AGNUS DEI

El niño, destruido por los lobos, cae y queda inmóvil en el bosque, y la larga oscuridad se llena de un inalterado silencio.


PERSPECTIVA

Gaceta de Nueva Marte, 21 de diciembre de 2397; editorial, por Francine Gordon:

La pantalla para la edición de hoy está llena con noticias del Arca Central. Otros cuatrocientos de nosotros, la mayor parte procedentes de las arcas eurasiáticas, han sido revividos del sueño profundo y preparados para su llegada a Nueva Marte por los Mamis. (¿Recuerda alguien quién fue el primero en llamar a los robots Mamis? Fue Reuben Bordes, entonces con diecinueve años, revivido hace ocho años y ahora en la Misión de Reconocimiento de Nueva Venus.) Nuestra población ha batido hoy la marca de 12.250; los Mamis dicen que lo estamos haciendo muy bien, y les creo.

Nueva Marte celebra hoy su primer año de autonomía. Los Mamis ya no ejercen lo que mi esposo ha llamado la autoridad de los cuidadores del zoo. Ya empezamos a reunirnos en facciones y a discutir; pero ésas son señales de un planetismo renacido que llega de nuevo a la madurez. ¿Debe alegrarnos eso? No a los políticos, que se preparan para la llegada de nuevos marxistas.

Pero lo que realmente celebramos, por supuesto, es el cuatrocientos aniversario del Impacto de Hielo que inició Nueva Marte. Este mundo se ha convertido ya en un hogar para la mayor parte de la raza humana. Me siento más unida ahora a Nueva Marte que a la Tierra, por blasfemo que eso pueda parecer; creo que en nuestros corazones debemos reconocer que los diez años transcurridos desde que la mayoría de nosotros salimos de nuestro sueño han amortiguado el dolor de la muerte de la Tierra. No lo han eliminado, sólo lo han disminuido un poco…

No podemos olvidar.

Dentro de cuatro días muchos de nosotros celebraremos la Navidad. En la Tierra, ésa era una época de esperanza, de promesa de resurrección. Incluso los ateos entre nosotros captan el poder de esta estación y esta fiesta en particular, especialmente ahora, puesto que, como Cristo, llevamos el peso de miles de millones de almas sobre nuestros hombros; y más aún, cargamos con la responsabilidad de la biosfera de todo un planeta. Somos como niños convertidos prematuramente en padres, y el peso es a menudo demasiado pesado para soportarlo.

De todos modos, el índice de suicidios en Nueva Marte ha descendido espectacularmente en los últimos tres años. Estamos descubriendo de nuevo nuestros pies; nos sentimos desesperadamente débiles, pero estamos decididos. No pereceremos.

No olvidaremos nuestros deberes, como tampoco los olvidarán aquellos que partieron en las Naves de la Ley en busca del hogar de los devoradores de planetas. Mi hijo está ahí fuera con ellos; ¿qué debe celebrar él, en su equivalente del 21 de diciembre?

Para aquellos de vosotros que han soportado este a menudo indisciplinado y errante pequeño periódico, en este día de celebración, mi esposo y yo extendemos a todos vosotros nuestro más profundo agradecimiento. Esperamos que nuestra filosofía —la de que Nueva Marte y Nueva Venus son y serán nuestros auténticos hogares— os haya proporcionado algún consuelo.

Toda la Tierra se ha visto reducida a una pequeña ciudad. Fueran cuales fuesen nuestras diferencias, estamos todos extraordinariamente unidos. Os queremos a todos, y damos la bienvenida a nuestros recién despertados hermanos y hermanas eurasiáticos.


* * *

Arthur se enfundó su termotraje y se sujetó un pequeño tanque de oxígeno al cinto. Incluso el año pasado, el aire se había vuelto más intenso, y no sólo en el valle Mariner, sino también en las llanuras de musgo verde y líquenes de las tierras altas. Sin embargo, era mejor asegurarse; si necesitaba esforzarse, el tanque de oxígeno podía salvarle la vida.

En la pequeña esclusa individual de aire, pudo oír el distante y apagado sonido de la celebración en el salón principal de Geópolis. Ya había tenido suficiente compañía para la velada; ahora necesitaba soledad, tiempo para pensar y reconsiderar.

La compuerta se abrió y salió a una extensión de crujiente y ubicuo liquen. El aire del valle al anochecer era frío e inmóvil, y las estrellas brillaban fijas como cristal.

El cielo resplandecía con un encantador malva suave, virando al verde hacia el cenit. Al sudeste, las altas paredes del valle captaban los últimos rayos del sol del día, una delgada e irregular franja horizontal de un naranja intenso.

Nueva Marte se había recuperado de su colisión con el fragmento helado de Europa en los 390 años que ellos habían permanecido en sueño frío, dejando caer su manto de nubes después de dos siglos de casi constante lluvia. Las inundaciones habían lavado el terreno rojo y ocre, y el incremento de temperatura había liberado el helado anhídrido carbónico de los polos, espesando la atmósfera. En aquel momento, hacía un siglo, Nueva Marte había sido ideal para las plantas primitivas. Arriba y abajo del valle, el polvo y las rocas se habían visto alfombrados por líquenes y musgos, y los nuevos y pequeños mares habían sido sembrados con fitoplancton.

El oxígeno regresó pronto en cantidad a Nueva Marte.

Más al norte, los impactados restos de Fobos y Deimos, ricos en materiales orgánicos, sostenían las granjas de las tierras altas con sus nuevas variedades de trigo, y los primeros experimentos con bosques de tipo terrestre, especialmente coníferas. Dentro de unas pocas décadas, Nueva Marte dispondría de territorios virtualmente indistinguibles de la Tierra. Nueva Marte —se había adoptado para el nuevo planeta el género femenino de la Madre Tierra— prometía ser un mundo de amplias praderas verdes, altos bosques semiáridos, y profundos, casi tropicales valles llenos de oxígeno.

Ocho mil personas se habían aposentado ya allí, dos tercios de la raza humana. El tercio restante seguía viviendo en el Arca Central, algunos aprendiendo la teoría de la dirección planetaria, algunos —unos pocos seleccionados— aguardando su posibilidad de conducir más astronaves para hacer cumplir el juicio de la Ley.

Con provisiones virtualmente ilimitadas de energía, sin armas, y con recursos suficientes para cien veces su número, su vida en Nueva Marte prometía ser idílica. Como siempre, sólo su propia obstinación podía cambiar aquello.

Caminó entre los invernaderos de lechosas paredes de cristal y subió una baja colina hasta un lugar desde donde podía contemplar la hendidura Feinman. Allá abajo, los ganaderos cuidaban de los primeros animales nacidos del almacenamiento genético. El clima era más cálido allá abajo, y llovía mucho más a menudo, y algunos se quejaban de que en una sociedad auténticamente libre, ése era un territorio digno de ser ocupado, pero la zona estaba estrictamente reservada para el ganado de cría. Cederlo ahora a los más bajos instintos de la comunidad podía poner de nuevo a los Mamis sobre sus hombros; ya había ocurrido una vez antes, en el Arca Central, cuando la autoridad política humana se había descompuesto en la anarquía. Arthur no deseaba verlo ocurrir de nuevo.

Los niños odian ser castigados.

Nadie sabía quiénes habían enviado a aquellos rígidos y dedicados robots guardianes. Lo más posible era que nunca llegaran a saberlo. Arthur sospechaba que incluso los benefactores tenían que mostrarse cautelosos ante sus protegidos; era mejor, por el momento, permanecer simplemente ocultos y tranquilos.

Arthur se pellizcó la mejilla y cerró su placa facial contra el frío. Luego miró hacia el este, por encima de la rosada neblina del crepúsculo, y vio el punto plateado de Venus, aún envuelto en un manto de nubes.

Reuben Bordes estaba al mando de la primera misión exploradora y de diagnóstico de Venus. Hacía veinte años, las ahora húmedas nubes venusianas se habían abierto brevemente, y había caído una lluvia de una década de duración, lanzando a los ácidos de la superficie del planeta a una batalla química con la roca fundida arrojada a los cielos por tres siglos de nuevo vulcanismo. Las nubes se habían cerrado de nuevo, y la expedición de reconocimiento había partido del Arca Central.

Arthur no envidiaba a Reuben su tarea. Venus era un caso difícil; podían pasar siglos antes de que los humanos pudieran vivir en número significativo en su superficie.

Lo que estaba buscando realmente era una visión clara de la Vía Láctea, de modo que pudiera contemplar Satigario. Echaba profundamente en falta a Martin. Verse desgajado del pasado significaba anhelar más el futuro; Martin era buena parte del futuro de Arthur, aunque sabía que nunca volverían a verse de nuevo, y no se habían comunicado desde hacía año y medio, según el esquema de tiempo de Arthur.

Martin había partido con la séptima Nave de la Ley, con cincuenta compañeros humanos como tripulación, sólo ocho años después de la destrucción de la Tierra, antes de que la mayor parte de los supervivientes fueran puestos en sueño frío. Las naves llevaban viajando siglos ahora, acelerando y decelerando, buscando, reaprovisionándose de combustible en las heladas lunas de hielo.

Halló Sagitario, el Arquero, entre Escorpión y Capricornio. Alzó su enguantada mano y señaló: allí, en alguna parte. Dentro del arco trazado por su tembloroso dedo estaba el sistema solar de los asesinos de la Tierra.

Qué terrible era el cielo ahora. Arthur deseó poder compartir la visión de Harry de unos sistemas solares unidos formando enormes «galactismos». Ahora, por lo que los Mamis les habían dicho, la galaxia era en el mejor de los casos una frontera vagamente explorada, en el peor de los casos una viciosa jungla.

La galaxia, también, era joven.


Los devoradores de planetas no habían venido de una distancia tan grande, después de todo. Los primeros signos de los camuflajes de sus constructores interestelares, su coloración protectora, se hicieron evidentes a menos de un centenar de años luz del sol.

Martin, un hombre tranquilo y solemne que había crecido para parecerse a su padre, flotaba entre una tripulación de estudiantes-pilotos más jóvenes en la cubierta de observación de la Nave de la Ley, fina como una aguja y de diez kilómetros de longitud. Todas las Naves de la Ley habían sido construidas con el material de la propia Tierra muerta. Con el centro de la galaxia a la vista, aún inconcebiblemente lejos, recordó las discusiones que había tenido con los Mamis de la nave al principio del viaje.

—¿Y si encontramos la civilización de los devoradores de planetas, y ha madurado? ¿Y si es hermosa y noble y rica de cultura, y lamenta sus pasados errores? ¿Deberemos destruirla igualmente?

—Sí —habían respondido los Mamis.

—¿Por qué? ¿Qué bien conseguiremos con ello?

—Porque es la Ley.

De hecho, los constructores de los devoradores de planetas habían llegado muy pronto, hacía miles de años, a darse cuenta de su error. Habían entretejido los sistemas planetarios en torno a su estrella madre con docenas de falsas civilizaciones, engañosos radiofaros, incluso señuelos biológicos creados a través de la ingeniería genética, completos hasta su último detalle excepto uno…, la habilidad de engañar a una Nave de la Ley.

Tres años de la nave antes, Martin había recorrido la superficie de uno de esos planetas señuelo, maravillándose ante la creatividad, el absoluto gasto de energía.

El planeta había revelado sofisticadas defensas. Apenas habían conseguido escapar de la trampa.

Ahora se estaban acercando…

Si fracasaban, otros les seguirían; más informados, más conscientes de los peligros y trampas de aquel ramal de los bosques galácticos.

Pese a sus dudas intelectuales, Martin se sentía comprometido. A menudo pensaba en la vieja Ley, y en los centenares de civilizaciones maduras que la habían abrazado. En su corazón, un frío y racional odio y un hambre de venganza hacía eco a las exigencias de justicia.

Sabía, por extraño y fuera de proporción que pudiera ser, que una de sus motivaciones subconscientes clave era vengar la muerte de un simple y no complicado amigo: un perro. Recordaba vívidamente aquellas horas en la cabina de observación del arca que habían endurecido su alma.

Muchos de los humanos a bordo de la Nave de la Ley habían nacido en el Arca Central y nunca habían conocido su mundo natal. Todos ellos estaban dedicados a la búsqueda, indiferentes a todo lo demás.

Silenciosamente, cada día, antes del breve sueño del espacio profundo, Martin pronunciaba un juramento que se había hecho a sí mismo:

A aquellos que mataron la Tierra: ¡cuidado con sus hijos!

Así es como se mantiene el equilibrio.

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