¡LACRIMOSA DIES ILLA!

60

Una humosa niebla colgaba alta sobre el valle, procedente de los incendios del este: Idaho, Arizona, Utah. El sol matutino resplandecía con un color naranja brillante a través de aquel manto, bañando todo el Yosemite con una luz fantasmagórica del color del Apocalipsis.

Edward pasó frente al almacén y vio a Minelli sentado en su coche en el aparcamiento, con la portezuela abierta, escuchando la radio, con una pierna cruzada sobre la otra y limpiándose el barro seco de la suela de su bota con una ramita.

—¿Cuáles son las noticias? —preguntó Edward, apoyando su bastón en el parachoques del coche.

—Nada próximo a nosotros todavía —respondió Minelli—. Incendios al sur, extendiéndose hacia el sur pero no hacia el norte, e incendios al este a unos quinientos o seiscientos kilómetros.

—¿Nada más?

—Los proyectiles han caído por debajo del nivel microsísmico. Ya nadie puede oírlos. —Hizo una mueca y arrojó la ramita sucia de barro al asfalto—. Te hace desear estar ahí fuera trabajando, ¿no? Tomándole el pulso al paciente.

—En realidad no —respondió Edward—. ¿Has dado ya tu paseo hoy?

—Lo he dado —dijo Minelli, haciendo un gesto hacia el oeste—. Desde las cinco. Es agradable levantarse cuando aún es oscuro. La salida del sol fue espectacular. Muchos de mis hábitos están cambiando. Me siento muy tranquilo ahora. ¿Tiene algún sentido eso?

—Negativa, furia, retirada…, aceptación —dijo Edward—. Los cuatro estadios.

—Sigo sin aceptar nada —respondió Minelli—. Sólo me siento tranquilo acerca de lo que va a ocurrir. ¿Dónde vas?

—Voy a seguir el Sendero de las Brumas hasta las cataratas Vernal y Nevada. Nunca he estado ahí.

Minelli asintió.

—¿Sabes? He pensado en dónde me gustaría estar cuando se produzca el primer estrujón. —Alzó un dedo hacia la Punta Glaciar—. Puede verse todo desde ahí arriba, y supongo que será algo espectacular. Daré un paseo hasta allí y acamparé al aire libre durante una semana o todo el tiempo que sea necesario, sólo para estar preparado.

—¿Y si encuentras alguna mujer?

—Espero que venga conmigo —dijo Minelli—. Pero no tengo muchas esperanzas. —Se frotó la barba y sonrió perversamente—. No soy una Elección Tipo A.

Edward contempló una pegatina en la ventanilla lateral: NACIDO PARA IRSE AL INFIERNO.

—Mazel —dijo por encima del hombro, echando a andar hacia el este.

—Soy un chico católico. No conozco esa expresión.

—Yo soy episcopaliano —dijo Edward.

—¿Cuándo piensas volver?

—A tiempo para la reunión de las cinco.


Edward siguió la serpenteante pendiente del primer tramo del Sendero Muir, deteniéndose en los lugares panorámicos para contemplar el paisaje de las gargantas llenas por la rugiente y agua espumosa. Estaba a media subida del Sendero de las Brumas a las once. El olor del musgo y la espuma y el empapado humus llenaba su olfato. La cascada Vernal aullaba constantemente a su izquierda, nubes fantasmales de agua en suspensión empapaban sus ropas y perlaban de cuentas su rostro y manos. Hizo una mueca ante el frío, pero se había negado a llevar una parka o cualquier otra cosa que le aislara.

Las empapadas y oscuras rocas grises del sendero reflejaban el cielo y adquirían un tono marrón anaranjado sombrío. Cuando la brisa empezó a lanzar gruesos dedos de bruma en su dirección, pareció suspendido en medio de una cálida niebla ambarina, con la cascada y las paredes de granito cubiertas de musgo y azotadas por la intemperie perdidas en un vaporoso vacío.

Vi la Eternidad la otra noche, citó, y al no recordar el resto terminó en voz alta:

—Y me asustó terriblemente…

En la parte superior de la cascada Vernal, cruzó una amplia y casi nivelada extensión de seco granito blanco, con una mano sobre la barandilla de hierro, y se detuvo cerca del amplio y pulido labio verdoso de la caída. Ahí estaban el ruido y la energía, pero poco de la humedad; observación e inmediatez, y sin embargo aislamiento. La auténtica experiencia, pensó Edward, sería deslizarse cascada abajo en medio del agua, suspendido en el frío verde y blanco, con las cortinas de burbujas y las largas y translúcidas superficies verticales distorsionando todo el cielo y la tierra. ¿Cómo sería vivir como un espíritu acuático, capaz de permanecer suspendido mágicamente en medio de una muerte segura?

Miró al otro lado hacia el Liberty Cap y pensó de nuevo en los vastos espacios de granito invisibles dentro de los domos. ¿Por qué esa obsesión con lugares fuera de la vista?

Frunció concentradamente el ceño, intentando apresar el pensamiento monstruosamente grande que había captado de una forma tan inconcreta. Las cosas vivas sólo ven la superficie, no pueden existir en las profundidades. La vida está pintada en la superficie de lo real. La muerte es el gran volumen inexplorado. La muerte surge de lo inaccesible, profundidad y muerte son casi lo mismo…

Sólo se había cruzado con otras tres personas en el sendero aquella mañana, una descendiendo, las otras dos subiendo detrás de Edward. Había otra que no había visto, una mujer de cabello rubio con una parka color tostado y pantalones cortos azul oscuro que llevaba una enorme y cara mochila azul. Se detuvo en el lado opuesto del bloque de granito, contemplando el lago Esmeralda, la gran cuenca donde el agua que la cascada Nevada arrojaba desde ciento ochenta metros de altura descansaba un tiempo antes de deslizarse por la cascada Vernal, más corta. Debía haber acampado por allí aquella noche, o quizás estaba siguiendo el tramo matutino de una larga excursión en torno al borde del valle.

La mujer se volvió y Edward vio que era sorprendentemente hermosa, alta y nórdica, con un largo rostro dotado de una nariz perfectamente perfilada, unos claros ojos azules, y unos labios a la vez sensuales y ligeramente desaprobadores. Apartó rápidamente la vista, consciente con demasiada intensidad de que estaba fuera de su alcance. Hacía mucho que había aprendido que las mujeres poseedoras de aquella belleza prestaban poca atención a los hombres con su aspecto suave y su posición social.

De todos modos, parecía estar sola.

Alcanzó aquella alta y dolorosa sensación interior que siempre experimentaba cuando se hallaba en presencia de mujeres deseables e inaccesibles, no deseo, sino casi anhelo religioso. No era una sensación que deseara ahora; no quería verse seducido más allá de la adoración a la tierra, a la Tierra, para enfocarse en una sola mujer, y menos aún a una que posiblemente no podría conseguir. La mujer o mujeres que había imaginado la noche anterior no evocaban aquel tipo de respuesta; eran seguras, no exigentes, no inquietantes. Rápidamente, sin apenas más que una sonrisa educada y una inclinación de cabeza, pasó junto a la mujer allá donde estaba de pie junto al puente y prosiguió su camino.

En la rocosa pradera superior salpicada de árboles, más allá del lago Esmeralda, encontró un banco natural de granito y se acomodo para prepararse su comida de dos bocadillos de queso preparado y frutos secos, muy parecida a la que comía en sus excursiones por el valle cuando niño. Mirando la blanca pluma de la cascada Nevada, aún a unos cientos de metros de distancia, masticó las medias lunas de unos cuantos orejones y calentó un poco de té en un pequeño hornillo portátil.

Alguien llegó a sus espaldas, tan suavemente que ni siquiera se dio cuenta de su aproximación.

—Disculpe.

Se volvió y contempló a la mujer rubia. Ella le sonrió. Medía al menos metro ochenta de altura.

—¿Sí? —dijo, tragando un orejón a medio masticar.

—¿Ha visto usted por aquí a un hombre, un poco más alto que yo, con una barba negra muy poblada y vestido con una parka roja? — Señaló la altura del hombre manteniendo una mano un poco por encima de su propia cabeza.

Edward no lo había visto, pero la expresión preocupada de la mujer sugería que quizá fuera mejor detenerse a considerar su respuesta.

—No, creo que no —dijo finalmente—. Hoy no hay mucha gente por aquí.

—Llevo aguardando dos días —murmuró ella, suspirando—. Se suponía que teníamos que encontrarnos aquí, en realidad en el lago Esmeralda.

—Lo siento.

—¿No ha visto a nadie de esta descripción abajo en el valle? Porque usted viene de allí, ¿verdad?

—Sí, pero no recuerdo a ningún hombre con una barba negra y una parka roja. O nadie con una barba negra, incluso sin parka…, a menos que sea un ciclista.

—Oh, no. —La mujer agitó la cabeza y se volvió, luego se dio de nuevo la vuelta—. Gracias.

—De nada. ¿Puedo ofrecerle un poco de té, algunos frutos secos?

—No, gracias. Ya he comido. Llevaba comida para los dos.

Edward la contempló con una sonrisa azarada. Parecía insegura acerca de qué hacer a continuación. Casi deseó que se fuera; su atracción hacia ella era casi dolorosa.

—Es mi esposo —murmuró ella, alzando la vista hacia el Liberty Cap, protegiéndose los ojos contra el brumoso resplandor—. Estamos separados. Nos conocimos en el Yosemite, y pensamos que si volvíamos aquí, antes de… —Su voz murió, y se encogió ligeramente de hombros—. Tal vez pudiéramos seguir juntos. Acordamos reunirnos en el lago Esmeralda.

—Estoy seguro de que tiene que estar en alguna parte. —Hizo un gesto hacia el lago y el sendero y la cascada Nevada.

—Gracias —dijo ella. Esta vez no sonrió, simplemente se dio la vuelta y se alejó hacia la cabecera de la cascada Vernal y el descendente Sendero de las Brumas. Él la contempló alejarse e inspiró profundamente, dando un mordisco a su segundo bocadillo. Lo contempló con disgusto mientras masticaba.

—Debe de ser el pan blanco —murmuró—. No puedo captar una belleza como ésta con algo menos que pan de trigo entero.


A las tres, la pradera y el perímetro del lago, las cascadas y el sendero estaban vacíos. Era el único ser humano en kilómetros a la redonda, o así parecía; incluso podía ser cierto, pensó. Cruzó el puente y se entretuvo entre los árboles al otro lado, con sólo el rugir de las cascadas encima y debajo y retazos del trino de los pájaros. Era capaz de describir todo tipo de rocas, pero sabía muy poco sobre pájaros. Los mirlos de alas rojas y los tordos y los arrendajos eran evidentes; pensó en comprar un libro en el almacén para aprender acerca de los otros, pero luego pensó: ¿de qué sirve aplicarles nombres? Si sus recuerdos iban a verse pronto dispersos como fino polvo por el espacio, la educación era un desperdicio.

Lo importante era hallar su centro, aferrarse a algo concreto, establecer un momento de pureza y consciencia concentrada. No creía que aquello fuera posible con gente a su alrededor; ahora había una posibilidad de intentarlo.

Quizá rezar. Dios no había estado mucho en sus pensamientos últimamente, un vacío revelador; no deseaba ser inconsistente cuando todo el mundo era un pozo de tirador. Pero la coherencia era algo tan inútil como el estudio de la naturaleza, y no tan tentadora.

El valle se hallaba aún bañado por el sol, el Liberty Cap medio en sombras. El humo se había aclarado algo y el cielo era más azul, verdoso en los bordes de la bruma, más real de lo que había sido antes.

—Voy a morir —dijo en voz alta, en un tono normal de voz, experimentando—. Todo lo que soy va a terminar. Mis pensamientos acabarán. No experimentaré nada, ni siquiera el último final. —Rocas alzándose y humo y lava. No; probablemente no así. ¿Dolerá? ¿Habrá tiempo para el dolor?

Muerte en masa; probablemente Dios debía estar ocupado también con las plegarias en masa.

Dios.

No un protector, a menos que se produjeran milagros.

Agitó sus botas en el polvo del sendero.

—¿Qué demonios estoy buscando? ¿Una revelación? —Agitó la cabeza y forzó una carcajada—. Ingenuo hijo de puta. Estás desentrenado; tus músculos de rezar, tus bíceps de la iluminación, están bajos de forma. No puedes elevarte más arriba que tu maldita cabeza.

La amargura en su voz le hizo estremecerse. ¿Deseaba realmente una revelación, una confirmación, la seguridad de la existencia de un significado más allá del final?

—Dios es lo que amas. —Lo dijo suavemente; era embarazoso darse cuenta de lo mucho que creía en ello. Sin embargo, nunca había sido particularmente bueno en el amor, ni en el amor a la gente en todas sus formas ni en los otros tipos de amor, excepto quizás el amor a su trabajo—. Amo la Tierra.

Pero eso era más bien amplio y vago. La Tierra ofrecía solamente obstáculos irreflexivos al amor: tormentas, deslizamientos de rocas, volcanes, terremotos. Accidentes. La Tierra no podía impedir el ser incontinente. Era fácil amar a la gran madre.

El viento recogió y arrastró gotitas de bruma por encima de la cascada Vernal y por encima del bosque, depositándolas frías y ligeramente hormigueantes sobre su mejilla. Se pasó la mano por sus mejillas y patillas, deseando que su padre estuviera con él, pese a que sabía (¿se daba cuenta realmente de ello?) que toda la trama iba a desgarrarse muy pronto a su alrededor.

Esta vez, en el Yosemite, las cosas no habían sido como esperaba. Los recuerdos que recuperaba ahora eran los de un muchacho ignorante pero de ojo agudo, observando a un hombre y a una mujer interpretando espasmódicamente los papeles de madre y padre, de esposa y esposo, pero sin ofrecer ninguna conexión.

El muchacho había sido incapaz de prever lo que ocurriría tras la separación que era tan evidente pero que él se negaba obstinadamente a ver.

Frunció los ojos.

Tierra = madre. Dios = padre. No Dios = no padre = incapacidad de conectar con el después.

—Eso —dijo— corta el jodido pastel. —Dio una palmada a un mosquito y reacomodó la mochila en su hombro, y empezó a bajar los húmedos y oscuros escalones de piedra gris tallados a un lado de la cascada Vernal, para seguir luego el sendero encima del espumeante y violentamente crecido Merced.

Se detuvo con una ligera sonrisa, abandonó el sendero y se irguió sobre un peñasco de granito en el borde mismo del tumulto, contemplando los perdidos volúmenes verdosos de agua debajo y entre las blancas burbujas. El rugir parecía disminuir; casi se sintió hipnotizado. Podía simplemente inclinarse hacia delante, avanzar un pie más allá del borde, y todo terminaría muy rápidamente. Ningún suspense. Sería su elección.

De alguna forma, la opción no parecía atractiva. Agitó lentamente la cabeza y alzó la vista hacia los árboles del lado opuesto del torrente. Destellos plata brillaban entre los brotes y oscilaban a lo largo de los troncos. Necesitó un momento para definir lo que estaba viendo. Los árboles estaban llenos de trepadoras arañas plateadas del tamaño de puños. Dos de ellas se deslizaron a lo largo de una rama, llevando entre ellas lo que parecía ser un arrendajo muerto. Otra había arrancado un trozo de corteza del tronco de un pino, dejando al descubierto una tira de blanca madera.

Pensó en el Huésped, y no dudó de lo que veían sus ojos.

¿Quién las controla?, se preguntó. ¿Qué significan? Las observó durante varios minutos, vagamente preocupado por su indiferencia, y luego se encogió de hombros —otra maravilla inexplicable más— y regresó al sendero.


Edward estaba de vuelta en el valle, recién duchado y con unos tejanos y una camisa blanca limpios, a las cinco de la tarde, como había prometido. El anfiteatro estaba más lleno de lo que había estado en la reunión de ayer. No estaba prevista ninguna música; en cambio, había un ministro de la iglesia, un psicólogo, y un segundo guardia alineados delante del podio, aguardando su turno tras la presentación de Elizabeth. Minelli gruñó ante la alineación de la Nueva Era, pero se quedó. Se estaba creando un lazo entre todos ellos, incluso entre aquellos que no habían hablado; estaban juntos en eso, y era mejor estar juntos que de otro modo, incluso aunque aquello significara sentarse ante un puñado de pueriles oradores.

Edward miró pero no vio entre la audiencia a la rubia a la que su esposo había dejado plantada.

61

Después de tres días de interrogatorios por agentes del FBI y de la Agencia Nacional de Seguridad, así como seis horas de intensas preguntas por parte del secretario de la Marina, el senador Gilmonn había sido dejado en libertad en su oficina y apartamento en Long Beach, California. Había ordenado a su chófer que condujera hacia el este.

Nadie había conseguido ni se había sentido particularmente deseoso de acusarle de nada de concreto, pese a que el rastro de la flecha o maza o como quisiera llamársele desde el U.S.S. Saratoga hasta su coche había quedado razonablemente bien definido. De haberse dispuesto de dos meses y medio de investigaciones y suposiciones, probablemente hubiera acabado viéndose en problemas y el capitán del Saratoga relevado de su mando, pero las cosas habían cambiado notablemente en los Estados Unidos. Era una nación distinta, con un gobierno distinto…, funcionando en todo y para todo sin una cabeza. El presidente, bajo impeachment, seguía aún en su cargo, pero con la mayor parte de sus hilos de influencia, y por lo tanto de su poder, cortados.

El encarcelamiento de Gilmonn, que hubiera sido un hecho pro forma apenas medio año antes, estaba ahora simplemente fuera de cuestión.

Y en resumen, ¿qué habían conseguido? Habían matado al teniente coronel Rogers y quizá a treinta fanáticos de la Fragua de Dios que se habían negado a abandonar el desierto en torno al aparecido. Habían hecho volar el aparecido en diminutos fragmentos. Sin embargo, pocos de los implicados en la conspiración creían, ahora, que hubieran conseguido algo para siquiera posponer, y mucho menos eliminar, la sentencia de muerte que gravitaba sobre la Tierra.

Se detuvo de pie en la arena cerca de la carretera de grava que pasaba a unos tres kilómetros del lugar del desintegrado aparecido, con los binoculares colgando de su cuello de una correa de cuero, el rostro chorreante de sudor bajo el ala de su sombrero. La limusina blanca que había alquilado con su propio dinero aguardaba a unos pocos metros de distancia, con el chófer impasible tras sus gafas oscuras y su uniforme azul marino.

Los camiones del ejército y del gobierno pasaban junto a la carretera cada pocos minutos, algunos de ellos llevando medidores de radiación; muchos de ellos llevaban también, sabía, fragmentos del aparecido. No era partícipe de lo que estaban averiguando. Básicamente, su presencia era tolerada, pero ahora que la conspiración había conseguido lo que virtualmente todo el mundo deseaba, aquellos directamente implicados, aunque no acusados, estaban siendo arrinconados. Chivos expiatorios podía ser un calificativo demasiado fuerte…, o no podía serlo.

Gilmonn maldijo sin ningún recato a Crockerman por haberles obligado a todos a un insostenible e ilegal complot de disimulos y conspiraciones.

Y mientras tanto, en las profundidades de la Tierra, lo que algunos —principalmente geólogos— habían llamado «los trenes de carga» y otros «los proyectiles» avanzaban hacia su cita. Ya no podían ser rastreados, pero pocos dudaban de que todavía estaban allí. El final podía ser asunto de días o de semanas.

Gilmonn entró por la portezuela de atrás de la limusina y se sirvió un escocés con soda del pequeño bar.

—Tony —dijo, accionando lentamente entre los dedos de su mano derecha la manecilla del cristal de separación—, ¿dónde deseas estar cuando ocurra?

El chófer no dudó.

—En la cama —dijo—. Jodiendo hasta quedar sin aliento, señor.

Habían hablado mucho durante el viaje desde Long Beach. Tony llevaba sólo seis meses casado. Gilmonn pensó en Madeline, su esposa desde hacía veintitrés años, y aunque deseaba estar con ella, no creía que pudieran joder hasta quedar sin aliento. Tendrían a sus hijos con ellos, y a sus dos nietos, quizás en el rancho de Arizona. Una enorme reunión familiar. El clan llevaba sin reunirse al completo desde hacía cinco o seis años.

—Todo eso, y no hemos conseguido una maldita cosa, Tony —dijo, con un repentino fluir de amargura. Por primera vez desde la muerte de su hijo sentía deseos de maldecir a Dios.

—No lo sabemos seguro, senador.

—Yo sí —dijo Gilmonn—. Si algún hombre tiene derecho a saber que ha fracasado, ése soy yo.

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