—Son ustedes unos privilegiados, amigos —dijo la nueva oficial de servicio, una joven y esbelta mujer negra vestida con pantalones y una blusa gris, a las cuatro aisladas personas que estaban a su cargo.
Ed Shaw se sentó en su camastro y parpadeó.
—El presidente vendrá aquí esta tarde. Quiere hablar con ustedes y felicitarles.
—¿Cuánto falta para que podamos salir de aquí? —preguntó Stella Morgan con voz ronca. Carraspeó y repitió la pregunta.
—No tengo la menor idea, señorita Morgan. Tenemos un mensaje de su madre. Está en su cajón de la comida. Podemos retransmitir cualquier mensaje de respuesta que desee usted enviarle y que no contenga ninguna información respecto a dónde está ni por qué está aquí.
—Así que ella les está presionando, ¿eh? —dijo Minelli. Habían estado hablando de la madre de Stella, Bernice Morgan, hacía unas horas. Stella estaba convencida de que a aquellas alturas la señora Morgan debía haber contratado ya a la mitad de los abogados de todo el estado.
—Realmente lo está haciendo —dijo la oficial de servicio—. Tiene usted una auténtica madre, señorita Morgan. Esperamos poder resolver todo esto rápidamente. Los laboratorios están realizando pruebas las veinticuatro horas del día. Hasta ahora, no hemos encontrado nada biológicamente extraño ni en ustedes ni en el Huésped.
Edward se dejó caer hacia atrás en su camastro.
—¿Qué viene a hacer aquí el presidente? —preguntó.
—Quiere hablar con ustedes cuatro. Eso es lo que nos han dicho.
—Y ver al alienígena —añadió Minelli—. ¿Correcto?
La oficial de servicio sonrió.
—¿Cuándo piensan decírselo ustedes a la prensa? —preguntó Reslaw.
—Señor, me gustaría que pudiéramos hacerlo ahora mismo. Los australianos ya lo han dicho todo, y su caso es aún más extraño que el nuestro. Ellos tienen robots saliendo de sus rocas.
—¿Qué? —Edward se sentó en el borde del camastro—. ¿Está en las noticias?
—Deberían ver ustedes sus televisores. También hay periódicos en sus cajones de la comida. A partir de mañana recibirán ustedes terminales conectadas a bases de datos, unidades de información. No queremos que estén en la ignorancia cuando el presidente llegue aquí.
Edward abrió su cajón de la comida, una bandeja de acero inoxidable que atravesaba la pared de la unidad de aislamiento, y extrajo un periódico doblado. No había mensajes personales para él. Su amiga de aquellos momentos en Austin no le esperaba de vuelta hasta dentro de uno o dos meses; no había hablado con su madre en meses. Edward empezó a lamentar su libre estilo de vida. Desdobló el periódico y revisó rápidamente los titulares.
—Jesús, ¿estáis leyendo lo mismo que estoy leyendo yo? —preguntó Reslaw.
—Sí —dijo Edward.
—Parecen como calabazas cromadas.
Edward hojeó las páginas. Las Fuerzas Armadas australianas estaban en alerta. Lo mismo las Fuerzas Aéreas y la Marina de los Estados Unidos. (¿No el Ejército? ¿Por qué no el Ejército?) Los lanzamientos de transbordadores espaciales habían sido cancelados, por razones no claramente especificadas.
—¿Por qué robots? —preguntó Minelli tras unos segundos de silencio—. ¿Por qué no más criaturas?
—Quizá descubrieron que no podían soportar la atmósfera y el calor —sugirió Minelli—. Así que enviaron aparatos manejados por control remoto.
Aquello parecía tener sentido. Pero si había dos naves espaciales camufladas —¿y por qué camufladas?—, entonces seguramente tenía que haber más.
—Quizá sea una invasión —dijo Stella—. Sólo que nosotros todavía no lo sabemos.
Edward intentó recordar los distintos escenarios de ciencia ficción que había leído en libros o visto en el cine o por la televisión.
Motivaciones. Ningún ser inteligente hacía las cosas sin motivo. Edward siempre se había puesto del lado de los científicos que creían que la Tierra era un planeta demasiado insignificante y demasiado fuera del camino para ser de interés a los posibles exploradores espaciales. Por supuesto, eso era geocentrismo a la inversa. Deseaba haber leído algo más sobre el SETI, el programa de búsqueda de inteligencia extraterrestre. Casi todas sus lecturas científicas actuales versaban sobre geología; raras veces leía revistas como el Scientific American o incluso Science, a menos que incluyeran algún artículo que le interesara.
Como la mayoría de los expertos, se había vuelto insular. La geología había sido su vida. Ahora dudaba si podría llegar a volver a tener una vida privada. Aunque los cuatro fueran liberados —y esa cuestión le preocupaba más de lo que deseaba admitir—, se convertirían en figuras públicas, celebridades. Sus vidas cambiarían enormemente.
Se dedicó a la página de historietas de Los Angeles Times. Luego se echó en el camastro e intentó dormir. Pero ya había dormido lo suficiente. Su irritación estaba alcanzando un punto que no creía que pudiera controlar. ¿Qué le diría a Crockerman? ¿Golpearía los barrotes de su jaula y aullaría miserablemente? Ésa parecía la única respuesta adecuada.
—Pero examina todo el cuadro —se murmuró a sí mismo, sin preocuparse de que los demás le oyeran—. Esto es historia.
—¡Esto es historia! —gritó Minelli desde su celda—. ¡Nosotros somos historia! ¿No es fantástico todo esto?
Edward oyó a Reslaw aplaudir suavemente, resueltamente.
—Quiero ver a mi agente —dijo Minelli.
Harry estudió el itinerario del presidente —y el suyo, limpiamente añadido con un clip de plástico— y suspiró.
—El circuito de variedades —dijo—. Tú estás acostumbrado a él. Yo no. Rígida seguridad y visitas al minuto.
—Había empezado a acostumbrarme a estar lejos de él —dijo Arthur. Compartían una habitación en el Vandenberg Hilton, mientras que los austeros edificios de cemento, cuadrados y alargados, de tres pisos, eran ocupados por los pilotos de los transbordadores que generalmente ocupaban las austeras habitaciones. Harry le tendió el papel y se encogió de hombros.
—La mayor parte de las veces simplemente me siento cansado —dijo, tendiéndose de espaldas y uniendo las manos detrás de la nuca. Arthur le miró con cierta preocupación—. No, no porque esté enfermo —dijo testarudamente Harry—. Es todo este pensar. El abordar todo esto.
—Mañana va a ser un día muy ajetreado. ¿Estás seguro de estar preparado para ello? —preguntó Arthur.
—Estoy seguro.
—De acuerdo. Esta noche entregaremos nuestro informe preliminar al presidente y a los miembros de su estado mayor y del Gabinete que se ha traído consigo, y luego ocuparemos un lugar en las entrevistas del presidente con el Huésped y los ciudadanos.
Harry sonrió y agitó la cabeza, aún dubitativo.
Arthur depositó los papeles sobre la mesilla entre las dos camas.
—¿Qué hará cuando oiga la historia?
—Cristo, Art, tú conoces mejor que yo al hombre.
—Ni siquiera llegué a conocerlo antes de que me echaran. Cuando era vicepresidente, permanecía siempre en segundo plano. Para mí es un rompecabezas envuelto en un enigma. Tú lees los periódicos; ¿qué piensas?
—Pienso que es un hombre razonablemente inteligente que no encaja en la Casa Blanca. Pero yo soy un viejo radical. Ya era comunista a los tres años, recuérdalo. Mi padre me puso un suéter rojo…
—Estoy hablando en serio. Tenemos que suavizarle de alguna manera el golpe. Y será un golpe, por mucho que lo hayan preparado los suyos. Ver a nuestro Huésped. Oír de sus propios labios, o lo que sean…
—Que la Tierra está condenada. Corderos al matadero.
Ahora fue el turno de Arthur de sonreír. La sonrisa casi le dolió.
—No —dijo.
—¿No lo crees?
Arthur miró al cielo.
—¿No tienes la impresión de que algo no encaja aquí?
—La condenación nunca encaja —dijo Harry.
—Preguntas. Montones y montones de preguntas. ¿Por qué esta nave espacial permite que unas «pulgas» cabalguen en su lomo y adviertan a la población antes de que pueda destruir su hogar?
—Presunción. Absoluta seguridad en su poder. Absoluta seguridad en nuestra debilidad.
—¿Cuando disponemos de armas nucleares, por el amor de Dios? —preguntó secamente Arthur—. Un piloto de caza caído en alguna jungla debería mostrar respeto por las flechas de los nativos.
—Probablemente… debería tener armas y defensas de las que no sabemos absolutamente nada.
—¿Por qué no las usó, entonces?
—Evidentemente, usó algo para posar enormes rocas sin que fueran detectadas por el radar ni los satélites.
Arthur asintió.
—Si al menos lo que aterrizó fuera pequeño… Pero eso contradiría la historia del Huésped.
—De acuerdo —admitió Harry, apoyándose contra la pared con una almohada como acolchado—. Para mí tampoco tiene sentido. Esta declaración australiana de que sus alienígenas han venido a traer la paz para toda la humanidad. ¿Se trata del mismo grupo de invasores? Al parecer, sí; la misma táctica. Enterrarse en una zambullida ciega. Una nave tiene «pulgas», la otra no. Una nave tiene agentes publicitarios robot. La otra guarda silencio.
—No hemos visto el texto completo de los australianos.
—No —admitió Harry—. Pero hasta ahora parecen haber sido sinceros. ¿Cuál es la respuesta obvia?
Arthur se encogió de hombros.
—Quizá los poderes detrás de esas naves estén increíblemente desorganizados o sen inconsistentes o simplemente torpes. O tal vez haya alguna especie de disputa dentro de su organización.
—Quieran o no devorar la Tierra.
—Correcto —dijo Harry.
—¿Crees que Crockerman hará esto público?
—No —dijo Harry, con los dedos entrelazados ahora en su amplio estómago—. Sería un loco si lo hiciera. Piensa en la desorganización. Si es listo, va a permanecer sentado y aguardar hasta el último minuto…, va a ver cómo reacciona la gente a la nave espacial de las Buenas Noticias.
—Quizá debiéramos bombardear el Valle de la Muerte ahora mismo. —Arthur contempló fijamente un cuadro encima de la mesilla de noche, entre las dos camas individuales. Mostraba cuatro cazas F-104 ascendiendo verticalmente sobre China Lake—. Cauterizar toda la zona. Actuar sin pensar.
—Volverlos más locos que el infierno, ¿eh? —dijo Harry—. Si se están mostrando increíblemente arrogantes, entonces eso significa que tienen alguna seguridad de que no podemos hacerles ningún daño. Ni siquiera con armas nucleares.
Arthur se sentó en una silla de respaldo recto, apartando la vista de las ventanas y el cuadro. Cazas y bombarderos de alta tecnología. Misiles de crucero. Defensas láser móviles. Armas termonucleares. Nada mejor que las hachas de piedra.
—El capitán Cook —dijo, y se mordió suavemente el labio inferior.
—¿Sí? —animó Harry.
—Los hawaianos consiguieron matar al capitán Cook. Su tecnología se hallaba al menos un par de cientos de años más adelantada que la de ellos. Sin embargo, lo mataron.
—¿Y de qué les sirvió? —preguntó Harry.
Arthur sacudió la cabeza.
—De nada, supongo. Quizá sólo alguna satisfacción personal.
El presidente William D. Crockerman, sesenta y tres años, era ciertamente uno de los hombres de aspecto más distinguido en los Estados Unidos. Con su canoso pelo negro, sus penetrantes ojos verdes, su afilada, casi aquilina nariz, y sus benevolentes arrugas en torno a sus ojos y boca, hubiera podido ser tanto el reverenciado director de una importante compañía como el abuelo preferido de un grupo de quinceañeros. Tanto en televisión como en persona, proyectaba confianza en sí mismo y una firme inteligencia. No había la menor duda de que se tomaba en serio su trabajo, pero no era él mismo…, era tan sólo su imagen pública, aunque le había hecho ganar elección tras elección a lo largo de sus veintiséis años de carrera en cargos públicos. Crockerman sólo había perdido unas elecciones: las primeras, como candidato a la alcaldía en Kansas City, Missouri.
Entró en el laboratorio de aislamiento de Vandenberg acompañado por dos agentes del Servicio Secreto, su asesor en seguridad nacional —un delgado caballero bostoniano de mediana edad llamado Carl McClennan— y su asesor científico, David Rotterjack, soporíferamente tranquilo en sus treinta y ocho años de edad. Arthur conocía lo suficiente al regordete y rubio Rotterjack como para respetar sus credenciales sin que el individuo le gustara necesariamente. Rotterjack había tendido hacia la administración científica, antes que hacia el ejercicio de la ciencia, en sus días como director de varios laboratorios biológicos privados de investigación.
Su séquito fue introducido en la combinación de laboratorio y sala de observación por el general Paul Fulton, comandante en jefe del Centro 6 de Lanzamiento de Transbordadores, Operaciones de Lanzamiento de Transbordadores de la Costa Oeste. Fulton, cincuenta y tres años, había sido jugador de fútbol en sus días académicos, y aún conservaba bastantes músculos en su metro ochenta de estatura.
Arthur y Harry los esperaron en el laboratorio central, de pie junto a la cubierta ventana que daba acceso visual al Huésped. Rotterjack presentó al presidente y a McClennan a Harry y Arthur, y luego las presentaciones prosiguieron en un círculo en torno a las sillas. Crockerman y Rotterjack se sentaron en primera fila, con Harry y Arthur de pie a un lado.
—Espero que comprendan por qué estoy nervioso —dijo Crockerman, concentrándose en Arthur—. No he oído buenas noticias sobre este lugar.
—Sí, señor —dijo Arthur.
—Esas historias…, esas afirmaciones acerca de lo que ha estado diciendo el Huésped… ¿Cree usted en ellas?
—No vemos ninguna razón para no creerlas, señor —dijo Arthur. Harry asintió.
—Usted, señor Feinman, ¿qué piensa del aparecido australiano?
—Por todo lo que he visto, señor presidente, parece ser un análogo casi exacto del nuestro. Quizá más grande, porque se halla contenido en una roca más grande.
—Pero no tenemos ni la más remota idea de lo que hay en ninguna de las rocas, ¿verdad?
—No, señor —dijo Harry.
—¿No podemos pasarla por rayos X, o provocar una detonación a un lado y escuchar atentamente en el otro?
Rotterjack sonrió.
—Hemos estado examinando un cierto número de ingeniosas formas de averiguar lo que hay dentro. Pero ninguna de ellas parece adecuada.
Arthur sintió algo parecido a un hormigueo, pero asintió.
—Creo que en estos momentos lo mejor es la discreción.
—¿Qué hay acerca de los robots, las historias en conflicto? Algunos de mi generación los están llamando «duendecillos». ¿Sabían ustedes esto, señor Gordon, señor Feinman?
—El nombre se nos ocurrió también, señor.
—Portadores de todo lo bueno. Así es como se lo han dicho al primer ministro Miller. He hablado con él. No está necesariamente convencido, o al menos no permite que nosotros pensemos que lo está, pero…, no vio ninguna razón por la que mantener a todo el mundo en la oscuridad. Aquí la situación es distinta, ¿no?
—Sí, señor —dijo Arthur. McClennan carraspeó.
—No podemos predecir qué tipo de daño puede producirse si le decimos al mundo que tenemos un aparecido, y que éste dice que ha llegado el día del juicio.
—Carl ve con cautela cualquier plan para divulgar la historia. Así que tenemos a cuatro civiles encerrados, y tenemos agentes en Shos-hone y Furnace Creek, y la roca se halla en terreno acotado.
—Los civiles están encerrados por otras razones —dijo Arthur—. No hemos hallado ninguna prueba de contaminación biológica, pero no podemos permitirnos correr riesgos.
—El Huésped parece hallarse libre de agentes biológicos, ¿no? —preguntó Rotterjack.
—Hasta ahora sí —dijo el general Fulton—. Seguimos haciendo pruebas.
—En pocas palabras, las cosas no están ocurriendo de la manera que pensábamos que ocurrirían —dijo Crockerman—. Nada de mensajes distantes en Puerto Rico, nada de platillos volantes flotando en nuestro cielo, nada de balas de cañón cayendo en el quinto infierno y unos seres como pulpos empezando a salir de ellas.
Arthur agitó negativamente la cabeza, sonriendo. Crockerman tenía la habilidad de suscitar respeto y afecto de aquellos que tenía a su alrededor. El presidente frunció una gruesa y oscura ceja primero a Harry, luego a Arthur, después brevemente a McClennan.
—Pero está ocurriendo.
—Sí, señor —dijo Fulton.
—La señora Crockerman me dijo que éste iba a ser el encuentro más importante de mi vida. Sé que tiene razón. Pero estoy asustado, caballeros. Necesitaré su ayuda para superar esto. Para que todos lo superemos. Porque vamos a superarlo, ¿verdad?
—Sí, señor —dijo hoscamente Rotterjack.
Nadie más respondió.
—Estoy listo, general. —El presidente se sentó erguido en su silla y contempló fijamente la oscura ventana. Fulton hizo una seña con la cabeza al oficial de servicio.
La cortina se abrió.
El Huésped estaba de pie al lado de la mesa, al parecer en la misma posición que cuando Arthur y Harry lo dejaron el día antes.
—Hola —dijo Crockerman, el rostro ceniciento a la escasa luz de la habitación. El Huésped, con su visión muy sensible a la luz, quizá podía verles más claramente de lo que ellos podían verle a él.
—Hola —respondió.
—Me llamo William Crockerman. Soy el presidente de los Estados Unidos de América, la nación en la que aterrizó usted. ¿Tienen naciones allá donde vive?
El Huésped no respondió. Crockerman miró a Arthur.
—¿Puede oírme?
—Sí, señor presidente —dijo Arthur.
—¿Tienen naciones allá donde vive usted? —repitió Crockerman.
—Tiene que formular usted las preguntas importantes. Me estoy muriendo.
El presidente se echó instintivamente hacia atrás. Fulton avanzó unos pasos como si estuviera a punto de hacerse cargo de las cosas, despejar la habitación, proteger el Huésped de cualquier futura tensión, pero Rotterjack apoyó una mano en su pecho y agitó la cabeza.
—¿Tiene usted algún nombre? —preguntó el presidente.
—No en el idioma de ustedes. Mi nombre es químico y va delante de mí entre los de mi raza.
—¿Tiene usted familia dentro de la nave?
—Somos una familia. Todos los demás de nuestra raza están muertos.
Crockerman estaba sudando. Sus ojos se clavaron en el rostro del Huésped, en los tres ojos amarillo dorados que le miraban sin parpadear.
—Les ha dicho usted a mis colegas, nuestros científicos, que esta nave es un arma y que destruirá la Tierra.
—No es un arma. Es una madre de nuevas naves. Devorará su mundo y hará nuevas naves para viajar a otras partes.
—No comprendo esto. ¿Puede explicarlo?
—Formule buenas preguntas —pidió el Huésped.
—¿Qué le ocurrió a su mundo? —dijo Crockerman sin vacilar. Había leído ya el informe de la conversación de Gordon y Feinman con el Huésped sobre este tema, pero obviamente deseaba oírlo de nuevo con sus propios oídos.
—No puedo dar el nombre de mi mundo, o dónde estaba en su cielo. Hemos perdido el rastro del tiempo transcurrido desde que lo abandonamos. El recuerdo de nuestro mundo se borra en el largo y frío sueño. Las primeras naves llegaron y se ocultaron dentro de las masas de hielo que llenaban los valles de un continente. Tomaron lo que necesitaban de esas masas de hielo, y partes de ellas se abrieron camino dentro del mundo. No sabíamos lo que estaba ocurriendo. En los últimos tiempos esta nave, recién construida, apareció en medio de una ciudad, y no se movió. Se hicieron planes mientras el planeta temblaba. Habíamos salido ya al espacio, incluso entre planetas, pero no habíamos encontrado ninguno que nos atrajera, así que nos habíamos quedado en nuestro mundo. Sabíamos cómo sobrevivir en el espacio, incluso durante largos períodos de tiempo, y construimos un hogar dentro de la nave, creyendo que partiría antes del final. La nave no nos avisó. Partió antes de que las armas convirtieran nuestro mundo en roca fundida y agua gaseosa, y se nos llevó con ella, dentro. No vive nadie más, que sepamos.
Crockerman asintió una vez y cruzó las manos sobre sus rodillas.
—¿Qué aspecto tenía su mundo?
—Parecido a éste. Más hielo, una estrella más pequeña. Muy como yo, no en forma sino en pensamiento. Nuestra raza era multiforme, algunos nadando en los fríos mares fundidos, otros como yo caminando sobre tierra firme, algunos volando, algunos viviendo en el hielo. Todos los pensamientos iguales. Hace miles de tiempos, moldeamos la vida según nuestros deseos y vivimos felices. El aire era intenso y lleno con los aromas de la raza. Por todas partes del mundo, incluso en los lejanos territorios de hielo grueso, podías oler primos y niños.
Arthur sintió una opresión en su garganta. La mejilla de Crockerman estaba húmeda con una sola lágrima. No la secó.
—¿Le dijeron por qué fue destruido su mundo?
—No hablaron con nosotros —dijo el Huésped—. Supusimos que las máquinas eran devoradores de mundos, y que no estaban vivas, sólo eran máquinas sin olor, pero con pensamientos.
—¿No acudieron robots a hablar con ustedes?
—Tengo dificultades de idioma.
—Máquinas más pequeñas —intentó explicar Rotterjack—. Que hablaran con ustedes, que les engañaran.
—No máquinas más pequeñas —dijo el Huésped.
Crockerman inspiró profundamente y cerró por un momento los ojos.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó.
—A mi raza no le estaba permitido tener hijos. Tenía primos.
—¿Dejó algún tipo de familia detrás?
—Sí. Primos y maestros. Hermanos de hielo por unión de mando.
Crockerman agitó la cabeza. Aquello no significaba nada para él; de hecho, significaba muy poco para cualquiera en la habitación. Mucho de aquello debería ser dilucidado más tarde, a través de muchas más preguntas…, si el Huésped vivía lo suficiente para responderlas todas.
—¿Y aprendió usted a hablar nuestro idioma escuchando nuestras emisiones?
—Sí. Sus residuos atrajeron a las máquinas hasta ustedes. Escuchamos lo que las máquinas estaban reuniendo.
Harry garabateaba furiosamente, con su lápiz emitiendo rápidos y raspantes sonidos contra el bloc.
—¿Por qué no intentó sabotear la máquina…, destruirla? —preguntó Rotterjack.
—Si hubiera sido capaz de hacer eso, la máquina nunca nos hubiera aceptado a bordo.
—Arrogancia —dijo Arthur, tensando la mandíbula—. Una increíble arrogancia.
—Nos ha dicho usted que estaban dormidos, hibernando —señaló Rotterjack—. ¿Cómo pudieron estudiar nuestro idioma y dormir al mismo tiempo?
El Huésped permaneció inmóvil, sin responder.
—Se hizo —murmuró finalmente.
—¿Cuántos idiomas conoce? —preguntó Harry, con el lápiz momentáneamente inmóvil.
—Hablo el inglés. Otros, aún dentro, hablan el ruso, el chino, el francés.
—Esas preguntas no parecen terriblemente importantes —dijo suavemente Crockerman—. Tengo la sensación como si hubiera caído una pesadilla sobre todos nosotros. ¿A quién puedo culpar por ello? —Miró a su alrededor en la habitación, los ojos agudos, como los de un halcón—. A nadie. No puedo simplemente anunciar que hemos recibido visitantes de otros mundos, porque la gente querrá ver a los visitantes. Tras el anuncio australiano, lo que tenemos aquí no es más que confuso y desmoralizador.
—No estoy seguro de cuánto tiempo podamos mantener esto en secreto —dijo McClennan.
—¿Cómo podemos mantenerlo alejado de nuestra gente? —Crockerman parecía no haber oído a nadie excepto al Huésped. Se puso en pie y se acercó al cristal, concentrándose hoscamente en el Huésped—. Nos ha traído usted las peores noticias posibles. Dice que no hay nada que podamos hacer. Su… civilización… debía estar más avanzada que la nuestra. Murió. Éste es un mensaje terrible. ¿Por qué se molestó en traerlo hasta nosotros?
—En algunos mundos, la confrontación debió ser más igualada —dijo el Huésped—. Estoy cansado. Ya no me queda mucho más tiempo.
El general Fulton habló en voz baja con McClennan y Rotterjack. Rotterjack se acercó al presidente y apoyó una mano en su hombro.
—Señor presidente, nosotros no somos los expertos aquí. No podemos formular las preguntas adecuadas, y evidentemente no queda mucho tiempo. Deberíamos apartarnos del camino y dejar que los científicos prosigan su trabajo.
Crockerman asintió, inspiró profundamente y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo parecía algo más compuesto.
—Caballeros, David tiene razón. Por favor, sigan con ello. Me gustaría hablar con todos ustedes antes de marcharme de aquí. Sólo una última pregunta. —Se volvió de nuevo al Huésped—. ¿Cree usted en Dios?
Sin un momento de vacilación, el Huésped respondió:
—Creemos en el castigo.
Crockerman se sintió visiblemente impresionado. Con la boca ligeramente abierta, miró a Harry y Arthur, luego abandonó la habitación con piernas temblorosas, con McClennan, Rotterjack y el general Fulton tras sus talones.
—¿Qué ha querido decir con esto? —preguntó Harry después de que la puerta se hubiera cerrado—. Por favor, amplíe lo que acaba de decir.
—Los detalles no tienen importancia —dijo el Huésped—. La muerte de un mundo es un juicio de su inadecuación. La muerte extirpa lo innecesario y lo falso. No más conversación ahora. Descanso.
Malas noticias. Malas noticias.
Edward despertó de su semisueño y parpadeó hacia el blanco techo. Sentía como si alguien muy importante para él hubiera muerto. Le tomó un momento orientarse a la realidad.
Había tenido un sueño que ahora no podía recordar claramente. Su mente pasó hojas de palmera sobre la arena para ocultar las huellas del subconsciente en juego.
La oficial de servicio le había dicho hacía una hora que nadie estaba enfermo, y que no se había descubierto ningún elemento biológico en su sangre o en la de nadie. Ni siquiera en la del Huésped, que parecía tan pura como la nieve recién caída. Extraño, eso.
En cualquier ecología de la que había oído hablar Edward Shaw, lo cual significaba cualquier ecología terrestre, las cosas vivas estaban siempre acompañadas por organismos parasitarios o simbióticos. En la piel, en los intestinos, en el torrente sanguíneo. Quizá las ecologías fueran distintas en otros mundos. Quizá la raza del Huésped —viniera de donde viniese— había avanzado hasta el punto de la pureza: sólo los primarios, la gente lista, sobreviviera; no más pequeños animales mutantes para provocar enfermedades.
Edward se levantó y fue a llenar un vaso de agua en el lavabo. Mientras bebía, sus ojos vagaron hacia la ventana y la cortina que había al otro lado. Lentamente, pero con toda seguridad, estaba perdiendo al viejo Edward Shaw y descubriendo uno nuevo: un tipo ambiguo, furioso pero no abiertamente, temeroso pero sin exhibirlo, profundamente pesimista.
Y entonces recordó su sueño.
Había estado en su propio funeral. Habían abierto el ataúd y alguien había cometido un error, porque dentro de la caja estaba el Huésped. El ministro, que presidía la ceremonia con una túnica púrpura y un enorme medallón en el pecho, había apoyado una mano en el hombro de Edward y le había susurrado al oído:
—Esto es realmente una Mala Noticia, ¿no cree?
Nunca había tenido sueños así antes.
El intercom lanzó una señal, y gritó:
—¡No! Vayanse. Estoy bien. Simplemente déjenme tranquilo. No estoy enfermo. No me estoy muriendo.
—Tranquilícese, señor Shaw. —Era Eunice, la esbelta oficial de servicio negra que parecía sentir una clara simpatía hacia Edward—. Siga adelante y suéltelo todo si quiere. No puedo desconectar las cintas, pero cerraré mi altavoz por un rato si usted quiere.
Edward se rehizo inmediatamente.
—Estoy bien, Eunice. De veras. Lo único que necesito saber es cuándo vamos a salir de aquí.
—Ni yo misma lo sé, señor Shaw.
—De acuerdo. No la culpo a usted.
Y era cierto. No era culpa de Eunice, ni de los demás oficiales de servicio, ni de los doctores o los científicos que habían hablado con él. Ni siquiera de Harry Feinman o Arthur Gordon. Las lágrimas se estaban convirtiendo en una risa que apenas podía reprimir.
—¿Sigue todo bien, señor Shaw? —preguntó Eunice.
—«Soy una víctima de las circunstancias» —citó Edward a Curly, el gordo y calvo miembro de los Tres Soplones. Pulsó el botón del intercom correspondiente a la habitación de Minelli. Cuando Minelli respondió, Edward imitó a Curly de nuevo, y Minelli hizo un perfecto «Hurra, hurra, ha». Reslaw se les unió, y Stella se echó a reír, hasta que sonaron como un laboratorio lleno de chimpancés. Y en eso se convirtieron, charloteando y pateando contra el suelo.
—Hey, me estoy rascando los sobacos —dijo Minelli—. De veras. Eunice podrá confirmarlo. Quizá podamos conseguir el apoyo de los Amigos de los Animales o algo así.
—Los Amigos de los Geólogos —rectificó Reslaw.
—Los Amigos de las Mujeres de Negocios Liberales —añadió Stella.
—Oh, vamos, chicos —dijo Eunice.
A las ocho de la tarde, Edward contempló su rostro en el espejo encima del lavabo mientras se afeitaba.
—Ahí viene el presi —murmuró—. Ni siquiera voté por él, pero aquí estoy, acicalándome como una colegiala. —Ni siquiera se darían la mano. Pero el presidente miraría a Shaw y a Minelli y a Reslaw y a Morgan, les vería…, y eso era suficiente. Edward sonrió hoscamente, luego revisó sus dientes en busca de restos de comida.
El secretario de Defensa, Otto Lehrman, llegó a las siete y cuarto. Después de que Crockerman permaneciera media hora a solas con él y Rotterjack —tiempo suficiente para llegar a un acuerdo sobre lo que fuera, pensó Arthur—, entraron en el laboratorio a cuyo alrededor se hallaban los cubículos herméticos y al que se abrían todas las ventanas, una versión ampliada del complejo central que contenía al Huésped. El coronel Tuan Anh Phan estaba de pie ante el tablero de control de las salas de aislamiento.
Crockerman estrechó la mano del doctor y revisó lentamente el laboratorio.
—Un testigo civil más, y hubieran tenido que colocarlo con los militares, ¿no? —preguntó a Phan.
—Sí, señor —dijo Phan—. No estaba planeado el encarcelar ciudades enteras. —Aquello era evidentemente un desmañado intento de humor, pero el presidente no estaba en vena.
—En realidad —murmuró Crockerman—, esto no es en absoluto divertido.
—No, señor —dijo Phan, mohíno.
Arthur acudió en su rescate.
—No hubiéramos podido pedir mejores instalaciones, señor presidente —dijo. Crockerman se había estado comportando extrañamente desde la reunión con el Huésped. Arthur estaba preocupado; aquella conversación les había alterado a todos a un nivel profundamente psicológico, pero Crockerman parecía habérselo tomado particularmente en serio.
—¿Pueden oírnos? —preguntó Crockerman, señalando con la cabeza hacia las cuatro cortinas de acero.
—Todavía no, señor —dijo Phan.
—Bien. Me gustaría poner un poco en orden mis pensamientos, especialmente antes de hablar con la hija de la señora Morgan. Otto, quiero decir el señor Lehrman, se ha retrasado a causa de sus obligaciones en Europa, pero el señor Rotterjack ya le ha puesto al corriente de lo que hemos oído hasta ahora.
Lehrman suspiró suave pero elocuentemente y asintió. Arthur había oído muchas cosas sobre Lehrman…, su ascensión desde magnate de los microchips a jefe del Consejo de Relaciones Industriales del presidente y, sólo dos meses antes, su confirmación como secretario de Defensa, reemplazando al nominado por Hampton, más halcón. Parecía un gemelo filosófico de Crockerman.
—Tengo una pregunta para el señor Gordon —dijo Lehrman. Miró a Arthur y a Harry, de pie uno al lado del otro cerca del protegido banco de trabajo de microbiología del laboratorio.
—Adelante, pregunte —dijo Arthur.
—¿Cuándo autorizará usted una investigación militar de la Caldera?
—No lo sé —dijo Arthur.
—Es su departamento, Arthur —dijo el presidente en voz baja—. Usted toma la decisión.
—Nadie me había planteado todavía el asunto hasta ahora —dijo Arthur—. ¿Qué tipo de investigación tiene en mente?
—Me gustaría descubrir los puntos débiles del lugar.
—Ni siquiera sabemos lo que es —señaló Harry.
Lehrman agitó la cabeza.
—Todo el mundo supone que se trata de una nave espacial camuflada. ¿No está usted de acuerdo con ello?
—Ni estoy de acuerdo ni dejo de estarlo. Simplemente, no lo sé —respondió Harry.
—Caballeros —murmuró Arthur—, creo que éste no es exactamente el momento. Discutiremos el asunto después de que el presidente haya hablado con los cuatro testigos y todos hayamos visto el lugar.
Lehrman lo aceptó con una inclinación de cabeza e hizo un gesto para que continuaran. El general Fulton entró en el laboratorio con un grueso fajo de papeles en un sobre manila y se sentó a un lado, sin decir nada.
—De acuerdo —dijo Crockerman—. Echémosles una mirada.
La voz de Eunice le llegó a Edward a través del altavoz de su intercom:
—Amigos, van a conocer ahora al presidente. —Con un hueco sonido zumbante, la cubierta de la ventana se deslizó hacia abajo penetrando en la pared y revelando un panel transparente de unos dos metros de ancho por uno de alto. Al otro lado de la gruesa capa doble de cristal Edward vio al presidente Crockerman, a dos hombres que no reconoció, y varios otros rostros que recordaba vagamente de la televisión.
—Disculpen mi intromisión, caballeros, señorita Morgan —dijo Crockerman, con una ligera inclinación de cabeza—. Creo que nos conocemos mutuamente, aunque no hayamos sido formalmente presentados. Éste es el señor Lehrman, mi secretario de Defensa, y éste el señor Rotterjack, mi asesor científico. ¿Conocen ya a los señores Arthur Gordon y Harry Feinman? ¿No? Se hallan a cargo del equipo presidencial que investiga lo que ustedes descubrieron. Sospecho que tienen algunas quejas que hacerme al respecto.
—Encantado de conocerle, señor —dijo Minelli. Crockerman cambió su ángulo de visión. Edward se dio cuenta de que todos ellos daban al laboratorio central. En la ventana más alejada, en el lado opuesto de la curvada pared, pudo ver a Stella Morgan, su rostro pálido a la luz fluorescente.
—Estrecharía sus manos si pudiera. Ha sido duro para todos los implicados, pero sé que ha sido especialmente duro para ustedes.
Edward murmuró algo parecido a un asentimiento.
—Desconocemos cuál es nuestra situación, señor presidente.
—Bien, me han dicho que no corren ustedes ningún peligro. Que no tienen ningún…, esto, germen espacial. Seré franco con ustedes; de hecho…, probablemente se hallen ustedes aquí más por razones de seguridad que por su propia salud.
Edward pudo ver por qué Crockerman era llamado el más encantador de los presidentes desde Ronald Reagan. Su combinación de dignificada buena presencia y modales abiertos —por ilusorios que fueran esos últimos— podía conseguir que incluso Edward se sintiera mejor.
—Estamos preocupados por nuestras familias —dijo Stella.
—Creo que han sido informadas de que se hallan ustedes sanos y salvos —indicó Crockerman—. ¿No es así, general Fulton?
—Sí, señor.
—La madre de la señorita Morgan, sin embargo, nos ha dado algunos problemas —añadió Crockerman.
—Bien —fue el único comentario de Stella.
—Señor Shaw, también hemos informado a la Universidad de Texas acerca de usted y sus estudiantes.
—Somos profesores ayudantes, señor presidente, no estudiantes —dijo Reslaw—. No he recibido ningún correo de mi familia. ¿Puede decirme por qué?
Crockerman miró a Fulton en busca de una respuesta.
—No le han enviado ningún correo —dijo Fulton—. No tenemos control sobre eso.
—Sólo deseaba detenerme un momento para decirles que no han sido ustedes olvidados, y que no van a permanecer encerrados aquí siempre. El coronel Phan me informa que si no se descubre ningún germen dentro de unas pocas semanas más, no habrá ninguna razón para seguir reteniéndoles aquí. Y por entonces…, bien, es difícil decir qué será secreto y qué no.
Harry miró a Arthur, con una ceja ligeramente alzada.
—Tengo una pregunta, señor —dijo Edward.
—¿Sí?
—La criatura que hallamos…
—La llamamos el Huésped, supongo que ya lo sabrá —interrumpió Crockerman con una débil sonrisa.
—Sí, señor. Dijo que traía malas noticias. ¿Qué quiso decir con eso? ¿Se han comunicado ya con ella?
El rostro de Crockerman se volvió ceniciento.
—Me temo que no estoy autorizado a decirles lo que ocurre con el Huésped. Sé que es irritante, pero incluso yo tengo que bailar al son de la música que toca el flautista. Ahora tengo una pregunta para ustedes. Fueron los primeros en descubrir la roca, el cono de escoria. ¿Qué fue lo que primero les llamó la atención de él? Necesito impresiones.
—Edward pensó que resultaba extraño antes de que nosotros nos diéramos cuenta de nada —dijo Minelli.
—Yo nunca llegué a verlo —añadió Stella.
—Señor Shaw, ¿qué le llamó más la atención?
—Supongo que el hecho de que no constaba en nuestros mapas —respondió Edward—. Y después de esto, que estaba… yermo. Parecía nuevo. No había plantas, ni insectos, ni inscripciones, antiguas o nuevas. Ni una lata de cerveza.
—Ni una lata de cerveza —dijo Crockerman, asintiendo—. Gracias. Señorita Morgan, tengo intención de ver pronto a su madre. ¿Quiere que le transmita algún mensaje personal? Algo no problemático, por supuesto.
—No, gracias —dijo Stella. Vaya mujer, pensó Edward.
—Me han dado ustedes algo en que pensar —murmuró Crockerman al cabo de un momento de silencio—. En lo fuertes que son los americanos. Espero que no suene trillado ni político. Lo digo de veras. En estos momentos necesito creer que somos fuertes. Es muy importante para mí. Gracias. —Les hizo un gesto con la mano, y se volvió para abandonar el laboratorio. Las cortinas zumbaron al volver a su lugar.
El cielo sobre el Valle de la Muerte era de un color gris plomizo, y el aire aún arrastraba el frescor de la mañana. El helicóptero presidencial aterrizó en la base provisional instalada por el Ejército a unos cinco kilómetros del falso cono de escoria. Dos camiones con tracción a las cuatro ruedas acudieron al encuentro del grupo y lo llevaron lentamente por las carreteras asfaltadas y los caminos sin pavimentar para jeeps, y luego fuera incluso de esos caminos, bamboleándose y gruñendo por entre los arbustos resinosos y los mezquites, y sobre la salobre hierba, los trozos de lava y las rocas barnizadas por el desierto. El falso cono de escoria se erguía a un centenar de metros más allá de su punto de parada, el borde de un lecho de aluvión color blanco hueso que había estado lleno de agua hacía tan sólo diez días. El perímetro del montículo estaba acordonado por las tropas del Ejército supervisadas por el teniente coronel Albert Rogers, de la Inteligencia Militar. Rogers, un hombre bajo, correoso, de piel oscura y ojos suaves, acudió al encuentro del grupo presidencial de ocho hombres, incluidos Gordon y Feinman, en el perímetro.
—No hemos registrado ninguna actividad —informó—. En estos momentos tenemos a nuestro camión de vigilancia al otro lado, y un equipo de vigilancia arriba. No ha habido radiación de ningún tipo más allá del esperado de una roca calentada por el sol. Hemos insertado sensores en pértigas por el agujero que hallaron los geólogos, pero no hemos enviado a nadie más allá de la curva. Dénos la orden, y lo haremos.
—Aprecio su interés, coronel —dijo Otto Lehrman—. Pero aprecio más su precaución y disciplina.
El presidente se acercó a la alta y negra cara norte del cono de escoria, acompañado por dos agentes del Servicio Secreto. El oficial de la Marina que llevaba la «pelota de fútbol» —los códigos de guerra presidenciales y el sistema de comunicaciones de emergencia en un maletín— permaneció junto al camión.
Rotterjack retrocedió unos pasos para tomar una serie de fotografías con una Hasselblad. Crockerman le ignoró. El presidente parecía ignorarlo todo y a todos excepto la roca. A Arthur le preocupó la expresión de su rostro; tenso, pero ligeramente soñador. Un hombre informado de una muerte en su familia inmediata, pensó.
—Aquí es donde fue encontrado el alienígena —explicó el coronel Rogers, señalando una depresión arenosa a la sombra de la lava. Crockerman dio la vuelta a un gran peñasco de lava y se arrodilló al lado de la depresión. Adelantó una mano para tocar la arena, aún marcada por los movimientos del Huésped, pero Arthur lo retuvo.
—Todavía estamos nerviosos por la contaminación biológica —explicó.
—Los cuatro civiles —dijo Crockerman, pero no completó su pensamiento—. Conocí al abuelo de Stella Morgan hace treinta años, en Washington —murmuró—. Un auténtico caballero del campo. Duro como un clavo, enérgico como un látigo. Me gustaría conocer a Bernice Morgan. Quizá pudiera tranquilizarla… ¿Podemos arreglar algo para mañana?
—Después de esto iremos a Furnace Creek, y mañana se reúne usted con el general Young y el almirante Xavier. —Rotterjack examinó el programa del presidente—. Eso va a llenar la mayor parte de la mañana. Tiene que estar usted de vuelta a Vandenberg y a bordo del Bird a las dos de la tarde.
—Haga un hueco para Bernice Morgan —ordenó Crockerman—. Sin discusiones.
—Sí, señor —dijo Rotterjack, tomando su lápiz.
—Esos tres geólogos tendrían que estar ahora aquí conmigo —murmuró el presidente. Se puso en pie y se alejó del lugar, sacudiéndose las manos en los pantalones. Los agentes del Servicio Secreto lo observaban de cerca, con rostros impasibles. Crockerman se volvió hacia Harry, que aún seguía aferrando su bloc negro, y luego señaló con la cabeza el cono de escoria.
—Usted sabe de qué va a tratar mi conferencia con Young y Xavier.
—Sí, señor presidente —dijo Harry, sosteniendo firmemente la mirada de Crockerman.
—Me van a preguntar si debemos volar toda esta zona con armas nucleares.
—Estoy seguro de que lo mencionarán, señor presidente.
—¿Qué opina usted?
Harry se lo pensó un momento, frunciendo las cejas hasta que se unieron en una sola línea.
—Toda la situación es un enigma para mí, señor. Las cosas no encajan.
—Señor Gordon, ¿podemos ejercer de una forma efectiva represalias contra esto? —señaló el cono de escoria.
—El Huésped dice que no podemos. Tiendo a aceptar esta afirmación por el momento, señor.
—Seguimos llamándole el Huésped, con H mayúscula —murmuró Crockerman, deteniéndose a unos veinte metros de la formación, luego volviéndose para mirar al sur, examinando la curva occidental—. ¿Cómo llegamos a eso?
—Hollywood absorbió casi cualquier otro nombre —observó McClennan.
—Carl fue siempre un ávido telespectador —explicó sinceramente Crockerman a Arthur—, antes de que sus deberes hicieran su afición imposible. Dice que le permitía mantenerse en contacto con el pulso del público.
—Evidentemente, el nombre evolucionó como una forma de evitar algunas otras palabras más coloristas —señaló McClennan.
—El Huésped me dijo que cree en Dios.
Arthur decidió no rectificar al presidente.
—Por lo que entiendo —prosiguió Crockerman, el rostro tenso, los ojos casi frenéticos sobre una calma forzada—, el mundo del Huésped fue hallado en falta, y eliminado. —Pareció registrar los rostros de Arthur y los más cercanos a él, en busca de simpatía o apoyo. Arthur estaba demasiado sorprendido para decir nada—. Si ése es el caso, entonces el instrumento de nuestra propia destrucción nos aguarda dentro de esta montaña.
—Necesitamos más cooperación de Australia —dijo McClennan, apretando un puño y agitándolo frente a él.
—Allí abajo cuentan una historia completamente distinta, ¿no? —El presidente echó a andar de nuevo de vuelta a los camiones—. Creo que ya he visto suficiente. Mis ojos no pueden estrujar la verdad de las rocas y la arena.
—Hacer arreglos más concretos con Australia —observó Rotter-jack— significa decirles lo que tenemos aquí, y todavía no estamos seguros de que podamos correr el riesgo.
—Hay una posibilidad de que no seamos los únicos que tenemos «aparecidos» —dijo Harry, dando a la última palabra un énfasis casi cómico.
Crockerman se detuvo y se volvió para mirar a Harry.
—¿Tiene usted alguna prueba de eso?
—Ninguna, señor. Pero hemos pedido a la Agencia Nacional de Seguridad y a algunos de los nuestros que lo comprueben.
—¿Cómo?
—Comparando las fotografías recientes de los satélites con registros anteriores.
—Más de dos aparecidos —dijo Crockerman—. Eso significaría algo, ¿no?
Trevor Hicks redujo la velocidad del Chevrolet blanco de alquiler al acercarse a la pequeña ciudad de Shoshone…, apenas algo más que un cruce, según el mapa. Vio una oficina de correos construida con ladrillos de ceniza y flanqueada por altos tamariscos, y más allá un edificio blanco achaparrado que albergaba una gasolinera y una tienda de alimentación. En el lado opuesto de la carretera había un café y, unido a él, un pequeño edificio con letreros de neón de propaganda de cerveza en sus dos pequeñas ventanas cuadradas. Un letrero pequeño decía «Crow Bar» con bombillas parpadeantes: una taberna o un pub local, sin duda. Hicks siempre había sentido una cierta tendencia hacia los pubs locales. Éste, sin embargo, no parecía estar abierto.
Se metió en el aparcamiento de gravilla de la oficina postal, con la esperanza de preguntarle a alguien si valía la pena una visita al café. No confiaba en los lugares de comidas locales americanos, del mismo modo que no le gustaban la mayoría de las cervezas americanas, y no creía que la apariencia de éste fuera muy alentadora.
Eran casi las cinco y empezaba a hacer frío en el desierto. El anochecer estaba a menos de una hora de distancia, y un lúgubre viento soplaba por entre los tamariscos junto a la oficina de correos. Aquella mañana y tarde habían sido frustrantes…, un coche de alquiler que se averiaba a veinticinco kilómetros de Las Vegas, un viaje en la grúa, todos los arreglos para conseguir otro coche, y como guinda una acalorada discusión con la publicista de su editor cuando pensó en llamarla y explicarle por qué había faltado a la entrevista… Retraso tras retraso. Permaneció junto al coche por unos instantes, preguntándose qué tipo de idiota era, luego eligió la puerta de cristal de su derecha. Resultó que conducía al equivalente local de una biblioteca: dos altas estanterías de libros en un rincón, con una mesa de lectura más propia para niños que para adultos delante de ella. Había un mostrador al lado opuesto de las estanterías, y más allá los muebles e instrumentos —o al menos así decía una pequeña placa— de la Charles Morgan Company. La puerta de la izquierda conducía a una habitación separada que era la oficina postal propiamente dicha. El aspecto de la oficina era institucional pero amistoso.
Más allá del mostrador, sentada ante un viejo ordenador de sobremesa, había una imponente mujer de unos setenta y cinco u ochenta años, con tejanos y una blusa a cuadros y el blanco pelo descuidadamente peinado hacia atrás. Hablaba por un teléfono negro sujeto entre su cuello y su hombro. Giró lentamente en su silla para echarle una ojeada a Hicks, luego alzó una mano pidiendo paciencia.
Hicks se volvió para examinar los libros en la biblioteca.
—No, Bonnie, ni una palabra —decía la mujer, con una cálida voz ligeramente crujiente—. Ni una palabra desde la carta. Estoy a punto de estallar, ¿sabes? Esther y Mike se han ido. No. Estoy bien, pero las cosas aquí están yendo…
La biblioteca contenía una decente selección de libros científicos, incluido uno suyo, una antigua obra de divulgación sobre satélites de comunicaciones, desfasada hacía ya mucho.
—Todo esto es una locura —estaba diciendo la mujer—. Ya estábamos preocupados con las fugas de gases y todas las radiaciones procedentes del lugar de pruebas, y ahora esto. Cerraron nuestra cámara frigorífica para la carne. Eso ya fue suficiente para helarme la sangre. Frank vino ayer con Tillie, y fueron tan agradables. Se preocuparon mucho por Stella. Bien, gracias por llamar. Voy a cerrar ahora mismo. Sí. Jack está en el almacén y me acompañará hasta el aparcamiento de las caravanas. Gracias. Adiós.
Colgó el teléfono y se volvió a Hicks.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—No deseaba interrumpirla. Estaba preguntándome acerca del café al otro lado de la calle. ¿Es recomendable?
—Yo soy la menos adecuada para que se lo pregunte —dijo la mujer, poniéndose en pie.
—Lo siento —murmuró educadamente Hicks—. ¿Por qué?
—Porque soy la propietaria —respondió ella, sonriendo. Se acercó al mostrador y se inclinó sobre él—. Mi opinión será siempre parcial. Servimos buena y sólida comida ahí. A veces incluso quizá pongamos demasiado énfasis en lo de sólida. Es usted inglés, ¿verdad?
—Sí.
—¿Camino a Las Vegas?
—En realidad vengo de allá. Voy a Furnace Creek.
—Será mejor que se dé la vuelta. Todo está bloqueado en aquella dirección. La carretera está cortada. Simplemente le hacen dar la vuelta a todo el mundo.
—Entiendo. ¿Alguna idea de lo que ocurre?
—¿Cómo ha dicho que se llamaba? —pregutó la mujer.
—Hicks. Trevor Hicks.
—Yo soy Bernice Morgan. Precisamente estaba hablando de mi hija. Está siendo retenida por el gobierno federal. Nadie nuede decirme por qué. Ha escrito para decir que estaba bien pero que no podía decirme nada de dónde estaba, y no puedo hablar con ella de ninguna forma. ¿No cree que todo esto es una locura?
—Sí —dijo Hicks, sintiendo que le hormigueaba de nuevo el vello de la nuca.
—Tengo abogados por todo el estado y en Washington intentando averiguar qué es lo que pasa. Tal vez piensen que están tratando con algunos pueblerinos ignorantes, pero se equivocan. Mi esposo era supervisor del condado. Mi padre fue senador del estado. Y aquí estoy yo, contándole tontamente todo esto. Trevor Hicks. —Hizo una pausa, lo examinó más de cerca—. ¿Es usted el escritor científico?
—Sí —dijo Hicks, complacido de ser reconocido dos veces en tan pocos días.
—¿Qué es lo que le trae por aquí?
—Una intuición.
—¿Le importa si le pregunto qué tipo de intuición? —Evidentemente, Bernice Morgan, con toda su cálida amabilidad y sus modales hospitalarios, era una mujer de ideas firmes.
—Supongo que puedo llegar a conectar con su hija —dijo, decidido a ir directo al grano—. Estoy siguiendo un rastro muy tenue de indicios que me conducen al Valle de la Muerte. Algo importante ha ocurrido aquí…, lo bastante como para atraer a nuestro presidente hasta Furnace Creek.
—Quizá Esther no esté histérica después de todo —murmuró la señora Morgan.
—¿Perdón?
—La empleada de la tienda. Dice que unos hombres hablaron de un MiG que se había estrellado en el desierto.
Hicks sintió que se le desplomaba el corazón. ¿Así que sólo era eso, después de todo? ¿Algún tipo de defección poco habitual? ¿Ninguna conexión con el Gran Desierto Victoria?
—Y Mike, es el joven que trabaja en nuestra estación de servicio, dice que unos hombres vinieron a la tienda en un Land Cruiser y que hablaron con mi hija. Llevaban algo tapado en la parte de atrás del vehículo. Mike echó una mirada furtiva cuando lo llevaron a la puerta posterior de la tienda, y creyó ver algo verde…, algo con aspecto de muerto, dijo. Luego viene el gobierno y rocía todo ese horrible producto por todo el interior de mi frigorífico para la carne, lo cierra a cal y canto, y dice que no podemos usarlo… Perdimos quinientos dólares en carne. Se la llevaron, dijeron que estaba estropeada. Dijeron que el frigorífico estaba contaminado por la salmonella.
La intuición de Hicks hizo que se le erizara toda la piel.
—¿Dónde estaba usted cuando ocurrió todo eso?
—En Baker, visitando a mi hermano.
Bernice Morgan no daba la menor impresión de fragilidad, pese a sus años. Tampoco parecía correosa o «entrecana». Era el último tipo de persona que Hicks esperaba descubrir en una pequeña ciudad del desierto americano. Pero por su modo de hablar, hubiera podido ser muy bien la anciana esposa de un lord inglés.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida su hija?
—Una semana y media.
—¿Y está usted segura de que está siendo retenida por las autoridades federales?
—Por tipos de las Fuerzas Aéreas, me han dicho.
Hicks frunció el ceño.
—¿Ha oído usted que haya ocurrido algo extraño en la zona…, en torno al Furnace Creek Inn, quizá?
—Sólo que ha sido cerrado temporalmente. Llamé al respecto, y nadie sabe nada. El servicio telefónico dejó de funcionar esta tarde.
—¿Cree usted que es allí donde está su hija?
—Es una posibilidad, ¿no?
Hicks frunció los labios.
—No creo que la estén reteniendo para que pueda hablar de negocios con el presidente. ¿Y usted? —Alzó una escéptica ceja.
Una vieja y destartalada camioneta Ford salió de la carretera y se metió en el aparcamiento en medio de un chorro de polvo y gravilla. Dos hombres jóvenes con sombreros de cowboy de paja saltaron de la parte de atrás, mientras un tercer muchacho y un hombre barbudo con unas enormes gafas de sol tipo MacArthur con montura de alambre bajaban de la cabina del conductor. Los tres entraron por la puerta de cristal. El hombre barbudo hizo una inclinación de cabeza a Hicks, luego se dirigió a la señora Morgan.
—Hemos salido y hemos vuelto. La carretera sigue cerrada. George está ahí fuera, como dijo Richard, pero no sabe lo que ocurre.
—George es uno de nuestros chicos de la patrulla de carreteras —explicó la señora Morgan a Hicks.
—Aquí, Ron cree que su Lisa está todavía en Furnace Creek —prosiguió el hombre barbudo. Un joven delgado de ojos ratoniles asintió débilmente—. Vamos a tomar un avión y sobrevolaremos el lugar. Descubriremos qué demonios ocurre.
—Probablemente habrán cerrado también el campo —dijo la señora Morgan—. No estoy segura de que sea una buena idea, Mitch.
—Una buena idea, y un infierno. Nunca permití que ningún tipo del gobierno me hiciera ninguna jugada. Secuestrar y cerrar carreteras públicas sin ninguna buena razón…, ya es hora de que alguien haga algo. —Mitch miró significativamente a Trevor Hicks, examinando su chaqueta de ante, sus pantalones, sus botas de campo—. Señor, no hemos sido presentados.
La señora Morgan hizo el favor.
—Mitch, éste es el señor Trevor Hicks. Señor Hicks, Mitch Morris. Es nuestro hombre de mantenimiento y el conductor del camión de propano.
—Encantado de conocerle, señor Hicks —dijo Morris con tono formal—. ¿Está usted interesado en esto?
—Es escritor —dijo Bernice—. Y bastante conocido además.
—Tengo la impresión de que está ocurriendo algo cerca de Furnace Creek, algo lo bastante importante como para traer hasta aquí al presidente.
—¿El presidente de la Casa Blanca?
—El mismo.
—El piensa que Stella puede estar en Furnace Creek —dijo la señora Morgan.
—Mayor razón para que sobrevolemos el lugar y lo descubramos —dijo Morris—. Frank Forrest tiene su Comanche lista para despegar. Tenemos sitio para cinco. Señor Hicks, ¿está usted interesado en venir con nosotros?
Hicks se dio cuenta de que se estaba metiendo demasiado en el asunto. La señora Morgan siguió con sus protestas acerca de los riesgos, pero Morris se limitó a prestarle una educada atención. Ya estaba decidido.
No había ninguna otra forma de ver lo que estaba ocurriendo en Furnace Creek. Sería detenido en la carretera como lo habían sido todos los demás.
—Ya somos muchos, sin contar el piloto —dijo Hicks.
—Benny no vuela —señaló Morris—. Se marea terriblemente.
Hicks inspiró lenta y espasmódicamente.
—De acuerdo —aceptó.
—No es muy lejos. Unos cuantos minutos y la vuelta.
—No me gusta —dijo la señora Morgan—. No haga esto sólo por Stella. Estoy intentando otros caminos. No sea loco y…
—Sin héroes no hay osados rescates —le aseguró Morris—. ¿Nos vamos, señor Hicks…?
—Sí —dijo Hicks, siguiéndoles a través de la puerta de cristal. La señora Morgan apoyó sus manos en el mostrador y les observó lúgubremente mientras subían a la camioneta, con Benny cediéndole su lugar al lado del conductor a Hicks y ocupando un puesto detrás.
Nunca había hecho nada tan estúpido en su vida. Las hélices de la Piper Comanche les liberaron del polvo de la pista y el aparato de dos motores se elevó en el aire, dejando a sus espaldas y abajo la estropeada cinta de asfalto y el hangar de plancha ondulada.
Mitch Morris se volvió para mirar a Hicks y a Ron Flagg en el asiento de atrás. Frank Forrest, mediados los sesenta y tan corpulento como Morris, hizo inclinar bruscamente el aeroplano y lo orientó al este, luego lo hizo girar de nuevo antes de que tuvieran tiempo de recuperar el aliento. Morris se sujetó al asiento de Forrest con una enorme y callosa mano.
—¿Están todos bien? —preguntó a Hicks, sin apenas dirigir una mirada a Ron.
—Yo sí —dijo Hicks, tragando un anónimo algo en su garganta.
—¿Y usted, Ron?
—No he volado mucho —dijo Flagg, la piel pálida y empapada.
—Frank es un experto. Voló en Super Sabres durante la guerra. La Guerra de Corea. Su padre voló en Buffalos en Midway. Allí fue donde murió, ¿verdad, Frank?
—Los malditos aviones eran ataúdes volantes —dijo Forrest.
Hicks notó el estremecimiento de la Comanche en una corriente ascendente de las bajas colinas a sus pies. Estaban volando por debajo de los ciento cincuenta metros. Una colina cubierta de escoria volcánica cerca de Shoshone pasó por debajo de ellos, tan cerca que le cortó el aliento.
—Espero que no piense usted que somos impetuosos —dijo Morris.
—Dios no lo permita —murmuró Hicks, concentrado en su estómago.
—Le debemos mucho a la señora Morgan. También nos gusta Stella, y la Lisa de Ron es una gran chica. Queremos asegurarnos de que todos están bien, se hallen donde se hallen. No querríamos descubrir que han sido llevados a ese lugar de pruebas en Nevada para ser usados como conejillos de indias o algo parecido, ¿entiende?
Hicks fue incapaz de decidir si Morris lo estaba sugiriendo o desechando.
—Entonces, ¿qué es lo que piensa que tienen en Furnace Creek? —preguntó Forrest—. Mike, el chico de la estación, dice que trajeron a un piloto ruso muerto. ¿Es por eso por lo que está usted aquí…, para adelantarse a todo el mundo en el asunto del piloto ruso muerto?
—No creo que sea eso lo que tienen —dijo Hicks.
—¿Qué es, entonces? ¿Qué puede haber traído al viejo Crockerman hasta aquí?
Hicks pensó por unos momentos acerca de los posibles efectos desagradables de hablar de visitantes del espacio con aquellos hombres. Casi podía simpatizar con los esfuerzos de cualquier gobierno por mantener aquellas cosas en secreto.
Sin embargo, Australia estaba llena de hombres como aquellos: duros, llenos de recursos, valientes, pero no particularmente imaginativos o brillantes. ¿Por qué confiaría Australia en la reacción del público, y no los Estados Unidos?
—No estoy seguro —dijo—. He venido movido por una intuición, pura y simple.
—Las intuiciones nunca son puras y simples —respondió secamente Forrest—. Usted es un hombre listo. Ha venido por alguna razón.
—La señora Morgan parece creer que es usted importante —señaló Morris.
—Bueno…
—¿Es usted médico? —preguntó Flagg, con el aspecto de alguien que necesita realmente asistencia médica.
—Soy escritor. Estoy licenciado en ciencias biológicas, pero no soy médico.
—Tenemos todo tipo de licenciados en Shoshone —dijo Morris—. Geólogos, arqueólogos, etnólogos… Estudian a los indios, ¿sabe? A veces entran en el Crow Bar y se sientan y tenemos alguna conversación realmente interesante. No crea que sólo somos un puñado de ratas del desierto.
—No creí que lo fueran —respondió Hicks. ¿Oh?
—De acuerdo. ¿Frank?
—Dentro de poco llegaremos a Furnace Creek.
Hicks miró a través de la ventanilla lateral y vio la arena blanca y tostada y las manchas de vegetación, sucias carreteras a escala de tren de juguete y caminos de tierra. Luego vio la carretera principal. Forrest hizo que la Comanche diera otra pirueta. El estómago de Hicks mantuvo su disciplina, pero Flagg gimió.
—¿Alguien tiene una bolsa? —pidió—. Por favor.
—Puedes contenerte —le aseguró Morris—. Deja las acrobacias, Frank.
—Ahí está —dijo Forrest.
Inclinó el aparato de tal modo que Hicks se descubrió contemplando prácticamente en vertical, debajo de él, un conjunto de edificios esparcidos entre rocas color pardo óxido, cadáveres de árboles verdes y bajas colinas. Pudo distinguir un campo de golf extendiendo su brillante verde por entre la aridez, una pequeña pista de aterrizaje y un aparcamiento asfaltado lleno de coches y camionetas y, elevándose en aquellos momentos del aparcamiento, un helicóptero verde de dos plazas, un Cobra del Ejército.
—Mierda —dijo Forrest, tirando bruscamente hacia atrás de la palanca. Los motores de la avioneta chillaron, y la Comanche giró sobre sí misma como una hoja atrapada por un fuerte viento.
El helicóptero les interceptó y se mantuvo al lado de la Coman-che, sin que importaran los giros y revueltas que ejecutó Forrest. Flagg vomitó, y su vómito golpeó contra las ventanillas laterales y contra Hicks, y pareció cobrar vida propia, burbujeando entre las paredes y el aire. Hicks lo apartó frenéticamente de sí con las manos. Morris chilló y maldijo.
El Cobra fue ganándoles rápidamente la partida. Un copiloto con uniforme y casco en el asiento de atrás les hizo gestos de que aterrizaran.
—¿Dónde está su radio? —preguntó Hicks—. Conéctela. Déjeles que hablen con nosotros.
—Infiernos, no —dijo Forrest—. Si lo hago, tendré que aceptar…
—Maldita sea, Frank, nos dispararán si no hace lo que dicen —exclamó Morris, con la barba agitándose con los movimientos del aparato.
El copiloto del helicóptero señaló meticulosamente la carretera de abajo. Coches verdes y camiones con pintura de camuflaje circulaban a toda velocidad hacia uno y otro lado.
—Será mejor que aterricemos —admitió Forrest. Se apartó del helicóptero, descendió con una sorprendente velocidad, alzó el morro de la Comanche, y posó el aparato con al menos cuatro grandes botes sobre la gris cinta de asfalto.
Hicks intentó controlarse contra el bullir de todas sus visceras en su interior. Cuando estuvieron rodeados por lo que tomó por hombres del Servicio Secreto —con trajes grises y marrones— y policía militar con uniformes azul oscuro, lo había conseguido. Flagg había dejado caer su cabeza y seguía medio atontado en su asiento.
—Maldita sea —dijo Morris, lo más original de su repertorio que pudo encontrar.
Arthur, más encorvado de lo habitual, descendió por el embaldosado pasillo de la hostería, sin contemplar apenas las paredes de adobe y los tapices navajos blancos, negros y grises que colgaban encima de los antiguos anaqueles. Llamó a la puerta de Harry y retrocedió unos pasos, las manos en los bolsillos. Harry abrió la puerta y agitó el brazo, impaciente, para que entrara. Luego regresó al cuarto de baño para terminar de afeitarse. Se estaban preparando todos para reunirse a cenar con el presidente en el espacioso comedor del complejo dentro de una hora.
—No se lo está tomando muy bien —dijo Arthur.
—¿Quién, Crockerman? ¿Qué esperabas?
—Algo mejor que esto.
—Todos estamos mirando por el cañón de una pistola.
Arthur alzó la vista hacia la brillante puerta abierta del cuarto de baño.
—¿Cómo te sientes tú?
Harry salió levantándose una oreja para pasar la navaja por debajo de ella, el rostro blanco con los restos de la crema de afeitar.
—Bastante bien —dijo—. Dentro de un par de días tendré que irme para el tratamiento. Te lo advertí.
Arthur agitó la cabeza.
—Ningún problema. Está previsto. El presidente se marcha pasado mañana. Mañana conferencia con Xavier y Young.
—¿Y a continuación qué?
—Negociaciones con los australianos. Ellos nos mostrarán los suyos, nosotros les mostraremos los nuestros.
—¿Y luego qué?
Arthur se encogió de hombros.
—Quizá nuestro aparecido sea un mentiroso.
—Si me lo preguntas —dijo Harry—, te diré que…
—Lo sé. Todo el asunto apesta.
—Pero Crockerman ha tragado el mensaje. Está trabajando en él. Young y Xavier habrán visto el lugar… Ah, Señor. —Harry se secó el rostro con una toalla—. Esto no es tan divertido como pensé que iba a ser. ¿No es una jodida mierda? La vida es siempre una jodida mierda. Estábamos tan excitados. Ahora es una pesadilla.
Arthur alzó una mano.
—¿Adivinas quién fue capturado a bordo de una avioneta con tres tipos del desierto?
Harry parpadeó.
—¿Cómo demonios debería adivinarlo?
—Trevor Hicks.
Harry se lo quedó mirando.
—No lo estás diciendo en serio.
—El presidente está leyendo su novela en estos momentos, lo cual ya es humor, y no se trata en absoluto de una coincidencia. Evidentemente, tenía la impresión de que aquí había material para investigar. Los tres tipos del desierto han sido devueltos a Shoshone con una fuerte reprimenda y la pérdida de su aparato y licencia. Hicks ha sido invitado a la cena de esta noche.
—Esto es una locura —murmuró Harry, apagando la luz del cuarto de baño y tomando su camisa de la esquina de la cama—. Se trata de un periodista.
—Crockerman quiere hablar de algunas cosas con él. Obtener una segunda opinión.
—Ya tiene un centenar de opiniones a su alrededor.
—La última vez que me encontré con Hicks —dijo Harry—, supongo que le caí bien.
—Ahora tienes tu oportunidad.
Arthur abandonó la habitación de su amigo unos minutos más tarde, sintiéndose peor que nunca. No podía desprenderse de las sensibilidades de un niño decepcionado. Aquél había sido un maravilloso regalo anticipado de Navidad, brillante y lleno de esperanzas de un inimaginable futuro, un futuro de seres humanos interactuando con otras inteligencias. Ahora, por el amor de Dios, la Tierra podía dejar de existir en cualquier momento.
Inspiró profundamente y cuadró los hombros, deseando, no por primera vez, que el esfuerzo físico eliminara sus lúgubres pensamientos.
Las camareras y cocineros detrás de las blancas paredes y columnas paneladas en cobre del comedor habían presentado un menú formal de chuletas, arroz y ensalada César, con las verduras de la ensalada un poco pasadas debido a la interrupción de los suministros, pero todo lo demás muy aceptable. Alrededor de una mesa rectangular formada por cuatro mesas más pequeñas reunidas se sentaban los principales actores de la función en la Caldera, más Trevor Hicks, que actuaba como si quisiera recuperar en un momento todo el tiempo perdido.
He tropezado con un premio gordo, se dijo cuando el presidente y el secretario de Defensa entraron en el comedor y ocuparon sus asientos. Dos agentes del Servicio Secreto comían en una pequeña mesa cerca de la puerta.
Crockerman hizo una cordial inclinación de cabeza a Hicks, sentado al lado del presidente y frente a Lehrman.
—Esa gente ha hecho realmente un buen trabajo, ¿no creen? —dijo el presidente después de que fuera servido y consumido el plato principal. Por una especie de silencioso decreto mutuo, toda la charla durante la cena había sido sobre cosas triviales. Ahora fue traído el café en un viejo y dentado servicio de plata, servido en el propio juego de tazas de porcelana china del propietario, y pasado a lo largo de la mesa. Harry rechazó su taza. Arthur cargó su café con dos terrones de azúcar.
—Así que conoce usted al señor Feinman y al señor Gordon —dijo Crockerman mientras se reclinaban en sus asientos, con las tazas en la mano.
—Les conozco por su reputación, y conocí al señor Gordon en una ocasión cuando él se hallaba al mando del BETC —dijo Hicks. Sonrió e hizo un gesto con la cabeza a Arthur, como si se diera cuenta por primera vez de su presencia.
—Estoy seguro de que nuestra gente le ha preguntado ya qué le impulsó a venir al Furnace Creek Inn.
—Es un secreto muy mal guardado el que aquí está ocurriendo algo extraordinario —dijo Hicks—. Me impulsó una intuición.
El presidente exhibió otra de sus débiles, casi desanimadas sonrisas, y agitó la cabeza.
—Me sorprende haber sido traído aquí —prosiguió Hicks—, tras la forma en que fui tratado inicialmente. Y me siento absolutamente asombrado de encontrarle a usted aquí, señor presidente, aunque ya había deducido que tenía que hallarse por estos lugares, a través de una cadena de razonamientos que describí ya a sus agentes del Ejército y del Servicio Secreto. Digamos que estoy sorprendido de descubrir que mi intuición era certera. ¿Qué ocurre aquí?
—No estoy seguro de que podamos decírselo. No estoy seguro de por qué le he invitado a cenar, señor Hicks, y sin duda los demás caballeros que me rodean están menos seguros aún que yo. ¿Señor Gordon? ¿Tiene usted alguna objeción a la presencia de un escritor, de un periodista?
—Siento curiosidad. No pongo ninguna objeción.
—Porque creo que estamos todos demasiado metidos en esto —dijo Crockerman—. Me gustaría solicitar alguna opinión externa.
Harry hizo a Arthur un guiño desprovisto de todo humor.
—Estoy en la más absoluta oscuridad, señor —dijo Hicks.
—¿Por qué cree que estamos aquí?
—He oído…, no importa cómo, no pienso revelarlo, que hay un aparecido aquí. Supongo que es algo que tiene que ver con el descubrimiento australiano en el Gran Desierto Victoria.
McClennan escudó los ojos con una mano y agitó la cabeza.
—La transmisión no desmodulada del Air Force One. Es algo que ha ocurrido antes. Habría que fusilarlos a todos.
Crockerman desechó aquello con un gesto de la mano. Sacó un cigarro de su bolsillo, luego preguntó con una inclinación de cejas si alguien compartía su vicio. Educadamente, todos los reunidos alrededor de la mesa declinaron la invitación. Crockerman mordisqueó la punta del cigarro y lo encendió con un antiguo Zippo de plata.
—Tengo entendido, que consiguió usted una autorización para entrar en las bases militares y los laboratorios de investigación.
—Sí —dijo Hicks.
—Sin embargo, no es usted ciudadano de los Estados Unidos.
—No, señor presidente.
—¿Es un riesgo de seguridad, Carl? —preguntó Crockerman a McClennan.
El asesor de Seguridad Nacional agitó la cabeza, con los labios fruncidos.
—Excepto el hecho de ser extranjero, sus informes son buenos.
Lehrman se inclinó hacia delante y dijo:
—Señor presidente, creo que esta conversación debería terminar aquí. El señor Hicks no posee autorización formal y…
—Maldita sea, Otto, es un hombre inteligente. Estoy interesado en su opinión.
—Señor, podemos encontrar y autorizar a todo tipo de expertos para que usted hable con ellos —dijo McClennan—. Este tipo de cosas es contraproductivo.
Crockerman alzó lentamente la vista hacia McClennan, los labios fuertemente fruncidos.
—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que esta máquina empiece a desmantelar la Tierra?
El rostro de McClennan enrojeció.
—Nadie lo sabe, señor presidente —dijo.
Hicks envaró la espalda y miró a su alrededor en la mesa.
—Disculpe —dijo —, pero…
—Entonces, Carl —prosiguió Crockerman—, ¿no es la manera formal y consumidora de tiempo la contraproducente?
McClennan miró a Lehrman, como suplicándole. El secretario de Defensa alzó ambas manos.
—Usted es el jefe, señor —dijo.
—Dentro de unos ciertos límites, sí —admitió malhumoradamente Crockerman—. He decidido confiar en el señor Hicks.
—El señor Hicks, si me permite decirlo, es una celebridad en los medios de comunicación —apuntó Rotterjack—. No ha efectuado ninguna investigación, y sus cualificaciones son puramente como periodista y escritor. Estoy sorprendido, señor, de que extienda usted ese tipo de privilegio a un periodista.
Hicks, con los ojos entrecerrados, no dijo nada. La suave y soñadora sonrisa del presidente regresó.
—¿Ha terminado usted ya, David?
—Podría ser un riesgo, señor. Estoy de acuerdo con Carl y Otto. Todo esto es altamente irregular y peligroso.
—Le pregunté si había terminado.
—Sí.
—Entonces déjeme repetirlo de nuevo. He decidido confiar en el señor Hicks. Supongo que su pase de seguridad será procesado inmediatamente.
McClennan rehuyó los ojos del presidente.
—Haré que se ocupen ahora mismo de ello.
—Estupendo. Señor Gordon, señor Feinman, no estoy expresando ninguna duda acerca de sus capacidades. ¿Ponen alguna objeción al señor Hicks?
—No, señor —dijo Arthur.
—Yo no tengo nada contra los periodistas o escritores —dijo Harry—. Por muy desacertada que considere la novela del señor Hicks.
—Estupendo. —Crockerman meditó unos instantes, luego asintió y dijo—: Creo recordar que rechazamos la petición de Arthur de incluir en nuestro equipo a un tal señor Dupres, simplemente porque es extranjero. Espero que a ninguno de ustedes le importe una ligera inconsistencia ahora…
»Tenemos realmente un aparecido, señor Hicks. Nos ha dejado un visitante extraterrestre al que llamamos el Huésped. El Huésped es un ser vivo, no un robot ni una máquina, y nos dice que condujo una nave espacial desde su mundo a éste. Pero… —El presidente le contó a Hicks la mayor parte de la historia, incluida su versión de la advertencia del Huésped. De nuevo, nadie le corrigió.
Hicks escuchó atentamente, con el rostro blanco. Cuando Crockerman hubo terminado, dando chupadas a su cigarro y arrojando un glóbulo de humo en expansión, Hicks se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
—Que me condene —dijo, en voz muy baja y deliberadamente casual.
—Eso es lo que nos ocurrirá a todos si no decidimos qué hacer, y pronto —dijo Crockerman. Todos los demás estuvieron de acuerdo. Aquella era la función del presidente, y muy pocos, si acaso había alguno, se sentían felices con ella.
—Ustedes están hablando con los australianos. Ellos saben acerca de esto, por supuesto —dijo Hicks.
—Todavía no se lo hemos dicho —admitió Crockerman—. Estábamos preocupados por los efectos que podía tener la noticia sobre nuestra gente si se divulgaba.
—Por supuesto —dijo Hicks—. Yo…, tampoco sé lo que haría. Parece que hemos metido el pie en un auténtico avispero, ¿no?
Crockerman apagó su cigarro a medio fumar.
—Regreso a Washington mañana por la mañana, señor Hicks. Me gustaría que usted viniera conmigo. Usted también, señor Gordon. Señor Feinman, comprendo que usted no podrá acompañarnos. Tiene una importante cita médica en Los Angeles.
—Sí, señor presidente.
—Entonces, si no le importa, después de su tratamiento…, y mis sinceros deseos de que todo vaya bien en él, me gustaría que recomendara usted a un grupo de científicos para que se entrevisten con el Huésped, efectúen un interrogatorio más extenso… Eso no suena bien, ¿verdad? Hacer más preguntas. Ese equipo será nuestro enlace con los científicos australianos. Carl, me gustaría que arreglara usted con los australianos el que uno de sus investigadores volara a Vandenberg e interviniera en esas sesiones.
—¿Vamos a compartir con los australianos entonces, señor? —preguntó Rotterjack.
—Creo que es el único enfoque racional.
—¿Y si se muestran reluctantes a compartir nuestra idea de la seguridad?
—Treparemos el muro cuando lleguemos a él.
Un joven de aspecto cansado con un traje gris entró en el comedor y se acercó a Rotterjack. Le tendió al asesor científico un trozo de papel y retrocedió unos pasos, clavando nerviosamente los ojos en torno a la mesa. Rotterjack leyó el papel, las arrugas en torno a su boca y en su frente se hicieron más profundas.
—El coronel Phan nos envía un mensaje —dijo—. El huésped murió a las dieciocho horas de esta tarde. Phan realizará una autopsia a medianoche. Se solicita que el señor Feinman y el señor Gordon asistan a ella.
Hubo un largo silencio en torno a la mesa.
—Señor Gordon, puede ir usted, y luego, por favor, acuda a Washington tan pronto como le sea posible —dijo Crockerman. Depositó su servilleta junto a su plato, echó hacia atrás su silla en la cabecera de la mesa y se puso en pie. Parecía muy viejo a la tenue luz del comedor—. Esta noche me retiraré pronto. El día ha sido agotador, y todavía queda mucho en que pensar. David, Carl, por favor, asegúrense de que el señor Hicks se encuentre cómodo.
—Sí, señor —dijo McClennan.
—Y, Carl, asegúrese de que el personal de aquí se da cuenta de lo mucho que apreciamos sus servicios pese a los inconvenientes que les hemos causado.
—Sí, señor.
AAP/UK Net, 8 de octubre de 1996; Woomera, Iglesia Local de Nueva Australia:
El reverendo Brian Caldecott ha proclamado que los extra-terrestres australianos son unos «patentes fraudes». Caldecott, conocido desde hace mucho por sus feroces arengas contra toda forma de gobierno, y por conducir a sus discípulos a un regreso al «Jardín del Edén», que afirma que estuvo localizado en su tiempo en las inmediaciones de Alice Springs, acudió a Woomera con una caravana de treinta Mercedes-Benz blancos para efectuar un mitin esta tarde. «Esos “alienígenas” son el intento del Partido del País de engañar a todos los ciudadanos del mundo, y convertir al gobierno australiano, bajo el primer ministro Stanley Miller, en el centro de un gobierno mundial, lo cual, por supuesto, deploro.» La cruzada de Caldecott sufrió un retroceso en sus relaciones públicas el año pasado cuando se descubrió que estaba casado con tres mujeres. La iglesia de Nueva Australia declaró inmediatamente que la bigamia era un principio religioso, agitando aún más un guiso legal que ya estaba bastante inestable.