El enorme espacio asiático nos absorbía como una esponja, nos empequeñecía y anulaba. La inmensidad quieta y serena de millas y millas serpenteantes por los duros y polvorientos caminos de aquella geografía atormentada.
Los turcos, avisados de nuestra fiereza y crueldad, abandonaban sus hogares y huían ante nuestro avance, sin presentar batalla, dejando tan sólo desolación a nuestro paso. Comarcas quemadas y cosechas arruinadas. El extraño mundo asiático parecía agazaparse, enarcar el lomo y contener la respiración en postura precursora de zarpazo.
Cruzamos así junto a una ciudad, apresuradamente abandonada por sus gentes, llamada Calmarin, que estaba situada a sólo siete leguas del monte Ararat, en cuya cima atracó Noé tras el Diluvio. La montaña Ararat era muy alta, y tenía sus cumbres nevadas y cubiertas de niebla; a sus pies se extendía una gran llanura cruzada tan sólo por el río Corras, que nacía del deshielo de aquellas nieves y que fertilizaba aquellas tierras cuadriculadas de huertas de frutales, viñas y rosales. Calmarin había sido la primera ciudad edificada por el linaje de Noé, y había estado poblada desde entonces, hasta el día de la llegada de los catalanes.
Aquellas tierras nos recordarían durante muchos años.
Mi carromato era similar a una galera valenciana; es decir, tenía cuatro grandes ruedas atrás y dos de menor tamaño delante, sujetas a un eje móvil del que surgían las limoneras y que podía ser dirigido con ayuda de un pesado timón. Al abrigo de su lona, impermeabilizada con brea, había establecido mi biblioteca ambulante y mi sala cartográfica. Pasaba los días en su interior, consultando los mapas y leyendo los libros; ajeno por completo al desolado paisaje que nos rodeaba, donde no se podía percibir más movimiento que el de las nubes y el paseo de sus sombras.
Apenas intercambié unas pocas palabras durante el viaje. Me deslizaba como un espectro entre aquellos rudos hombres, presenciaba sus juegos de dados, sus danzas y sus peleas, sin implicarme jamás en ninguna de estas actividades. Me sentía tan distanciado de los almogávares que su presencia me afectaba menos que viejas historias que hubiera leído hacía mucho tiempo.
Ricard, Fabra, Jaume, Pero, Ferrán, Guillem… eran nombres que, en aquellos momentos, nada significaban para mí; pero en un futuro cercano vería morir a muchos de aquellos almogávares, alguno incluso cambiaría su vida por la mía, y yo lamentaría no haber aprovechado aquellas jornadas tranquilas, las últimas que viviríamos en nuestro camino, para conocerlos mejor.
Pero de quien sí deseaba saber más era de su joven líder; Joanot de Curial, y en una ocasión le invité a mi carromato donde le mostré los mapas y las cartas que nos guiarían en nuestro viaje. Muchos de los libros que llevaba provenían de los estantes de la Sala Armilar. Entre los mapas que consultaba para establecer nuestra ruta estaban las Estaciones de Partia, opúsculo redactado por Isidoro de Cárax; el Itinerario Antonino, o la Peregrinación de Eteria; así como la antigua Geografía de Estrabón, o la famosa Guía geográfica de Tolomeo. Acompañado todo esto por cartas de rutas, muy útiles, desarrolladas en longitud sin preocuparse de la configuración de las tierras, de modo que formaban una banda plegable que podía ser guardada en el bolsillo o en un saco de viaje. Todo lo cual fue observado por Joanot con detenimiento, dando muestras de una gran curiosidad e inteligencia y formulando multitud de preguntas.
Yo también sentía curiosidad por conocer con detalle las circunstancias en las que Roger y él se habían conocido.
La familia de Joanot pertenecía a la pequeña nobleza valenciana, beneficiada con un señorío en la comarca de L'Horta, concedido por el propio Jaume I como pago de servicios de conquista. Joanot de Curial, nacido de la primera generación de valencianos auténticos tras el repoblament, se sentía como tal, y había ganado fama de caballero noble y valeroso en las cruzadas. Había participado en la desesperada defensa final de Acre, antes de que el beauseant [21] cayera en manos de los sarracenos. Como ya he dicho, fue allí donde Roger salvó su vida y se convirtió para siempre en su amigo.
Poco después fray sargento (Roger), caería en desgracia y fue el propio Gran Maestre del Temple, Monecho Gardini, quien lo denunció ante el papa Nicolás IV, que mandó prenderle para que bajo tortura revelara el paradero del tesoro de los templarios. Pero Joanot logró liberarle, y juntos huyeron de la fortaleza del Temple en Marsella, donde Roger había sido retenido por la guardia pontificia.
– Nuestra huida nos llevó hasta Génova -dijo Joanot-, donde ambos entramos al servicio de la familia Doria.
– ¿Qué hiciste para liberar a Roger de su prisión?
El valenciano sonrió maliciosamente, y dijo:
– El destino fue mi aliado.
Según Joanot me explicó, la inesperada muerte de Nicolás IV provocó un estado de confusión tal que él supo muy bien aprovechar; y se presentó en la fortaleza de Marsella con una falsa orden de libertad para el extemplario.
– Roger de Flor me fue entregado amablemente por sus propios guardias -dijo.
Yo me sentí bastante turbado por esta narración, que me llevó a meditar sobre lo complejo que es el destino de los hombres; porque estos hechos sucedieron en la primavera del año de Nuestro Señor de mil doscientos noventa y dos. Yo me había entrevistado entonces con el Santo Padre, a quien había logrado convencer de mi idea de recobrar Tierra Santa con la fuerza de la razón, y no por la razón de la fuerza. La reciente toma de Acre por los sarracenos señalaba el fin del último bastión cristiano en Tierra Santa y demostraba nuestra incapacidad para imponernos por las armas a los infieles. Mi propuesta de una nueva cruzada, armados únicamente con ideas y no con acero, recobró entonces nueva fuerza, y el Papa parecía dispuesto a apoyarla firmemente. Pero murió antes de que pudiera llevarse a cabo mi proyecto de creación de misiones en Tierra Santa. De modo que, lo que para mí supuso una terrible desgracia, la muerte del Pontífice, resultó ser la providencial salvación para Roger de Flor.
Nuestro viaje continuó sin incidentes, y tras cuatro semanas de marcha llegamos al lugar del que Sausi me había hablado; el templo de adoradores de demonios cercano a Sumatar, a sólo una jornada al cauro de la bíblica ciudad de Harrán.
Un grupo de siete edificios de piedra en ruinas parecían contemplarnos como centinelas petrificados. Un impresionante silencio había caído sobre las tropas catalanas ante la presencia de aquellas moles polvorientas, dispuestas en semicírculo a intervalos irregulares alrededor de un montículo central. Eran de varias formas: uno redondo; otro, cuadrado; un tercero, redondo sobre una base cuadrada. Al norte del montículo central, y a cierta distancia, se levantaba la gigantesca estatua de piedra sin cabeza de un hombre, vestido con una especie de toga que le llegaba a las rodillas. El viento, al levantar remolinos de polvo en torno a la estatua, pareció animar momentáneamente los pliegues pétreos de sus ropajes. Creo que todos nos estremecimos.
– ¿Es este lugar? -le susurré a Sausi Crisanislao, y él respondió afirmativamente.
Se escuchó entonces la poderosa voz de Joanot de Curial, imponiéndose al silencio; advirtiendo a los almogávares de que estábamos en territorio enemigo y ordenándoles disponer un campamento defensivo. Los guerreros disfrazados de comerciantes se pusieron inmediatamente al trabajo y la desolada llanura sobre la que se levantaban aquellos extraños edificios se llenó inmediatamente de los bulliciosos sonidos y el caos de los almogávares trabajando.
Después, Fabra celebró una torpe misa para alejar los malos espíritus del lugar.
Aquel almogávar, alto y grueso, de largas melenas grises, había nacido en la Cataluña del otro lado de los Pirineos, y afirmaba haber sido ordenado sacerdote y haber llevado una vida muy azarosa antes de entrar a formar parte de la almogavaría. Sobre esto último no me cabía duda alguna, pero cuando le preguntaba detalles sobre cómo y cuándo había sido ordenado, se volvía tremendamente impreciso. Al contrario que el resto de los almogávares, que tenían muy claro que iban a la guerra tan sólo por el botín y el beneficio que pudieran obtener de esto, Fabra afirmaba haber tenido una revelación divina en la que el Señor le habló, y le animó a acabar con la vida de cuantos infieles se pusieran en su camino.
Y este deseo lo formuló nuevamente en el transcurso de la misa.
Cansado de su ignorante letanía, me dirigí en solitario hacia las ruinas. Caminé lentamente hasta el montículo central y lo contemplé con un respetuoso silencio. Era evidente que se trataba de un lugar sagrado; pero, ¿de qué religión? En el flanco septentrional del montículo había un relieve que representaba otra figura humana ataviada con el mismo tipo de levita que la gran estatua descabezada. Junto a este relieve, otro representaba el busto de un personaje masculino que llevaba el pelo sujeto con cintas y tenía, a ambos lados de la cabeza, una estrella y una media luna.
Bajo estos dos relieves había una breve inscripción en dialecto jonio que no tardé en traducir; declaraba simplemente que aquellos relieves habían sido dedicados al dios Sin. Una segunda inscripción más abajo me resultó en parte indescifrable; creo que de nuevo mencionaba a Sin, el dios lunar, y la dedicación de un tesoro; quizás el tesoro que estuvo a su cargo.
Trepé, no sin dificultad, hasta la cima del montículo, que estaba rematado por una gran roca pelada y casi esférica. En su superficie aparecían, profundamente incisas, cierto número de inscripciones jonias que traduje. Una de ella decía:
«Que Calínico, hijo de Aristarco, que partió de la ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal, sea recordado. Que sea recordado en presencia de Sin…».
De nuevo Calínico. Aquél era el hombre que había estado al frente del grupo de sabios que llevó la salvación a Constantinopla. ¿Era el mismo hombre del que hablaba aquella inscripción? ¿La «ciudad Sagrada en el Desierto de Cristal», se referiría al reino ocupado por los cristianos del Preste Juan?
Descendí del montículo y caminé hasta la entrada de uno de los templos. El edificio era redondo y estaba construido sobre un alto estilóbato circular; sus muros exteriores eran una sucesión de medias columnas adosadas por pares, yendo las cúspides de cada par unidas entre sí por un pequeño arco. Esto sujetaba la cornisa sobre la que se asentaba una cúpula semiesférica. Parecía sólido y ligero a la vez. La cúpula estaba construida con ladrillos de adobe rectangulares, típicos de aquellas regiones sin canteras, protegidos de la intemperie por un duro caparazón de barro vitrificado de brillante color azul celeste. En los muros se había usado ladrillo en forma de planchas, incrustadas en el enlucido con cuñas de vitrificado de brillantes tonos anaranjados.
Me detuve frente al umbral que era oscuro como la entrada a una cueva, y decidí regresar al campamento en busca de alguna luz que me guiara en el interior del templo.
Allí me crucé con Sausi Crisanislao, y le pedí que me acompañara. De mi carro recogí una lámpara de aceite, y nos plantamos frente a la entrada del templo. Con aquel guerrero armado junto a mí, y con el candil brillando en mis manos, me sentía más capaz para enfrentarme a los misterios que encerraba aquel lugar.
– Tú estuviste aquí hace veinte años -le dije al búlgaro-. ¿Crees que notarás si este templo ha sido habitado desde entonces?
Él me respondió que habían dejado muchos cadáveres de monjes en su interior, y que si seguían allí, si nadie los había sepultado, significaría que, efectivamente nadie había regresado a este lugar.
Encontramos el primer cadáver apenas nos internamos unos pasos en el túnel abovedado que era la entrada. Casi tropecé con él; la luz de mi lámpara me mostró una momia horrible, envuelta aún con los restos de su túnica ceremonial.
– Recuerdo a éste -dijo Sausi, agitando su melena de león en la cambiante luz de mi linterna-; lo degollé yo mismo. Era un sacerdote; nos descubrió e iba a avisar a sus compañeros, pero no le di ocasión de hacerlo.
Reconocí en los restos de aquellas ropas una levita muy parecida a la que vestía la gigantesca estatua descabezada del exterior. Junto al cadáver había un extraño gorro o tocado de forma cónica. En ninguno de mis viajes había visto unas ropas parecidas.
Sorteamos el cadáver, y seguimos caminando por el túnel. Este desembocó en una amplia sala circular. La luz entraba por un orificio situado justo en el vértice de la cúpula por lo que ya no era necesaria la lámpara de aceite. En la gran bóveda estaban pintadas con exquisito cuidado las estrellas y constelaciones.
– Es igual a la del Palacio de Constantinopla -musité; y, ante la mirada de incomprensión del búlgaro, le expliqué que en los sótanos del Palacio del Emperador había una sala gemela a ésta. Por lo que ya no cabía duda alguna: el Calínico de Constantinopla era el mismo Calínico que visitó este lugar.
Pero la bóveda no era exactamente igual. También era una media esfera sobre la que se habían pintado los principales astros del cielo, pero ésta estaba atravesada por un eje polar, de bronce, que llegaba hasta el suelo, en el centro de la sala; éste quedaba sujeto a una armilla graduada, también de bronce, que debía de corresponder al meridiano de aquel lugar. Esta armilla, a su vez, se asentaba sobre un soporte horizontal cuya apertura circular superior representaba el horizonte. Era evidente que, en algún tiempo, la armilla pudo moverse por las guías situadas en el cimborrio de la cúpula, de tal forma que el polo podía formar con el horizonte ángulos iguales a cualquier latitud. Una segunda armilla, cuyo eje coincidía con los polos de la eclíptica, servía para determinar las coordenadas de longitud y latitud de cualquier estrella pintada en la esfera.
Todo más tosco, pero más comprensible para mí que los sofisticados artilugios que había visto en la Sala Armilar de Constantinopla, pues yo conocía instrumentos similares, aunque no de ese tamaño, de mis viajes por los reinos moros. Los infieles los denominaban alcoras y los usaban habitualmente para sus cálculos astrológicos.
La sala era una vasta pieza circular que mediría unas veinticinco varas de diámetro; poyos de adobe compactado se extendían pegados a la pared, e inmediatamente sobre éstos empezaban las pinturas y llegaban hasta el mismo cimborrio, situado a diez varas de altura.
Por el suelo estaban diseminados los restos de doce sacerdotes más. Me acerqué a uno de los muros; una enredadera trepaba por él, medio cubriendo unos maravillosos frescos, una composición con numerosos personajes que representaba un gran ejército que avanzaba hacia el sol.
Aquellos frescos habían sido realizados por un gran artista. Sorprendía su maestría e ingenio en el manejo de su técnica para representar los cabellos, las barbas, los vestidos y adornos personales con la máxima economía de trazos, mediante algunos rasgos atrevidos y, sin embargo, extraordinariamente expresivos. Las figuras destacaban en tonos naranja y dorado sobre un fondo azul cobalto. Eran hoplitas griegos, vistiendo armaduras de planchas y yelmos empenachados; y al frente de ellos, cabalgando un carro decorado con perlas y placas de oro, un joven general cubierto con una armadura dorada, armado con una espada y un puñal metidos en sus lujosas vainas. Su cabeza noble y hermosa estaba levemente inclinada sobre su hombro izquierdo; tal y como describió Plutarco. Yo había visto muchas representaciones de aquel hombre y de aquella armadura, por lo que no tuve ninguna dificultad en leer la inscripción bajo el carro. Decía simplemente: «Alejandro Magno». Junto a él, viajando en el mismo carro, un hombre anciano y barbudo, vestido con una toga y que llevaba un instrumento en sus manos. Era un astrolabio llano; una proyección estereográfica de la esfera celeste sobre el plano del Ecuador. Un instrumento muy popular en nuestros días para quienes solemos estudiar los cielos, pero que tiene su origen en la Antigua Grecia.
¿Quién era entonces aquel hombre que parecía guiar el camino del gran Alejandro?
Visitamos el resto de los templos; el de planta cuadrada rematado también en bóveda, decorada con estrellas y planetas, y pinturas en los muros. Así mismo, encontramos momias de sacerdotes acurrucados en el suelo como centinelas dormidos.
En esta ocasión la cúpula no tenía una abertura cenital, sino que le faltaba todo un segmento longitudinal, como el gajo de una naranja. La cúpula entera parecía haber sido montada sobre un artilugio mecánico, realizado en bronce o cobre, cuya función parecía ser la de posibilitarle girar horizontalmente. Pero estos engranajes estaban tan inutilizados por el orín y la arena acumulada durante siglos como los del primer templo.
Me acerqué a uno de los frescos que mostraba al mismo anciano, de aspecto sabio. Aquí sujetaba un radiante sol con su mano derecha y la Tierra con la izquierda. Sobre su cabeza un detallado dibujo representaba un eclipse lunar, con los conos de sombra marcados por finas líneas. La inscripción decía:
«El tamaño de la sombra de la Tierra sobre la Luna demuestra que el Sol tiene que ser mucho mayor que la Tierra, y que debe de estar situado a una gran distancia».
– Aristarco de Samos, por supuesto -comprendí.
Sausi, mirando extrañado a su alrededor, preguntó si había pasado algo, y le expliqué que aquel hombre de las barbas era Aristarco de Samos, un gran sabio jónico; pero que creía erróneamente que el Sol ocupaba el centro del universo, que la Tierra giraba sobre su eje una vez al día, y que orbitaba el Sol una vez al año.
El búlgaro me miró sin entender nada. Quizá pensó que me había vuelto loco.
Pero yo sentí la excitación ascender por mi pecho mientras comprendía que las respuestas estaban ya al alcance de mis manos. Tan sólo debía unir cada uno de los elementos en su orden correcto, y entonces la verdad se haría elemental para mí.
No parecía haber ningún peligro en aquel lugar, de modo que le di permiso a Sausi para que regresara a sus quehaceres en el campamento.
Quedé nuevamente solo, contemplando aquellos frescos y meditando sobre el significado de aquellos templos y el extraño culto a los planetas.
En la piedra que remataba el montículo exterior se afirmaba que Calínico era hijo de Aristarco. Ahora sabía a qué Aristarco se refería, pero, evidentemente, era imposible que Calínico, el hombre que llevó el fuego griego a los asediados ciudadanos de Constantinopla, fuera hijo de Aristarco de Samos, que vivió mil años antes que Calínico y que fue contemporáneo de Alejandro Magno. En realidad, Aristarco debía de ser todavía un niño cuando Alejandro murió en el trescientos veintitrés antes de Nuestro Señor Jesucristo. No estaba seguro, y tendría que consultar esas fechas…
La cuestión, entonces, se planteaba con una rotunda evidencia: ¿por qué se afirmaba, en dos lugares tan distantes, que Calínico era hijo de Aristarco? Hijo de sus enseñanzas, sin duda. A eso debían de referirse ambas inscripciones.
Hice un esfuerzo para recordar cuanto sabía sobre Aristarco de Samos. Lo había estudiado hacía mucho, al igual que a los otros científicos jonios, mientras exploraba los orígenes del saber humano…
Algunos jonios practicaban una extraña filosofía materialista que afirmaba que la materia proporcionaba por sí sola el sostén del mundo; sin el concurso de los dioses para ello. Llevado por este método equivocado de razonamiento, Aristarco llegó a afirmar que era el Sol y no la Tierra quien ocupaba el centró de la Creación; y que las estrellas podían ser otros soles iguales al nuestro, pero mucho más distantes, con su propia cohorte de planetas. Una idea que resultó tan escandalosa entonces como sin duda lo sería hoy en día si alguien se atreviese a pronunciarla. Por lo que él, y sus discípulos de Samos, fueron perseguidos por sus contemporáneos hasta ser completamente exterminados, y sus ideas fueron olvidadas.
Me acerqué a una de las paredes. El fresco de ésta representaba a unos hombres ancianos, vestidos con togas, apedreados por una multitud enfurecida. A mi pesar, pues los sabía equivocados, no pude evitar cierto sentimiento de simpatía por aquellos locos discípulos de Aristarco. Yo también había sufrido situaciones semejantes y mis argumentos dialécticos habían sido respondidos con piedras, lo que me había obligado a correr para salvar mi vida, sobreviviendo en ocasiones con graves heridas en mi cuerpo.
Bien, pensé, ¿qué habían hecho a continuación los discípulos de Aristarco, es decir, sus hijos intelectuales?
Se habían ocultado, pero no habían desaparecido, pues tenía pruebas de que ese tal Calínico seguía considerándose discípulo de Aristarco, mil años después de que la secta fuera perseguida y presuntamente exterminada.
La pregunta era: ¿dónde se habían ocultado?
Pero había algo que no encajaba aún en todo este razonamiento. Los jonios se creían capaces de explicar el mundo de una forma materialista. Decían: «Si llamamos divino a todo aquello que no entendemos, realmente las cosas divinas no tendrán fin».
Pero en la Sala Armilar , como en estos templos en cuyo interior me encontraba, había hallado pruebas de una adoración pagana por los planetas. Y Sausi me había hablado del pueblo que habitó de niño, cerca de la confluencia del Tigris y el Eufrates, donde se consideraba a los planetas como entidades maléficas.
Esto parecía una contradicción; a no ser… Sí, a no ser que los discípulos de Aristarco, en su huida, marcaran su itinerario con pequeñas colonias en las que construirían observatorios astronómicos. En el transcurso de los siglos el conocimiento que albergaban esas colonias de jonios materialistas se fue pervirtiendo y, al igual que les pasó a los israelitas durante la ausencia de Moisés, cayeron de nuevo en la idolatría. Para ellos debió de ser natural considerar a los planetas como dioses o demonios, cuando tenían a su alcance instrumentos tan perfectos para su observación.
Pero eso significaba que el camino hacia la ciudad en la que se ocultaron finalmente los hijos de Aristarco debía pasar por aquellos dos puntos.
¿Qué otro itinerario pasaba por esos mismos puntos, que fuera conocido en aquella remota época? Por supuesto, se trataba del camino trazado por Alejandro en su avance imparable hacia la conquista de Asia. Los jonios se habían limitado a seguir sus pasos.
En el exterior había oscurecido, y ya no entraba luz por la abertura vertical de la cúpula. Volví a encender el candil, y abandoné meditabundo el templo. Una idea había empezado a formarse en mi mente. En mi carromato, recogí una azafea y el Mapamundi de Eratóstenes de Cirene. Y con todo esto en una bolsa de cuero, regresé al primer templo.
El anciano que acompañaba a Alejandro en el carro parecía mirarme divertido ante mi incapacidad para resolver el enigma. La fluctuante luz de mi candil parecía animar muecas burlonas en su venerable rostro. El astrolabio seguía en sus manos maravillosamente esbozado. Me acerqué a él, y lo iluminé con cuidado.
La esfera celeste estaba allí perfectamente representada en dos dimensiones, tomando como centro de proyección el Polo Sur: Tres círculos concéntricos representaban la proyección del trópico de Capricornio -el más externo-, el Ecuador -el círculo intermedio-, y el trópico de Cáncer -el círculo interno-; la proyección del cénit del lugar de observación y, en torno a él, una red de almucantarates o círculos de altura que llegaban hasta la proyección del horizonte. Y la araña o red, es decir, la proyección de la eclíptica que surgía como un círculo excéntrico con respecto al centro del instrumento, y la de una serie de estrellas importantes; esto giraba en torno al centro de la lámina permitiendo poner el instrumento en posición. Para hacerlo, el astrónomo, debía simplemente observar la altura de una estrella que estuviese representada en la red y hacerla girar ésta hasta que el almucantarat correspondiente coincida con la proyección de la estrella. Todo esto estaba representado en el fresco con finos y precisos trazos; el desconocido artista debía de ser también un experto conocedor del astrolabio, pensé, y en ese momento hubo algo en el dibujo que llamó poderosamente mi atención.
Extrañado me alejé un poco de la pintura, y miré a través de la abertura cenital de la cúpula. Apagué el candil, y observé detenidamente las estrellas, brillando silenciosas y majestuosas a través del orificio circular.
– ¡Dios mío! -musité en la casi absoluta oscuridad que me rodeaba.
Tenía la respuesta. Era como si aquellos sacerdotes muertos que me rodeaban me la hubieran susurrado al oído; como si el desconocido, y lejano en el tiempo, artista que había pintado aquellos frescos me hubiera dejado un mensaje a través de los siglos.
Encendí nuevamente la luz y volví a acercarme a los frescos pintados en el muro. No había duda; la disposición del horizonte del astrolabio no se correspondía con la latitud en la que nos encontrábamos.
En un astrolabio de proyección polar, el horizonte es un círculo y, por consiguiente, la lámina que representa éste sirve únicamente para una latitud determinada, y debe cambiarse por otra si quiere utilizarse el instrumento en otro lugar. Éste es el principal inconveniente del astrolabio estereográfico convencional; si el astrónomo desea trabajar con su instrumento en distintos lugares, o mientras viaja, se ve obligado a llevar consigo una serie de láminas intercambiables que representan el horizonte en diferentes latitudes. Por ese motivo utilizo una azafea de Azarquiel en lugar del clásico astrolabio.
Había traído conmigo uno de esos instrumentos, y lo saqué con presteza de la bolsa de cuero. En la azafea la proyección estereográfica se hace sobre el plano del coluro de los solsticios, tomando el punto vernal como centro de proyección. El ecuador, la eclíptica y el horizonte se proyectan como líneas rectas que pasan por el centro de la lámina. Una alidada móvil hace las veces de horizonte giratorio, que puede adaptarse a cualquier latitud. La hice coincidir entonces con la disposición del horizonte representado en el astrolabio del fresco, y esto me dio rápidamente la latitud en la que supuestamente se encontraba el anciano de la pintura. No era la nuestra, como ya había advertido, sino que estaba situado a varios grados al norte de nuestra posición.
Extendí en el suelo el Mapamundi de Eratóstenes, y tracé sobre él la línea de latitud que había obtenido. Si mi razonamiento había sido correcto hasta ese momento, sólo me faltaba determinar la longitud para conocer la situación exacta de la ciudad de la que partió Calínico; aquella ciudad en un «desierto de cristal».
¿El reino del Preste Juan?
Pero esto representaba una nueva dificultad.
Eratóstenes había adoptado el paralelo de referencia determinado por Dicearco, que pasaba por Tapsaco, no muy lejos del lugar donde ahora me encontraba, y que cortaba el meridiano de Alejandría; que iba desde Tule hasta Etiopía, pasando por Olbia, a la tramontana [22] del mar Negro, Lisimaquia, en los Dardanelos, la isla de Rodas, Alejandría, Siena y Meroe. Había estimado que la anchura total del mundo habitado, de Tule al país de los sembritas, era de 38.000 estadios, es decir, unas mil leguas. Esto ha demostrado ser bastante exacto; pero, por desgracia, no existe un método tan preciso para el cálculo de las longitudes. Se necesitaría un reloj de gran precisión, y algún sistema para confrontar la hora local de diferentes y distantes ciudades en un mismo momento. Lo cual, como es evidente, es imposible. Hay que atenerse, por tanto, a las evaluaciones forzosamente aproximadas de los marinos, comerciantes y… militares.
Tenía, pues, la línea exacta de latitud donde estaba situada la ciudad, ¿pero cómo determinar la longitud? Deslicé mi dedo sobre esta línea, de Oriente a Occidente, buscando una solución. De nuevo los frescos que me rodeaban vinieron en mi ayuda.
Algunos de los hoplitas de Alejandro parecían estar en marcha en su camino hacia Oriente, pero otros, situados entre las filas de sus compañeros, parecían quietos, con sus armas dispuestas. Consideré que cada uno de aquellos hoplitas guardaba un puesto en el itinerario de Alejandro.
Hice memoria de mis conocimientos de historia antigua. Puesto que he pasado la mayor parte de mi vida viajando, aprendí pronto a memorizar el contenido de los libros, para evitar el tener que cargar siempre con una pequeña biblioteca.
No me costó mucho recordar aquellos datos: las tropas de Alejandro pasaron por la región en la que ahora me encontraba hacia el trescientos treinta y uno antes de Nuestro Señor; por Ecbatana en el trescientos treinta y por Ariana en el invierno del trescientos veintinueve, ambas situadas un poco más al mediodía [23]. Tracé, guiándome sólo por mi memoria, la ruta de Alejandro sobre el Mapamundi de Eratóstenes.
Tan sólo en un punto la ruta de su ejército cortaba la línea de latitud que antes había marcado. Era el punto situado más al norte en toda la ruta del general macedonio, en la región de Sogdiana; a tramontana de una ciudad llamada Marakanda por Alejandro y que actualmente es conocida como Samarcanda.
En aquel lugar estaba el reino que buscábamos.
Le señalé la ruta que debíamos tomar a Joanot de Curial, y vi dudar al guerrero. Me preguntó que si estaba seguro de que era allí, en Samarcanda, donde se encontraba el reino del Preste Juan. Y tuve que admitir que no; que en realidad no había encontrado ninguna referencia a él, pero de lo que sí estaba convencido era de que en algún lugar al norte de la ciudad de Samarcanda se encontraba el reino de los hombres que llevaron el fuego griego a Constantinopla. En una ciudad situada en el desierto de cristal.
– Quizás es la misma ciudad de Juan, aunque sus habitantes no la conozcan por ese nombre -aventuró Joanot, y yo no pude menos que estar de acuerdo con él.
Joanot me contó entonces cómo en Génova, Roger y él, habían entrado al servicio de la familia Doria, de cuyos astilleros salió la nueva nave de Roger: la Oliveta.
En aquellos años, Tesidio Doria había promovido una expedición para buscar una ruta marina hasta el reino del Preste Juan. Los hermanos Vadino y Ugolino Vivaldi, miembros como los Doria de una antigua familia de navegantes, fueron puestos al mando de las dos naves que zarparon de Génova.
Tras hacer escala en Mallorca, cruzaron el estrecho de Gibraltar, bordearon Marruecos y el cabo Juby, al sur del Atlas. A partir de lo cual se perdió todo contacto con la expedición de la que no volvió a saberse nada; aunque se creía que lograron llegar a las tierras del Preste Juan, de donde no quisieron, o no les fue permitido, regresar.
– Tesidio Doria nos contagió de su afán de encontrar el reino del Preste Juan -dijo Joanot-; un sueño que Roger y yo hemos compartido desde entonces.
– Me resulta extraño pensar que un hombre como Roger pueda tener sueños como ése -le dije a Joanot.
– Quizá porque no le conociste lo suficiente.
La noche antes de nuestra partida hacia Oriente, me vi asaltado por terribles y premonitorios sueños. No eran más que formas negras y sinuosas que ondeaban en torno mío como raíces de plantas acuáticas, y ojos vidriosos que emitían en la oscuridad destellos venenosos.
Desperté en mitad de la noche bañado en sudor, y salí de mi tienda en busca de aire fresco. La noche estallaba en estrellas. Una inmensa explosión de polvo plateado congelada sobre nuestras cabezas. Un grupo de almogávares estaban reunidos en torno al fuego, cantando viejas canciones catalanas.
A lo lejos distinguí el perfil armónico de los siete templos, iluminados por la tenue luz de las estrellas. Sentí el irrefrenable deseo de visitar por última vez aquellos templos, y caminé hasta el límite del campamento. Un guardia almogávar me franqueó el paso tras comprobar mi identidad. Atravesé en silencio el desolado espacio que separaba el campamento almogávar del círculo de templos paganos. La pálida luz de las estrellas le confería a todo un halo de fosforescente irrealidad.
Mis ojos se habían acostumbrado a aquella escasa luz y podía distinguir las enormes moles de los templos levantarse ante mí como leviatanes dormidos.
Ante la vista de aquellos observatorios consideré cómo, desde la noche de los tiempos, los hombres se habían esforzado en conocer el movimiento y el curso de los astros, y penetrar, si esto fuera posible, en los misterios de su esencia y estructura. Y es curioso que primero se estudiara el mundo de los cielos, antes que el de la tierra; dejando de lado lo cierto por lo dudoso, lo fácil por lo difícil, lo cercano por lo remoto, lo propio por lo ajeno.
¿Qué misterios nos aguardaban en el largo camino que íbamos a emprender?
A pesar de la confianza que había intentado demostrarle a Joanot, tenía dudas. Para empezar, ahora sabía que los habitantes de la «ciudad en el desierto de cristal» no eran cristianos convertidos por el apóstol santo Tomás, sino descendientes de una secta de antiguos griegos paganos, que habían escapado de la persecución ocultándose en el remoto Oriente. Se habían servido, por lo tanto, de las rutas marcadas por el ejército victorioso del Gran Alejandro, y en aquel remoto lugar se habían dedicado al estudio de la naturaleza siguiendo la filosofía materialista de Aristarco de Samos. En su camino hacia Oriente habían establecido colonias que pronto habían abandonado el sendero de Aristarco para perderse en la idolatría y el culto a los planetas.
Quizá la misma «ciudad en el desierto» se había perdido ya en esas prácticas, pues no teníamos noticias ciertas de ella desde que Calínico viajara hasta la sitiada Constantinopla, hacía ya tantos siglos de eso. No lo sabía y mi mente era un torbellino cuando consideraba todas esas cuestiones.
La noche me contempló indiferente y espléndida, con sus miles de ojos pálidos y brillantes; recreando los ensueños que envuelven las vísperas de todos los viajes.
Puesto de pie ante aquellos templos, no podía dirigir la vista más que hacia adelante y hacia el cielo, enmudecido ante la magnificencia de la noche.
A la hora prima del día siguiente, el campamento fue levantado y la tropa se puso en marcha en medio de un silencio extraño y cargado de temores.
La primera meseta que atravesamos, tras dejar atrás los siete templos, fue descendiendo hasta prolongarse en una inmensa llanura de lodo que nos llevó a las orillas del río Tigris, uno de los cuatro ríos del Paraíso, al que los naturales de la región llamaban Digilah o Diguylah. Lo remontamos y, media milla más arriba, encontramos las ruinas de los pilares de un puente antiguo; una muralla gris que a partir de ambas orillas del río se prolongaba indefinidamente en la llanura, era lo que quedaba del inmenso viaducto por el que cruzaron mil años antes las caravanas que se dirigían a las Indias. A partir de ese punto, todos los puentes que íbamos encontrando estaban derruidos y habían sido arrastrados por las aguas del río Tigris.
No teníamos forma de cruzar, y Recorrimos ociosamente las márgenes de la enorme corriente de agua durante un par de jornadas, hasta llegar a las proximidades de Bagdad, lugar al que en ningún caso queríamos aproximarnos más, para evitar encontrarnos con contingentes que pudieran hacernos frente.
Desesperado, Joanot busco mi ayuda, y yo le pedí que mandara a sus almogávares por las aldeas cercanas y que consiguieran varios centenares de odres de piel, cuantos más, mejor. Ellos no encontraron los odres, pero sí muchos animales que eran cuidados por los nativos; ovejas, cabras, bueyes y asnos; que fueron rápidamente muertos, desollados, y sus pieles infladas. Algunas fueron cortadas en tiras y trenzadas para formar correas, con las que fueron atados los odres entre sí. Unas gruesas piedras, atadas también con correas y arrojadas al agua, hicieron las veces de anclas para los odres.
Ricard pudo cruzar entonces sobre ellos, arrastrando una larga cuerda que tensó entre las dos orillas. Finalmente, los odres fueron cubiertos con ramas de árboles y tierra, para afianzarlos y evitar que resultaran resbaladizos para los animales.
Sobre este improvisado puente cruzamos todos, hombres, carromatos y bestias.
Dejamos atrás el río Tigris y nos adentramos en una vasta región pantanosa, cubierta de interminables laberintos de acequias y riachos pegajosos y resbaladizos a causa de la arcilla mojada, que hacía dar de bruces a los asnos y nos obligaba a cargarlos de nuevo. El veterano Guzmán caminaba junto a mi carromato con su lujoso disfraz empapado, procurando mantener las acémilas en línea, golpeándolas con un palo y lanzando gritos nasales para hacerlas marchar más deprisa.
Mientras estuvimos en aquella zona vimos pasar a muchos pastores turcos con gruesos hatos de carneros de Iazirey, de la región de Xam, que llevaban a vender a Damasco, Trípoli, Aleppo y hasta la mismísima Constantinopla.
En una ocasión, Fabra se acercó a su camarada y dijo señalando a los pastores:
– Deberíamos acabar con esos pobres.
Guzmán no respondió de momento; siguió enfrascado en su labor de dirigir a las acémilas durante al menos una legua más; y cuando Fabra debía de haber olvidado su comentario, le preguntó de improviso:
– ¿Por qué dices eso?
El veterano almogávar tardó un poco en recordar a qué se refería su amigo, y luego dijo en tono homilético:
– La muerte puede ser hermosa. Incluso puede ser dulce -añadió elevando la voz como si saborease la palabra «dulce»-. Fíjate en esos pastores; están condenados a ignorar para siempre el mensaje del Señor. ¿Qué clase de vida es ésa?
– ¿Acaso les aguardaría algo mejor en el otro mundo? -dijo Guzmán encogiéndose de hombros-. No están bautizados; se irían de cabeza al infierno.
– Por supuesto -admitió Fabra-; pero al menos sabrían cuál es la Verdad…
Siguieron así hablando durante muchas leguas, mientras yo intentaba cerrar mis oídos a sus simplezas y concentrarme en la lectura de un libro.
Guzmán era muy diferente a su viejo camarada Fabra. Era pequeño y oscuro, con poco pelo en la cabeza y en el rostro.
Al parecer, ambos se conocían desde hacía más de veinte años. Guzmán formaba parte de la flota aragonesa armada contra el sultán de Túnez, Abú Isaac, cuando ésta fue desviada y dirigida a Sicilia.
– Éramos más de quince mil almogávares en ciento cincuenta barcos -me contó en una ocasión-. Derrotamos a los angevinos cerca de Trápani, en el día más jodidamente caluroso de mi vida. Hacía un calor del infierno para pelear; pero vencimos.
– ¿Conociste al almirante Roger de Lauria? -le pregunté.
– Sí -dijo-; pero era distante y altivo, muy al contrario que el Capitán.
Se refería a Roger de Flor, por quién Guzmán sentía veneración. Al parecer, aquel viejo almogávar era de origen castellano, y en veinte años no había conseguido hablar el catalán lo bastante bien como para no provocar las risas y burlas de sus compañeros. Excepto Roger y Fabra, que le respetaban por su valentía.
Dejamos a la espalda la red de canales que fertilizaban aquellas tierras y subimos por la sierra, que era más áspera que alta, y tras andar una legua de difícil camino, dimos con una tierra algo más llana pero no más fecunda, donde encontramos un abrevadero en el que las caravanas solían parar, cosa que nosotros no hicimos por encontrarse seco en esos momentos.
Al atardecer, después de caminar ese día más de ocho leguas, acampamos en un llano de hierba seca, al que los sarracenos llaman Mekaçar Iubab, donde había muchos hatos de carneros pastando, pero no se veía ningún pastor a la vista, y el almogávar llamado Guillem se entretuvo haciendo puntería en aquellas pobres bestias con su arco. Era una arco largo de tejo inglés, que había conseguido hacía mucho, y al que cuidaba con esmero y dedicación. Poseía una gran habilidad con esta arma, y era capaz de introducir la punta de acero de una flecha en la cuenca del ojo de una oveja situada a más de trescientas varas de distancia.
Pocos almogávares usaban arco, arma que consideraban poco digna para un hombre; pero Guillem se reía en la cara de sus compañeros diciendo:
– Los poderosos os hacen creer eso porque es a ellos a quienes no conviene que los siervos dispongamos de armas capaces de atravesar sus armaduras; y vosotros repetís esta estupidez como si fuera la palabra de Dios.
Se decía que Guillem era un pagés que se había unido a los almogávares tras haber degollado a su señor cuando éste intentaba hacer efectivo el cobro de una qüestia [24]; y siempre andaba a vueltas con estas curiosas historias de siervos y señores.
Guillem era un hombre de aspecto turbio y mandíbula prominente; cargado de espaldas y con mal carácter; pero era el mejor arquero que yo haya conocido jamás.
Al día siguiente, levantamos el campamento a la salida del sol, y caminamos hacia el cauro por diferentes tierras hasta dar con una enorme ribera seca, cuyo fondo era todo de piedra blanca y dura como el mármol, tan perfectamente igualada como si se tratara de una carretera hecha por gigantes. Encontramos allí agua al fin, concentrada en grandes albercas formadas sobre aquellas losas blancas. Bebieron de ellas hombres y bestias, y recogimos cuanta pudimos en odres, pues temíamos no poder encontrar más por aquellos parajes cada vez más áridos.
Poco a poco, nos hundíamos más y más en el desierto.
A distancias regulares de tres millas, encontrábamos ruinas de abrevaderos construidos en la época de la Antigua Roma para abastecer a las caravanas que viajaban hacia la India. Si había agua en los pozos pasábamos la noche en las ruinas; en caso contrario, seguíamos adelante hasta dar con una en donde sí la hubiese. En ocasiones el agua estaba contaminada por pájaros y ratas muertas que flotaban pudriéndose en ella. En una ocasión, el cadáver de un asno formaba una pequeña isla en el centro del pozo, rodeado de una mancha de agua verde y viscosa.
Las grandes montañas que se extendían perpendiculares eran pálidas, desoladas, estériles y descoloridas por el ardiente sol.
Aunque las jornadas eran duras, encontrábamos plena compensación en las tardes y las noches. Con los últimos rayos del sol poniente, algunas colinas casi invisibles sobre el fondo del cielo se tornaban ondulantes pirámides de aromático espliego; las murallas de arenisca se transformaban en rojos cortinajes que se difuminaban en el suave resplandor del desierto, y cuando aquella abundante ostentación de colorido empezaba a desvanecerse en la oscuridad, centelleaban las legiones de mis viejas amigas las estrellas, en el fresco ambiente de la noche.
Echado sobre mi cama, que era sólo una manta tendida sobre un cajón de madera lleno de nudos, a la luz de la luna que se filtraba por los desgarrones de la lona de mi carromato, me olvidaba por completo del cansancio de mis huesos. Trataba de recordar alguna melodía que guardase relación con la belleza de aquellas noches y expresase la inexorable rudeza de aquellas tierras durante el día, la indecible magnificencia de las puestas de sol y la infinita suavidad de la noche.
Un atardecer, Joanot se acercó hasta mi carromato, mientras yo contemplaba el espectáculo de la luz cambiante tiñendo el desierto y las montañas.
– ¿Te importuno, Ramón? -me preguntó.
Me volví hacia él, como si despertara de un sueño, y le respondí que no. Trepó entonces al carromato, y tomando asiento junto a mí, examinó el cielo de color lavanda.
– Mañana nos aguarda un día de calor -dijo.
Le pregunté al valenciano si no le emocionaba la belleza de este cielo, y él volvió a examinar el firmamento, pero no dijo nada.
El sol ya se había ocultado, y sus brillantes colores se difuminaban rápidamente.
– Hay gentes que jamás abandonan su pueblo, su comarca -dije extendiendo los brazos y señalando a mi alrededor-, y esto es como permanecer ciego ante lo que la obra de Dios puede ofrecernos. Para los franciscanos el amor de Dios es la explicación del Universo. Dios crea para participar algo de sí a otros seres y ser glorificado mediante el amor de hombres curiosos de conocer su Gloria.
– Tú estuviste casado, Ramón, y renunciaste a tu familia. ¿Por qué?
– Por Dios -dije.
– ¿Es posible amar tanto a Dios? -me preguntó el valenciano.
Yo le respondí sin mirarle, sin apartar mis ojos de las estrellas.
– ¿Acaso tú no le amas? -dije.
El dudó un instante, y dijo al fin:
– No de esa forma.
– ¿Por qué estás aquí, entonces? ¿Por qué peleas en una guerra tras otra?
– No lo sé, Ramón -me dijo el valenciano con voz abatida-. No sé por qué estoy aquí, ni por qué lucho y mato infieles. Avanzo por mi camino, mirando hacia delante, y nunca vuelvo sobre mis pasos.
– ¿Nunca has sentido remordimientos de alguna acción pasada?
– Soy un guerrero -razonó-; y la guerra es la guerra. Matamos o nos matan. En ocasiones la sangre anega nuestro espíritu como un pesado manto que intentara asfixiarnos, pero no piensas demasiado en ello, te sacudes de encima todos esos sentimentalismos, y te adelantas hacia tu próximo enemigo. Así ha sido siempre…
Ojalá estuviera todo tan claro para mí.
¿Por qué abandoné a mi esposa y a mis hijos? Era una buena pregunta, pero la respuesta no resultaba tan sencilla, como le había hecho ver a Joanot.
Aquella mujer… Mi Amada… Muchas noches su rostro hermosísimo cobraba forma frente a mí en la oscuridad, como si estuviera acostada a mi lado, en mi lecho. Por ella lo habría abandonado todo sin dudarlo, a mi mujer y a mis hijos, mis tierras y toda mi fortuna; por ella hubiera entregado gustosamente la vida. Pero ella no me amó jamás y siempre le fue fiel a su esposo; hasta que Dios se la llevó.
No pude compartir su dolor ni sus alegrías; jamás me permitió entrar en su vida.
La visión de su pecho enfermo y marchito convulsionó mi vida entera y me abrió los ojos a las cosas que realmente importaban. Había abandonado a mi familia, había ingresado como terciario en los frailes menores, y había ido a predicar a los infieles una y otra vez, exponiendo temerariamente mi vida.
Porque para entonces ya creía saber dónde estaba el auténtico valor de las cosas.
Nos internábamos en terreno desconocido. Cada vez más profundamente.
Seguíamos encontrando ruinas de abrevaderos cada tres millas, pero las grises cúpulas de sus pozos no daban sombra más que a un lodo reseco y cuarteado. Por los desfiladeros de las montañas corrían innumerables riachuelos de agua, pero toda ella era salada y amarga. Aquellas montañas no eran más que gigantescas masas de conchas de ostras y corales petrificados.
Caminábamos por el fondo de lo que había sido un inmenso mar durante el Diluvio Universal y no encontrábamos más que polvo gris y agua salada. El viento era como un cálido aliento que Dios me lanzaba al rostro, y el sol reflejado por las rocas y la blanca arena me envolvía en una atmósfera de calor. Siguiendo el ejemplo de Sausi y de los almogávares, me cubrí la cabeza con un lienzo cuando caminaba a pie, y cuando iba sobre el carromato me envolvía en una pesada manta, que me llegaba hasta los pies, y me veía obligado a volverla y revolverla de vez en cuando para no quemarme hasta los huesos.
En aquellas tierras desoladas parecía no haber llovido nunca y el polvo tenía un brillo alcalino y de sal. El último abrevadero que encontramos no era más que un patético montón de piedras, que apenas se distinguía entre la escabrosidad de la llanura, y no parecía probable que encontrásemos agua hasta que llegásemos al otro lado de las montañas. Las acémilas no habían bebido desde el día anterior y, sin embargo, las hicimos seguir adelante sin descanso, dirigiéndonos al desfiladero, escudriñando con atención todas las depresiones de los valles que teníamos en frente.
Nunca había considerado, con tanta claridad como entonces, el inestimable valor del agua. Me sujeté un lienzo a la boca, para preservarla del polvo alcalino, pero me lo tuve que arrancar en seguida por la sensación de asfixia que me produjo.
Subían bandadas de codornices de todos los arroyos secos y por todas partes aparecían y desaparecían rápidamente los blancos lomos de las gacelas. En aquel calor asfixiante los indicios de vida se mostraban y extinguían rápidamente, como argentinas escamas lanzadas a los rayos del sol.
A media tarde noté que se me iba inflamando la lengua hasta el punto de que me parecía tener en la boca un grueso trozo de cacto, y cuando entreabría los labios para respirar, el aire me quemaba la garganta. A la puesta del sol habíamos perdido casi por completo la esperanza de encontrar agua. Éramos trescientos hombres sedientos avanzando con torpes pasos y tambaleándonos agotados.
Matamos varias acémilas, las que tenían peor aspecto y parecían a punto de morir de todas formas, y (Dios nos perdone) bebimos su sangre.
Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontré en un magnífico anfiteatro de montañas de un color rojo sangre, con manchas de arenisca purpúrea y amarilla. Seguimos un desfiladero, que fue ensanchándose hasta convertirse en una planicie que se alzaba como si pretendiese llegar a los picos de las lejanas montañas. Nos íbamos aproximando a un risco, y poco después pude contemplar, desde una pequeña altura, un gran valle desierto, de tal extensión que las montañas que los circundaban parecían tener la misma altura que los montículos de arena que forman los niños.
Sobre el valle flotaba una misteriosa niebla parduzca.
Ningún panorama hubiera podido causarme mayor impresión; ninguna alucinación producida por alguna bebida espirituosa sería comparable a la imponente magnificencia que se ofrecía a mis ojos. Las colinas que tenía a mi derecha mostraban un colorido que tendía a un rojo pomposo, y las de mi izquierda eran de un verde mate ahumado; bordeaban un mar de rutilante arena, sobre el cual las oleadas de calor se extendían por encima de una especie de bruma oscura y fantasmagórica.
¿Qué clase de niebla podría formarse en aquel ambiente extremadamente seco, bajo un sol abrasador que era incapaz de disolverla? Parecía algo mágico y maléfico.
En medio de aquella llanura, divisé dos oscuras torres destacando sobre la bruma.
Los trescientos hombres, agotados y sedientos, descendimos, como uno solo, por el desfiladero hacia aquellas torres, describiendo amplias espirales para sortear las titánicas rocas que entorpecían nuestro paso.
La bruma nos envolvió poco a poco, enturbiando el sol. Conforme avanzábamos por el valle se iba espesando, tomaba un color más oscuro y transmitía un extraño y penetrante aroma. Un perfume que parecía penetrar por la nariz hasta clavarse en el cerebro. Los almogávares miraban a un lado y a otro cada vez más nerviosos.
Fueron apareciendo más torres, como pálidas sombras entre la niebla, a lo lejos, y un gran arco adornado con las impresionantes figuras de dos toros alados. Cualquiera de los bloques de piedra que formaba aquel arco podría, por sí solo, ser el monumento de un gran conquistador. Ahora, los ciclópeos toros de piedra que acechaban desde sus dovelas parecían mirarnos con hostilidad, como a un ejército invasor.
El aroma de pura maldad que nos rodeaba era tan penetrante como aquel extraño perfume que nos traía la niebla.
El sol era apenas una mancha brillante y difusa en el cielo.
Vi cómo el explorador que marchaba delante regresaba a galope con el rostro demudado por el terror, detenía su caballo junto al de Joanot, y hablaba brevemente con él, aunque no pude escuchar nada de lo que decían.
La tensión empezaba a crecer a mi alrededor, y los almogávares, cansados y sedientos, murmuraban nerviosos.
Joanot tiró de las riendas de su montura y se acercó a mi carromato.
– Necesito que me acompañes -me dijo con voz lúgubre.
– ¿Qué sucede?
– ¿Es que tienes que preguntarlo todo? -exclamó furioso. Espoleó su montura, y desapareció entre la niebla.
El explorador que había hablado con Joanot me acercó un caballo, y me ayudó a montar en él. Su nombre era Jaume; era muy joven, y en sus ojos, que miraban huidizos y asustados a un lado y a otro, parecía haberse cristalizado alguna imagen horrorosa.
Cabalgamos tras Joanot, aunque era evidente que aquello era lo último que aquel joven almogávar hubiera deseado hacer.
– ¿Qué es lo que has visto? -quise saber.
El muchacho me miró brevemente con la vista perdida por el terror, y me dijo que estas tierras eran de Satanás, y que deberíamos dar media vuelta y abandonar rápidamente aquel lugar malsano.
Nos encontramos con Joanot unos pasos más adelante. Había detenido su caballo, y lo palmeaba en el cuello para tranquilizar al animal. Frente a él se alzaba un imponente ángulo de piedra, como la proa de un buque hundido. Era el resto de una muralla tan enorme que su mayor parte desaparecía entre los jirones de niebla.
Me preguntó sin mirarme, seguro de que yo estaría ahí.
– ¿Puedes explicar esta bruma, Ramón? ¿Y su olor? Jamás he olido nada parecido.
– Yo tampoco -admití.
Seguimos avanzando, lentamente. Aquel paredón daba acceso a una fantasmagórica ciudad en ruinas. Pero, ¿de qué ciudad se trataba? Según mis cálculos podía ser tanto Rages como Tabas, y en aquellas montañas que nos rodeaban podía situarse la puerta al país de los Jázaros; pero no podía afirmarlo con certeza.
Aquellas ruinas se descubrieron ante mis ojos tan súbitamente que no pude coordinar mis ideas y necesité algún tiempo para adaptar mi mente a aquel espectáculo. El aspecto de la ciudad parecía cambiar a cada instante, en cuanto apartabas la vista un momento de un rincón, de una pared, éstos parecían mudar y recuperar, por un instante, su antigua gloria. Quizás era un efecto del sol enturbiado por la niebla, pero era estremecedor. Las gigantescas columnas que me rodeaban eran repentinamente embellecidas por lívidos reflejos, con los espacios oscuros entre los muros que parecían haber sido cubiertos de nuevo por los tapices de los arquemeneos.
– ¿Dónde está eso de lo que me has hablado? -le preguntó Joanot al explorador.
– Unos pasos más adelante, Adalid, pero…
– Vamos.
Joanot espoleó su caballo y éste avanzó al trote. Le seguimos. Una de las torres que había visto a lo lejos, levantándose entre la niebla, apareció frente a nosotros. Nos acercamos al paso, lentamente, mientras absorbíamos el horror que se presentaba frente a nuestros atónitos ojos.
La torre estaba hecha con cabezas humanas.
Tenía una base de piedra en la que había sido tallada una inscripción en alguna lengua extraña; después un primer piso de rostros momificados por el sol y la sequedad del ambiente unidos con cemento de forma que sólo los torturados rostros sobresalían, las cuencas vacías, las bocas dilatadas en un último grito desgarrador. Sobre este primer círculo de rostros se asentaba un segundo, y sobre este un tercero, así hasta alcanzar la considerable altura que habíamos visto descollar de la niebla desde lejos.
Miles de rostros que miraban aterrorizados hacia fuera,
con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todas
y en cada una de las bocas…
Había tantas cabezas humanas amontonadas en aquel lugar que resultaba imposible contarlas; miles de rostros que miraban aterrorizados hacia afuera, con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todas y cada una de las bocas. Un grito que casi creí oír en aquel instante.
Algo que había estado agazapado tras la torre saltó en ese momento, y empezó a correr hacia uno de los edificios. Nuestros caballos, asustados, se encabritaron, y el mío a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Pero Joanot logró recuperar rápidamente el control de su montura, y corrió en pos de la figura que huía.
Vi cómo le daba alcance antes de que se perdiera entre las callejuelas de la ciudad abandonada, y cómo derribaba al fugitivo con un golpe de su puño.
Jaume y yo nos acercamos. Joanot había descendido de su montura, y forcejeaba con un joven vestido con harapos cuyos ojos estaban desencajados por el más puro horror. El joven gritaba, gemía e imploraba misericordia en sarraïnesc.
Descendí de mi caballo y me acerqué al joven al que Joanot no había tenido dificultad en inmovilizar.
– ¡Piedad, piedad, oh nobles señores! ¡Soltadme! ¡No me toquéis! -decía mientras sus ojos saltaban de uno a otro de nosotros como esferas locas de cristal; su rostro estaba retorcido en una horrible mueca de pavor.
Mientras Joanot lo sujetaba, Jaume lo abofeteó violentamente un par de veces. El muchacho se derrumbó entonces en brazos de Joanot, pero pareció sentirse algo más calmado. El valenciano lo depositó entonces en el suelo y yo me senté en el polvo frente a él. Intenté transmitirle tranquilidad con mi voz mientras le decía que no pretendíamos hacerle mal alguno. No le conocíamos, y no teníamos nada contra él. Podía hablar con nosotros y contarnos los terribles acontecimientos que habían sucedido en aquel lugar.
El muchacho me miró como si me viera por primera vez. No contaría con más de dieciocho años. Sólo musitó una palabra: «piedad».
– ¿Era ésta tu ciudad? -le pregunté.
– Sí -susurró-. Rai…
– ¿Esta ciudad se llama Rai?
– Sí.
– ¿Qué ha pasado aquí?
– ¡Los demonios…! -dijo, con una expresión de su rostro tan intensa que Joanot y Jaume comprendieron lo que estaba diciendo a pesar de que hablaba en sarraïnesc.
– ¿A qué te refieres? -le pregunté-. ¿Has visto cosas sobrenaturales?
– Los demonios llegaron durante la noche -empezó a decir como en trance-… horribles, pequeños y oscuros… atacaron sin piedad y eran muchos, incontables… corriendo por las calles, sacando a las gentes de sus casas, degollando a niños y a mujeres… mataron a casi todo el mundo, y cortaron sus cabezas… las cabezas se amontonaban cubiertas por una nube de moscas… y el zumbido de las moscas… sólo unos pocos sobrevivimos, y fuimos atados unos a otros con tiras de cuero… los demonios nos llevaron con ellos al desierto… caminamos tras sus monturas, sin agua, con el cuero de las ligaduras cortando nuestras venas… caí y me levanté, una y otra vez… una y otra vez… y nos dirigimos hacia la torre de fuego… quemaba incluso en la distancia… los demonios arrojaron al fuego a aquellos de nosotros que parecían más débiles… me quitaron las correas… creían que estaba moribundo, pero sólo fingía… sólo fingía… corrí… escapé del demonio que me llevaba hacia el fuego… rodeé la torre de fuego… quemaba mi rostro y mis brazos… corrí… no miraba atrás… no sabía si me perseguían o no…
– ¿Escapaste de ellos?
Me miró, con una especie de triste orgullo.
– Sí, fui más listo que ellos. No pudieron cogerme…
– ¿Y qué hiciste?
– Regresé aquí, pero no quedaba nada vivo ya… sólo bandadas de cuervos que planeaban sobre esas horribles torres, y que se estaban dando un festín con los ojos… Un día, incluso los cuervos se marcharon, y quedé solo.
Apoyé una mano sobre su hombro, para tranquilizarlo, y traduje el relato de aquel desdichado a Joanot. Luego le pregunté por su nombre, y él me dijo que era Alí Ahmed.
– Ya no estás solo, Ahmed -le dije.
Ahmed fue de gran ayuda para nosotros, pues nos indicó el lugar donde estaba el único pozo potable que quedaba en toda la ciudad. El resto había sido emponzoñado por aquellos demonios que habían arrojado camellos y ovejas muertas a su interior.
Con nuestras reservas de agua repletas, abandonamos aquella ciudad maldita y seguimos nuestro camino a través del desierto, cegados por aquella niebla oscura y maléfica; por lo que Joanot había dado orden de que nadie se separase mucho de sus camaradas y de que nadie se rezagase y durmiera solo en el camino, pues aquel paisaje de cambiantes dunas de arena hacía imposible toda orientación. Yo apenas lograba calcular aproximadamente nuestra posición por el lugar que ocupaba en el cielo el enturbiado resplandor del sol, por lo que debía ayudarme de un extraordinario artefacto proveniente también del remoto Oriente. Se trata de un imán cubierto de pequeñas asperezas rojizas, que atrae al hierro y se une a él, por eso es llamado vulgarmente «piedra que aspira el hierro»; pues bien, cuando se frota con el imán una pequeña aguja de hierro, ésta recibe la asombrosa propiedad de señalar el norte. Si se coloca esta punta sobre un pedazo de caña que flota sobre el agua, gira rápidamente para indicar dónde está el norte, la estrella polar; que era invisible en aquellas turbias noches.
En la oscuridad de esas terribles noches escuchábamos las voces de los demonios que llamaban a los hombres por sus nombres; de modo que algunos almogávares, pensando que alguien conocido les llamaba por estar en apuros, se alejaba del grupo a pesar de las órdenes de Joanot, y se perdía irremisiblemente. En otras ocasiones se escuchaba el sonido de instrumentos musicales, y de tambores.
Joanot me preguntó en una ocasión si entendía toda aquella magia.
– Hay una gran diferencia de calor entre el día y la noche en este desierto -le expliqué-. Las piedras se llenan de la esencia del calor, y gimen durante la noche mientras se enfrían. En el silencio y la oscuridad de la noche los hombres creen oír voces en el gemido de las rocas. Fíjate en toda esa arena; ¿de dónde crees que proviene?
– ¿Tú lo sabes? -Se encogió de hombros.
– Las rocas torturadas por el calor del día y el intenso frío de la noche, acaban por deshacerse en minúsculos granos de arena.
– ¿Siempre buscas una razón a todo? -me preguntó extrañado.
– Dios es la primera razón de todas las cosas -le aseguré-; pero se sirve de los mecanismos de la naturaleza para ejecutar sus obras. Dios es inmenso e impenetrable, pero los hombres podemos estudiar sus obras, más cercanas a nuestra naturaleza.
Alí Ahmed viajaba conmigo, en mi carromato. Su expresión y limpia mirada me recordaban intensamente a un joven musulmán que adquirí en el mercado de esclavos y que durante nueve años compartió casa conmigo, enseñándome su idioma y sus costumbres. Llegué a trabar una buena amistad con aquel hombre al que pronto consideré como un hijo más, aunque a menudo nuestras horas de estudios desembocaban en violentas discusiones religiosas, pues yo pretendía demostrarle, ensayando así los argumentos y razonamientos que alguna vez pensaba llevar a las tierras de sus correligionarios, los errores y falsedades de su fe.
En una ocasión, a altas horas de la noche, empezó una disputa entre nosotros que terminó cuando él me atacó con un cuchillo, hiriéndome en el brazo. Apenas vio correr la sangre, soltó asustado su arma y corrió a esconderse. Le denuncié a los alguaciles y esa misma noche fue encontrado y encerrado en una mazmorra.
A la mañana siguiente desperté con mi furia completamente diluida. Observé mi improvisado vendaje con una sonrisa conmiserativa y, tras vestirme y desayunar, me dirigí a la prisión para rescatar de ella a mi díscolo e impetuoso amigo.
Me entregaron su cuerpo.
Se había ahorcado esa misma noche, en la soledad de su celda, ante el temor de ser torturado y ajusticiado por las palabras que me había dicho en contra de nuestra fe.
Un día se disipó un poco la niebla y pudimos ver, brevemente, el sol por vez primera en muchas jornadas; era un sol vaporoso y grisáceo, que nos contemplaba como pudiera hacerlo un tigre enjaulado, pero que nos llenó de esperanza de que pronto terminara aquel desierto embrujado.
Estábamos acampando, a la caída de aquel día, cuando aparecieron, aparentemente salidos de la nada, cinco jinetes pequeños y oscuros, cabalgando unas monturas igualmente oscuras y diminutas, como caballos enanos, nerviosos y de patas muy cortas.
Al verlos, Alí Ahmed, palideció y su ánimo se descompuso. Vi cómo el terror controlaba nuevamente su cuerpo, y le llevaba a un estado lastimoso, cómo balbuceando como un niño asustado, corría a guarecerse en el interior de mi carromato.
Los cinco jinetes, avanzaron tranquilamente hasta nosotros, sin demostrar ningún temor ni preocupación, a pesar de nuestro elevado número y de ser ellos sólo cinco. Miré a lo lejos, tanto como pude, sospechando que si tal era su tranquilidad, eso significaba que podían haber muchos más de aquellos hombrecillos ocultos entre la bruma, esperando una señal de aquéllos para caer contra nosotros. Algunos almogávares tomaron sus armas nerviosos, y se interpusieron entre aquellos hombrecillos y Joanot de Curial; pero éste les ordenó que se apartaran. Sin inmutarse los cinco guerreros oscuros se plantaron frente a nuestro estandarte, no muy lejos del cual estábamos Joanot de Curial y yo. Los cinco vestían una especie de cota de malla de algún metal negro, y llevaban un casco que parecía hecho de cuero y latón y forrado de piel de oveja, que les cubría casi completamente los ojos. Lo poco que podía verse de su piel estaba tan sucia y cubierta de pelo que casi parecía negra, y unos mostachos negros y aceitosos se derramaban como babosas sobre sus labios marrones.
Sus pequeños caballos también estaban protegidos por una coraza de cuero entretejido con latón, que al parecer era muy ligera pues no impedía los movimientos rápidos y nerviosos del animal. Una horrible testera de cuero y huesos cubría casi completamente las cabezas de los caballos, en medio de las cuales brillaban unos ojillos malignos. Dos aljabas situadas a la grupa contenían flechas largas y cortas. Los guerreros llevaban un arco corto y sinuoso como una serpiente a la espalda, y de sus sillas de montar colgaban racimos de cráneos humanos, tan pequeños que debían de haber pertenecido a niños. Los cinco se habían parado en torno a nuestra Señera y la miraban con expresión entre divertida e interesada, y susurraban comentarios entre ellos como si los trescientos hombres que les rodeaban, cada vez más enfurecidos, no existieran en absoluto.
Quizá temiendo que los almogávares no iban a aguantar aquello durante mucho tiempo más, Joanot se adelantó y saludó a los cinco elevando su mano derecha a modo de bienvenida.
– Hombres de estas tierras -dijo Joanot de Curial-; venid en paz con nosotros, y aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad.
Ante las palabras de Joanot, los cinco dejaron de susurrar entre ellos en su extraña lengua gutural, y uno de ellos avanzó lentamente hacia el valenciano. Caminó hacia él con la misma naturalidad que hubiera empleado un hombre que usara sus piernas para desplazarse. Fue muy extraño, como si aquel hombre y su montura estuvieran unidos mentalmente, y los pensamientos de uno activaran las patas de la otra. Sentí, durante un instante, que me encontraba ante algún tipo de criatura sobrenatural, semejante en esencia a un centauro. ¿O eran aquéllos los míticos habitantes de las tierras de Gog y Magog, en cuyo territorio sin duda habíamos penetrado muchas jornadas atrás; de los que se decía que no tenían más de veintisiete pulgadas de altura, la cara redonda, y se les suponía cubiertos de vello y portadores de grandes orejas redondas y colgantes?
Pero nada de esto era cierto; aquellos hombres, aunque de pequeña estatura, sin duda debían de medir más de veintisiete pulgadas; y si bien sus rostros parecían cubiertos de pelo con excepción de pequeñas zonas alrededor de los ojos, nariz y boca, yo había visto a occidentales tan hirsutos como ellos.
Sólo son tártaros montados a caballo, me aseguré.
El hombrecillo le dijo algo a Joanot, con una voz de tono alto y desafiante. Pero no pudimos entender ni una sola de sus palabras. Volvió a repetir lo dicho, con una entonación incluso más desafiante e insolente si esto era posible. Su voz era gutural, y la lengua que hablaba era muy extraña y la pronunciaba con mucha rapidez. Comprendí que aquel tártaro se estaba enfureciendo ante la incapacidad de Joanot de entender lo que le decía, y me adelanté hacia ellos, y le dije en sarraïnesc:
– Sed bienvenidos, dueños de estas tierras. Aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad.
Entonces el tártaro elevó su mirada hacia mí, y me observó con aquellos ojos brillantes, medio ocultos por el casco. Siempre caminando con su caballo que parecía una prolongación de su persona, sorteó a Joanot y se acercó hasta mí.
Un collar de orejas humanas adornaba su cota de malla.
– Puedo entender tus palabras -me dijo arrastrando penosamente las sílabas en sarraïnesc-, pero tú no pareces turco.
– No lo soy -repliqué rápidamente-. Somos viajeros, hijos de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo. Atravesamos estas tierras en paz.
El tártaro ladeó la cabeza, tal y como haría un perro extrañado, y me contempló con detenimiento antes de continuar hablando:
– ¿Qué buscáis aquí?
– Somos comerciantes en camino hacia Oriente. No os molestaremos con nuestro paso. Permaneceremos esta noche aquí acampados, y partiremos al alba.
– Esos no son comerciantes -dijo el tártaro señalando con un dedo acusador hacia los almogávares-. Son guerreros; y aquí ocultáis a un esclavo de nuestra propiedad. Ese hombre nos pertenece, y al protegerle nos desafiáis de forma intolerable.
Tragué saliva, y vi que Joanot me hacía gestos impacientes. No entendía una palabra de nuestra conversación. Traduje, y su impaciencia se transformó en preocupación.
– Dile que eso no es cierto -dijo Joanot-, que aquí no hay ningún esclavo.
Así lo hice, sabiendo de antemano que no iba a servir de nada, pues el tártaro parecía estar muy seguro de sus palabras. Me escuchó con una sonrisa maligna en sus labios, y se volvió brevemente hacia los otros cuatro tártaros que seguían esperando junto a la Señera. Después, él y su montura avanzaron hacia mi carromato y con su espada levantó la lona descubriendo al pobre Ahmed. Éste gritó aterrorizado y los cinco tártaros rieron como niños tras hacer una travesura.
El musulmán saltó del carromato y se escabulló entre las patas de las acémilas, intentando huir, pero los tártaros le cerraron el paso, rodeándolo sin dejar de reír. Al ver esto, los almogávares tomaron decididamente sus armas, y avanzaron resueltos hacia los cinco tártaros. Me puse frente a ellos, y abrí los brazos implorándoles que se detuvieran. Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, también tomaron posiciones.
Pero eran sólo cinco hombres diminutos montados en caballos no menos insignificantes. Aquello empezaba a tomar un aspecto entre ridículo y peligroso.
– Joanot -grité, sin apartarme-, estos hombres no pueden haber venido solos.
– Es posible -me respondió el valenciano con voz tranquila-, pero, ¿qué podemos hacer? No podemos permitirles entrar en nuestro campamento y llevarse a ese hombre.
– Tan sólo pretenden provocarnos -razoné.
– Pues, amigo mío, lo están haciendo maravillosamente.
Me introduje en el círculo que formaban los tártaros rodeando al tembloroso Ahmed, y me dirigí a ellos en sarraïnesc:
– Podemos pagaros por este hombre. Nos es de utilidad.
– No es de vuestra propiedad -me replicó el del collar de orejas, quizás era el único capaz de hablar sarraïnesc-. Al esconderlo nos insultáis.
– No, no, no -dije rápidamente-, no queremos insultaros, tan sólo hemos sido hospitalarios con este hombre. Para vosotros no significa nada. Os daremos oro.
Uno de los tártaros cogió a Ahmed por el pescuezo, y con un movimiento rápido y violento lo subió al lomo de su caballo, dejándolo tumbado boca abajo. El musulmán no intentó zafarse; tenía los ojos cerrados, apretados con fuerza, y le rezaba a Alá sin descanso. Me pregunté cuánto iban a aguantar los almogávares sin reaccionar.
– No queremos vuestro oro -dijo el tártaro escurriendo las palabras entre sus dientes amarillentos-. No de momento. Nos vamos.
Era evidente que los almogávares no les iban a dejar marchar.
– ¡Esperad! -dije desesperado. La imagen de un joven moro, colgando de la cuerda de su cinturón en una celda, se me presentó en ese preciso instante-. Permitidme acompañaros y negociar la compra de este esclavo directamente con vuestro caudillo.
La expresión de los tártaros cambió; me miraron interesados.
– ¿Qué sucede? -preguntó Joanot, mirando consecutivamente a los tártaros y a mí-. ¿Qué estás negociando ahora?
– Les he propuesto ir yo en lugar de Ahmed.
El valenciano enrojeció de ira. Me preguntó si me había vuelto loco, y afirmó que no iba a consentir semejante cosa.
Yo le respondí rápidamente en catalán; le dije que ésta era una buena oportunidad para aprender algo sobre esos hombres, que no eran cristianos, ni musulmanes.
No sabíamos nada sobre su vida o sus costumbres, ni teníamos experiencia alguna en su trato.
– No permitiré que te pongas en peligro para salvar a un turco. ¡Que se lo lleven!
– No -le repliqué-; tenías razón, no podemos darles esa ventaja, pero si les acompaño voluntariamente la ventaja será nuestra.
– No te arriesgarás de esa forma.
– Por Dios, Joanot, soy un anciano; ¿por qué iban a querer causarme algún mal?
Mientras hablábamos, yo no dejaba de mirar a los tártaros, y de mantener una sonrisa de tranquilidad en mi rostro.
– De acuerdo -dijo el tártaro que hablaba sarraïnesc-; vendrás también con nosotros. ¿Eres capaz de montar un caballo?
– No, no -le aclaré rápidamente-, no lo has entendido. Yo iré en lugar de vuestro esclavo, y negociaré su precio con tu jefe.
Entonces el tártaro me dijo que ambos le acompañaríamos hasta su ciudad.
– Si logras comprar al esclavo, podréis regresar juntos. ¡Basta de hablar!
Se lo expliqué a Joanot.
– No se saldrán con la suya -dijo el valenciano con las mandíbulas apretadas-. Mis arqueros los tienen a tiro, a los cinco; un gesto mío, y están todos muertos.
Intentando ocultar mi nerviosismo a los tártaros, le rogué a Joanot que no hiciera tal cosa, que estábamos en su tierra y que debíamos saber más de ellos antes de provocar un enfrentamiento. Esto pareció convencer de momento a Joanot. Pero al cabo de un instante dijo:
– De acuerdo, pero Sausi te acompañará.
Sin esperar a recibir la orden, Sausi Crisanislao montó en un caballo, tomó a otro por las riendas, y se acercó al grupo que formábamos los tártaros y yo mismo.
– Monta en éste, Ramón -me dijo.
Así lo hice.
Uno de los tártaros le gritó algo a Sausi en su incomprensible lengua. El búlgaro lo ignoró y el tártaro se colocó frente a él, interceptando su paso.
Pregunté al tártaro que hablaba sarraïnesc cuál era el problema.
– El guerrero no viene -dijo-. Sólo tú y el esclavo.
Sausi intentó esquivar al tártaro que tenía frente a él, y acercarse de nuevo a mí, pero éste, haciendo gala una vez más de un perfecto dominio de su montura, se colocó una y otra vez frente a él. Hastiado de aquel juego, Sausi descargó una patada contra el tártaro y su pequeño caballo, y a punto estuvo de derribarlos a ambos. Inmediatamente el hombrecillo se revolvió contra Sausi, y sacando una corta espada curva, intentó golpear con ella al búlgaro. Demasiado lento, el gigantesco Sausi lo sujetó por la muñeca, y lo hizo caer del caballo sin ninguna dificultad.
El tártaro se levantó rápidamente del polvo, y atacó a Sausi con su espada mientras lanzaba un horrible aullido. El búlgaro lo detuvo con una nueva patada, esta vez en el centro del pecho del hombre, que hizo caer al tártaro de espaldas.
Los otros cuatro tártaros observaban la escena con interés y expresión divertida.
Sausi desmontó, y se acercó a pie al hombrecillo que empezaba a levantarse de nuevo. No tuvo la oportunidad de hacerlo; el búlgaro le propinó un puñetazo en pleno rostro que lo lanzó rodando hacia atrás. Sausi llevaba puestos sus guanteletes de hierro, y cuando el tártaro levantó la cabeza del polvo, todos vimos cómo sangraba abundantemente por nariz y boca. El hombrecillo realizó un titánico esfuerzo por levantarse nuevamente, pero se derrumbó inconsciente de bruces en el polvo.
Uno de los tártaros había sujetado las bridas del caballo del caído, y se acercó a su compañero desvanecido. Desmontó, y con tranquilidad pasó frente a Sausi, levantó al tártaro del suelo, y lo subió a la montura. El hombre estaba medio inconsciente, pero se sujetó como pudo al cuello del animal. La sangre que manaba abundante de su nariz manchó la coraza de cuero y latón del animal.
El tártaro que hablaba sarraïnesc se había acercado a mi costado mientras todos permanecíamos atentos a la pelea, sacó su espada curva, y la apoyó en mis costillas.
– Tú vienes solo -me dijo-. Ordénale a tu compañero que se aparte y que nos deje pasar, o ahora mismo mueres.
Traduje sus palabras y Joanot ordenó a Sausi que se hiciera a un lado, lo que hizo el búlgaro a regañadientes. Sausi respiraba profundamente y tenía el rostro encendido, parecía sonreír, pero yo había aprendido que aquella mueca suya que mostraba los dientes nunca era una sonrisa.
Los cinco tártaros, el aterrorizado turco y yo, cruzamos frente a los impotentes almogávares y nos dirigimos hacia la niebla. Mis ojos se encontraron durante un breve instante con los de Joanot, y pude captar la mirada de furia contenida de éste. Yo no tenía ninguna duda de que si Joanot ordenaba atacar a sus catalanes, mi fin se iba a producir en ese mismo instante; pero era evidente que Joanot era consciente de eso mismo, y que de momento no iba a emprender ninguna acción contra los tártaros.
Nos alejamos al galope del campamento almogávar. Ya era noche cerrada y la tenue luminosidad de la luna apenas podía atravesar la niebla que nos envolvía.
Mientras cabalgábamos los tártaros permanecieron en silencio y yo sólo escuchaba, además del sonido de los cascos de los animales, el intermitente gemido y los rezos mahometanos de Ahmed, que tumbado sobre su vientre, en la grupa de uno de los pequeños caballos tártaros, debía de sentirse incómodo, dolorido y lleno de terror.
Una creciente y extraña luminosidad rojiza fue formándose frente a nosotros, enturbiada por los velos de niebla que se interponían en nuestro camino. Ante esta visión, los tártaros apresuraron el paso, y el turco empezó a llorar y a gritar con un temor creciente. Yo empezaba a sentirme tan aterrorizado como él, aunque ignoraba la naturaleza de aquella luz roja. Comprobé que mientras nos acercábamos a ella, la niebla se volvía más espesa, y su olor más penetrante. Un extraño y horroroso rugido, como el que proferiría alguna bestia maligna, nos llegaba precisamente de la dirección de aquel resplandor rojo. Mientras avanzábamos, el rugido aumentaba y se tornaba más ominoso.
Finalmente se descubrió ante nosotros una impresionante columna de fuego que parecía elevarse hasta tocar el cielo. Las llamas rojas se retorcían en enormes burbujas flamígeras que ascendían hacia lo alto filtrando un espeso humo negro. Aquel fuego parecía algo dotado de vida y entendimiento maléfico que ejecutara una obscena danza ante nosotros. Podía sentir el calor sofocante en pleno rostro y mis ropas eran agitadas por la presión que aquellos borbotones llameantes ejercían en el aire que lo circundaba. El horrible rugido, como de bestia enloquecida, también provenía de aquellas feroces llamas, recordándome las palabras del Apocalipsis que acudieron entonces a mi mente:
«…Y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo; y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo humo, como el humo de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire a causa del humo del pozo…».
Los tártaros descabalgaron con lentitud casi ceremoniosa, sin apartar sus ojos de aquel fuego maléfico, y en aquel momento tuve la seguridad de que aquellas llamas señalaban la entrada del infierno y de que aquellos hombrecillos oscuros eran fieles servidores de Satán, príncipe de los demonios.
Descendí a mi vez de mi montura, y di un par de cautelosos pasos hacia delante. La columna de fuego estaba rodeada por una especie de pantano de un líquido negro y brillante que empapaba las arenas del desierto tiñéndolas de un color oscuro. Las llamas se reflejaban en la superficie de aquel líquido, surcándolo como si se tratara de espíritus animados. No parecía agua, y el penetrante olor que emanaba del líquido negro era el mismo que llevaba consigo la niebla que nos había envuelto durante tantas jornadas. Me acerqué al borde de aquella ciénaga y toqué su superficie con la mano. Era una especie de aceite muy viscoso que se quedó pegado a la yema de mis dedos. Acerqué mis dedos a mi rostro y olí aquella mixtura. Sí, era el mismo olor de la niebla, y aquel humo negro y espeso que surgía de las llamas podría muy bien haber formado la bruma. Desde luego debían de haber muchos más lagos ardientes como aquél para justificar la enorme extensión de terreno oscurecida por aquel humo, pero no dudaba ya de su origen.
¿Por qué no ardía todo el lago negro? Era evidente que las llamas surgían sólo del centro, y que el resto apenas era incendiado brevemente por efímeras llamaradas que se extinguían rápidamente. La respuesta parecía ser que el aceite que rodeaba el centro empapaba la arena del desierto, y no poseía la suficiente substancia como para formar una columna de fuego como la que ocupaba el centro del lago. Eso podría significar que allí la profundidad del líquido era mucho mayor, y que si había ardido durante días sin extinguirse, debía de ser continuamente alimentada por más aceite que debía surgir de las profundidades de la tierra.
¡Una fuente de aceite que nacía de la tierra y que era capaz de arder sin descanso! Quizás allí estaba el origen del componente principal del fuego griego.
Estaba tan maravillado por aquel descubrimiento que no advertí cómo los tártaros se acercaban por mi espalda, arrastrando al desdichado turco. Sus gemidos me hicieron volverme al fin, y me vi enfrentado a ellos. A la luz cambiante de aquellas llamas, sus pequeños rostros tenían un aspecto verdaderamente maléfico.
Ahmed lloraba al borde de la locura, sujeto por dos de aquellos hombrecillos oscuros. Extendió sus manos implorantes hacia mí, pero no llegó a pronunciar ni una palabra más. Uno de los tártaros llevaba su espada desenvainada, se acercó al turco y la clavó profundamente en su vientre, tajó hacia arriba y hacia la derecha con estremecedora calma y precisión, y los intestinos del desdichado Ahmed se derramaron sobre la arena con un sonido húmedo y viscoso.
Yo quedé petrificado en mi posición, incapaz de moverme o hablar, paralizado por la sorpresa y el horror. Los ojos de Ahmed seguían fijos en los míos, y su boca se cerró y abrió varias veces seguidas sin emitir sonido alguno. Era como la boca de un pez en una playa que buscara desesperadamente respirar en un medio en el que ya le era imposible hacerlo.
Los tártaros arrastraron a Ahmed por los hombros en dirección al lago de aceite. Sus tripas se desenredaron por el suelo, contaminándose de arena y piedrecitas, dejando un rastro sanguinolento. Al llegar al borde, los tártaros, entre risas, balancearon un par de veces al turco, y lo arrojaron dentro del líquido negro y viscoso.
Contemplé impotente cómo Ahmed, aún con vida, se hundía en él. Los tártaros se acercaron entonces a mí, y tuve la seguridad de que mi momento había llegado.
Pero no fue así. Los hombrecillos me empujaron hacia el lugar donde estaban los caballos. Tomado por sorpresa caí de espaldas en una postura bastante indigna, lo que arrancó un nuevo coro de risas de aquellos bárbaros. Uno de ellos me dio una patada y me gritó algo en su lengua. El que hablaba sarraïnesc me tradujo:
– Ponte en pie. Nos vamos.
No nos alejamos mucho de aquel horrible lugar, aunque el estado de horror y confusión en el que estaba sumida mi mente me impedía calcular cuánto habíamos cabalgado en la oscuridad, iluminados por aquel resplandor infernal a nuestra espalda. Cuando al fin nos detuvimos, la columna de fuego seguía siendo claramente visible, pero su calor y rugido ya no eran insoportables.
Los tártaros establecieron un rápido campamento en aquel lugar. Encendieron un fuego en el centro, y lanzaron sobre él algunas tajadas de carne seca para que se asara. Uno de ellos, el que había recibido la paliza a manos de Sausi, regresó de su montura con una especie de odre hecho con la piel de algún pequeño animal, quizás un perro. Bebió un largo trago de su contenido, y pasó el odre al siguiente tártaro sentado alrededor del fuego. Todos iban bebiendo, y pasándose el cada vez más deshinchado pellejo, y a cada trago su euforia y salvajes risas aumentaba. En un momento dado, el que hablaba sarraïnesc, tomó el odre y se acercó a mí riendo y babeando como un imbécil.
– ¡Bebe! -me ordenó tendiéndome el cuero-. Es ayrag [25], muy bueno.
Intenté rehusar, pero aquel salvaje me derribó de espaldas contra el suelo, y derramó aquel apestoso líquido sobre mi cara. Se inclinó sobre mí, y con sus dedos grasientos me obligó a abrir la boca y a tragar algo de aquel brebaje. Sabía a leche agria y estuve a punto de vomitar.
Empecé a toser violentamente y el líquido escapó por mi nariz.
El tártaro se puso en pie, dijo algo en su extraña lengua, y me dio una patada en las costillas que me hizo doblarme de dolor. Derramó un poco más de aquel licor sobre mi rostro, y regresó junto a sus compañeros para seguir emborrachándose.
Aquello duró varias horas, al final de las cuales los cinco hombres estaban completamente borrachos y adormilados. Parecían haberse olvidado de mí y consideré la posibilidad de escapar. Pero, ¿adónde podría ir en medio de aquella oscuridad embozada por la niebla? Mi único punto de referencia era la columna de fuego infernal que bramaba a lo lejos, y sabía que si escapaba, aquellas llamas me atraerían como la luz de una vela atrae a una polilla. Y que allí acudirían ellos a buscarme, y quizás a darme el mismo final que le habían dado al desdichado de Ahmed.
No me sentía con fuerzas para intentar aquella aventura, y permanecí inmóvil donde estaba, acurrucado sobre mis viejas y doloridas piernas, demasiado aterrorizado para pensar siquiera en dormir a pesar del agotamiento que entumecía mi cuerpo.
Pero aquella noche no había terminado y me tenía reservado un nuevo horror.
Uno de los tártaros, el más corpulento, despertó bruscamente de su sueño ebrio y miró alrededor con ojos salvajes y llameantes. Su mirada se fijó durante un instante en uno de sus compañeros, que roncaba plácidamente, boca arriba, al otro lado de los rescoldos de la hoguera. Silencioso, gateó hacia él rodeando las brasas. Con una mano le dio la vuelta, situándolo de bruces al suelo, con la espalda mirando al cielo. El tártaro dormido despertó cuando el corpulento la bajó sus extraños pantalones de cuero. Intentó volverse, y empezó a protestar en su lengua, pero el corpulento le propinó un puñetazo en el rostro que a punto estuvo de devolverle al mundo de los sueños del que acababa de salir. Y entonces sucedió algo tan horroroso que incluso ahora mi mente se estremece al recordarlo. El corpulento se desnudó, mostrando su cuerpo musculoso y completamente cubierto de pelo negro ante mis aterrorizados ojos. Sentí deseos de gritar de puro terror ante aquella visión; aquello no podía ser una criatura de Dios, sino un engendro del diablo. Extrajo su enorme y peludo miembro viril y, a la manera de los antiguos sodomitas, penetró una y otra vez a su desdichado compañero que gemía débilmente ante sus embates. Ante mis horrorizados ojos, aquellos dos seres inhumanos se enzarzaron en una danza diabólica, sincronizando sus cuerpos y sus gemidos, con el resplandor de las ascuas de la hoguera silueteando sus figuras.
En aquel momento deseé gritar a Dios, con todas las fuerzas de mis pulmones, que abriera los cielos y descargara su castigo sobre aquellos seres infernales, pero permanecí atónito, mirando hipnotizado cómo se ejecutaba aquella aberración. Finalmente, los dos seres detuvieron sus movimientos, y se durmieron el uno junto al otro.
¿Qué eran? No podían ser humanos. Yo había oído hablar de tártaros blancos y tártaros amarillos; ¿era ésta una nueva raza, o se trataba más bien de los inhumanos monstruos que habitaban las tierras del Gog y Magog?
Esa noche estuvo llena de horror y sueños febriles que asaltaron mi conciencia entumecida. Mis antiguos fantasmas se mezclaron aquella fatídica noche con los horribles monstruos recién conocidos.
Y en medio de tanto horror, soñé con mi Amada, hermosa como la noche, cubierta con un velo mientras se dirigía hacia la catedral acompañada de sus damas de compañía.
Yo amé a esa mujer con todas mis fuerzas. Mi amor por ella era un recuerdo mucho más sólido y certero que el recuerdo de mi esposa o mis hijos. Pero mi Amada era una mujer casada, y era virtuosa. Siempre rechazó mis insinuaciones y ofrecimientos.
En mi sueño, mi Amada se giró y me vio. Apretó el paso, y atravesó las puertas de la catedral. Yo no me detuve por esto; la seguí, entrando a galope tras ella en el santo lugar. Fui detenido por un grupo de indignados y furiosos fieles que me empujaron afuera golpeando a mi caballo con sus bastones, mientras mi Amada lloraba avergonzada rodeada por las miradas y las murmuraciones de sus vecinos.
Regresé a mi casa y me encerré en mi habitación. Extendí sobre mi escritorio papel, y afilé una pluma. Mi mente estaba ocupada por una única idea; iba a escribir el más hermoso de los poemas de amor, una composición tan perfecta que ella, al leerla, no podría más que caer rendida a mis pies.
Apenas llevaba unas estrofas cuando fui interrumpido por uno de mis criados. Traía una nota de la dama. Le hice salir, y desdoblé la nota mientras mi corazón latía desbocado. La leí lentamente, una y otra vez, saboreando cada palabra escrita por ella:
«Debemos vernos esta misma noche, Ramón -decía-. Has vencido».
Esa noche salté la valla de su casa como un ladrón. Me sentía fuerte y poderoso; tenía treinta arios y el deseo había dotado de una fuerza extraordinaria a mis músculos. Sentía que ya nada podía detenerme, me veía arrastrado por una sensación de euforia y de triunfo casi animal. Si en ese momento me hubiera encontrado con su marido, lo hubiera despachado de una cuchillada, y hubiera seguido, inmutable, hacia delante.
Ella había señalado su habitación con un candil encendido. Trepé por una enredadera hasta la ventana, y me introduje en su alcoba. Ella me esperaba junto a la cama, cubierta tan sólo por un sutil camisón. El corazón latía feroz en mis sienes.
– Aquí estoy -le dije-. No puedes imaginar cuántas veces he soñado con vivir este momento.
– Lo sé -respondió ella-; acerca esa luz, ¿quieres, Ramón?
Tomé el candil, y lo acerqué a su rostro. ¡Dios, qué hermosa era!
– Te amo -murmuré con el deseo estrangulando mi voz.
Ella desabrochó su camisón, y empezó a bajarlo por sus hombros. Yo no podía apartar mis ojos de los suyos.
– Mírame bien, Ramón… -dijo-. Mírame bien.
Yo sonreí lascivo. Mis ojos descendieron por su rostro perfecto, sus labios, su delgado y hermoso cuello; hasta sus pechos…
Sus pechos…
Retrocedí horrorizado, la luz casi escapó de mis manos.
– ¡Dios! -exclamé. Su pecho izquierdo era apenas un despojo consumido por el cáncer. Era como una flor reseca y marchita aplastada entre las páginas de un libro. El tejido negro, corrupto, se extendía destructor hasta su axila. Quizá no le quedaban muchos meses de vida. Sentí pena por ella y por mí. Todo giraba a mi alrededor.
– ¡Fíjate, Ramón -exclamó entre sollozos-, en la vileza de este cuerpo por el que estabas dispuesto a condenarte!
Desperté en medio de un grito, empapado por un ácido sudor helado.
Los gog dormían a mi alrededor, roncando como puercos. A lo lejos aquel fuego infernal seguía ardiendo. Pensé en el cuerpo del pobre Ahmed consumiéndose lentamente en aquel aceite ardiente. Todo había acabado para él; dolorosamente, con horror; pero quizás había sido más afortunado que yo.
Saludé al nuevo día como a un resplandor divino que tuviera el poder de limpiar mi alma y mis ojos de todo cuanto había contemplado.
Pero, pobre de mí, aquellos nauseabundos horrores no habían hecho más que empezar, el futuro me deparaba cosas mucho peores.
A la hora prima levantamos el campamento, y seguimos nuestro camino hacia el Levante. Al cabo de unas horas, la humedad empezó a reverdecer el suelo y supuse que andábamos cerca de un oasis, cuando alcanzamos la ciudad de los gog.
Era una enorme ciudad nómada, con más de quinientas tiendas de fieltro negro a las que los tártaros llamaban yurtas. Todas estaban dispuestas de la misma manera, con las entradas de las tiendas orientadas hacia el mediodía, tensadas con cuerdas, y rodeadas de campos y riachuelos, sin ninguna empalizada que las protegiera.
Muchos gog, machos y hembras, deambulaban entre las tiendas ocupándose de sus faenas, ajenos a nuestra presencia. Las hembras vestían con paños de colores claros y sus cuerpos debían de estar tan cubiertos de pelo como el de los machos; ascendía por sus cuellos hasta enmarcar el óvalo de sus rostros oscuros, y descendía por sus piernas hasta los tobillos. Rostro, manos y pies parecían casi completamente desprovistos de pelo negro y tenían unos rasgos simiescos. Eran incluso más menudas que los machos, pero cabalgaban sus pequeños caballos con la misma habilidad, y parecían ocuparse del cuidado de los rebaños de ovejas y camellos que pastaban tranquilamente entre las yurtas. Vi cómo las hembras también limpiaban y curtían las pieles de perros y ovejas, extendiéndolas al sol en unos bastidores de madera, y cómo preparaban el fieltro con pelo, leche y grasa de animales. Los machos fabricaban flechas y arcos y templaban el acero en pequeñas hogueras encendidas aquí y allá.
La primera sensación que me produjo aquella ciudad-campamento era la de un inmenso hormiguero con todos sus miembros atrapados por una febril actividad. Ni uno de ellos levantó la cabeza a nuestro paso, ni apartó la mirada de lo que estaba haciendo; ni siquiera las jaurías de cachorros sucios y andrajosos, que correteaban como pequeños simios, saltando con habilidad los riachuelos entre las yurtas. Aquel comportamiento subrayaba el carácter inhumano de aquellos seres, pues es bien sabido que la curiosidad es la primera característica de toda criatura humana. Cruzamos como espectros ante aquellos seres laboriosos pero de miradas vacías y nos encaminamos hacia el centro de la ciudad donde se asentaban las yurtas de la nobleza.
El olor de aquel lugar era nauseabundo; un penetrante hedor a cuero mal curtido, sebo y putrefacción. Y aumentaba conforme nos íbamos internando en los círculos centrales de tiendas. Entonces vi una gran jaula de hierro a mi derecha, y sentí que gran parte del olor a corrupción provenía de aquel lugar. Un grupo de perros negros y feroces ladraban y se peleaban en el mismo borde de la jaula.
Me acerqué con precaución a ella, y mis guardianes no trataron de impedírmelo.
En el interior de la jaula, hacinados como alimañas, al menos un centenar de hombres extendieron sus manos implorantes hacia mí suplicándome ayuda. Aquellos desdichados se mantenían de pie en un espacio diminuto, apretados unos contra otros, levantándose y resbalando sobre los cadáveres putrefactos de sus compañeros que habían ido muriendo incapaces de resistir aquel horroroso tormento. Los perros introducían sus hocicos a través de los barrotes de la jaula y arrancaban los miembros de los cadáveres para luego disputárselos unos a otros con ferocidad.
Estuve a punto de dar la vuelta y alejarme lo antes posible de aquel nuevo horror, pero uno de aquellos desdichados, uno que parecía un anciano marchito, pero que por su voz deduje que no debía de contar con más de treinta años, me gritó en sarraïnesc:
– ¡Hermano del Libro, no nos abandones, ten piedad de nosotros!
Me volví hacia aquel hombre sin poder apartar el horror de mis ojos, pues me costaba respirar el aire corrompido que provenía de aquel lugar, y le pregunté si eran turcos. Él me respondió llamándome nuevamente hermano del Libro y rogándome que les ayudara o les diera, al menos, una muerte digna. Yo sólo pude decir, conteniendo el llanto que atenazaba mi garganta, que rezaría por ellos.
– Rezaré por vosotros -repetí mientras obligaba a mi montura a dar media vuelta y me alejaba al trote de aquel lugar de muerte. Mis peludos captores me siguieron silenciosos y sonrientes en todo momento.
Aquellos hombres, adoradores de Mahoma, habían sido nuestros enemigos durante incontables generaciones. Habíamos luchado encarnizadamente contra ellos, y ellos contra nosotros, nos habíamos infligido mutuamente terribles torturas y sufrimientos, pero nada podía compararse a lo que sucedía en aquel lugar.
¿De dónde había salido aquella raza espantosa de seres impíos, de monstruos que no tenían nada de humano?
Frente a ellos, los turcos parecían más humanos, y las diferencias de nuestras razas y nuestra fe me parecían ahora ridículas y fútiles disputas entre hermanos. Aquellos seres eran ajenos a toda humanidad; eran algo más que maléficos, estaban poseídos por una maldad que sólo podía describirse como enfermiza. En aquellos momentos no tuve ninguna duda de estar rodeado de demonios surgidos de las profundidades de la Tierra.
Con mi mente nublada por estos y otros pensamientos fui conducido como un pelele por aquellos seres hasta el centro mismo del campamento. Una yurta enorme, cubierta de pieles de león y leopardo, y con las cuerdas hechas de seda trenzada, ocupaba la amplia explanada central, elevándose sobre una sólida tarima de madera.
Nueve tridentes de los que colgaban nueve colas de algún gran animal, estaban clavados frente a la entrada. Mis captores me obligaron entonces a desmontar de mi caballo y arrodillarme frente a aquellos tridentes cuyo significado desconocía. Después subimos las escalinatas hasta lo alto de la tarima, y me arrastraron al interior de la tienda. Era amplia, de cincuenta codos o más de diámetro; en su centro ardía una hoguera cuyo humo escapaba por una abertura situada en el ápice de la yurta, donde se cruzaban las maderas que eran el esqueleto sustentador de la tienda. A pesar de ese orificio, el interior de la yurta estaba enturbiado por el humo y el aire era sofocante y levemente narcótico.
La cabeza empezó a dolerme casi al instante de penetrar en aquel ambiente denso.
Siempre arrastrado por dos de mis captores, rodeé el fuego central, y me dirigí al estrado situado en el otro extremo de la tienda. El suelo estaba alfombrado con pieles de armiño y marta, y alrededor de aquel estrado brillaban lámparas de oro que quemaban incienso. Un gog enorme se sentaba en un trono dorado presidiendo aquel lugar.
Era gigantesco, mayor y más pesado que dos hombres juntos (lo que resultaba extraño cuando todos los miembros de su raza que yo había visto eran tan diminutos), e iba completamente vestido de seda y adornos dorados, con sus manos y su rostro cubiertos de pelo negro e hirsuto. La expresión de sus ojillos era verdaderamente maligna. Sujetaba entre sus manos una pierna de carnero, casi cruda, que chorreaba sangre y grasa sobre su pecho, arrancándole grandes pedazos de carne a dentelladas, que tragaba rápidamente.
A su alrededor, y a sus pies, habría unas veinte hembras completamente desnudas, sin otra cosa sobre sus peludos cuerpos que algunos collares y diademas de oro y piedras preciosas. Las hembras se contoneaban indecentemente en alguna especie de danza blasfema que hacía sonar sus adornos dorados. Tan sólo sus rostros, sus manos y pies, y una zona alrededor de los pezones, estaban libres de aquel vello oscuro que las cubría completamente.
Aparté mis ojos de aquellos cuerpos indecentes sólo para ver algo que, de alguna forma, me resultó aún más repulsivo.
Era tan humano como yo, pero su cuerpo gordo y blanco parecía encontrarse en las últimas etapas de la más profunda degeneración. Vestía los harapos de lo que en alguna ocasión debió de ser una rica túnica bordada en oro, pero que ahora estaba destrozada y deshilachada. Su rostro era abotargado y sus grotescos y gruesos labios se abrían en una boca oscura y desdentada; sólo poseía una aureola de largos y grasientos mechones de pelo en torno a la cúpula calva de su cráneo, y éstos se derramaban sobre lo que quedaba de las hombreras doradas de su túnica. Me miró con sus ojos saltones y enrojecidos, parpadeando lentamente como si dudara de que yo fuera real.
El cacique gog le increpó con su bárbaro idioma gutural, y el gordo y pálido humano le miró con atención mientras hablaba; después se volvió hacia mí y pronunció algunas palabras con una voz afeminada e insegura, en algún idioma que yo no conocía pero cuyo acento no me resultaba completamente extraño. Pensé que quizás era siríaco. Yo le respondí en sarraïnesc, en griego y en latín que no podía comprenderle, y los ojos del hombre se agrandaron por la sorpresa.
– Jesús-Cristo es nuestro Señor -pronunció el hombre en un correcto griego.
– Él es nuestro Salvador -repliqué, inclinando levemente la cabeza-. ¿Eres cristiano católico?
– Por favor, atiéndeme -dijo él con su melosa voz-. Estás en presencia del Señor de todas estas tierras, cuyo nombre es Dorga. Debes guardarle el respeto que merece, y no apartar tus indignos ojos del suelo. No le mires directamente, porque al hacerlo le desafías, y en ese caso me temo que tu vida no durará mucho.
Bajé rápidamente mis ojos, y pregunté nuevamente al intérprete:
– Dime, ¿quién eres tú?
– Un humilde servidor de Cristo, tan indigno como tú -respondió él-; pero que hace mucho viajó hasta lejanas tierras para extender la Verdadera Fe de Nuestro Señor el Hijo de María…
Y utilizó la palabra griega Khristotókos, es decir, la «Madre de Cristo»; y no Theotókos, que hubiera significado: «La Madre de Dios», lo que era más correcto.
– ¡Eres un sacerdote nestoriano! -comprendí.
El hereje me sonrió con su boca desdentada.
– Así es, pero no estás aquí para hablar de teología, sino para responder a las preguntas de mi señor Dorga.
Intenté arrinconar en mi mente la aversión que aquel tipo me producía. Miembro de un clero ignorante, supersticioso, simoníaco y blasfemo; que toleraba la poligamia y ordenaba sacerdotes a los niños desde la cuna. Peor aún, la Iglesia nestoriana se había dejado contaminar por los groseros ídolos de aquellas naciones bárbaras.
– Adelante -le dije-, he venido hasta aquí en paz. Dile esto a tu señor.
– No creo que ese detalle le preocupe lo más mínimo -replicó-; sí le interesa saber, en cambio, cuál es la naturaleza de tu viaje.
– Somos comerciantes; y sólo estamos de paso por estas tierras pues nuestro destino es mucho más lejano. Podemos pagaros generosamente por el derecho de cruzar.
El nestoriano tradujo mis palabras haciendo sonar en su garganta las gorjeantes sílabas del idioma gog.
Uno de mis captores, que había permanecido tras de mí en silencio hasta ese momento, habló rápidamente apenas el nestoriano terminó de traducir.
Entonces el gordo hereje se volvió hacia mí y dijo con evidente satisfacción:
– Yeda dice que mientes, que tus compañeros de viaje son lobos ocultos en pieles de comerciantes.
Así que el gog que hablaba sarraïnesc se llamaba Yeda.
– No queremos nada contra vuestro pueblo -dije con la voz más implorante que fui capaz de pronunciar. Al mismo tiempo le mostré al gordo caudillo mis manos desnudas, en lo que consideré que sería un aceptable gesto de buena voluntad.
Pero esto pareció, en cambio, enfurecerle. Dorga, arrojó a un lado lo poco que quedaba de la pierna de carnero, se puso en pie, y avanzó hacia mí profiriendo horribles gritos. Yo continué con la cabeza agachada, sin atreverme a mirarle, y él descargó una salvaje patada contra mis viejas costillas.
Durante un momento permanecí en el suelo cubierto de pieles, tumbado de costado, luchando por superar el dolor que sentía e inhalar una bocanada más de aire.
– Te aconsejo que no dirijas gestos hacia mi señor, ni le mires directamente.
– Acepto el consejo -tosí.
Dorga se plantó junto a mí, y me gritó con todas las fuerzas de sus pulmones. Yo me acurruqué aún más en el suelo, y cerré los ojos esperando un nuevo golpe en mis costillas. Pero el golpe no llegó, y el caudillo gog repitió su grito.
– Mi señor Dorga pregunta sobre tu papel en esa expedición. Dice que, desde luego, tú no pareces un guerrero; ni un comerciante.
Abrí los ojos, y vi el peludo pie del gordo caudillo a menos de un palmo de mi rostro. Estaba tan cerca, que pude distinguir las pulgas rojizas que correteaban por entre el pelo de sus tobillos.
– Soy un hombre de ciencia… y de Dios -dije sin atreverme a alzar la vista.
El nestoriano tradujo mis palabras, y luego se volvió hacia mí, evidentemente interesado, y me preguntó si era un sacerdote. Le respondí que pertenecía a la orden de los frailes menores, en su tercera regla.
– Un franciscano, ¡por supuesto! -exclamó-. He oído hablar de vosotros. La vuestra debe de ser una orden muy atrevida para enviar a sus hijos a las mismísimas puertas del Averno. -Y añadió-: En estas tierras puedes perder algo más que la vida.
– Luego admites que estás entre criaturas satánicas.
El nestoriano rió con su horrible boca desdentada y fatua, y dijo:
– Ni siquiera Dios logra distinguir con claridad los imprecisos límites entre el Bien y el Mal. ¿Quién eres tú para intentarlo?
– ¡Blasfemo! -le grité.
Dorga, harto de aquella discusión que no entendía entre el nestoriano y yo, dio una furiosa patada en el suelo, justo frente a mi rostro, e increpó a su esbirro. El hereje palideció más de lo que parecía posible, y se apresuró a traducir nerviosamente nuestras palabras. Por supuesto no pude ver la expresión del gog al escuchar la traducción, pero su reacción hizo evidente que todo aquel asunto estaba perdiendo interés para él. El caudillo regresó a su trono dorado, y profirió unas rápidas y guturales órdenes. Yeda y mis otros captores habían permanecido junto a la entrada de la tienda, guardando un respetuoso silencio, y al escuchar las órdenes de Dorga, se pusieron rápidamente en marcha. Me sujetaron por las axilas, y me pusieron de pie con un tirón brusco y doloroso. Sin demasiados miramientos, empezaron a arrastrarme hacia la salida.
– ¿Qué sucede ahora? -le pregunté desesperado al nestoriano.
Él ejecutó unos heréticos signos de bendición, y me dijo compungido:
– Te llevan ante la presencia del chamán. La deidad suprema de estas gentes es el cielo mismo, con todos sus astros, y los chamanes son los únicos capaces de comunicarse directamente con él. Te compadezco, terciario, porque nada de lo que puedas haber contemplado en toda tu vida puede haber preparado tu alma para lo que ahora vas a ver.
Y no dijo nada más, porque en ese momento mis captores atravesaron la entrada de la tienda, y me encontré, arrastrado por ellos, de nuevo en el exterior.
La yurta del chamán estaba situada en un extremo de la explanada central, a unos pocos pasos de la del caudillo que acababa de abandonar.
Esta vez, Yeda y los otros gog que se habían convertido en mis atentos vigilantes, no me acompañaron hasta el interior de la tienda. Se limitaron a apartar la piel de camello que cerraba la entrada, y empujarme dentro.
Caí de bruces en el oscuro interior, iluminado tan sólo por unas débiles brasas centrales. El suelo estaba cubierto por miles de pequeños huesecillos y plumas de palomo. A un extremo y a otro se amontonaban, unas encima de otras, jaulas de bambú repletas de aquellas aves que revoloteaban espantadas por mi entrada, levantando al hacerlo un nauseabundo polvillo que no era otra cosa que los restos resecos de sus excrementos.
Tosí, y tapé mi boca con una mano como si ésta pudiera evitarme el tener que respirar aquella porquería. Me incorporé lentamente y sentí, antes que vi, la presencia de la fantasmal figura que se acurrucaba al fondo de la tienda.
Caminé hacia ella con pasos cortos.
El chamán debía de ser la criatura más vieja que viviera sobre la Tierra. Eso fue lo que pensé mientras me acercaba a él. Tan vieja como un árbol reseco y arrugado.
Estaba tumbado sobre su costado, apoyado sobre su codo, sobre una especie de litera de piel. Estaba completamente desnudo y el color y la textura de su pellejo reseco era similar al cuero de la litera. Aquella piel desnuda y sin pelo se estiraba como un pergamino sobre sus huesos deformes. Tenía dos testículos atrofiados, pero su pene debía de haberle sido amputado hacía mucho, y tan sólo quedaba un orificio rodeado de cicatrices. Sujetaba un palomo entre sus dedos retorcidos por la artritis, y el pobre animal aleteaba desesperado. Aún no le había visto el rostro porque estaba inclinado sobre el ave.
De repente se acercó el palomo a la boca, y le arrancó la cabeza de un mordisco.
Elevó entonces su rostro hacia mí, y me sonrió con su boca manchada de rojo por la sangre del palomo.
– Te doy la bienvenida, extranjero -dijo en perfecto sarraïnesc-. Nuestras esferas se han mezclado como el fuego y el aire. Cada elemento se mueve inevitablemente hacia su lugar específico; el fuego sube a lo alto y el aire, más lento, viene después.
Retrocedí espantado. Su rostro era un absoluto horror. Su cara estaba carcomida en todo su lado izquierdo hasta el extremo de que el hueso amarillento de su cráneo y pómulo quedaba expuesto en ese lado. Sus labios también desaparecían en esa mitad de su cara, frunciéndose en una especie de mueca horrible que parecía una media sonrisa sardónica. No tenía oreja en ese lado, y su ojo izquierdo era una bolsa arrugada y sin color, medio traslúcida, como la crisálida abandonada de un insecto.
¿Qué extraña magia dominaba aquel lugar perdido?
El monstruoso anciano volvió a acercar el cadáver del palomo a sus labios, y bebió su sangre durante unos instantes, con evidente placer. Luego arrojó a un lado los restos del ave, y limpió la sangre de su boca con el dorso de la mano.
– Un estómago tan viejo como el mundo apenas acepta ya otra cosa que la sangre y la leche. -Su voz era sorprendentemente agradable. Grave y pausada, pronunciando las sílabas con cuidado y perfección, a pesar de sus deformados labios.
Le pregunté qué quería de mí.
– Quiero información, sólo eso -respondió mirándome intensamente con su único ojo sano-. Sabía que vendrías, pero no esperaba tan pronto tu llegada. Ha sido un afortunado azar el que cinco de mis cazadores te encontraran.
– ¿Quién eres?
Su único ojo brilló de leve ira y dijo:
– No estás aquí para formularme preguntas, sino para responder a las mías. Viajas hacia Oriente en compañía de trescientos asesinos. Todo viaje tiene un destino, y ese destino es lo que deseo conocer.
– Si eres quien creo que eres -dije-, entonces no puedes ignorar cuál es nuestro destino.
La criatura se incorporó hasta quedar sentada en la litera de cuero, extendió su mano derecha y sus dedos se engarfiaron en el pecho de mi gonela; tiró de mí con una fuerza inusitada hasta que mi rostro quedó a pocas pulgadas del suyo.
– Hablarás, esclavo -dijo, y sentí su aliento en mi cara como una bocanada de aire que escapara al abrir una tumba.
Era como si su disfraz de viejo marchito se hubiera difuminado por unos instantes para mostrarme su verdadera naturaleza de bestia maligna y llena de ira.
Entonces, en su proximidad, vi algo que me llenó de horror y repulsión; su ojo marchito y traslúcido se animó durante un breve instante como si algo se moviera dentro de él.
Con morbosa fascinación miré el interior de aquella cuenca, a través de la fina telilla que era todo lo que quedaba del ojo original, y vi algo semejante a un gordo gusano blanco retorciéndose en aquel estrecho espacio. He visto parásitos introducir sus huevos en el interior de insectos, y éstos ser devorados por los retoños recién nacidos hasta sólo dejar su caparazón, como un fantasma repleto de gusanos.
El chamán me soltó entonces, y yo me aparté rápidamente de su horror y su pestilencia. De repente parecía muy cansado, y volvió a tumbarse en su litera.
– Hablarás, esclavo -repitió con voz débil-, suplicarás por hacerlo.
No vi que hiciera señal alguna, ni pronunciara otra palabra más, pero en ese momento, como respondiendo a una orden silenciosa, Yeda y el gog corpulento entraron y me sacaron de allí.
Me empujaron dentro de otra yurta cuyo suelo estaba cubierto de paja, y cerraron la entrada tras de mí. Una gran jarra de barro en el centro era el único objeto en toda la tienda. La levanté, y derramé algo de su contenido sobre el suelo de paja. Mojé mis dedos y lo probé con precaución; era agua. Tenía sed y bebí hasta casi agotar su contenido. Estaba solo por primera vez desde que había abandonado el campamento almogávar, y me sentía agotado en cuerpo y alma por todo lo que había visto y por todo lo que mi corazón había sentido.
Me tumbé en el suelo e intenté dormir. Pero no pude hacerlo, obsesionado por las palabras del chamán. Tenía la seguridad de que había estado en presencia del mismísimo Maligno.
Esa noche las cigarras no cesaban en su monótono canto, y una enorme luciérnaga se movía por uno de los palos que sujetaban la yurta, como un navío lejano navegando durante la noche. Apenas podía escuchar a mis guardianes gog hablando entre sí, en voz baja, frente a la entrada de la yurta, cuando de repente turbó aquel silencio casi perfecto una extraña mezcla de sonidos musicales, que vibró un momento y se disipó.
Antes de que tuviera tiempo de incorporarme, resonó de nuevo la música, entremezclándose los sonidos, formando unos compases extraños y agradables, como si un niño jugara con las teclas de un manubrio. Escuché atentamente, conteniendo la respiración, aquel extraño ritmo que a veces se detenía para volver a empezar y detenerse con igual presteza. Poco a poco, y casi sin percibirse iba llegando hasta la entrada de la yurta el ruido de numerosas pisadas en el suelo blando.
La entrada se descubrió en ese momento, mostrando un grupo de oscuras formas que se destacaban contra el fondo formado por la luz de las antorchas. Los mangos de marfil de sus espadas relucían al describir curvas en el aire cuando los guerreros gog alzaban y bajaban los brazos siguiendo el ritmo de la danza. De repente, los danzantes desaparecieron en la oscuridad para reaparecer de nuevo, momentos después, ante la luz de las antorchas que proyectaba sus oscuras siluetas. Ahora cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros una plataforma sobre la que se sentaba la cadavérica figura del chamán. Su silueta retorcida destacó como una sombra de profunda negrura contra la turbia niebla que oscurecía la noche.
Los guerreros volvieron a danzar al compás de las extrañas melodías de un sonoro instrumento y de las débiles palmadas que salían de los porches de las yurtas que producían un sonido parecido al de las olas.
Mis guardianes me ordenaron que saliera, y yo me acerqué lentamente a aquel cuadro y distinguí que los danzarines y el chamán ocupaban el centro de un semicírculo presidido por Dorga y el hereje nestoriano, y que había muchos más gog sentados en la oscuridad. El terreno frente a las yurtas estaba lleno de viejos de ambos sexos y niños de todas las edades. Apareció una vez más la fila de danzarines ante la luz de las antorchas, y el que iba delante, llevaba un calabacín del que sobresalían unos juncos; soplaba por uno de ellos al mismo tiempo que pasaba los dedos por los otros, como si se tratase de una flauta, y su pecho se dilataba y contraía normalmente, a pesar del soplar continuo que iba convirtiendo en embriagadora música.
Cesó de repente la danza y la música, y se fue estrechando el semicírculo de indígenas, que se arrastraron boca abajo sobre el polvo, alrededor de la plataforma del chamán, mientras proferían alaridos espantosos y lúgubres que resonaron en la noche.
El anciano se puso en pie, apoyándose en los fuertes y peludos brazos de dos de sus acólitos, y me llamó con un hipnótico gesto de su mano. Sentí entonces cómo, por primera vez, toda la atención de aquellas gentes se concentraba en mí. Uno de los acólitos se situó a mi espalda y vendó mis ojos con una gruesa tela de lino.
Momentáneamente cegado, fui obligado por ese mismo acólito, a avanzar unos pasos en dirección al aullante semicírculo en cuyo centro estaba el chamán, y me vi rodeado al instante de una espectral luz cenicienta, que no proyectaba sombras, y que iluminaba el espacio central del semicírculo, permitiéndome ver mágicamente a través de la venda. Era como si las luces de las antorchas se hubieran convertido en oscuridad, y las sombras de la noche en luces. Las piedras del suelo fosforecían en violento contraste con las estrellas del cielo que ahora parecían simples puntos negros, como partículas de carbón. Uno de los acólitos, convertido ahora en una imagen espectral de sí mismo, con los tonos y colores de su cuerpo invertidos, colocó un taburete de madera frente a mí, y me indicó con un gesto que me sentara. Cosa que hice, como si algo impulsara mis acciones por encima de mi voluntad y raciocinio.
La pegajosa fosforescencia que me rodeaba se fue haciendo más espesa hasta que no pude ver más allá de cinco codos por delante de mí. Era como una niebla luminosa, que hacía daño a los ojos y me obligaba a entrecerrarlos. Mis ojos lagrimeaban y mis párpados temblaban por el esfuerzo de mantenerse entrecerrados. Podía estar en el interior de una estrecha habitación, o en el centro de un inmenso desierto, imposible saberlo pues era incapaz de distinguir distancia alguna a través del irreal resplandor que me envolvía. Un mefítico olor a corrupción que me rodeó, haciéndose más intenso a cada instante, y llenando, asfixiante, mis narices obligándome a respirar por la boca.
Entonces escuché un ruido terrible y vi unas formas vagamente humanas aparecer entre la luz y adquirir rápidamente una esencia sólida.
Avanzaron hacia mí envueltas por jirones de niebla. Siete jinetes de largos cabellos negros, llevando armaduras de combate, con dos alas como dos escudos metálicos a la espalda. Agitaban estas alas y producían un ruido ensordecedor mientras se acercaban a mí. Las armaduras, también tenían colas semejantes a las colas de un escorpión, pero de metal brillante. Las colas se agitaban a la espalda de los jinetes como si tuvieran voluntad propia. Avanzaban lentamente, abriendo la niebla con sus cuerpos, como si ésta se apartara para no tocarles. Sus monturas también llevaban armadura, con una pequeña corona dorada sobre cada una de las cabezas de los caballos.
Se detuvieron a unos pocos pasos frente a mí. El más cercano sonrió mirándome a los ojos. Era la sonrisa de un carnívoro de dientes largos y afilados. Su cola de escorpión restalló en el aire y me golpeó en el cuello. Un golpe que a punto estuvo de derribarme al suelo, y que me provocó un inmediato e intenso dolor.
Grité, e intenté apartarme de su contacto; pero el anciano y esquelético chamán apareció a mi lado y me retuvo apretando mi brazo con firmeza. Sus dedos eran como garfios de acero, y se clavaban en mi antebrazo a través de mis ropas.
– ¡Soltadme! -grité, zafándome de aquellas garras.
Con dedos nerviosos, deshice los nudos de la venda en mi nuca, y la aparté de mis ojos. La espectral luz desapareció al instante, y la oscuridad de la noche apenas iluminada por las antorchas me rodeó de nuevo.
Mientras retiraba la venda de mis ojos, no dejaba de mirar la terrible figura del chamán que seguía plantado ante mí; pero cuando el velo cayó por fin, el cuerpo del anciano se transformó en algo diferente y mucho más horrible. Algo abominable e inhumano que escapaba a mi entendimiento y a la capacidad de mi mente y mi lengua de definirlo.
Apenas recuerdo un atisbo de execrables formas serpentinas retorciéndose lujuriosas, como las siete cabezas del dragón, antes de perder el sentido.
Cuando fui despertado por aquella fuerte mano que me sacudía, el sol todavía no había salido y sólo una tenue luz rojiza se filtraba por la abertura cenital de la yurta.
Miré aturdido la melena rubia y el amplio y barbudo rostro del hombre al que pertenecía aquella mano, y al reconocerlo estuve a punto de gritar de alegría.
Pero Sausi Crisanislao tapó mi boca con su manaza gigantesca, y me hizo un gesto de que guardara silencio.
Entonces vi aparecer, en el umbral de la yurta, a la pequeña y esbelta figura de Ricard de Ca n'. Llevaba en sus manos una espada que goteaba sangre. Ambos vestían como almogávares, con sus bragas de piel, el zurrón a la espalda, y la red de acero protegiéndoles la cabeza, abandonado ya el lujoso disfraz de comerciante. Me hicieron señas para que les siguiera afuera, en silencio, e intenté ponerme en pie.
A punto estuve de derrumbarme. Todo me daba vueltas y sentí deseos de vomitar. Me sentía muy débil y noté una extraña palpitación en el cuello. Al llevarme la mano a ese lugar palpé un bulto bajo mi oreja izquierda, tan grueso como el huevo de una paloma. Dolía y sentí la carne hinchada e irritada en aquel punto.
Sausi me sujetó para evitarme caer, después pasó mi brazo izquierdo por encima de su hombro, y sosteniéndome así en pie, casi en vilo, me arrastró afuera.
Los veteranos Guzmán y Fabra guardaban la entrada, espalda contra espalda, sus sentidos afinados para el combate. En el suelo, degollados como bestias, yacían Yeda y mi otro guardián gog. Amanecía. Ricard salió de la tienda tras nosotros.
– Vámonos antes de que todos despierten -dijo-. Joanot y los demás rodean la aldea. Sólo intervendrán si empieza el jaleo.
– No -musité. ¡Dios mío, me sentía tan débil!
Ricard de Ca n' preguntó qué sucedía.
– Debemos ayudarles -dije con un hilo de voz.
– ¿Qué?
– Tienen prisioneros. No podemos abandonarles…
Ricard maldijo en voz baja. Miró a un lado y a otro, nervioso, después interrogó al búlgaro con la mirada
«¿qué hacemos?». Sausi, hombre de pocas palabras, asintió con un enérgico cabezazo. Ricard volvió a maldecir entre dientes.
– Está bien -masculló-. Vamos.
– Seguidme -dije. Pero esto era más sencillo de decir que de hacer; si Sausi me soltaba me derrumbaría como un monigote-. Es hacia allí -señalé con un desmayado gesto de mi mano.
Nos pusimos en marcha, entre las yurtas de fieltro, esquivando las cuerdas que las tensaban y los riachuelos malolientes que discurrían entre ellas. Yo era llevado en volandas por el forzudo búlgaro, Ricard corría delante, saltando como un ágil zorro, blandiendo su ensangrentada espada. Los otros dos veteranos guardaban nuestra espalda. Nos detuvimos junto a una tienda, protegidos por ella de la vista del guardia que dormitaba junto a la jaula. El nauseabundo olor nos llegó al instante.
– Dios misericordioso -murmuró Fabra-. ¿Qué es eso?
– El infierno -dije.
Uno de los mastines negros que deambulaba alrededor de la jaula se volvió en nuestra dirección; las orejas levantadas y expectantes.
– Silencio -susurró Ricard alzando una mano.
El perro estiró el cuello en nuestra dirección, y dio un par de prudentes pasos. Su hocico parecía vibrar de puro nervio contenido. Empezó a gruñir, mostrando sus grandes dientes amarillentos. Otro perro que dormitaban con sus blanda barriga apuntando al cielo, abrió los ojos y se incorporó.
El primer perro se lanzó hacia nosotros. Ricard le salió al paso, y lo ensartó limpiamente con su espada mientras el mastín saltaba hacia él. No se detuvo, dejó la espada clavada en el cuerpo del animal, y siguió corriendo hacia la jaula. El guardia había despertado por los ladridos del otro perro, que parecía más prudente que el primero, y reculaba hacia la jaula. El gog se puso en pie, y abrió la boca para gritar pidiendo ayuda. Ricard sacó sus dos dardos del tabalate, y en un movimiento continuo, lanzó uno hacia el gog. El dardo le entró por la boca, y su punta salió por detrás de su oreja izquierda. El guardia emitió sólo una especie de gorgojeo, y cayó hacia atrás, pataleando estertóreamente. El segundo perro ladraba fuera de sí, lanzando espuma por la boca; reculó un poco más hasta dar con su trasero con los barrotes de la jaula. Varios brazos sucios y esqueléticos surgieron entre los barrotes y atraparon al animal; por la cola, por el cuello y por las patas; y el animal fue arrastrado al interior de la jaula donde fue silenciado rápidamente. Los brazos delgados, sucios ahora con la sangre del perro, volvieron a salir entre los barrotes. Esta vez implorando ayuda.
Llegamos junto a Ricard, y Guzmán comentó que si no se habían despertado todos con este escándalo es que debían de seguir muy borrachos por la fiesta de la pasada noche.
– ¿Ya estabais aquí anoche? -les pregunté.
Ricard respondió que estuvieron esperando a que acabara toda esa brujería.
– Yo no contaría con que todos están borrachos -gruñó Sausi-. Salgamos de aquí cuanto antes, o este lugar se puede convertir en una trampa mortal.
Tras los barrotes, aquellos hombres como espectros, gimieron pidiendo ayuda.
– ¡Son turcos! -exclamó Ricard al escuchar sus voces.
– Son hombres como nosotros -dije-. Saquémosles de ahí.
Sausi se adelantó hacia la puerta de la jaula, e introdujo la hoja de su espada entre los eslabones de la cadena que la cerraba. Un brusco movimiento, con toda la fuerza de sus enormes brazos, y la cadena cayó al suelo partida en dos.
Abrió la puerta dejando salir a los cautivos. Serían apenas unos cincuenta; muchos más cadáveres quedaron aplastados en el suelo de la jaula.
Aquellos hombres parecían náufragos, con sus ropas hechas jirones, colgándoles de sus miembros esqueléticos. Los restos de sus ropas, su piel y su pelo parecían tener un mismo color ocre y sucio.
Ricard ordenó a Guzmán y Fabra que acompañaran a los sarracenos hasta la salida del poblado, pero el que había hablado conmigo a mi llegada, el joven que parecía un anciano, se recuperó rápidamente; se puso en pie y corrió junto al primer perro que había matado Ricard. Extrajo la espada del almogávar del cuerpo del animal, y la blandió en el aire frente a sí.
Ricard dio un paso hacia él, y dijo:
– Devuélveme el arma.
El turco interpuso la hoja desafiante.
– ¿Qué sucede ahora? -le pregunté-. No es momento para eso. Tenemos que salir de aquí.
– Hermano del Libro -me dijo, pero sin apartar sus enrojecidos ojos de Ricard-; nos has salvado, y por ello te estoy agradecido, os estamos agradecidos a todos, seáis quienes seáis, pero no puedo abandonar este lugar, en el que habita la Bestia, sin antes haberme enfrentado a ella. Mi nombre es Ibn-Abdalá Mohamed; no lo olvidéis nunca.
Dio media vuelta, y echó a correr en dirección al centro del poblado.
Durante un instante Ricard dudó en perseguirle o no. Luego se volvió hacia mí, y me preguntó qué había dicho el sarraceno.
– Satán está aquí -dije estremeciéndome por mis propias palabras.
– ¿Qué? -Ricard y Sausi también se estremecieron.
Les expliqué que sus demonios eran los mismos que los nuestros y que ahora, aquel sarraceno, corría a enfrentarse con uno de ellos.
– Debemos seguirle.
– ¿Estás loco, anciano? -exclamó Ricard-. Apenas puedes tenerte en pie. Y mira, el sol está completamente fuera.
Era cierto. Nuestras sombras se recortaban ya nítidas y alargadas contra la arena. Nuestra buena suerte no podía durar mucho tiempo más. Los otros sarracenos liberados ya corrían tanto como les permitían sus mermadas fuerzas, conducidos por los dos veteranos almogávares hacia las afueras del poblado.
Sentí una punzada de dolor en el cuello, y llevé mi mano instintivamente al bulto que se había formado bajo mi oreja. Dolía al tocarlo y estaba caliente y tumefacto.
– Debemos seguirle -insistí casi sin fuerzas-. Debemos ayudarle a acabar con esa criatura; no podemos marcharnos de aquí dejándola con vida.
– Vamos -decidió el búlgaro, cargando nuevamente con mi peso-; hagamos lo que dice el anciano.
Ricard dio una patada contra el suelo y dijo: «¡Mierda!», pero se puso en marcha tras los pasos del turco.
Llegamos a la explanada central, y vimos cómo Ibn-Abdalá penetraba en la tienda del chamán.
– Es en ese lugar -dije.
Entramos en su ominosa y maloliente penumbra.
Las palomas revoloteaban asustadas. Ibn-Abdalá estaba plantado en silencio frente al lecho del chamán; la espada de Ricard quieta en su mano. El anciano estaba tendido cuan largo era, con la boca abierta y los delgados miembros rígidos.
Ricard apartó al sarraceno, y tocó el cuello del chamán.
– Está muerto -dijo al cabo de un instante-; y por su aspecto parece como si llevara muerto varios meses.
– No es así -dije-. Yo hablé con él anoche.
– Pues ahora está muerto -insistió Ricard-. ¿Lo has matado tú? -Le preguntó a Ibn-Abdalá.
– No.
Me zafé de Sausi que me sujetaba, y me acerqué con paso torpe al lecho.
– Anoche vivía -dije contemplando con repulsión el cuerpo del anciano-, y no creo que un demonio pueda morir tan fácilmente.
– Podemos asegurarnos de que este muerto nunca se remueva en su tumba -dijo Ibn-Abdalá, y atravesó con su espada el reseco pecho del anciano muerto.
– Ya basta -dijo Ricard, enfurecido, arrebatándole la espada al turco-. Salgamos de aquí. Puede que éste haya muerto, pero quedan muchos vivos que pueden complicarnos la vida.
Mientras abandonábamos la siniestra yurta, dirigí una última mirada al cuerpo tendido sobre el lecho y recordé con un estremecimiento los acontecimientos de las dos últimas noches. Yo también deseaba abandonar aquel lugar cuanto antes.
Desperté en el conocido interior de mi carromato, zarandeado por el rítmico balanceo de la marcha. Asomé la cabeza fuera de la lona, y vi la espalda del almogávar que conducía el carromato. De nuevo era de noche, por lo que mi sueño-desmayo, había durado, al menos, todo un día. Era evidente que si Joanot había decidido viajar en la oscuridad, era con la intención de alejarse cuanto antes del poblado gog, y eludir así la batalla contra aquellos pequeños y diabólicos guerreros. Pero yo dudaba que esto fuera posible y tenía por cierto que por mucho que lográramos alejarnos, aquellos demonios nos encontrarían. ¿No era aquélla su tierra y sus caminos? No tardarían en dar con nuestro rastro, y el dejado por el paso de trescientas personas no podía ser, en ningún caso, sutil. ¿Qué ganaba entonces Joanot con aquella apresurada huida? Quizás el joven caballero, tan sólo deseaba encontrar un terreno más propicio para la lucha.
Recordé nuestra salida del poblado, y la extraña fortuna que nos había protegido para salir con vida de aquel lugar. Eso me llevó a pensar en los cautivos turcos y preguntarme qué habría sido de ellos. Sabía que Joanot había ordenado ir encadenando a los turcos conforme éstos salían del poblado gog para caer en manos de los almogávares. Cuando llegamos, ordenó hacer lo propio con Ibn-Abdalá, y yo me sentía demasiado débil como para interceder eficazmente por el sarraceno, pues prácticamente me desmayé al verme al fin rodeado de amigos y a salvo.
Temiéndome lo peor, y rezando a la Virgen Santísima para que mi intervención no resultase ser demasiado tarde, pedí al almogávar que detuviera el carromato.
Al saltar a tierra, noté una punzada de dolor en el cuello, y todo pareció girar a mi alrededor como si estuviera ebrio. El bulto había crecido aún más, y me presionaba la garganta dificultándome tragar. Dolía horriblemente y sentía latir el pulso en las venas hinchadas de aquella zona.
Pero no disponía de tiempo para preocuparme por eso cuando, quizás, aquellos pobres desgraciados turcos estarían a punto de ser ajusticiados por los catalanes.
Si no lo habían sido ya.
Esperé en el borde del camino, tragando el polvo levantado por las acémilas, hasta que vi llegar a Joanot. Me saludó, y comentó que me veía bastante recuperado.
Le dije que teníamos que hablar; y él me respondió que Ricard y el búlgaro ya le habían contado la extraña historia. También me dijo que no tenía nada que temer, que nos estábamos alejando de aquellas bestias lo bastante rápido como para que no pudieran dar con nosotros.
Repliqué que estábamos inmersos en sus tierras y que no era posible correr lo bastante rápido como para alejarnos de aquello que nos rodeaba por todas partes. Necesitábamos a los turcos; ellos conocían estas tierras y podían sernos de gran ayuda.
– Son indignos de confianza -dijo él-. Como todos los adoradores de Mahoma.
Suspiré con alivio. Al menos aún estaban con vida.
– A pesar de todo -dije-, deseo hablar con ellos.
Joanot se encogió de hombros.
– No veo para qué. Pero si ése es tu deseo… Están en la cola de la caravana.
Joanot siguió su camino, y yo esperé la llegada de los sarracenos. Caminaban lentamente, con el paso entorpecido por las cadenas que colgaban de sus tobillos; tal y como Joanot dijo, iban casi al final de la caravana, tragando el polvo levantado por las acémilas y los camellos. Su situación desde que habían salido del poblado gog había mejorado sin duda, pero no completamente.
Distinguí la delgada figura de Ibn-Abdalá entre el grupo de prisioneros, y llamé a uno de los almogávares que los custodiaban.
– ¿Ves a ese hombre de ahí? -dije señalando al sarraceno.
– Sí.
– Deseo interrogarlo. Sepáralo del resto, y condúcelo hasta mi carromato.
– ¿Tu carromato? -preguntó el guerrero.
– Sí, mi carromato. ¿Acaso no sabes quién soy?
– Claro que sí -me respondió él con expresión burlona. Le ordené entonces que me obedeciera y, sin darle oportunidad a seguir discutiendo, di media vuelta y caminé hasta mi carromato aparentando toda la seguridad en mí mismo que me era posible.
Esperé en su interior hasta que el encadenado Ibn-Abdalá fue empujado dentro.
El pobre me miró con expresión desolada; llené una escudilla con agua, y se la ofrecí. El no rehusó; tomándola con ambas manos, bebió hasta agotar su contenido.
Después me tendió la escudilla sin soltarla y pidió más agua. Escancié el líquido, y esperé pacientemente a que terminara de beber.
Realmente aquel hombre parecía tan viejo como yo; tenía las mejillas hundidas y le faltaban casi todos los dientes de la parte de arriba de la boca, su piel estaba arrugada y curtida y sus ojos eran los ojos de alguien que ha vivido mucho. Su mirada era extraña e indefinible, y contenía un sentimiento que no fui capaz de precisar. Pero el pelo de su cabeza y barba eran abundantes y de color negro, aunque ahora estaban completamente cubiertos de polvo y arena.
– ¿Mejor? -le pregunté.
– Sí, y si me libraras de estas cadenas -dijo alzándolas para que pudiera verlas-, la cosa mejoraría aún más.
– Temo que eso no esté en mis manos.
– ¿Por qué nos hacéis arrastrar estas cadenas? Mi gente está débil.
– Somos enemigos, y tenemos nuestras normas sobre cómo tratar a los enemigos.
– Nunca he visto a infieles como vosotros. ¿De qué parte del mundo sois?
– De Poniente.
Él preguntó extrañado:
– ¿De Al-Andalus?
– Estos hombres provienen del norte de Al-Andalus -le expliqué con cuidado-; de las montañas que limitan con el país de los francos.
Asintió de nuevo, y dijo que él no nos consideraba sus enemigos. Les habíamos salvado de los demonios y nos estaba agradecido. Ejecutó un saludo musulmán con sus manos encadenadas.
Le dije que, en ese caso, no le importaría responder a alguna de mis preguntas, y él me invitó con sus expresivos ojos a que preguntara.
– ¿Sabes lo que es esto? -dije tocando apenas el bulto de mi cuello. Cada vez dolía más; dolía sólo con rozarlo.
– Sí. Estás infectado por el Mal.
Le miré atónito.
– ¿Qué?
– El Mal está dentro de ti. No tardará en apoderarse de todo tu cuerpo.
– ¿De qué me estás hablando? ¿De una enfermedad? -No pude evitar un temblor en mi voz al preguntar.
– No -me miró directamente a los ojos-; hablo del Mal en esencia.
Le pregunté qué iba a ser de mí.
– Afortunadamente eres muy viejo -dijo-; el Mal no tendrá tiempo de apoderarse de tu alma, tu cuerpo degenerará y se marchitará mucho antes de que esto suceda.
Yo sólo podía comprender parcialmente lo que el sarraceno me estaba contando, pero una cosa estaba bastante clara a pesar de todo: mi vida estaba a punto de terminar. Y entonces comprendí el significado de su mirada; era misericordia, piedad, ¡aquel sarraceno encadenado y famélico sentía pena por mí!
Le pregunté si existía alguna posible cura, y él me dijo que, desafortunadamente, no; y su tono era el de quien pronuncia una sentencia de muerte.
– Mi nombre es Ramón Llull -le dije, intentando conservar la calma-, y soy muy viejo y ya he vivido más que suficiente. Hace mucho tiempo tuve una familia y disfruté de una buena situación mundana. A todo esto renuncié de buen grado a fin de honrar a Dios y exaltar nuestra santa fe. Aprendí el árabe, y muchas veces prediqué entre los sarracenos. Fui detenido, encarcelado y flagelado por la fe; no una, sino muchas veces. Aceptaré entonces cualquier destino que Dios tenga a bien enviarme.
El inclinó levemente la cabeza en una especie de saludo respetuoso, y dijo:
– Que Dios te proteja entonces, hermano del Libro.
Le pregunté cómo había llegado el Mal a estas tierras, y él respondió, mirando hacia un lado, que era una larga historia.
– Te puedo dedicar todo el tiempo que me quede -dije, mientras esbozaba una amarga sonrisa.
– Bien, te lo contaré entonces, pero me siento muy incómodo con estas cadenas y con toda la suciedad que se ha pegado a mi cuerpo.
Asentí. Gracias a los años que pasé con mi desafortunado esclavo moro, sabía la importancia que los sarracenos le daban a la higiene personal. Una importancia que para muchos cristianos es incomprensible pero que, debo admitir, se me ha contagiado en parte. Llamé al almogávar del exterior y pedí que nos proporcionara un barreño lleno de agua, cosa que hizo al instante, y le solicité que librara a Ibn-Abdalá de sus cadenas, a lo que se negó rotundamente.
El sarraceno se encogió de hombros, y aceptó aquello que había conseguido; se lavó lo mejor que pudo y me pidió algo para recortarse la barba y el pelo. Le di unas tijeras, sin pensar ni por un momento que aquel hombre pudiera usarlas como arma. Y no lo hizo. Después de lavarse y afeitarse, su aspecto había mejorado lo suficiente como para que empezara a mostrar la edad que auténticamente tenía.
Mientras se aseaba me dijo que él no había nacido en Rai, sino en Tánger.
– En el Lejano Poniente, como tú -añadió.
De joven estudió las leyes de Alá y de los hombres, y lleno del deseo de visitar los santuarios ilustres, dejó a su padre, madre y amigos y a los veintidós años partió hacia Oriente, solo, sin compañero con el que pudiera vivir familiarmente, sin caravana de la que formar parte. Fue vendedor de dátiles en Arabia, y traficó con esclavos en Kipchak. De los doctores de Damasco obtuvo la licencia para juzgar, y se convirtió en cadí al servicio del sultán de Delhi. La desgracia no se olvidó de él, ni las intemperies, ni los bandidos; varias veces lo perdió todo, su equipaje y su dinero…
– Pero nunca me detuve… hasta que esos demonios llegaron a estas tierras.
– ¿Quiénes son?, ¿de dónde vienen?
– Quién sabe. Una raza de criaturas bestiales. Viajan con los tártaros y tienen algunas de sus mismas costumbres, pero en otras cosas son muy diferentes.
Un anciano de Delhi le había contado la caída de Bagdad; como una nube negra apareció al este de la ciudad y la cubrió por completo. Al momento se originó un gran griterío; la gente trepaba a los terrados y a los alminares para intentar averiguar el origen de esa polvareda. Al fin descubrieron al ejército tártaro llegar oculto por esa niebla, su caballería, sus impedimentas y todo el convoy de equipajes que venía detrás; la faz de la tierra parecía en aquel momento totalmente cubierta de tártaros. Al frente de ellos, como punta de flecha, avanzaban los demonios peludos.
– Me los describió con detalle, pero no quise creerle… hasta que sitiaron Rai, donde yo me encontraba comerciando. Llegaron del mismo modo que el anciano me había narrado, envueltos en una nube pestilente y sometieron la ciudad por el hambre; fui testigo de cosas horribles durante aquellos meses de asedio; vi a mujeres disputarse la piel de un caballo muerto hacía semanas y a la gente arrollarse por beber la sangre de un buey al que se daba muerte, y a un hombre devorar un pie humano. Finalmente la ciudad, exhausta, se rindió al poder de esos monstruos y éstos, al penetrar por sus calles, cometieron las mayores atrocidades que la mente humana puede concebir.
– Dices que viajan con los tártaros, ¿pero acaso no lo son ellos mismos?
– Conozco a los tártaros y son temibles, casi inhumanos. Exterminan poblaciones enteras y esclavizan a los niños, haciéndoles trabajar hasta morir. Pero esas criaturas son mucho peores; llevan el Mal consigo, y eso, además de su aspecto, es lo que las hace diferentes.
Le pregunté qué era eso que él llamaba el Mal, e Ibn-Abdalá señaló el bulto en mi cuello y dijo que había visto a muchos hombres atrapados por él. Cambiaban lentamente y olvidaban su fe y sus recuerdos. Los demonios peludos les obedecían, aunque antes de ser infectados por el Mal, estos hombres fueran sus esclavos. Durante una ceremonia demoníaca, siempre en la oscuridad, el Mal les era transmitido y ocupaba el cuerpo del desgraciado enturbiando su alma y sus ideas.
Yo no deseaba seguir hablando de eso, por lo que pregunté a Ibn-Abdalá:
– ¿Conoces bien estas tierras?
– He pasado mi vida recorriéndolas, he atravesado Anatolia, y navegado por el mar de los Jázaros, cruzando la estepa y llegando hasta Urgandi, Bujara y Samarcanda.
– ¿Conoces el camino hasta Samarcanda?
– Tanto como la palma de mi mano; ¿es ése vuestro destino?
– No exactamente. ¿Sabes de un lugar llamado «desierto de cristal»?
– Conozco un lugar que muy bien podría recibir ese nombre.
Le pedí que me hablara de él, e Ibn-Abdalá me dijo que se trataba del lecho seco del mar de Caspia [26].
En aquel lugar la sal se había mezclado con la arena y cuando el sol incidía en ellas brillaban desde muy lejos, como una enorme superficie cristalina.
– Es un lugar terrible -concluyó-, y nada vive allí; ¿por qué os interesa saber de él?
– Ése es nuestro destino.
– ¿Por qué? ¿Qué buscáis allí?
Le dije que de momento no podía contarle nada más, y él respondió que no importaba; y añadió con indiferencia que, si ése era nuestro deseo, él podía guiarnos hasta allí.
– ¿Es un lugar cercano de la ciudad de Samarcanda?
– Relativamente -dudó Ibn-Abdalá-; está al norte, a muchas millas de la ciudad, pero se puede llegar hasta el desierto salino siguiendo, desde Samarcanda, el cauce del río Oxus que acaba extraviándose en sus arenas. Pero no os aconsejo esa ruta.
– ¿Por qué no?
– Porque he oído contar que los tártaros se están concentrando por miles en torno a Samarcanda. Se dice que los campos alrededor de la ciudad han sido completamente cubiertos por sus yurtas.
¿Y qué importaba eso?, me pregunté. No me cabía duda alguna de que si los tártaros, o los gog, lo desearan ya habrían caído sobre nosotros.
Pero le pregunté al sarraceno:
– ¿Tienes otra idea?
– Las orillas del mar de los Jázaros, que algunos conocen como el mar de Tabaristán, no están lejos de aquí. A pesar de lo que muchos creen, es un mar aislado y sin comunicación con el mar Negro o con el mar de Caspia, como lo demuestra el hecho de que este último se haya secado por completo a pesar de lo cercanos que están en algún punto ambos mares. Si bordeamos la costa del mar de los Jázaros, llegaremos hasta el mar de Caspia sin peligro de encontrarnos con los tártaros de Samarcanda.
Transmití rápidamente esta información a Joanot, y aproveché la ocasión para pedirle a Ibn-Abdalá como mi esclavo asistente, dado sus amplios conocimientos sobre la geografía de aquellas regiones.
Después, emprendimos la ruta que Ibn-Abdalá nos había descrito.
Desperté. Estaba en una habitación bastante amplia, de paredes de madera, con un gran ventanal a la derecha. Las paredes estaban recubiertas de un tapiz de lana decorado con franjas de colores y la rosa blanca de la Virgen María. Mi lecho tenía dosel y cortinas de lino, y olía bien; al espliego, tanaceto y rubia, que debían de haber añadido a la paja del colchón. Hacía calor. ¿Qué lugar era éste? La luz que penetraba a través de las placas de cuerno pulimentado de las ventanas era cálida y suave.
Una mujer dormía en mi lecho de espaldas a mí. Su pelo se derramaba como una impla negra sobre la almohada. Acaricié su sedosidad con mi mano.
– Qué hermosa eres, Amada mía -susurré.
– Vuelve a dormir, Ramón -dijo ella sin volverse; con voz soñolienta.
– Ya ha amanecido -dije.
– No importa. Duerme.
– He tenido un sueño muy desconcertante. Era viejo y caminaba por lejanas tierras, tenebrosas y diabólicas, en compañía de fieros guerreros…
Ella se volvió entonces hacia mí y me dirigió una sonrisa cadavérica con sus labios carcomidos. Sentí el hedor de la podredumbre junto a mi rostro; una fetidez que parecía haber quedado en mis narices desde mi paso por el poblado gog.
– Sólo ha sido un sueño, Ramón -dijo con una voz que era como un eco en una tumba-; vuelve a dormir…
Y soñé de nuevo que era un anciano, poseído por un espíritu maléfico, caminando sin recordar cómo ni por qué, por la orilla de un mar de aguas oscuras.
La niebla espesa y maloliente que había rodeado el asentamiento gog se había ido diluyendo conforme nos acercábamos a las agrestes costas del mar de los Jázaros. Pero el Sol no brilló nunca con excesiva fuerza sobre nuestras cabezas.
Cruzado el equinoccio de otoño, los días se fueron endureciendo como acero gris, anunciando el inminente invierno.
Se desencadenó una temible tormenta que fuimos viendo formarse a lo lejos, en el mar, rozando la curva del horizonte. Llegaban violentas ráfagas del cauro que nos calaban con el agua que arrastraban las crestas de las olas. Se oscureció intensamente el firmamento, y se formó una gran muralla de tinieblas en el centro del mar, que vimos abalanzarse a gran velocidad contra nosotros. El furor de la tormenta fue en aumento y sólo al atardecer consiguieron los almogávares resguardarnos de ella, en un barranco, después de luchar desesperadamente contra un viento impetuoso. Las aguas que penetraban tierra adentro en aquella ensenada estaban casi tranquilas, pero a lo lejos formaban las olas una larga cadena de espuma, y el viento doblaba los árboles a su alrededor. Al día siguiente amaneció lloviendo, y la atmósfera estaba tan densa que no se veían las copas de los árboles alrededor del campamento. La mañana parecía un sombrío crepúsculo acompañado por el incesante estruendo de las olas chocando contra las rocas.
Tras haber visto brevemente el sol, esta repentina oscuridad nos llenó a todos de desánimo, pues era como si los elementos, y la propia naturaleza, se empeñara en enfrentarse a nuestro avance. Un temor supersticioso se había extendido por el campamento, y los almogávares hablaban entre ellos, en voz alta incluso en presencia de Joanot o de alguno de sus almocadenes, de la necesidad de regresar cuanto antes a tierras más hospitalarias. Pero ese día parecía cada vez más lejano, y ahora que tenían a los gog a la espalda, seguir avanzando parecía la única opción.
Y así lo hicimos apenas cesó la lluvia; los almogávares recogieron las empapadas tiendas, las cargaron sobre las acémilas, y nos pusimos en marcha, siempre hacia oriente, siempre bordeando la costa de rocas afiladas y negras.
Nos encontramos con varias aldeas de nativos. Pequeñas aldeas de miserables pescadores que contemplaron el paso de aquellos guerreros disfrazados de mercaderes con apática indiferencia. Hombres pequeños, con barbas y largos cabellos que caían sueltos sobre los hombros, cuya piel recordaba al cuero arrugado y pulido por el uso prolongado, salpicadas de tatuajes azules. No se veían niños ni mujeres por ningún lado, pero era evidente que éstos se ocultaban en el interior de las cabañas, que estaban hechas de paja y arcilla prensada, y se extendían casi hasta la misma orilla del mar, sostenidas a unos seis codos de la arena por anchas estacas de palo. Los troncos ranurados que daban acceso a las cabañas estaban casi lisos por el continuo uso; unas plataformas toscamente construidas se extendían sobre las estacas y sobre ellas se asentaban las cabañas. De los costados de las empalizadas colgaban las redes y aparejos de pesca, y las barcas, estrechas y afiladas como piraguas, dormían bajo la plataforma, a la sombra de las cabañas. Era evidente que aquellas gentes eran demasiado insignificantes como bocado para que ni tan siquiera los salvajes gog se fijaran en ellos.
Aquellos delgados pilares y carcomidos tablados estaban llenos de harapientos pescadores, semejando una bandada de mirlos descansando, y desde allí contemplaban indolentes nuestro paso como si de espectros se tratara.
Yo me se sentía cada vez más como tal. La realidad se diluía día tras día ante mis ojos y penetraba en silencio en un mundo horrible pero sorprendentemente fascinante. El bulto de mi cuello había dejado de dolerme, y casi había acabado por olvidarme de él. No me sentía enfermo ni cansado, pero mis ojos registraban imágenes febriles, que parecían escapar de las más oscuras alucinaciones. Incapaz de controlarlas, incapaz de diferenciar la realidad de aquellos espejismos. Pasaba mucho tiempo a solas, en el interior de mi carromato, concentrado con mis libros y mis instrumentos de medición, donde sólo Ibn-Abdalá me visitaba de vez en cuando.
– Hemos cambiado de dirección -le dije al cadí en una ocasión, tras consultar mi aguja magnética-; ahora viajamos hacia la tramontana.
– Así es -me aclaró Ibn-Abdalá-; bordearemos la costa del mar de los Jázaros hasta llegar a la altura del mar de Caspia. Será fácil determinar el punto exacto porque allí el terreno se vuelve más árido; luego viajaremos unas jornadas hacia el Oriente, y daremos con tu desierto de cristal.
Asentí, y aparté rápidamente la mirada.
Durante un instante había creído ver crecer tentáculos, retorciéndose como víboras, directamente en el centro del rostro de Ibn-Abdalá.
– ¿Has tenido una visión? -me preguntó el sarraceno.
– Sí -dije, tapándome el rostro con ambas manos-. Vete, por favor.
– No deberías quedarte solo.
– Lo que debería hacer es acabar de una vez con todo…
– Pero no lo harás.
– Mi fe no lo permite.
El sarraceno asintió con gravedad.
– En ese caso debes tener valor.
Aparté las manos de mi cara, y volví a mirar al cadí. El flaco rostro del sarraceno me sonrió, y me preguntó si me encontraba mejor.
Apreté las manos del cadí con un mudo agradecimiento en mis ojos. Hacía mucho que había comprendido la fortuna de tener a alguien como Ibn-Abdalá a mi lado en aquellos momentos. Culto e instruido, no era un hombre que se dejara llevar fácilmente por la superstición. Poco a poco había ido confiando más en él de lo que nunca lo había hecho con Joanot o con los otros almogávares. A pesar de la diferencia de nuestras creencias religiosas, y de nuestras diferentes edades, ambos compartíamos un mismo amor por el conocimiento, y una misma curiosidad insaciable por las obras de Dios.
Llevado por esta confianza le mostré, en una ocasión, mi más preciado tesoro.
Rebusqué en el arcón que estaba situado al fondo del carromato, y coloqué uno de los discos de mi Ars Magna sobre la tabla de madera que me servía tanto de mesa como de lecho. Ibn-Abdalá lo miró asombrado, levantó la vista y quiso saber qué era.
El disco estaba fabricado en fina chapa de bronce, y dividido en cuatro figuras; tres circulares y una triangular. Las tres primeras formaban otros tantos discos concéntricos, unos con otros, movibles y giratorios mediante un eje de latón.
Estaban pintados en vivos colores para distinguir las diferentes subdivisiones de los términos que contenían.
Le expliqué que cada rama del saber descansa sobre un número relativamente pequeño de principios evidentes por sí mismos, que forman la estructura de todo conocimiento. En cada uno de los sectores iluminados con distinto color de mis discos estaban trazados estos principios, divididos en dos órdenes absolutos y relativos, al propio tiempo que las cuestiones posibles, los sujetos generales, las virtudes, los vicios; con nueve términos en cada columna, y a cada una de las cuales le correspondía uno de los radios o casillas del círculo. Estos, en sus posiciones respectivas, al colocarse frente a los términos, según las diferentes correlaciones que se conseguían al girar los discos, producían toda clase de propuestas interesantes. Agotando todas las posibles combinaciones de estos principios podíamos explorar todo el conocimiento que nuestras mentes eran capaces de comprender.
– Las vueltas de las figuras emblemáticas de este artificio -dije- son como las meditaciones del espíritu y suplen, incluso, el conocimiento de los hechos.
La última figura, o instrumental del Arte, se componía de tres triángulos; rojo, verde y amarillo; que servían para bajar de los conceptos universales a los particulares.
– ¿Y cuál es la función de todo eso? -me preguntó, mirando fascinado los discos de latón.
– Es una máquina para ayudar a la mente -exclamé con satisfacción-. A través de la combinación mecánica de estos términos se pueden descubrir los elementos constructivos necesarios a partir de los cuales elaborar razonamientos válidos e inteligentes. Dios me dio el Ars Magna para conocerle y amarle y durante la mayor parte de los años de mi vida mi empeño ha sido demostrar las verdades de la fe, por medio de un método que estuviese al alcance de cada cual y fuera evidente para todos. Mi deseo era convertir a la fe de Cristo mediante un conocimiento de algo que fuese verdadero, necesario, e imposible de rechazar por medios racionales, y no por simple cambio de creencias, por conveniencia o por persuasión. Me he esforzado en probar que es posible una demostración de la fe mediante la inteligencia científica; porque ciertamente se puede demostrar que Dios existe, y que tiene tales o cuales perfecciones.
Él me contempló escéptico, y dijo:
– Si lo que afirmas fuera cierto, ¿qué mérito tendría la fe?
– La fe permanece intacta frente a toda inteligencia científica -dije-, ya como base, ya como extremo de la ciencia; porque sobresale de todo pensamiento puramente lógico, como el aceite mezclado con el agua.
Aquella conversación me había llevado a los lejanos tiempos en los que yo era joven e intentaba convencer a mi esclavo sarraceno. Empujado por este recuerdo me ocupé de que los que habían sido sus compañeros de encierro, en aquella horrorosa jaula del poblado gog, fueran liberados de sus cadenas y entraran al servicio de los almocadenes almogávares, respondiendo yo mismo de la fidelidad de aquellos hombres.
Era todo lo que podía hacer. Ahora tan sólo me quedaba esperar el final, y rezarle a la Santísima Trinidad para que dicho fin me alcanzara cuanto antes.
Pero las alucinaciones no cesaban.
En una ocasión, tras atravesar una de aquellas miserables aldeas de pescadores, escuché una voz que me llamaba. Su tono apenas se diferenciaba del bramar continuo de las olas que de tan habitual como se había convertido para mis oídos, apenas escuchaba ya, pero se superponía a éste, y pronunciaba mi nombre con claridad.
Estaba sólo en mi carromato, con un paño húmedo sobre mis ojos. Lo aparté y me incorporé en el camastro, escuchando con atención.
«¡Ramón Llull!», y era como un rugido. Descendí del carromato y caminé hacia aquella voz extraña y temible, dejando a mi espalda la larga caravana de almogávares.
Tras unas rocas negras, cubiertas de líquenes y guano de las gaviotas, vi aparecer la cabeza de un león de melenas negras como la noche. El león me miró con unos ojos inteligentes y ávidos, y yo no parpadeé. Deseé con todas mis fuerzas que aquel animal saltara sobre mí y acabara para siempre con mis sufrimientos. Pero el león dio media vuelta, y con su oscura melena azotada por el viento, se alejó por entre las rocas.
Le seguí con pasos cortos que hacían crujir los guijarros desmenuzados por las olas. Busqué al león por el laberinto de piedras afiladas. Las gaviotas gritaban a gran altura sobre mi cabeza y, al alzar la vista, vi cómo se estaba formando una nueva tormenta. Pronto empezaría a llover, y consideré que lo más prudente sería regresar a la caravana; pero de nuevo escuché pronunciar mi nombre; a mi espalda.
Giré sobre mis talones, y me vi nuevamente enfrentado a los ojos del león. El animal descansaba medio tumbado sobre una roca plana; las patas delanteras paralelas, en una posición similar a la de la Esfinge. La melena, azotada por el viento, vibraba como una aureola de serpientes en torno a su feroz rostro.
– ¿Dónde está la ciudad del fuego simple? -preguntó el animal-. No puedes imaginarlo porque la esencia del lugar no es visible; y por tanto no es imaginable.
El animal me había hablado. Sus labios no se habían movido, y aquellas palabras parecían haber resonado directamente en mi mente, pero yo no dudé, ni por un instante, que era el animal el que se había dirigido a mí. Las rodillas me temblaron.
– Y es porque los ojos no alcanzan ni tocan la esencia del lugar -siguió diciendo-; y por eso la imaginación imagina las semejanzas del lugar que tocan y alcanzan los ojos, pero el entendimiento toca y alcanza sobre la imaginación.
– ¿Qué quieres de mí? -susurré.
– Tu ayuda -respondió el animal-. Tu imaginación. Tu entendimiento. Soy un náufrago perdido en una isla remota.
El animal saltó de su piedra y paseó tranquilamente frente a mí, agitando su cola como una serpiente a su espalda.
– Durante mil años he buscado sin descanso la esencia del lugar; el paradero de la ciudad de mis enemigos -dijo el animal-. He rastreado el mundo buscando las huellas de su presencia, sin ningún resultado; pero donde yo fracasé, y donde todos mis esclavos fracasaron, tú has triunfado.
– ¡No puedo ayudarte! -le grité a la bestia-. ¡No puedo seguir soportando esto! ¡Desaparece para siempre, o acaba conmigo de una vez!
La bestia giró sobre sí misma mostrándome sus fauces abiertas.
– ¡No deseo causarte ningún mal! -rugió-; un hombre como tú es como una joya rarísima que aparece una vez cada mil años y que ilumina por completo a su especie durante generaciones. Te reservo un puesto a mis pies, en el trono de este mundo.
Me tapé los oídos con ambas manos, y grité:
– ¡Márchate!
Un relámpago restalló en el cielo y, como si esto fuera una señal, una cortina de lluvia se derramó sobre la tierra, con tanta fuerza como para resultar dolorosa.
Intenté protegerme el rostro con las manos, y al hacerlo perdí de vista al león durante un único instante. Cuando volví a mirar, el animal había desaparecido.
Regresé tan rápido como pude a la caravana, y tuve que correr para alcanzar mi carromato, en cuyo interior me refugié.
No cambié mis ropas empapadas, ni intenté dormir. Estaba solo en la oscuridad, con los ojos cerrados, temblando de frío y de miedo, cuando sentí la velocidad en mi cuerpo, un extraño vértigo similar a la sensación de caída, tan repentina que me obligó a abrir los brazos intentando asirme a algo. Pero mis brazos no tocaron nada.
Abrí los ojos y sólo vi oscuridad, y pequeños puntos luminosos semejantes a estrellas, pero que me rodeaban por todas partes y no tintineaban. Pequeños puntos de una luz tan dura que parecía capaz de perforarme los ojos. Mi estómago me decía que estaba cayendo a gran velocidad, pero mi cuerpo parecía flotar en el agua.
Entonces giré mi cabeza y la vi. Era una enorme esfera luminosa de color azul; semejante a la que había en la Sala Armilar , pero mucho más hermosa y brillante. Parecía algo vivo, y era tan bello que las lágrimas enturbiaron mis ojos al mirarla.
– Ese es mi mundo, Ramón -resonó la voz del león en sus oídos-; mi cuna.
Tapé mis oídos con las manos, y grité con toda la fuerza de mis pulmones:
– ¡Sal de mi mente!
Sentí una mano fuerte sobre mi hombro, y cómo esa mano me sacudía como si fuera un muñeco de trapo.
– Ramón… despierta. ¿Estás bien?
Abrí los ojos, y vi el conocido rostro de Joanot de Curial frente a mí, rodeado por varios almogávares.
– Apártate de mí, Joanot -le dije-, estoy poseído por un demonio.
Uno de los almogávares dio un paso atrás, y se santiguó espantado, pero Joanot no apartó su mano de mi hombro.
– No es cierto, viejo -dijo-. Sólo estás enfermo.
En ese momento entró Ibn-Abdalá en el carromato. Llevaba una humeante jarra que sin duda contenía una infusión de hierbas medicinales.
– Tuvisteis una pesadilla esta noche, señor -dijo el sarraceno-. Esto os tranquilizará el espíritu.
– Nada puede tranquilizar mi espíritu -dije, apartando la jarra-. Ya no me pertenece.
– ¡Basta! -gritó Joanot-. Salid todos de aquí. Dejadnos solos.
Después permaneció en silencio hasta que los almogávares y el sarraceno abandonaron el interior de mi carromato. Sólo entonces empezó a hablar:
– ¿Qué pretendes hacer, viejo? Los hombres ya están bastante nerviosos caminando solos por una tierra extraña y rodeados de enemigos. El invierno corre rápido por estas latitudes, y pronto no encontraremos nada que comer. Si el desánimo prende entre la tropa, si abandonan la búsqueda del reino del Preste Juan, entonces, la próxima primavera no hallarán de nosotros más que nuestros esqueletos y los de nuestras acémilas.
Inspiré profundamente antes de hablar y le dije, con voz entrecortada, que Ibn-Abdalá conocía el camino mejor que yo; ya no les era de ninguna utilidad y, además, entorpecía su avance.
– He traído la desdicha sobre esta expedición; un demonio habita dentro de mí. ¡No puedo seguir entre vosotros!
Joanot miró hacia las cortinas de lana que protegían el interior del carromato de la luz, para asegurarse de que no había nadie escuchando, luego se volvió hacia mí y me dijo muy serio:
– Nunca le he hablado de esto a nadie antes de ahora. Ni a mis mujeres, ni a mis mejores camaradas; pero debes saber, Ramón, que creo que Dios es sólo un mito inventado por los hombres para procurarse, a la vez, la tranquilidad y la desdicha.
– ¿De qué estás hablando? -le pregunté.
– Tampoco creo que exista Satanás, ni su ejército de ángeles caídos.
Miré atónito a Joanot. No daba crédito a lo que había escuchado.
– ¿Cómo puedes… -empecé, pero las palabras no acudieron fácilmente a mis labios- negar… negar lo que te rodea, lo que te hace vivir?
– ¿Por qué crees tú? Porque así te lo han enseñado. Te han enseñado a temer al pecado y a alabar la virtud; a esperar el castigo o la recompensa. Pero yo he visto a hombres virtuosos sufrir los peores castigos, y a pecadores convertirse en reyes, e incluso en papas.
Durante toda mi vida había escuchado multitud de herejías, y comprobado que existían multitud de formas equivocadas de interpretar a Dios, pero jamás había conocido a nadie que afirmara algo como lo que Joanot acababa de decirme.
– No quiero seguir escuchando -dije.
– Pues lo harás -dijo Joanot-. No creo que el demonio esté dentro de ti, Ramón. Estás enfermo, y te recuperarás. Eso es todo.
Le dije que se había vuelto loco.
– Sí, y tú eres el más cuerdo de los hombres -sonrió Joanot con cinismo-. Ahora duerme, viejo, descansa, y olvida tus temores. Olvida también esa idea de que vamos a abandonarte aquí. Vendrás con nosotros hasta el final.
Después de estas palabras, Joanot abandonó el carromato; y yo, solo una vez más, me tumbé de espaldas y tapé mis ojos con mi brazo. Intenté hacer lo que Joanot me había recomendado: dormir.
No quería pensar en nada; más tarde ya habría tiempo. Ahora sólo quería dormir.