La Salaminia había sido cuidadosamente pertrechada para el viaje hacia el mediodía, hasta la ciudad de Samarcanda. Aquélla iba a ser la prueba de fuego para los aeróstatos, que hasta entonces se habían limitado a cortos vuelos por los alrededores de Apeiron, sin alejarse nunca más de unas decenas de leguas de la ciudad.
En esta ocasión el vuelo duraría varias horas, para recorrer una distancia que a pie nos hubiera llevado varias jornadas.
Diez almocadenes almogávares, entre los que estaban Sausi Crisanislao y Ricard de Ca n', realizarían el vuelo junto a una pequeña falange formada por veinte dragones de la ciudad. Aquél era un viaje de reconocimiento, para comprobar la información dada por Ibn-Abdalá sobre la concentración de tártaros en los alrededores de Samarcanda, por lo que los ocupantes del aeróstato se habían reducido al mínimo.
Viajarían también el propio Ibn-Abdalá, y cinco sarracenos que afirmaban conocer la región tan bien como el cadí. Y también iría yo.
– La idea -me había explicado Neléis-, es experimentar las reacciones de los hombres al viajar a bordo de una nave voladora, además de comprobar el funcionamiento y la respuesta de la propia Salaminia.
Es posible, y yo no dudaba de que aquello tuviera su lógica, pero hubiera deseado no ir. Aún me asustaban aquellos gigantescos leviatanes voladores y, lo que era más importante, llevaba varios días estudiando y dibujando uno a uno todos los componentes de la maravillosa máquina analítica, y sentía que estaba cercano al momento en que podría comprender perfectamente su funcionamiento. No deseaba embarcarme precisamente entonces en un nuevo viaje, aunque fuera a durar sólo unas horas.
Pero Joanot me convenció:
– Los almocadenes que irán a bordo de ese barco volador te necesitan, Ramón.
– ¿A mí? -Me extrañaron sus palabras.
– Precisamente a ti. Tú nos has traído hasta aquí; eso lo saben todos y confían en ti, anciano. Son unos hombres valientes, bien lo sabes, pero no es un secreto que ese viaje les asusta mortalmente.
– Lo entiendo, porque a mí también me asusta.
– Es normal, no parece una forma natural de viajar, parece cosa de brujas, pero si no es con esos navíos mágicos, no podremos alcanzar el Remoto Norte de ninguna forma. En un futuro, Ricard y los demás almocadenes, insuflarán valor al resto de los almogávares para que monten en esos aparatos, pero ahora necesitan de tu guía para tener la suficiente confianza como para ir ellos.
– ¿Aunque esté completamente aterrorizado?
Joanot de Curial rió con ganas.
– Tú siempre pareces mortalmente asustado, anciano, pero te meterías de cabeza en un volcán si creyeras que eso iba a servir para algo.
De modo que no tenía muchas opciones, pensé mientras me echaba hacia atrás para contemplar la enorme envergadura del aeróstato.
Había sido sacado del interior del tinglado por un numeroso grupo de hombres que lo sujetaban y dirigían con ayuda de unas largas cuerdas, hasta que su proa quedó sujeta a una especie de torreta de madera. Estaban probando la máquina de vapor, y pude ver los dobles chorros de vapor surgir de los costados de la nave, exactamente igual que si de un leviatán se tratase.
Tenía que admitirlo una vez más: aquella máquina me daba pavor. Vi entonces al grupo de almogávares con Ricard y Sausi a la cabeza. Aunque intentaban demostrar valor, los conocía lo suficiente como para ver el miedo que les embargaba. Miraban la gigantesca nave flotante y hacían chistes para ahuyentar sus temores. Llegué a oír a uno de ellos comparar el tamaño de la Salaminia con el tamaño de su pene, y todos estallaron en carcajadas.
Los sarracenos formaban un compacto grupo un poco más allá. También observaban el aeróstato, pero ninguno de ellos reía. Hablaban su lengua en voz baja, y cuando me acerqué, enmudecieron. Ibn-Abdalá me salió al paso.
– ¿Tú también vendrás con nosotros? -me preguntó el cadí.
– Eso parece -le respondí, mirando de reojo a los otros cinco sarracenos. Y añadí al cabo de un instante-: tu información sobre los tártaros en Samarcanda ha resultado valiosa para los ciudadanos. Te están muy agradecidos.
Ibn-Abdalá hizo un gesto de desinterés.
– Tan sólo dije la verdad.
– ¿Has cambiado de opinión sobre los apeironitas?
– Sólo intento colaborar -dijo rápidamente el cadí-. No me gusta esta gente, pero los tártaros y los gog son los enemigos de mi pueblo.
– No pareces preocupado por subir a bordo de esa máquina -observé.
El sarraceno se volvió a mirarla antes de contestar.
– No va a ser la primera vez, hermano del Libro; yo viajaba a tu lado cuando inconsciente te llevaban hacia la ciudad. Entonces me sacié de todo el miedo posible.
Amanecía cuando llegó un vehículo de vapor arrastrando un flotador con los dragones a bordo. Descendieron por la escalerilla, cargados con todos sus pertrechos, y tuve entonces la oportunidad de observarlos de cerca por primera vez.
Sus armaduras les cubrían todo el cuerpo y eran de un vivo color escarlata. No parecían estar hechas de metal, sino de algún material semejante a la cerámica o al cristal, pero tan fuerte como el acero y tan ligero como la madera. Cuando pregunté sobre este material a la capitana de la falange -una altísima mujer de nombre Mirina-, ésta me explicó que, al igual que los falsos cristales de los aeróstatos, se trataba de un material sintetizado a partir del aceite de piedras.
El yelmo de aquellos soldados parecía una cabeza de dragón con las fauces abiertas. La visera era de un material semejante al del resto de la armadura, pero transparente también como el cristal. Según afirmaba Mirina, protegía perfectamente los ojos del fuego y el calor.
Los dragones cargaban a su espalda dos grandes depósitos cilíndricos. Uno contenía aceite de piedras, y el otro un componente que, combinado con este aceite, se inflamaba al instante. Los dos líquidos pasaban por dos delgados tubos que iban a desembocar a los lados de una pieza metálica sobre la que estaba tallada la esfinge de un dragón, y que recordaba a las gárgolas de las catedrales. Al accionar un mecanismo situado en la panza del dragón, los dos líquidos se combinaban y la gárgola arrojaba un largo chorro de fuego por la boca.
Pero ésta no era la única arma de los dragones. Todos llevaban además una especie de lanza corta y gruesa, de sólo un par de varas de longitud, con un afilado cuchillo sujeto a un extremo. El otro extremo era de madera, y su forma se adaptaba perfectamente a la mano del que lo empuñaba. La parte central de la lanza era un tubo hueco de metal de más de una pulgada de diámetro.
Pregunté a Mirina por la utilidad de aquellas lanzas, y la capitana preparó cuidadosamente su arma y, dirigiendo el extremo del cuchillo hacia arriba, hizo fuego.
El estampido sobresaltó a los almogávares y a los sarracenos, pero no a mí que durante los preparativos del disparo había adivinado de qué se trataba. ¡Por fin algo cuyo origen podía comprender! Aquella lanza era una especie de diminuto trueno [31] de pólvora. Yo mismo había conseguido la fórmula de aquel polvo negro explosivo, y había fabricado una pequeña cantidad de él en el patio de mi alquería de Mallorca. Después había hecho un agujero en el suelo, lo había llenado con aquel polvo, y lo había tapado con una piedra. Al hacerlo estallar con una mecha, la piedra había salido disparada a más de veinte varas de altura. Y al caer estuvo a punto de alcanzarme.
– A esto lo llamamos pyreions explosivos -me dijo Mirina-; o simplemente pyreions; por la piedra que genera la chispa en su interior.
Mirina tendría poco más de treinta años. Alta, fuerte y silenciosa, como casi todos los apeironitas que había conocido hasta entonces. Lucía una corta melena negra al estilo griego, y parecía una amazona salida de algún antiguo poema. El resto de los dragones que formaban la falange, hombres y mujeres por igual, tenían una complexión similar a la de su capitana. Aquella gente conocía perfectamente sus cuerpos, y sabían cómo cuidarlos y desarrollarlos. A su lado, los almogávares parecían canijos y contrahechos; pero, como se vio más adelante, no todo está en el aspecto físico.
Ordenadamente, todos subimos a bordo del aeróstato. Dragones, sarracenos y almogávares se mezclaron por la bodega. A través de las portillas vimos cómo las hélices empezaban a girar. Todo el aeróstato vibró y un murmullo temeroso corrió por entre los almogávares y los sarracenos. Yo intenté demostrar calma y confianza en aquella máquina, pero mi frente se estaba cubriendo de sudor.
Uno de los aeronautas, que vestían una especie de largo guardapolvo gris, vino a mi encuentro y me invitó a presenciar el desamarre desde el puente.
Seguí al hombre de gris a través de la bodega y descendí por la escalerilla hasta la barcaza situada bajo la proa de la Salaminia , el puente, donde Vadinio me esperaba.
En el puente, Vadinio me fue presentando al segundo capitán, que era una mujer joven cuyo nombre era Calionira; al piloto, un muchacho llamado Melampo; y al operador del telecomunicador, un hombre de edad madura, con pelo y barba completamente blancos pero de complexión recia, de nombre Frixo.
Los otros seis aeronautas de la Salaminia eran los mecánicos del motor de vapor, y su lugar estaba en la sentina.
– Es un momento emocionante -me dijo Vadinio-, pero no hay motivos para la preocupación; estos aparatos están sobradamente probados.
Yo fingí que estas palabras me habían tranquilizado por completo, y me concentré en las maniobras de desamarre. A través de las amplias cristaleras del puente vi cómo un hombre, que se había encaramado en la torre de madera, desenganchaba la proa de la Salaminia. La nave dio un pequeño brinco pero seguía sujeta por los fuertes músculos de al menos medio centenar de hombres que mantenían aún las cuerdas de amarre entre sus manos. A una señal de Vadinio estos cabos fueron largados y la Salaminia empezó a elevarse rápidamente hacia el cielo.
Sentí la desagradable sensación de que mi estómago se había escurrido hasta mis pies, y busqué desesperadamente un punto de apoyo al que agarrarme. El murmullo de angustia que me llegó desde la bodega me demostró que, al menos almogávares y sarracenos, estaban pasando por la mismas sensaciones que yo.
Tragándome el miedo, ojeé a través de los ventanales. El suelo del desierto, y el techo curvo del tinglado, se alejaban a toda velocidad. Tragué saliva.
– Si Dios hubiese querido que el hombre volara… -empecé a decir.
– Nos habría dado alas -completó Vadinio con una sonrisa. Para el genovés todo aquello debía de ser muy divertido, consideré-. Pero nosotros somos ahora más ligeros que el aire, no te preocupes porque no podemos caer.
El genovés le ordenó al timonel que sobrevolara Apeiron, y la nave empezó a girar elegantemente en el cielo.
Vimos acercarse la ciudad desde lo lejos, como un puñado de joyas derramadas sobre las arenas del desierto. Los grandes toldos cónicos brillaban al temprano sol con una blancura deslumbrante, y sus sombras se alargaban sobre las dunas.
Distinguí el estrecho camino de hierro, delgado como una línea, que llevaba hasta el tinglado; y por él vi circular uno de los vehículos de vapor, arrastrando un flotador, que ahora parecía diminuto, de camino hacia la ciudad. Debía de ser el que había llevado a los dragones hasta el tinglado, que ya estaba de regreso.
Apeiron estaba rodeada por un cinturón de campos de cultivo que desde el aire destacaban como una diana de verde violento sobre las arenas amarillas. El verde no era uniforme, sino que formaba parches de diferente tonalidad dependiendo del tipo de cultivo que se desarrollaba en cada zona. Dispuestos en círculos concéntricos en torno a la ciudad, protegidos por aquellos enormes toldos y cuidados por una legión de campesinos que utilizaban carros, impulsados por vapor, para labrar la tierra; y que eran regados por un sistema maravilloso en el que miles de delgadas conducciones de cobre llevaban el agua, gota a gota, hasta las mismas raíces de las plantas, sin que se perdiera ni se desperdiciara nada; sin que crecieran malas hierbas entre ellas.
La Salaminia sobrevoló después el mar de toldos cónicos que formaban la cúpula de la ciudad, y se alineó con un estrecho camino de tonos verdes que trazaba una delgada línea sobre las pálidas arenas del desierto, alejándose cada vez más de Apeiron.
Observé la brújula, y comprobé que nuestra dirección era jaloque.
– ¿Qué es eso? – pregunté a Vadinio, señalando el sendero verde.
– Las conducciones del suministro de agua discurren por ahí -me explicó el viejo navegante-. Esos hierbajos crecen gracias a la humedad que escapa de las tuberías. Son hierbajos muy resistentes, capaces de medrar en esas arenas salinas.
Pregunté de dónde venían esas conducciones, pues era evidente que en Apeiron se consumía una enorme cantidad de agua, no sólo para el uso personal de los ciudadanos, sino para mantener en marcha todas aquellas máquinas de vapor. Pero yo había pensado, desde un primer momento, que el agua provendría de algún pozo subterráneo situado bajo la ciudad, y nunca me había vuelto a plantear aquella cuestión.
– De la Represa , por supuesto -respondió Vadinio-. ¿La consejera Neléis no te habló de la Represa del río Oxón?
– No -negué.
– En ese caso te asombrará verla. Es la obra de ingeniería de la que los apeironitas se sienten más orgullosos.
Y por el tono que Vadinio había empleado pensé que, quizá, después de todo, el viaje iba a valer la pena.
La Represa empezó a dibujarse a lo lejos, como una delgada línea que iba de un extremo a otro del horizonte.
Contemplé boquiabierto aquella nueva demostración del poder y del ingenio de los apeironitas, mientras la Salaminia se aproximaba a ella como a una muralla que cerrara el mundo entero, dividiéndolo en dos realidades opuestas; la arena reseca y salina del desierto y el agua.
Las arenas se estrellaban contra el pie de aquella muralla que se alejaba del punto donde la Salaminia se encontraba, por babor y estribor, hasta empequeñecer y desaparecer en la distancia. Sin embargo, hierbajos y matorrales crecían al pie de las murallas, alimentados por la humedad que escapaba a través de los enormes bloques de piedra que formaban el gigantesco muro.
Porque lo que había al otro lado de las piedras era un inmenso y reluciente mar.
– Los apeironitas desecaron esta zona -comprendí-. ¡Todo este desierto estaba sumergido hasta que ellos construyeron esa muralla! Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo pudieron dominar y contener toda esa enorme cantidad de agua?
Para Vadinio aquella obra era tan asombrosa como para mí, a pesar de que el genovés llevaba doce años en Apeiron, asimilando sus muchas maravillas, aún no se había acostumbrado a la Represa. Pero, según me dijo, los apeironitas actuales también se maravillaban con su contemplación, pues aquella ingente obra había sido realizada hacía más de mil años, cuando Apeiron era joven y llena de vitalidad.
Vadinio dudó que hoy en día pudiera ser realizada una obra de ese calibre.
La Salaminia sobrevoló la muralla. Era una gruesa masa de piedra, sin adornos ni detalles, casi vertical por el lado del desierto, y que se curvaba suavemente por el lado del mar. Continuas secuencias de olas se formaban y rompían incesantemente contra el muro, que en algunos sitios parecía muy desgastado. Mirando hacia atrás, y al ver cómo la inmensidad azul de aquel mar se cortaba bruscamente para dar paso a las polvorientas llanuras del desierto, sentí acelerarse mi corazón. El vértigo de aquella inmensa obra, el mismo concepto de dominio de la naturaleza que conllevaba, me aturdía.
– La Represa se extiende entre las desembocaduras de los ríos Oxus e Iaxartes -me explicaba el genovés-. Es un enorme espacio embalsado, y cuesta mucho mantener la Represa en perfectas condiciones, pero puede cubrir todas las necesidades de agua de Apeiron hasta el final de los tiempos. Este territorio es muy extraño, parece plano, pero en realidad se hunde suavemente, como un cuenco, hasta la ciudad, cuyo nivel está situado incluso por debajo del Mediterráneo.
– ¿Y toda el agua de la ciudad proviene de aquí?
– Prácticamente toda. Tenemos algunos pozos subterráneos, pero están casi agotados. Hay otras muchas conducciones como la que has visto, pero situadas mucho más a tramontana.
Durante las siguientes horas sobrevolamos aquel enorme mar encerrado por los apeironitas; pero, poco a poco el nivel del agua fue bajando, y el mar se transformó en un pantano por el que se arrastraban los innumerables meandros del río Oxus.
El Oxus serpenteaba perezosamente en aquella inmensa llanura empapada de agua, anegaba los campos y rodeaba las colinas. El terreno estaba sembrado de pequeños lagos, y una vegetación exuberante cubría las suaves colinas con un ondulado manto esmeralda, que se extendía hasta las blancas nubes que cubrían el cielo frente a nosotros. Supuse que en algún lugar, allí donde las nubes se fundían con el horizonte, estaba Samarcanda. A nuestros pies se veían zonas brillantes que eran recodos del río Oxus.
Las pequeñas manchas blancas que se divisaban, pegadas al cauce del río, debían de ser casas de los lugareños.
Las casas siguieron apareciendo cada vez más frecuentes, creando pequeñas agrupaciones y ocasionales poblachos. Aquella zona, sin duda gracias al continuo suministro de agua del río Oxus, estaba muy poblada. Vimos también algunos barcos pescando en el río, y barcazas transportando mercancías por él. Era extraño cruzar sobre las cabezas de aquellas gentes, contemplar sus vidas y su actividad sin conocer sus rostros, como si fuéramos espíritus del cielo sin contacto alguno con las debilidades humanas.
Aquellas casitas fueron cada vez más numerosas, hasta que descubrimos que se fundían con los suburbios de Samarcanda.
Samarcanda estaba asentada en mitad de aquella gran llanura, no muy lejos del cauce del río Oxus, y enmarcada por una cordillera montañosa azulada por la distancia. La ciudad estaba rodeada por un muro de barro prensado, y no parecía muy grande; pero fuera de aquellas murallas, Samarcanda se extendía por una gran superficie de terreno gracias a innumerables casitas blancas, semejantes a las que habíamos visto junto al río, que rebosaban a partir de ella. Estas casitas estaban rodeadas de huertas, y rodeaban la ciudad hasta una distancia de unas dos leguas. Entre las huertas había calles y plazas muy pobladas, formando pequeños núcleos de actividad como si fueran otras tantas ciudades independientes. Por la ciudad, y por entre estas huertas, discurrían innumerables acequias plateadas.
Todo esto lo sobrevoló la Salaminia , lentamente, mientras los hombrecillos que habitaban aquellas casitas blancas, salían a sus portales y señalaban el aeróstato llenos de terror supersticioso. Algunos se arrojaban al suelo tapándose la cabeza con las manos, y otros se arrodillaban y rezaban.
A una orden de Vadinio, el piloto hizo girar el timón maniobrando la Salaminia en un estrecho círculo que rodeó las terrazas de Samarcanda, y se dirigió hacia occidente.
Me sujeté a una barra de metal, para no caer al suelo del puente mientras la nave viraba. La segundo, que oteaba el horizonte con un catalejo doble, exclamó:
– ¡Por el perro! Acabo de descubrir el campamento de los tártaros. -Giró sobre sí misma, y miró en otra dirección-. Están por todas partes, Capitán.
Le entregó el catalejo a Vadinio que, tras observar lo que Calionira le indicaba, ordenó al piloto dirigirse hacia aquel lugar.
Más allá de la última de las casitas blancas, y de los últimos campos cultivados, se abría una inmensa explanada situada a jaloque de la ciudad de Samarcanda. Aquel lugar parecía ahora un inmenso mar de yurtas, las tiendas cónicas de los gog.
Sentí cómo el pelo de mi nuca se erizaba al recordar las horas pasadas en aquel inmundo campamento de los gog. Pero lo que ahora teníamos bajo nosotros era un inmenso hormiguero humano; tártaros de piel blanca o amarillenta, aunque su estilo de vida no parecía diferir mucho de los peludos y malévolos gog.
– Deben de ser más de un millón -dijo Vadinio, casi para sí-; me pregunto cómo habrán podido reunirse tantos en tan escaso margen de tiempo.
Los tártaros y los gog se hacinaban ocupando el espacio entre las tiendas, junto con los bueyes, los camellos y los caballos. Y descubrimos algo aún más sorprendente: una empalizada hecha con gruesos troncos de palmera, encerrando a toda una manada de elefantes de color gris sucio y largas trompas agitándose hacia nosotros.
Algunos tártaros habían montado rápidamente en sus diminutos y nerviosos caballos, y corrían tras la Salaminia , dirigiendo sus monturas sólo con las piernas mientras empleaban sus brazos para disparar flechas contra el aeróstato.
Algunas golpearon, con un seco trallazo, contra la base del puente.
– ¡Vamos a muy poca altura! -exclamó Vadinio, y ordenó soltar lastre.
Melampo accionó una manivela, y dos chorros de agua surgieron por los dos lados opuestos de la Salaminia. El agua fue a dar de lleno contra los jinetes que corrían tras el aeróstato, derribándolos, más por la sorpresa que por la fuerza del impacto.
La Salaminia ganó lentamente altura, y vi cómo los tártaros derribados se ponían en pie, furiosos y humillados, y agitaban sus puños hacia el aeróstato.
Casi todos eran gog.
– Ya hemos visto suficiente -dijo el genovés-; regresemos.
La brújula giró lentamente, hasta quedar alineada en dirección tramontana, y la Salaminia emprendió el camino de regreso a Apeiron.
Mucho más abajo, un grupo de tártaros, reducidos al tamaño de pequeños insectos por la distancia, seguían obstinadamente a la máquina voladora.
Bien -pensé-, que lo hagan hasta que revienten sus caballos.
Toda la nave empezó entonces a traquetear con una vibración sorda y continua.
– ¿Qué sucede? -preguntó Vadinio, con voz alarmada.
Melampo, el piloto, consultó los instrumentos; la vibración hacía difícil leer las esferas indicadoras, pero dijo:
– Perdemos potencia, Capitán. El motor tiene dificultades.
Me volví hacia Vadinio, a tiempo para ver cómo el viejo marino palidecía.
– ¿Cómo has dicho? -preguntó.
– Algo le pasa al motor -repitió Melampo-; no transmite suficiente fuerza a las hélices, se están deteniendo, Capitán.
Vadinio descolgó uno de los comunicadores internos del aeróstato -una especie de boca de trompeta unida a una manguera de cobre y lona- y llamó a la sentina.
– Atención ahí -dijo-: ¿qué está sucediendo? Perdemos potencia.
No hubo respuesta.
Y la vibración aumentaba. La nave protestaba por todas sus juntas; parecía a punto de descuadernarse. Una de las portillas de falso cristal se agrietó.
– Calionira -dijo Vadinio dirigiéndose a su segundo-. ¿Quiere ir a la sentina a ver qué sucede?
– Sí, Capitán.
Yo dudé un instante y dije:
– Yo le acompañaré. -Una desagradable idea había empezado a formarse en mi mente. Deseé con todas mis fuerzas equivocarme.
En la bodega los diez almogávares nos rodearon asaltándonos con preguntas. Los dragones tampoco parecían muy tranquilos por la situación, pues la vibración seguía intensificándose. Algunos de los falsos cristales de las portillas se desprendieron, y cayeron al vacío.
– Un momento -dije alzando las manos para pedir calma. En realidad no podía culpar a aquellos hombres por su miedo ante algo que ni comprendían ni controlaban-. Ricard, ¿dónde están los sarracenos?
La pregunta sorprendió al almogávar.
– ¿Cómo has dicho, Ramón? -preguntó mirando a un lado y a otro desconcertado.
– Ibn-Abdalá y los demás -señalé, sintiendo que mis temores se confirmaban-; no los veo entre vosotros.
Ajena a todo esto, Calionira había empezado a ascender por la escalerilla de metal que llevaba a la sentina; y yo le grité que se detuviera.
La mujer me miró extrañada, con sus dos manos sujetas a la escalerilla, y me preguntó qué sucedía. Yo le pedí que dejara a uno de los almogávares ir en primer lugar.
Mirina, la capitana de los dragones, se acercó a nosotros.
Ricard tampoco entendía gran cosa, pero esto no le importaba demasiado; sabía detectar perfectamente cuándo la situación exigía despertar los hierros.
– No te preocupes -dijo apoyando su mano en el peto rojo de la armadura de Mirina-; nosotros nos ocuparemos de esto; Sausi, Pero, Ferrán y Guillem: seguidme.
Ricard y Sausi desenvainaron sus espadas, y los otros tres blandieron sus azconas y prepararon su dardos. Calionira, que ya había descendido, le cedió el sitio en la escalerilla metálica a Ricard, que iba en primer lugar.
Los cinco almogávares treparon lentamente hasta la sentina.
Calionira y yo les seguimos poco después.
Al asomar la cabeza por la trampilla, tuve una primera y desagradable sensación del calor infernal que allí había y de la confusa maraña de alambres que eran el soporte estructural de la Salaminia. La sentina era un bosque de finas viguetas de metal entrecruzándose, donde era fácil emboscarse.
Distinguí a los almogávares, unos pasos más allá, sobre el cuerpo caído de uno de los mecánicos. El pecho del mecánico estaba partido en dos por una cuchillada, y la sangre empapaba su uniforme gris.
Calionira, que subía detrás de mí, me empujó y corrió junto a su compañero muerto. Elevó sus ojos hacia los almogávares y dijo:
– ¡Lo habéis asesinado vosotros!
– Te equivocas -le respondió Ricard-. Lo encontramos ahí.
En ese momento, a. pesar de la desconcertante vibración que lo llenaba todo, escuché claramente un chasquido a mi espalda, y me giré hacia él.
Durante un eterno instante, en el que el mismo tiempo parecía haberse detenido, contemplé, con una nitidez diabólica, al sarraceno agazapado entre las viguetas de metal, con su arco tensado y una flecha cargada lista para ser disparada.
Grité al ver partir la flecha hacia mí.
Uno de los almogávares también había escuchado el chasquido y se había vuelto hacia el arquero sarraceno. Saltó entonces hacia mí, que había quedado paralizado, me empujó a un lado, y recibió el flechazo en mitad de su pecho.
Era uno de los almocadenes más jóvenes de Joanot, un almogávar llamado Ferrán con quien yo apenas había cruzado un par de palabras; ¡y sin embargo acababa de cambiar su vida por la mía!
– ¡Al suelo, Ramón! -me gritó Ricard.
Pero y Guillem arrojaron a la vez sus dardos hacia el sarraceno. Pero rebotaron inútilmente contra la maraña de viguetas. Ricard empujó a la mujer hacia delante por la pasarela, para dejar sitio a sus compañeros para luchar.
– ¿Qué sucede ahí arriba? -resonó la voz de Mirina a través de la trampilla.
– ¡Quedaos todos ahí abajo! -le gritó Ricard-. ¡Los moros nos han traicionado!
Tres sarracenos saltaron entonces sobre Pero y Guillem. Debían de haberse apostado sobre uno de los balones de aire caliente, en la parte superior de la sentina, esperando el momento oportuno para atacar. El lugar era demasiado estrecho para pelear. Los dos almogávares vieron cómo sus azconas se trababan inútiles entre los cables y viguetas.
Los tres sarracenos iban armados sólo con sus cuchillos curvos, mucho más efectivos en aquella angosta pasarela. El primero, cayó sobre la espalda de Pero, y en un instante degolló limpiamente al catalán. Guillem clavó uno de sus dardos en la espalda del sarraceno, vengando así a su amigo, y recibió a su vez una cuchillada en su costado, propinada por el segundo sarraceno. Apretándose la herida con una mano, desvió un segundo golpe con su arco de tejo.
Sausi le lanzó una estocada al tercer sarraceno, pero este fintó y apartó la hoja del búlgaro con su cuchillo. Sausi retrocedió un poco y volvió a alzar su espada, sujetándola con ambas manos esta vez. Y descargó entonces su arma sobre el sarraceno, con toda la fuerza de sus grandes brazos. El sarraceno intentó protegerse nuevamente, colocando su cuchillo en la trayectoria de la espada, pero el ímpetu de la espada del búlgaro partió en dos el cuchillo y el cráneo del musulmán.
Yo, que había permanecido agazapado durante todo el combate, escuché gritar a Calionira y me arrastré entre las piernas de los combatientes hacia la mujer y Ricard. Asombrado, vi cómo ambos forcejeaban.
– ¡No, suéltame! -gritaba la mujer-. ¡Va a estallar!
Miré hacia adelante y, a través de la pasarela central de la sentina, vi los cuerpos sin vida de los otros cinco mecánicos. También vi la máquina de vapor, vibrando en el centro, y a uno de los sarracenos que, haciendo uso de una de las herramientas arrebatadas a los mecánicos, apretaba una de las piezas de la máquina.
Ibn-Abdalá estaba plantado al otro lado de la máquina, envuelto por las nubes de vapor que escapaban por todas las juntas de ésta; sonriendo demoníacamente.
La mujer intentaba ser razonable con el almogávar que la sujetaba por las muñecas.
– Están cerrando la salida de vapor -le dijo-; la máquina explotará en unos instantes y moriremos todos.
¿Cómo podían los sarracenos conocer tan perfectamente el funcionamiento de la máquina de vapor para saber cómo inutilizarla?, me pregunté.
Pero ya sabía la respuesta.
– Las cosas nunca son lo que parecen, ¿verdad Ramón? -dijo Ibn-Abdalá, por encima de la vibración y del silbido del vapor.
El otro sarraceno seguía apretando aquella junta…
Calionira logró al fin zafarse de Ricard y, sin pensarlo dos veces, corrió hacia los sarracenos atravesando la pasarela central.
La explosión la lanzó hacia atrás, rebotando contra las viguetas, hasta casi caer de nuevo en los brazos de Ricard. Toda la parte frontal de su cuerpo estaba abrasada por la explosión de vapor hirviente.
Retrocedí, ensordecido y medio cegado por el estallido. Sintiendo cómo el viento lo azotaba todo, e intentaba derribarme con su ímpetu. Dos grandes secciones de la pared de la sentina habían desaparecido, y vi el cielo a través de los enormes agujeros; los bordes desgarrados de la lona flameaban al viento. Las viguetas de metal de la estructura habían sido dobladas hacia afuera por la explosión, y las dos grandes hélices, giraban sólo por la fuerza del viento.
Al poco tiempo, una de ellas se desprendió de sus sujeciones y, rebotando contra los restos de la estructura metálica, se precipitaba al vacío.
Era como si a la Salaminia le hubiese estallado el corazón en el pecho.
La máquina de vapor había reventado por su parte central, y el metal se había desgarrado como la piel de una granada. El sarraceno que había manipulado la salida de vapor, provocando la explosión, había quedado destrozado por ella. Vi algunos de sus miembros y trozos de su carne colgando de las viguetas retorcidas.
Hubo un instante de incrédulo silencio por lo que acababa de pasar. La lucha entre almogávares y sarracenos se había detenido, y sólo se escuchaba el retumbar de la lona desgarrada al ser vapuleada por el viento.
Entonces el vapor se disipó, y pude distinguir entre los jirones la figura de Ibn-Abdalá, impertérrito y con su espantosa sonrisa deformándole el rostro.
Una flecha cruzó el espacio y fue a clavarse en el costado del cadí.
Me volví para ver que había sido uno de los sarracenos el que había disparado.
– Él nos mintió -dijo-; no nos advirtió de esto, y de que Ibraim moriría.
Se refería al sarraceno que había estado manipulando la salida de vapor.
Casi con gesto cansado, Sausi alzó su espada para acabar con la vida del arquero.
– Alto -le detuve-, quizá necesitemos a estos dos hombres.
Mirina y algunos dragones subieron entonces por la trampilla, con sus pyreions listos para disparar; y quedaron paralizados por el desastre que allí se había producido.
Atravesé con cuidado la zona destrozada, y me acerqué a Ibn-Abdalá.
El cadí estaba tumbado de espaldas, con la flecha firmemente clavada en su costado izquierdo, a la altura de sus pulmones. Tenía la boca llena de sangre y respiraba con dificultad. Seguía sonriendo.
– Eres muy inteligente -le dije-, mientras todos estaban pendientes de mí, tú te introdujiste en Apeiron. Tus acciones son siempre ingeniosas, pero a veces no alcanzo a comprender el sentido de ellas. Pareces actuar movido sólo por un ímpetu demencial y destructivo. ¿Qué es lo que pretendes?
Ibn-Abdalá no contestó. Sausi y Ricard llegaron junto a nosotros.
– Permaneced a su lado -les dije-, y que no sufra ningún daño; pero no lo toquéis ni permitáis que él os toque. Si muere, empujad su cadáver al vacío, pero usad vuestras espadas para hacerlo. Que ninguno de los dos se quede a solas con él.
En el puente la situación no era precisamente feliz.
– Perdemos altura con rapidez -nos explicó Vadinio-. La explosión destrozó cuatro de los balones de aire caliente, pero eso importa poco, porque el resto se están enfriando con rapidez. Hemos soltado todo el lastre, pero es inútil, caemos; y lo peor es eso… -Vadinio señaló hacia lo lejos, en la dirección de popa. Una polvareda indicaba el lugar donde los jinetes gog proseguían con su persecución.
– Unos tipos insistentes -dijo Mirina.
Comenté que, quizás, ellos ya sabían que esto iba a pasar, y que ahora sólo querían recoger a su hombre. Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.
– Prepararnos para luchar -respondió la capitana de los dragones.
Le señalé que nuestros perseguidores debían de ser un centenar, o más.
– Pero nosotros tenemos armas mejores -replicó ella.
Vadinio nos informó que Apeiron ya había sido avisada de lo sucedido. Quise saber cómo era esto posible, y el genovés me recordó aquella maravilla que era el telecomunicador y que les permitía hablarse a aquellas enormes distancias.
– Mandarán otro de los aeróstatos a rescatarnos -dijo-; pero tardarán varias horas en llegar hasta aquí. Mientras tanto intentaremos mantenernos en el aire todo el tiempo posible. El puente ya no sirve para nada; nos desharemos de él, y también de la bodega. Eso aligerará nuestro peso lo suficiente como para poder volar algunas millas más. Afortunadamente, tenemos el viento a favor. Recemos para que éste no cambie.
Todo el mundo se trasladó a la sentina, y empezamos a trabajar cortando los cables y las viguetas de metal para desprender la sección inferior del aeróstato. Usamos cualquier cosa para hacerlo: espadas, cuchillos o tenazas. No era difícil porque el metal de las viguetas era tan delgado que podía doblarse con la mano; la nave mantenía su rigidez gracias a la estudiada tensión que los cables de hierro ejercían sobre la estructura de viguetas. Poco después, la mitad inferior de la Salaminia se desprendió y chocó contra el suelo, que ya estaba desagradablemente cerca.
Mientras tanto, Frixo y Melampo cortaron cuidadosamente los cables del timón, y los tensaron para que la posición de los alerones favoreciera el planeo de la nave.
Le pedí a Vadinio su catalejo, y con él observé cómo los jinetes llegaban hasta el amasijo de hierros, y lo rodeaban sin detenerse.
– Esos perros saben cuál es la presa que buscan -comenté devolviéndole el instrumento óptico al genovés.
Llamé a dos almogávares, les repetí cuidadosamente las mismas indicaciones que les había dado a Sausi y Ricard sobre cómo tratar a Ibn-Abdalá, y les ordené que fueran a revelarlos. Uno de ellos era Guillem, que había envuelto la herida de su costado con un sucio vendaje y se había olvidado de ella.
Poco después, Sausi y Ricard se sentaron junto a mí sobre los restos de la pasarela.
El suelo, árido y lleno de matojos, corría bajos nuestros pies, cada vez más cerca.
– Escuchad -les dije a los dos guerreros-, ambos me habéis demostrado ser valientes y dignos de confianza, por eso quiero pediros algo.
– Lo que quieras, Ramón -dijo Ricard.
– Espera hasta que escuches lo que quiero pedirte -le corté; y señalé hacia los jinetes gog-. Esos lobos nos van a alcanzar muy pronto, y quiero que me juréis que no vais a permitir que me cojan con vida. No quiero pasar otra vez por el mismo horror.
Ricard y el búlgaro me miraron aterrorizados.
– No podemos hacer eso -protestó Ricard-. Juramos a Roger, antes de separarnos de él, que protegeríamos tu vida con la nuestra. No puedes pedirnos eso.
– Lo haremos -dijo Sausi Crisanislao.
Ricard levantó la cabeza hacia el enorme búlgaro y dijo:
– ¡Maldito seas! ¿Por qué dices eso?
– Porque es verdad. Y tú harás lo mismo por mí… Y yo por ti.
– Pero Roger nos ordenó…
– Roger no está aquí -concluyó Sausi que era hombre de pocas palabras.
Ricard rezongó un poco, pero acabó por aceptar mi juramento.
– Dime una cosa -me preguntó, al cabo de un rato-, ¿por qué no nos dejaste acabar con las vidas de esos perros traidores de sarracenos?
– Fueron engañados por Ibn-Abdalá.
– ¿Y eso qué importa? -protestó Ricard-. ¡Pretendían traicionarnos!
– Es posible, pero si los matamos, y si por ventura conseguimos regresar a la ciudad, sus compañeros nunca creerán la verdad de lo sucedido.
– ¿Y qué? -Ricard se encogió de hombros-; los liquidamos a todos y en paz.
Yo sonreí y dije:
– No creo que las gentes de Apeiron te permitieran hacer eso.
– Puede que sí y puede que no…
Ricard se detuvo en mitad de su frase. Un nuevo estallido había hecho crujir horriblemente la estructura de metal haciendo saltar trozos de vigueta por todos lados.
¿Qué había sucedido? Nuestra altura era ya tan escasa que nos habíamos estrellado contra las ramas más altas de un árbol reseco y solitario.
La estructura gimió, y lo que quedaba de la nave dio un violento bandazo.
Yo perdí mi punto de apoyo, y caí al vacío.
Sausi intentó cogerme, estirando su enorme cuerpo cuanto pudo, pero no le fue posible.
Rodé por el suelo, que era bastante plano y lleno de matorrales que amortiguaron el impacto. Pero mis huesos eran ya tan débiles como el cristal, y mientras rodaba noté claramente cómo mi antebrazo se partía con un chasquido.
Vi lucecitas bailando frente a mis ojos, y apenas logré ponerme en pie con dificultad, sujetándome con la mano mi brazo herido y apretando los dientes para soportar el dolor, notando las aristas de hueso arañándome la carne desde dentro.
A lo lejos, la nube de polvo indicaba dónde estaban los jinetes, y pude distinguir ya sus negras siluetas.
Una mano se posó en mi hombro. Me volví, para encontrarme enfrentado al enorme torso del búlgaro.
– ¡Sausi! -exclamé.
Por encima del hombro del gigante, los lastimosos restos de la Salaminia se alejaban arrastrados por el viento, y vi a Ricard en el mismo borde de la pasarela mirarnos indeciso.
Finalmente saltó, y tras él saltaron varias figuras con armadura roja. Liberada del peso de aquellos valientes, los restos de la nave se elevaron un poco y siguieron alejándose de nosotros.
Ricard llegó el primero, sonriente, cortando los matorrales con su espada. Tras él iban Mirina y diez de los dragones rojos de la ciudad.
– Ellos son un centenar o más -dije con expresión abatida. El dolor del brazo estaba a punto de hacerme perder el sentido-. No habéis actuado con inteligencia dividiendo vuestras tropas, capitán.
Mirina se encogió de hombros y dijo:
– Cualquier sitio es bueno para morir.
Dos de los dragones les ofrecieron a Ricard y Sausi sus pyreions; pero éstos las rechazaron.
Me llevaron junto al tronco reseco del árbol contra el que habíamos chocado, donde podría protegerme de las flechas de los gog. Los dragones formaron un semicírculo defensivo a mi alrededor, mientras Ricard y Sausi se situaban a mis flancos, con sus espadas desenvainadas y trazando amenazadoras líneas en el aire.
Agotado, me dejé caer de rodillas. Alcé la vista y sentí como si las retorcidas ramas del árbol, las nubes, y el cielo giraran locamente en torno a mí. ¿Era ése el lugar elegido por el Señor para mi final?
A través de las piernas sentí ascender la vibración creciente del centenar de jinetes diabólicos que se nos venían encima. Luego escuché claramente sus aullidos de guerra.
– Ahí los tenemos -dijo Mirina con asombrosa tranquilidad.
Junto a mí, Ricard, gritó con fuerza:
– ¡Desperta ferro! ¡Aragón, Aragón!
Con su habitual flema, Sausi no dijo nada, pero su cuerpo se tensó como el de un león dispuesto para la lucha.
A lo lejos se distinguía ya una primera línea de jinetes gog; erguidos sobre sus pequeñas monturas, sus retorcidos arcos listos para ser disparados.
Siguieron avanzando, durante un interminable instante, antes de que una lengua de fuego surgiera de las armas de los dragones y se estrellara como una ola flamígera contra los jinetes.
Escuché el horrible aullido agónico de los gog y sus bestias mezclarse; y vi cómo aquella primera fila de jinetes gog continuaba su carrera envuelta en llamas, con el pelo de los caballos y el que cubría sus cuerpos ardiendo salvajemente. Las flechas que estaban preparadas para ser disparadas antes de que la llamarada les alcanzase, salieron erráticas de los arcos llameantes, como flechas de fuego, dejando tras de sí un rastro de humo negro. Algunas se clavaron en el tronco del árbol, y allí siguieron consumiéndose.
La carrera de los jinetes envueltos en llamas no se detenía, y me pregunté por qué. Los pobres animales siguieron trotando hacia nosotros, movidos por la loca inercia de su larga carrera, mientras los tendones de sus patas se carbonizaban. Finalmente, la mayoría se derrumbó a un par de varas frente a la fila de dragones, y allí formaron grandes montones llameantes que soltaban un humo negro y aceitoso, con un repulsivo olor a carne quemada que llegó rápidamente hasta mis narices.
La segunda fila de jinetes, aprendida la lección del tipo de enemigo que tenían delante, hizo un quiebro, y mantuvo las distancias con el semicírculo de dragones.
Empezaron a cabalgar alrededor del árbol reseco, dirigiendo sus monturas sólo con las piernas, y con las manos libres tensaban sus arcos y disparaban.
Los dragones extendieron su fila hasta convertir el semicírculo defensivo en un círculo completo en torno al árbol y proteger así a los tres que no llevábamos armadura.
Una flecha rebotó inútil contra la coraza roja de uno de los dragones. Como respuesta, otro de los dragones apuntó con su pyreion e hizo fuego. Un gog cayó entonces de su montura, y rebotó aparatosamente contra el suelo.
El tanteo concluyó así. Los gog habían aprendido que desde aquella distancia no podían atravesar las armaduras de los dragones, y que ellos, en cambio, sí que podían alcanzarles con sus armas de pólvora. Si realizaban otra carga, se expondrían a morir achicharrados por el fuego griego, igual que sus compañeros.
¿Qué iban a hacer a continuación?
Tuve la respuesta al instante; con un aullido bestial, todos los jinetes gog se lanzaron a la vez, ciegamente, al ataque.
Chorros de líquido ardiente volvieron a surgir de la fila de dragones para ir a estrellarse contra la vanguardia de los gog, que rodó por el suelo envuelta en llamas. Pero la segunda fila de jinetes saltó sobre los cadáveres llameantes de sus compañeros y recibió su propia ración de fuego griego.
Pero ya estaban muy cerca de los dragones. Contemplé horrorizado cómo un gog y su caballo, convertidos en una bola de fuego, se estrellaron contra el centro de la fila de dragones, derribando y envolviendo en llamas a varios de éstos. Los dragones alcanzados se pusieron de pie aturdidos, convertidos en antorchas humanas.
Aunque sus armaduras les protegían del fuego, braceaban incapaces de librarse de las llamas.
Entonces la reserva de pólvora de uno de los dragones estalló violentamente.
La explosión casi partió al hombre en dos y destrozó los dos cilindros que llevaba a la espalda. Una segunda explosión sucedió casi instantáneamente a la primera, esparció una lluvia de líquido llameante y trozos de armadura roja a más de cincuenta varas de distancia. Los almogávares y yo nos vimos rodeados por una cortina de fuego, aislados visualmente de los dragones supervivientes.
El árbol reseco a nuestra espalda nos había protegido de recibir de lleno el chorro de fuego, pero ahora se había convertido en una gigantesca antorcha. Ricard y Sausi me arrastraron lejos de él. A nuestro alrededor llovían sin cesar fragmentos ardientes, y nos protegíamos como podíamos el pelo de la cabeza con los brazos.
El velo llameante que se alzaba ante nosotros fue entonces atravesado por tres jinetes gog. Su aspecto era horroroso; sus pobres monturas relinchaban de dolor con los extremos de sus patas abrasadas y el pelo de sus abdómenes chamuscado. Ellos, envueltos en humo y rodeados de llamas, parecían más que nunca criaturas recién salidas del infierno. Cargaron a la vez lanzando aullidos demenciales y blandiendo sus lanzas con aspecto de tridente. Sausi y Ricard les salieron al paso.
Ricard esquivó las puntas del tridente de uno de los gog, y rodó por el suelo pasando por entre las patas de su montura, desgarrando con su espada las entrañas del animal. Al derrumbarse el caballo atrapó una de las piernas de su jinete bajo él.
Sausi fue atacado por los otros dos demonios. El búlgaro apenas logró esquivar el tridente del primero, que le arañó el pecho marcándole tres profundos surcos rojos y le arrancó la gonela de piel, y se vio enfrentado a la carga del segundo gog. Esta vez, Sausi fue más rápido de reflejos y atrapó el tridente con sus enormes manos. Sin esfuerzo, arrancó al gog de su cabalgadura y lo mandó rodando por el suelo, hacia la cortina de llamas. Mientras intentaba levantarse, con sus ropas y su pelo prendido, el búlgaro se plantó frente a él y lo clavó al suelo con su espada.
Ricard había saltado por encima del caballo agonizante, partiendo de un machetazo el cráneo del gog mientras éste intentaba liberarse del peso del animal. El almogávar giró rápidamente buscando otra presa, y vio con horror que el único gog que seguía sobre su montura se había lanzado contra mi indefensa persona.
Ricard gritó impotente; yo estaba demasiado lejos y no parecía capaz de hacer nada para evitar que el gog me ensartara con su tridente. Sonó un estampido, y el gog cayó hacia atrás como si hubiera chocado contra una rama invisible.
Mirina arrojó a un lado su pyreion recién disparado y caminó hacia nosotros acompañada por tres dragones.
– ¿Habéis acabado con todos? -le preguntó Ricard.
– Reagrupémonos -dijo Mirina con expresión cansada, sin hablar a nadie en particular-, preparémonos para su próxima carga.
A nuestro alrededor, las llamas empezaban a extinguirse, mostrando las filas de todavía numerosos demonios oscuros avanzando hacia nosotros.
Los cuatro dragones y los dos almogávares formaron un apretado círculo en torno a mí. Sausi deslizó su cuchillo hasta tocar mi nuca.
Le miré con los ojos turbios a causa del dolor del brazo.
– No te preocupes -me dijo Sausi.
Pero los gog no atacaron. En vez de eso, vimos asombrados cómo sus monturas reculaban poco a poco, mientras los ojos de los jinetes parecían fijos en algo situado a nuestra espalda. Algo enorme y de gran altura.
Me volví y vi un aeróstato llenando todo mi campo visual. Flotando a unas quince varas del suelo. Las hélices girando muy lentamente.
Aturdidos por las explosiones y el fragor de la batalla, ninguno de nosotros había detectado el característico sonido de las hélices mientras el aeróstato se acercaba.
Los dragones alzaron sus puños mientras gritaban triunfantes. Un par de bolas de fuego surgieron de la proa del leviatán, cruzaron por encima de nuestras cabezas y fueron a estrellarse en mitad de las filas gog; esparciendo llamas y muerte entre los oscuros jinetes que, sorprendidos y aterrorizados por la repentina aparición del aeróstato, se dispersaron rápidamente.
El leviatán se situó sobre el apretado grupo que formábamos los supervivientes, y uno de sus aeronautas nos lanzó una escalera de cuerda. Pero yo, con mi brazo herido, no pude subir por ella, y tuve que ser izado con ayuda de un arnés.
Mirina subió en último lugar, y al no ver a Vadinio ni al resto de sus hombres en la bodega, preguntó por ellos a uno de los aeronautas.
– Ellos nos indicaron vuestra posición; y que, muy probablemente, estaríais en dificultades, por lo que debíamos ir a recogeros en primer lugar.
– ¿Están muy lejos de aquí?
– A menos de una milla hacia la tramontana.
Aquella nave era la Delíaca y tras recoger a Vadinio y al resto de los aeronautas de la Salaminia , regresó a Apeiron.
La medicina era quizás el logro más maravilloso de la ciencia de Apeiron. Durante toda mi vida había visto infinidad de hombres mutilados, perdidos o condenados a una vida de miseria por la más pequeña herida infligida a sus cuerpos.
Una incisión con un cuchillo y unas triscadas con una sierra eran más que suficientes para librar a un hombre de una pierna o un brazo herido; y yo, que notaba cómo las astillas del hueso de mi antebrazo habían rasgado una y otra vez la carne mientras éramos atacados por los gog, sabía que no podía esperar más que eso.
Pero no fue así. Los cirujanos de la ciudad se empeñaron en salvar mi brazo, y para ello limpiaron de astillas la herida, y encararon cuidadosamente las dos partes del hueso roto. Puesto que mi avanzada edad dificultaba la soldadura del mismo, utilizaron una prótesis metálica atornillada a las dos mitades. Todo esto lo pude ver con mis propios ojos, sin sentir dolor alguno, gracias a una milagrosa substancia que los médicos me habían inyectado en el brazo y que lo insensibilizaba al dolor completamente.
Una vez más, me pregunté cuánto dolor y sufrimiento podría evitarse la humanidad si la ciencia de Apeiron fuera conocida por todos.
Después de la operación, el brazo me fue entablillado y cubierto de yeso para inmovilizarlo. Y mientras me recuperaba, fui visitado por la consejera Neléis.
– Lamento profundamente lo sucedido -dijo la mujer.
– Yo soy el único culpable -dije. Aún me sentía algo narcotizado-; tendría que haber sospechado hace mucho de Ibn-Abdalá, pero mis sentimientos de simpatía hacia el sarraceno me confundieron. ¿Dónde está ahora?
– No muy lejos de aquí. En un departamento de este mismo hospital. Encerrado.
Dije a la mujer que deseaba hablar con él, y ella respondió que cuando me encontrara en mejores condiciones. Y eso fue sólo dos días después. La consejera me acompañó a través de los pasillos del hospital hasta una habitación cerrada por una gruesa puerta de metal y vigilada por dos dragones. Miré por una ventanilla y vi a Ibn-Abdalá sentado en el suelo. Desnudo, y con su pecho rodeado por un vendaje.
– Se niega a hablar con nadie -me dijo Neléis-. Pero quizá…
– Lo intentaré -dije.
– Un dragón entrará contigo.
– No -me opuse-. Ibn-Abdalá ha tenido todas las ocasiones para hacerme daño, si ése hubiera sido su deseo. No entraré ahí con un hombre armado.
– De acuerdo -aceptó la consejera-. Pero estaremos pendientes de sus acciones.
Uno de los dragones abrió la puerta y me franqueó el paso al interior de la celda.
El lugar estaba muy limpio, las paredes eran blancas y todo el techo parecía irradiar luz, quizá del exterior. Ibn-Abdalá disponía incluso de una silla y una litera de aspecto cómodo; si se sentaba en el suelo era porque él así lo quería.
Pero, en lo esencial, aquella habitación no se diferenciaba de cualquier otra mazmorra; una puerta cerrada y guardias armados vigilándole desde el otro lado.
Ibn-Abdalá levantó los ojos del suelo y me miró.
No fui capaz de interpretar la expresión de su rostro. Parecía aburrido, triste o cansado. Arrastré la silla hasta colocarla frente a él y me senté. Yo sí que me sentía fatigado; llevaba el brazo apretado contra el pecho con una cinta de tela. Y me dolía a pesar de todas las drogas que me habían dado.
– Tengo la sensación de haberte encontrado varias veces en diferentes etapas de mi viaje -empecé-. Y en cada ocasión tu aspecto era distinto.
Una chispa de interés cruzó por los ojos de Ibn-Abdalá.
– Esa impresión es básicamente correcta -dijo.
Asentí, y seguí hablando:
– Tú eras ese decrépito anciano en el poblado gog, y el león que me habló junto a la costa del mar de los Jázaros. Y ahora eres un culto viajero sarraceno. Eres todos ellos y no eres ninguno; dime, ¿queda algo de la auténtica persona que fue Ibn-Abdalá antes de que el Mal lo poseyera?
– Muy poco, me temo. Tan sólo datos de interés para mí; hechos y vivencias.
– Y ése podría haber sido también mi final. ¿O no lo tenías planeado así?
Ibn-Abdalá chasqueó la lengua.
– Eres demasiado viejo; tu cuerpo no habría sobrevivido en ningún caso a la transformación, pero yo sabía que ellos no buscarían más una vez sacaran el rexinoos de tu interior.
– ¿Quién eres? -pregunté conteniendo mi horror.
Ibn-Abdalá sonrió.
– Me preguntas algo que crees saber con certeza.
– ¿Puedes leer mis pensamientos?
– No sin el vínculo que te fue extirpado. Pero me hablaste en muchas ocasiones sobre quién pensabas que yo era; Satanás, ¿no es así?
– ¿O tan sólo un demonio secundario? -dije.
Ibn-Abdalá se encogió de hombros.
– ¿Eso es importante para ti? ¿Te sentirías decepcionado si así fuese?
– ¿Por qué hablas conmigo?
Ibn-Abdalá me miró impasible.
– Me resulta agradable tu persona. Tuve ocasión de echar un vistazo a todos tus recuerdos cuando estuve dentro de ti. Amaste a una mujer, y eso cambió tu vida. Esto es muy extraño, porque las hembras parecen tener muy poca importancia en tu sociedad. ¿Puedes explicármelo?
Yo no estaba dispuesto a seguir por ahí.
– Admites entonces que eres un ser infernal -dije.
– Ahora mismo pareces más interesado que horrorizado -dijo Ibn-Abdalá observándome con interés-. Vuestros antepasados simiescos han dotado a tu raza de una característica curiosidad innata; pero en tu caso ese rasgo es especialmente destacado. Dime, Ramón, ¿qué no harías por aprender algo nuevo?
– No te vendería mi alma.
Ibn-Abdalá sonrió.
– No se me había pasado por la cabeza, la verdad. Puedes quedártela toda para ti. -Y añadió a continuación-: ¿Te han contado los ciudadanos lo que piensan que soy?
– Ellos te consideran un ser nacido en otro mundo.
– Pero tú no les crees, por supuesto. No te has dejado impresionar por toda esta maravillosa ciudad, ¿verdad? Ellos no pueden saberlo todo; porque, si así fuera, no estarían ahora tras esa puerta, escuchando con interés cada palabra que decimos. Y tú sientes curiosidad, pero tampoco dudas sobre cuál es mi verdadera naturaleza; ya has decidido que soy la mismísima encarnación del Mal, y que sólo merezco la destrucción. Pero te equivocas tanto como ellos; todos os equivocáis.
Me esforcé en sonreír con cinismo.
– ¿Quién eres entonces; nuestro benefactor?
– Vuestro bien me interesa tan poco como vuestra condena; os he visto medrar; reproduciros como gusanos, llenar mi mundo con vuestra descendencia bastarda.
– ¿Tu mundo?
– No soy una criatura sobrenatural como tú crees. Tampoco un ser de otro planeta, como afirma la gente de Apeiron. Llevo mucho más tiempo que vosotros en este mundo. Antes de que el más remoto de tus antepasados se arrastrara por él, mi raza ya era poderosa y viajaba entre las estrellas. Gestionábamos cientos de mundos vivero como éste, criábamos esclavos y los usábamos en nuestras guerras.
»Yo tenía poder, pero sufrí la más humillante de las derrotas y mis esclavos fueron perseguidos y exterminados como alimañas. Hace un millón de años que sobrevivo encerrado aquí; sin tecnología y sin esperanzas. Tan sólo me queda esperar el fin, pero me resisto a aceptarlo a manos de unos esclavos que han olvidado su origen. Lucharé hasta el final, hasta mi último aliento, y cuando yo muera, morirá tu planeta.
Cuando terminó de hablar, vi con sorpresa cómo las lágrimas resbalaban por las mejillas de Ibn-Abdalá. Su rostro no reflejaba ninguna emoción.
– Eres astuto -dije, levantándome-; pero ya no puedes engañarme.
Ibn-Abdalá asintió con gesto cansado.
– Por supuesto -dijo-, no esperaba hacerlo.
Abandoné la celda y le pregunté a la consejera si había estado escuchando; y si había creído algo de lo que el demonio me había contado.
– No necesariamente -dijo Neléis-. Tiene muchos motivos para mentirnos y ninguno para decirnos la verdad; pero es interesante saber que intenta que creamos una historia como ésa, y pensar en cuáles pueden ser sus motivaciones para contárnosla.
– Ha dicho que con él moriría nuestro mundo -le recordé con temor.
– Intenta sembrar la duda en nosotros y colocarnos en una posición de desventaja antes de atacar -dijo la consejera-, lo que tememos que será muy pronto.
– ¿Qué vais a hacer con Ibn-Abdalá? -quise saber.
– El hombre que fue ya no existe -lamentó ella-; el rexinoos ha devorado su cerebro. Si se lo quitásemos, moriría o quedaría convertido en un vegetal. Tampoco podemos mantenerle con vida porque ahora es los ojos y los sentidos del Adversario, y aunque ha permanecido aislado desde vuestro regreso, no podremos estar del todo seguros mientras viva. Tampoco creo que podamos sacarle ya más información.
La consejera hizo entonces una señal a uno de los dragones y éste abrió la puerta de la celda. Ibn-Abdalá seguía sentado en el suelo, con los ojos bajos.
No los levantó siquiera cuando el otro dragón entró en la celda y le apuntó con su pyreion. No hizo el menor gesto cuando el arma disparó y la bala atravesó su pecho.
Ibn-Abdalá cayó de lado, y quedó inmóvil.
– Le sacaremos el rexinoos -dijo Neléis, apartando la vista de la escena-, y esto nos ayudará a confirmar lo que ya sabemos; la posición exacta de su guarida.
Asentí. Ibn-Abdalá habría ardido en una hoguera de haber sido capturado en mi país; comparado con eso, aquel fin había sido casi misericordioso.
Los otros sarracenos conocieron pronto la noticia de la muerte de Ibn-Abdalá, pero no demostraron emoción alguna. Los dos sarracenos supervivientes de la expedición a Samarcanda habían contado a sus compañeros la verdad de lo sucedido y cómo Ibn-Abdalá les había traicionado para conseguir sus propios fines. Unos consideraban que su antiguo camarada era un agente de los tártaros, otros que estaba endemoniado.
Pero lo que sí tenían claro los sarracenos es que no deseaban seguir en Apeiron. Habían llegado allí como esclavos de los almogávares, pero la esclavitud no existía en la ciudad, y los sarracenos eran libres de abandonarla cuando quisieran. Para ellos, aquella ciudad seguía siendo un lugar maléfico, a pesar de que quien les había metido estas ideas en la cabeza había resultado ser, para algunos, un siervo de Satán.
Neléis intentó convencerles de que se quedaran; de que la ciudad necesitaba de todos los brazos posibles para defenderla; pero ellos no estaban dispuestos a luchar por esos infieles, y le reiteraron sus deseos de marcharse.
Mientras salían, por una de las puertas occidentales, con cuatro carros cargados de agua y los víveres que los ciudadanos les habían provisto, y unas cuantas acémilas, Ricard me dijo sin apartar de ellos su mirada de odio:
– Deberíamos haber degollado a esas sabandijas cuando tuvimos oportunidad de hacerlo.
No le respondí; recordaba la matanza de Artaki que Roger había ordenado tan despiadadamente. Por un tiempo había creído que, ante un ser tan maligno como el Adversario, sarracenos y almogávares se unirían para combatirlo, comprendiendo que sus diferencias eran ridículas cuando se enfrentaban ante un enemigo común a todo hombre. Pero me había equivocado. El odio entre los hombres parecía ser mucho más fuerte y persistente que el odio a una criatura infernal.
Quizás ésa era nuestra debilidad, aquella en la que el Adversario confiaba para su victoria.
Me sentía como un viejo inválido con mi brazo inmovilizado y sin nada que hacer hasta que llegara el día del ataque gog.
Que éste iba a producirse era algo en lo que nadie en Apeiron dudaba ya.
Neléis me había expresado su preocupación por esto, pues no se consideraban un pueblo guerrero. Durante cientos de años habían permanecido tras las murallas de Apeiron, silenciosos y ocultos, evitando emprender cualquier acción bélica que pudiera llamar la atención del Adversario sobre ellos. Y desde la invención del fuego griego, apenas se habían producido avances en su tecnología militar, y jamás habían tenido ocasión de probarlos en una situación de fuego real. Sus generales eran apenas buenos teóricos.
– Es posible -repliqué-; pero aun así vuestras armas son formidables.
– Nuestro poder -me confesó-, el maravilloso poder de esta ciudad, puede ser también nuestra principal debilidad. No soportaríamos un largo asedio. No somos una aldea de campesinos; nuestras necesidades de energía son enormes, y si nos fuera cortado el suministro de agua para producir vapor, Apeiron moriría rápidamente.
– ¿Qué haríais entonces?
– No lo sé; pero debemos evitar esa posibilidad a toda costa. Si los tártaros atacan, debemos derrotarlos y destruirlos antes de que tengan la posibilidad de poner cerco a la ciudad y cortar todas sus vías de suministro. Nuestras murallas soportarían cualquier ataque, pero en su interior los ciudadanos se derrumbarían con rapidez.
Estas palabras causaron una gran preocupación en mi ánimo. Yo había visto lo numerosos que eran los efectivos gog acampados cerca de Samarcanda. La ciudad no contaría con más de tres mil dragones, además de los trescientos almogávares de Joanot. Eso hacía una proporción de quizá doscientos a uno.
Demasiados para ser detenidos en un único choque frontal; por muy buenas que fueran las armas de Apeiron.
Mientras llegaba ese temido momento, solía acudir al campo de entrenamiento, situado en el exterior del perímetro de la ciudad, junto a los concéntricos de cultivo.
Los almogávares se entrenaban con las armas de pólvora de los dragones. Los sifones de fuego griego eran, a juicio de los soldados de Apeiron, demasiado peligrosos para ser dejados en manos de unos bárbaros. Pero los pyreions parecían más sencillos de manejar que un arco largo o una ballesta.
Los catalanes habían empezado a entrenarse usando los pyreions, que iban provistos de un afilado cuchillo sujeto a un extremo, como si se tratara de sus azconas. Eran más pesados y voluminosos que sus famosas lanzas cortas, pero no les resultó difícil hacerse con su manejo, y trasladar a su uso en la lucha cuerpo a cuerpo, la habilidad que ya tenían con las azconas.
El segundo paso fue aprender a hacer fuego con estas nuevas armas.
No resultó fácil para los almogávares acostumbrarse al estrépito que producían los pyreions al ser disparados. Un estampido que lanzaba los proyectiles de plomo de dos onzas con una fuerza suficiente para perforar una armadura de hierro a doscientas varas de distancia; tal y como nos mostraron los instructores de Apeiron.
Pero el arma tenía algunos inconvenientes; como bien le explicaba Guillem al sargento instructor de dragones llamado Amfimaro; su rendimiento dejaba mucho que desear. Le demostró que un buen arquero como él podía disparar más de treinta flechas, con una precisión razonable hasta las cuatrocientas varas, en el tiempo necesario para volver a cargar el pyreion una vez disparado.
Amfimaro tenía el pelo rubio, muy fino y escaso y su constitución era delicada, con unas piernas cortas y muy delgadas, llenas de cicatrices. Al parecer había nacido con problemas y había sufrido múltiples operaciones. Su deseo de entrar a formar parte del ejército de dragones sólo había podido verse cumplido en un puesto de instructor.
– La idea es que cada unidad de cincuenta almogávares armados con pyreions cuente con diez dragones con sifones de fuego griego para su protección.
– No, gracias -dijo entonces Ricard-. Ya he visto cuáles pueden ser los resultados de combinar el Juego griego con la pólvora. Me sentiría mas tranquilo, y protegido, si unos cuantos de los almogávares fueran armados con picas. Una proporción de cuatro a uno sería suficiente para mantener alejados a los caballos gog.
Yo estuve cronometrando el tiempo de la cadencia de fuego de los almogávares con sus nuevas armas. En las mejores condiciones podían efectuar un disparo desde el momento en el que el gog entraba dentro del alcance eficaz de los pyreions hasta que comenzaba la lucha cuerpo a cuerpo.
– Sólo hay dos modos de modificar esta situación -le indiqué a Amfimaro días después-; uno es modificar la precisión de los pyreions. Los que nos habéis dado sólo son efectivos a una distancia de ciento cincuenta varas. Es preciso aumentar esa distancia.
– Podemos -dijo Amfimaro-; pero no funcionaría. Ya lo hemos probado, con cañones con el ánima rayada, pero requieren mucho más tiempo de recarga, porque es más difícil introducir el proyectil y la carga de pólvora hasta el fondo de un ánima rayada. Por eso lo descartamos. ¿Cuál es la otra opción?
Le conté a Amfimaro la descripción hecha por Aelio de la instrucción que practicaban las antiguas legiones romanas para conseguir una lluvia continua de jabalinas y proyectiles de hondas, sobre sus enemigos:
– Formaban seis filas de legionarios en fondo disparando alternativamente. La primera fila disparaba una sola vez, y se retiraba a la última posición, mientras que las filas siguientes avanzaban y repetían la operación.
Yo había calculado que, tratándose de los pyreions, serían necesarias diez filas de hombres armados para mantener un fuego ininterrumpido. Amfimaro consideró muy valiosa mi idea, y se propuso llevarla inmediatamente a la práctica.
Mientras tanto, la consejera Neléis iba a mostrarme la fabulosa nueva arma de Apeiron, a la que llamó: el caballero caminante.
Estaban produciéndola en unos talleres situados a jaloque de la ciudad; y cuando vi aparecer el prototypos por las grandes puertas del taller quedé sin habla.
Vi a un gigante de cuatro varas de altura, completamente cubierto por una armadura, y un enorme espadón en la mano, avanzar hacia nosotros. Mientras caminaba lanzaba mandobles a diestro y siniestro, agitando el aire como lo harían las aspas de un molino, y sus pies hacían retumbar el suelo al clavarse en él. Llevaba la celada bajada y, a través de sus rendijas, surgían chorros gemelos de vapor a presión.
Asustado, intenté retroceder, pero la consejera me retuvo sujetándome por el brazo, y me señaló la retaguardia de aquel gigante acorazado. Otro caballero cubierto por una armadura caminaba tras el gigante, pero éste tenía el tamaño y las proporciones de un hombre de altura normal. Observé que las armaduras del gigante y la del caballero estaban unidas por manojos de varillas metálicas; y que cada movimiento del caballero era transmitido por estas varillas y reproducido fielmente por el gigante.
Cuando el pequeño avanzaba una pierna, el gigante adelantaba la suya; cuando alzaba un brazo el gigante hacía lo propio.
– ¡Es un títere! -comprendí.
– Algo más que eso -me corrigió la consejera-; el caballero caminante multiplica por diez la fuerza y el poder de un hombre. ¡Mira eso!
El gigante avanzó hacia un grupo de gruesos troncos de árbol alineados en el centro de la calle, y con certeros y violentos mandobles los partió en dos uno tras otro.
– Todavía se está perfeccionando el modelo -siguió explicándome la mujer-; queremos incorporarle un sifón de fuego griego, lo que lo haría casi invulnerable.
Pero en aquellos momentos el caballero caminante efectuó un extraño paso, y saltó hacia arriba sin control. El hombre que lo manejaba cayó de espaldas, y el gigante se estrelló aparatosamente contra el suelo. Por todas las juntas de su armadura escaparon chorros de vapor hirviente, y los mecánicos de Apeiron corrieron para liberar al hombre que había quedado atrapado en el interior de la armadura pequeña.
– Como ves -me dijo Neléis mientras los mecánicos lo sacaban-, aún hay que resolver muchos detalles, en especial en lo que respecta a la estabilidad del caballero.
Le pregunté si estaría listo para la llegada de los gog y la consejera respondió que era difícil decirlo, pero que los mecánicos trabajarían día y noche para lograrlo.
Mientras tanto el entrenamiento de los almogávares continuaba.
La puesta en práctica del fuego por descargas propuesto por mí, había obligado a replantearse todas las tácticas de combate ensayadas hasta ese momento.
Los almogávares tendrían que desplegarse lo máximo posible durante la batalla; tanto para hacer mayor el efecto de los propios disparos, como para reducir el blanco presentado a las flechas de los gog. La idea era formar filas tan largas y poco profundas como fuera posible. Los almogávares estaban acostumbrados a atacar en grupos de hasta cincuenta hombres en fondo. Con sólo diez en fondo era mayor el número de hombres que se verían enfrentados a la vez con el cuerpo a cuerpo contra la vanguardia gog, lo que exigía a cada combatiente más habilidad y disciplina. En segundo lugar, cobraba mayor importancia la capacidad de cada unidad de almogávares para efectuar con rapidez y simultáneamente los movimientos necesarios para el fuego por descargas.
La solución a ambos problemas era, por supuesto, el entrenamiento, cada vez más duro y preciso. Había que instruir a los almogávares sobre cómo debían disparar, efectuar contramarcha, cargar y maniobrar todos a la vez.
Y esto parecía algo substancialmente contrario al espíritu salvaje de aquellos hombres llegados de las tierras altas de Aragón.
Joanot dividió a sus catalanes en tres compañías de cien hombres y diez almocadenes cada una. Tuvo que nombrar a nuevos almocadenes para que esto fuera posible, pero lo hizo escogiendo a aquellos hombres que a lo largo del viaje habían destacado por su aspereza y capacidad de disciplina.
Amfimaro analizó cada uno de los treinta y dos movimientos necesarios para cargar y disparar los pyreions, y preparó para los almogávares cuidadosos dibujos sobre cómo debían realizarse cada uno y en qué orden.
Joanot ordenó a sus almogávares que la última cosa que debían ver sus ojos antes de irse a dormir y la primera al despertar, eran esos croquis; hasta que quedaran grabados indeleblemente en sus mentes.
Y así se hizo; hasta que llegó el temido día en el que los exploradores de Apeiron anunciaron que las tropas enemigas habían sido avistadas avanzando hacia nosotros.
La Asamblea de consejeros se reunió en la cúspide de la pirámide de cristal con carácter urgente. Uno de los aeróstatos, el Ammán, había realizado un viaje de exploración y había regresado con heliografías tomadas desde gran altura que mostraban el imparable avance del ejército gog.
Las heliografías habían sido expuestas en el centro de la sala, sobre unos caballetes. Las observé con cuidado, pues ya conocía aquella técnica que usaba la misma luz del sol para crear unos grabados de una asombrosa nitidez y precisión, había visto numerosos ejemplos -que al principio me causaron gran admiración- en libros y adornando las paredes de las casas; pero lo que me asombraba en aquel momento era la inmensa muchedumbre en movimiento que componía la horda gog. Aquellas imágenes tomadas desde el aire les hacía semejarse a un ejército de hormigas avanzando sobre la arena.
Joanot de Curial, y el jefe de los dragones de la ciudad, el general Esténtor, también observaban con atención las heliografías.
Era un hombre grueso y no muy alto, con un inmenso cuello de toro y unas pequeñas orejas que sobresalían casi perpendicularmente de un masivo cráneo pelado.
– ¿Han hecho un recuento del número de combatientes? -preguntó.
El capitán del Ammán carraspeó; al contrario que su general era joven, alto y bien musculado, como casi todos los dragones que yo había visto.
Señaló una de las heliografías y dijo:
– Creemos que sólo este grupo de aquí son guerreros, cabalgando sobre caballos entrenados para el combate. El resto, son mujeres, niños, carros de suministros y carros transportando las yurtas y los carros ceremoniales con sus chamanes y sus ídolos.
– Y el número de guerreros es… -insistió el general.
– Unos doscientos mil -dijo el capitán.
– Contamos muchos más acampados alrededor de Samarcanda -señalé.
– Es evidente que os equivocasteis al hacer vuestro recuento -dijo uno de los consejeros-. Es normal, si tenemos en cuenta cómo se complicaron las cosas entonces.
– Es posible -admití-, pero no veo en esas imágenes a los elefantes de batalla, ni las máquinas de asedio. Y, ¿qué significa esta cola?
Señalaba una de las heliografías que mostraba la retaguardia del ejército gog. Allí el grupo parecía estrecharse y alargarse hasta desaparecer por la parte inferior de la imagen. Era como si aquel enjambre de gente dejara un reguero tras él.
– Creemos que son las caravanas de suministros -explicó el capitán-. El abastecimiento de un ejército de ese tamaño es tan impresionante como el propio ejército en sí. Quizás esas caravanas llegan hasta tierras mejor provistas que el desierto en el que los gog se están internando, y se ocupan de mantener un continuo flujo de vituallas.
– Es también posible -indiqué- que un segundo grupo, más lento y pesado, en el que irían los elefantes y las máquinas de asedio, avance detrás de la vanguardia de jinetes ligeros, y que esa caravana sea el nexo de unión entre los dos grupos.
– Creo que Ramón está en lo cierto -dijo el anciano consejero Nyayam-. Los tártaros pretenden sorprendernos con un primer y rápido ataque. Evidentemente no contaban con nuestros espías aéreos.
– Quizás ésta sea nuestra oportunidad, consejero -le dijo Neléis-; si han sido tan estúpidos e impulsivos como para dividir sus tropas…
– ¿Dividir…? -preguntó Joanot volviéndose hacia la Asamblea con una sonrisa cínica pintada en su rostro-. ¿Ha dicho dividir, consejera?
– Así es -le respondió la mujer.
– Debéis bromear entonces -replicó Joanot, y señaló con su índice la más cercana heliografía-. ¡Estamos hablando de un ejército de doscientos mil jinetes!
Jamás se ha visto nada igual en todo el mundo conocido. ¿Qué podemos enfrentar contra eso? ¿Con cuántos dragones cuenta, general?
– Tres mil, perfectamente armados -dijo Esténtor-. Además de ustedes, claro.
– Claro -Joanot hizo una mueca-; trescientos locos catalanes. Nadie me habló de que tendríamos que enfrentarnos a un ejército de doscientos mil hombres.
– ¿Le asusta esa posibilidad? -preguntó la consejera más joven.
Joanot contempló a la mujer, de forma descarada, antes de contestar:
– No, pero pienso que debería haber pedido más. Diez carros cargados de oro pueden parecerme muy poca cosa en estos momentos.
– ¿Y de qué te servirá el oro cuando mueras? -pregunté a Joanot-; porque no creo que exista posibilidad alguna de enfrentarse a una horda semejante y salir con vida.
– Nadie os retiene aquí -dijo Neléis mirándome con dureza-; todos habéis visto cómo los sarracenos partieron sin que nadie se lo impidiera. Las puertas de Apeiron están abiertas para vosotros.
– No estoy hablando de abandonar -dije-, en absoluto; pero me gustaría saber si existe alguna oportunidad de victoria en un choque frontal cuando la desproporción de combatientes es de sesenta a uno.
– No podemos permitir que la ciudad sea asediada -dijo Neléis.
– Pues tendréis que haceros a la idea, porque no creo que exista otra forma de resistir. ¿Cuánta gente hay en Apeiron capaz de empuñar un arma?
La mujer dudó un instante, y dijo:
– Quizá cien mil adultos.
– Estupendo -exclamó Joanot-; porque con esto sí que podemos pelear.
Neléis negó firmemente, sacudiendo su cabeza, y dijo que toda esa gente no sabía luchar, ni se había planteado tener que hacerlo nunca; serían más un inconveniente que una ayuda.
– Tonterías -replicó Joanot-, dadles unos cuantos de esos pyreions, y veremos si saben usarlos cuando los demonios gog se les vengan encima. Todo hombre lleva dentro un guerrero; ésta es una realidad que hace mucho que aprendí.
– Si Apeiron es finalmente asaltada -intervino el general-, ten por seguro que cada ciudadano se convertirá en un guerrero para defender a sus familias, pero hasta ese momento, ellos confían en nosotros para defenderlos.
Joanot se mesó los cabellos.
– Pero es que esta ciudad tiene un estómago muy grande para un pecho tan pequeño. ¡Tres mil infantes! ¿Cómo vamos a luchar contra doscientos mil jinetes?
– Con nuestras armas, Joanot -dijo Neléis sonriéndole apaciblemente-; y con vuestra ayuda. Si aún queréis prestárnosla.
El caballero se dejó caer en una silla.
– Nadie podrá decir nunca que Joanot de Curial rehuyó jamás un combate.
– Estupendo -asintió Neléis-. Fuimos afortunados el día que llegasteis.
Me volví a un lado y a otro, apesadumbrado; aquello iba a ser una masacre.
Ya había estado frente a un ataque gog, y sabía que no eran un puñado de desarrapados cabalgando viejos jamelgos. Eran tan fieros como lobos, y los dragones de la ciudad, además de ser tan pocos, estaban demasiado civilizados y ablandados como para ser enemigo para un gog o un almogávar. Sus poderosas armas quizá les dieran una ventaja, pero no duraría mucho tiempo.
Mis ojos se encontraron entonces con los de Nyayam, y vi en los cansados ojos del anciano reflejarse mi propio miedo. Los consejeros no eran estúpidos, comprendí, sabían perfectamente a qué se enfrentaban, pero no creían que hubiera otra salida.
Y eso era terrible, porque yo muy bien podía haber conducido a Joanot y a los almogávares, durante tan largo y penoso camino, sólo para morir allí.
Recordé todos los extraños acontecimientos que le habían ido empujando hasta aquel lugar, hasta aquel momento en que debatían sobre la vida y la muerte en la cúspide de una enorme pirámide de cristal.
Recordé la Sala Armilar , enterrada en los sótanos del Palacio Imperial, y a Ibn-Abdalá, el cadí sarraceno poseído por un demonio que yo mismo había llevado en mi interior. ¿Había muerto ese demonio cuando los dragones ajusticiaron al pobre Ibn-Abdalá? Según los científicos de Apeiron, no. Los rexinoos, como ellos los llamaban, eran sólo extensiones de la criatura principal que estaba oculta en algún lugar del Remoto Norte. Cuando tuve una de aquellas horrendas criaturas bajo la piel del cuello, abriéndose camino hacia mi cerebro, había tenido visiones en las que aquel demonio, al que los ciudadanos llamaban simplemente el Adversario, se había presentado como un león ofreciéndome compartir el mundo con él.
Y ahora dirigía su ejército de inhumanos gog contra las puertas de la ciudad.
¿Valía la pena morir por Apeiron? Ya había llegado a la conclusión, tras las semanas transcurridas desde mi llegada, de que aquélla no era la ciudad de Dios. Era un lugar de hombres, con todos sus defectos y virtudes, y la única diferencia entre ellos, y las gentes de Europa que conocía, era que ellos tenían ciencia. La habían desarrollado durante dieciséis siglos, y ésta les daba un poder y una perspectiva del mundo completamente diferente a la del resto de la humanidad. Pero su pequeño mundo estaba lejos de ser perfecto.
¿Valía la pena morir por él? Quizá sí. Quizás, aunque aquella no fuera la auténtica ciudad de Dios, sí tendría un papel decisivo en el desarrollo de la lucha contra el Mal. Quizás era sólo una pequeña aportación, pero yo debía dar gracias al Altísimo si me había permitido participar en algo así.
En un segundo vuelo de reconocimiento, el Ammán descubrió que a un par de jornadas tras los primeros jinetes gog, venían las máquinas de asalto, los elefantes, y trescientos mil jinetes más.
La ciudad empezó a prepararse para el asedio que, según los consejeros, era una posibilidad inaceptable. Los víveres guardados en almacenes y graneros del exterior, fueron trasladados al interior de la ciudad. Los viejos pozos de suministro de agua fueron nuevamente abiertos, y llenados hasta sus topes. Los seis aeróstatos fueron conducidos desde el tinglado y amarrados a los mástiles de las torres más altas de Apeiron. El suministro de vapor y agua fue racionado y reducido al mínimo imprescindible.
Los sistemas defensivos que circulaban sobre las murallas fueron revisados y puestos a punto.
Las murallas eran enormes, y a mí me parecían infranqueables. Su parte superior era tan amplia que permitía el trazado de dos vías de hierro paralelas por las que discurrían vehículos de vapor cargados de sifones de fuego griego. Gracias a aquellas vías, podían concentrarse rápidamente en cualquier punto de las murallas que estuviera siendo atacado. Y, para encerrar el terreno de las afueras situado dentro del alcance efectivo de los sifones, fue rápidamente construida una antemuralla de ladrillo cocido, de cuatro varas de altura, que formaba una línea de circunvalación situada a ochenta varas de la muralla principal.
Todo estaba dispuesto cuando la vanguardia de los gog acampó un par de millas delante de la puerta mediodía de Apeiron.
A la hora prima del día de la batalla, cinco embajadores de la ciudad acudieron al campamento tártaro escoltados por sólo una docena de dragones.
Yo iba con ellos, así como la consejera Neléis. Al principio, había intentado disuadir a los consejeros de que expusiéramos nuestras vidas colocándonos nuevamente al alcance de esos demonios, pero la Asamblea no estaba dispuesta a empezar la lucha sin antes darle una oportunidad al diálogo. Ésa era la forma de ver las cosas de la ciudad.
Acepté que, en la mayor parte de los casos, ésa sería una actitud correcta.
– Sabemos que los protohombres, es decir, los gog, que es como vosotros los llamáis -me explicó Neléis-, son esclavos del Adversario; con ellos no hay posibilidad de dialogar. Pero junto a los gog viaja un gran número de tártaros, completamente humanos, y sin duda engañados por los gog que han copiado sus costumbres y estilo de vida. Para ellos esto es sólo una incursión más, y no comprenden el alcance de lo que están haciendo, ni las auténticas intenciones de sus aliados.
Había oído contar historias terribles sobre los auténticos tártaros antes de haber visto ningún gog. Si la consejera creía que eran gentes razonables se equivocaba. Pero, como bien decía Neléis, eran humanos y, aunque aliados del Mal, quizás hubiera alguna oportunidad para ellos. Tal vez valía la pena intentarlo.
Sentados bajo un inmenso parasol, presidido por el horrible emblema tártaro -los nueve tridentes y las nueve colas de yak-, nos esperaban los líderes de la horda.
Tres tártaros blancos, cuatro tártaros amarillos y dos gordos gog.
Reconocí en el bestial y gigantesco Dorga a uno de los dos jefes gog. Sentado a sus pies estaba, mirándole con unos ojos vacunos, el repugnante sacerdote nestoriano.
Era evidente que aquellos demonios me habían dejado salir con vida de su campamento tan sólo porque el poseído Ibn-Abdalá me acompañaba. Después, habían levantado su campamento y se habían dirigido a Samarcanda, para reunirse con el resto de aquel ejército diabólico.
Neléis y los otros tres embajadores ofrecieron la paz a cambio de oro a los tártaros; sin mirar ni una sola vez a los dos gog.
– Lo que deberíais preguntaros -dijo Neléis hablando en siríaco, de modo que apenas pude entender una parte de sus palabras, aunque más tarde ella me describiría con detalle la conversación- es cuánto podéis perder al atacarnos y cuánto podéis ganar al no hacerlo; y sobre todo, cuál es el objetivo de vuestro ataque. Nuestra ciudad se levanta en medio de un árido desierto y no tiene más riquezas que las que ahora os ofrecemos. ¿Por qué arriesgaros a sufrir numerosas bajas por nada?
Otros sacerdotes nestorianos, que también acompañaban a los tártaros blancos y amarillos, se apresuraron a traducir las palabras de los embajadores a la gutural lengua de aquellos hombres.
– Volvemos a encontrarnos, anciano -dijo alguien, hablando en griego. Me volví y comprobé que era el gordo nestoriano de Dorga quien se había dirigido a mí. Me estremecí de ira, pero, siguiendo las indicaciones de Neléis le ignoré.
– ¿Ya no me recuerdas, idólatra? -me sonrió sardónicamente el nestoriano-. ¿Qué sentiste cuando contemplaste cara a cara el rostro del Señor de este Mundo?
Hubiera deseado poder cerrar mis oídos para dejar de escuchar a aquel ser embebido por el Mal. Intenté concentrarme en lo que los tártaros respondían a Neléis, pero, por supuesto, no logré entender nada de las palabras de los herejes nestorianos.
Pero la expresión de Neléis y los demás no me gustó nada.
– ¿Qué sucede? -pregunté.
– Nos vamos -dijo la mujer-. No hay nada más que hablar aquí.
– ¿Qué han respondido a vuestra propuesta de oro a cambio de paz?
– Regresamos a la ciudad, Ramón -me susurró la mujer-. Pero muy lentamente.
Los embajadores y los dragones que nos acompañaban se dieron la vuelta, y empezaron a caminar en dirección a Apeiron. Percibí claramente el sutil movimiento de los dragones con el que desbloqueaban los seguros de sus armas.
– No hay negociación posible, Ramón -me dijo la consejera sin dejar de mirar hacia delante-. Son fanáticos. Ellos piensan que los demonios somos nosotros y que nuestra Apeiron es la ciudad del Mal… ¡No te vuelvas!
Había girado la cabeza levemente al percibir el movimiento de los tártaros. Un numeroso grupo de jinetes, todos gog, habían salido del campamento y se habían situado a ambos lados de los embajadores, como si de una escolta se tratase. Pero las expresiones de sus bestiales rostros no eran nada amigables.
– Mira hacia delante, Ramón -insistió la consejera.
Obedecí, y los dragones nos rodearon protegiéndonos con sus cuerpos, y con sus armas ya claramente preparadas en sus manos. Avanzamos así un largo trecho por las afueras, pisoteando la arena del desierto, los caballos gog al paso, manteniendo la distancia. Pero las puertas de la falsabraga de ladrillo rojo parecían estar desesperadamente lejos.
Un aeróstato descendió directamente frente a nosotros. Los caballos gog se encabritaron, y a punto estuvieron algunos de derribar a sus jinetes. Neléis tiró de la manga de mi túnica para que no me detuviera ni redujera el paso.
Una escalerilla descendió por un lado del puente. Los embajadores y yo nos apresuramos a subir por ella, sin que los sorprendidos gog intentaran impedírnoslo. Después, el aeróstato se elevó majestuosamente, y regresamos a Apeiron.
Al mediodía, con un aire frío y seco levantando la arena del desierto, los defensores de la ciudad se habían desplegado por las afueras, formando una figura semejante a la de una gigantesca águila con las alas abiertas. Mil dragones ocupaban el ala derecha, muy separados entre sí, para oponer la máxima superficie de fuego al enemigo. Otros mil dragones, con una disposición similar, dibujaban el ala izquierda. Los trescientos almogávares formaban el pecho del águila; estaban divididos en tres compañías de cien hombres cada una, al mando del adalid Joanot, y los almocadenes Ricard y Sausi.
Las puntas de las alas del águila se curvaban ligeramente hacia delante, formando una suave media luna. La idea era que los jinetes que atravesaran la zona central para enfrentarse a los almogávares tendrían que soportar antes una lluvia de fuego lanzada por los dragones. Así mismo, los almogávares estarían en disposición de acudir a reforzar las alas, en caso de que fueran atacadas por los gog.
El plan había sido diseñado por el general Esténtor, que dirigiría la batalla desde su puesto de mando en el aeróstato Teógides. Esténtor usaría el telecomunicador para enviar sus órdenes a los capitanes de los dragones. Joanot, Ricard y Sausi también tenían receptores, semejantes a un botón que se introducía en la oreja, unido por un cable a una pequeña caja de metal. Desde su privilegiado puesto de mando en las alturas, Esténtor tendría una visión del campo de batalla que ningún general en la historia había tenido jamás, y gracias al telecomunicador, podría hacer reaccionar a sus tropas en consecuencia y con rapidez.
Los otros dos aeróstatos; el Ieragogol y el Demetrio, iban cargados de bombas y de suministros para los combatientes, y en un momento dado también podrían arrojar sus bombas contra los gog.
Yo iba en el Teógides, junto al general Esténtor, y desde el cielo pude ver la impresionante alfombra negra que cubría el desierto frente a la pequeña águila formada por los defensores de la ciudad. Iban a necesitar de todos aquellos recursos si querían sobrevivir a una batalla tan desigual como la que se avecinaba.
El combate empezó.
Los tártaros cargaron sobre el ala izquierda de los dragones. Dos asaltos sucesivos no lograron atravesar las barreras de fuego que los dragones levantaron frente a sus caballos, pero la violencia de sus ataques casi suicidas hizo retroceder a los dragones. Joanot envió a Ricard y a su compañía a apoyarlos. Una tercera carga, con quizá un millar de gog, se enfrentaron a los cien catalanes de Ricard.
Presencié cómo los mejores jinetes tártaros, ante una fuerza numéricamente muy inferior, se batían en retirada bajo el fuego de los pyreions almogávares.
En el aeróstato todo el mundo vitoreó aquella primera victoria. Pero era demasiado pronto para alegrarse, pues casi inmediatamente, las tropas de la ciudad sufrieron un duro revés, que hubiera podido resultar desastroso de no ser por el valor que demostraron los hombres de Joanot.
Los tártaros habían penetrado profundamente en el ala derecha de los hombres de la ciudad. Habían saltado con sus caballos por encima de la ardiente barrera de cadáveres gog que habían ido amontonándose frente a la línea de dragones, impidiendo la visión de lo que sucedía delante. Sorprendidos por el nuevo frente que iba hacia ellos, se los vieron encima demasiado pronto como para hacer un correcto uso de los sifones de fuego griego. Una andanada de flechas disparadas a cortísima distancia atravesó las armaduras rojas de los dragones.
Desde su puesto de mando en el Teógides, el general ordenó a Joanot que acudiera en auxilio del ala derecha de los dragones. Aunque él mismo se encontraba en dificultades, y acababa de rechazar una carga de los gog, obedeció. Los almogávares llegaron a tiempo para sorprender a los jinetes tártaros por detrás, y cogidos entre dos fuegos, fueron rápidamente exterminados.
Cuatro horas después del inicio del combate, las cosas parecían estar como al principio. Almogávares y dragones habían conseguido estabilizar sus alas y desalojar a los tártaros atacantes que dejaron tras de sí las arenas del desierto ennegrecidas de cadáveres calcinados. Calculé que los gog habrían tenido ya unas cinco mil bajas, pero eso no parecía importarles mientras reagrupaban sus fuerzas y se preparaban para un nuevo asalto. Era apenas una gota de agua en el mar. Comprendí entonces lo desesperado de aquella lucha; almogávares y dragones no podían vencer contra una fuerza tan infinitamente superior; al final caerían agotados, cada hombre rodeado de montículos de cadáveres gog, sin fuerzas en los brazos para seguir disparando.
Entonces, un mínimo de cien mil jinetes gog se lanzaron a la vez contra el frente formado por los dragones y los almogávares. Contemplé con horror cómo aquella inmensa formación atravesaba a toda velocidad las afueras. Una cortina de polvo se elevó hacia el cielo del desierto, a la vez que el estruendo de la carga nos llegaba a los ocupantes del Teógides como si se tratara de un súbito terremoto. Decenas de miles de pezuñas pateando contra la arena; cien mil gargantas aullando salvajes gritos de guerra.
Me pregunté cómo verían Joanot y los demás aquella marabunta que se les venía encima. El efecto debía de ser aterrador contemplado desde el suelo. O quizá no. Pocos soldados pueden ver una batalla como yo la estaba viendo ahora, o comprender lo que realmente está sucediendo mientras se desarrolla la lucha; cada almogávar estaría aislado en el reducido y frenético entorno de su propia experiencia inmediata; morir o matar, y repetir esto una y otra vez.
Joanot y sus almocadenes apenas tuvieron tiempo de disponer a los almogávares en sus puestos antes de que los gog se les vinieran encima. Aguardaron hasta que los jinetes de vanguardia estuvieron a cincuenta pasos, y abrieron fuego.
Los jinetes gog cabalgaron en línea recta hacia las bocas de los pyreions almogávares, antes de caer o volver grupas. Los que daban vueltas en torno a los cuadros buscando abrir brechas por los flancos, pronto se vieron rociados por los chorros cruzados de líquido ardiente enviados por los dragones; y al girar para atacar de nuevo, sus monturas aterradas y abrasadas por las llamas iban de aquí para allá, de un ala a otra, para acabar cayendo en confusos montones humeantes.
Pero, tal y como yo había supuesto, eran demasiados para ser contenidos.
Los almogávares ejecutaron a la perfección los muy ensayados movimientos de fuego por descargas, pero fue como disparar proyectiles contra una inmensa ola marina que se les viniera encima.
Los gog los rebasaron, dejando tras de sí la arena empapada por la sangre de los almogávares. Los dragones no podían acudir a ayudar a los catalanes, pues ellos mismos estaban soportando un ataque masivo de los gog. Los almogávares atacaron entonces a los jinetes con los cuchillos sujetos al extremo de sus pyreions, pasando a un sangriento y desesperado cuerpo a cuerpo, pero el combate ya estaba decidido.
Esténtor gritó a través del telecomunicador, a sus capitanes y a los almogávares que retrocedieran hacia la ciudad; pero abajo la confusión era tan enorme que nadie hizo ningún movimiento organizado hacia ningún lado.
El general de los dragones ordenó entonces a los otros dos aeróstatos que iniciaran su ataque con bombas contra la retaguardia de los tártaros. Las dos naves picaron hacia el campamento enemigo, y dejaron caer una lluvia de pellas sobre las picudas tiendas de los tártaros.
Las pellas estaban compuestas por dos semiesferas de cristal unidas entre sí de diez pulgadas de ancho cada una. Cada una de las semiesferas estaba herméticamente cerrada y contenía uno de los dos componentes que formaban el fuego griego; al estrellarse contra el suelo las esferas se rompían, y los componentes se mezclaban. Cada una de las dos naves dejó caer un millar de aquellas bolas de fuego sobre las yurtas de los gog, y el resultado fue la más gigantesca y satisfactoria llamarada que jamás hubiera contemplado. La combustión fue tan súbita y violenta que el aire desplazado por el calor hizo tambalearse al Teógides, y una enorme seta de fuego se elevó desde el centro del campamento gog.
Los gog atacantes quedaron sobrecogidos y paralizados por aquella deflagración a sus espaldas, y los supervivientes almogávares y dragones aprovecharon su momento de confusión para retroceder hacia las antemurallas de Apeiron.
– Bien -dijo el general-; creo que van a aprender la lección y no volverán a acampar con sus tiendas tan cerca unas de otras.
Me sentía tan feliz por ver que algunos de mis compañeros habían logrado salvarse, que ni siquiera me cuestioné el hecho de que los que ocupaban aquellas tiendas en aquel momento eran las mujeres y los hijos de los guerreros gog.
Las puertas de la antemuralla se habían abierto, y los supervivientes entraban rápidamente en su interior. Los tres aeróstatos se situaron entre las puertas y los gog que, pasada su sorpresa, parecían estar reorganizándose para lanzar un nuevo ataque.
A una orden del general, las tres naves soltaron todas las pellas que les quedaban, creando un muro de fuego frente a los gog. Éstos respondieron lanzando flechas contra los aeróstatos. Algunas atravesaron el suelo de madera del puente del Teógides, y Esténtor ordenó que la naves se elevaran. Aprovechando esto los gog se lanzaron como bestias rabiosas hacia los defensores que huían, atravesando sin inmutarse la cortina flamígera que les separaba.
Las puertas de Apeiron estaban abiertas de par en par y si los gog rebasaban la línea de ladrillo rojo de la antemuralla, penetrarían en la ciudad de cristal como una avalancha de muerte. Pero, mientras los dragones y almogávares cruzaban el terreno abierto entre la muralla y la falsabraga, cinco gigantescas figuras abandonaron la ciudad y les hicieron frente a los enloquecidos gog.
Eran cinco caballeros caminantes, que avanzaron firmemente hacia la vanguardia de atónitos gog. Los sifones de fuego griego aún no habían podido ser instalados, y cada uno de los titiriteros que manejaban a los gigantes era protegido por dos dragones.
Los gog cargaron contra aquellos cinco gigantes acorazados que lanzaban chorros de vapor por las viseras. Pero los caballeros caminantes partieron en dos a cuantos jinetes se les fueron aproximando. Los gog no tenían nada que hacer contra la inhumana fuerza de aquellos gigantes, y lanzaban flechas que rebotaban inútilmente contra sus petos. A cada mandoble, los caballeros caminantes partían en dos a un gog o a su montura, y en ocasiones a ambos de un solo tajo. Los dragones protegían los flancos de los titiriteros y rociaban con fuego griego a los gog que intentaban atacarles. De esta forma, los caballeros caminantes penetraron en las filas de los gog, dejando cinco surcos de demonios peludos muertos y horriblemente mutilados.
Pero la buena suerte no iba a durar para siempre, y los gog tenían a su favor el enorme poder de su número. Ver a los caballeros caminantes avanzar entre los gog, era como ver a cinco escarabajos atravesar un hormiguero. Las hormigas saltaban inútilmente sobre ellos, intentaban perforar sus gruesas armaduras sin conseguirlo; pero al final las hormigas siempre vencen, y los aparentemente invulnerables escarabajos acaban aplastados por una masa de diminutos y frágiles insectos.
Algo similar sucedió allí. Uno de los caballeros quedó repentinamente inmóvil, sin que supiéramos por qué, con su espada alzada sin acabar de descargar su golpe. Los dragones que escoltaban al titiritero se vieron pronto abrumados por la masa de demonios gog que se les echaron encima. Fueron abatidos, y tras ellos, inmediatamente, el titiritero fue arrancado de su armadura y destrozado.
Los otros cuatro avanzaron unos pasos más; en el centro de cinco círculos que eran como burbujas en un negro mar de gogs. Los demonios se mantenían prudentemente fuera del alcance del acero de los caballeros, y lanzaban una andanada tras otra de flechas contra los dragones, que fueron abatidos uno tras otro. Después, los gog se lanzaron contra los titiriteros y acabaron rápidamente con ellos, dejando a los caballeros caminantes convertidos en inútiles estatuas de aspecto desafiante.
Pero, para entonces, almogávares y dragones ya estaban a salvo en el interior de Apeiron, y las puertas de la ciudad habían sido cerradas y aseguradas.
Las baterías defensivas situadas sobre el muro se habían agrupado para proteger también la puerta del ataque de los gog.
Pero los jinetes no atacaron. Retrocedieron hacia su campamento en llamas, dejando en la arena de las afueras a más de treinta mil de los suyos.
Mil dragones, y más de un centenar de almogávares habían quedado también tirados en medio del terreno que separaba las puertas de Apeiron del campamento gog.
No había forma de comparar las pérdidas de los dos bandos; aquello había sido un desastre para los dragones que habían perdido una tercera parte del total de sus fuerzas, y para Joanot, que había visto morir a la mitad de sus camaradas.
Una tragedia si, tal y como habían anunciado los exploradores, otros quinientos mil tártaros se dirigían hacia aquel lugar, provistos de máquinas de asedio y elefantes.
Ricard había resultado herido con una flecha gog en el abdomen y Sausi había tenido que arrastrarle hasta el interior de la ciudad. Pero los médicos de Apeiron me aseguraron que el almogávar se recuperaría. Un flechazo en el vientre solía ser una herida mortal en cualquier parte del mundo menos en Apeiron.
Era una pena, pensé, que entre sus muchas habilidades no estuviera también la de resucitar a los muertos, porque sólo así tendrían los defensores una oportunidad.
El resto del ejército del Adversario se reunió con su vanguardia en el transcurso de esa noche. Los ciudadanos de Apeiron abrieron las conducciones que llevaban agua desde la Represa a la ciudad y el terreno situado entre la muralla y la falsabraga se convirtió en un enorme barrizal.
Al amanecer del día siguiente el enorme ejército sitiador avanzó en bloque hacia las murallas de Apeiron.
El aire de la mañana era frío, y me estremecí dentro de mi viejo jubón de viaje. Pero aquel temblor no era sólo causado por la baja temperatura. La masa viviente que se nos venía encima era impresionante; como si la arena del desierto se fuera, poco a poco, transformándose en enemigos frente a nosotros. A mi lado, Joanot dijo:
– Creo que no vamos a sobrevivir a esto, anciano.
Una montaña de arena parecía estar formándose al frente de la horda invasora. Era como una gigantesca duna que crecía más y más a cada instante que pasaba. El viento del amanecer arrastraba la arena de la cúspide de aquella duna creando una impresionante columna de polvo.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
– No lo sé -dijo Joanot-; jamás vi nada igual.
Recordé el relato de Ibn-Abdalá sobre la toma de Bagdad por los gog, la niebla que avanzó hasta cubrir la ciudad, y la masacre que se produjo a continuación, y me pregunté si eso mismo es lo que iba a suceder allí, sin que todo el poder de la ciudad pudiera impedirlo. Al imaginar a los civilizados y amables ciudadanos de Apeiron en manos de aquellas bestias, sentí cómo mis entrañas se estremecían.
Cuatro de los seis aeróstatos de la ciudad; el Teógides, el Ieragogol, el Demetrio, y el Paraliena, iban a participar en el combate desde el aire; habían sido cargados de bombas y sifones de fuego griego. Se soltaron de sus mástiles de sujeción y, sobrevolando la ciudad, se dirigieron hacia el ejército invasor.
La enorme duna que avanzaba en la vanguardia gog, crecía a cada momento. La arena debía de ser empujada por una fuerza enorme para apilarse de esa forma; era como una gran ola que lentamente se acercaba a la primera línea defensiva.
Tras la arena, empujándola y apilándola, estaba la más gigantesca máquina de guerra que jamás se hubiera visto: Una enorme pala formada por innumerables tablones de madera entrecruzados con vigas de hierro forjado, ligeramente curvados hacia afuera, arrastraba la arena del desierto apilándola frente a ella, creando la inmensa duna que avanzaba hacia la ciudad. Tras la pala, había una compleja estructura de hierro y madera que era en realidad un gigantesco arnés para, al menos, un centenar de elefantes, que servían de fuerza motriz para aquel ingenio.
Tras aquel primer maganel, avanzaban diez más que habían permanecido ocultos por la columna de polvo que levantaba el paso de los elefantes.
La primera duna se estrelló contra la falsabraga de ladrillo rojo y la destrozó sin apenas detener su avance hacia las puertas de Apeiron.
La Ieragogol bombardeó con pellas el primer maganel, pero los tártaros ya habían previsto esta posibilidad y la coyunda de elefantes estaba protegida por un mantelete de pieles. Al menos un centenar de gog corrían sobre esta cubierta y arrojaban cubos de agua, que les iban pasando los de abajo, para mantener las pieles empapadas.
El Ieragogol dejó caer un racimo de esferas de fuego sobre el maganel, y los gog del mantelete saltaron por los aires envueltos en llamas.
Pero el fuego no prendió en las pieles húmedas.
Otros gog treparon al mantelete y apagaron los restos del fuego con cubos llenos de arena. Después arrojaron más agua sobre las pieles.
El Ieragogol seguía sobre el maganel, suspendido en el aire a unas doscientas varas de altura, cuando una lanza de fuego cruzó el espacio que la separaba de suelo y se clavó en el centro de la estructura que sujetaba el puente, que estalló violentamente lanzando pedazos de su estructura de metal y madera en todas direcciones. Dos nuevas lanzas de fuego saltaron hacia el aeróstato dejando tras de sí un reguero de chispas amarillentas. Una falló y rebotó inútilmente contra su costado de lona, y la otra le dio de lleno; estalló, y la nave empezó a arder.
Los dragones que se encontraban en la bodega de la nave saltaron al vacío desesperados, envueltos en llamas. La segunda lanza de fuego debía de haber alcanzado las esferas de cristal que contenían el Juego griego, y aquel incendio pronto inflamaría la pólvora de las bombas.
Varias violentas explosiones consecutivas en la barriga del aeróstato me hicieron parpadear. El Ieragogol empezó a arder rápidamente, con unas llamas altas como torres que parecían correr por su casco de lona como almas en pena. El aeróstato se dobló por la mitad, y se precipitó contra la arena donde siguió ardiendo.
Mientras las otras naves que se situaban rápidamente a más altura, más lanzas de fuego surgieron del suelo e intentaron alcanzar a los aeróstatos.
Afortunadamente, todas fallaron.
Con un catalejo logré distinguir la máquina que disparaba aquellas lanzas de fuego: Un armazón de madera arrastrado por acémilas, con un travesero horizontal que podía ser orientado con precisión como una ballesta romana. Sobre este travesero, los gog colocaban unas gruesas y largas cañas terminadas en una especie de descomunal punta de flecha. Con una tea encendían una mecha que salía de estas puntas y, al cabo de unos instantes, el objeto se inflamaba y salía disparado a gran velocidad dejando un rastro de chispas llameantes.
Una decena más de estos artefactos, medio ocultos por el polvo, estaban preparados para ser disparados contra los aeróstatos, que se habían situado ya a más de trescientas varas de altura, donde parecían estar seguras fuera del alcance efectivo de aquellos ingenios.
El primer maganel empujado por elefantes había llegado a la zona inundada alrededor de la ciudad, y la duna de arena se había derramado sobre el barro. Se hizo a un lado para dejar pasar al segundo maganel que lanzó más arena sobre la zona encharcada, y éste dejó paso a un tercero que cruzó sobre el barro y derramó la mayor parte de la arena contra las murallas de Apeiron.
Mientras tanto, los defensores lanzaban chorros de fuego griego y bombas contra los maganeles cuyos manteletes parecían tan duros y resistentes al fuego como el caparazón de una tortuga. Cientos de gog eran barridos e incinerados en ellas cada vez, pero eran rápidamente substituidos por otros que seguían apagando el fuego y manteniendo húmedas las pieles de los manteletes.
Los aeróstatos lanzaban bombas de pólvora y esferas de fuego griego contra los elefantes, pero al tenerse que mantener a tan gran altura por los coets, sus blancos resultaban muy poco efectivos. Tan sólo en una ocasión, el Demetrio lanzó varias bombas de acción retardada que fueron a caer junto a uno de los maganeles y rodaron bajo los pies de los elefantes. Las bombas estallaron entre las patas de los animales, despertándoles de su extraña indiferencia hacia todo lo que pasaba a su alrededor. El maganel fue despedazado cuando los elefantes que lo empujaban, y que estaban sujetos entre sí, intentaron huir en todas direcciones atropelladamente. Los gog que estaban sobre su techo, cayeron al suelo y fueron pisoteados, así como los asistentes que corrían junto a la máquina cargados con cubos de agua.
El ejército del Adversario había encontrado todas las conducciones de agua, y las había destruido una tras otra, por lo que el foso que rodeaba Apeiron pronto empezaría a secarse. Intentaban extender el frente alrededor de la ciudad, realizando ataques simultáneos a diferentes sectores de la muralla. Los vehículos que corrían por las vías que rodeaban las murallas iban de un lado a otro, arrojando chorros de fuego griego hasta que la ciudad pareció estar situada en el centro de un gran lago de lava.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos de los defensores, en varios puntos de la muralla, los terraplenes iban creciendo poco a poco.
Este pulso continuó hasta el anochecer. Una noche sin estrellas, con el cielo enturbiado por todo el humo desprendido por los incendios que rodeaban la ciudad.
Los aeróstatos regresaron entonces a sus puntos de amarre a repostar combustible y armamento. Con su iluminación reducida al mínimo imprescindible, Apeiron parecía un fantasma de la ciudad que había sido. Sus altas torres de cristal parecían ahora un bosque de tétricas agujas negras, ocupadas por hombres y mujeres asustados, que especulaban sobre cuánto tiempo les quedaba antes de que el ataque final llenara sus calles de aquellos demonios peludos y ululantes.
Mientras tanto, los ingenieros de la ciudad trabajaban a contrarreloj para fabricar una bomba que estallara horizontalmente y alcanzar así las patas de los elefantes por debajo del mantelete protector. Pero alguien descubrió que ya tenían a su disposición otro tipo de bombas, mucho más efectivas contra los elefantes, y que además no era necesario fabricarlas.
Varios cajones grandes de madera, de una vara y media de ancho cada uno, fueron cuidadosamente cargados en los cinco aeróstatos supervivientes. Un horrible zumbido llegaba desde el interior de cada uno de ellos.
Con la fantasmagórica iluminación que producían los incendios, vimos a las cinco naves dirigirse hacia los nueve maganeles que seguían apilando arena contra las murallas de la ciudad. No distinguimos caer la primera caja junto a uno de los maganeles, pero observamos inmediatamente la reacción de los elefantes que, barritando doloridos y asustados por el ataque y el zumbido de las abejas, se volvieron contra los gog que los guiaban, y despedazaron el maganel como si estuviera construido con débiles cañas, y no con duro hierro y gruesos maderos.
Esto se repitió nueve veces, y en todas el resultado fue el mismo. Los aeróstatos no tenían que descender demasiado para dejar caer las cajas llenas de abejas, lo que les evitaba el riesgo de ser alcanzados por los coets de los tártaros.
A la mañana siguiente, contemplamos los restos destrozados de los maganeles diseminados por las afueras de la ciudad. Y también los miles de cadáveres gog, esparcidos por la arena, que pronto empezarían a pudrirse al sol.
El ejército del Adversario había retrocedido hasta establecer un cerco a una milla de Apeiron.
Había dejado de amontonar arena contra las murallas, y había renunciado a un ataque masivo. En cambio, parecían prepararse para un largo sitio.
Lo que Neléis y el resto de consejeros más habían temido.
– Esas bestias ni siquiera retiran a sus muertos -dije.
– ¿Para qué? -se preguntó Neléis con gesto desolado-. Si consiguen provocar una peste en la ciudad, habrán vencido.
Joanot y el general Esténtor llegaron en ese momento a la torre donde se había reunido la Asamblea. Ambos estaban cubiertos de polvo y cenizas arrastradas por el viento desde los múltiples incendios. El gesto de ambos era de infinito cansancio.
El anciano consejero Nyayam, tras saludar a los dos guerreros, afirmó que no les sería posible esperar eternamente, tras las murallas de Apeiron, a que los gog se cansasen y abandonaran, porque mientras existiera el Adversario jamás se retirarían.
Uno de los consejeros le preguntó qué quería decir, y el anciano dijo que éste era el momento de pasar a la acción, mientras aún nos quedaran fuerzas.
Quise saber si eso significaba que la expedición prevista para llegar hasta su guarida en el Remoto Norte se iba a realizar entonces.
– Sólo le vamos a devolver algo del daño que él nos ha causado -dijo Nyayam.
Esténtor protestó, diciendo que si enviaban todos los aeróstatos al Remoto Norte la ciudad quedaría completamente desprotegida frente a otro ataque de los gog.
– Sólo viajarán dos naves al encuentro del Adversario -replicó Nyayam-. Las otras tres se quedarán en la ciudad.
– Sólo dos naves para enfrentarse al Adversario… -musitó Neléis.
– Dos naves y doscientos hombres -insistió el anciano consejero-. Debemos aceptar las cosas tal y como vienen, y recomponer nuestros planes de acuerdo con las circunstancias que nos dominan.
– ¿Creéis que si destruimos al Adversario -pregunté- el asedio a la ciudad terminará?
Nyayam negó con su delgada y oscura cabeza y dijo:
– No podemos estar seguros de eso. Probablemente no. Después de todo, por lo que sabemos, el Adversario tan sólo controla directamente a un puñado de sus esclavos. El resto siguen fanáticamente las ordenes de éstos, pero también actúan por voluntad propia. Quién sabe qué harán si el Adversario muere.
– Si la muerte del Adversario no aleja a los tártaros y a los gog de los alrededores de Apeiron -intervino Joanot-, hay seis mil guerreros almogávares, a las órdenes del gran Roger de Flor, esperando en Anatolia.
Y podríamos conseguir algo más de ayuda del Imperio Romano; pues, a fin de cuentas, Constantinopla está en deuda con vosotros.
Nyayam asintió con sobriedad.
– Sí, es posible que haya llegado el momento de salir a la luz; de que los logros que hemos conseguido alcanzar en Apeiron sean compartidos por toda la humanidad. Esto marcará, sin duda, el inicio de una nueva época. Pero antes tendremos que acabar con la amenaza del Adversario…
Iba a empezar entonces la parte más extraña de mi aventura; un viaje de locura que me haría dudar de mi razón cada vez que intentara revivirlo.