Tendiendo su mano temblorosa hacia el arcón repleto de papeles, Fray Gerónimo, en lo que parecían ser sus últimas palabras, le indicó a su discípulo, Nicolau Eimeric, que allí encontraría todos los detalles sobre la oscura odisea de Ramón Llull.
Durante los últimos años fray Gerónimo había estado releyendo toda aquella documentación, anotando allí donde era necesario, alguna explicación racional de los acontecimientos.
Su secreto quedaba ahora confiado en manos de su discípulo, tal vez el único que podía compartir con él aquella terrible historia, que había conservado dentro de él como la más oculta de las vergüenzas, intentando, sin éxito, descubrir el misterio y el horror que escondían aquellas páginas. Fray Gerónimo parecía muy cansado tras la sangría que le había sido practicada; sus últimas palabras apenas fueron un susurro, y quedó profundamente dormido al cabo de un instante. Uno de los físicos le indicó entonces a fray Nicolau Eimeric que debía marcharse, y el dominico llamó a dos legos para que llevaran aquel arcón hasta su celda.
Una vez en la soledad de su interior, fray Nicolau procedió a leer los legajos que cuidadosamente había guardado fray Gerónimo.
Durante casi dos días estuvo concentrado en su lectura, sin más interrupciones que las necesarias y habituales en la vida del convento, sintiendo cómo el terror se afianzaba en su interior con cada frase, con cada párrafo que completaba.
Al terminar el manuscrito, fray Nicolau Eimeric devolvió los legajos al arcón.
Reconoció en aquellas letras que había leído el venerable trazado de la mano de su maestro, pero no albergaba ninguna duda sobre el auténtico autor de aquel texto. Lo que acababa de leer sólo podía ser obra del Maligno, y como tal debía ser destruido.
Llamó a los dos legos, y les ordenó que quemaran inmediatamente aquel arcón, y que no se atrevieran a abrirlo siquiera.
Ramón Llull murió a principios del año mil trescientos dieciséis.
Desobedeciendo la imposición del tribunal eclesiástico de permanecer confinado en su alquería mientras el proceso contra él siguiera abierto, Ramón había embarcado nuevamente hacia la costa norte de África. En las calles de Bugía fue apedreado por una multitud indignada por sus palabras; y, ya agonizante, fue recogido por unos marinos genoveses que le llevaron hasta su barco donde expiró.
Tenía entonces ochenta y cuatro años.
En el tiempo transcurrido entre el nacimiento y la muerte de Ramón el mundo había cambiado por completo; había dejado de ser un disco plano, una «T» en el interior de una «O», para convertirse en algo mucho más vasto e impredecible.
Treinta años después de su muerte, la Peste Negra arrasó Europa.
A finales del mil trescientos cuarenta y ocho la epidemia se había extendido por Italia, Francia, España y Portugal. En esos pocos y terribles años la enfermedad mató a veinticinco millones de europeos, y Mallorca perdió un cuarenta y cuatro por ciento de sus pobladores. Pero no fue el fin del mundo. La vida en la Tierra continuó pese a todo.
Superviviente de la Peste, y conocedor de la inquietante narración del último viaje de Ramón Llull, Nicolau Eimeric, designado Inquisidor General de la Corona de Aragón durante los turbulentos años del Cisma de Occidente, denunció ante el Papa la obra de Ramón Llull como sospechosa de error y herejía, y emprendió una feroz cruzada personal contra las escuelas lulistas. Finalmente, consiguió una bula condenatoria de Gregorio XI, y fue prohibida la lectura pública de los escritos del genial mallorquín, muchos de los cuales se perdieron para siempre en las hogueras de la Santa Inquisición. La documentación sobre estos hechos es, todavía hoy, incompleta.
La historia y la leyenda se han entretejido desde entonces en torno a la gigantesca figura de Ramón Llull, el Doctor Iluminado.