HOSTIAS ET PRECES TIBI, LAUDIS OFFERIMUS

62

27 de marzo

Durante sus últimas horas, Trevor Hicks permaneció sentado delante de su ordenador, examinando y organizando registros genéticos enviados desde fuentes mormonas en Salt Lake City. Residía en casa de un contratista aeroespacial llamado Jenkins, trabajando en una amplia sala de estar con ventanas sin cortinas que dominaba Seattle y la bahía. El trabajo no era excitante pero era útil, y se sentía en paz, ocurriera lo que ocurriese. Pese a su reputación de ecuanimidad, Trevor Hicks nunca había sido una persona particularmente pacífica y dueña de sí misma. Los buenos modales y las apariencias, según la más pura tradición inglesa, enmascaraban su auténtico yo, que siempre había visualizado como congelado —con una memoria extra y logros periféricos— en algún lugar en torno a sus veintidós años, entusiasta, impresionable, impulsivo.

Apartó su silla de la mesa y saludó a la señora Jenkins —Abigail— cuando entró por la puerta delantera con dos bolsas de plástico llenas de comida. Abigail no estaba poseída. Todo lo que sabía era que su esposo y Trevor estaban trabajando en algo importante y secreto. Habían estado trabajando sin interrupción durante todo el día y toda la noche, durmiendo muy poco, y les traía provisiones para mantenerlos razonablemente cómodos y bien alimentados.

No era una mala cocinera.

Cenaron a las siete: bistecs, ensalada, y una espléndida botella de chianti. A las siete y media, Jenkins y Hicks volvieron al trabajo.

Sentirse en paz, pensó Hicks, le preocupaba un poco… No confiaba en aquellas llanas y lisas emociones. Prefería un poco de turbulencias subterráneas; le mantenían despierto.

La alarma sonó en el cerebro de Trevor Hicks como una lanza de acero al rojo. Miró su reloj —las pilas se habían agotado sin que él se diera cuenta, pero era tarde— y dejó caer el disco que había estado examinando. Echó la silla hacia atrás y se situó de pie delante de la ventana de la sala de estar. A sus espaldas, Jenkins alzó la vista de un montón de formularios de petición de suministros médicos, sorprendido por el comportamiento de Hicks.

—¿Qué ocurre?

—¿No lo sientes? —preguntó Hicks, tirando del cordón para abrir las cortinas.

—¿Sentir qué?

—Algo va mal. Estoy oyendo algo de… —Intentó situar la fuente de la alarma, pero ya no estaba en la red—. Creo que era Shanghai.

Jenkins se puso en pie del sillón y llamó a su esposa.

—¿Está empezando? —preguntó a Hicks.

—Oh, Señor, no lo sé —exclamó Hicks, sintiendo otra lanzada. La red estaba siendo dañada, algunos eslabones estaban siendo rotos…, eso era todo lo que podía decir.

La ventana ofrecía una espléndida vista nocturna de la miríada de luces del centro de Seattle desde Queen Anne Hill. El cielo estaba cubierto, pero no había habido predicciones de tormentas. Sin embargo… La capa de nubes estaba iluminada por brillantes destellos desde arriba. Uno, dos…, una larga pausa, y en el momento en que la señora Jenkins entraba en la sala de estar, una tercera pulsación lechosa de luz.

La señora Jenkins miró a Hicks con cierta alarma.

—Sólo son relámpagos, ¿verdad, Jenks? —preguntó a su esposo.

—No son relámpagos —dijo Hicks. La red estaba enviando ahora impulsos contradictorios de información. Si había algún Jefe en línea, Hicks no podía captar su voz en medio de la barahúnda.

Luego, de una forma clara y apremiante, los mensajes llegaron simultáneamente a Hicks y Jenkins.

Su emplazamiento y la nave en las profundidades están siendo atacados.

—¿Atacados? —exclamó Jenkins en voz alta—. ¿Están empezando ahora?

—El puerto de Shanghai era uno de los emplazamientos del arca —dijo Hicks, con la voz llena de asombro—. Ha sido desconectado de la red. Nadie puede alcanzar Shanghai.

—¿Qué… qué…? —Jenkins no estaba acostumbrado a pensar en aquellas cosas, fuera cual fuese su valor dentro de la red como organizador y enlace local.

—Creo que…

Sus propios pensamientos internos, no los del Jefe, dijeron antes de que pudieran brotar las palabras: Están defendiéndonos, pero no pueden impedir que algo atraviese sus defensas. Nunca nos dijeron esto antes, pero deben haber situado naves o plataformas o algo en órbita para vigilar la Tierra…

—… estamos siendo bombardeados…

La luz penetró por entre las nubes y se expandió.

después de todo esto es una guerra pero no hemos pensado en ella de esta forma no hemos sospechado que podían hacernos esto

Jenks…

Jenkins abrazó a su esposa. Hicks vio el destello rojo y blanco, el repentino alzarse de un muro de agua y rocas, y el impacto de una oscurecedora onda de choque contra las luces de la ciudad y las casas de la colina. La ventana estalló y Hicks cerró los ojos, experimentó un breve instante de dolor y ceguera…


En el último tramo del maratoniano viaje a San Francisco, descendiendo a toda velocidad por una casi desierta 101, muy por encima de la velocidad límite, Arthur sintió un agudo dolor en la nuca. Aferró fuertemente el volante y detuvo el coche a un lado de la carretera, el cuerpo rígido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Francine.

Se volvió en redondo, apoyó los brazos en el respaldo del asiento, y miró por la ventanilla trasera de la camioneta. Un resplandor infernal, azul y púrpura, se extendía hacia el norte, por encima y más allá de Santa Rosa y el país del vino.

—¿Qué ocurre? —repitió Francine.

Se volvió de nuevo para volver a mirar hacia delante, y se inclinó sobre el volante para escrutar el cielo sobre San Francisco y el Área de la Bahía.

—¡Más asteroides, papá! —exclamó Marty—. ¡Más explosiones!

Éstas eran mucho más cercanas y mucho más brillantes, sin embargo, tan intensas como un soplete, y dejó puntos rojos en su vista. El Área de la Bahía estaba todavía a más de treinta kilómetros de distancia, y esos destellos brillaban muy altos en el cielo nocturno. Algún tipo de acción, otra batalla, estaba produciéndose quizás a no más de ciento cincuenta kilómetros encima de San Francisco.

Francine empezó a salir del vehículo, pero él la retuvo. Ella lo miró, el rostro crispado por el miedo y la furia, pero no dijo nada.

Cuatro destellos más, y luego regresó la noche.

Arthur se sintió casi sorprendido al descubrir que estaba llorando. Su furia era algo aterrador.

—Esos bastardos —dijo, puñeando el volante—. Esos malditos sanguinarios jodidos bastardos.

—Papá —lloriqueó Marty.

—Cállate, maldita sea —chilló Arthur, y luego sujetó el brazo de su esposa con su mano izquierda y tendió la derecha hacia Marty en el asiento de atrás. Los sacudió firmemente, repitiendo una y otra vez—: Nunca olvidéis esto. Si sobrevivimos, nunca, nunca, olvidéis esto.

—¿Qué ha ocurrido, Art? —preguntó Francine, intentando mantener la calma. Marty estaba llorando ahora, y Arthur cerró los ojos con dolor y pesar, volviendo la furia contra sí mismo porque había perdido el control. Escuchó unas cuantas de las voces de la red, intentando unir entre sí todas las piezas.

—Seattle ha desaparecido —dijo. Trevor Hicks, todos los demás.

—¿Dónde está Gauge, papá? —preguntó Marty entre lágrimas—. ¿Está vivo Gauge?

—Creo que sí —dijo Arthur, estremeciéndose violentamente. La enormidad—. Están intentando destruir nuestras naves de escape, las arcas. Quieren asegurarse de que no queda ningún humano.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Francine.

—Recuerda —repitió—. Simplemente recuerda esto, si lo conseguimos.

Necesitó casi veinte minutos para calmarse lo suficiente para volver a la carretera. San Francisco y el Área de la Bahía habían estado adecuadamente protegidos. De pronto, y sin ninguna reserva —sin ninguna persuasión tampoco—, amó a los Jefes y a la red y a todas las fuerzas alineadas para protegerles y salvarles. Su amor era feroz y primordial. Así es como se siente un partisano, contemplando cómo es saqueado su país.

—¿Han bombardeado Seattle? —preguntó ella—. ¿Los… alienígenas, o los rusos?

—No los rusos. Los devoradores de planetas. Intentaron bombardear San Francisco también. —Y Cleveland, que ha sobrevivido, y Shanghai, que no, y quién sabe cuántos otros emplazamientos de las arcas. Un nuevo estremecimiento lo agitó desde los hombros al sacro—. Cristo. ¿Qué harán los rusos? ¿Qué haremos nosotros?

El volante del coche vibró. Por encima del ruido del motor, oyeron y sintieron un estremecedor gruñido. Las vibraciones rocosas de la muerte de Seattle pasaron debajo de sus ruedas.

63

A las dos de la mañana, hora de Washington, D.C., Irwin Schwartz tendió la mano hacia el urgente zumbar del teléfono junto al camastro de su oficina y pulsó el botón de comunicación.

—¿Sí? —Sólo entonces oyó el poderoso batir de las palas del helicóptero y el chillante rugir de las turbinas a chorro.

Era la última noche del oficial de guardia de estado mayor en la Casa Blanca.

—Señor Schwartz, el señor Crockerman está siendo evacuado. Desea que se reúna usted con él en el helicóptero.

Schwart anotó debidamente la reluctancia del oficial a llamar a Crockerman «presidente». Ahora era estrictamente el «señor Crockerman». Si no actúas en el cargo, no tienes derecho al título.

—¿Qué tipo de emergencia?

—Ha habido un ataque contra Seattle y algún tipo de acción contra Cleveland, Charleston y San Francisco.

—Jesús. ¿Los rusos?

—No lo sabemos, señor. Señor, debería bajar usted tan pronto como pueda.

—De acuerdo. —Schwartz ni siquiera tomó su chaqueta.

En el césped delante de la Casa Blanca, vestido con la ropa interior y los pantalones que había llevado para dormir, Schwartz inclinó instintivamente la cabeza bajo las altas y enormes palas del rotor y subió la escalerilla, su calva cabeza desprotegida contra el frío chorro de aire descendente. Un agente del Servicio Secreto aguardó al lado del aparato hasta que fue cerrada la portezuela, y luego observó elevarse el aparato para llevarles a todos a la Base Grissom de las Fuerzas Aéreas en Indiana.

El oficial de estado mayor y un marine de guardia estaban apretados a ambos lados de Crockerman, el marine con la «pelota de fútbol» fuertemente sujeta con ambas manos y el oficial llevando un MODACC, un centro de mando y banco de datos móvil, conectado al sistema de comunicaciones del helicóptero.

Había tres agentes del Servicio Secreto a bordo del aparato, así como Nancy Congdon, la secretaria personal del presidente. De haber estado en la Casa Blanca la señora Crockerman, también hubiera sido evacuada.

—Señor presidente —empezó el oficial de estado mayor—, el Secretario de Defensa se halla en Colorado. El de Estado está en Miami en una reunión con el gobernador. El vicepresidente está en Chicago. Creo que el portavoz de la Cámara está siendo traído por vía aérea desde su casa. Tengo alguna información relativa a lo que nuestros satélites y otros sensores nos han dicho ya. —Hablaba más alto de lo necesario para cubrir el ruido del motor; la cabina estaba bien insonorizada.

El presidente y todos los demás a bordo escucharon atentamente.

—Seattle ha sido borrada del mapa, y Charleston está en ruinas… El golpe pareció centrarse a veinte kilómetros mar adentro. Pero nuestros satélites no muestran ningún lanzamiento de misiles desde la Unión Soviética o ningún buque en alta mar. Tampoco han sido detectados misiles de ninguna clase procedentes de la Tierra. Y al parecer algún tipo de sistema defensivo ha actuado en San Francisco y Cleveland, y quizás en algunos otros lugares también…

—No poseemos ese tipo de defensas —dijo roncamente Crockerman, con voz apenas audible. Clavó sus ojos en Schwartz. Schwartz pensó que parecía como si llevara ya dos días muerto, con sus ojos pálidos y sin vida. El voto para el impeachment le había arrebatado sus últimas energías. Mañana debía empezar —debería haber empezado— la vista en el Senado para decidir si debía seguir en el cargo o ser retirado de él.

—Correcto, señor.

—No son los rusos —observó uno de los agentes del Servicio Secreto, un alto negro de Kentucky de mediana edad.

—No los rusos —repitió Crockerman, recuperando un poco el color de su rostro—. ¿Quiénes, entonces?

—Los devoradores de planetas —dijo Schwartz.

—¿Ya ha empezado? —preguntó el joven marine, aferrando el maletín como si quisiera impedir que se le escapara de las manos.

—Sólo Dios lo sabe —dijo Schwartz, agitando la cabeza.

El MODACC zumbó, y el oficial de estado mayor escuchó atentamente por sus auriculares insonorizados.

—Señor presidente, es el premier Arbatov, desde Moscú.

Crockerman miró de nuevo a Schwartz por un largo momento antes de tomar el micrófono y los auriculares. Schwartz supo lo que significaba aquella mirada. Sigue siendo el Hombre, malditos seamos todos nosotros.

64

Arthur metió el coche por el camino particular de la casa de Grant y Danielle en las colinas de Richmond justo antes de medianoche. Todavía estaba alterado; el recuerdo del dolor y la pérdida que se había transmitido por toda la red permanecía como un extraño y amargo regusto en su lengua. Se quedó sentado durante unos instantes con las manos sobre el volante, mirando directamente al frente, a la puerta de madera del garaje, y luego se volvió a Francine.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Creo que sí. —Miró por encima del respaldo de su asiento a Marty. El niño estaba reclinado en el asiento de atrás, los ojos cerrados, la cabeza colgando ligeramente a un lado, la boca abierta.

—Gracias a Dios se ha dormido —dijo Francine—. Nos asustaste terriblemente a los dos.

—¿Os asusté? —preguntó Arthur, sintiendo que su debilidad se quebraba ante un repentino resurgir de la rabia—. Jesús, si hubierais sentido lo que yo sentí…

—Por favor —dijo Francine, con el rostro terriblemente serio—. Ya hemos llegado. Ahí está Grant.

Abrió la portezuela de la camioneta y bajó. Arthur siguió en su asiento, confuso, luego cerró los ojos por un momento, buscando tentativamente la red, intentando averiguar lo que había ocurrido. Había habido muy poco por la radio, más allá de los repetidos informes de algún desastre desconocido en Seattle; había sido hacía menos de una hora.

Medio había esperado que las superpotencias se lanzaran a una guerra nuclear; quizás algunos miembros de la red estuvieran impidiendo ahora que esto ocurriera. Pero tenía que tener fe. Por el momento, estaba desconectado del circuito de comunicaciones de la red.

Arthur tomó en brazos a un murmurante Marty. Grant les condujo a un dormitorio con una amplia cama de matrimonio y una cama plegable. Danielle —estaba dormida en aquellos momentos, les dijo Grant— había hecho las camas y había preparado toallas para ellos, así como una cena ligera a base de sopa y fruta en la encimera de la cocina. Francine metió a Marty en la cama plegable y se reunió con Grant y Arthur en la cocina.

—¿Has oído lo que ha ocurrido? —preguntó a Grant.

—No… —La camisa y los pantalones de Grant estaban arrugados y su canoso pelo alborotado; al parecer había echado una cabezada en el sofá, despertándose al oír acercarse su vehículo.

—Vimos un resplandor en el norte —dijo Arthur.

—Arthur cree que fue Seattle —dijo Francine. Su mirada era casi un desafío: Adelante, cuéntanos lo que sabes. Dinos cómo lo sabes.

Arthur la miró con desánimo. Entonces se le ocurrió: ella estaba de nuevo entre familia. No tenía que confiar exclusivamente en él. Podía airear algunas de sus propias dudas y tensiones; Marty estaba dormido y no oiría. Comprendió muy bien aquello, pero le seguía doliendo. Por encima del dolor que había sentido antes, aquella pequeña traición era casi más de lo que podía soportar.

—Lo oímos por la radio —dijo Arthur, tomando el camino fácil—. Algo le ocurrió a Seattle.

Francine asintió, el rostro sin sangre, los dientes apretados.

—La radio —dijo.

—¿Qué, por el amor de Dios? Tengo un hermano en Seattle —exclamó Grant.

El sonido en el aire de la muerte de Seattle resonó en las ventanas de la casa. Grant alzó cautelosamente la vista al techo. Arthur miró su reloj y asintió.

—Ha sido borrado del mapa —dijo Arthur—. Toda el área metropolitana.

—¡Jesucristo! —exclamó Grant, saltando de su taburete. Se dirigió al teléfono de la pared al extremo de la cocina y tecleó con dedos temblorosos.

—No oímos eso por la radio —dijo suavemente Francine, con los hombros hundidos. Miró al suelo, más allá de sus manos cruzadas.

—Parece que no hay comunicación —dijo Grant. Se dirigió a la sala de estar y conectó la televisión—. ¿Dónde lo oísteis?

—Vimos el resplandor hará unos cincuenta minutos —respondió Francine, mirando con aire culpable a Arthur. Él adelantó una mano, agitando los dedos, y ella la sujetó, cubriéndose el rostro con su otra mano. Se estremeció, pero no brotó ninguna lágrima.

La voz del comentarista les llegó a través del caro sistema de sonido de Grant, resonante y autoritaria, pero con algo más que un asomo de miedo.

—… informes de Seattle y Charleston de que ambas ciudades han sido destruidas por lo que parecen ser explosiones nucleares, pero hay informes contradictorios de la no existencia de radiación. Todavía no tenemos ninguna idea de lo que ocurrió realmente, aunque resulta claro que al menos esas dos ciudades costeras, en las costas Este y Oeste, han sido arrasadas por un desastre sin precedentes. El gobierno ha emitido comunicados de que nuestra nación no se halla todavía en estado de guerra, lo cual conduce a algunas fuentes a afirmar que las explosiones no fueron causadas por misiles nucleares, al menos no procedentes de la Unión Soviética. De hecho, grandes destellos producidos sobre las ciudades de San Francisco y Cleveland han conducido a algunas personas a especular que la destrucción de la Tierra se ha iniciado, y que estamos siendo testigos…

—Díselo —murmuró Francine, con voz muy baja—. Cuéntaselo. Te creo. Realmente te creo. Necesitan saberlo.

Arthur agitó la cabeza. Ella volvió a cubrirse el rostro con las manos, pero su temblor había cesado.

—No puedo decírselo, y tú no debes hacerlo —indicó Arthur—. Sólo les haría más daño.

Danielle apareció en la puerta, envuelta en un camisón largo de seda y una bata de felpa echada por encima.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Francine la abrazó y la condujo a la sala de estar. Arthur contempló los tazones de sopa sin tocar, pensando: Todavía no… Pero ya no puede faltar mucho.

65

Una llamada en la puerta de su tienda de lona despertó a Edward a las ocho de la mañana. Miró su reloj y se puso los pantalones, luego abrió la puerta, para encontrarse con Minelli y una mujer regordeta de pelo negro vestida con una camiseta negra y unos tejanos negros. Minelli le tendió una mano.

—Felicítame —dijo—. He encontrado a Inés.

—Felicidades —dijo Edward.

—Inés Espinoza, éste es mi amigo Edward Shaw. También se dedica a las rocas. Edward, Inés.

—Encantada de conocerle —dijo Inés.

—Nos conocimos ayer por la noche en el baile. Lástima que no estuvieras allí.

—Me sentía deprimido —dijo Edward—. No podía soportar la compañía.

—Corre por ahí una historia acerca de insectos robot. Inés dice que vio un puñado de ellos detrás de Yosemite Village. ¿Qué crees que pueden ser?

—Yo también vi algunos —dijo Edward—. Aguardad un momento. Me visto y prepararemos el desayuno.

Sobre unas tostadas y unos huevos duros hechos en el hornillo Coleman, Edward les contó lo que había visto junto al Sendero de las Brumas. Inés asintió y le miró con unos grandes ojos castaños, obviamente feliz de ver confirmada su historia.

—¿Qué crees que pueden ser?

—Demonios, si los bastardos pueden fabricar falsos alienígenas, también pueden construir arañas robot. Están explorando la Tierra. Tomando muestras de todo antes de hacerla saltar.

Inés se echó a llorar espontáneamente.

—Hey, no hablemos más de esta mierda —dijo Minelli—. Es sensible, ¿sabes? Su viejo resultó muerto en una Harley en la carretera hará un par de días. Ella salió despedida y se salvó. —Inés sollozó y se secó los ojos con la mano, revelando una fea herida y un hematoma en el antebrazo—. Hizo el resto del camino hasta aquí haciendo autostop. Es un encanto. —Minelli la abrazó, y ella le devolvió el abrazo.

Un hombre bajito y casi tan flaco como un esqueleto, con una frente alta y cuadrada, pasó junto a la roca donde estaban desayunando. Llevaba un bate de béisbol casi tan grande como él, y parecía obcecadamente pensativo.

—¿Qué ocurre, hombre? —preguntó Minelli.

—Acabo de oírlo por la radio. Los alienígenas arrasaron con atómicas Seattle y Charleston y Shanghai la otra noche. Yo nací en Charleston. —Siguió sendero abajo, haciendo oscilar indolentemente el bate.

Inés hipó espasmódicamente.

—¿Y usted qué piensa hacer? —le preguntó Minelli al hombre que se alejaba.

—Voy a ir a agarrar a unos cuantos de esos jodidos bichos cromados del bosque y hacerlos picadillo —respondió el hombre, sin detenerse—. Al menos quiero devolverles algo.

Minelli dejó en el suelo su taza de té de estaño y bajó deslizándose de la roca. Inés aceptó la mano que le ofrecía e hizo lo mismo con una sorprendente gracia.

—Creo que ya es hora de que vayamos a la Punta Glaciar —dijo suavemente Minelli—. ¿Quieres venir?

Edward asintió, luego agitó la cabeza.

—No, todavía no. Subiré pronto.

—De acuerdo. Inés se viene conmigo. Montaremos una tienda. Nos encantará que te unas a nosotros.

—Gracias.

La pareja se alejó sendero abajo entre los pinos, hacia Curry Village.

Edward subió los peldaños hasta su cabina de lona y tomó un mapa topográfico del valle y las regiones al sur. Tendido boca abajo sobre las dos camas, siguió con el dedo el Sendero de las Cuatro Millas hasta la Punta Unión, y luego hasta la Punta Glaciar, y comparó otros puntos panorámicos.

Ninguno parecía mejor y tan accesible. La Punta Glaciar ofrecía algunas facilidades. Pero y si las cosas empiezan a sacudirse, ¿no se limitará a hendirse y caer, arrastrándonos a nosotros con ella?

¿Y qué importaba? ¿Qué significaba una hora más o menos?


Edward tecleó el número de su tarjeta en la cabina telefónica y marcó el número de casa de Stella en Shoshone. A la tercera señal, Bernice Morgan respondió, y le dijo que Stella estaba en la tienda, haciendo inventario.

—La vida sigue adelante —dijo—. Puedo pasarle desde aquí.

Tras un breve cliqueteo y unos cuantos zumbidos, el teléfono de la tienda sonó y Stella respondió.

—Aquí Edward —dijo Edward—. Me estaba preguntando qué estaría haciendo en estos momentos.

—Lo habitual —respondió Stella—. ¿Dónde está usted ahora?

—Oh, estoy en el Yosemite. Instalado. Aguardando.

—¿Es lo que esperaba que sería?

—En realidad mejor. Es hermoso. No hay mucha gente.

—¿Qué le dije?

—¿Ha oído lo de Seattle y Charleston?

—Por supuesto.

Edward detectó un asomo de resolución en su voz.

—¿Sigue decidida a quedarse en Shoshone?

—Soy hogareña —respondió ella—. Hemos sabido de mi hermana, sin embargo. Vuelve a casa de Zimbabwe. Iremos a recogerla a Las Vegas pasado mañana. Si quiere usted unirse a nosotras…

Contempló las orillas del río y los árboles y los prados más allá del grupo de cabinas telefónicas. Esto parece bien. Aquí es donde pertenezco.

—Esperaba convencerla de que viniera aquí. Con su madre.

—Me alegra que me lo haya pedido, pero…

—Entiendo. Está usted en casa. Yo también.

—Somos un par de testarudos, ¿verdad?

—Minelli está aquí. No sé dónde está Reslaw. Minelli ha encontrado una amiga.

—Eso es bueno para él. ¿Y usted?

Edward rió suavemente.

—Soy malditamente exigente —dijo.

—No lo sea. ¿Sabe…? —Stella se detuvo, y hubo un silencio de varios segundos en la línea—. Bien, quizá ya lo sepa.

—Si disponemos de tiempo suficiente —dijo Edward.

—¿Sigue todavía en pie el trato? —preguntó ella.

—¿El trato?

—Si todo resulta ser una falsa alarma.

—Seguimos teniendo un trato.

—Estaré pensando en usted —dijo Stella—. No lo olvide.

¿Cómo sería la vida con Stella?, se preguntó. Era decidida, inteligente, y algo más que un poco voluntariosa; podían no congeniar; o sí podían.

Ambos sabían que no iban a disponer del tiempo necesario para descubrirlo.

—No lo olvidaré —dijo.


En el almacén de Curry Village compró nuevas provisiones de sobres de sopas preparadas y varias bolsas de comida campestre de gourmet. Las provisiones se estaban agotando.

—Hace días que no pasan las camionetas de reparto —dijo la joven encargada—. No dejamos de llamar, y ellos no dejan de decirnos que pasarán. Pero nadie hace ya mucho. La gente se limita a sentarse y esperar. Malditamente mórbida, ya me entiende.

Añadió un par de gafas de sol muy oscuras, y pagó todo con lo que le quedaba de dinero en efectivo. Todo lo que tenía ahora eran las tarjetas de crédito y unos cuantos cheques de viajero. No importaba.

Había cargado la bolsa de plástico y estaba a punto de salir cuando vio a la mujer rubia al fondo de la tienda, intentando escoger entre un montón de manzanas medio pasadas. Haciendo una profunda y disimulada inspiración, Edward volvió a dejar su bolsa en el mostrador, hizo un gesto con el dedo a la empleada indicando que volvía en seguida, y se dirigió hacia la parte de atrás.

—¿Encontró a su esposo? —preguntó. La mujer le miró, sonrió tristemente y negó con la cabeza.

—No tuve esa mala suerte —dijo. Tenía en la mano una manzana bastante maltratada; la examinó con gesto triste—. Soy frutófila, y mire lo que me ofrecen.

—Tengo algunas buenas manzanas en mi…, allá en la cabina. Pronto me iré a la Punta Glaciar. Se las cederé con mucho gusto. Son demasiado pesadas para cargar con más de una o dos en una excursión a pie.

—Es muy amable por su parte —dijo ella. Dejó caer la manzana al montón y tendió su mano. Unos dedos esbeltos, fríos, fuertes; Edward la estrechó con moderada firmeza—. Me llamo Betsy —dijo—, y mi nombre de soltera es Sothern.

—Yo soy Edward Shaw. —Decidió ir directo al grano—. No estoy con nadie.

—¿Oh?

—Por lo que nos queda.

—¿Y cuánto es eso? —preguntó ella.

—Hay algunos que dicen que menos de una semana. Nadie lo sabe seguro.

—¿Dónde está su cabina?

—No lejos de aquí.

—Si me proporciona usted una manzana hermosa, crujiente, jugosa —dijo ella—, estoy dispuesta a seguirle a cualquier parte.

La sonrisa de Edward fue espontánea y amplia.

—Gracias —dijo—. Por aquí.

—Gracias a usted —respondió Betsy.

En la cabina de lona, le encontró la mejor y más roja de las manzanas y la pulió con un paño limpio. Ella le dio un mordisco, se secó un hilillo de jugo que descendía por su barbilla, y le observó mientras él disponía las provisiones en su mochila.

—Espero que no sea usted una de esas personas ignorantes —dijo Betsy bruscamente—. No quiero sonar desagradecida, pero si es usted de los que creen que todo es de color de rosa, y que Dios va a salvarnos a todos o algo así…

Edward agitó negativamente la cabeza.

—Bien. Me pareció que era usted listo. Amable y listo. No nos queda mucho tiempo, ¿verdad?

—No. —Cerró la mochila y abrochó la hebilla, mirándola de reojo.

—¿Sabe? —dijo ella—, si alguna vez tuviera que empezar de nuevo, elegiría a hombres como usted.

Aquello picó un poco a Edward.

—Eso es lo que dicen todas las mujeres hermosas. Es una forma como otra cualquiera de quedar bien y satisfacer el ego masculino.

—Jesús —sonrió ella—. Me ha gustado ésa. Dígame, y perdone por preguntar…, ¿sufre usted de alguna arrolladora, inmediata o fatal enfermedad contagiosa?

—No —dijo Edward—. Que yo sepa.

—Yo tampoco. ¿Está esperando a alguien?

—No.

—Yo tampoco. Encantada de conocerle. —Tendió una mano, y Edward se la estrechó delicadamente con la punta de los dedos, luego sonrió y la atrajo hacia sí.

66

La red cobró vida en la cabeza de Arthur a las ocho de la mañana. Abrió los ojos, completamente despierto pero con la sensación de estar como aturdido, y se volvió de costado para sacudir el hombro de Francine.

—Tenemos que seguir —dijo. Se levantó de la cama y se puso los pantalones—. Viste a Marty.

Francine gimió.

—Sí, señor —dijo—. ¿Dónde ahora?

—No estoy seguro —respondió—. Se nos ha dicho que estuviéramos en un cierto lugar a una cierta hora. En San Francisco.

Marty se sentó en la cama plegable, frotándose los ojos.

—Arriba, deportista —dijo Francine—. Ordenes de marcha.

—Tengo sueño —dijo Marty.

Francine sujetó el brazo de Arthur y lo atrajo hacia ella, mirándole directamente al rostro con expresión seria.

—Sólo voy a decirte esto una vez. Si estás loco y todo esto resulta en nada, voy a… —Agarró su nariz, y no estaba bromeando; el pellizco que le dio fue exquisitamente doloroso. Con los ojos llenos de lágrimas, Arthur tomó su mano entre las dos suyas y se la frotó—. ¿Me has entendido?

Asintió.

—Tenemos que apresurarnos. —Pese a su pulsante nariz, se sentía casi extático. ¿Por qué reunirnos a todos en algún lugar a una hora tan temprana de la mañana? Tienen planes…

Su éxtasis se desvaneció cuando se tropezó con Grant, envuelto en una bata, en el pasillo, con su hija pisándole los talones.

—Llegasteis terriblemente tarde para levantar tan pronto a todo el mundo —dijo Grant—. Hemos tenido una noche terrible. No creo que haya dormido más de una hora…, puede que Danielle ni eso.

Danielle estaba sentada en la cocina, bebiendo una taza de café, cuando entraron por la puerta basculante. Su rostro estaba pálido y había estado fumando; el cenicero lleno a rebosar hablaba elocuentemente de una noche de cigarrillos.

—Sois pájaros madrugadores —dijo sin ningún entusiasmo.

—Tenemos que irnos —indicó Arthur.

Danielle alzó una ceja.

—Pensamos que os quedaríais un tiempo.

—Nosotros también lo pensábamos. Pero he pasado esta noche pensando, y debemos… salir de aquí tan pronto como sea posible. Quedan aún muchas cosas por hacer.

Danielle inclinó la cabeza hacia un lado, interrogativa, mientras Francine y Marty entraban en la cocina. Marty sonrió tímidamente a Becky; Becky le ignoró, su mirada dividida entre su madre y su padre.

—¿Qué demonios le ocurre a esta familia? —preguntó Danielle con voz seca—. Maldita sea, Francine, ¿adónde vais?

—No lo sé —respondió francamente Francine—. Arthur está a cargo de eso.

—¿Estáis todos locos? —preguntó Danielle.

—Oh, vamos, Danny —dijo Grant.

—He estado despierta toda la noche intentando pensar en todo esto. ¿Por qué os marcháis ahora? ¿Por qué? —Estaba al borde de la histeria—. Algo está pasando. Algo con el gobierno. ¿Es por eso por lo que estáis aquí? ¡Vais a abandonarnos a todos, a dejarnos morir!

Arthur sintió que se le desplomaba el corazón. Era posible que estuviera muy cerca de la verdad. Toda aquella excitación parecía vaciarle.

—Tenemos que ir a la ciudad hoy —dijo—. Tengo algunos asuntos que arreglar allí, y Marty y Francine tienen que venir conmigo.

—¿Podemos venir nosotros también? —preguntó Danielle—. Todos nosotros. Somos una familia. Me sentiría mucho mejor si fuéramos todos juntos.

Francine le miró, con los ojos llenos de lágrimas. El labio inferior de Marty temblaba, y Becky permanecía al lado de su madre, un brazo rodeándola, confusa, en silencio.

—No —dijo Grant.

Danielle volvió bruscamente la cabeza hacia él.

—¿Qué?

—No. No nos dejemos dominar por el pánico. Arthur tiene trabajo que hacer. Si es trabajo para el gobierno, estupendo. Pero en esta casa no vamos a dejarnos dominar por el pánico si yo tengo algo que decir.

—Están yendo a alguna parte —dijo suavemente Danielle.

Grant aceptó aquello con una breve inclinación de cabeza.

—Quizá sí. Pero nosotros no tenemos nada que ver con ello.

—Eso es malditamente razonable para ti —dijo Danielle—. Nosotros somos tu maldita familia. ¿Qué estás haciendo tú por nosotros?

Grant buscó el rostro de Arthur, y Arthur captó su confusión y su miedo y su determinación de no dejar que las cosas escaparan a su control.

—Estoy manteniéndonos en nuestra casa —dijo—, y estoy intentando hacerlo de una forma digna y civilizada.

—Dignidad —dijo Danielle. Arrojó bruscamente al suelo su taza de café y salió corriendo de la cocina. Becky se quedó inmóvil en su sitio y sollozó silenciosa y dolorosamente.

—Papá —dijo, entre espasmo y espasmo.

—Sólo es una discusión —le dijo Grant. Se arrodilló a su lado y rodeó sus hombros con un brazo—. Todo va bien.

Arthur, sintiéndose como un autómata, recogió sus cosas del cuarto de baño y el dormitorio. Francine fue en busca de su hermana en el dormitorio principal e intentó tranquilizarla.

Grant detuvo a Arthur en el camino. La niebla matutina colgaba aún densa en las colinas, y el sol era tras ella una promesa de amarillento calor. Unos cuantos palomos cantaban su dulce, nostálgica y estúpida canción detrás de los setos.

—¿Sigues trabajando para el gobierno? —preguntó.

—No —dijo Arthur.

—¿No te están llevando a Cheyenne Mountain o algún sitio así? ¿No te ponen a bordo de un transbordador espacial?

—No —dijo Arthur, sintiendo un hormigueo. ¿Qué es lo que esperas que ocurra…? ¿Algo no demasiado lejos de lo que Grant está suponiendo?

—¿Vas a volver esta noche? ¿Sólo vas a ir a la ciudad y luego… volverás?

Arthur agitó negativamente la cabeza.

—No lo creo —dijo.

—¿Vas a seguir conduciendo, yendo hacia delante… hasta que ocurra?

—No lo sé —dijo Arthur.

Grant hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Me he preguntado muchas veces cuánto tiempo podríamos seguir manteniendo esto unido. Vamos a morir todos, ¿verdad?, y no podemos hacer nada.

Arthur tuvo la impresión de estar respirando fragmentos de cristal.

—Cada cual se enfrenta a las cosas a su manera —dijo Grant—. Si permaneces en un coche, conduciendo, quizá todo pueda mantenerse unido. Pueda seguir funcionando. Si todos permanecemos en casa, quizá… también. Sí, también.

Por favor, vosotros sois poderosos, vosotros sois como Dioses, suplicó Arthur a los Jefes en la cima de la red, tomadnos a todos, rescatadnos a todos. Por favor.

Pero la información que ya le había sido pasada convertía aquella plegaria en algo hueco. Y ni siquiera tenía una seguridad de que su propia familia fuera a ser salvada; ninguna seguridad en absoluto, sólo una fuerte y vívida esperanza. Tendió la mano a Grant y se la apretó con fuerza.

—Siempre te he admirado —dijo Arthur—. No eres como yo. Pero quiero que sepas que siempre te he admirado, y a Danielle también. Sois buena gente. Estemos donde estemos, ocurra lo que ocurra, estaréis en nuestros pensamientos. Y espero que nosotros estemos también en los vuestros.

—Lo estaréis —dijo Grant, con la mandíbula encajada. Danielle y Francine salieron por la puerta delantera, con Marty detrás. Becky no salió, pero miró a través de la ventana delantera, un pequeño fantasma radiantemente rubio.

Arthur se sentó de nuevo tras el volante después de asegurarse de que Marty se había atado bien el cinturón de seguridad en el asiento de atrás. Grant abrazó fuertemente a Danielle con un brazo y les dijo adiós con el otro.

No hay nada tan diferente en esto, pensó Arthur. Una simple familia despidiéndose. Hizo retroceder la camioneta fuera del camino y maniobró en la estrecha calle, mientras miraba su reloj. Una hora para llegar allá donde debían llegar.

El rostro de Francine estaba mojado por las lágrimas, pero no emitía ningún sonido; miraba fijamente hacia delante, el brazo colgando fláccido fuera de la ventanilla.

Marty dijo adiós con la mano, y se alejaron.

Los vientos procedentes del océano habían empujado el viento de los incendios del este tierra adentro, y una vez desaparecida la bruma el aire era claro y azul. Arthur cruzó el puente de grises vigas San Francisco-Bahía de Oakland, casi vacío de tráfico, tomó la rampa de la 480 hacia el Embarcadero, y giró al sur hacia la China Basin Street y el Central Basin.

—¿Sabes dónde vamos? —preguntó Francine.

Asintió; en cierto modo, lo sabía. Estaba siguiendo direcciones, pero tenía una imagen de un barco de pesca de quince metros. Había veinte pasajeros sentados al sol en la cubierta de atrás, aguardándoles.

Aparcó el coche en el aparcamiento del Agua Vista Park.

—Iremos caminando desde aquí —dijo—. No está lejos.

—¿Y el equipaje? —preguntó Francine.

—¿Y mis juguetes? —apostilló Marty.

—Lo dejaremos todo aquí —dijo Arthur. Abrió la puerta de atrás y sacó la caja que contenía los discos y papeles de Francine. Aquello era lo único que insistiría en llevar. Dejó que Marty cargara con ella.

Estaba volviendo la excitación; más tarde podría sentir tristeza por los que quedaban atrás. En estos momentos, parecía seguro que aquello que más había anhelado estaba ocurriendo. La red no estaba bloqueando su camino ni diciéndole que volviera atrás; estaba siendo animado a seguir adelante. Sólo quedaban unos pocos minutos.

—¿Vamos a tomar un barco? —preguntó Francine. Asintió. Ella alzó su bolso, y Arthur agitó la cabeza: déjalo. Ella sacó una carterita de plástico conteniendo fotos familiares de su interior y arrojó a un lado el resto, casi furiosa, el rostro contraído.

—¿No vamos a cerrar el coche? —preguntó Marty. Arthur hizo que se alejaran apresuradamente, dejando abierta la puerta de atrás de la camioneta.

No necesitas posesiones. No traigas nada encima excepto tus ropas. Vacía tus bosillos de monedas, llaves, todo. Sólo vosotros mismos.

Arrojó sus llaves y monedas, billetera y peine, al asfalto.

Cruzaron una puerta abierta en medio de una verja de cadena y penetraron en un largo y amplio muelle, con los suavemente bamboleantes mástiles de las barcas de pesca alineados a ambos lados.

—Apresuraos —urgió.

Francine empujó a Marty delante de ella.

—Todo esto para un paseo en barca —dijo.

Al extremo del muelle, la barca que había visualizado les aguardaba. Había efectivamente unas veinte personas de pie y sentadas en la parte de atrás. Una mujer joven con unos tejanos desteñidos y una chaqueta con capucha les guió hasta la rampa, y subieron rápidamente a bordo, ocupando sus lugares en la parte de atrás. Marty se apoyó en un montón de gastadas y malolientes redes. Francine se sentó sobre un torno.

—De acuerdo —exclamó la joven—. Ése es el último.

Sólo entonces se atrevió Arthur a dejar escapar el aliento. Miró a su alrededor, al resto de la gente que ocupaba el bote. La mayoría eran más jóvenes que él; había cuatro niños en el grupo, además de Marty. No había pasajeros viejos. Mientras contemplaba sus rostros, se dio cuenta de que muchos de los que habían sido implicados en la red no estaban siendo recompensados por su trabajo: muchos miembros de la red habían sido dejados atrás; en cambio, muchos que no pertenecían a la red, como Marty y Francine, estaban allí.

Nadie parecía tener la menor idea de dónde se dirigían. La barca hendió las rizadas aguas de la bahía y se encaminó hacia el norte. El sol arrojaba un bienvenido calor, pero los vientos que soplaban en la bahía arrastraban consigo la mayor parte de él.

La joven que les había guiado fue acercándose a cada uno de ellos, con la mano tendida.

—Las joyas, por favor —dijo—. Anillos, relojes, collares. Todo. —Todo el mundo le entregó sus pertenencias sin ninguna queja. Arthur se quitó el anillo de boda e hizo una inclinación de cabeza a Francine para que hiciera lo mismo. Marty entregó su reloj de pulsera Raccoon sin quejarse. Estaba muy serio y muy quieto.

—¿Sabe dónde vamos? —preguntó un hombre joven vestido con traje de calle a la mujer mientras le tendía su Rolex de oro.

—Cerca de Alcatraz —dijo ella—. Eso es lo que me ha dicho el capitán.

—Quiero decir, después de eso.

Ella negó con la cabeza.

—¿Lo ha entregado todo todo el mundo?

—¿Nos devolverán nuestras cosas? —preguntó una menuda mujer asiática.

—No —respondió la joven de los tejanos—. Lo siento.

—¿Van a venir con nosotros Becky y tía Danielle y tío Grant? —preguntó solemnemente Marty, contemplando las gaviotas deslizarse sobre la estela de la barca.

—No —respondió Francine, tomando la palabra de labios de Arthur—. Nadie más viene con nosotros.

—¿Vamos a abandonar la Tierra? —preguntó Marty. Los adultos a su alrededor se estremecieron visiblemente.

—Chisst —dijo la joven, alejándose de ellos—. Espera y verás.

Arthur alargó una mano y pellizcó suavemente el lóbulo de la oreja de Marty entre el índice y el pulgar. Chico listo, pensó. Contempló el agua, notando cómo las pequeñas olas golpeaban rítmicamente contra el casco de la barca. Varias personas estaban empezando a marearse. Un hombre de barba canosa y piel bronceada de unos cuarenta años se dirigió a la cabina de pilotaje y regresó con bolsas de plástico.

—Úsenlas —dijo ásperamente—. Todo el mundo. No necesitamos a nadie más mareado de lo necesario, y por supuesto no necesitamos reacciones en cadena.

Arthur contempló la línea del horizonte de la ciudad, parpadeando ante la salada espuma que flotaba en el aire. Todo ese trabajo. Por todo el mundo. Miles de años. Ni siquiera podía empezar a captar toda la enormidad. Francine se le acercó y le rodeó apretadamente con sus brazos. Inclinó la mejilla contra el pelo de ella, sin atreverse a sentirse tan optimista como deseaba sentirse.

—¿Puedes decirme lo que va a ocurrir ahora? —preguntó ella.

Marty se apretó contra ellos.

—Vamos a irnos lejos, mamá —dijo.

—¿Es cierto? —preguntó Francine a Arthur.

Éste tragó saliva y agitó ligeramente la cabeza, luego asintió.

—Sí —dijo—. Creo que sí.

—¿Dónde?

—No lo sé.

Cruzaron por debajo del puente San Francisco-Bahía de Oakland, dejando la isla Yerba Buena y la isla Treasure a la derecha, altos montones de verde oscuro y marrón en las aguas color pizarra orladas de blanco.

—¿Ves, Marty? —dijo Francine, señalando el laberinto de vigas y travesaños y los enormes pilares y torres—. Hace un rato pasamos por ahí arriba.

Marty le dedicó la correspondiente atención maravillada. El mar estaba empezando a picarse. Alcatraz, una desolada roca llena de viejos edificios, con una torre de aguas destacando entre todos los demás, se extendía directamente al frente. La barca frenó su marcha, y los motores redujeron su sonido a un rítmico chug-chug-chug. La joven pasó de nuevo entre ellos, examinando atentamente a todos en busca de pertenencias innecesarias. Nadie protestó; estaban ateridos por el miedo, mareados, cansados, o las tres cosas. Sonrió a Marty al pasar por su lado.

La barca se detuvo, derivando en el oleaje. Los pasajeros empezaron a murmurar. Luego Arthur vio algo cuadrado y gris emerger más allá de la borda de babor. Pensó inmediatamente en la torreta de un submarino, pero era mucho más pequeña, apenas tan ancha como una puerta doble, y no emergía más de tres metros del agua.

—Tenemos que ir con cuidado —les dijo la mujer, de pie sobre una corta escalerilla cerca de la cabina de pilotaje—. El agua está agitada. Vamos a bajar todos por esa puerta. —Un cuadrado negro y vacío apareció en el bloque gris—. Hay una escalera en espiral que desciende al interior de la nave. El arca. Si tienen algún niño de menos de doce años, por favor sujeten firmemente su mano y vayan con cuidado.

Un robusto pescador con un jersey negro de cuello vuelto extendió una corta pasarela hasta la entrada del bloque.

—Nos vamos —dijo Francine, con una voz que sonaba como la de una niña.

Uno a uno, en silencio, cruzaron la no muy estable pasarela, ayudados por el pescador y la joven. Cada persona desapareció en el bloque. Cuando le llegó el turno a su familia, Arthur pasó primero, luego ayudó a Francine a alzar a Marty hasta la pasarela, y sujetó firmemente su mano mientras ella cruzaba la abertura.

—Oh, Señor —dijo Francine con voz temblorosa mientras descendían la empinada y estrecha escalera en espiral.

—Sé valiente, mamá —animó Marty. Sonrió a Arthur, que caminaba delante de él, sus cabezas casi al mismo nivel.

Después de descender unos diez metros, cruzaron una entrada semiovalada que daba a una habitación circular con tres puertas muy juntas en el lado opuesto. Las paredes eran de un color amarillo melocotón, y la iluminación era regular y cálida, relajante. Cuando los veinte estuvieron en la habitación, la joven se les unió. El pescador y los demás miembros de la tripulación no. La escotilla semiovalada se cerró silenciosamente tras ella. Un suave gemido brotó de algunas gargantas, y un hombre unos diez años más joven que Arthur se dejó caer de rodillas, las manos unidas en una plegaria.

—Estamos dentro de una nave espacial —dijo la joven—. Tenemos nuestros aposentos más abajo. Dentro de poco, quizás un par de horas, abandonaremos la Tierra. Algunos de ustedes ya lo saben. El resto deberá ser paciente, y por favor, no tengan miedo.

Arthur aferró las manos de su esposa y su hijo y cerró los ojos, sin saber si se sentía aterrado, o exaltado, o ya de luto. Si estaban a bordo de una nave espacial, y todo el trabajo que él y los demás de la red habían hecho había dado sus frutos, entonces la Tierra moriría pronto.

Su familia podría sobrevivir. Sin embargo, nunca volverían a respirar el puro y frío aire del mar ni a erguirse al aire libre bajo el sol. Los rostros desfilaron ante él, tras sus párpados: familiares, amigos, colegas. Harry, cuando gozaba de buena salud. Arthur pensó en Ithaca Feinman y se preguntó si estaría también a bordo de un arca. Probablemente no. Había tan pocos espacios disponibles, menos aún ahora que las naves de Charleston y Seattle habían sido destruidas. Una población para procrear, nada más.

Y todo el resto…

El hombre joven rezaba en voz alta, fervientemente, el rostro inclinado hacia arriba en una agonía de concentración. Arthur hubiera podido unírsele muy fácilmente.

67

Un disperso grupo de diez personas tomó el Sendero de las Cuatro Millas a primera hora de la mañana, Edward y Betsy entre ellos. Caminaron por entre las sombras de los abetos Douglas y los pinos Ponderosa, con el aroma de su resina perfumando el tranquilo aire matutino. La ascensión fue relativamente suave al principio, ascendiendo gradualmente hacia el vado del tumultuoso arroyo Centinela, a unos sesenta metros por encima del suelo del valle.

A las once estaban en el empinado sendero ascendente cortado en la cara granítica occidental de la Roca Centinela.

Edward hizo una pausa para sentarse y recuperar el aliento, y para admirar a Betsy en sus pantalones cortos de escalada.

—Acostumbraban a cobrar para subir esto —dijo Betsy, apoyando una bien torneada pierna contra un reborde para volver a atarse los cordones de sus botas de montaña.

Edward miró hacia la distancia en la dirección por donde habían subido y agitó la cabeza. A mediodía, se habían despojado de sus jerseys y se habían atado las mangas en torno a la cintura. Se detuvieron para beber un poco de agua. Por aquel entonces los diez se habían extendido a lo largo de casi un kilómetro de sendero, como cabras monteses en las terrazas de exhibición de un zoo. Un hombre joven, a unas docenas de metros por encima de Edward, tuvo suficientes energías para golpearse el pecho y dejar escapar un grito tarzanesco de dominación. Luego sonrió estúpidamente y agitó una mano.

—Yo Jane, él chiflado —comentó Betsy.

Su buen humor prosiguió mientras se detenían en Punta Unión y miraban al valle allá abajo, apoyados en la barandilla metálica. El cielo estaba sólo ligeramente humoso, y el aire era más cálido a medida que ascendían.

—Podríamos pararnos aquí —sugirió Betsy—. La vista es muy hermosa.

—Un poco más. —Edward adoptó una expresión valiente y señaló hacia su meta—. Otra pequeña ascensión.

A la una habían recorrido una al parecer interminable serie de revueltas que ascendían la desnuda ladera de granito, deteniéndose brevemente para examinar los pequeños grupos de manzanitas. Luego siguieron por un sendero mucho más razonable y comparativamente más llano hacia la Punta Glaciar.

Minelli y su compañera Inés habían montado ya las tiendas en los bosques detrás de los senderos de asfalto que ascendían hasta las terrazas protegidas con barandillas de la punta. Saludaron a Edward y Betsy con la mano y les hicieron señas de que acudieran y compartieran con ellos su comida.

—Vamos a echar un vistazo —les dijo Edward—. Estaremos con vosotros en un momento.

Inclinados sobre la barandilla de la terraza inferior, examinaron el valle de punta a punta y las montañas más allá. El canto de los pájaros puntuaba el firme susurrar de la brisa.

—Es todo tan pacífico —dijo Betsy—. Una pensaría que nada puede ocurrir nunca aquí…

Edward intentó imaginar a su padre, de pie junto a la barandilla, hacía más de dos décadas, agitando las manos, haciendo payasadas mientras su madre tomaba fotos con una Polaroid. Aquella vez habían ido en coche hasta la punta. Una hora más tarde estaban camino de vuelta a casa, terminando así la última época feliz de su infancia. La última vez, de niño, que había sentido que podía haber sido feliz.

Acarició el brazo de Betsy y le sonrió.

—La mejor vista del mundo —dijo.

—Con asiento de primera fila —reconoció Betsy, protegiendo sus ojos del alto y brillante sol. Permanecieron cerca del borde durante varios minutos, enlazados, luego se volvieron y regresaron a las tiendas para reunirse con Minelli e Inés.

La tarde pasó lentamente, relajadamente. Minelli había comprado un salami entero en la tienda y dos hogazas de pan; Inés había subido una ancha cuña de queso cheddar.

—Estaba entero hace unos días —dijo—. No preguntéis cómo dimos cuenta del resto. —Su sonrisa era firme, intantil y dulce a la vez.

Minelli pasó latas de cerveza, calientes pero bien recibidas pese a todo, y comieron lentamente, hablando poco, escuchando los pájaros y el zumbido del viento por entre los árboles a sus espaldas. Cuando hubieron terminado, Edward extendió un saco de dormir sobre la hierba e invitó a Betsy a echarse y a dormir un poco con él. La ascensión no había sido cansada, pero el sol era cálido y el aire suave, y grandes y gordas abejas zumbaban trazando perezosas curvas a su alrededor. Habían comido bien, y la cerveza había hecho que Edward se sintiera irresistiblemente soñoliento.

Besty se tendió a su lado, apoyando la cabeza en el hueco de su brazo.

—¿Eres feliz? —le preguntó.

Edward abrió los ojos y miró hacia arriba, a las blancas nubes contra un brillante cielo azul.

—Sí —dijo—. Realmente, soy feliz.

—Yo también.

A unas pocas docenas de metros, los otros campistas estaban cantando canciones folklóricas y melodías de los años sesenta y setenta. Sus voces derivaban en el inmóvil y cálido aire, mezclándose finalmente con el viento y el zumbido de las abejas.

68

Walter Samshow celebró su setenta y seis cumpleaños a bordo del Glomar Descubridor, que avanzaba en círculos a unos pocos kilómetros más allá de la zona donde enormes burbujas de oxígeno habían ascendido a la superficie del océano. El burbujear había cesado hacía tres días.

La cocina del barco preparó un pastel de cumpleaños de dos metros de largo con la forma de una serpiente marina…, o un pez remo, según se preguntara al cocinero o a Chao, que había visto varios peces remos en su época, pero no serpientes de mar.

A las cinco de la tarde, el pastel fue cortado con cierta ceremonia bajo la lona extendida sobre la bovedilla. Trozos del grosor de Biblias fueron servidas en la mejor vajilla del barco, acompañados por champán o ponche no alcohólico para aquellos que estaban ostensiblemente de guardia.

Sand brindó en silencio por su compañero, alzando a popa una copa de champán. Samshow sonrió y probó el pastel. Estaba intentando decidir qué sabor correspondía al peculiar color lodo de la masa —alguien había sugerido agar endulzada—, cuando el océano brilló repentinamente a todo su alrededor con un resplandeciente verde azulado, incluso bajo el intenso sol.

Samshow recordó su juventud, de pie en la playa de Gape God la noche del cuatro de julio, aguardando los fuegos artificiales y lanzando sus propios petardos al agua en el momento en que su mecha estaba a punto de agotarse. Los petardos estallaban debajo de la superficie, con un silencioso puf y una luz verde eléctrica.

La tripulación en la cubierta posterior guardó un repentino silencio. Algunos, que se habían perdido el fenómeno, miraron desconcertados a sus compañeros.

En rápida sucesión, del horizonte septentrional al meridional, más destellos iluminaron el horizonte.

—Creo —dijo Samshow con su mejor tono profesional— que estamos a punto de ver solucionados algunos misterios. —Se arrodilló para depositar su plato y su copa de champán sobre cubierta y luego se puso de nuevo en pie, con la ayuda de Sand, junto a la barandilla.

Al oeste, todo el mar y el cielo empezaron a rugir.

Una cortina de nubes y cegadora luz se alzó del horizonte occidental, luego se curvó lentamente como una serpiente presa del dolor. Un extremo de la cortina se deslizó sobre el mar en su dirección con una sorprendente rapidez, y Samshow se encogió, no deseando que todo terminara todavía. Deseaba ver más; deseaba vivir más minutos.

El casco se estremeció violentamente y los mástiles de acero y las cuerdas cantaron. La barandilla vibró dolorosamente bajo su mano.

El océano se llenó con una luz continua, kilómetros de agua ya no más opaca que una gruesa superficie de cristal verde sostenida sobre un fuego.

—Son las bombas —dijo Sand—. Están estallando. A todo lo largo de las fracturas…

El mar al oeste se ampolló en una capa de quizá un centenar de metros de grosor, barrida por la serpenteante cortina, estallando en franjas de líquido y espuma ascendentes y descendentes. Entre los fragmentos del descortezado mar —la piel de una burbuja inconcebible— se alzó una masiva, resplandeciente y transparente masa de supercalentado vapor, de quizá tres kilómetros de ancho. Su superficie revelada se condensó inmediatamente en un pálido hemisferio opalescente. Otras de tales burbujas rompieron la superficie y emergieron y se condensaron de horizonte a horizonte, convirtiendo el mar en un espumarajo verde menta. Las nubes de vapor ascendieron en retorcidas columnas hasta el cielo. El silbar y el rugir y el profundo agitar que sacudía las entrañas se hicieron insoportables. Samshow clavó las manos sobre sus oídos y aguardó lo que sabía que iba a venir.

Una dispersión de fragmentadas burbujas de vapor estalló justo a unos pocos centenares de metros al este, con más en el lado opuesto. La turbulencia se dispersó en una alta pared de agua que atrapó al barco a lo largo y partió su espina dorsal, retorciendo su mitad de proa en el sentido de las agujas del reloj, su mitad de popa a la inversa; el metal chilló, los remaches saltaron como balas de cañón, las planchas se desgarraron con un curioso sonido como de papel rasgado, las vigas y los tirantes restallaron. Samshow salió disparado por la borda, y durante un momento pareció suspendido en medio de la espuma y los restos flotantes. Sintió que todo aquello de lo que formaba parte —el mar, el cielo, el aire y la bruma a su alrededor— se aceleraban bruscamente hacia arriba. Una burbuja de vapor mucho más grande brotó a la superficie inmediatamente debajo del barco.

No hubo, por supuesto, tiempo para pensar, pero un pensamiento del instante antes permaneció clavado como una imagen estrobos-cópica, congelada en su mente antes de que su cuerpo fuera hervido y aplastado en un instante en algo difícilmente distinguible de la espuma a su alrededor: Desearía poder oír ese ruido, el de la corteza de la Tierra al desgarrarse.

Alrededor de todo el planeta, allá donde las máquinas deposita-doras de bombas habían infestado las simas más profundas del océano, largas y sinuosas cortinas de ardiente vapor brotaron a las alturas atmosféricas y las atravesaron. Mientras los millones de vitreas columnas de vapor se condensaban en nubes, y las nubes golpeaban las frías masas superiores del aire y se convertían en lluvia, el aire que había sido empujado a un lado volvía torrencialmente a su lugar con un violento tronar. Los tsunamis, los grandes maremotos, rodaron hacia fuera al ritmo de los turbulentos frentes concéntricos en expansión de las altas y bajas presiones.

El fin había empezado.

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