pero su boca, semejante a la de un león de largos y afilados colmillos, y labios finos y negros, deformaba horriblemente aquel bello rostro.
– ¿Dónde debemos atacarles, Ramón? ¿Cuál es su punto débil?
Era Joanot de Curial. Me volví y le miré atónito.
– ¿Cómo?
– ¿Qué sabes de esos monstruos? -insistió-. ¿Son demonios voladores? ¿Pueden ser abatidos por nuestras armas?
– No… no lo sé -musité.
Joanot no perdió más tiempo conmigo; tomó su espada con una mano, y un pyreion con la otra, y salió a la balaustrada.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros como una bandada de fieros halcones.
Joanot disparó su pyreion contra el que volaba más cerca, después arrojó el arma a un lado, y tomó su espada con ambas manos. Un kauli había recibido la bala de Joanot en pleno pecho, y saltó hacia atrás, justo cuando estaba cerrando sus manos enguantadas de plata sobre la barandilla de la balaustrada. La bala había abierto un gran agujero en su armadura, lo que respondía a la pregunta de Joanot.
Aquel kauli se precipitó al abismo, girando incontroladamente sobre sí, pero otros muchos combates se estaban desarrollando alrededor del aeróstato, tantos que me resultaba imposible seguirlos todos.
Guillem disparó una flecha que rebotó inútil contra la coraza de otro kauli. El demonio saltó sobre el almogávar, y a punto estuvo de decapitarle con un solo golpe del filo cortante de sus alas. Pero Guillem evitó el tajo arrojándose al suelo y, desde allí, sin tiempo para desenvainar su espada, golpeó al monstruo con su arco en las corvas.
Los kauli se dejaron caer sobre nosotros
como una bandada de fieros halcones…
Al caer, el kauli partió en dos el largo arco de tejo inglés, y Guillem gimió como si lo que se hubiera partido fuera su propia espina dorsal. Lleno de furor asesino, saltó sobre el kauli y estranguló al monstruo con la cuerda del arco destrozado.
Junto a él, varios dragones dispararon a la vez sus sifones de fuego griego contra el enjambre de monstruos voladores que se abatían sobre nosotros. El espeso líquido ardiente se pegaba a los cuerpos de los kauli, convirtiéndolos en antorchas voladoras. Cegados y abrasados por las llamas, chocaban entre sí, y se precipitaban al abismo dejando turbios rastros de humo negro.
Mientras tanto, Joanot corría por la balaustrada, con su espada en la mano, gritando voces de aliento a sus almogávares. Un kauli saltó frente a él, e intentó golpearle con sus alas. Joanot las esquivó, agachándose con los reflejos de un gato, y lanzó un golpe con su hoja hacia el amplio tórax del demonio; pero éste desvió la espada protegiéndose con una de sus alas que usó como un amplio escudo de bordes cortantes.
El kauli giró entonces rápidamente y ofreció su espalda a Joanot, que vio cómo la cola de escorpión del kauli saltaba hacia él con la velocidad de una bala, sin que apenas tuviera tiempo de apartarse hacia la barandilla. El golpe lo alcanzó de refilón y acertó de lleno en la balaustrada, que quedó reducida a astillas. Joanot, empujado por la fuerza del impacto, cayó por el borde; pero pudo sujetarse a los restos de la barandilla y así evitó precipitarse al vacío. El kauli se plantó frente al valenciano y levantó uno de sus pies para golpear a Joanot, y su nuca estalló alcanzada por un disparo.
El demonio cayó hacia el abismo, por encima de la cabeza de Joanot.
Me volví, era Neléis la que había disparado desde el interior de la bodega, a unos pasos junto a mí. Ahora, la consejera estaba cargando nuevamente el pyreion.
Mientras tanto, Joanot había trepado de nuevo a la plataforma, y recogía su espada del suelo, dispuesto para seguir peleando.
Pero la pasarela era demasiado estrecha para luchar tal y como los almogávares tenían costumbre. Los kauli seguían apareciendo sobre nosotros, materializándose como espectros surgidos de la bruma, y se lanzaban a toda velocidad hacia ellos.
Vi con horror cómo varios de aquellos monstruos atrapaban a algunos de nuestros defensores, y los arrastraban con ellos hacia el abismo.
– ¡Estamos perdiendo flotabilidad! -gritó Neléis-. Muy rápidamente.
– ¡Mirad el Paraliena! -dijo el médico, señalando hacia el aeróstato.
Me volví, y vi cómo la nave en la que viajaban Sausi y Mirina atravesaba por graves dificultades. Toda la parte superior de su estructura de lona estaba cubierta por kaulis que seguían dejándose caer allí, como cuervos sobre un terrado. En aquel lugar estaban fuera del alcance de los pyreions y de los sifones de fuego griego.
Los defensores del Paraliena poco podían hacer para desalojar a los demonios de allí, y su peso estaba haciendo que la nave perdiera altura rápidamente.
Sentí una sacudida y comprendí que nosotros debíamos tener el mismo problema. Nuestro techo debía de estar tan lleno de langostas como el del Paraliena.
Pero nosotros descendíamos más rápidamente incluso, y al hacerlo éramos arrastrados por el vórtice hacia su fiero núcleo, alejándonos de nuestra nave hermana.
Herófilo descolgó uno de los comunicadores, e intentó advertir a Vadinio, pero una sección de la pared de lona frente a él fue rasgada por las afiladas alas de un kauli que irrumpió en la bodega por el orificio.
Herófilo, con el tubo comunicador aún en la mano, retrocedió un paso sin saber qué hacer. Neléis, que ya había cargado su arma, le gritó que se agachara, pero el médico no pudo oírla. Permaneció inmóvil mientras el plateado demonio avanzaba hacia él, lo sujetaba por los hombros, y le clavaba sus dientes de fiera en el cuello.
El kauli desgarró con un solo movimiento de su cabeza la garganta de Herófilo, y arrojó a un lado el cadáver del médico. Después avanzó directamente hacia mí.
Su rostro, manchado por la sangre del pobre Herófilo, era ahora verdaderamente horroroso, y sus ojos estaban clavados en los míos, apresándome con su poder magnético, inmovilizando mis piernas y aturdiendo mis sentidos.
Neléis me empujó a un lado, y disparó a bocajarro contra aquella faz demoníaca.
Vi caer al kauli hacia atrás, con una lentitud de pesadilla, como un enorme árbol abatido, dejando tras de sí, en el aire, un rastro de sangre que manaba de su rostro destrozado. Cuando chocó contra el suelo, yo seguía contemplándolo fascinado.
Me arrodillé junto a él, y toqué curioso su armadura plateada; no era de metal, sino que parecía estar hecha del mismo material que conforma el caparazón de un escarabajo; duro, pero elástico. Y no estaba colocada sobre su piel; era su piel. Cuando intenté separar una de las secciones del pecho, vi que estaba pegada a su cuerpo, y que bajo ésta aparecían ya los rojos músculos de las alas.
– Ahora no es el momento, Ramón -me increpó la consejera mientras volvía a cargar su pyreion.
Con mi brazo en cabestrillo, no podía ponerme en pie solo, y pedí a la mujer que me ayudara.
– Debemos subir a la sentina -dijo ella mientras me ofrecía su brazo-; los kauli deben de estar intentando penetrar por allí.
En la balaustrada el combate continuaba desesperadamente. Dragones y almogávares peleaban allí codo con codo, moviéndose con dificultad por la estrecha plataforma, abatiendo con fuego y balas a los kauli que se acercaban, peleando cuerpo a cuerpo con los que conseguían saltar sobre el aeróstato. No vi a Joanot, perdido en mitad de un pandemónium de cuerpos que mataban y eran muertos a un ritmo vertiginoso.
Neléis ordenó a algunos de los dragones que la siguieran. Yo también subí hasta la sentina detrás de la consejera. Aunque impedido por mi brazo roto no esperaba ser de mucha utilidad, no podía soportar la espera inactiva de que llegara el final; porque para entonces creo que era evidente para todos que no podíamos defender los frágiles aeróstatos contra aquel ataque de enfurecidos demonios.
Pero tampoco podíamos esperar la muerte con los brazos cruzados.
La sentina presentaba el confuso y habitual aspecto de maleza de varillas metálicas entrecruzándose. Al final de la pasarela central, cuatro mecánicos cuidaban del motor de vapor, forzado al máximo para contrarrestar la perdida de flotabilidad que estaba sufriendo la nave. Miramos hacia el techo de lona, presintiendo la muchedumbre de langostas que debían de estar amontonándose sobre él.
– ¡Os lo advertí! -chilló una desagradable voz a mi espalda-. ¡Os dije que si permanecíais en este lugar sería vuestro final! ¡Ahora es tarde! ¡Ahora es tarde!
Era el gordo sacerdote nestoriano, cogido con ambas manos a dos de los barrotes de su jaula, como una rata chillando en su trampa. Ni Neléis ni los dragones le hicieron el menor caso, pero yo deseé con todas mis fuerzas hacerle callar de alguna forma.
– ¡Demasiado tarde!
El techo de lona se rasgó por varios sitios a la vez, y un enjambre de alados kauli se precipitó hacia el interior de la sentina a través de los orificios.
Los dragones no podían hacer uso de sus sifones flamígeros en el interior de la nave, pero dispararon sus pyreions contra los invasores sin importarles si perforaban o no los grandes balones de gas.
El nestoriano gritaba y saltaba dentro de su jaula, como un mono loco, hasta que un kauli aterrizó justamente sobre la prisión del hereje.
El nestoriano alzó sus manos hacia él y dijo con un tono de oración:
– ¡Oh tú, arcángel vengador, dame tu bendición!
El kauli lo sujetó por las muñecas y lo atrajo hacia sí, haciendo que su cabeza se estrellara contra los barrotes del techo de la jaula. El nestoriano aulló, sorprendido y dolorido por el golpe, pero el kauli se inclinó hacia él, lentamente, como si fuera a besarle. Durante un largo instante, los dos rostros se juntaron, y vi cómo el hereje pataleaba espasmódicamente. Cuando el kauli al fin lo soltó, dejándole caer como un pelele roto al fondo de la jaula, la cara del nestoriano había desaparecido, substituida por una pulpa sanguinolenta. El kauli, plantado sobre la jaula como un gran halcón de plata, masticaba lentamente.
Aparté la vista mareado y vomité, sujetándome con mi única mano disponible al varillaje de metal, para no caer sin sentido.
Los dragones habían establecido una línea de defensa en torno al motor de vapor, pero un enjambre de kaulis acechaban sobre ellos dispuestos a lanzarse al ataque. Nuestra única ventaja era que, en los estrechos y enrevesados espacios libres de la sentina, cruzada de un lado a otro por cables y viguetas, aquellos demonios no podían desplegar completamente sus mortíferas alas. Los primeros kauli que intentaron saltar sobre nosotros fueron rápidamente abatidos a balazos.
Estábamos en tablas, y durante un momento no se produjo ningún movimiento.
– Sal de aquí, Ramón -me dijo Neléis.
– ¿Qué?
– Sal de aquí. No podremos resistir mucho tiempo, y los kauli se harán con el motor de vapor. La comunicación se ha cortado. Intenta llegar al puente y advierte a Vadinio. Nuestra única oportunidad es que logre aterrizar la nave en una de esas terrazas, y una vez en tierra contraatacar a los kauli.
Me arrastré hacia la salida de la sentina lo más rápido que pude, y descendí por la escalerilla sujetándome tan sólo con mi brazo sano. La bodega se había hundido en el caos; hombres y kaulis peleaban por todas partes, cuerpo a cuerpo, destrozándose mutuamente con espadas, uñas y dientes. Con la vista fija en la trampilla que llevaba al puente, atravesé la bodega sin detenerme a mirar a quienes combatían a mí alrededor.
Estaba a punto de alcanzarla cuando una fuerte mano me detuvo. Era Joanot.
– ¡Ramón! -exclamó-. Creí que habías muerto, anciano.
– Necesito llegar al puente -dije casi sin aliento-. Nuestra única oportunidad es llegar a tierra antes de que los demonios controlen completamente la nave.
Dos almogávares, Guillem y Guzmán, le acompañaban; Joanot los señaló y me dijo:
– Nosotros también íbamos al puente. La nave está ahora sin control.
Le miré atónito, sin saber cómo reaccionar. Por supuesto, ¿por qué no se me había ocurrido pensar que las langostas podrían haber tomado el puente mientras nosotros peleábamos en la bodega y la sentina?
Joanot me apartó a un lado, y dijo:
– Nosotros iremos delante.
Los tres almogávares descendieron por la escalerilla, y yo fui tras ellos.
El aspecto del puente era desolador. Todas las portillas de falso cristal estaban destrozadas, y el aire entraba en tromba por todas partes haciendo volar papeles y restos destrozados de las cartas de navegación. Los cadáveres del piloto y del técnico de comunicación yacían juntos, con las gargantas destrozadas por una dentellada. Vi el cuerpo de Vadinio un poco más lejos, junto a la columna que sujetaba la brújula. Supe que era él por las ropas que llevaba, pues su cabeza había desaparecido.
Un kauli estaba al timón, de espaldas a nosotros, de modo que sólo podíamos ver sus enormes alas plegadas. Había colocado la nave casi en picado, y descendíamos a gran velocidad hacia lo más profundo de aquel abismo.
¿Hacia dónde nos llevaba aquel monstruo? ¿Qué destino nos había fijado?
Lo vi aparecer brevemente entre los jirones de niebla; una hilera interminable de columnas de piedra roja que encerraban toda una vuelta de aquella espiral que descendía al abismo. Millas y millas de columnas que encerraban una especie de claustro interminable; o quizá la entrada al palacio del Adversario.
Desapareció entre la niebla tan rápidamente como había aparecido, y me pregunté si no lo habría imaginado. Pero aquel demonio de alas plateadas conducía el Teógides directamente hacia aquel lugar, y esto sí era real.
Sin pensarlo ni un instante, Guzmán, lanzó su azcona contra la espalda del kauli. Pero ésta estaba perfectamente protegida por las dos alas, y la lanza rebotó inútil contra ellas. El kauli ni siquiera demostró haber percibido el ataque.
Escuché entonces un ruido a mi espalda, semejante al bufido de un gato, o al silbido de una serpiente; me volví, y me vi enfrentado con el contraído rostro de un kauli, los labios fruncidos y mostrando sus amarillentos y largos dientes de león.
El demonio desplegó sus alas de plata para impedirme la huida, ocupando la anchura del puente de un lado al otro. Yo no estaba armado, y no tenía más opción que retroceder, pero tropecé y caí de espaldas. La cubierta del puente estaba muy inclinada por el picado cada vez más pronunciado de la nave. El kauli saltó hacia mí, y yo me protegí instintivamente el rostro con mi brazo herido. Los dientes del demonio se cerraron con fuerza contra la escayola y las vendas. El kauli respingó extrañado, y soltó la presa mientras intentaba comprender qué había mordido.
Su expresión de sorpresa era casi divertida cuando un golpe de la espada de Joanot le arrancó la cabeza de los hombros.
Otros kauli penetraron a través de las portillas destrozadas, y gatearon hacia nosotros. Guillem saltó contra la espalda alada del kauli que se había apoderado del timón del Teógides. Intentaba clavar uno de sus dardos en la nuca del demonio, pero no lo consiguió. El kauli, de algún modo, vio las intenciones del almogávar, y le descargó un fuerte golpe con su cola en el centro del pecho de Guillem. El almogávar rebotó contra un mamparo, y cayó de bruces llevándose la mano al pecho, sangrando por nariz y boca.
Uno de los kauli que se arrastraba hacia nosotros, saltó hacia Joanot. El valenciano intentó clavarle su espada, pero resbaló contra el pecho plateado del demonio. Las mandíbulas del kauli se cerraron, con un chasquido, a pocas pulgadas del rostro de Joanot. Viéndose perdido, Joanot no vio otra salida que abrazarse con manos y piernas al cuerpo del kauli, manteniéndose fuera del alcance de sus dientes. Joanot y el kauli rodaron entonces por el suelo del puente, en una confusión de brazos, piernas, y cortantes alas de acero. El kauli no podía alcanzarle de ninguna forma, pero Joanot tampoco podía soltar ni por un instante la presa del kauli.
Otro kauli pasó sobre los dos cuerpos entrelazados, y avanzó hacia mí y el almogávar. Guzmán lanzó una patada que acertó al monstruo en pleno rostro. El Teógides estaba más inclinado a cada instante que pasaba, y teníamos que sujetarnos a los mamparos para no rodar hacia la proa, y caer a los pies del kauli que manejaba el timón.
Otro demonio plateado pasó sobre Joanot y su kauli y saltó hacia delante. Parecían ciegas fieras a las que nada importaba con tal de conseguir nuestra destrucción.
Los dos kauli avanzaban a gatas hacia nosotros, los rostros fruncidos en una mueca que les permitía exhibir sus impresionantes dentaduras.
A duras penas, logré ponerme en pie, sujetándome con mi brazo sano a la que había sido la silla del técnico del telecomunicador. Miré alrededor, y grité.
Ya no había cielo, ni nubes a nuestro alrededor, ni lejanos barrancos medio perdidos en la bruma. Vi árboles completamente blancos, resecos y retorcidos, y un muro de piedra, y un suelo cubierto de barro rojo que se abalanzaba hacia nosotros a toda velocidad. ¡Íbamos a estrellarnos! Y todo esto lo vi en un fugaz instante antes del choque.
Todo el puente saltó a mi alrededor hecho añicos. Los fragmentos de mamparos volaron por todas partes como hojas arrastradas por un vendaval. El barro rojo saltó hacia mí como una ola viscosa, me envolvió, y me arrastró hacia el fondo del puente. De repente me encontré en el exterior, rodando por aquel cieno pegajoso. Tuve retazos de imágenes en las que vi al Teógides aplastado contra el barro, con su morro hundido en él, y su cubierta rajada como la piel de una granada. Sentí una punzada de dolor en mi brazo escayolado cuando mi cuerpo se detuvo al chocar contra la base de uno de aquellos árboles albinos. Quedé tendido boca arriba, con el rostro cubierto de barro, mirando aquel cielo gris y turbulento por entre las retorcidas ramas blancas del árbol.
Una de las ramas se había roto y un líquido rosado, como una mezcla de sangre y savia, goteaba sobre mi rostro. Escuché lejanos ladridos de perros, o algo semejante.
Entonces, el cuerpo de un kauli, con sus alas desplegadas, llenó mi campo de visión. Vi su rostro de ojos hermosos y sonrisa de fiera acercarse lentamente hacia mí. Y todo se volvió oscuro.
Corría detrás de Roger de Flor, a través de un oscuro bosque quemado. Esqueletos de árboles trasformados en carbón, un suelo formado de cenizas. Unos perros ladraban salvajemente tras nosotros, acortando la distancia. Tropecé con una raíz y caí de bruces levantando una nube de polvo ceniciento. Los perros se abalanzaron sobre mí. Eran siete, negros como la noche, con un rostro formado por dos ojos rojos y luminosos como brasas ardientes y una fauces amarillas y babeantes. El primero saltó con sus colmillos buscando mi garganta, pero Roger de Flor lo detuvo en el aire, partiéndolo en dos con un tajo de su espada.
Los otros seis mastines retrocedieron espantados mientras las dos mitades del cadáver de su compañero se retorcían sobre las cenizas como dos serpientes agonizantes.
– Esto no va contigo, Roger de Flor -ladró una de las bestias- no es a ti a quien buscamos, sino a ese anciano senil. Apártate y no sufrirás daño.
– Apartaos vosotros, o tendréis el mismo fin que vuestro compañero.
– El no merece tu ayuda, Roger de Flor. Es un embustero, un falsificador que ha engañado a todo el mundo con sus mentiras…
– ¡Eso no es cierto! -grité poniéndome en pie-. Jamás he dicho o hecho algo en lo que no creyera firmemente.
Uno de los perros se adelantó. Una sombra negra de fauces relucientes babeando espuma. Ladró, dirigiéndose a mí:
– Tú eres la principal víctima de tus embustes, y el que los cree más firmemente.
– ¡No! -grité.
Roger de Flor tiró de mi brazo.
– Vámonos, Ramón -dijo-. Salgamos de aquí.
Corrimos, perseguidos por los perros negros, hasta la misma linde del bosque.
Un angosto valle, rodeado de altas y afiladas cumbres, semejantes a los dientes de un dragón, se abría siniestro ante nosotros. Una terrible batalla parecía haberse desarrollado en aquel lugar. Entre los jirones de niebla que resbalaban por el desfiladero asomaban los restos de cuerpos mutilados de hombres y de sus caballos, formando un confuso montón en el que se enredaban los miembros humanos con los de las bestias muertas. Algunas lanzas, clavadas en los cuerpos, sobresalían por todas partes como las espinas de un puercoespín. Era como un río de carne y sangre deslizándose por el centro de aquella quebrada.
El olor era nauseabundo, y sentí deseos de dar media vuelta e internarme nuevamente en el bosque, pero los perros ladraron a nuestra espalda, y Roger me empujó para que venciera mi temor y caminara junto a él por aquel valle de muerte.
Los cuervos revoloteaban asustados a nuestro paso, y eran la única nota de vida en medio de toda aquella mortandad. Roger no parecía impresionado.
– ¿Qué ha pasado aquí? -le pregunté.
– Una batalla, no lejos de Acre. Yo estuve aquí; el destino de Tierra Santa se decidió en este desfiladero. Fuimos derrotados, pero mis hermanos del Temple murieron con honor.
– ¿Cómo puede haber algo de honorable en medio de tanta muerte?
El rostro de Roger de Flor se iluminó y dijo, señalando a lo lejos:
– Mira, ahí tienes tu respuesta.
Me volví, y caí de rodillas sin poder evitarlo. Mis piernas se habían negado a seguir sosteniéndome. A lo lejos, envuelto en una luz que abrasaba mis ojos, caminaba un hombre desnudo entre los cuerpos de los muertos. El hombre tenía sus manos clavadas a una cruz, y arrastraba el tablón tras él como si éste fuera la más liviana de las cargas. A su paso los muertos se levantaban y, formando un compacto grupo, le seguían.
Escuché las voces de los muertos murmurar una plegaria mientras desfilaban tras la impresionante figura del hombre crucificado. Amigos y enemigos, cristianos e infieles, muertos juntos, ahora resucitaban y le seguían.
El hombre cruzó frente a nosotros y Roger de Flor también se puso de rodillas. Tras él se alzaba una ola de vida. La carne regresaba a los miembros desgarrados; las cuencas vacías de los ojos se rellenaban, las heridas se cerraban…
Yo apreté mis manos y recé. No era la primera vez que veía a aquel hombre.
Tres figuras se acercaron a nosotros; una mujer y dos niños. Nos pusimos en pie; el hombre de la cruz y su cada vez más numeroso séquito, ya estaba lejos.
– ¿Ya no nos reconoces, Ramón? -me preguntó la mujer.
No podía creerlo.
– ¡Blanca! -exclamé. Me arrodillé, y abracé a mis dos hijos-. Creía que…
– ¿Que estábamos muertos? -me dijo mi esposa-. Así es, desde hace mucho, para ti. Tú nos abandonaste, Ramón.
Me señaló con un dedo acusador.
– No, no digas eso. No os abandoné; os procuré todo lo que necesitabais.
– Nos abandonaste, y tuvimos que luchar para sobrevivir, para salir adelante. Tú te olvidaste de nosotros, como si nunca hubiéramos existido.
– No, no -tapé mi rostro con las manos y lloré con todas mis fuerzas-… el Señor me llamó… y no pude eludir su llamada…
Era mentira. Mentira. Mentira…
Desperté aterrorizado. La nitidez y materialidad de aquel sueño me recordó las alucinaciones que había sufrido cuando estaba poseído por el rexinoos.
Pero, ¿dónde estaba ahora?
Por un momento pensé que seguía soñando. Un paisaje de pesadilla me rodeaba. Árboles de ramas blancas como huesos. Lluvia incesante. Cataratas de espuma negra derramándose sobre un barro rojo y pegajoso. Lejanos ladridos y aullidos. Una enorme masa de lona y hierros destrozados. Un demonio plateado tendido junto a mí.
¡Estaba en el Infierno!
Joanot estaba de pie junto al kauli, con su espada en la mano, el cuerpo cubierto de cortes y sus ropas destrozadas.
Me incorporé, y vi a varios supervivientes, almogávares y dragones, sentados en el barro. Pero no había ni un sólo kauli vivo a la vista. Sólo cadáveres mezclados con los cuerpos de nuestros compañeros muertos. No podíamos haber tenido tanta fortuna como para que todos esos demonios murieran durante el choque.
Pregunté a Joanot qué había pasado.
– Cuando nos estrellamos, todos levantaron el vuelo y salieron huyendo como patos asustados. Todos menos ése -señaló al kauli que se debatía en el suelo, atado con un cable de acero del timón del Teógídes-. Ése intentó cogerte mientras estabas inconsciente; pero fuimos nosotros quienes le atrapamos a él…
Estábamos en el lugar más horroroso que pueda concebir la mente humana; en medio de una especie de bosquecillo de árboles raquíticos y retorcidos, sin hojas; chapoteando en un barro rojo y pegajoso como la sangre; en el fondo de un acantilado de pesadilla. Las paredes se elevaban como una muralla a partir del punto en el que nos habíamos estrellado, hasta desaparecer entre las capas de niebla. Un lodo rojizo resbalaba sin cesar por aquellas paredes, y se encharcaba a nuestros pies.
No tenía derecho a quejarme; era lo blando y viscoso de aquel terreno lo que nos había salvado la vida.
La consejera Neléis apareció entre los hierros retorcidos y los andrajos de lona destrozada que era todo lo que quedaba del Teógídes.
Caminó hacia nosotros con pasos inseguros; con el rostro y el cuerpo tan cubiertos de lodo que era difícil reconocerla. Pero no había ni un ápice de inseguridad en su voz.
– Capitán Joanot -dijo-; recuenta a tus hombres y a los dragones. Tomo el mando de esta expedición.
Joanot puso sus brazos en jarras, y dijo:
– ¿Esperas que acepte recibir órdenes de una mujer?
Neléis le respondió, inexpresiva tras su máscara de barro:
– Ahora no tenemos tiempo para esas tonterías, capitán. Infórmame sobre el número de supervivientes.
Joanot soltó una risita, pero obedeció; se acercó a los dragones y almogávares, y les fue ordenando que se pusieran en pie y se numerasen.
Mientras tanto, la consejera se acercó a uno de los árboles, y quebró una ramita con sus manos. El líquido rosáceo empezó a gotear inmediatamente de la herida.
– Tiene una textura extraña esta madera -dijo, haciendo rodar la ramita entre sus dedos-. Casi parece piel humana.
– Todo está equivocado en este lugar -dije-. Deberíamos salir de aquí.
La mujer se volvió hacia mí, divertida.
– ¿Qué pasa, Ramón; has perdido tu eterna curiosidad?
Señalé con un gesto al kauli que yacía a nuestros pies.
– Intentó capturarme. No matarme; capturarme -repetí como si este detalle fuera lo más extraño de todo. Una posibilidad terrible se había formado en algún lugar de mi mente, y hacía que incluso mi alma se estremeciera de pavor. ¿Es posible que los médicos de la ciudad no lograran extirparme completamente el rexinoos, y que fuera mi presencia la que había atraído a los kauli?-. Me quería vivo; ¿por qué?
– No lo sé, Ramón. Pero no podemos abandonar hasta haber acabado con el Adversario. En realidad, tampoco creo que pudiéramos huir, aunque ésa fuera nuestra intención. No sé si te has dado cuenta, pero hemos perdido nuestro medio de transporte.
– ¿Y el Paraliena? -pregunté.
Neléis sacudió la cabeza.
– No sabemos nada de ellos, pero es de temer que su suerte no haya sido mejor que la nuestra. La última vez que lo vimos estaba cubierto de enemigos. -Neléis se tambaleó y si yo no la hubiera sujetado habría caído sobre el barro. Le ayudé a sentarse sobre una piedra, junto a las raíces de uno de aquellos espectrales árboles.
– Lo siento -murmuró.
– ¿Te encuentras mal? -le pregunté-. ¿Estás herida?
– No, no -dijo con voz débil-; tan sólo un poco mareada.
Tomé asiento junto a ella. La piedra era fría y resbaladiza.
– Es como si estuviéramos en otro mundo -dije, mirando hacia el borde del precipicio. Pensé en el poderoso y noble Sausi, que tantas veces había salvado mi vida, y me pregunté si el búlgaro habría encontrado su final en un lugar tan remoto y horrible.
– Lo estamos -respondió ella, con su voz algo más firme-. Éste es el hogar del Adversario; pero, incluso aquí deben regir los mismos principios que son comunes a toda la naturaleza. Este barranco con forma de espiral no puede haber sido producido por ningún fenómeno natural. Por muy increíble que nos parezca debemos admitir que ha sido labrado en la roca por los siervos del Adversario. Con tecnología, o con las manos desnudas, no importa cómo, pero esto no es una formación natural. Como tampoco lo es ese inmenso anillo de columnas que empieza varias vueltas más abajo.
– Tú también lo viste -dije.
– Sí. Quizás eso sea su palacio, o quizá no; pero iremos hasta allí. Parece un buen sitio para empezar a buscar a nuestro enemigo. Después de que comprobemos con cuántos recursos seguimos contando.
Se puso en pie, y caminó hacia los restos del Teógides. Yo le seguí en silencio.
Algunos dragones escarbaban entre los hierros retorcidos de lo que una vez había sido la proa del Teógides. Intentaban liberar del amasijo a uno de los caballeros caminantes que había quedado allí atrapado. Tras largos e infructuosos intentos desistieron.
– Es inútil -dijo uno de ellos-. Aunque lográramos sacarlo de ahí, está destrozado. Y el otro aún no lo hemos localizado.
– Seguid buscando -les ordenó Neléis.
Joanot se acercó a nosotros, y dijo:
– Dieciocho almogávares, y quince dragones supervivientes. Eso es todo. Hay dos almogávares gravemente heridos; uno de ellos parece haberse roto la columna. Y uno de los dragones tiene un brazo aplastado. Tus compañeros les han dado una de vuestras pócimas quitadolor, y parecen tranquilos.
– Muy bien -dijo Neléis, asintiendo lentamente, como si meditara cuidadosamente sus palabras-; no vamos a dejar a nadie atrás. No sé lo que vosotros pensaréis, pero yo preferiría estar muerta antes que verme sola e indefensa en un sitio como éste.
– ¿Qué sugieres? -dijo Joanot cruzando los brazos sobre su pecho.
– Improvisaremos unas angarillas, con viguetas y unos trozos de lona; y los llevaremos con nosotros.
– Me parece una excelente idea -dijo Joanot, y la consejera le miró desorientada.
Nos acercamos a uno de los dragones que intentaba poner el telecomunicador nuevamente en funcionamiento, y Neléis le preguntó qué tal iba su trabajo.
– Esta humedad no es lo mejor para este aparato, consejera -dijo el hombre-; he tenido que sustituir varios circuitos, pero creo que podré hacerlo funcionar.
– Es imprescindible comunicarnos con el Paraliena lo antes posible.
El dragón asintió, y volvió a concentrarse en la caja del telecomunicador.
Joanot había regresado junto al kauli y llamó a gritos a dos almogávares. Entre los tres agarraron al demonio plateado por los hombros, y lo arrastraron hacia el borde del abismo. La consejera y yo corrimos junto a ellos para ver qué sucedía.
– ¿Qué haces Joanot? -le preguntó Neléis al valenciano.
Sin dejar de arrastrar al kauli, Joanot dijo:
– Creo que los hombres tienen derecho a divertirse un poco, consejera. Además necesitamos información, y este monstruo nos la va a dar gustosamente. ¿No es cierto?
– ¿Piensas torturar al kauli? -la expresión de Neléis era casi divertida.
El valenciano se detuvo, y se quedó mirando a la mujer.
– ¿A qué viene esa sonrisa, consejera? -Joanot parecía turbado, como si aquella mujer le hubiera pillado haciendo algo vergonzoso-. Este bicho debe de saber muchas cosas que nos pueden ser muy útiles. Le haremos hablar.
Neléis se encogió de hombros.
– Lo que intentáis hacer es tan ridículo e infantil -dijo-. ¿Queréis hacerle hablar? ¡Si ni siquiera conocéis su idioma!
Joanot miró desorientado hacia sus hombres, y dijo:
– No importa. El lenguaje del dolor es fácil de entender para todos.
Mientras discutían, me acuclillé junto al kauli y lo observé con detenimiento.
Era tan extraño. La textura de la piel de su rostro era exactamente igual a la piel humana; podía distinguir sus poros, y un vello suave como el de una mujer cubría sus mejillas. Sus ojos eran grandes y perfectamente humanos, de largas pestañas negras, igual que su pelo que ahora estaba empapado y manchado de barro. La piel del cuello seguía siendo normal justo bajo las mandíbulas, pero se volvía rígida y adquiría un color plateado conforme descendía hacia la clavícula. A partir de ahí, su piel se convertía en aquella coraza de aspecto metálico, pero que en realidad era de una materia semejante a los élitros de un escarabajo.
Mientras lo estudiaba, el kauli permaneció quieto, pero de repente saltó hacia mí, e intentó atraparme con sus mandíbulas de león.
Al apartarme caí de espaldas en el barro; y Joanot y los almogávares le dieron patadas a aquella criatura en el tórax y en la cabeza, para alejarla de mí.
Uno de los almogávares, Guzmán, se arrodilló entonces junto al kauli, e introdujo su cuchillo por debajo del pliegue del pecho de su armadura; tajó hacia arriba, y empezó a desprender la placa del pectoral izquierdo. El kauli aulló como un alma en pena.
– Vaya -comentó Joanot con una sonrisa-, parece que esto sí lo ha entendido. Creo que empezamos a comunicarnos, consejera.
– Debéis suspender esto inmediatamente -dijo la mujer.
El kauli sacudía la cabeza de un lado a otro, bramaba y lanzaba espuma por la boca como si hubiera enloquecido. Guzmán le había arrancado la placa y la masa muscular del pecho aparecía roja y brillante. Sonó un estampido, y el kauli quedó inmóvil. Un orificio había aparecido en el centro de su cráneo, pero apenas manaba sangre de él.
– ¿Qué ha pasado? -gritó Guzmán-. ¿Quién ha disparado? -Entonces vio a uno de los dragones que bajaba su pyreion humeante-. ¿Has sido tú? ¿Tú has disparado?
El almogávar avanzó resueltamente hacia el dragón con su cuchillo manchado con la sangre del kauli en la mano.
– Ya es suficiente -ordenó Neléis-. Joanot, contén a tu hombre.
Guzmán se plantó frente al dragón, y le amenazó con el cuchillo. La diferencia física entre los dos hombres era más que notable; Guzmán apenas llegaba al pecho del dragón, era canijo y desgarbado; pero le había visto luchar, y sabía de lo que era capaz.
– Basta Guzmán -dijo Joanot, con gesto cansado-; déjalo.
El almogávar se volvió hacia Joanot con los ojos chispeando de furia, pero no bajó el cuchillo con el que amenazaba al dragón.
– No, Adalid -dijo entre dientes-; estoy harto de esta gente. ¿Acaso se creen dioses? ¿Se creen mejores que nosotros? Hemos peleado y hemos muerto por ellos, y aún nos siguen mirando por encima del hombro, ¡como si fuéramos bestias miserables!
Joanot pasó por encima del cuerpo del kauli y se acercó al almogávar que parecía cada vez más fuera de sí. Le tendió la mano, y le pidió que le entregara el cuchillo.
– No te daré mi cuchillo. Yo era amigo de Fabra, ¿sabes, Adalid? Él era mi camarada, y muchas veces salvó mi vida en Túnez y en Sicilia… -Guzmán sollozó, y añadió con rabia-: ¡Y tú ordenaste su muerte por culpa de una de las furcias de esa ciudad! El Capitán nunca lo hubiera permitido, ni que nos trajeran a este infierno. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué lugar infernal es éste, y qué criaturas diabólicas nos rodean? Nuestras almas jamás podrán escapar de esta sima… -El almogávar se dejó caer de rodillas en el barro, le entregó su arma a Joanot, y dijo-: Jamás saldremos de aquí, Adalid.
– Sí lo haremos, Guzmán -dijo Joanot-; te lo prometo por mi honor.
No había noche y día en aquel lugar de pesadilla. Prácticamente toda la luz provenía de la extraña fosforescencia de la tromba central. El cielo era tan sólo un torbellino gris oscuro enmarcado por las afiladas cumbres del acantilado.
No había sensación alguna de paso del tiempo, pero nuestros organismos nos decían que estábamos al borde del agotamiento. Neléis decidió acampar allí mismo hasta averiguar si el telecomunicador estaba o no en condiciones de volver a funcionar.
Almogávares y dragones trabajaron juntos en la construcción de una gran tienda, utilizando para ello las viguetas de metal y la cubierta de lona del Teógides. La caja del telecomunicador fue transportada a aquel espacio razonablemente seco, y los dragones siguieron trabajando con ella. Uno de ellos aseguraba haber escuchado una débil señal del Paraliena, y esto significó una pequeña esperanza para todos nosotros.
Sentado al borde de la tienda los veía reparar los componentes dañados, y rezaba para que todo fuera bien y aquel aparato, cuya existencia no hubiera podido ni imaginar unos meses atrás, y que ahora parecía tan importante, funcionara otra vez.
Vi también a Guillem caminando bajo la lluvia, entre aquellos árboles cadavéricos, y me sonreí; aquel hombrecillo flaco y encorvado parecía indestructible.
La consejera Neléis se acercó a mí y me entregó una manta doblada.
– Deberías intentar dormir -dijo-; si no conseguimos reparar el telecomunicador tendremos que ponernos en marcha y en ese caso nos espera una larga caminata.
Le respondí que tenía pánico de volver a dormir, y ella quiso saber por qué.
Le hablé entonces de mi último sueño, que había sido tan nítido y real como las alucinaciones que sufría cuando llevaba el rexinoos en mi interior.
– En el puente del Teógides -seguí contándole- los kauli intentaron atraparme una y otra vez; como si yo fuera su único objetivo.
– No debes pensar en eso -dijo ella mirándome preocupada.
Pero no podía quitar de mi cabeza la posibilidad de que el rexinoos se hubiera reproducido, y que a través de mí el Adversario conociese todos nuestros movimientos.
– Nunca ha sucedido algo así -dijo ella.
– Tampoco tenéis una experiencia tan amplia en esto. Sólo cuatro casos.
– Es cierto -dijo Neléis sentándose a mi lado-; pero tampoco sirve de mucho que te preocupes por algo que no podemos comprobar de ningún modo.
Pero mi mente volvía una y otra vez a mi sueño del mismo modo que la lengua busca el hueco dejado por una muela. Había soñado con el Infierno, pero ahora estaba en el Infierno; en el verdadero; realidad y sueño eran indistinguibles la una del otro.
Había visto a Blanca, mi esposa, y a mis hijos; y ella me había acusado de haberles abandonado. No era cierto; no se puede abandonar lo que nunca se ha tenido.
Cuando vivíamos juntos le fui infiel y ella me perdonó. Al final fui yo quien la abandonó, agradeciéndole de este modo su paciencia conmigo.
Durante el resto de mi vida mi alma sufriría cada vez que mi mente recordara el trato que yo le había dado a los míos. Y ahora que estaba en el Infierno ese recuerdo había sido el más nítido de todos.
Le hablé de estos pensamientos a Neléis, y le expresé mi temor de que ya no fuéramos seres vivos, sino almas purgando en el Infierno los pecados cometidos en vida.
– Yo me siento tan viva como antes -me respondió la consejera-. Los golpes y los arañazos que cubren mi cuerpo me duelen tanto como antes; y además, si nosotros estamos muertos, ¿qué es de esos hombres que murieron durante el combate?
– No lo sé -respondí-; éste es un lugar extraño y nada de lo que han imaginado alguna vez los hombres sobre el Infierno tiene por qué ser completamente cierto.
Neléis meditó unos instantes, y dijo:
– Creo que el Infierno es algo que está dentro de cada hombre, en su mente, y que es diferente para cada uno de nosotros. Sus paredes no son de roca como el acantilado que nos rodea, sino de sentimientos de culpabilidad y deseos reprimidos. Tú abandonaste a los tuyos por aquello en lo que creías, por tu fe. Hiciste lo correcto de acuerdo con tus sentimientos, pero una parte de ti se niega a aceptarlo.
– No es cierto -dije; y le conté a la consejera mi desesperado amor y mi impúdico deseo por una mujer casada; y cómo, cuando ella murió, me vi perdido y no encontré sentido a nada de lo que me rodeaba. Deseaba huir de todo, dejar que el telón cayera sobre lo que había sido mi vida hasta ese momento; cerrar los ojos y amanecer en un nuevo lugar, con una nueva vida. No deseaba la muerte ni la desintegración, tan sólo quería huir, y Dios fue la única puerta que encontré abierta.
Neléis me miraba con una expresión sombría, y me pregunté hasta qué punto entendería mis palabras y mis sentimientos. Le pregunté si ella había estado casada.
– No como tú imaginas… -respondió; y añadió al cabo de un instante-: existe un abismo entre nuestras dos culturas que resultará más difícil de salvar que el de nuestros conocimientos científicos. En Apeiron la relación entre dos personas se entiende de otras formas diferentes a la única aceptada por tu pueblo, pero los sentimientos son iguales. Comprendo y sé lo que es amar como tú has amado; estar aquí es tanto más doloroso para mí cuando me obliga a permanecer separada de la persona a la que amo. El amor es algo que siempre nos hace más vulnerables.
Aquellas palabras sonaron extrañas y turbadoras a mis oídos, y no sentí deseos de seguir hablando de aquel tema. No obstante tenía mucho que aprender de aquella gente, pero consideré que aquél no era el momento de hacerlo.
Vimos regresar a Guillem y pasar frente a nosotros, empapado por la lluvia y manchado de barro, con la rama cortada de uno de aquellos árboles blancos entre sus manos. La rama mediría tres varas de longitud y era bastante recta. El almogávar parecía muy satisfecho con ella.
– Descansa ahora, Ramón -me dijo Neléis-; si no conseguimos establecer contacto con el Paraliena en las próximas horas, tendremos que caminar hasta el anillo de columnas.
¡Caminar hasta el anillo de columnas! No era una de las decisiones más afortunadas de la consejera. Sobre todo después de comprender la enorme distancia que tendríamos que recorrer para llegar hasta él. Si estaba, como Neléis y yo habíamos creído ver, situado a un par de vueltas más abajo, significaba rodear dos veces aquel inmenso acantilado en espiral. Por supuesto, tan sólo podía hacer estimaciones aproximadas de lo que esto significaba; pero, incluso en las más optimistas, tendríamos que recorrer más de ciento cincuenta millas por terreno difícil y, sin duda, lleno de enemigos.
Pero, ¿qué alternativas nos quedaban? ¿Sentarnos en el barro rojo y esperar mansamente el fin? Me sentía tan solo, tan abandonado y perdido en aquel lugar infernal…
Con estos pensamientos rodando por mi mente, caí de nuevo en un sueño febril, plagado de alucinantes pesadillas; hasta que fui despertado por un almogávar que me sacudía por el hombro. Le miré desorientado, y reconocí a Guillem.
– En pie, viejo -dijo-; nos ponemos en camino.
– ¿No habéis conseguido hablar con el Paraliena? -pregunté, restregándome los ojos.
– No sé nada de eso. Pero esa mujer nos ha ordenado que empecemos a andar, y el Capitán ha acatado sus órdenes.
Me fijé que un nuevo arco colgaba de su hombro. Guillem lo había hecho con aquella rama de madera albina que había cortado.
Me puse en pie, y distinguí a uno de los fabulosos caballeros caminantes que al fin había sido rescatado de entre los restos del Teógides. Varios dragones trabajaban en él poniendo minuciosamente a punto sus complejos mecanismos interiores.
La consejera supervisaba aquellas operaciones, y yo me acerqué al grupo, y le pregunté a la mujer si no se sabía nada de nuestra nave hermana.
– Creemos haber captado algún sonido proveniente de ella -me explicó Neléis-; pero no estamos seguros, y no podemos perder más tiempo atascados en este lugar, pues nuestros víveres no durarán para siempre. Tenemos que empezar a movernos.
La orden de la consejera era la única posible, esto lo comprendieron todos inmediatamente, y ninguno intentó discutirla; ni siquiera Joanot.
– ¿Funcionará? -pregunté señalando al gigantesco autómata.
– Sí -respondió Neléis-, y será de una gran ayuda para nosotros.
La placa del pecho del caballero caminante había sido retirada, exponiendo a la vista su maravilloso interior. Distinguí una caldera de acero ocupando el lugar que en un ser humano ocuparían los intestinos, y una maraña de tubos de cobre enredándose por todo el pecho; manivelas, engranajes y alambres, todo en compleja disposición.
Los dragones cerraron el pecho del autómata, y uno de ellos se introdujo en la armadura del titiritero y comprobó el funcionamiento de los miembros del gigante.
Con los restos del Teógides había sido fabricado un gran carro. Los tambores del timón habían sido convertidos en las ruedas del carromato, y sobre la improvisada entalamadura se había extendido una amplia porción de la lona de la cubierta.
Las limoneras del atalaje, dos viguetas de metal de la sentina, fueron sujetas a la cintura del caballero caminante, y cuando éste empezó a andar, exhalando vapor por las rendijas de su celada, arrastró tras de sí, sin dificultad alguna, el enorme carruaje. En él había sido dispuesto un espacio para los tres heridos que llevábamos con nosotros, y para los víveres, la pólvora de los pyreions, y el aceite de piedras que era el combustible del autómata y el componente principal del fuego griego.
Pero nuestros efectivos no podían ser más patéticos: dieciséis almogávares y catorce dragones. Una fuerza ridícula para enfrentarse a la amenaza del Adversario.
El caballero caminante iba al frente del grupo, arrastrando tras de sí el enorme carro. Joanot caminaba inmediatamente tras él, con su brazo izquierdo apoyado en el pomo de su espada; avanzaba despacio, con precisión, procurando con habilidad mantener un ritmo uniforme en la marcha. Sabía por experiencia que una salida demasiado rápida es casi siempre la causa del fracaso de una larga caminata.
Nadie decía nada, porque el hablar cansa; y aquellos bravos almogávares confiaban en su líder, y nada tenían que preguntar.
A nuestra derecha, ajeno a nuestra minúscula presencia en sus aledaños, la gigantesca tromba seguía girando ferozmente, lanzándonos consecutivas ráfagas que parecían querer arrancarnos de la ancha terraza espiral por la que descendíamos.
Del fondo del abismo se levantaban sin cesar rebaños de nubes que nos ocultaban la visión de nuestro destino. Un hervor volcánico, donde surgían verticalmente hilos de bruma que, aspirados por el aire ascendente, se esforzaban en unirse, en soldarse a la gruesa manguera del tifón central.
Nuestro camino se vio repentinamente cortado por una espesa y sofocante maleza que crecía entre la pared y el acantilado como una muralla verde y húmeda.
Encontramos un sendero que se internaba en aquella selva, pero era demasiado estrecho para que pasara el caballero caminante y el carro que arrastraba. El camino parecía haber sido abierto por el paso de unas bestias semejantes a caballos; estaba casi cubierto de maleza, y no se distinguía de cualquier otra ruta que hubiéramos podido seguir más que por una estrecha faja de tierra apisonada y alguna que otra raíz cortada.
Joanot se inclinó para estudiar aquellas huellas.
– Se trata de animales algo más grandes y pesados que un caballo -concluyó.
Neléis le preguntó qué íbamos a hacer con el carro, y el valenciano desenvainó su espada y dijo:
– Le abriremos un paso más ancho.
Empezamos así a avanzar muy lentamente. Los almogávares se iban turnando en la vanguardia de la formación, e iban despejando el camino a machetazos de sus espadas. En algunos casos cruzábamos por debajo de raíces enormes, como arcos retorcidos en una pesadilla, o entre rocas cubiertas de musgo, o sobre troncos caídos que servían de puente para salvar zanjas u hondonadas rellenas de grandes helechos. Aquellos árboles eran semejantes a los primeros que habíamos visto tras estrellarnos; eran de corteza blanca y lisa como la piel humana, pero allí, por alguna desconocida razón, habían crecido de una forma desmesurada. La textura de las hojas de árboles y helechos también era extraña; eran de color verde, pero muy gruesas y esponjosas, cubiertas de largos pelos traslúcidos, y exhalaban un nauseabundo olor a corrupción. El roce con aquellos pelos pronto hizo que nos salieran por todo el cuerpo grandes ronchas encarnadas que picaban desesperadamente y nos hicieron temer haber contraído alguna enfermedad.
Los árboles y plantas trepadoras estaban cubiertos de denso musgo, y a veces los almogávares creían golpear con sus espadas un tronco macizo para luego atravesarlo como si fuera manteca, haciéndoles perder el equilibrio. El interior de aquellos troncos huecos siempre estaba lleno de gusanos rosáceos.
El follaje fue adquiriendo proporciones cada vez más gigantescas conforme avanzábamos. Una hierba gigantesca se elevaba por encima de nuestras cabezas, y encontramos algunas lagunas completamente cubiertas por hojas de nenúfar de más de tres varas de diámetro. Aquel avance nuestro entre la vegetación debía semejarse al de las hormigas cuando se abren paso por un prado sin segar.
Yo no hacía más que dar tropezones; me sangraban las piernas por muchos sitios, y la sangre atraía sobre mí a diminutos reptiles semejantes a lagartijas de seis patas.
Cuando llevábamos muchas horas de camino por aquella selva, escuché gritar a la consejera Neléis. La mujer estaba junto al gran carro que arrastraba el autómata, y miraba aterrorizada hacia su interior.
Llegué hasta allí al mismo tiempo que varios almogávares, y vi cómo el cuerpo de uno de los heridos que viajaban en el carro no era más que una masa ensangrentada, cubierta por completo de sanguijuelas.
Sacamos el cadáver de aquel pobre desgraciado, y lo arrojamos a un lado del camino. Después limpiamos minuciosamente los cuerpos de los otros dos heridos, pues en su heridas sangrantes ya habían empezado a amontonarse aquellos repugnantes gusanos.
– La vida satura este lugar de una forma enfermiza -dijo la consejera llena de horror.
Todos estábamos agotados y ansiábamos abandonar aquella senda oscura, resbaladiza e insana. Como no habíamos avanzado en todo aquel día más que unas tres millas, empezábamos a considerar que iba a ser imposible llegar hasta el anillo de columnas.
Guzmán se encaramó entonces a un árbol, y nos anunció, lleno de alegría, que la selva terminaba tan sólo un poco más adelante. Con nuestras fuerzas renovadas por aquella noticia, seguimos avanzando hasta el linde de aquel húmedo bosque, a partir del cual se abría una especie de prado salpicado de matorrales espinosos.
Vimos una cabaña, construida con troncos de madera albina, recostada contra la pared de roca. Joanot, Neléis y yo, entramos en ella por una ancha puerta doble y comprobamos que estaba desierta; en el exterior, sobre la hierba, se veían los restos de un carro completamente carcomido. Dentro de la cabaña había algunos útiles de madera, una capa hecha con tiras de corteza de árbol entrelazadas, y algo de leña quemada.
Aquella cabaña podría haber indicado la presencia de seres humanos, pero había demasiadas cosas extrañas; aquellas enormes puertas dobles eran demasiado incómodas e innecesariamente grandes; y el suelo de la cabaña estaba repleto de pisadas de cascos y excrementos de caballo. Parecía un establo, pero ¿quién encendería un fuego en el interior de un establo? Los utensilios de madera, cucharas y cuencos, parecían hechos para manos humanas, pero eran algo más toscos y grandes de lo habitual.
Joanot dijo, señalando hacia las puertas:
– El pasador está por el interior; cualquier caballo podría abrirlo y escapar.
Llenos de dudas, abandonamos aquel lugar, y seguimos nuestro camino. Sabíamos que pronto tendríamos que parar y establecer un campamento para recuperar fuerzas, pero la malsana cercanía de aquel bosque nos aterrorizaba.
Caminamos junto al precipicio, entre enormes matas de enredaderas cubiertas de largos pinchos. Las ramas de aquellos arbustos espinosos eran blancas y las espinas de un palmo de largo estaban listadas en amarillo y negro como el cuerpo de una avispa.
Pero no avanzamos mucho más. Joanot levantó su mano derecha, ordenando detenernos, y se quedó plantado donde estaba, escuchando con cuidado; intentando eliminar el continuo bramar de fondo del ciclón de aquellos huidizos sonidos. Me acerqué a él.
– ¿Qué sucede? -le susurré.
– Nos siguen -dijo.
Recordé mi pesadilla, y dije al valenciano que probablemente serían perros; mastines negros y diabólicos.
– Te equivocas, anciano -dijo mirándome extrañado-; somos acechados por un grupo de jinetes muy hábiles, que controlan perfectamente sus monturas, como los gog.
Yo miré hacia la masa de enredaderas, y no vi nada. ¿Cómo podía afirmar Joanot algo así con tanta seguridad? Pero era evidente que para un adalid almogávar los sonidos hablan de una forma mucho más concreta que para un anciano hombre de ciencia.
Neléis se acercó a nosotros y quiso saber qué pasaba. Por lo visto, para los apeironitas, el lenguaje de los sonidos tampoco era tan evidente. Pero éramos observados por criaturas oscuras que se camuflaban entre las sombras de aquellas enredaderas espinosas. Tan sólo un suave rumor había alertado a los almogávares de su presencia y, como un solo hombre, discretamente y con movimientos casuales, se habían ido disponiendo en un círculo defensivo en torno a nosotros. Joanot no había dado orden alguna, pero los almogávares parecían saber muy bien qué hacer.
El caballero caminante fue desenganchado del carro, y el titiritero le hizo desenvainar su descomunal espada. El brazo izquierdo del caballero era un sifón de fuego griego, preparado ya para ser usado.
Guillem se alejó algo del grupo; se situó tras un solitario y grueso espino que brotaba en línea recta de la hierba, y de un machetazo cortó su tronco a una vara y media de altura. Apartó a un lado las ramas cortadas, y con precisos golpes de su espada talló una afilada punta en el tronco que como un muñón surgía del suelo. Después clavó, una tras otra, cuidadosamente, sus flechas alrededor del espino.
Yo, plantado e inmóvil donde estaba, contemplé extrañado estas acciones del almogávar, sin escuchar otra cosa que el tiberio del tornado tras de mí.
Dirigí nuevamente la vista hacia las ramas espinosas y al cabo de algún tiempo me di cuenta de que me estaban observando. Ojos malévolos suspendidos a dos varas y media de altura, tras el ramaje nos vigilaban, y comprendí que estaba ante un peligro inmediato.
Presa del terror, sentí cómo los tendones de mi cuello se volvían rígidos, y contemplé asustado las tenebrosas sombras que ocultaban a nuestros enemigos.
Si eran perros, debían de tener un tamaño gigantesco.
Entonces mis ojos descubrieron una figura horrenda que heló de espanto la sangre en mis venas. Una cabeza maciza y de un negro brillante, apareció entre las ramas erizadas de púas, quebrándolas, y avanzó hacia nosotros.
Aquellos ojos que brillaban formando círculos cada vez mayores parecían poseer un poder que comunicaba rigidez a mis miembros y hacía brotar de los poros de mi cuerpo un sudor helado. La criatura abrió su boca, que parecía partir en dos su enorme cabeza, y bramó. Un estruendo de bramidos le respondió desde la oscuridad, y todo el grupo avanzó hacia la luz.
No es posible formarse una idea del terror que los rugidos de aquellas criaturas causaron en nosotros. Era como si la sangre quisiera salirse de nuestras venas a borbotones y sentí como si se dislocasen todos los huesos de mi cuerpo. Era algo terrible y espantoso para todo ser viviente.
– ¡Atención almogávares! -gritó Joanot, haciéndose oír por encima de los bramidos-. ¡Desperta ferro! -Todos los pyreions fueron cuidadosamente cargados, y Guillem, tomando un dardo del suelo, lo colocó en su nuevo arco de madera albina.
Aquellos seres nos rodearon con calma. Eran grandes y pesados como caballos percherones, y sus rostros eran bestiales, más parecidos a los de un buey que a los de un hombre; tenían grandes narices de orificios negros y dilatados, y orejas colgantes. Unos ojos grandes y acuosos, situados frontalmente, bajo unos prominentes arcos superciliares. Sus manos tenían sólo tres dedos, pero cada uno de ellos era tan grueso como dos pulgares humanos. Todos iban armados con hachas de acero que sujetaban con sus musculosos brazos.
– ¡Centauros! -exclamó Neléis, como si no creyera lo que le mostraban sus ojos.
Si yo no hubiera estado tan aterrorizado, habría sonreído ante la expresión de desconcierto de alguien tan racional como la consejera al verse enfrentada cara a cara con algo que parecía surgido de los mitos remotos. Simplemente no podía aceptar lo que ahora le mostraban sus ojos. Creo que, para ella, las milenarias teorías de Apeiron se derrumbaron en ese preciso instante; el mundo no era un lugar tan racional como había supuesto.
Pero aquellos seres no eran exactamente como los describen las antiguas leyendas. Para empezar, sus cuerpos se parecían más al de un toro que al de un caballo. Sus rostros también tenían algo de bovino, pero unas espesas melenas negras, que se derramaban sobre sus espaldas, les hacía parecerse más a un león con torso humano.
No había tiempo para reflexionar, pues los centauros-toro se lanzaron inmediatamente contra nosotros.
Avanzaron con un sordo retumbar, haciendo temblar las ramas de los árboles como si fueran débiles bambúes rotos por el paso de una manada de elefantes, salpicando barro rojo en todas direcciones. Los lanzallamas escupieron un resplandor mortal que se apagó en medio de una humareda negrísima. Los pyreions de los almogávares dispararon uno tras otro, sonando como si algo se desgarrara, y soltando espesas nubes de humo asfixiante. El caballero caminante avanzó hacia los centauros lanzando chorros de fuego griego y dando amplios mandobles con su espada.
La vanguardia de centauros rodó por el cieno, en una confusión de miembros, sangre, y carne carbonizada. La segunda fila saltó sobre sus compañeros, y se estrelló contra el círculo de dragones y almogávares.
Un centauro chocó contra el caballero caminante como un toro estrellando ciegamente su testa contra otro. El golpe a punto estuvo de desequilibrar al gigante, pero el titiritero manejó con habilidad los miembros del autómata impidiéndole caer. Después descargó el pomo de su espada sobre la columna vertebral del centauro, y la partió en dos con un horrible chasquido. El monstruo quedó sobre el barro pateando estertóreamente, y el caballero lo roció con fuego griego y se alejó a por un nuevo rival.
Guillem giraba alrededor del tronco afilado, lanzando flechas sin descanso contra los centauros. Uno de ellos intentaba alcanzarle con su hacha, pero el arquero se protegía hábilmente interponiendo el tronco entre él y la bestia. El centauro no se acercaba demasiado, al parecer por temor de lastimarse las patas o el abdomen con la aguzada punta del tronco, y Guillem aprovechó para enterrarle varios dardos en el pecho.
Otros centauros saltaron sobre los almogávares, que intentaron inútilmente clavarles los cuchillos sujetos al extremo de sus pyreions, y los aplastaron bajo sus cascos mientras seguían aullando como bestias enloquecidas.
Mientras estos combates se desarrollaban, volví mi atención hacia el primer centauro que había visto aparecer entre los árboles. La bestia avanzaba en línea recta hacia mí, arrollando a todo aquel que se interpusiera en su camino. Vi cómo partía en dos a uno de los dragones con un solo golpe de su descomunal hacha, y seguía adelante.
La tierra temblaba bajo nosotros, los gases de la pólvora nos atenazaban la garganta y nos vimos en el eje de un huracán de confusión y sangre. Pero los almogávares no se entregaron ni siquiera cuando todo parecía perdido. Replegándose una y otra vez, hasta la distancia efectiva para usar sus pyreions, disparaban sin descanso contra los fieros centauros. Pero este retroceso tenía por límite el borde del acantilado.
El caballero caminante hacía estragos entre las bestias; había establecido un anillo de fuego a su alrededor, y cercenaba de un mandoble a cualquier centauro que tuviera el valor de atravesarlo. Vi cómo seccionaba a uno de aquellos monstruos en dos partes que parecían un toro sin cabeza, y un hombre sin piernas derramando sus intestinos.
Joanot, que nos protegía a Neléis y a mí con su cuerpo, nos obligó a retroceder hasta la misma línea del abismo, y una vez allí, nos miró impotente sin saber qué hacer.
La enorme silueta de un centauro-toro se plantó entonces frente a nosotros.
Reconocí en él al primero que había visto asomando entre los espinos. Su melena era algo más clara que la de sus compañeros, y poseía algunos reflejos rojizos. Pero su rostro bestial no contenía ningún rasgo humano que pudiera identificar. Los enormes orificios de su nariz estaban dilatados al máximo, y resoplaba por ellos como un toro antes de atacar. Había dejado un surco de muerte tras de sí para llegar hasta nosotros.
Joanot miró hacia el precipicio por encima de su hombro, y nos hizo un gesto para que le dejáramos espacio para pelear. Sujetó su espada con ambas manos, y avanzó hacia el centauro con su rostro fruncido por una expresión llena de determinación.
El valenciano no era ni mucho menos tan fuerte como Sausi, pero era más rápido que el enorme búlgaro, y de movimientos tan nerviosos como Ricard de Ca n'. Y en una lucha tan desigual, la pura fuerza tenía poco que hacer. Esquivó sin dificultad la primera embestida del centauro, cuya hacha pasó rozando el cráneo del adalid almogávar, y lanzó su espada hacia las gruesas patas del monstruo abriéndole una ancha herida.
El centauro se encabritó sobre sus patas traseras, e intentó aplastar el escurridizo cuerpecillo que le había herido. Joanot intentó introducir nuevamente su espada en el flanco descubierto, pero recibió, como un mazazo, el puño del centauro en pleno rostro. Sorprendido, cayó de espaldas, y rodó rápidamente por el barro para evitar ser alcanzado por los cascos delanteros del centauro.
A nuestro alrededor, la batalla continuaba con un halo de esperanza para nuestros compañeros, que habían conseguido crear un núcleo fuerte alrededor del caballero caminante, y varios dragones usaban sus sifones de fuego griego para mantener a los centauros a una distancia en la que los pyreions de los almogávares resultaran efectivos.
Pero Joanot tenía demasiados problemas en esos momentos para darse cuenta de este afortunado giro de la batalla. Se había puesto en pie con un salto felino, y dispuesto nuevamente en guardia, con su espada trazando amplios arcos frente a él.
El centauro avanzó un par de pasos hacia el valenciano y se detuvo, como si estudiara cuál podría ser el ataque más efectivo; pero giró su cabezota hacia mí, y me miró con aquellos ojos enormes y terribles.
Intenté retroceder, pero sólo había vacío a mi espalda.
Súbitamente, el centauro saltó hacia mí y me atrapó con su enorme brazo izquierdo, rodeando con fuerza mi tórax e impidiéndome respirar.
Escuche a Neléis gritar, y por el rabillo del ojo vi cómo Joanot se lanzaba al ataque. El centauro lo derribó de un hachazo, pero no logré distinguir si había alcanzado a Joanot con el filo o con el plano de la hoja.
Aquel monstruoso brazo apretaba más y más, y sentí cómo la turbiedad empezaba a envolverme. Todas mis fuerzas, y mis sentidos, estaban concentrados en inhalar una bocanada más de aire, por eso apenas noté cuando el centauro empezó a galopar a toda velocidad. Me apretó contra su velludo e inhumano pecho, y todo se oscureció.
Desperté tumbado boca abajo, mi mejilla derecha pegada a un mármol anaranjado, veteado de rojo. Me puse en pie con dificultad, sintiéndome cansado y dolorido hasta en el último de mis huesos. Miré a mi alrededor; ¿dónde me encontraba ahora?
Estaba en medio de una inmensa llanura pavimentada con grandes placas de mármol de cuatro varas de lado, que formaban una cuadrícula que a mi derecha, a mi izquierda y tras de mí se extendían hasta perderse en la lejana bruma. Pero frente a mí se detenía en una columnata rematada con arcos de medio punto, que también parecía continuar infinitamente a derecha e izquierda, amontonándose a lo lejos sus líneas de perspectiva hasta difuminarse en la niebla. A gran altura sobre mi cabeza se cernía un techo plano de mármol. ¿Qué lugar era éste?
Recordé entonces cómo nos habíamos estrellado con el Teógides, y cómo un centauro me había atrapado mientras nos encaminábamos hacia el palacio del Adversario. Quizá yo ya estaba muerto, a pesar del dolor de mis huesos. Quizás en el Infierno los dolores que hemos sufrido en vida tienen una continuación eterna.
Caminé hacia la columnata, que era la única particularidad interesante de aquel lugar. Estaba más lejos de lo que había calculado, engañado por el tamaño de las columnas. Cada una tendría, al menos, un centenar de varas de alto.
Los arcos que las unían se curvaban sobre mí a la altura de las bóvedas de las más altas catedrales. Aquel lugar parecía el claustro de un convento de gigantes. Las columnas llegaban hasta el suelo, y se necesitarían al menos veinte hombres cogidos por las manos, para abrazarlas. Eran de mármol anaranjado, como el pavimento que se detenía justo tras ellas. Finalmente llegué a aquel borde del pavimento, y miré hacia el exterior.
Seguía en el mismo siniestro paraje, en el interior de aquella sima diabólica, con el torbellino de nubes central girando frente a mí. Pero estaba a mucha más profundidad, casi toda la luz provenía de las nubes iridiscentes del centro. Vi la espiral de terrazas alinearse sobre mí, pero la abertura estaba tan lejana del punto en el que yo me encontraba que el cielo resultaba invisible.
Por supuesto, seguía en el Infierno, y mi alma se quedaría allí para siempre.
Aquella especie de claustro en el que yo me encontraba, ocupaba completamente una vuelta de la espiral, y se curvaba a un lado y a otro, en torno al torbellino central, con miles de columnas que se reducían hasta casi desaparecer en la distancia.
Hice unos rápidos cálculos mentales; si el claustro ocupaba toda la superficie de una de las terrazas, aquel pavimento debía de cubrir un anillo de una milla de anchura, ¡por setenta millas de circunferencia! Mareaba de sólo pensarlo.
Sentí un presencia tras de mí, y me volví rápidamente.
Era una mujer. Vestía una amplia túnica negra, y sus cabellos, tan negros como su ropa, estaban recogidos a su espalda en una gruesa trenza. Su rostro lucía como una luz dorada en medio de tanta oscuridad.
Mi corazón se detuvo durante un instante en mi pecho porque había reconocido ese rostro tan bello. Retrocedí un par de pasos, hasta que mi espalda quedó apoyada contra una de aquellas descomunales columnas.
– No puede ser -susurré tapándome los ojos con la mano-, tú no puedes estar aquí.
Era mi Amada. Tal y como yo la había conocido durante mi juventud, en el momento de máximo esplendor de su belleza, poco antes de su trágico fin. Yo la había perseguido como un loco endemoniado, pero ella siempre se había mantenido fiel a su esposo, jamás había cedido a mi acoso, porque era una mujer llena de virtud, además de hermosa. Por eso no podía comprender qué hacía en un lugar como ése. Sin duda que yo era merecedor de estar allí, aunque sólo fuera por los pecados de mi juventud de los que quizá no me había arrepentido lo suficiente; pero ella no merecía la condenación. A no ser que yo la hubiera arrastrado a ella con mi acoso; y en ese caso yo era la más ruin criatura que jamás hubiera caminado sobre la tierra.
– No es justo que tú estés aquí -repetí.
Ella alargó su mano hasta rozar mi mejilla. En vida jamás me había tocado.
– Esto no es lo que tú crees, Ramón -dijo con su voz dulce e inocente-; sígueme, estoy aquí para guiarte.
Me tendió la mano, y yo la cogí, notando su calidez encerrada en mi palma. Caminamos juntos en silencio, en dirección opuesta a la columnata. No sé durante cuánto tiempo, pero yo me sentía feliz y triste a la vez por estar allí con mi Amada.
La pared de fondo era de roca viva, y estaba adornada por las ciclópeas estatuas de seres monstruosos, alineadas unas junto a otras hasta donde alcanzaba la vista. Me detuve a contemplar aquellas figuras cuyas cabezas rozaban el techo situado a más de un centenar de varas de altura. Yo era como una hormiga a los pies de un ejército de ogros, grifos, sirenas, centauros, e innumerables y monstruosas criaturas. Aquellas moles de piedra parecían capaces de retornar a la vida en cualquier momento.
Mi Amada tiró suavemente de mí, y me condujo hasta una enorme escalera de piedra que ascendía paralela a las estatuas de los monstruos, hasta una plataforma de mármol cercana al techo. Subimos penosamente los mil peldaños -los conté- de aquella escalera. Muerto o no, el agotamiento físico, y el dolor de huesos, parecían seguir formando parte de la naturaleza humana en aquel lugar.
Sobre la plataforma creí ver más estatuas de centauros, éstas de tamaño real.
Pero los centauros se movieron, y avanzaron hacia nosotros.
Reconocí al que iba en cabeza; su pata delantera izquierda estaba cubierta por una costra de sangre seca que cubría la herida que Joanot le había infligido.
Era el que me había arrastrado hasta allí.
– No temas -dijo mi Amada-; son amigos.
No lo son, pensé contemplando sus hoscos rostros, pero dejé que los centauros nos escoltaran en silencio hasta la pared de roca.
No había allí estatuas de monstruos ciclópeos, sino una gigantesca puerta redonda, de metal, cubierta de extraños símbolos dispuestos en anillos concéntricos, como si fuera una representación o un plano del lugar en el que nos encontrábamos.
Al acercarnos, la puerta se abrió lentamente, descubriendo la oscuridad de su interior. Sentí una ráfaga de aire pestilente saliendo de aquella cueva circular.
Los centauros se habían dispuesto formando dos filas a ambos lados de la puerta, y mi Amada parecía desear que penetráramos ambos en aquellas tinieblas, pero yo me sentía incapaz de dar un paso más.
– ¿Qué hay ahí dentro? -le pregunté con aprensión.
– La Matre -dijo ella con una sonrisa llena de extraña alegría.
La Matre , es decir; la Madre. ¿Qué significaba aquello? ¿A qué se refería mi Amada? Y entonces recordé que italianos y galos llamaban así a las Parcas, por el cuidado que, según creían, se dignaban tomar para favorecer el tránsito del hombre a la vida.
Árbitros de la muerte de los hombres, arreglaban sus destinos, y todo lo que acaecía en el mundo estaba sometido a su imperio; y no se limitaba este poder a hilar nuestros días, puesto que el movimiento de las esferas celestes y la armonía de los principios constitutivos del mundo, seguían también sus dictados.
Las Parcas habitaban, según Orfeo, en una caverna tenebrosa del Tártaro y servían de ministros al monarca de los infiernos. Según Ovidio habitaban un palacio donde los destinos de los hombres están grabados en planchas de metal, de modo que ni el rayo de Júpiter, ni el movimiento de los astros, ni los trastornos de la naturaleza puede borrarlas. Pero otros, y entre ellos Platón, afirmaban que su morada eran las esferas celestes, donde las representaban con vestidos blancos sembrados de estrellas, coronadas, y sentadas en tronos luminosos, para demostrar que son las dictadoras y que guardan esa armonía admirable en que consiste el orden del Universo.
– Entra -insistió mi Amada-; la Matre te espera.
Si ése era mi destino, ¿cómo iba a oponerme a él? Caminé hacia la oscuridad.
Mi Amada se quedó atrás, y pensé si sería realmente ella, o sólo un demonio que había adoptado forma humana para conducirme hasta la entrada al tártaro.
¿Qué extraños sentimientos ocupaban mi mente que me hacían contemplar las cosas más extraordinarias y temibles con una tranquilidad que me asombraba a mí mismo? Con esa misma tranquilidad avancé como un espectro, como si mi voluntad no me perteneciera ya, y fuera otro el dueño de mis actos. Una sensación que era casi agradable.
Estaba dentro; una cueva cilíndrica, con un diámetro similar al de la gran puerta de metal, que parecía prolongarse hacia las profundidades. A través de la abertura penetraba la escasa luz del exterior, pero ésta no iluminaba mucho más allá de unas pocas varas, como si en aquel lugar las tinieblas fueran más densas y gozaran de más poder que la luz. Avancé unos pasos, y mis pies chapotearon en algo viscoso. Me acerqué a la pared, y la toqué con la mano, retirándola rápidamente asqueado. Paredes y suelo eran todo uno, la cara interior de un cilindro, y su tacto era el de la carne; cálido y cubierto por una pegajosa mucosidad. Sentí como si caminara por el interior de un enorme útero, un pensamiento repugnante que me inmovilizó. Entonces vi una figura avanzando hacia mí recortándose contra la oscuridad del fondo.
– Este encuentro se ha retrasado durante mucho tiempo, Ramón -dijo una voz cascada resonando en mi cabeza-, pero al fin estamos frente a frente.
Era una anciana decrépita, de rostro severo, coronada con grandes copos de lana blanca entrelazada con flores de narciso. Vestía una túnica blanca, bordada de púrpura, que cubría completamente su cuerpo.
– Satanás puede adoptar cualquier aspecto -le dije a la anciana con una placentera tranquilidad en mi voz.
No podía entender cómo no estaba aterrorizado por aquella visión.
La anciana caminó sobre el viscoso suelo hasta plantarse frente a mí.
– No soy un demonio, Ramón -dijo ella sin hablar, con una sonrisa desdentada.
– Lo que yo crea importa muy poco -le respondí mirándola con fijeza.
¿De dónde venía el extraño valor que ahora llenaba mi corazón? Estaba en presencia del mismísimo principio de todo mal, y mi mente se mostraba tranquila y confiada.
Pero una parte de ella me repetía una y otra vez que aquello no era natural, que estaba sometido al poder magnético de aquel ser de maldad.
– Tampoco soy un ser llegado de otro mundo como creen los ciudadanos de Apeiron -siguió pronunciando la anciana Parca, hablando sin sonidos-. Todos estáis equivocados, pero yo puedo mostrarte la realidad; si lo deseas.
No respondí y ella volvió a preguntarme:
– ¿Lo deseas?
Yo luchaba desesperadamente contra aquella fuerza que encadenaba mi alma.
– Habla lo que tengas que hablar. No puedo hacer nada excepto escucharte.
La anciana asintió, y entrecruzó sus dedos esqueléticos como si estuviera rezando.
No había pronunciado ni una sola palabra, pero voces e imágenes extrañas inundaron mi mente mostrándome una nueva realidad tan asombrosa que tan sólo mi estado de sometimiento mental me impidió enloquecer al instante.
No era una criatura de otro mundo como afirmaban los apeironitas.
Su raza era tan antigua como las estrellas -y comprendí entonces que las estrellas eran mucho más viejas que el mundo-, pero ella nació en nuestra Tierra antes de que nuestros primeros padres caminaran por ella.
Mientras su voz sonaba en mi mente, las paredes de mi alrededor se esfumaron, y permanecí envuelto por una oscuridad en la que ahora brillaban lejanas estrellas.
Una gran esfera luminosa de color azul giraba a mis pies; pero yo no tenía sensación de arriba o abajo, flotaba en una nada sin peso y sin substancia, como si mi mente hubiera sido trasladada a otro lugar y a otro tiempo. Tampoco podía ver ya a la anciana junto a mí, pero su voz seguía resonando en mi cabeza.
– Este es mi mundo -dijo la voz en mi mente-; el lugar al que llamáis Tierra… Mi herencia…
Entonces vi un gran huevo de color sangre, entrelazado de venas azules, cruzar frente a mí, y caer lentamente hacia la gran esfera azul.
Como un ángel que arrojado del cielo se precipitara hacia la Tierra, sentí la vertiginosa caída hacia el planeta. El huevo rojo me precedía; vi el Sol refulgiendo en el mismo borde curvo del mundo, y una bola de fuego envolvió al huevo.
Las nubes nos rodearon durante un instante, y las atravesamos con la velocidad del rayo. Poco después el cielo se despejó, y vi la agreste superficie de la Tierra extendiéndose hasta el horizonte.
No había bestias, ni una brizna de hierba, ni el más pequeño rastro de vida.
El huevo se estrelló contra la corteza del mundo, provocando una gigantesca explosión que, como un hongo de fuego, ascendió entre las nubes.
Cuando el cráter abierto por la explosión se enfrió, vi cómo legiones de criaturas, reptando, gateando, arrastrándose sobre sus miembros a medio formar, abandonaban la inmensa sima que había abierto el huevo al chocar contra la Tierra.
El Mundo giró a gran velocidad ante mis ojos, hasta que sus rasgos se convirtieron en confusos borrones. Comprendí que la Parca intentaba mostrarme el paso del tiempo. De mucho tiempo.
Cuando todo se aclaró de nuevo, las llanuras estaban pobladas de gog. Vivían en chozas y cultivaban enormes campos que labraban sirviéndose de grandes bestias de tiro, semejantes a elefantes peludos con enormes colmillos curvos. Cazaban a extraños animales que yo jamás había visto, y a otros que me recordaban especies conocidas. Vi también enormes caravanas avanzar por la superficie de aquel mundo primitivo, cargadas de alimentos y tributos para el señor absoluto de la Tierra.
La voz en mi mente pronunció estas palabras:
– Nacimos con la primera generación de estrellas, cuando el Universo era joven. Somos criaturas solitarias, y cada una de nosotras puede habitar y gobernar un único planeta, auto-fecundarse y poblarlo de vida, engendrando millones de vástagos esclavos. En el Universo hay mundos suficientes para todos y cada uno de los miembros de mi raza, pero eso no nos impide pelear.
La imagen cambió súbitamente, como si mi alma se hubiera transportado en un instante de un lugar a otro del Universo.
Estaba de nuevo en la negrura exterior, junto a otro mundo que brillaba a mis pies. Pero los colores de éste eran diferentes; mientras que en la Tierra predominaba el azul y el blanco, aquí el color dominante era el marrón y el amarillo. Descendí a él, tal y como lo había hecho en la Tierra, y vi un mundo de enormes desiertos de colinas cobrizas y arenas doradas. No había grandes montañas en él, y la escasa vegetación eran plantas que apenas se elevaban unas pulgadas del suelo. Estaba habitado por criaturas semejantes a ciempiés del tamaño de un hombre, que trabajaban pacientemente recogiendo los aplastados frutos de aquellas plantas. Vi entonces aparecer en el horizonte a una manada de centauros, semejantes a los que nos habían atacado, que sin mediar palabra cargaron contra los indefensos ciempiés, y en pocos instantes acabaron con todos ellos a golpes de hacha.
Intenté cerrar los ojos para no seguir contemplando aquella masacre, pero en el estado etéreo en el que había viajado hasta allí, no tenía ojos que cerrar.
– La guerra forma parte de nuestra naturaleza -dijo entonces la voz de mi mente-, peleamos a lo largo de cien millones de mundos diseminados por todo el Universo, siempre de la misma forma: engendramos esclavos guerreros, adaptados al ambiente del mundo que queremos conquistar, para que luchen allí por nosotras.
La visión que me rodeaba, tan real como la realidad, cambió bruscamente, y me vi de nuevo en la Tierra, al borde del abismo de terrazas en espiral en el que se había ido transformando el cráter. El torbellino de vapor giraba en su centro, y vi ascender por él un nuevo huevo rojo, acelerándose mientras se acercaba a la superficie. Finalmente salió disparado, y escapó de nuestro mundo. Atravesó la negrura sin aire entre las estrellas, y chocó contra la superficie del mundo de los ciempiés.
Pero ya no había ciempiés en aquel planeta; tan sólo centauros que se congregaron reverentemente alrededor del cráter abierto por la caída del huevo.
Me vi de nuevo perdido en la negrura, rodeado de estrellas.
El mundo que ahora brillaba frente a mí era muy extraño, y poseía una sorprendente belleza. Era como una gran bola cubierta por nubes de colores que se entremezclaban creando armoniosas bandas anaranjadas, canela, y lavanda. Un mundo turbulento calentado por un sol doble, sobre el que caí tal y como ya había hecho antes; pero en esta ocasión no llegué a ver ninguna superficie sólida; tan sólo capas de nubes bajo más capas de nubes.
En aquel mundo de nubes vi flotar un inmenso bosque, arrastrado por las corrientes de aire. Se sustentaba gracias a inmensos balones llenos de gas caliente que crecían como frutos de las raíces de los árboles de aquel bosque flotante.
Todo esto, y muchas otras cosas, podía comprenderlo de un sólo vistazo, como si pasara de la mente de la Parca a la mía.
Yo avanzaba directamente hacia las copas de aquellos árboles, rodeado por un ejército de seres voladores. Un inmenso ejército de kauli, y yo volaba en formación junto a ellos, como si estuviera contemplando la escena a través de los ojos de una de aquellas criaturas demoníacas.
Entre las copas de aquellos grandes árboles flotantes se extendía una ciudad habitada por unas criaturas semejantes a ángeles de grandes alas y cuerpos esqueléticos. Sus cabezas eran simplemente dos grandes esferas nacarinas unidas entre sí al final de un largo y huesudo cuello. Volaban entre los árboles con movimientos lentos y majestuosos de sus grandes alas de murciélago.
Los kauli cayeron sobre ellos y los destrozaron.
– ¡Ya basta! -grité-. No quiero seguir contemplando esto.
La imagen desapareció inmediatamente, y volví a encontrarme en el interior de la cueva útero, frente a la anciana Parca.
– No importa cómo os queráis llamar -le dije-; tan sólo sois demonios llenos de violencia y crueldad.
Ella sonrió con su boca desdentada y su voz volvió a resonar en mi mente:
– Es irónico que alguien de tu raza diga eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Vosotros sois los demonios -resonó en mi mente mientras ella me señalaba con su dedo sarmentoso-. Sois la plaga que ha acabado con la vida de este mundo.
Sacudí la cabeza mientras decía:
– ¿De qué locura me hablas ahora?
En realidad estaba harto de todo aquello; si lo que me aguardaba era el tormento del infierno, deseaba que éste empezara cuanto antes; no tenía sentido seguir escuchando todos aquellos embustes.
Pero la voz de la Parca seguía sonando en mi interior:
– Peleamos por una única razón; instaurar nuestra propia descendencia en todos y cada uno de los mundos de este Universo capaces de soportar la vida, y enviamos a nuestros esclavos guerreros a destruir la herencia de nuestras hermanas.
Jamás peleamos con tecnología, porque así es nuestro instinto, del que somos tan esclavas como nuestros vástagos lo son de nosotras. Yo era una de las mejores en este juego despiadado; has visto algunas de mis victorias. Pero varias de mis hermanas se unieron contra mí y crearon un arma formidable. Un arma que sería mi perdición…
La Parca me mostró entonces cómo los vástagos de esas hermanas enemigas capturaron algunos de sus esclavos gog y los reprodujeron en condiciones controladas por ellas para crear unas criaturas de mayor inteligencia y agresividad.
Después devolvieron a aquellos gog transformados a la Tierra para que se multiplicaran por el planeta y destruyeran la herencia de la Parca.
Esos gog alterados éramos nosotros.
– Yo estaba indefensa ante esto -siguió diciendo la voz de mi mente-, y desorientada por esta nueva forma de pelear. Ante un ataque masivo de una hermana, siempre es posible crear una enfermedad capaz de destruir sólo a la herencia extraña y respetar a la propia, pero en este caso nada podía hacer, porque vosotros, los humanos, compartíais herencia con los gog y con el resto de mis vástagos. No podía destruiros mediante una enfermedad sin además correr el peligro de destruir a toda mi descendencia. Erais parte de mi carne y de mi sangre, pero al igual que un cáncer, no obedecíais mis órdenes. Mi hermana buscaba con vosotros sólo mi destrucción, y no ocupar este mundo con sus vástagos, lo que también es insólito, porque sois la primera raza de vástagos sin amo en toda la historia del Universo…
La anciana dejó de prestarme atención durante un instante, y pareció escuchar ensimismada algún sonido o alguna voz que no llegaba a mis oídos.
Después, como si recordara de repente mi presencia allí, se volvió hacia mí.
– Tus amigos están cerca; no nos queda mucho tiempo -dijo su voz en mi mente.
¿Mis amigos?, me pregunté. ¿A que se referiría? Pero la voz siguió diciendo:
– Creé eso que los de la ciudad llaman rexinoos para intentar controlaros, pero no me era posible engendrar el número suficiente de ellos como para esclavizaros a todos. Cuando descubrí la existencia de las gentes de la ciudad, comprendí que no podría sobrevivir a una raza de siervos bastardos armada con tecnología avanzada; mi poder se extinguía, y mis esclavos eran cada vez menos numerosos. Os reproducíais con rapidez, y llenabais mi mundo, asfixiándome y recluyéndome en este remoto lugar…
– ¿Qué quieres de mí? -le pregunté-. ¿Por qué me cuentas todo esto?
La anciana miraba ahora hacia la entrada de la cueva. En su rostro se reflejaba un profundo temor. El miedo a su propia extinción.
– Creo que mis hermanas no se han dado cuenta del nuevo poder que ha surgido en este mundo. Mi final está próximo, pero algún día vuestro desarrollo incontrolado os llevará hasta las estrellas, y en ellas, a enfrentaros con mis hermanas. Casi desearía dejar que las cosas siguieran su camino y que mis traicioneras hermanas se vieran al fin destruidas por la propia bestia que ellas crearon; sería una justicia poética, pero no puedo permitirlo, porque en algunos de esos mundos del exterior está instalada mi propia herencia, y tras mi fin será lo único que permanecerá de mí. Debéis ser destruidos. Hasta el último de vosotros. Sois una aberración que jamás debió de existir; y yo puedo exterminaros… a la vez que me aniquilo a mí misma. Pero no deseo hacerlo… Quiero vivir.
Y esta última frase sonó desgarradora en mi mente. Comprendí que aquella criatura, que antaño había sido tan poderosa como un dios, estaba aterrorizada.
– Tú puedes ayudarme -dijo mi mente-. Tus amigos de la ciudad jamás me escucharán, pero tú sí. Tú conoces el valor de la razón y el orden, y yo podría dotar de todo eso a vuestras vidas, que discurrirían felices por un camino ya trazado. Podéis convertiros en mis nuevos vástagos, voluntariamente… Vuestra descendencia puede ser mezclada con la mía y obtener así híbridos capaces de obedecer mis órdenes. Invertir la mutación provocada por mis estúpidas e inconscientes hermanas. Sería un proceso largo, que se completaría en varias decenas de generaciones, pero es vuestra única oportunidad de sobrevivir… Y también la mía.
– ¿Esperas conseguir con las palabras lo que no has logrado con tus armas y tus guerreros en miles de años de lucha? -le pregunté asombrado de que ésa fuera su pretensión-. ¿De qué te serviría eso? Siempre habría alguien en este mundo dispuesto a hacerte frente…
Fui interrumpido por unas explosiones y unos gritos que llegaban desde el exterior. Sonidos de lucha. Sentí deseos de correr a ver qué sucedía, pero permanecí junto a la anciana, como paralizado y con mi voluntad pendiente de su voz.
– No lo entiendes -resonó impaciente su voz en mi interior-. Tengo en mi poder una Plaga que si es liberada acabará con toda la vida de este mundo. Eso significaría también mi final y el de mis vástagos, por lo que no ha sido usada hasta ahora. Pero si yo desaparezco, la muerte arrasará por completo este planeta. ¿Lo has entendido? Mi extinción será también la vuestra y la de vuestra descendencia… Debes advertir de eso a tus amigos, antes de que sea tarde para todos.
Una violenta explosión resonó en la entrada y la penumbra de la cueva quedó brevemente iluminada por la llamas. Aparté un instante la vista de la anciana, y cuando volví a mirarla se había alejado varios pasos de mí, regresando a la oscuridad donde era sólo una forma imprecisa que se movía.
– Advierte a tus amigos… -dijo la voz de mi interior convertida en un susurro.
Corrí hacia la salida y miré atónito hacia el exterior. Una espectacular batalla se estaba desarrollando sobre la cuadrícula de losas de mármol anaranjado.
El aeróstato Paraliena había penetrado en el inmenso recinto, y flotaba entre el suelo y el techo de mármol. Un enjambre de guerreros kauli giraba en torno a él. Los dragones habían abierto orificios en la cubierta de lona superior de la nave, y allí habían instalado los más potentes sifones de fuego griego. Los kauli caían al suelo envueltos en llamas antes de que pudieran siquiera acercarse. Ardían en el aire y sobre las losas de mármol, chocaban entre ellos, contagiándose las llamas. Estaban perdiendo.
Un grupo de centauros luchaban en el suelo contra tres caballeros caminantes que avanzaban imparables dejando un sangriento rastro de cadáveres mutilados, mitad hombres, mitad toros, amontonados confusamente a su paso.
Almogávares y dragones avanzaban protegidos por los tres autómatas gigantes hacia la entrada de la cueva donde yo estaba. Al frente de ellos reconocí a Joanot y a Sausi, abriéndose paso a machetazos entre los centauros. También vi a Mirina, que cargaba con un potente sifón de fuego griego. Varios almogávares y dragones cayeron bajo las hachas de los centauros antes de que lograran llegar a las escaleras que conducían a la entrada de la guarida de la Parca, pero los caballeros caminantes crearon una barrera defensiva para los guerreros humanos. Cualquier centauro o kauli que intentara atravesarla era rápidamente incinerado, o partido en dos de un mandoble.
Los campeones humanos cubrieron a saltos los mil escalones que llevaban hasta la boca de la cueva útero. Una decena de centauros, liderados por el de la melena rojiza, les aguardaban en lo alto de la plataforma, frente a la entrada circular de la cueva.
Lanzando horribles aullidos, cargaron contra los humanos apenas les vieron pisar el último peldaño.
Surtidores de fuego griego rociaron de llamas a los centauros de la plataforma. Joanot, Sausi y varios almogávares corrieron hacia los monstruos llameantes, y les golpearon con sus espadas en las patas delanteras, obligando a las bestias a caer de bruces.
Uno de los caballeros caminantes ascendía lentamente por las escalinatas. Era una operación difícil para el autómata, y el titiritero la ejecutaba con mucho cuidado.
Algunos kauli se lanzaron entonces contra aquel caballero, y revolotearon a su alrededor, golpeándole con sus alas de acero, intentando hacer caer al autómata y a su titiritero por el borde de la escalinata. Pero el caballero caminante los roció de fuego griego con su brazo-sifón, y a uno de ellos lo partió en dos en pleno vuelo; librándose de los kauli como si no fueran más que molestos insectos.
El autómata alcanzó entonces la plataforma donde seguía el desesperado combate entre hombres y centauros.
Joanot y Melena Roja habían reiniciado su duelo interrumpido.
El valenciano fintaba diestramente alrededor del monstruo que tenía parte de su piel abrasada y un lado de su bestial rostro destrozado por las llamas. Pero esto no parecía haberle hecho perder ni un ápice de fuerza y coordinación a Melena Roja, que lanzaba su enorme hacha una y otra vez hacia Joanot, empujándolo lentamente hacia el borde de la plataforma. El monstruo bramaba con si hubiera enloquecido; su rostro quemado estaba contraído en un mueca espeluznante que mostraba sus grandes dientes amarillentos.
Los talones de Joanot tocaron entonces el borde de la plataforma de mármol, y el valenciano comprendió que ya no podría retroceder más. Entonces hizo algo sorprendente y desesperado; lanzó su espada contra Melena Raja, y el monstruo la apartó a un lado con un golpe de su hacha. Joanot había quedado desarmado, pero aprovechó el instante de sorpresa del centauro para escurrirse entre las patas de la bestia. Después, de un salto, se plantó sobre la ancha grupa de Melena Roja.
Al notar al humano sobre su espalda, el centauro se encabritó sobre sus cuartos traseros, intentando derribar a su indeseado jinete; pero Joanot se sujetó con fuerza a la melena del centauro, y descubriendo una corta daga, la clavó una y otra vez entre los omoplatos del monstruo. Melena Roja, pareció volverse loco de furia; empezó a girar sobre sí mismo, como un perro que intentara atraparse la punta de su cola, mientras sus bramidos retumbaban frenéticos, e intentaba coger al humano de su espalda girando sus brazos hacia atrás. Pero Joanot se apretó contra el torso semihumano del centauro; y, pasando el brazo que empuñaba la daga por encima de los anchos hombros de Melena Roja, lo degolló limpiamente.
La sangre manó a borbotones de la herida, y el aullido de la bestia se transformó en un sofocado gorgoteo. Joanot se dejó caer por el flanco del monstruo, y contempló, aún en guardia, cómo éste trastabillaba ciegamente hasta el borde de la plataforma, y se despeñaba herido de muerte.
Joanot recuperó su espada del suelo, y corrió hacia sus compañeros.
La plataforma había sido despejada de centauros por los almogávares y dragones ayudados por el incontenible poder del caballero caminante; y Joanot se unió a Sausi y a Mirina que avanzaban, ya sin ninguna oposición, hacia la entrada de la cueva útero.
Joanot fue el primero que me reconoció. Se quedó inmóvil, mirándome incrédulo.
– ¡Ramón! -exclamó-. ¡No puede ser!
Sausi y Mirina se volvieron a la vez, y la sorpresa también se reflejó en sus rostros.
Joanot caminó hacia mí, pero no se acercó más allá de la distancia que le daba su espada que ahora chorreaba sangre sobre el pavimento.
– Vimos cómo Melena Roja te llevaba con él -dijo entrecerrando los ojos-. No puedes estar vivo, viejo.
– Lo estoy, créeme -dije, intentando sonreír.
¿Lo estaba? Hasta un momento antes yo también había pensado que había muerto. Incluso había visto a mi Amada muerta conducirme hasta las puertas de la guarida de la Parca.
Pero ahora sólo me sentía confuso, y no tenía fuerzas para convencer a Joanot.
– ¿El Adversario está ahí dentro? -preguntó el valenciano mirando con recelo hacia el oscuro interior de la cueva.
Me interpuse en su camino.
– Espera, debemos hablar.
– ¿Hablar? -rió Joanot-. No es momento de hablar, viejo.
– Si matáis a esa criatura desencadenaréis una enfermedad que exterminará toda la vida sobre la Tierra.
Sausi y Mirina ya habían llegado junto a nosotros. Los dragones habían formado un semicírculo defensivo alrededor de la puerta, e incinerarían a todo aquel, centauro o kauli, que intentara atacarnos.
– Puedes estar bajo el poder del Adversario -dijo Mirina-, o ser una de sus criaturas que ha adoptado la forma del anciano.
¿Cómo podía convencerles de lo contrario si yo mismo no estaba seguro de esto?
Mirina preparó su sifón de fuego griego, y avanzó resueltamente hacia el interior de la cueva. Al pasar junto a mí, vi cómo su cuerpo se transformaba; cómo de su piel nacían espinas óseas y afilados espolones, cómo su rostro se retorcía para convertirse en una máscara de maldad; sus colmillos crecían y sus uñas se transformaban en garras amarillentas. Todos estos cambios se produjeron rápidamente, ante mis ojos, y horrorizado me volví hacia Joanot y Sausi y contemplé cómo ellos mismos se transformaban en monstruos no menos horrorosos, con lenguas bífidas que goteaban un negro veneno.
Llevado por un impulso, salté hacia el monstruo que había sido la capitana de dragones Mirina, y le arranqué el corto machete que llevaba al cinto.
El monstruo estaba preparando su arma lanzafuego, y fue cogido por sorpresa por mi reacción. Antes de que las criaturas horrorosas en que se habían transformado Joanot y Sausi pudieran reaccionar, golpeé con el machete el cuerpo de Mirina. La hoja resbaló inútil contra la armadura, y yo intenté golpear de nuevo, esta vez en la desprotegida base de su cuello. Pero Sausi ya estaba sobre mí. Aquel monstruo era tan enorme como antes de transformarse lo había sido el búlgaro, y me derribó sin dificultad, aplastándome con su peso contra el viscoso suelo. Vi su lengua bífida entrar y salir de su boca a pocas pulgadas de mi rostro, y sus ojos inyectados en sangre clavarse en los míos.
No podía moverme, y desde mi posición en el suelo sólo pude ver al monstruo que había sido Mirina avanzar hacia el fondo de la cueva. Una figura delgada, femenina, llena de belleza, le salió al paso; era mi Amada, que le suplicó que le perdonara la vida.
Pero aquel monstruo sediento de sangre en que se había transformado la capitana de dragones, le apuntó con su arma, y roció a la mujer con el líquido flamígero.
Aplastado contra el suelo grité de desesperación mientras las llamas envolvían el cuerpo de mi Amada. Intenté soltarme para correr en su auxilio, pero fue inútil. Imploré y lloré pero nada pudo conmover el negro corazón de aquel monstruo que me tenía atrapado.
El cuerpo de la mujer se retorció bajo las llamas. Su pelo negro y brillante ardió, y su piel se arrugó, hasta que por un momento creí ver a la anciana Parca debatiéndose desnuda, en medio de aquella hoguera, hasta que quedó convertida en un gran montón de diminutos gusanos, que se derrumbaron entre las brasas y huyeron en todas direcciones, carbonizados por los chorros de fuego griego.
En aquel momento, sentí como si el fuego también me alcanzara a mí. Mi mente estalló como una carga de pólvora, y la oscuridad me envolvió serenamente.