principia relativa

Differentia, Concordantia, Contrarietas, Principium, Medium, Finis, Majoritas, Aequalitas, Minoritas

1

El Palacio Imperial de Constantinopla tenía la brutal suntuosidad de una alucinación. Todo en él era rebuscado y desorbitado, con gigantescas salas de mármol, jaspes y cuarzos contrastando con la brillante policromía de los mosaicos de fondo azul y motivos dorados en lucha cromática; matizados por la luz filtrada por el alabastro, que impregnaba todo de un tono ocre mate. Los techos de las salas, recargados, castigados por el peso de los adornos, se desplomaban sobre columnas con bellos capiteles.

Chambelanes y altos dignatarios, embutidos en seda y envueltos en bordados de oro, se arrastraban chispeantes, como gusanos luminosos, por sus salones y pasillos.

Aquella mañana del año de Nuestro Señor de mil trescientos dos, yo, Ramón Llull había atravesado las calles de Constantinopla escoltado por una docena de fieros almogávares, vestidos con pieles de bestias y cargados de armas.

El contraste podía resultar divertido.

Constantinopla era una abigarrada aglomeración, con una saturada y penetrante mezcla de olores; una enorme ciudad retorcida y cenagosa, con viejas y miserables chozas de madera recostadas contra las paredes de impresionantes palacios de mármol. Con una absurda mezcla de refinamiento y suciedad, la brillante seda de los trajes de los cortesanos que detenían su paso para observarnos, estaba salpicada, en sus bajos, de barro y de las heces de los perros vagabundos que nos ladraban lúgubremente.

Un tieso chambelán me esperaba en una de las entradas del Palacio, y me guió, en silencio, a través de aquellos enormes cajones arquitectónicos.

En la desproporción de líneas y de perspectivas, aquel servidor imperial que me precedía, autocomplacido y emperifollado, era sólo una brizna rutilante, una piedrecita del enorme mosaico que me rodeaba.

Descendimos a través de unas escalinatas cada vez más oscuras hasta el último y más profundo socavón lateral del Palacio. Nos vimos rodeados por paredes mohosas, rezumantes de humedad y olor a fiebre. Pregunté al chambelán dónde me conducía; a lo que él respondió simplemente:

– Ya estamos cerca, protosebasto [1]. El condotiero aguarda…

Quise saber por qué el capitán Roger de Flor me había citado en tan apartado lugar: Y se limitó a responder que «así lo había ordenado el condotiero en persona».

Todo aquello era muy extraño; pero qué podía hacer yo excepto seguir dócilmente al chambelán que portaba la única fuente de luz.

Ya era tarde para lamentaciones, pero ¿cómo me había metido en algo así?

Había pasado un año olvidado en Chipre, intentando encontrar una nave que me condujera a Tierra Santa, cuando un almogávar se presentó en la fortaleza de la Orden del Temple en Limasol, donde yo era huésped, y me transmitió la invitación de su señor, el megaduque Roger de Flor, de asistir a su boda con la princesa doña María, sobrina de xor Andrónico Paleólogo, Emperador del Sacro Imperio Romano.

Yo rehusé, alegando asuntos de mayor interés que requerían mi atención más inmediata, pero el almogávar sacudió torvamente la cabeza y dijo: «Vendrás con nosotros a Constantinopla. Mi señor es conocedor de tu deseo de viajar a Tierra Santa, y me ha puesto a mí, y a su nave insignia, la Oliveta , a tu servicio. Te conduciremos a donde desees y te daremos escolta y protección en tu viaje. A cambio, mi señor tan sólo desea tenerte junto a él durante el breve espacio de tiempo que dure la ceremonia. Tan sólo eso, y luego podrás encaminarte hacia tu destino…».

– Hemos llegado -anunció, de repente el chambelán.

Se habían detenido frente a una enorme y vieja puerta de roble montada sobre mohosos goznes de hierro toscamente trabajados. Sobre el arco de la puerta distinguí una inscripción tallada en piedra y casi borrada por el paso de los años. Estaba escrita en dialecto jonio, y decía:

«Tú has respondido a los que te han llamado. Tú has visto la altura y la profundidad, lo lejano y lo cercano, lo escondido y lo evidente. Y ellos conocen bien la utilidad de tus cálculos».

Sentí un estremecimiento que recorría todo mi cuerpo; como si aquellas palabras tocaran alguna profunda fibra de mi alma. De algún modo era como si el desconocido autor de aquellas frases, muerto quizá siglos atrás, me hablara desde la distancia del tiempo.

Sobre esta inscripción, había sido tallada una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo.

El chambelán empujó la hoja de la puerta, y se abrió sin demasiados chirridos, lo que parecía indicar que había sido usada recientemente. Observé que el suelo, a los pies del umbral, estaba limpio del polvo que cubría con fina capa el resto de aquel sótano. Había luz al otro lado de la puerta. Una luz limpia e inesperadamente potente.

El chambelán se hizo a un lado, franqueándome el paso, y dijo:

– El condotiero os aguarda en el interior.

Atravesé el umbral sintiéndome más tranquilo y confiado; aquella luz tan nítida y brillante era la que había espantado los temores de mi mente.

Pero abría un nuevo misterio, pues era difícil imaginar de dónde provendría y cuál sería su fuente de combustión.

Entonces vi algo todavía más asombroso, que me dejó completamente desconcertado: dos pequeños árboles crecían de sendos jarrones a ambos lados del umbral. A partir de ese punto los arbustos se extendían trepando por las paredes hasta casi alcanzar el techo abovedado. ¿Cómo era posible que aquellos arbustos sobrevivieran en aquella remota covacha sepultada en el más profundo sótano del Palacio Imperial?

En mis estudios había comprobado cómo las plantas verdes necesitan de la luz del astro solar para mantener su vida y desarrollo, y no les es suficiente para esta función la pobre iluminación proporcionada por candiles o velas. «La virtud que da el Sol a la flor es cuestión de lugar, porque su fuego calienta el aire y le da calor al agua, y ésta se lo da a la flor.»

El techo era una amplia bóveda que se cimbraba sobre aquella sala de planta circular, y en él se había pintado, en fuerte albayalde, un extraño firmamento, síntesis de la ciencia astrológica, y semejante al catálogo de estrellas de Ptolomeo trazado por Hiparco de Alejandría. Allí estaban mis viejas amigas; la Ursa Major, el Canes Venatici, la Corona Borealis, Cepheus, Orión y el pentágono del Boyero, rotulando ese planisferio entre mitológico y cabalístico.

El vértice de la cúpula era un gran ojo por el que se colaba la luz para rebotar en un complejo juego de grandes espejos lenticulares que colgaban bajo éste, sujetos por unos intrincados mecanismos de metal, que distribuían la luz por el interior de la sala.

¿Qué lugar era aquél? Las paredes curvas estaban cubiertas de estantes, y estos estantes estaban repletos de libros y de redomas de vidrio, alambiques de cobre, morteros de porcelana, y panzudos frascos que almacenaban líquidos de colores.

En medio de la extraña biblioteca-laboratorio, una gran esfera de unas tres varas [2] de diámetro, de color azul brillante, soportada por una estructura de madera tallada. Y tras la esfera, un hombre aún más impresionante. Zanquilargo y huesudo, con ojos grises de acero un poco hundidos, barba rala y movimientos sedosos y gráciles como los de un gato. Observaba con atención, bañado por la luz teñida de azul que se derramaba desde lo alto, la gran esfera metálica. El reflejo de cobalto de la esfera ponía tonos mágicos en sus pómulos descarnados; el fondo de sus pupilas fosforecía. Su sombra, alargada y descoyuntada, lamía el muro del fondo.

Parecía un galgo, curtido tras abrirse camino en la vida a dentelladas y zarpazos.

Era Roger de Flor.


Parecía un galgo curtido tras abrirse camino

en la vida a dentelladas y zarpazos. Era Roger de Flor…

2

– Acércate, doctor iluminado -proclamó Roger de Flor con una voz acerada-. Te agradezco que hayas aceptado mi invitación.

Caminé hasta situarme a un par de pasos frente a aquel hombre impresionante. Iba perfectamente armado con una ancha espada que pendía desafiante de su cinturón de piel, como si esperara entrar en combate de un momento a otro. Incluso vestía una mohosa cota de malla bajo su lujosa sobrevesta a la francesa, de brillante seda negra, adornada con una gran flor bordada en oro sobre el pecho.

Su rostro era agreste y anguloso, como si hubiera sido tallado a machetazos sobre un bloque de madera. Señalando la gran esfera azul junto a la que estaba plantado, preguntó qué me parecía que era. Extrañado, la observé con cuidado.

La esfera no era completamente azul, tenía unas amplias manchas de color cobre distribuidas por su superficie. El bastidor de madera sobre el que estaba montada le permitía girar en todas las direcciones, y se deslizaba tan suavemente, sobre sus ejes bien engrasados, que era posible moverla con apenas el roce de una mano.

– ¡Dios Todopoderoso! -musité al comprender lo que tenía bajo mis dedos.

Sonriendo satisfecho, Roger dijo:

– Doña Irene me aseguró que eres el más inteligente de los hombres. Me alegro de haberle dado crédito.

Me sentía tan confuso por todo aquello que creía estar viviendo un sueño. Pregunté quién era aquella «doña Irene», a lo que Roger respondió que se trataba de su futura madre política; la hermana del Emperador Andrónico. Y que era una de esas mujeres griegas a las que les gusta leer. Ella le habló de mí al megaduque, afirmando que era cuanto necesitaba y que mi inteligencia le guiaría.

Llevé mis manos a las sienes, e intenté contener la ansiedad que latía en mi mente.

¿Qué era todo esto? ¿En qué lugar me hallaba?

Ignorando mis cuestiones, Roger volvió a preguntarme por la esfera. Volví a mirarla. Era maravillosa, como la más preciosa de las joyas, algo que nunca hubiera soñado ver. Acaricié con mi mano la estrecha mancha azul del Mediterráneo, la deslicé sobre las llanuras de cobre de Argelia y Libia, y situé mi dedo índice sobre la península Ibérica. Allí estaba todo, pero con una proporción extraña y a la vez maravillosa. El tamaño de la península itálica y griega parecía diminuto comparado con las vastas regiones de África y Asia. Los océanos ocupaban la mayor parte de la superficie de la esfera, y en comparación con ellos el Mare Nostrum apenas parecía un pequeño lago. Y desde luego no ocupaba el centro de…

– El Orbis Terrae; magníficamente representado.

– Eso mismo afirma doña Irene, pero no le creí -dijo el guerrero, y me preguntó sobre cómo algo redondo como una bola podía representar la Tierra.

– ¿Y qué forma esperabas que tuviera? Como marino que eres, ¿acaso no has observado que los barcos desaparecen poco a poco en la lejanía, ocultados por la curvatura del horizonte?

Roger me miró con sus ojos grises, pequeños y desconfiados, y afirmó que el Mundo no podía ser redondo.

– ¿Cómo viviría entonces la gente que estaba al otro lado? -dijo-. ¿Boca abajo?

Y, a continuación, me dijo cómo él siempre había oído decir que la Tierra era un elemento situado en el centro del Mundo, como la yema en el centro de un huevo. A su alrededor se encontraba el agua, como la clara que rodea la yema. Por fuera estaba el aire, como la membrana del huevo, y rodeándolo todo el fuego, que encerraba el mundo como la cáscara al huevo.

– No seguiré hablando contigo -le interrumpí- si antes no me explicas cuáles han sido tus verdaderas intenciones al traerme a Constantinopla, y qué lugar es éste.

El guerrero asintió en silencio, como si meditara sus siguientes palabras. Se apartó levemente de la esfera azul, y señaló:

– Es evidente que sabes quién soy.

Por supuesto; su nombre llevaba muchos años resonando por todo el Mediterráneo.

Lo último que había oído decir sobre Roger de Flor era que, el antaño gran héroe de la orden de los caballeros templarios, había sido expulsado con deshonor acusado de haber robado el tesoro que custodiaba durante la evacuación de Acre. Que salvó muchas vidas cristianas al acudir al rescate con su famosa nave el Halcón, pero que el tesoro nunca había aparecido.

Sobre cómo había acabado liderando a los feroces almogávares, como mercenario en la decadente ciudad de Constantinopla, era una historia que desconocía.

– Yo, en cambio, nunca había oído hablar de ti… -me confesó-. Mi vida ha sido muy azarosa, y nunca dispuse de tiempo para el estudio. Por eso te necesito, necesito a un hombre de ciencia en quien pueda confiar. El Emperador pretende imponerme a su físico, Misser Samuel, pero sospecho que éste es un espía a las órdenes de su estúpido hijo Miguel.

Le dije que no entendía de qué me estaba hablando, ni por qué necesitaba a un hombre de ciencia.

Roger me miró; parecía asombrado de que yo no lo hubiera deducido:

– Para que me ayude a encontrar el reino del Preste Juan, por supuesto.

– ¿El reino del Preste Juan? -repetí estúpidamente.

– ¿No te parece fascinante? Preparo una expedición al Oriente Asiático, donde se encuentra la ciudad del Preste Juan, con sus infinitas riquezas y sus calles adoquinadas de oro. Una fortaleza inexpugnable, poblada de cristianos descendientes de los que evangelizara el apóstol santo Tomás; próxima a las tierras de Gog y Magog y a otros lugares habitados por criaturas monstruosas.

Le miré atónito, y le pregunté por el motivo de un viaje tan increíble.

La situación en Romania [3] era desesperada, me confesó con seriedad; tras la caída de Acre, ya nada se interponía entre los turcos y las murallas de Constantinopla. Los otomanos correteaban impunemente por toda Anatolia, saqueando las ciudades griegas sin que nadie pudiera mover un dedo en su defensa. Habían sitiado Artaki, y cuando cayera esa plaza, cruzarían el estrecho mar de Mármara y llamarían a las puertas de la ciudad.

– Y en toda ella no queda ya ni ímpetu ni valor para defenderla -concluyó.

Repetí que seguía sin entender por qué me había llamado; y me habló del misterio que rodeaba aquel lugar. Un misterio que, al parecer, doña Irene pensaba que sólo yo podía resolver.

Intrigado al fin, le animé a que siguiera hablando.

Entonces Roger me contó cómo seiscientos años atrás Constantinopla se encontraba en una situación tan apurada como la actual. Los musulmanes habían llegado hasta sus mismas puertas y era cuestión de tiempo su caída.

Pero fueron salvados, casi en el último momento, por un milagro.

Un pequeño grupo de hombres, llegados de remotas tierras, lograron eludir el cerco y entregaron a los defensores algo maravilloso: el fuego griego. Y Roger no se refería a ese fuego griego que hoy en día todo el mundo conoce y usa; al parecer, aquello era algo especial, mágico; una substancia blanca y gelatinosa que era arrojada por sifones con forma de bocas de dragón y que ardía incluso bajo el agua.

– Esos hombres se instalaron aquí -concluyó-, en esta Sala Armilar que fue su laboratorio, y produjeron esa maravillosa mixtura en cantidades suficientes como para repeler a los sitiadores y salvar la ciudad. Cumplida su misión desaparecieron, y con los años la fórmula del fuego griego original se fue perdiendo.

Miré nuevamente a mi alrededor; contemplando la asombrosa cúpula estrellada.

¿Qué clase de hombres pudieron construir esto? ¿Cuánta verdad había en las palabras de Roger?

– ¿Y por qué piensas que ese reino sigue existiendo? -le pregunté.

Me mostró entonces una carta que el propio Preste Juan envió al Emperador; fechada en el año de Nuestro Señor de mil ciento sesenta y cinco.

Le hice ver que de eso hacía más de ciento treinta años; a lo que Roger respondió que tanto el Preste Juan como su pueblo son inmortales; y que, entre las muchas glorias de su ciencia estaba el secreto de la piedra filosofal, es decir, la coagulación del mercurio en oro, y la vida eterna.

Yo nunca he creído en la alquimia, pues pienso que los principios naturales son más fuertes en el apetito natural, que en el artificial del alquimista por el oro.

Así se lo hice ver, y Roger dijo:

– Pues ahora creerás, anciano; el secreto está guardado entre estos libros, en estos mapamundis; yo no sé interpretarlos, pero tú sí, y lo harás para mí, porque Constantinopla agoniza, y ésta puede ser su última esperanza. Xor Andrónico quiere que encuentre para él la tierra del Preste Juan; y yo estoy de acuerdo, si esta aventura va a reportarme riquezas sin fin y una vida tan larga como la de los antiguos dioses. Escucha, anciano, ésta es una ciudad hueca, sin tuétanos. Los genoveses en el interior y los turcos en el exterior, exprimen hasta la última gota de las ubres de su decadencia. Algún día no muy lejano todo se derrumbará, esto será tan sólo un solar, pero me creo capaz de saber aprovechar algunas vigas de buena madera vieja tras el derribo. Creo que he encontrado aquí mi destino, pero debo ser cauto. Este lugar apesta a conjuras y traiciones y me he ganado el odio del primogénito del Emperador. Mis catalanes me protegen, y en toda Romania no existe una fuerza capaz de oponérseles, pero necesito a un hombre sabio en el que confiar. ¿Te atreverás a acompañarme en mi aventura?

Dudé. Todo aquello había logrado estimular mi curiosidad, pero aquel cenagoso ambiente cortesano me repelía casi tanto como debía de repeler al propio Roger.

– ¿Y si no deseara hacerlo?

El guerrero se encogió de hombros.

– No puedo asegurarme tu lealtad mediante amenazas. Eres un hombre de ciencia y tus valores se escapan a mi entendimiento… Serás mi invitado hasta que se celebre la ceremonia de boda, y después, si así lo deseas, podrás marchar. Cumpliré mi promesa, y pondré a tú disposición la Oliveta. Pero permanece aquí hasta el día de mi boda, estudia estos libros, estos mapas, y decide después…

3

La Sala Armilar se convirtió en mi hogar, y la fascinante bóveda luminosa en mi techo y mi fuente de luz.

Aquella luz casi mágica alimentaba la vitalidad de los dos arbustos que crecían en jarrones a ambos lados de la entrada. Quién sabe desde cuándo; un ingenioso artilugio semejante a una clepsidra se ocupaba de mantener la humedad de los dos maceteros. Una humedad que sin duda llegaba del exterior, al igual que la luz, y era recogida y reconducida hasta aquel remoto sótano.

¿Qué extraordinaria Ciencia era esta que se permitía desafiar a la naturaleza y al Principio de la Oscuridad, reconduciendo la fertilidad del mundo exterior hasta donde la voluntad de los hombres que construyeron aquella Sala Armilar deseara?

Los dos árboles crecían gracias a este milagro; a la derecha de la puerta, según se entraba, los nervios foliáceos del pistacio therebintus. A la izquierda, un perfume de auras mitológicas; un myrthus latifolia, la planta de Venus. En la isla de Citérea, avergonzada por su desnudez, se ocultó la diosa de la belleza detrás de un mirto. Las dos plantas crecían exuberantes a partir de esos dos puntos, a ambos lados de la entrada, tapizando casi completamente los muros curvos de la Sala, enredándose la una con la otra una y mil veces, en una extraña y onírica comunión.

Observé con cuidado el artilugio que sujetaba las lentes que distribuían la luz por la Sala. Una gran lente convexa ocupaba el centro de la bóveda; pero no estaba fija, sino que colgaba, sujeta por unos tensores, de un gran anillo de cobre de más de cinco varas de diámetro, que estaba a su vez sujeto al techo por unas finas varillas de cobre. A medida que transcurrían las horas en el exterior, estas varillas parecían encogerse y dilatarse, obligando al anillo, y a la gran lente central, a bascular. Muy levemente, pero lo suficiente como para que la luz blancoamarillenta del Sol recorriera lentamente las paredes de la sala y distribuyera la ración de luz sobre la vegetación que las cubría.

Sin embargo, la gran esfera que representaba la Tierra, siempre estaba bañada de luz azul; y esto era porque en el gran anillo de cobre se había introducido un pequeño espejo cóncavo, de no más de dos palmos de diámetro, teñido de azogue de cobalto, que recogía la luz rebotada por el lado superior de la gran lente central, y lo dirigía, con una perfección matemática, hacia la esfera terráquea.

La sorpresa de Roger ante aquella esfera estaba más que justificada. Como marino no habría visto otra cosa que los mapamundis T-O y los portulanos convencionales. En ellos, el mundo es una plancha plana circular, una «O», con los tres continentes dispuestos en forma de «T», alrededor del Mediterráneo central; el Orbis Terrae Tripartitus. Arriba: Asia, con el presunto emplazamiento del Paraíso, más allá de Mesopotamia, donde nacen los cuatro grandes ríos de Asia, y de donde procede la Luz. Aproximadamente en el centro, Jerusalén. En el mango de la «T», el Mediterráneo con sus islas perfectamente alineadas: Chipre, Sicilia, Cerdeña, Mallorca… Abajo, a la izquierda, Europa; África, a la derecha. Finalmente, sobre el tenebroso océano periférico, enrojecido por el mar Rojo, los doce vientos son orientados según los puntos cardinales.

¡Qué distinta era aquella maravillosa esfera que tenía delante!

¿Quién había representado nuestro mundo con tanta belleza y precisión, recuperando así los conocimientos casi perdidos de los antiguos?

Alrededor de la base de la bóveda había un anillo adornado con inscripciones doradas. Surgían de él unas finas varillas metálicas que se curvaban suavemente hasta unirse al gran anillo de cobre en el ápice de la cúpula. Estas varillas estaban entrelazadas de finos cables dorados sobre los que se movían, casi inapreciablemente, pequeños discos planos que representaban a los planetas. Era como si toda la bóveda fuera una gran maquinaria de relojería, elaborando una maravillosa y compleja danza.

Reconocí como arcaicos caracteres jonios los símbolos que se dibujaban sobre el anillo dorado. Casi se habían borrado, pero logré leer:

«En la Nueva Luna de Shebat del año 673, Calínico, hijo de A[indescifrable], erigió esta cúpula y orientó el anillo graduado hacia los lejanos planetas, aquellos a quien mi Señor alimenta [o aquel cuyo pastor es mi Señor]. Él será recordado en presencia del Señor. Y si retuviere el fuego, el anillo será arruinado. Él es el dios que nos conoce».

No estaba muy seguro de esta última frase. También podría traducirse como: «Él es el dios del conocimiento», o «Él es el dios de la ciencia».

¿Pero cuál era el origen de ese tal Calínico y del resto de los hombres que, llegados de Oriente, construyeron aquel fantástico lugar?

Quizás en alguno de los ejemplares de aquella inmensa biblioteca estaba la respuesta de aquel enigma. Pero muchos de aquellos libros habían sido apresados en sus estantes por la vegetación, que había crecido sobre ellos, pudriéndolos y haciendo imposible su lectura. Era como si aquellas raíces se alimentaran, ávidas, del saber encerrado en aquellos tomos; o como si quisieran guardar sus misterios para siempre.

En una ocasión, al intentar extraer un ejemplar de su anaquel, una sección entera de estantes basculó con un sordo chasquido hacia atrás. Extrañado, cargué mi peso contra esos estantes y empujé… ¡Había encontrado una puerta secreta, y tras ella un estrecho pasadizo de piedra! Recogí una linterna, y me introduje en el pasadizo. Los falsos estantes se cerraron tras de mí, pero yo continué mi camino sin inmutarme.

La curiosidad dominaba cualquier temor que pudiera sentir en aquellos momentos.

El pasadizo ascendía por unas escalinatas estrechas y desgastadas que giraban una y otra vez sobre sí mismas como la concha de un caracol. Éstas desembocaron en una amplia plataforma bañada de luz solar. Parpadeé ante aquella inesperada luminosidad y dejé a un lado la linterna; un extraordinario espectáculo se presentaba ante mis ojos medio cegados.

Una compleja y maravillosa maquinaria dorada ejecutaba una asombrosa danza lenta y majestuosa iluminada como un sueño por la luz del sol. Miré hacia arriba y vi, a unos diez codos [4] sobre mi cabeza, el final de un gran cilindro de cobre de cinco codos de diámetro, cerrado por una brillante esfera de cristal de ese mismo diámetro. Ese tubo conducía la luz desde el exterior ayudado por espejos y lentes perfectas como aquélla, de la misma forma que una cañería transportaría el agua. Esto era evidente, pero, ¿qué maravilloso artesano podría haber tallado lentes tan enormes con una perfección semejante [5]? Aquella maquinaria que parecía moverse alimentada sólo por el calor desprendido por la luz solar, como el artilugio inventado por Herón de Alejandría que abría las puertas de un templo al encender fuego sobre el altar [6].

Me sentía como una diminuta pulga en el interior de un gran reloj dorado.

Una pasarela de madera comunicaba la plataforma sobre la que se encontraba con un orificio o pozo situado bajo la sección central de la maquinaria. A partir de ese punto se curvaba el suelo formando la cúpula de la Sala Armilar , que ahora veía desde arriba; y aquel orificio era el que permitía el paso de la luz que luego iba a ser distribuida por el interior de la sala. Y, sin duda, aquella maquinaria maravillosa y dorada era el secreto del movimiento de los astros simulados del interior. Pero ni siquiera Herón, ni ningún otro antiguo tratadista griego, ni el oriental Banu Musa, ni el moro español Ahmad al-Muradi, podrían haber concebido mecanismos autómatas como aquéllos, capaces de moverse con tanta suavidad y perfección.

La técnica de los constructores de aquella Sala estaba más allá de todo lo concebido alguna vez por el género humano.

4

La ceremonia de la boda de Roger y la princesa doña María, se celebró en el mismo Palacio Imperial, una semana después de mi llegada a Constantinopla.

La novia era casi una niña, pero muy hermosa, con un adorable rostro ovalado alto y fino, de línea precisa, una frente bien encuadrada por unos cabellos intensamente negros de brillo azulado y unos chispeantes ojos color de aceituna, llenos de vida.

Me pregunté qué pensamientos vivirían tras aquellos ojos en ese instante. Ante la obligación impuesta por razones de Estado de contraer matrimonio con un latino, con un bárbaro, ¿se sentiría como una víctima propiciatoria de buenos augurios camino del altar de sacrificio? ¿O como un cachorro al que sus padres abandonaran para ponerse a salvo de los lobos?

Era difícil decirlo contemplando aquellos ojos que tan sólo reflejaban una leal conformidad.

Esa tarde, bajo la mirada del Emperador y de su hermana doña Irene, se iniciaron los festejos del acontecimiento en los jardines orientales del Palacio Imperial. Viandas fuertemente especiadas; volatería exótica; pescados del mar negro; frutas azucaradas de Morea. Y vino, mucho vino… [7] Malvasía, Chipre, Chío, Siracusa, Esmirna…

Situados en el centro de la ceremonia, Roger y sus almocadenes [8] se asombraban del progresivo arrugamiento de los griegos, desbaratados por el vino. Entre el refulgir del oro y la pedrería, las sedas de las casacas chambelanas se impregnaron en poco tiempo de un olor mixto de resudación y de la acidez fétida del vómito.

Abriéndose paso entre los cada vez más ruidosos convidados y los atildados servidores, llegó hasta mí la princesa doña Irene, la ahora suegra de Roger.

– Llevo años deseando conocer al hombre que escribió el Ars inveniendi veritatem -me dijo esbozando una amplia y cordial sonrisa.

Era una mujer verdaderamente hermosa, a pesar de su edad, con unos ojos negros e intensos y una frente altiva e inteligente, enmarcada por unos cabellos también negros que apenas empezaban a encanecer.

Le pregunté si lo había leído, puesto que no es un libro sencillo para…

Iba a decir «para una mujer», pero me detuve a tiempo. Los griegos tenían una larga tradición de mujeres sabias.

– He leído todos vuestros libros; incluso las novelas y los tratados de caballería -me dijo-. Algunos he tenido que hacerlos traducir al latín para poder entenderlos… Decidme, Ramón, ¿por qué ese deseo de escribir en lengua vulgar?

Me encogí de hombros. No era la primera vez que me hacían esa pregunta.

Todos hablamos normalmente en una lengua, y escribimos en otra diferente; en latín. Me pregunté por qué tenía que ser así, por qué no era posible algo tan aparentemente lógico como escribir en la misma lengua en la que hablamos.

Se acercó un poco más a mí, y me recitó con voz suave:

Cantaben los aucells l'alba, e despertà's l'amic, qui és l'alba; e los aucells feniren lur cant, e l'amic morí per l'amat, en l'alba… [9]

– El Libre d'Amic e Amat -asentí.

– Son extrañas y turbadoras estas palabras para hablar de Dios…

– Quizá las únicas adecuadas para transmitir lo sublime de la experiencia mística…

Con una sonrisa afirmó que no iba a discutirme esto.

– Por favor, continuad -repliqué-. No soy tan engreído ni tan sabio como para no poder soportar que mis ideas se cuestionen.

Doña Irene me ofreció entonces su brazo, y me invitó a pasear por la zona más alejada del jardín; a salvo del bullicio de la celebración.

Caminamos entre naranjos de redonda copa y olivos venerables roídos por los años. Las lindes del paseo estallaban de flores silvestres; amapolas, lirios y lentiscos en flor. Las estrellas empezaban a despuntar tímidamente en el cielo púrpura y violeta. Mirándolas con respeto, afirmó que eran hermosas; y añadió poco después con aire soñador:

– De niña pasé muchas horas admirando la cúpula pintada de estrellas de la Sala Armilar. No era un lugar donde te permitieran ir, pero yo siempre me las arreglaba para escapar a él. Para mí, aquella cúpula, con su luminoso centro, tenía una extraña cualidad mágica. ¿Sabéis?, las estrellas y la media luna son el símbolo de Constantinopla. Hace muchos siglos, Filipo de Macedonia fracasó en un ataque nocturno a la ciudad al ser descubierto por la luna. Los antiguos lo atribuyeron a la diosa patrona de la luna, Hécate, cuya luz les había ayudado tanto.

Aventuré que quizás el origen de esos símbolos fuese otro. Ella preguntó por el significado de mis palabras, y si ya había resuelto el misterio del origen de los hombres que trajeron el fuego griego.

– Me temo que no -dije-. Quizá yo no sea tan sabio como le habéis asegurado al megaduque.

Le pregunté a continuación si recordaba la estrella de siete puntas y la media luna grabadas sobre la puerta que daba acceso a la Sala. Ella respondió afirmativamente, y yo le mostré que representan a Ishtar y a Sin; es decir, a Venus y a la Luna.

– ¿En qué culto? -quiso saber ella.

– En uno que tiene su origen en la antigua Mesopotamia y que perduró, al menos, hasta la época en la que fue construida la Sala Armilar.

Doña Irene me miró extrañada y recordó que había visitado aquella Sala en infinidad de ocasiones, y que siempre pensó que la estrella y la luna grabadas sobre la puerta eran las de Constantinopla, y que las estrellas que brillaban pintadas en la cúpula eran las mismas que habían descubierto el ataque de Filipo, que eran sus aliadas y que permanecían allí ocultas.

– Quizás existe una relación entre todo esto. Pero aún no he sido capaz de descubrirla -admití-. Todo es tan misterioso…

– Roger afirma que las gentes del reino del Preste Juan viven jóvenes para siempre. ¿Creéis eso?

Me encogí de hombros, y le dije que las leyendas eran también hermosas, como las estrellas; y que solían ser tan inalcanzables como éstas. Y que, en cualquier caso, lo que yo creyera significaba muy poco.

A lo lejos la celebración proseguía, atenuada por la distancia. Delante de los novios, un brillante grupo de danzantes que ejecutaban viejos pasos casi paganos, los cantores entonaban el epitalamio; armónicamente pausado, extraído instrumentalmente del octoechos, los ocho tonos en que se cantan los himnos en las grandes solemnidades.

Los ecos de la melodía nos llegaban como retazos de un sueño casi olvidado.

– Se aman -musitó doña Irene casi para sí.

Desde luego, comprendí; Roger amaba a la joven doña María. De una forma básica, quizá, pero aceptaba sin rechistar aquello que la vida le regalaba.

Pero, ¿sentía lo mismo la joven y hermosa princesa? No debería haberme resultado tan extraño; Roger era un hombre fuerte y atractivo, y sin duda estaba rodeado de una aureola romántica a los ojos de una jovencita como doña María que apenas había abandonado el palacio durante toda su vida. Siempre pensé que aquel matrimonio había sido una imposición de Estado y me parecía lógico que la joven se sintiera infeliz al verse unida para siempre a un latino, es decir, a un bárbaro.

5

La boda de Roger y la princesa iba a quedar señalada por una ancha cicatriz.

Doña Irene y yo continuábamos nuestro paseo conversando, cuando una súbita algarabía nos hizo callar. Ambos miramos desconcertados, buscando el origen de aquel griterío. En las calles colindantes al Palacio, frente a las puertas que daban acceso a los jardines, se escuchaban gritos furiosos.

El Gran Drungario se acercó a la entrada para averiguar qué estaba pasando, e inmediatamente las puertas se abrieron para dejar pasar a un pequeño grupo de hombres que vestían el llamativo uniforme verde y naranja de las tropas genovesas.

Un capitán, no muy alto y algo obeso, iba en cabeza.

Pregunté a doña Irene sobre ese hombre, y ella respondió que se trataba de Rosso de Finar, capitán de la guardia genovesa que era financiada directamente por las donaciones de la mahona [10].

Rosso de Finar cruzó con paso decidido los jardines reales, y se situó frente a Roger en la mesa presidencial. Iba escoltado por diez guardias genoveses perfectamente armados. Las naves genovesas eran, en su mayoría, las velas del comercio pontificio en aquellos mares. Y el Papa era enemigo de Aragón.

Doña Irene y yo nos acercamos a ver qué estaba pasando.

– Capitán Roger de Flor -estaba diciendo el genovés con voz altiva y desafiante-, en nombre de la Señoría genovesa, te conmino a que me acompañes hasta el barrio de Pera para responder de los cargos de piratería.

– Capitán -le cortó xor Andrónico, exasperado. Las venas de su flaco cuello parecían a punto de estallar-. Éste no es el momento ni el lugar.

Miré a Roger. Sentado tranquilo junto al Emperador; sonreía como si realmente estuviera disfrutando de la ocasión. Le aconsejó al genovés, dirigiéndose a él en su lengua, que se marchara, que allí no iba a obtener nada, «excepto un buen palmo de acero catalán dentro de sus intestinos».

El capitán genovés cruzó sus ojos llenos de odio con los de Roger. Al ver la mirada de los dos hombres empecé a temer lo peor, pero ni por un momento imaginé lo que iba a suceder a continuación. Rosso de Finar extrajo de su casulla un trapo cuidadosamente doblado, y lo desplegó. Era la Señera de Aragón; y la arrojó sobre el mantel, frente a Roger y doña María, volcando copas y jarras de vino.

– Tus hombres colgaron esta enseña en la puerta de Blanquernas, pero eres tú quien la debería llevar siempre encima, puesto que haces uso de ella en todas tus incursiones piratas.

La sonrisa no abandonó los labios de Roger, pero un velo de furia asesina cubrió sus ojos grises. En un momento estuvo en pie, con su espada desenvainada en la mano, derribando la mesa del banquete; al momento siguiente, su espada se había hundido en el vientre del capitán genovés, tal y como había prometido.

¡Desperta ferro!, gritaron entonces los almocadenes de Roger.

Curtidos en hacer rápidamente cara a todas las sorpresas, pasaron rápidamente del blando amodorramiento festivo a la más brutal agresividad, y la guardia que acompañaba a Rosso de Finar fue también rápidamente abatida, ante el asombro impotente del Emperador y de todos los presentes.

Por el griterío que nos llegó del exterior comprendimos todos que los genoveses que habían acompañado al desdichado grupo de guardias, habían sido testigos de su rápida ejecución. Las puertas de barrotes de hierro empezaron a doblarse bajo el peso de la furia de los genoveses; y la caballería almogávar, apostada por Roger junto a las puertas para asegurar la tranquilidad durante la ceremonia, comprendiendo el peligro, cerró contra los desordenados genoveses…

Las atormentadas puertas de los jardines palaciegos cedieron al fin, vomitando un torrente de cuerpos humanos y relinchantes caballos. El caos se adueñó de todo; mesas tumbadas, encumbradas damas y altos dignatarios pisoteados, gritos de terror y dolor resonando en la hasta entonces apacible noche veraniega.

Vi cómo Roger de Flor acompañaba a la princesa y a su madre, doña Irene, a alguna de las habitaciones alejadas de Palacio. Y la guardia personal de xor Andrónico me condujo también a la seguridad de una sala situada sobre el jardín.

La revuelta estaba tomando proporciones insospechadas.

De uno y otro bando afluía la gente de armas. Gritos, sangre y confusión…

Los enfurecidos caballos de los almogávares habían abierto una brecha en las filas genovesas y por ella, en aluvión, entraron los catalanes espada en mano, en los jardines del Palacio, tajando y degollando. Los restos del banquete y las guirnaldas festivas fueron aplastados y macerados por los cascos de los caballos.

Los genoveses, embotellados frente a los muros del Palacio, entre silbidos de venablos que surcaban el aire y el chirriar de las espadas, fueron liquidados por los catalanes que saldaban de este modo recibos y pagarés. Algunos, desarmados o mutilados, se arrastraban implorantes. Y antes de que la súplica brotara de sus labios, un espadazo de los catalanes los degollaba.

El terror se reflejaba en el enjuto rostro de xor Andrónico. La sangre amenazaba con anegar el Imperio. ¿Hasta dónde pensaban llegar los catalanes?, se debía de preguntar, y temblaba por los genoveses y por sí mismo.

Roger de Flor regresó entonces con su espada en la mano. Ansioso por unirse a la lucha, se dirigió hacia las escalinatas que conducían al jardín.

Xor Andrónico le ordenó que cesase la lucha.

«¡Hay que dar cuartel a los vencidos, megaduque!», le dijo entre muchas otras cosas. Pero Roger, que parecía desconocer la autoridad del Emperador, le preguntó si no creía preferible asegurarse de que los genoveses no volvieran a molestar nunca más en lo sucesivo. Descendió por las escalinatas de mármol, y sus catalanes le saludaron victoriosos:

– ¡A Pera, a Pera!

Xor Miguel Paleólogo se encaró con su padre. Era un hombre alto, de porte elegante y rostro moreno y atractivo; pero había algo que enturbiaba su naturaleza, velando sus ojos de algo indefinible y enfermizo. De él había oído decir cosas terribles; que era un depravado al que gustaba infligir dolor a sus amantes, y que era un cobarde que en Artaki, ante la presencia del turco enemigo, se había descompuesto y había huido vergonzosamente. También había oído decir que había sido un niño enfermizo y melancólico en quien su padre jamás confiaría lo suficiente como para entregarle completamente el trono.

Instó a su padre y emperador a que no permitiese que aquello continuase; que el barrio de Pera era también Constantinopla, y que si se cruzaba de brazos, el pueblo griego se alzaría contra su cobardía.

– ¡No olvides -concluyó- que Romania entera se sonroja insultada por la presencia y la barbarie de esos latinos aventureros!

Pero xor Andrónico parecía incapaz de escuchar otra cosa que el estrépito de un íntimo derrumbamiento. Se revolvió hacia su hijo punzado por las vacilaciones, y le preguntó cómo podía evitar aquella matanza.

– Yo la detendré -me escuché decir. Tan sólo pensaba en las familias genovesas que iban a ser masacradas. Era evidente que los almogávares no iban a respetar ni a niños ni a mujeres si llegaban hasta el barrio de Pera en su actual estado de excitación.

Xor Andrónico me dirigió una mirada entre suplicante y agradecida. Es posible que no me reconociese, pero, en aquellos momentos, le importaba muy poco de dónde pudiera llegarle la ayuda. Descendí por las escalinatas que desembocaban en los sangrientos jardines.

Roger de Flor repartía órdenes a sus almocadenes no muy lejos de allí, y me dirigí en línea recta hacia ellos.

Distinguí entonces, a lo lejos, el cuerpo de Rosso, caballero de la Señoría y capitán de acreedores, rodando entre las patas de los caballos almogávares. Su aspecto era verdaderamente lamentable, apenas un guiñapo ensangrentado, empapado de barro y desperdicios del banquete tan salvajemente interrumpido. Y sus hombres, aterrorizados, corrían abandonando el cadáver. Necesitaban de toda su agilidad para sustraerse del abrazo mortal de aquellos hombres sucios que proferían extraños alaridos y los acosaban tenaz y bárbaramente, como una jauría irritada.

Algo me golpeó entonces, y di con mis espaldas contra los duros adoquines de granito. Un caballo almogávar, obligado a encabritarse por su jinete, parecía dispuesto a aplastarme bajo sus cascos. Me cubrí el rostro con ambas manos, y esperé el golpe.

– ¡Alto! -Era la firme voz de Roger-. ¡Detente!

El megaduque había sujetado al caballo por las bridas, y le preguntó a gritos al jinete si no me había reconocido.

Luego me ayudó a levantarme, y preguntó qué pretendía hacer; y si deseaba morir esa misma noche.

– ¡Sujeta a tus hombres! -le dije apenas pude recuperar el aliento-. ¡Van a saquear el barrio de Pera!

Preguntó sobre qué tenía eso que ver conmigo. Yo le respondí que Génova era amiga del Imperio, y que pedirían cuentas de esta masacre.

Dijo que Génova significaba muy poco para sus catalanes; pero aquello no podía continuar, y le aseguré que jamás le acompañaría en su viaje tras el reino del Preste Juan si no detenía esa matanza de inmediato.

Roger me observó, evaluándome con una fría sonrisa en sus labios.

– ¿Me estás diciendo que me acompañarás…?

– Si sujetas ahora mismo a tus hombres -le respondí.

Sin decir una palabra más, se volvió y caminó hacia ellos, maza en mano, flanqueado por sus más fieles almocadenes. «¡A mí, almogávares!», gritó, pero su voz se perdió, aplastándose contra el brutal forcejeo. Y Roger empezó a golpear furiosamente a sus propios hombres mientras bramaba:

– ¡Hola, valientes! ¡Atrás mis fieras! ¡Quietos todos!

Se produjo un movimiento de estupor. Las líneas almogávares se fueron curvando hacia fuera trituradas por Roger y sus capitanes. Dejaron de soplar los venablos y de tajar las pesadas espadas. Allí estaba Roger de Flor, el megaduque, imponiendo a golpes sus órdenes. Y en los brutales rostros de los mercenarios no había un solo gesto de agresividad. En cambio brotó su saludo guerrero:

– ¡Aragón, Aragón!

Roger se detuvo admirado por el valor y la fidelidad de sus hombres.

– ¡Recoged vuestros muertos y regresad a los cuarteles!

– ¿Y Pera, Capitán?

– ¡A los cuarteles!

Las callejuelas que serpenteaban en los aledaños de Palacio se fueron quedando silenciosas. Los gorjeos estentóreos de algunos heridos abandonados añadían una nota lúgubre que no permitía olvidar lo que allí acababa de pasar. Se amontonaban cadáveres en macabra confusión. Un último grupo de rezagados almogávares fueron despojando cuidadosamente a los caídos.

6

Mientras amanecía en el Bósforo, las galeras de la Gran Compañía Catalana, treinta y dos navíos que transportaban a más de ocho mil hombres, abandonaron los muelles de Constantinopla, majestuosas y espumeando sobre un mar tranquilo navegaron hacia el alba azul oscura.

Eran los primeros días de otoño. Las naves renqueaban, suavemente empujadas por vientos blandos. Se movían con torpe lentitud, estibadas atropelladamente poco antes de partir y aparejadas con demasiado poco cuidado. La carga se bamboleaba y castigaba las cuadernas de las naves, haciéndolas crujir lastimeramente y hundiendo demasiado la línea de flotación. En las sentinas, los caballos habían sido colocados demasiado juntos unos de otros, y relinchaban inquietos.

Huyendo del excesivo ruido bajo cubierta, me envolví en mi jubón de viaje y, a pesar del frío que cortaba aquella mañana otoñal, salí para contemplar el amanecer.

Afuera, los hombres trabajaban sujetando las maniobras marineras, arracimándose en las cofas, mientras atravesábamos el estrecho del Bósforo, rompiendo el silencio las voces de los capitanes de Roger. Las galeras catalanas restregaban sus flancos contra los festones del paisaje costero. Costas de caliza blanca que disparaban hacia las naves reflejos lívidos y rosáceos cuando los rayos de sol incidían en ellas. Una maraña de olivos, naranjos, mirtos, laurel y terebintos, saludaban nuestro paso. Vides silvestres, cipreses, enebros y encinas formaban grutas verdes suspendidas sobre los acantilados. Un paisaje domesticado que había conocido milenios de civilización y cultivos.

Al frente de la expedición estaban los almocadenes: Fernando de Galcerán, Corberán de Alet, Fernando de Arenós, y Ricard de Ca n'.

Marulli, capitán de los griegos, y George, jefe de los alanos; eran huéspedes de honor en la Oliveta , en cuyo mástil la Señera de Aragón flameaba rutilante.

Nos dirigíamos hacia el cabo Artaki, para enfrentarnos al caudillo turco Osmán, a quien los griegos llamaban Otomán, un bastardo reyezuelo de una de las siete tribus turcas que se habían alzado en Asia, para arrebatarle al imperio los últimos despojos de su antigua gloria. Artaki era el último baluarte griego antes de que los turcos se decidiesen a cruzar el Bósforo y desafiaran la propia garganta del Imperio.

La Historia se repetía.

Hacia el año seiscientos sesenta de Nuestro Señor, desde su capital en La Meca, el califa Mu'âwiya dominaba Arabia, Persia, Siria y Egipto, cuando cruzó aquel mismo estrecho, y puso sitio a Constantinopla.

De haber caído la ciudad, los entonces poderosos y fanáticos ejércitos islámicos habrían tenido abiertas las puertas de toda Europa, donde no había nadie capaz de hacerles frente. Si esto hubiera sucedido, tal vez la cristiandad entera habría sucumbido… Pero esto, gracias a Dios, no sucedió.

«Los salvó un milagro», me había dicho Roger de Flor. Un milagro que llegó en el último momento, cuando la ciudad hambrienta por el largo asedio estaba a punto de rendirse; un pequeño grupo de hombres, comandados por el tal Calínico, logró eludir el cerco y entrar en la ciudad. Pero no eran militares mercenarios, sino físicos y hombres de ciencia llegados de algún remoto lugar, los que fabricaron para los angustiados griegos una poderosa y mortífera nueva arma: el fuego griego.

Lanzado a chorros desde lo alto de las murallas de Constantinopla, flotaba hasta las naves sarracenas y las envolvía en llamas, aniquilando a los poderosos sitiadores.

¿Era posible que Calínico y sus hombres proviniesen del reino del Preste Juan?

Y, en ese caso, ¿dónde estaba situado dicho reino?

Amarramos en el cabo Artaki, no lejos de las ruinas de la antigua Cícico. El cabo tenía forma de sartén calentándose en el mar de Mármara. El mango de la sartén era un cuello ístmico muy estrecho, de media milla de anchura, amurallado desde un extremo al otro con un gran paredón defensivo. Dentro del recinto aún perduraban las ruinas de Cícico; con su anfiteatro elíptico, su grandioso teatro desconchado por los siglos, y su neumaquia, un estanque gigantesco donde se simulaban batallas navales. Contra el muro careado que cerraba la garganta de Artaki, protegido por una avanzada de griegos, se habían estrellado los turcos en sucesivas embestidas, sin conseguir profanar las ruinas de Cícico. Pero no por el coraje defensivo de los hombres de Andrónico, sino por el macizo paredón construido por los antiguos romanos.

Roger tomó rápidamente el mando del destacamento, y envió a Ricard de Ca n' al frente de las patrullas exploradoras tierra adentro.

Regresó un día después.

– Están acampados a sólo dos leguas [11] de aquí -expuso Ricard con voz tranquila y precisa-; en una faja de terreno situada entre el río Gránico y un cauce seco. Deben de ser unos diez mil, acompañados de sus mujeres e hijos…

Roger salió al exterior del anfiteatro que había convertido en su puesto de mando improvisado. Sus hombres se habían congregado fuera; la llegada de los exploradores había supuesto una conmoción en el campamento almogávar.

Roger se subió sobre el tambor de una columna truncada, decorada con hojas de parra y racimos de uvas, y pregonó con voz templada:

– Al amanecer marcharemos contra el enemigo; estad prevenidos para seguir a la Señera, mis bravos -y añadió al cabo de un instante-: Mañana atacaremos su campamento, entraremos en sus alojamientos y acabaremos con ellos antes de que sepan lo que les está sucediendo. Mañana alcanzaremos la gloria y demostraremos, a los turcos y a los griegos, lo que vale un catalán.

Observé la expresión de Marulli y sus hombres, que también habían acudido, y concluí que no parecían muy felices.

Roger prosiguió con su plática, y dijo a sus hombres que eran las primeras batallas las que decidían el curso de las guerras y que, de su actuación durante la siguiente jornada frente al enemigo, nacería el miedo o la confianza que nos tuviera el turco a partir de ese momento. Y añadió con gran énfasis:

– Nuestra buena o mala reputación depende exclusivamente de lo que mañana hagamos en el campo de batalla. Si mañana vencemos, esto será tan sólo el principio de nuestra aventura; después tendremos que seguir peleando mientras nos internamos cada vez más en el territorio enemigo. Será duro para todos, pero al final nos espera la gloria y la riqueza.

Ésta es mi promesa si me seguís hasta el final, y todos sabéis que jamás os he hecho una promesa que no haya cumplido debidamente. Si mañana vencemos, nos espera la misma ruta gloriosa que una vez recorrió Alejandro el Grande, pero no podemos mostrarnos débiles o misericordes; no podemos hacer prisioneros que entorpezcan nuestro avance; debemos ganarnos el miedo y el respeto de nuestros enemigos en esta primera batalla. Mañana no perdonaréis más vida que la de los niños, para que esto cause el temor entre los infieles y nosotros peleemos sin ninguna esperanza de que si somos vencidos podamos quedar con vida. ¡Así debe ser!

Roger elevó su puño desafiante sobre su cabeza y gritó con fuerza:

– ¡Aragón! ¡Aragón!

«¡Aragón! ¡Aragón!», respondieron sus hombres como uno solo, pero griegos y alanos se retiraban hacia sus tiendas con un semblante silencioso y hosco.

Me acerqué entonces a Roger, que estaba rodeado por el entusiasmo incondicional de sus hombres, y le dije que si hacía semejante villanía, si asesinaba a las mujeres y ancianos turcos, toda Asia se levantaría contra nosotros, y el pueblo turco no descansaría hasta que el último de sus catalanes hubiera muerto.

Él me respondió, con fría tranquilidad, que nunca había habido rescate para los templarios. Había aprendido esto de ellos; que el vencido lo es totalmente, con absoluta anulación moral y vital, que la rendición no puede ser un escamoteo a la muerte.

Fue lo primero que Vassaill, su tutor templario que le enseñó a navegar en el mar y en la guerra, le inculcó: «el guerrero debe poner a su espalda una barrera de muerte como meta de cualquier retroceso».

Después, uno de los almogávares llamado Fabra, que afirmaba ser hom d'ordre [12], colocó una sucia y deshilachada casulla sobre sus bárbaros ropajes de piel, y celebró una torpe misa en la que pidió a Jesucristo que les concediera derramar la sangre de muchos infieles. La madrugada iluminaba la muralla de Artaki con sus primeras luces cuando la Gran Compañía Catalana cruzó sus puertas. El megaduque, en vanguardia, mandaba la caballería. A ella se habían incorporado los catafractos [13] de Marulli que cabalgaban con todos los honores. La Señera era doble; el estandarte de Aragón y el de Romania conjugaban sus colores y la hermandad guerrera entre los catalanes, cetrinos y acortezados, y los griegos, atildados y gesticulantes. Detrás gente de a pie; catalanes y alanos sin mezclarse. Corberán de Alet, senescal de la Compañía, encabezaba los cuadros conducidos a su vez por dos señeras; la de don Jaime de Aragón y la de don Fadrique, rey de Sicilia, ondeando juntas en el umbral de Asia.

Los turcos apenas empezaban a despertarse. Rudas tiendas de pieles de carnero junto a las de rica seda de los jefes de tribu; empalizadas donde se apelotonaba el ganado, piedras ahumadas bajo trípodes oxidados de cuyos vértices colgaban tajadas de carne chamuscadas; toscos cacharros de alfarería; bestias de carga y caballos de batalla pastando juntos; carros extraños y desvencijados sirviendo de armazón a las tiendas familiares; mujeres greñudas caminando junto a las bellezas de los harenes, cubiertas de oro y pedrerías; perros hambrientos y chiquillos desarrapados.

Toda resistencia fue inútil contra el temible ímpetu de los almogávares que pronto ocuparon su campamento de un extremo a otro; profiriendo alaridos guerreros, aplastando, volcando e incendiando cuanto se les ponía por delante.

Tan sólo ocho días después del desembarco catalán en Artaki se había aflojado la soga turca en torno al cuello de Romania. Los cadáveres de más de diez mil turcos, hombres, mujeres, ancianos, quedaron como testimonio del nuevo poder griego.

7

El mes de noviembre trajo un otoño duro, golpeado por ventiscas y lluvias de aguanieve bajo un cielo plomizo y opaco, cubierto de nubes bajas que se espesaban y amorataban sobre los Dardanelos y la Prepóntide. Vientos fríos y ríos crecidos por las lluvias, imposibles de vadear. Y las aves viajeras cruzando sobre nuestras cabezas en inmensas bandadas rumbo a Palestina.

Roger, que esperaba noticias de Constantinopla, decidió invernar en el cabo Artaki, y las ruinas de Cícico fueron la guarida más abrigada que descubrieron los exploradores almogávares. Pero sin duda fueron mal escogidas y atropelladamente acondicionadas. Para un isleño como yo, aquél podría ser el lugar más frío del mundo, con sus furiosas ventiscas que parecían querer arrancarte las ropas del cuerpo.

Y durante la invernada los alanos desertaron de la Gran Compañía Catalana.

Al parecer todo empezó con una discusión entre dos alanos y varios almogávares. No tengo una idea clara de las causas; cada uno de los bandos acusaba al otro de haber intentado forzar a una joven lugareña. Quizá fue sólo una discusión de cantina por una furcia, pero trajo unas consecuencias terribles. Amparados por la noche, los almogávares entraron en el campamento alano y poco bastó para que los degollaran a todos.

Centenares de alanos fueron sorprendidos y asesinados en el transcurso de esa terrible noche de Cícico. Una de las víctimas fue Alejo, el joven hijo de George, que murió como un ternero, maniatado y sacrificado en medio de aquella locura homicida.

Para empeorar las cosas Roger quiso aplacar con oro a George por la muerte de su hijo; pero éste despreció el dinero y al agravio del hijo muerto se añadió la afrenta del intento de soborno.

Los alanos se marcharon y el invierno pasó; y al llegar la primavera emprendimos la antigua ruta que, haciendo vértice en Afium Karahissar, la Fortaleza Negra, y atravesando el golfo de Esmirna, dejaba al norte la ciudad de Magnesia y cruzaba junto a Filadelfia, para internarse cada vez más en los desconocidos territorios asiáticos.

La ciudad de Filadelfia era de una gran importancia táctica en las rutas de las caravanas de comercio con Oriente. Desde hacía tiempo soportaba el acoso de las tribus de Otomán, quien finalmente le había puesto sitio. Los últimos despachos indicaban que la ciudad no resistiría mucho tiempo más. Su caída era inminente.

Dejamos atrás las ruinas de Troya, y atravesamos el ancho valle que delimitaban el río Gránico y el monte Olimpo. Los turcos se replegaban ante nuestro avance, rehuyendo todo contacto con nosotros, dejando tan sólo tierra quemada tras de sí.

Los almogávares avanzaban pisoteando firmemente el polvo del camino. Nunca he visto hombres como éstos; cubrían sus cabezas con una red de hierro que bajaba en forma de sayo como las antiguas capelinas, llevaban los pies envueltos en abarcas y pieles de fieras que les servían de antiparras en las piernas; y en un zurrón, también de piel, que les cubría las espaldas guardaban sus víveres y escasos efectos personales. En contraste con las aparatosas y ruidosas armaduras de los catafractos griegos, no se protegían con escudos ni adargas, limitándose a la espada sujeta al talle por un ancho tabalate, la azcona [14], y un par de dardos.

Pero no había guerreros más temibles.

En una plaza fuerte, abandonada recientemente por los turcos, llamada Germe, establecimos contacto con Sausi Crisanislao y los restos maltrechos y hambrientos de su ejército. Sausi era un gigantesco capitán de origen búlgaro, al servicio del Imperio; sus hombres no eran mercenarios, sino soldados leales al Emperador.

Su alivio al encontrarnos enrojeció los ojos de aquel fiero guerrero, y nos narró con emoción sus últimas vicisitudes:

– Las tribus otomanas cayeron sobre nosotros sin previo aviso, en mitad de un verano largo y tranquilo; nos embistieron con una fiereza animal, exterminando a todo cristiano que hallaban a su paso…

Sausi hablaba con moderados gestos de sus grandes manos. Ahora estaba muy delgado, pero era un gigante de constitución recia. Su rostro estaba centrado por una ancha nariz y unos ojos azules y muy separados. Sus cejas casi parecían fundirse con la melena que nacía de sus sienes. Nunca había visto a un hombre tan peludo; su melena rubia se derramaba sobre su espalda como la crin de un caballo salvaje.

Estaba de pie, en el centro de la tienda del megaduque. Roger sentado en una ancha y lujosa silla, casi un trono, que alguien había encontrado en algún lugar de la plaza, cruzaba sus brazos sobre su pecho, y observaba al búlgaro con expresión escéptica.

– Y te retiraste -dijo muy serio.

– Nos retiramos, sí -admitió el búlgaro-. Devolvimos algunos golpes, pero no pudimos frenar el alud; apenas éramos cuatrocientos contra un ejército de miles…

Sausi nos contó, con todo lujo de detalles, su hábil y metódica retirada que dejó patente su capacidad como guerrillero; manejando con cuidada técnica a sus trescientos o cuatrocientos hombres, sin vituallas, pegándose al terreno, fue salvando peligros y desviando zarpazos y dentelladas de los turcos de Caramano, gateó hacia Lidia, en busca del enlace con las unidades norteñas de los griegos.

La parte mediterránea de Asia que comprendía Frigia hasta Cilicia y Filadelfia, estaba en poder de Caramano, uno de los siete capitanes turcos que había repartido las antiguas provincias romanas.

– Se ha rebelado contra Otomán -nos desveló Sausi-, y éste aún no ha sido capaz de sojuzgarlo, atareado como está haciéndole frente a tu avance, megaduque. Caramano ha aprovechado esta coyuntura para afianzarse en Frigia.

– Pero te retiraste -repitió Roger como si no hubiera escuchado nada de lo que el búlgaro le había dicho.

Según sus informes, Roger le había supuesto escalonado a mitad de camino entre Germe y Filadelfia. Contaba con Sausi como primer peldaño de su vanguardia, y ahora lo encontraba mucho más cerca de Germe de lo previsto.

– Compruebo que los aledaños de Filadelfia han sido dejados por ti al libre avance del turco -siguió diciendo Roger-. Eres un punto de apoyo que me falla, y no puedo permitirme esa debilidad entre mis hombres. Llevadle afuera y degolladle.

Las últimas palabras de Roger fueron tan inesperadas y pronunciadas en un tono tan similar al resto, que ni Galcerán ni Ricard de Ca n', los dos almocadenes presentes, cogidos desprevenidos, hicieron la mínima intención de obedecer la terrible orden.

Pero el búlgaro había entendido perfectamente la intención de Roger.

– ¿Qué? -exclamó con un gesto de asombro indignado.

– Ya lo habéis oído, Galcerán, Ricard, ¡obedeced!

Galcerán intentó sujetar a Sausi por la manga, pero el búlgaro logró zafarse y preguntó a Roger qué esperaba que hiciera. Los turcos les superaban por veinte a uno. No era posible oponerles resistencia alguna.

– En ese caso deberías haber sabido morir cuando te correspondía -le replicó Roger con frialdad.

Sausi alegó que no era merecedor de semejante trato tras haber servido fielmente al Emperador durante tantos años; y mientras decía esto desenvainó su espada.

– ¿Y quién eres tú, latino, para juzgarme o condenarme? -dijo mientras lanzaba una rápida estocada a Roger, apuntando a su corazón.

Roger se puso en pie, impulsado por sus reflejos de gato, derribando estruendosamente el dorado trono sobre el que se sentaba, y desenvainando su espalda paró el golpe en el último instante. Con habilidad, el enorme búlgaro fintó su hierro, y lo descargó sobre la parte desprotegida del brazo de Roger, atravesando limpiamente su brazo. Todo esto sucedió con tanta celeridad que ni Ricard, ni Galcerán, ni la guardia personal de Roger, tuvieron tiempo de intervenir. Al ver correr la sangre del megaduque, Ricard saltó como un león sobre la espalda del búlgaro, derribándolo de bruces. Levantó su propia espada para asestarle el golpe mortal, cuando la voz y el gesto de Roger le detuvieron. Galcerán y los guardias se habían ubicado entre el búlgaro y Roger.

– ¡Lo quiero vivo, Ricard! -gritó Roger apretándose el brazo para contener la hemorragia-. ¡Quiero verle colgando como a un perro, junto a sus doce mejores hombres, de la rama más alta que podáis encontrar!

Ricard descargó su espada sobre la cabeza de Sausi, pero no le golpeó con el filo, sino con la hoja plana, y dejó inconsciente al búlgaro.

Roger fue entonces atendido por sus hombres que desgarraron su camisa para evaluar la importancia de la herida. Y mientras el inconsciente búlgaro era arrastrado por los pies hacia el exterior de la tienda, vi brillar algo en su pecho. Ordené a los guardias que se detuvieran, y me incliné sobre él; era una joya extraña y preciosa, colgando de una cadena de oro. Se la arranqué, y Fernando de Galcerán me miró con una expresión extraña; como si pensara: «¿También tú saqueas a los moribundos?»

Observé la joya en la palma de mi mano; un disco de oro con el grabado de una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo.

– No has sido justo con ese hombre -estaba diciendo Ricard de Ca n'.

Ricard era corto de talla y sus delgados brazos parecían estar formados por manojos de fuertes nervios trenzados; pero tenía la altiva prestancia de los hombres de baja estatura, y sus ojos, diminutos y negros, llameaban inteligentes.

– No pretendo ser justo -le replicó Roger-; tan sólo eficaz en mi cometido.

– Los griegos no admitirán un nuevo insulto -insistió Ricard-; y menos si con él va el sacrificio estéril de uno de los mejores capitanes de Andrónico. Si cuelgas a ese hombre, las tropas de Marulli te abandonarán igual que hicieron las de George.

– ¡No te metas en esto, Ricard…! -le gritó Roger a su almocadén, apretando los dientes de dolor mientras le era cauterizada la herida-. ¡No es de tu incumbencia!

Pero Ricard no cejó en su empeño y siguió atravesando argumentos. Le recordó cómo él mismo había llamado «pirata» a Roger, muchos años atrás, después de caer prisionero suyo; y que hoy su lealtad le había hecho sitio entre el círculo de amigos más íntimos de Roger. Quizá por esto Ricard comprendía la situación del capitán búlgaro.

No escuché más. Abandoné la tienda de Roger, y me dirigí a la ocupada por el prisionero. Sausi Crisanislao estaba de rodillas, atado al mástil central de la tienda. Había recuperado el conocimiento y un hilillo de sangre resbalaba por su frente. Sus ojos estaban llenos de ira y no de temor. Me senté en un taburete frente a él y le pregunté, mostrándole el disco de oro que antes le había arrebatado, que dónde había obtenido esa joya.

Él me replicó, a su vez, qué me importaba eso y, en cualquier caso, ¿por qué tendría que decírmelo?

– Porque esto te puede salvar la vida -le dije, ganándome su interés.

Quiso entonces saber quién era yo; pero cuando le dije mi nombre vi que no había oído hablar de mí, de modo que añadí:

– Soy el consejero del megaduque. Si intercedo por ti, y por tus hombres, salvaréis la vida.

– ¿Y qué quieres saber?

– Esta joya -le señalé el dibujo del círculo y los rayos-. Éstos son los símbolos de Ishtar y Sin; Venus y la diosa Luna. ¿Acaso eres un pagano? No temas, no es mi cometido juzgarte por esto; tan sólo deseo saber dónde obtuviste este medallón.

Me contó, entonces, cómo sus antepasados habían luchado como mercenarios en los valles de Mesopotamia, y él había sido educado en la religión y los misterios de aquellas tierras. Luego, cayó prisionero en la campaña de Chana, luchando contra los hombres de Miguel Paleólogo, el padre de xor Andrónico, y purgó su derrota en un largo cautiverio en el que abrazó la religión de Cristo.

Un día abandonó la prisión investido como jefe de una fortaleza griega en Frigia.

– Xor Andrónico me adelantó, como buen conocedor de aquellas tierras, como capitán de su confianza. -Y añadió, resentido por el trato que le había dispensado Roger-: Nunca defraudé esa confianza.

– ¿Sigues adorando a los planetas del cielo? -quise saber.

El me miró escandalizado.

– Nunca he adorado a los planetas; pues el Zodiaco y los siete planetas son obra de los malos espíritus.

La religión que Sausi había aprendido en su infancia creía que el mundo superior se hallaba representado por el Gran Rey de la Luz, la Gran Vida, cuyo símbolo era el que adornaba el medallón que yo le había quitado.

Por debajo de él había innumerables seres espirituales, unos benéficos, otros demoníacos. El Conocimiento de la Vida y los poderes dadores de luz trataban de dirigir a los hombres y a las mujeres hacia las buenas acciones; los planetas y el espíritu de la vida física los inducían a extraviarse.

– ¿En qué lugar de Oriente entraste en contacto con esas creencias?

– En la región de pantanos que se extiende entre los márgenes inferiores de los ríos Tigris y Eufrates, que son dos de los ríos que nacen en el Paraíso.

– ¿Nunca conociste a quienes adoran los planetas?

Meditó durante un instante antes de responder que, en una ocasión, él y su gente atacaron el templo de unos adoradores de demonios, cerca de Harrán.

– ¿Quieres decir que adoraban a los planetas?

– Así es.

Esto era muy común; los dioses de una civilización suelen convertirse en los demonios de sus vecinos. Pero, ¿de dónde había surgido toda esa extraña mitología?

– ¿Dónde estaba situado ese templo? -le pregunté.

– Junto a la falda de los montes Tektek, a una jornada a jaloque [15] de la ciudad de Urfa, y a una jornada a cauro [16] de Harrán.

– Me has sido de gran utilidad -dije-. Me ocuparé personalmente de que Roger te libere a ti y a tus capitanes.

Ricard no había cejado en su empeño de salvar al búlgaro, pero Roger aceptó perdonarle la vida sólo cuando le conté que Sausi era buen conocedor de la región a la que nos dirigíamos y que podría sernos de utilidad como guía.

Admirado por la nobleza demostrada por Ricard de Ca n', le pregunté más tarde por su lugar de origen, respondiéndome que había nacido en las tierras altas de los Pirineos, como gran parte de la almogavaría; y añadió con orgullo:

– Por mis venas corre la sangre del linaje del gran Carlomagno, y mi familia fue en tiempos poderosa en el Valle de Andorra, y combatió contra la casa de Foix al lado del obispo de Urgel, y fuimos desahuciados de nuestras tierras cuando yo era apenas un crío que casi no sabía sujetar una espada entre sus manos. No me quedó otra salida que la del campo de batalla; la almogavaría: los mejores soldados de fortuna al servicio de quien pueda pagar nuestro precio, que no es bajo. Pero ahora que con la caída de Acre la cruzada parece haber concluido y nuestro futuro es incierto, sin guerras ni tierras que conquistar, pronto no quedará un lugar en el mundo para guerreros como nosotros.

Le miré con tristeza y dije:

– En este mundo siempre habrá un lugar para la guerra y la violencia.

8

Seguimos nuestro camino hacia Oriente, para encontrarnos con las avanzadas de Caramano, tal y como Sausi Crisanislao nos había advertido. Eran muy superiores en número a los almogávares, pero inferiores en valor, disciplina y sabiduría militar.

Para un ojo poco entrenado como el mío en contemplar batallas, todo se redujo a una horrible confusión de hombres, hierros y caballos. Los almogávares cargaron con su habitual crueldad, derribando los estandartes turcos, saltando por encima de los cadáveres, degollando, tajando, destrozando a los turcos.

Cuando todo acabó, al final del día, los cadáveres de hombres y bestias se amontonaban desordenados, empapando la arena de sangre; las lanzas y los estandartes destrozados apuntaban hacia el cielo aquí y allá en apretados manojos.

La luz del atardecer le confería a todo un carácter de irrealidad y de locura.

Atravesamos victoriosos una de las imponentes puertas de la muralla que tan bien habían resistido el asedio turco. Las trancas de hierro que ceñían y reforzaban las puertas de pernio a pernio, se abrieron al fin para franquearnos el paso.

Filadelfia era una plaza fuerte y populosa, con una población ocre y sin personalidad que se amontonaba, deslumbrada por nuestro paso: aceros brillantes, carros de guerra, caballos bien enjaezados, guerreros vestidos con pieles de fieras. Y en medio, en dolorosa fila, los vencidos. Mujeres y chiquillos de ojos saltones y desorbitados por el terror; guerreros turcos encadenados, mulas cargadas de botín.

Roger, asqueado por la empalagosa mansedumbre, sin acidez ni belicosidad, de aquellas gentes, ordenó decapitar, por cobarde y traidor, al gobernador de Filadelfia y colgar al capitán de la guardia de la ciudad. Y al pueblo de Filadelfia, que no supo resistir con más valor, le impuso una multa de veinte mil libras de plata. Pero, días después, un correo almogávar llegó hasta las puertas de Filadelfia e inmediatamente fue conducido ante Roger de Flor. Traía noticias de extraordinaria importancia y gravedad.

La guarnición alana que custodiaba Magnesia; la caja fuerte del cuantioso botín almogávar, se había rebelado. Los alanos habían pasado a cuchillo a todos los catalanes que guardaban el tesoro almogávar, y habían tomado como rehenes a las princesas doña Irene y doña María. Al parecer la rebelión había sido instigada por el propio George.

Roger paseó de un lado a otro como un animal enjaulado. La ira nublaba sus ojos y estrangulaba su voz. Preguntó al correo cómo era posible todo esto si tras abandonar Cícico había ordenado a Ahonés que las condujera hasta Constantinopla.

Doña Irene y doña María habían pasado los últimos días del invierno con Roger, en Cícico. Después, el megaduque había confiado las dos damas a su almirante. Pero, al parecer, la marejada les impidió hacerse a la mar y el almirante había decidido esperar en Magnesia a que el mar se calmara.

– Pero, mientras tanto -concluyó el correo-, los alanos se rebelaron.

– ¿Y Ahonés? -preguntó Roger.

– El almirante no estaba en la ciudad en ese momento, sino al cuidado de la flota. Es él quien me envía, megaduque, y espera tus órdenes.

Roger apretó los puños y dijo entre dientes:

– ¡Mis órdenes son sangre y muerte para esos traidores!

Sin esperar más, abandonamos Filadelfia, dejando allí a Marulli y sus griegos para guardar la plaza, y nos pusimos en marcha hacia Magnesia.

Roger, actuando como un poseído, puso sitio a la plaza fuerte; ordenó a Ahonés que desembarcara y dispusiera las máquinas de asedio y los maganeles que aún no habían tenido ocasión de usarse, y las dirigió contra los muros de la ciudad.

El ataque fue precipitado y mal concebido. Los alanos rechazaron a los nuestros sin demasiada dificultad, arrojando aceite y azufre caliente desde las murallas de la ciudad, incendiando los artefactos que tan inconscientemente Roger había dirigido contra ellos, descubriéndolas sin precaución alguna.

Gran parte de los mejores hombres de Roger quedaron allí, a los pies de las murallas, aplastados por rocas o abrasados por azufre ardiente. Mientras los supervivientes se retiraban, arrastrando con ellos a los heridos, tuvieron que soportar la mofa y el escarnio de los sitiados, que les increpaban gritando victoriosos desde las almenas.

Roger apretó los puños y tragó saliva.

El trenzado victorioso que nos había llevado hasta allí empezaba a deshilacharse.

En el décimo día de asedio, una de las puertas de la ciudad se abrió y dejó salir a tres grandes carros tirados por acémilas y a varias mujeres. Cuando los carros y las mujeres avanzaron por campo abierto en nuestra dirección, Roger reconoció entre ellas a su joven esposa y a doña Irene, acompañadas de sus sirvientas.

El reencuentro con la princesa doña María, sobre cuyo destino Roger sin duda había sufrido en silencio, emocionó al duro guerrero.

Pero se cuidó mucho de demostrar esta emoción delante de sus hombres.

Roger abrazó a su esposa, rodeándola con sus fuertes brazos como si quisiera protegerla del resto del mundo, y dejó que ella llorara abrazada a él.

– Los alanos afirmaban ser fieles al Imperio y actuar en defensa de Andrónico -estaba diciendo doña Irene mientras tanto-. Y acusaban a Roger de traición.

– ¿Acusaban a Roger de traición? -exclamó Ricard de Ca n'-. ¿Ellos? ¿Cómo se atreven a tanto cinismo?

– George afirma que os habéis rebelado contra el Imperio -le respondió doña Irene-, que habéis asesinado al gobernador de Filadelfia y que habéis saqueado la ciudad.

– ¡Eso es falso! -gritó Ricard.

– ¿Falso? -pregunté alzando una ceja.

– ¿Por qué os han permitido salir en este preciso momento? -le preguntó Roger a doña Irene sin apenas apartarse de la princesa.

– Según George, nunca hemos sido sus prisioneras. Nos retenían dentro de la ciudad para impedir que pudierais tomarnos como rehenes para conseguir la rendición de la plaza. Pero yo amenacé al mesageta [17] con pedirle a mi hermano su cabeza en una bandeja si no nos dejaba abandonar la ciudad inmediatamente. George accedió entonces a dejarnos marchar, y a llevarnos con nosotras tu parte del botín.

– ¿Es eso lo que hay en el interior de esos carros? -preguntó Roger señalándolos.

– Así es, están cargados de oro. George quiere dejar muy claro que actúa sólo en defensa de los intereses de Andrónico. Quiere que tomes tu oro y te marches.

– ¿Creen que vamos a conformarnos con eso, a dar media vuelta y olvidar que él ha degollado a traición a nuestros compañeros? -dijo Ricard rojo de ira.

– ¿Ha muerto toda la guarnición catalana de la ciudad? -preguntó Roger manteniendo la calma-. ¿Estás segura de eso?

– Sí. Vi sus cuerpos en la plaza, y sus cabezas ensartadas en picas.

– ¡Venganza!

– ¡Ya basta, Ricard! -gritó Roger a su almocadén-. ¡No estás resultando de ninguna ayuda aquí!

– Pero, Capitán…

– ¡Lárgate; desaparece de mi vista!

Ricard de Ca n' apretó los puños, parecía que iba a decir algo, pero finalmente dio media vuelta y se marchó de nuestro lado.

Roger esperó a que se alejara, y preguntó a su suegra si pensaba que su hermano estaría detrás de todo esto. A lo que ella respondió que no albergaba ninguna duda sobre ese punto, lo que provocó un gesto de abatimiento en el duro rostro de Roger.

Se preguntó por qué; había combatido fielmente, contra los turcos, para recuperar territorios que unir nuevamente al Imperio. ¿Por qué esta traición?

– Ya te lo advertí -dijo doña Irene-. Es la forma de actuar de los griegos, y tú eres ajeno a todo.

– ¿Tú lo entiendes, Ramón? -me preguntó Roger.

– El Imperio se sabe débil -le respondí-, y tu fuerza hace más evidente su debilidad. Quizás Andrónico está considerando que ha hecho un mal negocio al cambiar a los turcos por los catalanes.

– Regresa a Aragón, Roger -le imploró doña María-. Regresa a tu patria y yo iré contigo, renunciaré a mi sangre y a mi tierra por ti.

– Aragón no es mi patria -exclamó Roger-; ni Sicilia, ni Génova, ni Brindissi… Soy el hijo de un halconero germánico, criado por los rudos monjes templarios. La tierra que piso en cada momento es mi patria, querida niña.

– ¿Qué va a suceder ahora? -preguntó doña Irene.

Roger dijo que, de momento, se mantendría el asedio sobre Magnesia.

– Más adelante Dios dirá -concluyó.

Varios días después, los centinelas dieron la voz de alarma al ver formarse a lo lejos la polvareda que caracteriza el avance de un ejército numeroso. Esto produjo en todo el campamento almogávar un movimiento nervioso, de avispero alertado.

Roger de Flor salió precipitadamente de su tienda y oteó el horizonte, haciendo de visera con sus manos para protegerse del sol.

– ¿Que sucede? -pregunté, alterado por todo el movimiento que se estaba formando a nuestro alrededor.

– Un ejército se acerca desde Poniente -me respondió secamente Roger.

Doña Irene y doña María también habían salido de las tiendas y se acercaron con expresión preocupada en sus rostros. Ricard de Ca n' corrió hasta nosotros, esperando órdenes; mientras el ejército, del que pude distinguir los estandartes que se afirmaban y coloreaban entre las capas de aire y polvo, avanzaba hacia nuestras posiciones.

– ¡Son los pendones de Aragón y Sicilia! -exclamó Ricard asombrado. Su vista era mejor que la de ninguno de nosotros, pero pronto pudimos comprobar la certeza de sus palabras.

Doña Irene preguntó a Roger sobre qué podía significar eso.

– No lo sé -respondió el extemplario-. ¿Una añagaza turca o alana? Tal vez tu hermano pretende sorprendernos.

– No le creo capaz de tanto atrevimiento -respondió la mujer.

– Quizá sí, o quizá no; pero no puedo arriesgarme. Ricard, llama inmediatamente a zafarrancho.

El almogávar así lo hizo, e inmediatamente el campamento entero se tensó preparándose para la batalla; presintiendo la desagradable posibilidad de convertirse de sitiadores en sitiados. Las mujeres y los chiquillos ocuparon el sitio que la defensa les asignó, preparándose para llevar las flechas y las vituallas a los combatientes. Los carros fueron dispuestos en círculo, y sus lonas empapadas de agua para prevenir las flechas incendiarias. Ricard y Galcerán fueron así dando cuerpo a las instrucciones de Roger.

Un par de exploradores del ejército que se acercaba, cabalgando sendos murtats [18], llegaron hasta la línea de defensa almogávar. Roger reconoció a uno de aquellos hombres y ordenó inmediatamente levantar el estado de zafarrancho.

Los catalanes enfundaron sus dardos y devolvieron al tahalí sus hachas. El grito de victoria almogávar retumbó por todo el campamento; y lo que fue señal de zafarrancho se trocó en caliente y afectuoso recibimiento a los compatriotas que quedaron en Sicilia; los almogávares de Berenguer de Rocafort.

Uno de los dos jinetes que se acercaba era nada menos que Joanot de Curial.

9

Roger y Joanot se abrazaron y besaron como dos hermanos que no se hubieran visto en muchos años.

Joanot era un héroe casi legendario, como Roger, y ambos eran camaradas desde los valerosos últimos días de Acre, donde Roger había salvado la vida a Joanot en más de una ocasión. Lo que fue correspondido por Joanot cuando salvó a Roger de una muerte casi cierta en las mazmorras de la orden del Temple, en Marsella; hechos éstos que me serían narrados poco después, con más detalle, por el propio Joanot de Curial.

Joanot era algo más joven que Roger. Tenía un rostro agradable y bien parecido, dominado por unos grandes ojos castaños, sombreados por unas cejas espesas y oscuras, que hacían que su frente no pareciese demasiado ancha. Su perfil, de nariz recta y labios delgados, recordaba a la imagen de una antigua moneda romana. Su pelo era negro como las plumas de los cuervos, y caía lacio y desordenado sobre sus hombros. Era musculoso y de gran estatura, aunque no tanta como para que le hiciera parecer desgarbado. Vestía una larga gonela color zafre sobre su cota de malla, y en su pecho estaban bordadas las cuatro barras rojas de Aragón. De su cinto colgaba una espada tan ancha y pesada que pocos hombres podrían manejar con soltura.

Más tarde, durante la comida de bienvenida, Roger preguntó a Berenguer de Rocafort sobre las circunstancias de su llegada a Asia.

– Me mandó llamar Andrónico -dijo Berenguer sin dejar de masticar.

Era un hombre tosco, de gestos ampulosos y ojos hundidos, muy peludo de cuerpo y barba, pero completamente calvo en la cabeza. Hablaba, comía y bebía como si le faltara tiempo en la vida para hacer todas estas cosas con calma. Se limpiaba de vez en cuando en la piel de armiño de su capa.

Había llegado con doscientos hombres a caballo y mil infantes almogávares; además de su hermano Gisbert de Rocafort y su tío, Dalmau de San Martín, y Joanot de Curial, que también se sentaban a la mesa. Aquél era un refuerzo que a Roger, ahora que había perdido el apoyo de los alanos y de los griegos de Marulli, le iba a venir muy bien. Pero había cosas que el extemplario aún no veía claras.

– ¿Qué hay de tu problema con el rey? -preguntó Roger a Berenguer.

– Solucionado -respondió éste, realizando la proeza de comer, beber vino y hablar a la vez-. Ese bastardo soltó por fin los veinte mil carlís [19] que me debía, y me ha restituido los castillos de Calabria que mantenía en su poder; pero no me preguntes cómo hice para convencerle.

– Y después decidiste, al fin, acompañarme en mi aventura -concluyó Roger.

– Lo consideré, pero antes de que tomara una decisión recibí un correo del mismísimo xor Andrónico. Me invitaba para que acudiera con mis hombres a Constantinopla; al parecer, deseaba contratar mis servicios y me prometía el título de megaduque.

Roger le miró atónito.

– ¿Cómo?

Berenguer dejó de masticar y le devolvió una sonrisa a Roger.

– Oh, sí. El título ya estaba ocupado por ti. Así se lo hice ver a xor Andrónico en cuanto me presenté ante él en su palacio de Constantinopla. Por cierto, me contaron lo que habías hecho con los genoveses… -rió.

– ¿Qué te dijo entonces Andrónico? -preguntó Roger impaciente.

Berenguer rebuscó en un bolsillo en el dobladillo de su capa, extrajo un rollo de pergamino lacrado con el sello imperial, y lo arrojó sobre la mesa, junto a los montones de huesos de pollo que había ido dejando.

– Tú ya no eres megaduque -dijo Berenguer, encogiéndose de hombros-. Has sido ascendido, amigo; ahora eres César. Felicidades.

Roger de Flor rompió los sellos imperiales, y desenrolló el documento.

– Es mi nombramiento como César del Imperio -dijo tras leerlo rápidamente.

– ¿Qué quiere mi hermano a cambio? -preguntó doña Irene, sin demostrar ninguna felicidad por el reciente encumbramiento de su yerno.

Rocafort observó a la hermana de Andrónico sin responder. En sus ojos había una evidente desconfianza hacia la mujer. El silencio se alargó hasta que el joven Joanot fue quien respondió a doña Irene:

– El Emperador desea que Roger y su ejército levanten inmediatamente el sitio a Magnesia, y abandonen Asia -dijo.

Berenguer de Rocafort explicó a continuación que xor Andrónico ordenaba a Roger dirigirse con urgencia hacia Bulgaria, donde debería acudir en auxilio del esposo de doña Irene, porque un hermano suyo se había levantado contra él y contaba con el apoyo de gran parte del ejercito búlgaro.

– Eso no es cierto -dijo Irene con firmeza-. No existen esa clase de asuntos en Bulgaria.

Rocafort volvió a encogerse de hombros.

– Fue vuestro propio hermano quien me pidió que le transmitiera estas órdenes a Roger de Flor.

– Es un ardid -exclamó Irene-. Andrónico tan sólo desea sacarte de Asia por el método que sea. El título de César es la zanahoria, y el pretendido levantamiento en Bulgaria, la vara.

– ¿Qué piensas tú, Joanot? -preguntó Roger a su amigo.

– Creo que la señora está en lo cierto -dijo el joven caballero-. Xor Andrónico está obsesionado con que abandones inmediatamente Anatolia. No sé por qué.

– Te teme más que a los turcos – dijo Gisbert, el hermano de Berenguer, riendo.

– Sí -añadió Berenguer, palmeando el hombro de Roger-. Eso pienso yo también.

Roger dirigió una mirada alrededor de la mesa, y les dijo a Rocafort y Joanot que le acompañasen, que deseaba hablar con ellos en privado.

Berenguer asintió, levantándose, y limpiándose la boca con la manga.

– Ven tú también, Ramón -me dijo.

Ninguno de nosotros entendió entonces cuáles eran la intenciones de Roger, pero los cuatro entramos en su tienda. Una vez en el interior, Roger preguntó a Berenguer:

– ¿Qué tienes previsto hacer tú?

Rocafort meditó un instante antes de contestar, y al hacerlo miró directamente a los ojos de Roger:

– Son éstos unos extraños tiempos, amigo. Tras la caída de Acre es como si nos hubiéramos dado por vencidos en el empeño de recuperar Tierra Santa. Quizás es mejor así, no lo sé; pero lo que ahora sobra en Europa son ejércitos. Se está licenciando a mucha gente y cada vez es más difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a pagar el precio de unos soldados de fortuna tan buenos como nosotros -rió-. La verdad, no sé dónde vamos a ir a parar si los reyes y nobles dejan de apreciar el auténtico valor de unos combatientes de calidad. Se acercan tiempos difíciles; quizá sea ésta nuestra última oportunidad de enriquecernos con un botín cuantioso. Tú y yo hemos compartido aventuras, y hemos repartido el producto del saqueo infinidad de veces; y tú y yo podemos entender mejor que nadie la oportunidad que tenemos aquí. ¡Por Dios, Roger, estas tierras rezuman oro que sólo espera ser recolectado por nuestras manos! Entiendo perfectamente por qué Andrónico me ha hecho venir y por qué me ha mandado a tu encuentro. Pero si lo que buscaba era provocar el enfrentamiento entre tú y yo, despertar la envidia entre nosotros, es que se trata de un viejo chocho que no conoce lo que vale un catalán o un almogávar… Mandémosle al diablo, Roger, a él y toda su corte de entorchados decadentes. Quedémonos por aquí una temporada, cojamos cuanto queramos, sea griego o turco. ¿Qué más nos da una cosa u otra? Para mí, tan paganos son los unos como los otros…

Roger asintió en silencio, y me presentó a sus dos camaradas de armas.

– Conozco los grandes logros del doctor iluminado -dijo entonces Joanot-; para unos eres un genio y para otros un loco. Para unos un santo, y para otros un hereje. Imagino que estás al corriente de todo esto.

– Estoy al corriente -admití. Desde luego, aquel hombre no se andaba por las ramas.

Roger les preguntó si Andrónico les había revelado el verdadero objetivo de nuestra expedición, la búsqueda del reino del Preste Juan. Y así era, pero ambos le explicaron a Roger que, ahora que la amenaza turca sobre Constantinopla se había aflojado, Andrónico había perdido todo interés en esa expedición.

– Quizás él sí -replicó Roger-, pero no yo. La sabiduría de Ramón Llull puede conducirnos hasta ese reino. ¿No es así, Ramón? -me preguntó, pero continuó hablando sin darme ocasión de responderle-, y tú, Joanot, conoces mi anhelo de encontrar ese reino pletórico de riquezas, con sus calles adoquinadas con oro. Imagínatelo, Bernard.

– Puede que sí, y puede que no -replicó éste-. Yo prefiero el pájaro en mano.

– Pero esto es así de seguro -insistió Roger. Y, a continuación, les contó con detalle lo de la Sala Armilar y lo del origen del fuego griego-. Esta gente poderosa, que ya ayudó a la cristiandad en el pasado, se aprestará a apoyarnos ahora, y juntos derrotaremos para siempre a los turcos. Y nosotros ganaremos más poder y riqueza de los que ningún emperador del pasado haya disfrutado nunca.

Rocafort sacudió la cabeza.

– Despierta, Roger. Ya no tienes el apoyo del Imperio; Andrónico quiere que abandones Asia inmediatamente. No puedes realizar una expedición de ese calibre sin contar con ningún respaldo en tu retaguardia.

– No sería la primera vez -se defendió Roger-; los diez mil de Jenofonte ya cruzaron esas tierras sin que ningún ejército les detuviera… Y el gran Alejandro…

– Oh, ya estamos de nuevo con esas viejas historias… Tú no eres Jenofonte, ni Alejandro; ni estos tiempos son iguales a aquéllos.

– Pero no me daré por vencido tan fácilmente. Vuestra llegada ha sido providencial, amigos míos, porque ahora podré acatar obedientemente las órdenes de esa serpiente de Andrónico; levantaré el asedio sobre Magnesia, tal y como él quiere, y mi ejército viajará hasta Bulgaria, siguiendo su voluntad.

Todos le devolvimos una mirada de incomprensión a Roger.

– ¿Cómo dices? -preguntó Joanot.

– Tú hallarás por mí el reino del Preste Juan -dijo Roger mirando fijamente al joven caballero-. Es un viejo sueño, y no debemos renunciar a los viejos sueños.

Y a continuación, Roger dijo que iba a devolverles a los griegos un poco de su talante intrigante, que estaba cansado de comportarse con rectitud cuando ellos sólo conocían caminos sinuosos.

– Fingiremos que acatamos las órdenes de Andrónico, pero seguiremos nuestra propia voluntad -explicó Roger-. Tú, Joanot, mi buen amigo, con quien he compartido tantos sueños en el pasado, viajarás hacia Oriente en compañía de Ramón Llull junto con un pequeño y escogido grupo de almogávares, hasta encontrar el reino del Preste Juan. Después… bueno, después importará todo muy poco. Aragón tiene hambre de imperio, y nosotros vamos a ser sus dientes afilados y cortantes para sujetar un imperio como el que el mundo conoció en los tiempos del Gran Alejandro. Y quizá decidamos que el trono de Constantinopla debería ser ocupado por un hombre de más valor que Andrónico. Por un catalán quizá.

Rocafort echó su cabeza hacia atrás, y soltó una larga carcajada.

– Sigues siendo el de siempre, Roger -dijo al cabo de un rato-. A ambición no hay quien te gane.

El joven Joanot, que permanecía serio y en actitud introspectiva, preguntó cuánta gente llevaría con él.

– No más de trescientos almogávares -dijo Roger sin dudar-, de los mejores y más fieles. Un grupo lo bastante pequeño como para que pueda moverse con flexibilidad por terrenos desconocidos, y avanzar con rapidez.

Joanot asintió en silencio, y Roger le preguntó a su vez:

– ¿Deseas hacerlo, amigo mío? ¿Deseas emprender esta aventura?

– No me lo perdería por nada del mundo -respondió el joven guerrero.

Y así se hizo. Levantamos el sitio a Magnesia, con gran asombro de los sitiados, y nos dirigimos hacia el norte, hacia Bulgaria. Pero, antes de haber caminado muchas millas, el ejército se dividió.

Joanot de Curial fue nombrado adalid [20] de los almogávares escogidos por Roger, todos exploradores y guerrilleros expertos. Sausi Crisanislao aceptó voluntariamente acompañarnos en calidad de explorador, pues aquéllas eran tierras que él conocía bien por haberse criado en ellas.

Nos hizo una primera sugerencia:

– Trescientos guerreros armados tienen pocas posibilidades de cruzar con éxito esas regiones. Demasiados como para pasar inadvertidos, y demasiado pocos para defenderse del ataque de un ejército enemigo.

– ¿Qué propones? -le preguntó entonces Joanot.

– Las gentes de esas tierras están acostumbradas al paso de grandes caravanas de comerciantes. Son algo común por esos caminos desde los tiempos de los antiguos romanos que establecieron la primera ruta con la remota India. Una caravana con trescientos comerciantes, perfectamente pertrechados para el camino, con sus carromatos, sus acémilas y sus camellos, no despertaría el mínimo interés entre aquellas gentes.

– No me seduce la idea de disfrazarme como un vulgar ladrón -dijo Ricard que también nos acompañaría-, y si es a los turcos a quien temes, no debes preocuparte, pues ya los hemos derrotado en repetidas y continuas ocasiones.

Intervine para sugerir que quizás encontráramos enemigos mucho más formidables que los turcos.

– ¿Qué quieres decir? -me preguntó Ricard, extrañado.

– Sólo que deberíamos tomar precauciones tal y como Sausi propone.

– Que así sea -dijo Roger dando por terminada la discusión.

Los rudos almogávares se despojaron de sus vestiduras de piel, y se cubrieron, entre risas y chanzas, con los ricos ropajes de seda y lino provenientes del saqueo de Filadelfia; ocultando, bajo aquellas túnicas bordadas, sus pesadas armas de acero.

Al separarnos, Roger nos dijo que tenía por muy cierto que ese levantamiento en Bulgaria había sido fingido por Andrónico, para tener alguna razón para sacar a los almogávares de Asia. No debíamos preocuparnos entonces por nada, excepto por encontrar las tierras del Preste Juan. Y dijo por último:

– Que piense que me callo y me someto.

Y no se habló más. Nos separamos del grueso de la tropa almogávar, y tomamos caminos divergentes. La extraña aventura hacia lugares perdidos se abría ante nosotros.

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