DIES IRAE

69

Debajo de la bahía de San Francisco, horas después de abordar el arca, la joven que los había guiado a la barca de pesca —su nombre era Clara Fogarty— iba de un lado para otro entre las veinte personas que se apiñaban en la sala de espera y hablaba con ellas, respondiendo preguntas, intentando que mantuvieran la tranquilidad. Ella misma no parecía demasiado tranquila; frágil, al borde de derrumbarse.

Ayúdala, recibió Arthur la orden. Él y varios otros obedecieron inmediatamente. Al cabo de unos minutos regresó entre la gente junto a Francine y tomó sus manos. Marty se abrazó fuertemente a él.

—Voy a ir a visitar las zonas donde nos instalaremos —le dijo a Francine.

—¿La red te ha dicho esto?

—No —respondió, mirando hacia un lado, frunciendo ligeramente el ceño—. Alguien distinto. Una voz que nunca había oído antes. Voy a conocer a alguien.

Francine se secó el rostro con las manos y le besó. Arthur alzó a Marty con un aup y le dijo que cuidara de su madre.

—Volveré dentro de poco.

Se detuvo junto a Clara Fogarty en la escotilla central del lado opuesto al que habían entrado. La escotilla —poco más que una línea en la superficie de la pared— se abrió y la cruzaron rápidamente, antes de tener una impresión clara de lo que había al otro lado.

Un pasillo amplio y brillantemente iluminado, que se curvaba hacia abajo, se abría ante ellos. La escotilla se cerró a sus espaldas, y se miraron nerviosamente el uno al otro. Más escotillas se alineaban a ambos lados del pasillo.

—¿Gravedad artificial? —le preguntó Clara Fogarty.

—No lo sé —respondió.

Echaron a andar a una silenciosa petición. Permanecían erguidos con relación al suelo, sin ninguna sensación extraña excepto la visual. Al extremo del pasillo les aguardaba otra escotilla abierta; más allá se divisaba una cálida semioscuridad. Entraron en una cámara similar a la sala de espera.

En el centro de aquella cámara se alzaba un pedestal de unos treinta centímetros de alto y un metro de ancho. Sobre el pedestal reposaba algo que tras un primer examen Arthur tomó por una escultura. Tenía aproximadamente la mitad de su altura, y estaba modelado como un cuadrado y robusto torso y cabeza humanos…, más bien, de hecho, como una cuadrada y ligeramente aplastada muñeca de cerámica china. Aparte un ligero y no dividido pecho, carecía de todo rasgo superficial. Su color era similar al del cobre tratado térmicamente, con remolinos oleosos y tornasolados arcos iris. Su piel era reluciente pero no reflexiva.

Sin ninguna advertencia, se alzó suavemente unos pocos centímetros por encima del pedestal y se dirigió a ambos en voz alta:

—Me temo que pronto vuestro pueblo ya no será más salvaje y libre.

Arthur había oído aquella misma voz en su cabeza hacía unos pocos minutos, llamándoles a través de las escotillas.

—¿Quién eres? —preguntó.

—No soy vuestro mantenedor, pero soy vuestro guía.

—¿Estás vivo? —No sabía qué otra cosa preguntar.

—No estoy biológicamente vivo. Soy parte de esta nave, la cual a su vez será pronto parte de una nave mucho más grande. Estáis aquí para preparar a vuestros compañeros para mí, a fin de que pueda darles instrucciones y cumplir con mis propias instrucciones.

—¿Eres un robot? —preguntó Clara.

—Soy un símbolo, diseñado para ser aceptable sin suscitar impresiones erróneas. En cierto modo, soy una máquina, pero no soy un trabajador servil. ¿Me comprendes?

La voz del objeto era profunda, autoritaria, y sin embargo no masculina.

—Sí —dijo Arthur.

—Algunos de entre vuestro grupo pueden ser presas del pánico si son expuestos ante mí sin preparación. Y sin embargo es esencial que me conozcan y confíen en mí, y confíen en la información e instrucciones que yo les dé. ¿Queda comprendido esto?

—Sí —respondieron ambos al unísono.

—El futuro de vuestro pueblo, y de toda la información que hemos recuperado de vuestro planeta, depende de cómo interactuemos nosotros con vosotros. Vosotros debéis disciplinaros, y debéis educaros acerca de realidades mayores de las que la mayoría estáis acostumbrados a enfrentar.

Arthur asintió, con la boca seca.

—¿Estamos dentro de una de las arcas?

—Lo estáis. Esas naves se unirán entre sí una vez estén todas en el espacio. Ahora hay treinta y una de esas naves, y a bordo de veintiuna de ellas, quinientos humanos en cada. Las naves contienen también gran número de muestras botánicas, zoológicas y otros especímenes…, en muchos casos no completos, pero sí de forma recuperable. ¿Queda esto claro?

—Sí —dijo Arthur. Clara asintió.

—La mayor parte de mis comunicaciones anteriores con vosotros no fueron a través del habla, sino mediante lo que vosotros podríais llamar telepatía, mientras habéis estado siendo dirigidos por la red. Más tarde, cuando haya más tiempo, este engorroso método será en su mayor parte abandonado. Ahora, cuando volváis entre vuestros compañeros, hablaré a través de vosotros, pero vosotros tendréis que frasear y dar énfasis a mis palabras. Tenemos muy poco tiempo.

—¿Ya ha empezado? —preguntó Clara.

—Ya ha empezado —dijo el objeto.

—¿Y nos iremos pronto?

—Los últimos pasajeros y especímenes para esta nave están siendo cargados ahora.

Arthur recibió impresiones de cajas de cromadas arañas siendo cargadas desde pequeñas barcas a través de la entrada de superficie del arca. Las arañas contenían los frutos de semanas de búsqueda y recogida de muestras: material genético de miles de plantas y animales a lo largo de toda la Costa Oeste.

—¿Cómo podemos llamarte? —preguntó Arthur.

—Vosotros elaboraréis vuestros propios nombres para mí. Ahora debéis regresar a vuestro grupo y llevarles a sus aposentos, que se hallan a lo largo de este pasillo. También debéis pedir al menos a cuatro voluntarios que sean testigos del crimen que se está cometiendo en estos momentos.

—¿Vamos a ser testigos de la destrucción de la Tierra? —preguntó Clara.

—Sí. Es la Ley. Si me disculpáis, tengo otras presentaciones que hacer.

Retrocedieron de la semioscura habitación y contemplaron como la escotilla se cerraba silenciosamente.

—Muy eficiente —dijo Arthur.

—«La Ley» —sonrió tensamente Clara—. En estos momentos estoy más asustada de lo que nunca lo estuve en la barca. Ni siquiera sé los nombres de toda esa gente.

—Empecemos —dijo Arthur. Cruzaron el curvado pasillo. La escotilla del lado opuesto se abrió, y vieron un grupo de rostros ansiosos. El olor del miedo flotó hacia ellos.

70

Irwin Schwartz penetró en la sala de situación de la Casa Blanca y casi tropezó con la primera dama. La mujer retrocedió rápidamente con una nerviosa inclinación de cabeza y un temblor en las manos, y él entró. Los nervios de todo el mundo estaban a flor de piel desde la evacuación de la noche antes y el rápido regreso del presidente a la capital. Nadie había dormido más de una o dos horas desde entonces.

El presidente estaba de pie junto a Otto Lehrman ante las pantallas de datos de alta resolución montadas sobre el panelado de madera que cubría las paredes de cemento. Las pantallas estaban encendidas y mostraban mapas de distintas partes del hemisferio septentrional, en proyección Mercator, con puntos rojos señalando las ciudades desaparecidas.

—Entre, Irwin —dijo Crockerman—. Tenemos nuevo material. —Casi parecía alegre.

Irwin se volvió a la primera dama.

—¿Está usted aquí para quedarse? —preguntó sin ambages. Respetaba a la mujer, pero nunca le había caído demasiado bien.

—El presidente solicitó expresamente mi presencia —dijo ella—. Cree que en estos momentos debemos estar unidos.

—Evidentemente, usted está de acuerdo con él.

—Estoy de acuerdo con él —repitió ella.

Nunca en la historia de los Estados Unidos había abandonado una primera dama a su esposo cuando éste se hallaba bajo fuego cruzado; la señora Crockerman sabía esto, y debía haber necesitado mucho valor para regresar. Schwartz, por su parte, había meditado durante largas horas si debía dimitir de su puesto en la administración; no podía juzgarla demasiado duramente.

Le tendió la mano. Ella la aceptó, y el apretón fue firme.

—Bienvenida de vuelta a bordo —dijo.

—Tenemos fotos de hace unos veinte minutos de un Diamond Apple —dijo Lehrman—. Los técnicos las pasarán por la pantalla en un minuto o así. —Los Diamond Apple eran satélites de reconocimiento lanzados a principios de los años noventa. La Oficina de Reconocimiento Nacional se sentía muy celosa con las fotos de los Diamond Apple. Normalmente, estaban reservadas exclusivamente para los ojos del presidente y del secretario de Defensa; el que Schwartz fuera a verlas significaba que se estaba preparando algo extraordinario.

—Aquí están —dijo Lehrman cuando las pantallas quedaron en blanco.

Al parecer, a Crockerman le habían dicho ya lo que debía esperar. Líneas de un blanco resplandeciente, orladas de rojo y azul verdoso, se entrelazaron sobre un fondo negro medianoche.

—¿Saben? —dijo suavemente Crockerman, retrocediendo unos pasos de las pantallas—, yo tenía razón. Maldita sea, Irwin, yo tenía razón, y estaba equivocado al mismo tiempo. ¿Cómo interpreta eso?

Schwartz contempló las líneas resplandecientes, que no tenían ningún sentido para él hasta que a ellas se sobrepuso una parrilla con una serie de etiquetas. Aquello era el Atlántico norte; las líneas eran cuencas, dorsales y fosas oceánicas.

—El blanco —dijo Lehrman— es el calor residual de explosiones termonucleares. Centenares, quizá miles, tal vez decenas de miles…, a todo lo largo de las costuras y pliegues del fondo oceánico.

La primera dama medio sollozó, medio contuvo la respiración. Crockerman contempló las pantallas con una sonrisa triste.

—Ahora el Pacífico occidental —dijo Lehrman. Más líneas blancas—. Por cierto, Hawai se ha visto terriblemente afectada por los tsunamis. La Costa Oeste de Norteamérica está a unos veinte, treinta minutos de las olas más grandes; supongo que ya se ha visto golpeada por las olas de esas zonas —señaló hacia las grupos de líneas blancas cerca de Alaska y California—. Los daños pueden ser enormes. La energía liberada por todas las explosiones es abrumadora; los esquemas climáticos en torno al mundo van a cambiar. El calor acumulado de la Tierra… —Agitó la cabeza—. Pero dudo que tengamos mucho tiempo de preocuparnos por ello.

—¿Se trata de alguna acción preparatoria? —preguntó Schwartz.

Lehrman se encogió de hombros.

—¿Quién puede comprender el diseño de todo esto, o lo que significa? Todavía no estamos muertos, así que debe tratarse de un preliminar; eso es lo único que sabe todo el mundo. Las estaciones sísmicas están informando constantemente de comportamientos anómalos intensos.

—No creo que los proyectiles hayan colisionado todavía —dijo Crockerman—. Creo que Irwin ha puesto el dedo en la llaga. Se trata de una acción preparatoria.

Lehrman se sentó en la larga mesa en forma de rombo e hizo un gesto con las manos: su suposición es tan buena como la mía.

—Creo que disponemos de una hora, quizá menos —dijo el presidente—. No hay nada que podamos hacer. Nada que pudiéramos haber hecho.

Schwartz estudió las fotos de los Diamond Apple con los ojos ligeramente entrecerrados. Seguían sin reflejar una realidad convincente. Había algunas abstracciones realmente atractivas. ¿Cuál debía ser ahora el aspecto de Hawai? ¿Cuál sería el aspecto de San Francisco dentro de unos minutos? ¿O de Nueva York?

—Lamento que no esté aquí todo el mundo —dijo Crockerman—. Me hubiera gustado darles las gracias a todos.

—¿No vamos a evacuar el lugar… de nuevo? —preguntó automáticamente Schwartz.

Lehrman le lanzó una aguda e irónica mirada.

—No disponemos de ningún asentamiento lunar, Irwin. El presidente, cuando era senador, se preocupó mucho de bloquear esos fondos en 1990.

—Fue un error —admitió Crockerman, con un tono casi irónico. Si en aquel momento Schwartz hubiera tenido una pistola, lo hubiera matado; su furia era una pasión impotente y sin objetivo fijo que tan fácilmente podía impulsarle a echarse a llorar que arrojarle a una ciega violencia. Las pantallas no mostraban ninguna realidad; Crockerman, en cambio, la exhibía toda.

—Realmente somos niños —dijo Schwartz, después de que el enrojecimiento desapareciera de su rostro y sus manos dejaran de temblar—. Nunca tuvimos ninguna posibilidad.

Crockerman miró a su alrededor cuando el suelo se agitó bajo sus pies.

—Casi me siento ansioso de que llegue el final —dijo—. Duele tanto por dentro.

La sacudida se hizo más violenta.

La primera dama se sujetó al marco de la puerta y luego se apoyó sobre la mesa. Schwartz adelantó una mano para ayudarla a sentarse en una silla. Los agentes del Servicio Secreto entraron en la sala, luchando por mantener el equilibrio, agarrándose al borde de la mesa. Después de ayudar a la primera dama a sentarse, Schwartz se sentó de nuevo y se aferró a los brazos de madera de la silla. Las sacudidas no cesaban; se estaban haciendo cada vez más violentas.

—¿Cuánto creen que tomará esto? —preguntó Crockerman, a nadie en particular.

—Señor presidente, debería salir usted del edificio y situarse al aire libre en un lugar despejado —dijo el agente que había hecho mayores progresos dentro de la sala. Su voz temblaba. Estaba aterrado—. Y todos los demás también.

—No sea ridículo —dijo Crockerman—. Si el techo se hunde ahora encima de mí, será una maldita bendición. ¿No es así, Irwin? —Su sonrisa era brillante, pero había lágrimas en sus ojos.

Las pantallas se apagaron de pronto, y las luces de la sala lo hicieron poco después, para regresar unos momentos más tarde con menos convicción.

Schwartz se puso en pie. Volvía a ser el momento de convertirse en ejemplo.

—Creo que deberíamos dejar que esos hombres hicieran su trabajo, señor presidente. —Notó una repentina sensación pesada en su estómago, como si se hallara en un ascensor subiendo muy rápido. Crockerman se tambaleó y un agente le sujetó. La sensación de elevación prosiguió, pareció hacerse eterna, y luego se detuvo con una brusquedad tal que alzó la Casa Blanca una fracción de centímetro sobre sus cimientos. El refuerzo de vigas de acero que se había construido en el interior de la Casa Blanca a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta chirrió y gruñó, pero resistió. Grandes trozos de yeso cayeron del techo entre una nube de polvo blanco, y uno de los paneles de madera noble se astilló con gran estruendo.

Schwartz oyó al presidente llamar su nombre. Intentó responder desde donde estaba tendido en el suelo —de alguna forma había rodado debajo de la mesa—, pero estaba completamente sin aliento. Jadeando, parpadeando, limpiándose el polvo de yeso de los ojos, escuchó un horrible crujir y un ruido de algo rompiéndose sobre su cabeza. Oyó enormes golpes fuera…, piedras desprendidas de la fachada, supuso, o columnas cediendo. No pudo evitar el recordar tantas películas acerca de la destrucción de antiguas ciudades a causa de un terremoto o un volcán, con enormes trozos de mármol cayendo sobre las multitudes de indefensos ciudadanos.

No la Casa Blanca… Seguro que no aquí.

—Irwin, Otto… —el presidente de nuevo. Un par de piernas caminando a cortos saltitos cerca de la mesa.

—Aquí debajo, señor —dijo Schwartz. Una breve imagen del rostro de su esposa acudió a su mente, los rasgos indistintos, como si estuviera contemplando una vieja foto desenfocada. Le sonreía. Luego vio a su hija, que se había casado y vivía en Carolina del Sur…, si el océano la había perdonado.

De nuevo el alzamiento. Se sintió aplastado contra el suelo. Fue breve, sólo uno o dos segundos, pero supo que era suficiente. Cuando se detuvo, aguardó con los ojos fuertemente apretados el derrumbe de los pisos superiores. Jesús, ¿es toda la orilla oriental la que se está alzando? La espera y el silencio parecieron interminables. Schwartz no pudo decidir si abrir de nuevo los ojos… o aguardar los largos segundos sintiendo la oscilación del edificio sobre su cabeza.

Giró el rostro hacia un lado y abrió los ojos.

El presidente había caído y permanecía tendido boca arriba al lado de la mesa, blanco como un fantasma a causa del polvo de yeso. Sus ojos estaban abiertos, pero no parecían ver nada.

La Casa Blanca recuperó su voz y gritó como una cosa viva.

Las recias patas de la mesa se arquearon y estallaron en multitud de astillas. No pudieron resistir el peso de las toneladas de cemento y acero y piedra.

71

Pintorescos, pensó Edward; pintorescos y conmovedores, y deseó poder refrenar sus emociones para unirse a ellos; un grupo de veinte o más se habían reunido ahora en círculo a un centenar de metros detrás de la Punta Granito, cantando himnos y más canciones folklóricas. Betsy se sujetó fuertemente a él en el camino de asfalto. Los últimos temblores habían disminuido, pero el propio aire parecía estar gruñendo, quejándose.

Irónicamente, tras subir el sendero para conseguir una buena vista, se hallaban ahora muy atrás con respecto al borde. Una grieta de unos treinta centímetros de anchura se había abierto en la terraza de piedra. Desde donde estaban sólo podían ver el tercio superior de la pared opuesta del valle.

—Tú eres geólogo —dijo Betsy, masajeándole la nuca con una mano, algo que él no le había pedido que hiciera, pero que le hacía sentirse bien—. ¿Sabes lo que está pasando?

—No —respondió.

—Sin embargo, no se trata de un simple terremoto.

—Creo que no.

—Entonces ha empezado. Subamos ahí arriba.

Él asintió y tragó dificultosamente un nudo de miedo en su garganta. Ahora que había ocurrido, se notaba cerca del pánico. Se sentía atrapado, claustrofóbico, con sólo toda la Tierra y el cielo para ir…, ni siquiera eso, sin alas. Se sentía aplastado entre planchas de acero de gravedad y su propia e insignificante debilidad. Su cuerpo le estaba recordando inconteniblemente que el miedo era algo difícil de controlar, y que la presencia de ánimo frente a la muerte era algo muy raro.

—Dios —dijo Betsy, apoyando su mejilla contra la de él, mirando hacia la Punta. También estaba temblando—. Pensé que al menos tendríamos tiempo de hablar de ello, de sentarnos en torno a un fuego…

Edward la apretó más contra sí. La imaginó como su esposa, y luego pensó en Stella, maravillándose de la inestabilidad de sus fantasías; estaba intentando atrapar muchas vidas, ahora que la suya parecía tan corta. Pensó, por encima de su miedo, en largos años juntos con ambas.

Los temblores casi habían pasado.

Los cantantes de himnos seguían buscando un tono de voz común, algo ya desesperadamente imposible. Minelli e Inés salieron de entre los árboles y treparon la colina entre los zigzags del camino de asfalto. Minelli lanzó un fuerte grito y se pasó la mano por el pelo.

—¡Jesús, la adrenalina es maravillosa!

—Está loco —dijo Inés, respirando afanosamente, el rostro pálido—. Quizá no el más loco que haya conocido nunca, pero casi.

—¿No crees que hace más calor? —preguntó Betsy.

Edward consideró la posibilidad. ¿Podría transmitirse el calor por delante de la onda de choque? No. Si los proyectiles estaban colisionando, o habían colisionado hacía un momento, allá en las profundidades del centro de la Tierra, el irresistible plasma en expansión de su destrucción mutua cuartearía la Tierra antes que el calor pudiera alcanzar la superficie.

—No creo que haga más calor debido a… el fin —dijo Edward. Nunca había sentido su mente recorrer tan rápidamente tantos temas a la vez. Deseaba ver lo que estaba ocurriendo en el valle—. ¿Vamos? —preguntó, señalando hacia las terrazas y la aún intacta barandilla.

—¿Para qué otra cosa hemos venido aquí? —preguntó Minelli, riendo y agitando la cabeza como un perro mojado. El sudor voló en pequeñas gotitas de su pelo. Gritó de nuevo y tomó la regordeta mano de Inés, arrastrándola por la gravilla de las terrazas.

—Minelliiii —protestó ella, mirando hacia atrás, hacia ellos, en busca de ayuda. Edward miró a Betsy, y ella asintió una vez, el rostro enrojecido.

—Estoy tan aterrada —susurró—. Es como estar drogada. —Caminaron juntos hacia el borde—. Compadezco a todos aquellos que se han quedado en casa. Realmente los compadezco.

Las dos parejas estaban solas en la terraza, contemplando el valle. No había cambiado mucho; no había ningún daño visible, no a primera vista al menos. Luego Minelli señaló hacia una densa columna de humo.

—Mirad.

El Ahwanee ardía. Casi todo el hotel estaba en llamas.

—Me encantaba ese viejo lugar —dijo Betsy. Inés gimió y se retorció las manos.

—¿Cuánto creéis que queda? —preguntó Inés, con la expresión de alguien a punto de estornudar, o de chillar. No hizo ninguna de las dos cosas.

—Parece realmente próximo —respondió Edward. Betsy alzó los brazos con un gemido y él la abrazó fuertemente, casi dejándola sin aliento.

—Abrázame, maldita sea —pidió Inés a Minelli. Minelli la miró parpadeando, luego siguió el ejemplo de Edward.


Diez minutos después del encuentro, Arthur y Clara habían asignado los miembros de su grupo a los nuevos aposentos a lo largo del curvado pasillo. Dos de los niños pequeños lloraban inconsolablemente, y todos estaban emocionalmente exhaustos; Arthur se detuvo en la puerta de la cabina que él y Francine y Marty iban a compartir, contemplando los servicios sanitarios comunes accesibles a todos a través de la primera puerta a la derecha de la escotilla cerrada donde se habían reunido con el robot. Unos cuantos los habían utilizado ya; algunos habían acudido allí completamente mareados. Clara había sido uno de los últimos. Regresó a la cabina de los Gordon y se apoyó en el marco de la puerta, frotándose los ojos con una mano.

—Todo arreglado, creo —dijo—. ¿Y ahora qué?

Francine había dicho muy poco durante todo el tiempo que llevaban a bordo. Permanecía sentada en la cama, aferrando su caja de discos y papeles con una mano. Marty sujetaba firmemente su otra mano. Miró a Clara con unos ojos vacíos que preocuparon a Arthur.

Elegid cuatro testigos. La reiteración de la orden en sus mentes era educada pero inequívoca. Es la Ley.

Clara se estremeció y se irguió.

—¿Ha oído eso? —preguntó.

Arthur asintió. Francine volvió la cabeza para mirarle.

—Quieren que elijamos a cuatro testigos —le dijo Arthur.

—¿Testigos para qué? —Su voz era débil, distante.

—Para el final.

—No los niños —dijo firmemente Francine. Arthur conferenció brevemente con la voz. Dos deben ser muy jóvenes, para transmitir los recuerdos.

—Quieren dos niños —dijo. Francine apretó los puños.

—No quiero que Martin pase por eso —dijo—. Ya es bastante malo para él.

—¿Quieren niños para qué? —preguntó Marty, mirándoles alternativamente, con los ojos muy abiertos.

—Es la Ley —dijo Arthur—. Su Ley. Necesitan que algunos de nosotros contemplemos la Tierra cuando sea destruida, y dos de ellos tienen que ser niños.

Marty pensó unos momentos en aquello.

—Todos los demás niños son más pequeños que yo —dijo—. Excepto uno. Esa niña. No sé su nombre.

Francine hizo que Marty se volviera para mirarla y sujetó sus brazos.

—¿Acaso no sabes lo que va a ocurrir? —preguntó.

—La Tierra va a estallar —dijo Marty—. Quieren que nosotros lo veamos y así sepamos lo que ha ocurrido.

—¿Sabes quiénes son ellos? —preguntó Francine.

—La gente que habla con papá —dijo Marty.

—Lo comprende muy bien —señaló Arthur.

—Yo diría que sí —confirmó Clara.

Francine lanzó a la muchacha una mirada furiosa, luego enfocó de nuevo sus ojos en Marty.

—¿Quieres verlo? —preguntó.

Marty agitó negativamente la cabeza.

—Me dará pesadillas —dijo.

—Entonces está decidido —dijo Francine—. Él…

—Pero mamá, si no lo veo, no sabré.

—¿No sabrás qué?

—No sabré lo que se supone que debo saber.

Francine escrutó lentamente el rostro de su hijo y luego lo soltó, abrazándose fuertemente a sí misma.

—¿Sólo cuatro? —preguntó suavemente.

—Al menos cuatro —dijo él—. Todos los que deseen pueden ver.

—Marty —dijo Francine—, compartiremos pesadillas, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Eres un chico muy valiente —dijo Clara.

—¿Vas a mirar tú? —preguntó Arthur a Francine.

Ella asintió lentamente.

—Si tú y Marty lo hacéis, yo no puedo ser cobarde, ¿verdad?

¿Cuándo?, preguntó Arthur.

Habrá una reunión en la cabina de visión dentro de una hora y diez minutos.

Se sentó en el estrecho borde inferior de la cama, al lado de Francine y Marty.

—Pronto abandonaremos la Tierra —dijo—. Dentro de unos minutos, probablemente.

—¿Lo sentiremos cuando despeguemos, papá? —preguntó Marty.

—No —dijo Arthur—. No lo sentiremos.


Grant había seguido la camioneta de los Gordon hasta la bahía, y aguardó a un centenar de metros de distancia, con el motor al ralentí, mientras aparcaban y se dirigían al muelle. Luego aparcó su BMW al lado de la camioneta, se colgó al cuello unos binoculares y los siguió a discreta distancia, sintiéndose como un idiota y preguntándose a sí mismo —como había preguntado Danielle cuando se marchó— por qué no se limitaba a confrontarles y exigía respuestas.

Sabía que no debería estar haciendo aquello. En primer lugar, no podía creer que Arthur formara realmente parte de un intento de escapatoria del gobierno al espacio. Grant no podía creer que pudiera contemplarse una escapatoria así, o siquiera que fuera posible. Nadie podía viajar lo bastante lejos como para sobrevivir a la destrucción de la Tierra…, no si esa destrucción era tan espectacular como había visto en las películas. Y aunque pudieran —viajando hasta más allá de la Luna, por ejemplo—, no creía que fueran capaces de vivir mucho tiempo en el espacio.

Pero sentía curiosidad. Creía tan firmemente como Danielle que los Gordon estaban detrás de algo. En el curioso tipo de flotante estado emocional que experimentaba ahora, seguir a los Gordon ofrecía una posibilidad de alejar otros pensamientos.

Por otro lado, se sentía impotente de hacer nada más. No podía salvar a su familia. Sentía lo que otros miles de millones de personas —todos aquellos que sabían y creían— estaban sintiendo en aquellos momentos, un profundo terror coronado por la impotencia, que daba como resultado una calma como drogada, no muy distinta de lo que sus abuelos debieron sentir cuando fueron conducidos a los pozos de la muerte de Auschwitz.

Esto, por supuesto, era mucho más enorme y más definitivo que el Holocausto. No era discriminatorio. Pensar en todo aquello lo empujaba contra un muro de ignorancia; nunca había sido particularmente imaginativo, y no podía concebir los medios o los motivos detrás de lo que, pese a todo, sabía que se estaba acercando.

Permaneció de pie sobre el rompeolas de cemento y les observó subir a la barca de pesca. La barca, llena de gente, zarpó rumbo norte.

Luego se sentó en el cemento y las rocas, abrochándose la chaqueta y poniéndose una gorra para eludir el frío de la brisa procedente de la bahía.

Grant no tenía planes definidos, ni una idea clara de lo que estaba haciendo. Si aguardaba, quizá se produjera alguna respuesta. Pasaron las horas. Dobló las piernas sobre la roca y apretó las rodillas contra su pecho, apoyando la barbilla sobre el dril nuevo de sus pantalones. La tarde transcurrió muy lentamente, pero siguió con su guardia.

El suelo tembló ligeramente y el nivel del agua de la bahía ascendió unos treinta centímetros contra el rompeolas, y luego cayó hasta que las rocas de la base quedaron al descubierto…, una caída de quizá metro o metro y medio. Esperó —casi deseó la posibilidad— que el agua ascendiera de nuevo drásticamente y lo ahogara.

No ascendió de nuevo.

Como un robot, se puso en pie y cruzó la no cerrada puerta hacia la salida del muelle, donde apoyó sus codos contra la barandilla de madera, mirando al norte. Apenas podía ver Alcatraz más allá del puente San Francisco-Bahía de Oakland. El agua al sur de Alcatraz parecía más agitada que de costumbre, casi blanca.

Había una forma oscura y gris en medio de la blancura. Por un momento Grant pensó que un barco había volcado en la bahía y estaba flotando con el casco boca arriba. Pero el bulto gris estaba elevándose del agua, no hundiéndose. Alzó sus binoculares y los enfocó en la forma.

Con un respingo de sorpresa, vio que estaba ya completamente fuera del agua, y que su fondo era plano. Daba la impresión de algo con la forma de una plancha para la ropa o como el cuerpo de un cangrejo de las Molucas, de unos ciento veinte a ciento cincuenta metros de largo. Se alzó por encima de la extensión del puente, sostenido sobre un brillante cono de un verde cegador. Desde la bahía le llegó un agudo sonido silbante, rugiente, que le dolió en los dientes. El objeto aceleró con rapidez hacia arriba y se hizo pequeño contra el cielo de primera hora de la tarde. En unos pocos segundos había desaparecido. ¿Quién más lo había visto?, se preguntó.

¿Era posible que el gobierno hubiera estado trabajando realmente en algo…, algo espectacular?

Se mordió los labios y agitó la cabeza, llorando ahora, sin saber por qué. Sintió un alivio peculiar. De alguna forma, unas cuantas personas estaban salvándose. Aquello era una especie de victoria, tan importante como que sus padres hubieran sobrevivido a los campos de exterminio.

Y para aquéllos aún condenados…

Grant se secó las lágrimas de los ojos y se apresuró hacia la salida del muelle, tropezando con una de las barras metálicas mientras cruzaba la puerta. Corrió hasta su coche, esperando poder llegar a tiempo. Deseaba estar en casa, con su familia.

El puente estaba prácticamente desierto cuando lo cruzó. No podía ver el punto en la bahía donde el agua se había vuelto blanca.

No sabía cómo iba a explicarle todo aquello a Danielle. Sus preocupaciones serían más inmediatas, menos abstractas; le preguntaría por qué no había intentado hallar una forma de salvarlos a todos.

Quizá no le dijera nada, simplemente señalara que había seguido a los Gordon tan al sur como hasta Redwood City…, y se había detenido, había aguardado unas horas, y había vuelto.

No le creería.

72

La nave, supo Arthur, contenía 412 pasajeros, todos embarcados en secreto durante la mañana y la noche anterior. Los pasajeros habían sido divididos en grupos de veinte, y en su mayor parte no se mezclarían hasta que hubieran transcurrido varios días y se hubieran acostumbrado a su nueva situación. La única excepción serían los testigos.

De su grupo de veinte, nueve se habían presentado voluntarios: dos niños, tres mujeres y cuatro hombres, incluidos Arthur, Francine y Marty. Los nueve siguieron al recio robot cobrizo a través de la cámara al extremo del curvado pasillo.

Recorrieron un estrecho tramo oscuro de un corredor cilíndrico. Arthur intentó trazar mentalmente un mapa, sin conseguirlo por completo. Al parecer la nave tenía compartimientos que se movían los unos en relación con los otros.

El robot cruzó una escotilla frente a ellos y giró bruscamente para tomar un nuevo corredor vertical. Le siguieron, con unos cuantos gemidos de queja y sorpresa. En una cabina de aproximadamente treinta metros de largo por doce o quince de fondo, se hallaron frente a un amplio panel transparente que ofrecía la visión de un fondo de brillantes y fijas estrellas. Marty se mantenía cerca de Arthur, sujetando fuertemente su brazo con una mano, la otra cerrada en un puño. El niño tenía los labios hundidos contra sus dientes, como si se los estuviera mordiendo, y emitía pequeños sonidos chasqueantes. Francine les seguía, tensa y reluctante.

Arthur miró a su hijo y sonrió.

—Tú lo quisiste, amigo —dijo. Marty asintió. Ya no era un joven-cito alardeando ante su hermosa prima rubia; era un muchacho tanteando su camino a la madurez.

Entró más gente a través de una escotilla en el otro lado de la cabina, en grupos de cuatro o cinco o seis, con niños entre ellos, hasta que una pequeña multitud estuvo contemplando la oscuridad y las estrellas; Arthur estimó su número en setenta u ochenta. Creyó reconocer a algunos de su época en la red, aunque eso era improbable; todo lo que había oído era sus voces interiores, que casi nunca encajaban con la apariencia física. Pensó en la voz interior de Hicks, robusta y joven y firme, y en su presencia canosa de benévolo abuelo. Voy a echarle en falta. Hubiera podido ayudarnos mucho aquí.

Arthur recordó brevemente a Harry, disecado, descomponiéndose, profundamente enterrado en un ataúd en la Tierra; ¿o habría hecho Ithaca que cremasen su cadáver? Eso parecía más propio de ellos dos.

Un negro joven y alto se situó detrás de Arthur y Francine. Arthur hizo una ligera inclinación de cabeza y el joven le devolvió el saludo, cordial, digno, aterrado, los músculos de su cuello tensos como cuerdas. Arthur examinó los demás rostros, intentando aprender algo de la mezcla, de por qué habían sido elegidos. ¿La edad? Había muy pocos más viejos de cincuenta años; pero entonces, ésos eran precisamente los que habían sido elegidos como testigos. ¿Raza? Todos los tipos que podían hallarse en Norteamérica estaban representados. ¿Inteligencia? No había forma alguna de decir eso…

—Estamos en el espacio, ¿verdad? —preguntó el joven alto—. Eso es lo que han dicho, sólo que no lo creí. Estamos en el espacio, y pronto vamos a reunirnos con las demás arcas. Me llamo Reuben —dijo, tendiendo la mano a Arthur. Éste se la estrechó. La mano de Reuben estaba húmeda, pero la de Arthur también—. ¿Es su hijo?

—Este es Martin —dijo Arthur. Reuben se inclinó y estrechó la mano de Marty. Marty alzó solemnemente la vista hacia él, aún chupándose o mordiéndose los labios—. Y mi esposa, Francine.

—No sé qué sentir —dijo Reuben—. Ya no sé qué es real y qué no.

Arthur asintió con la cabeza. No deseaba seguir hablando.

Algo llameó contra las estrellas, reflejando la luz del sol, y se acerco a ellos. Francine señaló, maravillada. Tenía la forma de una enorme y redondeada punta de flecha, plana por un lado, con un puente central recorriendo todo el lado opuesto.

—Eso es Singapur —dijo una mujer tras ellos. No toda la red recibía información a la vez, decidió Arthur; eso tenía sentido. Se hubieran sentido abrumados.

—Singapur —dijo Reuben, agitando la cabeza—. Nunca he estado allí.

—Tenemos Estambul y Cleveland —dijo un joven a un extremo de la cabina, apenas algo más que un muchacho.

La nave gris desapareció de su vista por encima de ellos. Seguía sin haber ninguna sensación de movimiento, como tampoco ningún sonido, excepto los murmullos y el agitar de los ocupantes de la cabina. Hubieran podido estar muy bien en una sala de exhibiciones, aguardando a que empezara alguna nueva y espectacular forma de diversión.

Las estrellas empezaron a moverse, todas en una dirección; el arca estaba girando. Arthur buscó las constelaciones que conocía, y por un momento no vio ninguna; luego divisó la Cruz del Sur y, mientras la rotación proseguía, Orión.

El extremo blanco y azul de la Tierra surgió ante su vista, y los ocupantes de la cabina jadearon al unísono.

Aún está ahí. Aún sigue teniendo el aspecto de siempre.

—Jesús —dijo Reuben—. Papá, mamá, Jesús.

Danielle, Grant, Becky. Angkor Vat, el Taj Mahal, la Biblioteca del Congreso. El Gran Cañón. La casa y el río. Las estepas de Asia central. Cucarachas, elefantes, la garganta Olduvai, la ciudad de Nueva York, Dublín, Beijing. La primera mujer con la que me cité, Kate…, Katherine. Los huesos del perro que me ayudó a aferrar el mundo a mi alrededor y convertirme en un hombre.

—Eso es la Tierra, ¿verdad, papá? —preguntó suavemente Marty.

—Lo es.

—Todavía sigue ahí. Quizá podamos volver y no ocurra nada.

Arthur se dio cuenta de que asentía. Quizá sí.

La mujer que había hablado de Singapur dijo:

—Todavía siguen en la Tierra. Son los últimos devoradores de planetas. No pueden abandonarla porque los atraparemos.

Arthur la miró nerviosamente, como si se tratara de una peligrosa sibila; su rostro estaba pálido y convulso.

73

—Ro-ca e-teeer-naaa…

El canto había adoptado un tono ligeramente frenético, más agudo, más alto, más inquietante. La columna de humo del Ahwanee se alzaba ahora por encima de los Arcos Reales; el hotel se había consumido casi por completo, y las chispas del incendio amenazaban con prender en los bosques de su alrededor. Desde su punto de observación podían ver los camiones del parque de bomberos rociando de agua las llameantes ruinas.

Pasar tus últimos minutos intentando salvar algo, pensó Edward. No es una mala forma de terminar. Envidió a los bomberos y guardias del parque. El fuego ocupaba sus mentes, alejándolas de lo inevitable. Allá arriba en la Punta Glaciar, la gente no tenía nada que hacer excepto pensar en lo que iba a ocurrir…, y cantar muy desafinadamente.

La roca bajo sus pies se agitó una ligera fracción. Betsy regresó de los lavabos, se sentó firmemente al lado de Edward en la terraza inferior, y enlazó el brazo del hombre con el suyo; no se habían separado más allá de unos minutos durante la última hora. Sin embargo, Edward se sentía solo y, al mirarla, se dio cuenta de que ella se sentía sola también.

—¿Lo oyes? —preguntó ella.

—¿El gruñir?

—Sí.

—Sí, lo oigo.

Imaginó las masas de neutronio y antineutronio, o lo que fueran, encontrándose en el centro del planeta; quizá ya lo habían hecho, hacía minutos o tal vez incluso una hora, y el frente en expansión de ardiente plasma estaba empezando a dejar sentir sus efectos sobre el manto de la Tierra y su delgada corteza.

En la escuela secundaria, Edward había intentado en una ocasión dibujar un mapa a escala de las capas en sección de la Tierra, con los núcleos interno y externo, el manto y la corteza señalados en su proporción correspondiente. Había descubierto muy pronto que la corteza no podía ser reflejada más que como la más delgada de las líneas a lápiz, ni aunque ampliara su dibujo a una hoja de papel de embalar de dos metros y medio. Utilizando su calculadora para deducir lo grande que tendría que ser el dibujo, había averiguado que el suelo del gimnasio de la escuela sería suficiente para contener un dibujo que diera a la corteza una anchura igual a un tercio de su dedo meñique.

De nuevo volúmenes y superficies ocultos.

Insignificancia.

Los geólogos trataban todo el tiempo con insignificancias, pero ¿cuántos las aplicaban directamente a sus vidas personales?

—… za por mííí… Deeeja que me acoooja en tu seeeno…

—El aire es más caliente —dijo Minelli. El cuello de su camiseta negra estaba empapado y su pelo colgaba en chorreantes mechones negros. Inés estaba sentada un poco más lejos, en la terraza superior, sollozando suavemente para sí misma.

—Ve con ella —indicó Edward, haciendo un gesto con la cabeza en su dirección.

Minelli le lanzó una mirada impotente, luego subió los peldaños.

—La gente es todo lo que importa —le dijo suavemente a Betsy—. Ninguna otra cosa importa. No al principio, no al final.

—Mira —dijo Betsy, señalando hacia el este. Las nubes se alzaban en el cielo, no hinchándose sino simplemente formándose en estrías a gran altitud. El aire tenía un olor eléctrico y era opresivo, tangible, denso y caliente. El sol parecía estar más lejos que nunca, perdido en medio de una clara sopa lechosa.

Edward bajó la vista de las nubes, mareado, e intentó orientarse en el valle. Buscó algún punto de referencia familiar, algo que le diera una perspectiva fija.

Los Arcos Reales, en lento movimiento, se deslizaron en enormes fragmentos curvados por la gris cara de granito sobre el hotel incendiado. Diminutos árboles danzaron frenéticamente y luego cayeron sobre sus aislados fragmentos de roca, las ramas alzadas por la resistencia del aire. El rugir, incluso a través del valle, fue ensordecedor. Los fragmentos en forma de cimitarras, de docenas de metros de anchura, se desmoronaban como yeso viejo sobre el suelo del valle, extinguiendo el Ahwanee y sepultando los coches contra incendios, los bomberos y las pequeñas multitudes de espectadores en una nube de polvo y restos que se abría como una flor. Peñascos del tamaño de casas rodaron por el bosque hasta el río Merced. Nuevos taludes reptaron por el suelo del valle como los seudópodos de una ameba, vivos, agitantes, buscando una nueva estabilidad.

Betsy no dijo nada. Edward miró aprensivamente la cercana grieta en la terraza.

Minelli había desistido de intentar sujetar a Inés. La muchacha había huido del borde, sus pechos y brazos y caderas agitándose mientras saltaba los escalones y las barandillas. Dirigió una sonrisa a Edward y alzó impotente las manos, luego bajó a sentarse a su lado.

—Algunas personas no consiguen superarlo —dijo sobre el menguante retumbar de la caída de las rocas. Miró admirado a Betsy—. Se necesita valor —dijo—. Auténtico valor. ¿Habéis visto esas concéntricas desmoronarse? Exactamente igual que en la escuela. Centenares de años en un segundo.

—Sooomos niiiños en tuuus maaanos… —Los que cantaban himnos estaban ahora absortos en ellos mismos, sin prestar atención a nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Como en trance.

A cada cual lo suyo.

—Así es como se forman los domos, ese tipo de aglomeraciones concéntricas —explicó Minelli—. El agua penetra en las junturas y se congela, se expande, y abre las rocas.

Betsy le ignoró, con la mirada fija en el valle, la mano aún cerrada sobre la de Edward.

—Las cascadas —dijo—. Las cascadas Yosemite.

La cinta superior de blanca agua había quedado bloqueada, permitiendo que las cascadas inferiores agotaran el agua que ya había caído y se secaran. A la derecha de donde había estado la Yosemite superior, la columna autoestable de la Flecha Perdida se inclinó lentamente unos centenares de metros por encima de la cara del farallón, se rompió en varios fragmentos a mitad de su caída, y rebotó contra las laderas cubiertas de árboles y arbustos de abajo. Más rocas cayeron sobre el valle procedentes de las paredes nor-orientales de granito, oscureciendo el suelo con peñascos en desintegración y nubes de polvo marrón y blanco.

—¿Por qué no nosotros? —dijo Minelli—. Ocurre todo en ese lado.

Un supersticioso algo en Edward deseaba que se callara. Imagina que no está aquí. No le hagas caso.

La roca bajo ellos se estremeció. Los árboles más allá de los cantantes de himnos oscilaron y gimieron y se astillaron, agitando sus ramas hacia uno y otro lado. Edward oyó el horrible crujir de grandes lascas de granito desprendiéndose al pie de la punta. Mil metros más abajo —no necesitaba mirar para saberlo—, Camp Curry y Curry Village estaban siendo sepultados bajo millones de toneladas de rocas desprendidas. Los cantantes de himnos se interrumpieron y se abrazaron los unos a los otros para mantener el equilibrio.

—Ya es hora de que nos vayamos —dijo Edward a Betsy. Ella permanecía tendida de espaldas, mirando directamente al retorcido y maligno cielo cubierto como por brochazos de pintura. El aire parecía más ligero; grandes oleadas de altas y bajas presiones barrían la superficie, propulsadas por el ligero movimiento de los continentes.

Edward la cogió por los sobacos y la arrastró de la terraza inferior, escaleras arriba. Ahora el juego consistía en permanecer con vida tanto tiempo como fuera posible, para ver tanto como pudieran ver…, para experimentar todo el espectáculo hasta su último aliento, que podía ser en cualquier momento.

Minelli se arrastró tras ellos, el rostro envuelto en una sonrisa maníaca.

—¿Podéis creer eso? —repetía una y otra vez.

El valle estaba vivo con los ecos de los trozos caídos de granito. Edward apenas podía oír sus propias palabras a Betsy mientras avanzaban torpemente y corrían descendiendo el camino de asfalto, alejándose del borde.

A un metro escaso detrás de Minelli, la roca se hendió. La terraza y todo lo que estaba bajo ella se inclinó alejándose, y la brecha se ensanchó con una majestuosa lentitud. Minelli se arrastró frenéticamente, su sonrisa transformada en un rictus de terror.

Al este, como la gran cabeza de un gigante dormido, el Semidomo se inclinó varios grados y se hundió en un abismo abierto en el suelo del valle. Se desmenuzó en fragmentos en forma de medio arco. El Liberty Cap y el monte Broderick, en el lado sur del valle, se inclinaron hacia el norte, pero permanecieron de una pieza, rodando y deslizándose como guijarros gigantes por entre la masa de fragmentos del Semidomo, desviándose y haciéndose finalmente pedazos y enviando sus fragmentos por todo el valle a distancias de kilómetros. En algún lugar en la oscuridad de polvo estaban los restos del Sendero de las Brumas, la cascada Vernal, la cascada Nevada y el lago Esmeralda.

El lodo del fondo del valle se licuó bajo la vibración, engullendo torrentes y caminos y absorbiendo el Merced en toda su longitud. Los nuevos taludes dejaron caer sus inclinados bordes en culebreantes fracturas y empezaron a extenderse de nuevo; detrás de ellos cayeron nuevos fragmentos de granito.

El aire era sofocante. Los cantantes de himnos, de rodillas, llorando y cantando a la vez, no podían ser oídos, sólo vistos. El sonido de muerte del Yosemite estaba más allá de toda comprensión, había cruzado la frontera al dolor, convertido en un rugiente aullido de amplio espectro.

Edward y Betsy no podían mantener el equilibrio ni siquiera sobre manos y rodillas; rodaron por el suelo, sujetándose como podían el uno al otro. Betsy había cerrado los ojos, y sus labios se agitaban contra el cuello de él; estaba rezando. Edward, curiosamente, no sentía la necesidad de rezar; se sentía exultante. Miró al este, más allá del valle, más allá de los árboles que caían, y vio algo oscuro y enorme en el horizonte. No nubes, no un frente de tormenta, sino…

Estaba más allá de cualquier expresión de sorpresa o maravilla. Lo que estaba viendo sólo podía ser una cosa: al este de la sierra Nevada, a lo largo de la línea de fractura trazada entre las montañas formadas por eras de plegante presión y el desierto más allá, todo el continente se estaba hendiendo, y alzaba su dentado borde decenas de kilómetros hacia la atmósfera.

Edward no necesitó hacer cálculos para saber que aquello significaba el fin. Una tal energía —aunque cesara toda otra actividad— era suficiente para aplastar cualquier cosa viva a lo largo del borde occidental del continente, suficiente para cambiar toda la faz de Norteamérica.

Sintió una aceleración en la boca de su estómago. Nos alzamos. Su piel pareció hervir. Nos alzamos. Los vientos soplaron con tal fuerza que amenazaron con arrastrarles. Se sujetó a Betsy con sus últimas fuerzas. Por un momento no pudo ver a Minelli, y luego abrió sus escocidos ojos y lo vio contra un lodoso cielo azul lleno de estrellas —la atmósfera apartándose velozmente sobre ellos—, vio a Minelli de pie, sonriendo beatíficamente, los brazos alzados, cerca del nuevo borde de la punta. Retrocedió a través de muros de polvo sobre una enorme y recién cortada lasca de granito, la boca abierta, gritando sin ser oído sobre el abrumadoramente ensordecedor sonido.

El Yosemite ha desaparecido. Puede que toda la Tierra haya desaparecido. Aún sigo pensando. La única sensación que podía sentir Edward, aparte la interminable aceleración, era el cuerpo de Betsy contra el suyo. Apenas podía respirar.

Ya no estaban tendidos en el suelo, sino que caían. Edward vio muros de roca, enormes y nuevos volúmenes blancos recién revelados por todos lados —de miles de metros de anchura—, y árboles girando y grandes masas de tierra desintegrándose e incluso una pequeña mujer volando por los aires, a metros de distancia, con el rostro angélico, los ojos cerrados, los brazos abiertos en cruz.

Pareció transcurrir una eternidad antes de que se desvaneciera la luz.

Los volúmenes de granito se cerraron sobre ellos.

74

A quince mil kilómetros de distancia, la Tierra parecía tan natural y pacífica y hermosa como lo había sido treinta años antes, cuando Arthur la había visto por primera vez en las fotos tomadas desde el espacio. Esa visión —una joya envuelta en nubes, opalina y azul, con intensos remolinos marmóreos de nubes— lo había sumido en un trance, le había hecho sentir más que nunca parte de alguna totalidad cósmica. Había cambiado su vida.

Los testigos se sentían deprimidos. Nadie dijo una palabra o emitió ningún sonido. Nunca había experimentado una concentración tan absorta en una multitud. Marty permanecía inmóvil a su lado; había soltado su mano, un muchacho que no alcanzaba el metro y medio de altura, de pie, solo. ¿Cuánto de todo esto comprende?

Quizá tanto como yo.

Nada comparado con lo que esperaban ver. No el incendio de un hogar ancestral, o el hundimiento de un transatlántico; no el bombardeo de una ciudad, o el horror de anónimas tumbas masivas en tiempos de revolución o guerra. El crimen que se estaba cometiendo contra la humanidad era virtualmente total. Excepto ellos —los ocupantes de las arcas, y los registros salvados para ser transportados en ellas —, la Tierra dejaría de existir.

No podía abarcar con sus pensamientos la totalidad de todo aquello. Tenía que tomar pérdidas separadas y luego juntarlas. Eran pérdidas altamente personales, cosas que lamentaría; pero su mente aislada no era la mente holográfica de la humanidad.

Cosas esenciales que nunca había conocido serían destruidas. Conexiones, evidencias, historias aún no hechas públicas, irrecuperables. Todo lo que las arcas podían salvar era lo que los humanos habían aprendido sobre sí mismos hasta entonces. En adelante, serían refugiados sin esperanzas de volver nunca a su tierra natal, sin esperanzas de recobrar el hilo de los pasados que habían perdido.

Dependerían de la compasión, o cuales fueran sus motivaciones, de unas inteligencias extrañas, no humanas, que hasta entonces habían mostrado muy pocas pruebas de estar dispuestas a revelarse; benefactores tan misteriosos como sus destructores.

Vidas. Miles de millones de seres humanos, de existencias siempre frágiles, compartiendo un olvido mutuo. No había forma alguna de que Arthur pudiera abarcar todo aquello. Tenía que trabajar con abstracciones.

Las abstracciones eran suficientes para cauterizar su alma. Enfrentada a la idea de que lo que veía era real e inmediato, su alma ardía. Había tenido meses para familiarizarse con aquellos hechos e implicaciones; aquellos meses no le habían hecho lo que la visión de la Tierra, completa y brillante, le estaba haciendo ahora.

No se produjo ninguna explicación por parte de la red. Más tarde, cuando cada uno de los testigos se enfrentara a sus dolores particulares, quizá los detalles del final se hicieran claros, y pudiera realizarse un postmortem planetario.

Extrañas imágenes destellaron en su mente. Los anuncios de la televisión de su infancia, mujeres sonrientes con cuellos a la Peter Pan y cabellos elaboradamente peinados, imágenes de maternidad cuidando de familias perfectas. Rostros de soldados muriendo en Vietnam. Presidentes apareciendo uno a uno ante las cámaras de televisión, terminando con Crockerman, una imagen realmente lamentable.

El telescopio de cinco metros de Monte Palomar. Nunca había trabajado allí, pero había visitado a menudo aquel lugar histórico. El de quince metros de Mauna Kea. Su dormitorio en el Cal Tech. El rostro de la primera mujer con la que había hecho el amor, aquel primer año en la universidad. Los profesores dando clase. Su alegría al descubrir las propiedades de la cinta de Moebius; tenía entonces trece años. La alegría también de captar los conceptos de los límites en cálculo, y al leer los primeros artículos sobre los agujeros negros a finales de los años sesenta.

Harry. Siempre Harry.

La primera vez que había visto a Francine, con un sucinto traje de baño de una sola pieza, negro, tan voluptuosa como una diosa del mar, con su largo pelo negro mojado, la parte de atrás de sus piernas y el interior de sus muslos sucios de arena, corriendo para quitarle la toalla a su amiga y cayendo de espaldas con una risa a menos de cinco metros de donde estaba sentado Arthur. No todo está perdido.

Marty tocó su brazo.

—Papá, ¿qué es eso?

El globo no parecía apreciablemente distinto. Pero Marty señaló, y otros entre los testigos estaban murmurando, y señalaban también.

Sobre el Pacífico, una masa blanco plateada crecía como moho en un plato sucio. Sobre la parte occidental de los Estados Unidos y lo que podía ver de Australia se expandían floraciones similares de humedad condensándose.

Al cabo de pocos minutos, la Tierra estaba envuelta en un impenetrable manto blanco y gris. La masa se veía agitada por una especie de oleaje, ondulaciones tan visibles como las de un estanque, pero moviéndose con una lentitud de mecanismo de relojería. Sobre el polo norte se agitaban frenéticas cortinas de luz, temblando y reformándose como hileras de velas en medio de la brisa. Eran auroras. Algo estaba volviéndose loco en la dinamo interior de la Tierra.

Arthur imaginó la explosión expandiéndose a través del superar-diente, altamente radiactivo núcleo interno al núcleo externo, donde nacía el campo magnético de la Tierra. El denso material fundido comprimiéndose aún más fuertemente al borde del estallido en expansión. Las ondas de choque mecánicas transmitiendo su empuje a la corteza, levantando el fondo de los océanos —ya debilitados por las cadenas de explosiones termonucleares— y levantando los continentes, diez veces más gruesos que las cuencas oceánicas, combándolo todo, alzándolo unos cuantos cientos de metros o unos cuantos kilómetros. Los océanos retrocediendo, derramándose sobre los continentes… Todo ello oculto ahora detrás de las masas de nubes.

La superficie de la Tierra extremadamente caliente, la atmósfera agitándose como el agua en un cuenco. La mayor parte de la humanidad ya muerta, destruida por los terremotos, las horrendas tormentas atmosféricas o las inundaciones. Pronto las rocas de abajo cesarían en su compresión, y la Tierra…

—Jesús —dijo Reuben a sus espaldas. Arthur le miró; el rostro del joven expresaba fascinación y horror.

Las nubes se aclararon. A través de la alterada atmósfera pudieron atisbar una masa lodosa, agitada, iluminada en algunos lugares por la luz infernal del magma derramándose por las fracturas de centenares de kilómetros de ancho. Las placas oceánicas y continentales golpeaban entre sí en sus bordes, fundiéndose en sólidos tan incapaces de mantener su forma y carácter como los gases o los líquidos, ondulándose como simples telas.

En ninguna parte podían verse las obras de la humanidad. Las ciudades —si alguna de ellas existía todavía, lo cual no parecía probable— eran demasiado pequeñas a aquella distancia. La mayor parte de Europa y Asia estaban al otro lado del globo, fuera de su vista, y su destino no debía ser distinto del que contemplaban ocurrir al Asia oriental y a Australia y a la parte occidental de los Estados Unidos. De hecho, sus masas ya no podían distinguirse; ya no había ni océanos ni tierra, sólo anillos de translúcido y sobrecalentado vapor y nubes más frías y torturadas cuencas de lodo, todo ello mezclado con magma de un color marrón mortecino y, aquí y allá, grandes manchas blancas de plasma empezando a abrirse camino desde el interior.

—¿Va a estallar? —preguntó Marty.

Arthur agitó la cabeza, incapaz de hablar.

Pese a la creciente distancia entre el arca y la Tierra, el globo se expandió visiblemente, pero de nuevo con una lentitud de mecanismo de relojería.

Arthur observó su reloj. Llevaban mirando quince minutos; el tiempo había transcurrido en un destello.

De nuevo la Tierra adoptó la apariencia de una joya, pero esta vez de un enorme e hinchado ópalo de fuego, naranja y marrón y de un profundo rojo rubí, salpicado con espectrales manchas de un verde y un blanco brillante. La corteza se fundía, transformándose en escoria basáltica que derivaba en manchas que giraban lentamente sobre un mar marrón y rojo. No había rasgos discernibles excepto los colores. La Tierra, agonizando, se convirtió en una incomprensible abstracción, horriblemente hermosa.

Con la aparición de largas espirales blancas y verdes, intensamente brillantes, el destino final se hizo evidente. El borde del mundo ya no presentaba una curva suave; mostraba visibles irregularidades, amplias protuberancias claramente distinguibles contra la negrura del fondo. De aquellas protuberancias brotaban chorros de vapor de centenares de kilómetros de altura, arrastrando consigo los turbios restos de la atmósfera y lanzando pálidos abanicos al espacio.

Esos volcanes podían haberse visto en las primeras épocas de la coalescencia de la Tierra, pero no desde entonces. Nuevas cadenas de fuego desencadenado y vapor brotaron de la faz del distorsionado globo. Lentamente, una enroscada serpiente de blanco plasma arrojó fragmentos de sus anillos internos al exterior, proyectiles que viajaban a miles de kilómetros por hora pero que pese a todo volvían a caer, siendo reabsorbidos.

Ningún fragmento de la corteza terrestre había sido lanzada todavía a una velocidad igual o superior a los veintinueve mil kilómetros por hora, la velocidad orbital, y mucho menos a la velocidad de escape. Pero la tendencia era evidente.

Incontables bólidos del tamaño de islas perforaban la faz de la Tierra con una agitada efervescencia. Esos bólidos se alzaban cientos, incluso miles de kilómetros, y luego volvían a caer, esparciendo amplias trayectorias de restos más pequeños. En el borde, la creciente altitud de esos proyectiles fundidos resultaba evidente. La energía aumentaba rápidamente para arrojarlos en órbita, e incluso para lanzarlos libres de la masa del planeta.

Nuestro hogar. Arthur conectó repentinamente con todo lo que veía; la abstracción adquirió solidez y significado. Las estrellas detrás de la resplandeciente y cada vez más hinchada Tierra se llenaron repentinamente de amenaza; las imaginó como el brillo de los ojos de los lobos en un bosque nocturno de proporciones infinitas. Parafraseó lo que había dicho Harry en su cinta:

Había una vez un niño perdido en el bosque, llorando desconsoladamente, preguntándose por qué nadie respondía y alejaba a los lobos…

Estaba más allá de las lágrimas ahora, más allá de todo excepto de un profundo, directo y sofocante dolor. Nuestro hogar. Nuestro hogar.

Marty contemplaba el panel con los ojos desorbitados y la boca abierta; casi la misma expresión que Arthur había visto cuando su hijo contemplaba las películas de dibujos animados del sábado por la mañana en la televisión, sólo que un poco diferente: más tenso, con un asomo de desconcierto, los ojos buscando.

La Tierra se hinchaba horriblemente. Al lado de la corteza y manto en expansión, las espirales y fracturas de luz blanca y verde se ensanchaban convirtiéndose en enormes canales y carreteras que avanzaban locamente en rumbos al azar a través de un uniforme paisaje rojo oscuro. Enormes bólidos partían en largas y graciosas curvas, trazando arcos de miles de kilómetros —radios enteros de la Tierra— hacia el espacio, y no volviendo a caer a la superficie, sino trazando resplandecientes órbitas en torno al herido planeta.

Habían transcurrido veinticinco minutos. Las piernas de Arthur le dolían terriblemente, y tenía las ropas empapadas de sudor. La habitación estaba llena de un horrible olor animal, miedo y dolor y silenciosa agonía.

Virtualmente todo el mundo al que había conocido a lo largo de su vida estaba muerto, sus cuerpos perdidos en el apocalipsis general; cada lugar en el que había estado, todos los registros y los registros de su familia, todos los niños junto a los que había crecido Marty. Todo el mundo en el arca había sido arrancado de sus raíces y arrojado a la nada. Podía sentir claramente la separación, la repentina pérdida, como si siempre hubiera conocido la presencia de la humanidad a su alrededor, una conexión psíquica que ya no existía.

Las brillantes carreteras y canales de la revelada esfera de energía plasmática medían ahora miles de kilómetros de anchura, abovedando el material fundido y vaporizado de la Tierra hacia el exterior en un burdo ovoide, con el eje más largo en ángulo recto con respecto al eje de rotación. Los extremos del ovoide arrojaban lejos enormes glóbulos de sílice y níquel y hierro.

Contra la dominante luz del plasma, los retorcidos restos del manto y las comprimidas franjas del núcleo arrojaban largas sombras al espacio cercano a la Tierra a través de la polvorienta nube en expansión de vapor y restos más pequeños. El planeta parecía una linterna en medio de la niebla, casi insoportablemente brillante. De forma inexorable, el ovoide de plasma lo empujaba todo hacia fuera, atenuando, estallando, disminuyendo todo lo que quedaba, esparciéndolo ante un irresistible viento de partículas elementales y luz.

Dos horas. Miró su reloj. La luna brillaba a través de la vaporosa bruma, a cuatrocientos mil kilómetros de distancia y aparentemente aún más lejos. Pero las protuberancias de marea se relajarían, y aunque la forma de la Luna había quedado congelada por eras de enfriamiento, Arthur pensó que la relajación desencadenaría, a la larga, violentos terremotos lunares.

Volvió de nuevo su atención a la muerta Tierra. El brillo del plasma había disminuido ligeramente. Nítidos aunque etéreos rosas y naranjas y azules grisáceos le daban una apariencia perlina, como la pelota de plástico de un niño iluminada desde dentro. El diámetro del ovoide de plasma y la bruma de restos se habían expandido para cubrir ahora más de cuarenta y cinco mil kilómetros. El ovoide seguía alargándose, esparciendo el nuevo anillo de asteroides en los rechonchos inicios de un arco.

El panel transparente se volvió misericordiosamente opaco.

Como soltados por los hilos que los sostenían, más de la mitad de los testigos se derrumbaron al suelo. Arthur abrazó a Francine y aferró el hombro de Marty, incapaz de hablar, luego se dirigió a sus compañeros, viendo lo que podía hacer para ayudarles.

El robot cobrizo apareció al extremo de la cabina y flotó hacia delante. Tras él entraron varias docenas de supervivientes, llevando bandejas y tazones de agua, comida y medicinas.

Es la Ley.

Las palabras resonaron una y otra vez en los pensamientos de Arthur mientras ayudaba a revivir a aquellos que se habían derrumbado.

Es la Ley.

Marty permaneció a su lado, arrodillándose con él mientras alzaba la cabeza de una mujer joven y sostenía una taza metálica de agua contra sus labios.

—Padre —preguntó el muchacho—, ¿qué vamos a hacer ahora?

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