Hicks, con los ojos cansados y el traje arrugado, estaba sentado en la silla de recto respaldo junto a la mesa de escritorio de su habitación del hotel y revisaba el contenido del archivo que había etiquetado «Hurra». «Hurra» contenía una selección de la información obtenida tras veinticuatro horas de revisión y quizá trescientos dólares de coste entre los principales boletines de noticias especializados de todo el mundo. No le preocupaba el precio, ni en tiempo ni en dinero. Se sentía flotar.
Australia tenía efectivamente un artefacto en su Gran Desierto Victoria, algo al parecer camuflado para que pareciera una enorme masa de granito rojo. El gobierno australiano había conseguido mantener el secreto durante unos treinta días, hasta que las filtraciones a través de las agencias militares y científicas amenazaron con barrerlo en medio de la historia más grande de todos los tiempos. Todo esto y más —especulaciones, rumores— se había ido repitiendo una y otra vez en todas las redes a las que había tenido acceso. Aunque el gobierno todavía no había dado a la luz pública todos los detalles, se esperaba que esto ocurriera de un momento a otro.
El boletín Regulus era utilizado exclusivamente por los astrónomos pertenecientes al Club 21 cm, del que él era miembro honorario. Después de pasar revista a todos los mensajes especializados y de interés general, Hicks había encontrado, en una pequeña sección encabezada «Rumores irresponsables», una críptica nota sin firma: «Soy un fanático radioaficionado, ¿de acuerdo? No diré más sobre identidades. Capté una transmisión no desmodulada del AF1 —eso, decidió Hicks, debía ser el Air Force One, el avión presidencial—, referente a “nuestro propio aparecido en la Caldera”. El hombre se encaminaba al oeste, a Vandenberg. ¿Puede esto ser…?»
Hicks frunció de nuevo el ceño al leer otra vez eso. Conocía a varios pilotos de transbordadores con base en Vandenberg. ¿Se atrevería a llamarles y preguntarles si había ocurrido allí algo desacostumbrado? ¿Se atrevería a mencionar «nuestro propio aparecido en la Caldera»?
Una llamada en la puerta interrumpió sus pensamientos. Se dirigía hacia ella cuando la puerta se abrió y una joven asiática con una blusa verde lima y pantalones entró de espaldas.
—Limpieza de habitaciones —anunció, al verle—. ¿Puedo?
Hicks miró abstraído la habitación, aliviado de haber decidido ponerse una bata. A menudo trabajaba desnudo…, la costumbre de un soltero empedernido.
—Por favor, todavía no.
—¿Pronto? —preguntó la joven, sonriendo.
—Pronto. Dentro de una hora.
La joven volvió a cerrar la puerta a sus espaldas. Hicks caminó arriba y abajo desde las cortinas de la ventana hasta la puerta del cuarto de baño, la barbilla apoyada en una mano, el rostro tan limpio e inocente como el de un niño.
—No puedo pensar correctamente —murmuró. Conectó la televisión, sintonizó un canal de noticias las 24 horas del día, y se sentó en una esquina de la cama.
Por un momento creyó haber conectado por error con una emisora de películas las 24 horas del día. Tres brillantes objetos plateados, con la forma de calabazas de largo cuello, flotaban encima de un árido suelo arenoso. Cerca de ellos había un enorme camión rematado con todo un bosque de equipo electrónico sensor. El camión proporcionaba escala a los objetos; cada uno era alto como un hombre. Hicks se adelantó para subir el volumen, y el comentarista apareció a media frase:
—… desde hace cuatro días, muestra los tres dispositivos mecánicos a control romoto que el gobierno australiano afirma que emergieron de una nave espacial camuflada. El gobierno dice que esos dispositivos se han comunicado con sus científicos.
El vídeo de las calabazas plateadas y del camión fue reemplazado por una escena típica de conferencia de prensa, con un hombre apuesto de unos treinta años vestido con traje marrón de pie tras un podio de plástico, leyendo un comunicado preparado de antemano:
—Nos hemos comunicado con esos objetos, y ahora podemos afirmar que no son criaturas vivas, sino robots, que representan a los constructores de la nave espacial; ha sido confirmado ya que se trata de una nave espacial…, enterrada en la roca. Aunque las comunicaciones están siendo todavía analizadas y no serán hechas públicas inmediatamente, la sustancia de la información proporcionada fue positiva, es decir, ni amenazadora ni alarmante en ningún sentido.
—Por la sangre de Cristo —murmuró Hicks.
La imagen de las calabazas flotantes reapareció.
—Están flotando —dijo Hicks—. ¿Qué es lo que las mantiene en el aire? Vamos, malditos bastardos. Haced vuestro trabajo y decid qué maldito infierno está ocurriendo.
—El comentario de los líderes mundiales, incluido el Papa, tras esos mensajes…
Hicks agitó los brazos y maldijo, pateó la mesilla de la televisión y apagó el aparato de un puñetazo. Podía gastar otras veinticuatro horas y otros trescientos dólares persiguiendo rumores a través de todas las redes y boletines de noticias de todo el mundo, o…
O podía dejar de ser un novelista promocionando su obra y empezar a ser de nuevo un periodista, descubriendo las noticias detrás de las noticias. Ciertamente no en Australia. A estas alturas el Gran Desierto Victoria debía contener representantes de los medios de comunicación de todo el mundo hasta en la sopa, intentando entrevistar cada grano de arena.
Un débil recuerdo de una obligación llameó de pronto en su consciencia. Tenía una cita aquella mañana.
—Mierda. —Aquella sola palabra, dicha casi con alegría, expresaba adecuadamente su ligera irritación por haber olvidado la entrevista en la televisión local. Hubiera debido presentarse en los estudios hacía cinco horas. Pero no importaba. Iba detrás de algo.
«La Caldera»…, ¿qué demonios podía ser eso? Indudablemente un lugar: Furnace. Sí, eso era. Al parecer, en alguna parte cerca de Vandenberg. Había visitado siete veces Vandenberg a lo largo de su carrera, dos de ellas para cubrir importantes lanzamientos combinados militares-civiles del transbordador espacial a la órbita polar. Hicks extrajo su reproductor de discos compactos del bolsillo de una maleta y lo conectó al ordenador. Indexó el sector del Atlas Mundial en su disco de referencia y buscó la F en el índice.
—Furnace. Furnace…, Furnace…
Encontró rápidamente varios Furnace, el primero en el condado de Argyll, en Escocia. Había también un Furnace en Kentucky, y un Furnace L (¿qué era la L, «lago»?) en el condado de Mayor, en Irlanda. Furnace, Massachusetts… Y Furnace Creek, California. Entró el número del mapa y las coordenadas. En menos de dos segundos tenía en pantalla un detallado mapa a color de una zona de un centenar de kilómetros en cuadro. Un dibujo parpadeante en la esquina inferior izquierda indicaba que había disponible una fotografía comparativa tomada desde un satélite. Sus ojos registraron el mapa hasta que apareció una flecha, parpadeando cerca de un pequeño punto.
—Furnace Creek —dijo, sonriendo—. Al borde del Valle de la Muerte, no lejos de Nevada, en realidad… —Pero no muy cerca de Vandenberg…, de hecho, al otro lado del estado. Cambió de discos y tecleó la información del Automóvil Club de California del Sur. El ordenador encontró un listado de hacía un año. «1995L Resumen: Furnace Creek Inn. 67 habitaciones. Golf, equitación. Antiguo y pintoresco lugar dominando el Valle de la Muerte. Tres estrellas.»
Hicks pensó unos instantes, muy consciente de que los hechos no encajaban tan perfectamente como le hubiera gustado. Actuando principalmente por instinto, tomó el teléfono, pulsó el botón de línea al exterior, y pidió el código de zona de Furnace Creek. Era el mismo que el de San Diego, pese a que se hallaba a centenares de kilómetros al nornoreste. Sacudiendo la cabeza, llamó a información y pidió el número del Furnace Creek Inn. Una voz mecánica le dio la información y colgó, silbando.
El teléfono sonó tres veces al otro lado. Una voz soñolienta, con la sensación de pertenecer a una chica joven, respondió. Hicks comprobó de nuevo su reloj, por cuarta vez en diez minutos. Por primera vez prestó atención a las cifras. La una y cuarto de la tarde. No había dormido en toda la noche.
—Reservas, por favor.
—Al habla —dijo la chica.
—Me gustaría reservar una habitación para mañana.
—Lo siento, señor, es imposible. Estamos totalmente llenos.
—¿Puedo hacer entonces una reserva para cenar?
—El establecimiento está cerrado por unos días, señor.
—¿Una gran fiesta? —aventuró Hicks, notando que su sonrisa se ensanchaba—. ¿Reservas especiales?
—No puedo decírselo, señor.
—¿Por qué no?
—No me está permitido dar ninguna información en estos momentos.
Hicks casi pudo ver a la chica morderse los labios.
—Gracias. —Colgó y se dejó caer en la cama, repentinamente exhausto.
¿Quién más podía haber rastreado aquel mismo camino?
—No puedo dormir —decidió, y se sentó de nuevo. Llamó al servicio de habitaciones y pidió café y un desayuno abundante: jamón, huevos, todo lo que tuvieran. El empleado le ofreció un revoltillo de tres huevos con jamón y pimientos dulces…, una tortilla Denver, como si los cerdos y los pimientos fueran algo especial de aquella ciudad. Aceptó, mantuvo apretado el botón, y llamó a la agencia de viajes del vestíbulo listada en el directorio del hotel.
El agente, una mujer de apariencia eficiente, le informó que había una pista de aterrizaje privada cerca de Furnace Creek, pero que lo más cerca que podía viajar comercialmente era hasta Las Vegas.
—Tomaré un asiento en el primer vuelo que salga —dijo. La mujer le dio el número del vuelo y la hora de partida, dentro de casi una hora, un poco justo, y el número de la puerta de embarque en el aeropuerto Lindbergh, y le preguntó si iba a necesitar un coche de alquiler.
—Sí, por supuesto. A menos que pueda volar directamente hasta allí.
—No, señor. Por ese lado sólo hay pequeñas pistas particulares, ningún servicio de enlace comercial. El viaje en coche desde Las Vegas hasta Furnace Creek le tomará entre dos o tres horas —dijo, y añadió—: si es usted como todos los demás que conducen por el desierto.
—Todos unos locos, ¿eh? —preguntó.
—Y unas locas también —respondió secamente la agente.
—Sí, todo el mundo loco —murmuró Hicks—. También me gustaría una habitación para esta noche. En un hotel tranquilo. Sin juego. —Iba a ser última hora de la tarde cuando llegara a Las Vegas, y no podría partir hacia el Valle de la Muerte antes de que oscureciera. Mejor concederse una buena noche de sueño, pensó, y salir por la mañana.
—Déjeme confirmar sus reservas, señor. Necesitaré el número de su tarjeta de crédito. ¿Está usted hospedado en el Ínter-Continental?
—Lo estoy. Trevor Hicks. —Deletreó el nombre y le dio el número de su American Express.
—Señor Trevor Hicks. ¿El escritor? —preguntó la agente.
—Sí, el mismo, Dios la bendiga —respondió.
—Le oí ayer por la radio.
Se imaginó a la agente de viajes como una hermosa y bronceada rubia en bikini. Quizá había sido injusto con la KGB-FM.
—Oh. ¿De veras?
—Sí. Fue muy interesante. Dijo usted que llevaría a un alienígena a casa para que conociera a su mami. A su madre. ¿Incluso ahora?
—Sí, incluso ahora —respondió—. Creo que todos tendríamos que mostrarnos muy amistosos hacia los extraterrestres, ¿no cree?
La agente dejó escapar una risita nerviosa.
—La verdad es que me hacen estremecer.
—A mí también, querida —dijo Hicks. Un agradable, delicioso estremecimiento.
Harry se detuvo delante del cristal, las manos en los bolsillos, contemplando al Huésped. Arthur conferenciaba con dos oficiales al otro lado de la habitación, discutiendo cómo iban a ser realizados los primeros exámenes físicos.
—No entraremos en la habitación esta vez —dijo—. Tenemos sus fotografías y…, muestras de tejidos del primer día. Nos mantendrán ocupados.
Harry sintió una pequeña oleada de irritación.
—Idiotas —dijo para sí mismo. El Huésped, como de costumbre, permanecía enroscado bajo las sábanas de la plataforma baja, asomando sólo un «pie» y una «mano».
—¿Perdón, señor? —preguntó el oficial de servicio, un hombre alto y musculoso de aspecto nórdico de unos treinta años.
—He dicho «idiotas» —repitió Harry—. Muestras de tejidos.
—Yo no estaba aquí, señor, pero no sabíamos si el Huésped estaba vivo o muerto —dijo el hombre de aspecto nórdico.
—De todos modos —interrumpió Arthur, agitando una mano hacia Harry: déjalo correr—, son útiles, no importa como fueron tomadas. Hoy voy a pedirle al Huésped que se ponga en pie y nos permita fotografiarle desde todos lados, en todas las posturas, mientras permanece activo. También le pediré que se someta a más exámenes más adelante…
—Señor —dijo el hombre de aspecto nórdico—, ya hemos discutido esto, y considerando la advertencia que nos ha transmitido el Huésped, creemos que es necesaria una cautela absoluta.
—¿Sí?
—Estamos revelando muchas cosas de nosotros mismos. Esta información podría estar siendo retransmitida al objeto que hay en el Valle de la Muerte, junto con la forma como llevamos nuestros exámenes, los rayos X y todo eso; podría decirles mucho acerca de lo adelantados que estamos y cuáles son nuestras capacidades.
—Por el amor de Dios —dijo Harry. Ignoró la seca mirada de Arthur—. Han estado escuchando nuestras emisiones durante Dios sabe cuántas décadas. A estas alturas ya saben todo lo que se puede saber sobre nosotros.
—No creemos que eso sea necesariamente así. Una gran cantidad de información simplemente no es transmitida por los medios de comunicación civiles, y evidentemente no por los militares.
—Pueden analizarnos hasta la punta de las uñas de los dedos de nuestros pies simplemente por el hecho de que aún seguimos emitiendo radioondas analógicas —dijo Harry, sin apartarse de la ventana.
—Sí, señor, pero…
—Sus observaciones son bien recibidas, teniente Dreyer —dijo Arthur—, pero no vamos a poder llegar a ninguna parte a menos que examinemos al Huésped. Si eso significa algún intercambio en los dos sentidos, que así sea. Si el Huésped es una extensión de la nave, tal vez podamos descubrirlo a través de los exámenes.
—Es una idea interesante —concedió Harry en voz baja.
—Sí, señor —dijo Dreyer—. Me han comunicado que le entregue esto…, es su itinerario para la visita del comandante en jefe. Estamos a su disposición.
—De acuerdo. Vamos con ello. —Arthur avanzó por el ligeramente inclinado suelo hasta la ventana y se detuvo junto a Harry. Pulsó el botón que activaba el intercom con la habitación del Huésped.
—Disculpe. Nos gustaría proseguir nuestras preguntas y exámenes.
—Sí —dijo el Huésped, echando a un lado las sábanas y poniéndose lentamente en pie.
—¿Cuál es su estado de salud? —preguntó Arthur—. ¿Se encuentra bien?
—No me encuentro nada bien —dijo el Huésped—. La comida es adecuada, pero no lo bastante sustentadora.
Se había permitido al Huésped elegir entre una variedad de cuidadosamente preparadas «sopas». Las primeras muestras de tejido habían revelado que el Huésped podía concebiblemente digerir los azúcares dextrógiros y las proteínas que se hallaban generalmente en las formas de vida de la Tierra. Le era suministrada también agua purificada en jarras que le eran entregadas junto con la «comida». Hasta entonces, el Huésped no había excretado nada en la amplia bandeja de muestras de acero inoxidable que habían dejado abierta en otra esquina de la habitación. El Huésped había comido parcamente y sin aparente entusiasmo.
—¿Puede describrir las sustancias que le hubieran complacido?
—En el espacio, hibernamos…
Harry subrayó el «mos» en su bloc de notas.
—Y nuestra nutrición era proporcionada por máquinas sintetiza-doras a lo largo de todo el viaje.
Arthur parpadeó. Harry garabateó furiosamente.
—Desconozco los nombres de las sustancias en este idioma para describirlas. La comida que me proporcionan ustedes parece adecuada.
—Pero no es de su gusto.
El Huésped no respondió.
—Nos gustaría efectuar otro examen físico —dijo Arthur—. No vamos a tomar más muestras de tejidos.
El Huésped ocultó sus tres ojos castaños y luego volvió a extraerlos, pero no dijo nada, de pie allá en lo que podría describirse como una postura abatida…, si el Huésped podía sentirse abatido, y si el lenguaje corporal era similar…
—No tiene usted obligación de cooperar —señaló Arthur—. No deseamos obligarle a nada.
—Dificultades con el habla, con el idioma —dijo el Huésped. Dio un paso hacia un lado en un movimiento fluido, hasta el rincón del fondo de la derecha—. Hay preguntas que ustedes no formulan. ¿Por qué?
—Lo siento, no comprendo.
—No formulan ustedes preguntas acerca de pensamientos internos.
—¿Quiere decir, lo que está usted pensando?
—Los estados interiores son mucho más importantes que la construcción física, ¿no? ¿No es eso cierto para sus inteligencias?
Harry miró a Arthur.
—De acuerdo —dijo Harry, dejando sus notas a un lado—. ¿Cuál es su estado interior?
—Desorganizado.
—¿Está usted confuso? —preguntó Harry.
—Intranquilo. La misión ha sido completada. No sobreviviremos a este incidente.
—No sobrevi… —Arthur se interrumpió, buscando las palabras adecuadas—. Cuando la nave parta, ¿usted no irá a bordo?
—No está haciendo usted las preguntas adecuadas.
—¿Qué preguntas deberíamos hacer? —Harry tabaleó con su lápiz en el brazo de la silla.
El Huésped pareció enfocar sus tres ojos color coñac en su gesto.
—¿Qué preguntas deberíamos hacer? —repitió Harry.
—Proceso de destrucción. Pasadas muertes de mundos. Cómo encajan ustedes en el esquema.
—Sí, tiene razón —dijo rápidamente Arthur—. No hemos estado haciendo esas preguntas. Experimentamos temor, un estado emocional negativo, y realmente no intentamos saber. Puede que sea irracional…
El Huésped alzó muy en alto su «barbilla», revelando las dos hendiduras y una sombría depresión de cinco centímetros de ancho en la parte inferior de la mitra.
—Emociones negativas —repitió—. ¿Cuándo harán esas preguntas?
—Algunos de nuestros líderes, incluido nuestro presidente, se reunirán con nosotros aquí mañana. Ése podría ser un buen momento —indicó Harry.
—Creo que será mejor que las oigamos primero ahora. —Arthur se mostró intranquilo ante la idea de ir lanzándole ciegamente información a Crockerman. No tenía la menor idea de cómo podía reaccionar el hombre.
—Sí —dijo el Huésped.
—Primera pregunta, pues —empezó Arthur—. ¿Qué le ocurrió a su mundo?
El Huésped empezó su historia.