El cuatro de abril del año de nuestro Señor de mil trescientos cuarenta y ocho, fray Nicolau Eimeric visitó a su maestro, fray Gerónimo, que había enfermado de la Peste. Las bubas de su cuello y axilas eran de gran tamaño y feo color cárdeno. A pesar de eso, el aspecto de aquel anciano fraile parecía tranquilo y relajado. Fray Alessio acababa de oírle en confesión y, después de darle la absolución, se quedó sentado en su lecho durante unos instantes más. Fray Gerónimo había empeorado y, sin duda, agradecería la presencia de este religioso que había acompañado su crecimiento espiritual desde hacía tanto tiempo, y la de fray Nicolau, su discípulo preferido.
Cuando fray Alessio abandonó la celda de fray Gerónimo, fray Nicolau se acercó hasta la cama. Su maestro estaba ojeando unos pergaminos, mientras los dos físicos que le cuidaban se afanaban en la preparación de emplastos de mirra, azafrán y pimienta.
El resto de los frailes de la comunidad de Santo Domingo se encontraba en el rezo del oficio de vísperas. El canto del Magníficat se escuchaba perfectamente desde la celda. ¡Cuántas veces había cantado fray Nicolau las vísperas en aquella capilla del Santísimo, en este mismo convento que le aceptó, a la edad de catorce años, como novicio en la orden de Santo Domingo! Ahora estaba de paso, camino de Aviñón, donde debía reunirse con el Santo Padre. El viaje desde Mallorca hasta Girona había sido muy fatigoso y había tenido que desviarse para llegar hasta allí, pero no podía faltar a esta cita tan importante.
Junto a la cama de fray Gerónimo había un viejo arcón, lleno de rollos de pergamino y un montón de legajos, perfectamente apilados uno sobre otro, atados y lacrados con el sello del Tribunal de la Santa Inquisición de la Corona de Aragón -que de inmediato reconoció fray Nicolau-. Parecía evidente que el anciano había estado releyendo todos aquellos papeles, antes de poner en paz su alma.
Fray Nicolau Eimeric recordaría durante años la plácida mirada de su maestro cuando se aproximó a su lecho y las palabras que le dirigió, con su habitual calma y serenidad. Le dijo que estaba esperando con ansia aquel encuentro, porque al parecer, Dios nuestro Señor había dispuesto el final de su peregrinación por este mundo y, antes de partir en paz, deseaba confiarle su más íntimo y terrible secreto.
Fray Nicolau le respondió que ahora tan sólo debía preocuparse de su pronta recuperación, y el anciano sonrió con tristeza. Ambos frailes pertenecían a la orden de los frailes predicadores. Fray Gerónimo había sido Comisario de la Inquisición; acompañando como escribano a su Eminencia Reverendísima, Nicolau Rosell, Inquisidor General de la Corona de Aragón.
Fray Gerónimo había sido algo más que un padre para fray Nicolau Eimeric. El fue quien recibió sus primeros votos de consagración al Señor y quien le acompañó en el camino de formación hasta su ordenación sacerdotal. Muchas veces, Nicolau Eimeric daba gracias a Dios por haberlo tenido como maestro. Fray Gerónimo siempre quiso transmitirle seguridad; una seguridad que fray Nicolau siempre percibió ausente en el anciano, a pesar de que se esforzaba en disimularlo. Es muy probable que tan sólo fray Nicolau, que había tenido ocasión de conocerlo más de cerca, adivinara el drama interior que atormentó a fray Gerónimo durante toda su vida… aunque nunca lo dijera directamente. Aquellos ojos grises y fríos del anciano, tan hábiles para ocultar sus pensamientos y pasiones, siempre habían impresionado a fray Nicolau Eimeric.
En su juventud, fray Gerónimo había sido profesor en Valencia. Disfrutaba enseñando; escuchándole, la página más difícil y oscura de la Escritura se convertía en sus labios en un texto diáfano y sin secretos. Aparte de ser un apasionado amante del hebreo, era además un experto conocedor de la cultura semítica y de la religión judía -cosa que nunca agradó demasiado a sus superiores en Roma y en Aragón-. Y fue, precisamente, su gran conocimiento de las Sagradas Escrituras lo que le llevó a ocupar el puesto de comisario de la Santa Inquisición; oficio que jamás hubiera querido desempeñar y que, seguro, nunca imaginó para él. Fray Nicolau Rosell lo quería a su lado y tuvo que aceptar el cargo por obediencia del legado pontificio. Habían sido vanas todas las objeciones e impedimentos del prior provincial de Aragón, a quien fray Gerónimo había acudido con la esperanza de poder seguir desempeñando su humilde servicio académico en Valencia. Pero la corte pontificia tenía las ideas muy claras y había tomado ya una resolución, y los dominicos -al contrario que los franciscanos, con los que Roma siempre había tenido mayores problemas de orden disciplinario- siempre se habían caracterizado por su obediencia ciega a los dictámenes pontificios. Y así, sin quererlo, fray Gerónimo se encontró formando parte de este Santo Tribunal, durante tanto tiempo. Sólo él sabía cuántos problemas de conciencia le iba a ocasionar el haber aceptado por obediencia aquel oficio.
Y ahora, Dios había querido que también sufriera por aquella nueva y terrible enfermedad…
Uno de los físicos se inclinó sobre el anciano y le practicó una incisión en su delgado brazo derecho. Después colocó una escudilla bajo el corte, y dejó que la oscura sangre que manaba de la herida la fuera llenando lentamente.
Fray Nicolau Eimeric apartó brevemente los ojos. Ambos sabían que nadie sale con vida de este mal, y que era tan sólo cuestión de días el que Dios tuviera a bien llamarle a su lado. Sin embargo, antes de que esto sucediera, había algo importante que fray Gerónimo debía confiar a su discípulo, a pesar del parecer contrario de su buen amigo fray Alessio, a quien había consultado antes de hablar con él. Se trataba de un asunto que había estado atormentando su alma durante los últimos treinta años de su vida, y que necesitaba compartir con alguien de su confianza, con su juventud y su ánimo, que quizá lograra hallar respuestas allí donde él sólo había encontrado misterios e interrogantes.
Fray Gerónimo le tendió el pergamino que estaba consultando, y fray Nicolau Eimeric lo leyó:
Sancho, por la gracia de Dios Rey de Mallorca, a todos sus súbditos y cada uno de sus oficiales ¡salud y dilección!
Nuestro querido hermano fray Nicolau Rosell, dominico, doctor en teología, Inquisidor General de la Corona de Aragón, especialmente enviado por la Sede Apostólica a nuestras tierras y posesiones para el servicio de Dios y de su culto, para la exaltación de la fe católica, y para arrancar el detestable crimen de herejía de nuestro reino si floreciera y enraizase. Se dirige hacia las tierras bajo vuestra tutela para investigar al llamado Doctor Iluminado, Ramón Llull. Nosotros, como príncipe católico consciente de haber recibido de manos del Altísimo grandes bienes e innumerables honores, deseamos por encima de todo placer en todo, y particularmente en lo que atañe a su culto, a Dios, nuestro Creador. Por lo tanto queremos proteger en todo al inquisidor, como enviado especial de Dios, y pretendemos favorecerle continuamente. Por ello decimos a cada uno de vosotros, y a cada uno de vosotros ordenamos, bajo pena de nuestro rigor, que ayudéis al Inquisidor General, Nicolau Rosell y a su Comisario, fray Gerónimo de Játiva, todas las veces que, para ejercer su misión, se dirija a vuestras tierras y pida ayuda al brazo secular. Os ordenamos que acojáis favorablemente al inquisidor; prender o mandar arrestar a todos los que el inquisidor os designe por sospechosos del crimen de herejía, por difamados de herejía o por herejes, y conducirlos, bajo vigilancia, al lugar que os indique el inquisidor; aplicarles las penas merecidas según él lo estime y con arreglo a las costumbres. Os ordenamos secundar al inquisidor siempre que lo solicite y sean cuales fueren sus motivos. Y, para que el inquisidor pueda cumplir su cometido con toda seguridad y con toda libertad, por el presente documento tomamos bajo la protección de nuestra real clemencia a él, a su comisario, su notario, su escolta y sus bienes. Os ordenamos observar de modo inviolable esta real protección del inquisidor, de los suyos y de sus bienes, de poner cuidado en que nadie les ataque en modo alguno ni en persona ni en sus bienes. Asegurad sus desplazamientos y su paso cada vez que el inquisidor os lo requiera.
Dado en Montpellier con nuestro sello real, en el año de la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo mil trescientos doce, en el día veintitrés del mes de febrero.
Fray Nicolau Eimeric se santiguó incrédulo ante lo que acababa de leer.
Después volvió a enrollar cuidadosamente aquel pergamino que había sido escrito por el propio rey de Mallorca hacía treinta y seis años. Se trataba de una orden para investigar al «Doctor Iluminado»; ¡al mismísimo Ramón Llull!
Fray Nicolau Eimeric desconocía que tal investigación hubiese sido nunca llevada a cabo a pesar de haber dedicado durante los dos últimos años algunos estudios teológicos a la vida y obra del Doctor Iluminado, tal vez influenciado por el ambiente lulista que se respiraba en Mallorca, ciudad natal de Ramón y donde residía fray Nicolau en aquel momento.
Lo cierto es que aquella investigación sí que tuvo lugar y fray Gerónimo se dispuso a contarle cómo en aquellos lejanos tiempos, durante el segundo año del reinado de Sancho I de Mallorca, se presentó con el séquito del Inquisidor ante las puertas de la finca del muy conocido Ramón Llull, situada a dos millas de la ciudad de Palma. Siguiendo las indicaciones de su eminencia reverendísima, fray Nicolau Rosell -Inquisidor General-, ordenó que Ramón permaneciese retenido durante dos semanas en su propia finca, sin poder comunicarse ni pedir auxilio ni consejo a ningún conocido; sin que pudiera huir a algún lejano país y situarse así fuera del alcance de la justicia inquisitorial. Dado que ésta era una vista previa, y no una sesión oficial del Santo Tribunal, no se juzgó necesaria la presencia de testigos y se instalaron allí mismo, en la hacienda de micer Llull. Se habilitó para la entrevista la biblioteca de la casa, disponiendo una banqueta plana en el centro de la estancia, frente a la mesa y los sillones ocupados por el Inquisidor, el notario real, y por fray Gerónimo como Comisario. Ramón contaba entonces con la asombrosa edad de ochenta años, aunque, por su aire recio y enhiesto, más bien parecía un joven que un hombre de su edad. Vestía una almeixa de lino, con amplia capucha tirada hacia atrás, larga hasta los tobillos y holgada; los pies calzados con chinelas bordadas, y su cabeza tocada con una especie de bonete de fieltro verde. A los ojos de la más pura ortodoxia, cualquiera diría que vestía como un infiel; detalle que no pasó desapercibido y que, debidamente, se hizo registrar al notario.
Su cabeza estaba rapada -costumbre también ésta sarracena-; su cráneo era de huesos delicados como los de un pájaro, pero su nariz era larga y curvada como el pico de un ave de presa. Su barba, generosa y ensortijada, se derramaba como una cascada de espuma blanca sobre su pecho. Destacaban en su rostro, por su intensidad, unos ojos oscuros, hundidos profundamente en sus cuencas, bajo unas cejas espesas y negras que contrastaban de forma extraña con la blancura de su barba.
Las primeras palabras que salieron de su boca dejaban traslucir claramente que llevaba años esperando la visita del Santo Tribunal. Lo cierto es que Ramón había eludido hasta ese momento esta investigación gracias a la protección de su fallecido señor, Jaime II de Mallorca, y de la amistad que disfrutó durante años con la Santa Sede. Ahora las cosas habían cambiado, y esta vista pretendía tan sólo dilucidar si había existido o no desviación herética en sus estudios y apostolado; si en sus numerosos y repetidos contactos con los infieles había o no indicios de apostasía; si en sus amplios trabajos científicos había hecho uso o no de artes mágicas con invocación o concurso del maligno.
En ningún momento se atribuyó Ramón el mérito de su Arte. Más bien afirmaba que lo concibió como una revelación divina. Dios le mostró su Ars Magna para conocerle y amarle, y para convertir a los infieles por medio de la razón y no de la espada. Durante la mayor parte de su vida, todo su empeño había consistido en demostrar las verdades de la fe, por medio de un método que estuviese al alcance de cada cual, y fuera evidente para todos. Su deseo consistía en proponer una conversión a través del conocimiento de algo que fuese verdadero, necesario e imposible de rechazar por medios racionales. Todos sus esfuerzos estaban orientados a probar que es posible una demostración de la fe mediante la inteligencia científica; para aquel hombre era evidente que la existencia del Ser Supremo podía demostrarse… ¡Probar la existencia de Dios!… Ni siquiera fray Tomás de Aquino, se había atrevido a tanto; él nunca habló de «pruebas», sino de «vías» que conducen a la afirmación racional de la existencia de Dios.
Este tipo de afirmaciones tan aventuradas parecía debilitar el valor y el mérito de la fe, le señaló el Inquisidor: Si Dios es una evidencia demostrada por la razón y la ciencia, la fe se hace superflua, pues no se necesita creer en algo que es evidente.
Pero Ramón negó con firmeza esta argumentación, diciendo que la fe siempre permanecería intacta a la luz de la ciencia.
El presidente del Santo Tribunal le preguntó entonces si se arrepentía de algo, y éste fue el momento de la gran revelación que todos esperaban: Ramón confesó no haber encontrado nunca a Dios, pero sí a Satanás. Manifestó haberse enfrentado a sus obras y a sus siervos en un lugar que ninguno de los que estaban allí presentes podría jamás imaginar que pudiera existir sobre la faz de la tierra.
Estas palabras impresionaron profundamente a fray Gerónimo, quien, contraviniendo lo que era su costumbre en los interrogatorios del Tribunal, preguntó por el nombre de ese lugar y si se hallaba en este o en otro mundo. A lo que Ramón contestó que el nombre que se le diera al infierno no era, ciertamente, lo más importante. Lo decisivo era su realidad… Según sus palabras, el Imperio del Mal era tan vasto como un océano sin fin y sin orilla.
El Inquisidor le invitó a que siguiera hablando, y así fue cómo Ramón Llull se dispuso a relatar la historia de su último viaje…