4

Vorkosigan despertó unas tres horas antes del amanecer e hizo que ella se acostara para arañar unas cuantas horas de sueño. Cordelia volvió a despertar con la luz gris que precede al amanecer. Era evidente que él se había bañado en el arroyo y había usado el paquetito depilatorio de una sola aplicación que guardaba en el cinturón para eliminar de su rostro la barba de cuatro días.

—Necesito ayuda con esta pierna. Quiero abrirla y drenarla y volver a vendarla. Así aguantará hasta la tarde, y después de eso no importará.

—Bien.

Vorkosigan se quitó la bota y el calcetín, y Cordelia le hizo sujetar la pierna bajo una raíz, al borde de la cascada. Lavó el cuchillo de combate, y luego abrió la hinchada herida con un tajo profundo y rápido. Los labios de Vorkosigan empalidecieron, pero no dijo nada. Fue Cordelia quien dio un respingo. Del corte manó sangre y pus y una sustancia viscosa y maloliente que el arroyo aclaró. Ella trató de no pensar en qué nuevos microbios podrían estar introduciendo en el procedimiento. Sólo necesitaban un paliativo temporal.

Roció la herida con lo que quedaba del ineficaz antibiótico y gastó el tubo de vendaje plástico para cubrirla.

—Me siento mejor.

Pero Vorkosigan se tambaleó y estuvo a punto de caer cuando intentó caminar con normalidad.

—Bien —murmuró—. Ha llegado el momento.

Ceremoniosamente, sacó el último analgésico y una pequeña píldora azul de su botiquín de primeros auxilios, los tragó y tiró el envoltorio vacío. De manera inconsciente, Cordelia lo recogió, descubrió que no tenía sitio donde ponerlo y, subrepticiamente, volvió a dejarlo caer.

—Estas cosas funcionan maravillosamente —le dijo él—, hasta que se agotan, y entonces te caes como una marioneta con las cuerdas cortadas. Ahora estaré bien unas dieciséis horas.

En efecto, para cuando acabaron las raciones de campaña y prepararon a Dubauer para la marcha del día, él no sólo parecía normal, sino fresco y descansado y lleno de energía, Ninguno hizo el menor comentario sobre la conversación de la noche anterior.

Él los condujo en un amplio arco alrededor de la base de la montaña, de modo que a mediodía se acercaban al lado lleno de cráteres desde el oeste.

Se abrieron camino a través de bosques y claros hasta un promontorio situado frente al gran montículo que era todo lo que quedaba de la parte inferior de la montaña de los días anteriores al cataclismo volcánico. Vorkosigan se arrastró hacia un promontorio sin árboles, cuidando de no dejarse ver entre las altas hierbas. Dubauer, pálido y exhausto, se acurrucó de costado en su escondite y se quedó dormido. Cordelia lo observó hasta que su respiración se volvió lenta y firme, y luego siguió a Vorkosigan. El capitán de Barrayar había sacado su catalejo de campaña y estaba escrutando el verde anfiteatro.

—Allí está la lanzadera. Han acampado en las cuevas donde está oculto el material. ¿Ve esa veta oscura junto a la cascada grande? Ésa es la entrada.

Le prestó el catalejo para que pudiera ver mejor.

—Oh, está saliendo alguien. Se les puede ver la cara con este magnífico aumento.

Vorkosigan recuperó el catalejo.

—Koudelka. No hay problema. Pero el tipo delgado que lo acompaña es Darobey, uno de los espías de Radnov en mi sección de comunicaciones. Recuerde su cara: necesitará saber cuándo mantener la cabeza gacha.

Cordelia se preguntó si el aire de diversión de Vorkosigan era producido por el estimulante o si era una especie de expectación primitiva del inminente enfrentamiento. Sus ojos parecían chispear mientras observaba, contaba y calculaba.

Siseó entre dientes y, por un momento, pareció uno de los carnívoros locales.

—¡Allí está Radnov, por Dios! Cuánto me gustaría ponerle las manos encima. Pero esta vez puedo llevar a juicio a los hombres del Ministerio. Me gustaría ver cómo intentan sacar a uno de sus lacayos de una acusación de motín. El Alto Mando y el Consejo de Condes estarán conmigo esta vez. No, Radnov, vas a vivir… y a lamentarlo.

Se apoyó en el suelo con el estómago y los codos y devoró la escena con la mirada.

De repente se enderezó y sonrió con una mueca.

—Es hora de que cambie mi suerte. Allí está Gottyan, armado, así que debe estar al mando. Casi estamos ya en casa. Vamos.

Se arrastraron de vuelta al refugio entre los árboles. Dubauer no estaba donde lo habían dejado.

—Oh, señor —suspiró Cordelia, dándose la vuelta y escrutando el bosque en todas direcciones—. ¿Por dónde se ha ido?

—No puede haber llegado muy lejos —la tranquilizó Vorkosigan, aunque también él parecía preocupado.

Cada uno trazó un círculo de un centenar de metros en el bosque. ¡Idiota!, se castigó furiosamente Cordelia, llena de pánico. Tuviste que ir a mirar… Se reunieron en el punto original sin ver ninguna marca que hubiera dejado el alférez errante.

—Mire, ahora no tenemos tiempo para buscarlo —dijo Vorkosigan—. En cuanto haya recuperado el mando, enviaré a una patrulla en su busca. Con rastreadores adecuados, darán con él más rápido que nosotros.

Cordelia pensó en carnívoros, acantilados, lagos profundos, patrullas barrayaresas de gatillo fácil.

—Hemos llegado tan lejos… —empezó a decir.

—Y si no recupero el mando pronto, ninguno de ustedes sobrevivirá de todas formas.

Dolorida, pero obedeciendo a la razón, Cordelia permitió que Vorkosigan la tomara del brazo. Tras apoyarse levemente en ella, se abrió camino por el bosque. Cuando se acercaron al campamento barrayarés, se llevó un grueso dedo a los labios.

—Avance lo más silenciosamente que pueda. No he llegado hasta aquí para que me dispare uno de mis propios hombres. Ah. Tiéndase aquí.

La depositó en un lugar tras unos troncos caídos y vegetación alta, desde donde podían dominar un sendero entre los matorrales.

—¿No va a ir a llamar a la puerta?

—No.

—¿Por qué no, si su Gottyan le es fiel?

—Porque sucede algo raro. No sé por qué esta partida de desembarco está aquí.

Vorkosigan meditó un instante, luego le entregó el aturdidor.

—Si tiene que usar un arma, será mejor que sea una que pueda manejar. Todavía le queda un poco de carga: uno o dos disparos. Este sendero corre entre los puestos de los centinelas y, tarde o temprano, por aquí vendrá alguien. Mantenga la cabeza baja hasta que yo la llame.

Aflojó el cuchillo en su vaina y se ocultó al otro lado del sendero. Esperaron un cuarto de hora, luego otro. El bosquecillo dormitaba bajo el aire cálido, suave y blanco.

Entonces oyeron en el sendero el sonido de botas pisando la capa de hojas. Cordelia se quedó inmóvil, tratando de ver por entre los matorrales sin alzar la cabeza. Una forma alta, vestida con el maravilloso y efectivo uniforme de camuflaje de Barrayar se convirtió en un oficial de pelo gris. Cuando pasaba, Vorkosigan se levantó de su escondite, como si hubiera resucitado.

—Korabik —dijo en voz baja, pero con sincero afecto. Permaneció de pie, sonriente, cruzado de brazos, esperando.

Gottyan se giró, desenfundando con una mano el disruptor neural de su cadera. Un segundo después, una expresión de sorpresa asomó a su rostro.

—¡Aral! La partida de aterrizaje informó de que los betanos le habían matado.

Y dio un paso, no adelante, como Cordelia había esperado por el tono de voz de Vorkosigan, sino atrás. Todavía sostenía en la mano el disruptor, como si se hubiera olvidado de guardarlo, pero lo empuñaba con fuerza. El estómago de Cordelia se encogió.

Vorkosigan parecía levemente aturdido, como decepcionado por la fría y controlada recepción.

—Me alegro de saber que no eres supersticioso —bromeó.

—Sé bien que no lo podía dar por muerto hasta que lo hubiera visto enterrado con una estaca en el corazón —dijo Gottyan, tristemente irónico.

—¿Qué ocurre, Korabik? —preguntó Vorkosigan suavemente—. No eres ningún lameculos del Ministerio.

Al oír estas palabras, Gottyan alzó el disruptor, apuntando claramente. Vorkosigan se quedó muy quieto.

—No —respondió con sinceridad—. Me pareció que la historia que Radnov contó sobre usted y los betanos apestaba. E iba a asegurarme de que llegara a un tribunal de investigación cuando regresáramos a casa. —Hizo una pausa—. Pero claro… yo habría tenido el mando. Después de actuar como capitán en funciones durante seis meses, sin duda que me confirmarían en el puesto. ¿Cuáles cree que son mis posibilidades de conseguir un puesto de mando a mi edad? ¿El cinco por ciento? ¿El dos? ¿Cero?

—No son tan pocas como crees —dijo Vorkosigan, todavía suavemente—. Se preparan algunas cosas de las que poca gente ha oído hablar. Más naves, más puestos.

—Los rumores de costumbre —despreció Gottyan.

—¿Así que no creíste que estuviera muerto? —sondeó Vorkosigan.

—Estaba seguro de que sí. Me hice cargo… ¿dónde dejó las órdenes selladas, por cierto? Revolvimos su camarote de cabo a rabo para encontrarlas.

Vorkosigan sonrió secamente y sacudió la cabeza.

—No voy a aumentar tus tentaciones.

—No importa. —El pulso de Gottyan no tembló—. Anteayer ese idiota psicópata de Bothari vino a verme a mi camarote. Me contó la historia de lo que había sucedido en el campamento betano. Me sorprendió de muerte… creí que le habría encantado tener una oportunidad de cortarle la garganta. Así que volvimos aquí para hacer prácticas sobre el terreno. Estaba seguro de que volvería usted a aparecer tarde o temprano… Esperaba que llegase antes.

—Me he retrasado un poco. —Vorkosigan cambió levemente de posición, apartándose de la línea de tiro de Cordelia hacia Gottyan—. ¿Dónde está Bothari ahora?

—En confinamiento solitario.

Vorkosigan dio un respingo.

—Lo siento por él. ¿He de suponer que no difundiste la noticia de mi huida?

—Ni siquiera Radnov lo sabe. Todavía piensa que Bothari lo eliminó.

—Es sibilino, ¿eh?

—Como un gato. Me habría encantado restregarle la cara contra el Consejo; si al menos hubiera tenido usted el detalle de tener un accidente en el camino…

Vorkosigan hizo una mueca amarga.

—Parece que todavía no has decidido lo que quieres hacer. ¿Puedo sugerir que no es demasiado tarde, ni siquiera ahora, para cambiar de rumbo?

—Nunca me perdonaría esto —declaró Gottyan, inseguro.

—En mis días más jóvenes y más estirados, tal vez no. Pero si te digo la verdad, me estoy cansando un poco de matar a mis enemigos para darles una lección. —Vorkosigan alzó la barbilla y miró a Gottyan a los ojos—. Si quieres, te doy mi palabra. Ya sabes lo que vale.

El disruptor tembló levemente en la mano de Gottyan, mientras él se tambaleaba al borde de la decisión. Cordelia, sin apenas respirar, vio que sus ojos se humedecían. No se llora por los vivos, pensó, sino por los muertos; en ese momento, mientras Vorkosigan todavía dudaba, supo que Gottyan pretendía disparar.

Alzó su aturdidor, apuntó con cuidado, y descargó una andanada. Zumbó débilmente, pero fue suficiente para que Gottyan, que volvió la cabeza ante el súbito movimiento, cayera de rodillas. Vorkosigan se abalanzó hacia el disruptor, y luego lo despojó del arco de plasma y lo derribó al suelo.

—Maldito sea —croó Gottyan, semiparalizado—. ¿Es que no se le puede vencer nunca?

—Si se pudiera no estaría aquí. —Vorkosigan se encogió de hombros. Sometió a Gottyan a un rápido registro y confiscó su cuchillo y varios objetos—. ¿A quién han apostado de guardia?

—A Sens al norte, y a Koudelka al sur.

Vorkosigan le quitó el cinturón y le ató las manos a la espalda.

—Te costó trabajo decidirte, ¿eh?

En un aparte, le explicó a Cordelia:

—Sens es uno de los hombres de Radnov. Koudelka es de los míos. Como si lanzáramos una moneda al aire.

—¿Y éste era su amigo? —Cordelia alzó una ceja—. Me parece que la única diferencia entre sus amigos y sus enemigos es cuánto tiempo se dedican a charlar antes de dispararle.

—Sí —reconoció Vorkosigan—. Podría enfrentarme al universo con este ejército si pudiera conseguir que todas sus armas apuntaran en la misma dirección. Ya que sus pantalones aguantarán sin ayuda, comandante Naismith, ¿puede prestarme su cinturón?

Terminó de asegurar con él las piernas de Gottyan, lo amordazó, y luego permaneció un momento pensativo antes de echar a andar sendero abajo.

—Todos los cretenses son mentirosos —murmuró Cordelia, y luego preguntó en voz alta—: ¿Al norte o hacia el sur?

—Una pregunta interesante. ¿Cómo la respondería usted?

—Tuve un profesor que me devolvía las preguntas de esa forma. Yo creía que era el método socrático y me impresionaba muchísimo, hasta que descubrí que lo usaba cada vez que no sabía la respuesta.

Cordelia miró a Gottyan, a quien habían dejado en el lugar donde ella se había ocultado de manera tan efectiva, preguntándose si sus indicaciones eran un regreso a la lealtad o un último esfuerzo por completar el intento de asesinato de Vorkosigan. Él le devolvió la mirada, lleno de resentimiento y hostilidad.

—Al norte —dijo Cordelia por fin, reacia. Vorkosigan y ella intercambiaron una mirada de comprensión, y él asintió brevemente.

—Vamos pues.

Emprendieron silenciosamente el camino, rebasaron un promontorio y atravesaron un pequeño valle cubierto de arbustos.

—¿Hace mucho tiempo que conoce a Gottyan?

—Hemos servido juntos los cuatro últimos años, desde mi degradación. Me parecía un buen oficial de carrera. Apolítico siempre. Tiene familia.

—¿Cree que podría… recuperarlo, más tarde?

—¿Olvidar y perdonar? Le di su oportunidad. Me rechazó. Dos veces, si tiene usted razón con lo de las indicaciones.

Subieron otra pendiente.

—El centinela está en la cima. Sea quien sea, podrá vernos de un momento a otro. Quédese aquí y cúbrame. Si oye disparos… —Hizo una pausa—. Siga su iniciativa.

Cordelia reprimió una carcajada. Vorkosigan aflojó el disruptor en su canana y caminó abiertamente por el sendero, haciendo ruido.

—Centinela, informe —le oyó decir Cordelia, firmemente.

—Nada nuevo desde… ¡Santo Dios, es el capitán!

Una risa de sincero deleite siguió a estas palabras. Cordelia se apoyó contra el árbol, sintiéndose súbitamente débil. ¿Cuándo fue, se preguntó a sí misma, que dejaste de sentir miedo de él y empezaste a sentir miedo por él? ¿Y por qué este nuevo temor es más atenazante que el primero? No parece que hayas ganado mucho con el cambio, ¿no?

—Puede salir ya, comandante Naismith —llamó la voz de Vorkosigan. Ella se abrió paso entre los matorrales y escaló la pendiente. En lo alto había dos jóvenes muy apuestos y marciales con sus uniformes de faena. Reconoció a uno de ellos, más alto que Vorkosigan por una cabeza, con cara de niño y cuerpo de hombre, porque lo había visto con el catalejo: Koudelka. Estaba estrechando la mano de su capitán con verdadero entusiasmo, asegurándose de que no era un fantasma irreal. La mano del otro hombre se dirigió al disruptor en cuanto vio el uniforme de ella.

—Nos dijeron que los betanos lo habían matado, señor —dijo, receloso.

—Sí, es un rumor que he tenido dificultades para acallar —respondió Vorkosigan—. Como puede ver, no es cierto.

—Su funeral fue espléndido —dijo Koudelka—. Tendría que haber estado allí.

—La próxima vez, tal vez. —Vorkosigan hizo una mueca.

—Oh. Ya sabe que no lo he dicho con esa intención, señor. El teniente Radnov hizo un discurso buenísimo.

—Estoy seguro. Quizá llevaba meses preparándolo.

Koudelka, un poco más rápido de reflejos que su compañero, dijo: «Oh.» El otro hombre simplemente pareció desconcertado.

—Permítanme que les presente a la comandante Cordelia Naismith —continuó Vorkosigan—, del cuerpo de Exploración Astronómica Betana. Es… —Hizo una pausa y Cordelia esperó interesada a ver cuál era su condición—. Ah…

—¿Lo que parece? —murmuró.

Vorkosigan apretó los labios con fuerza, forzando una sonrisa.

—Mi prisionera —escogió por fin—. Bajo palabra. A excepción de libre acceso a zonas clasificadas, hay que tratarla con la máxima cortesía.

Los dos jóvenes parecían impresionados, y enormemente curiosos.

—Está armada —señaló el acompañante de Koudelka.

—Y menos mal. —Vorkosigan no amplió el tema, sino que pasó a asuntos más urgentes—. ¿Quién forma parte del grupo de aterrizaje?

Koudelka dio una lista de nombres. Su compañero refrescó su memoria de vez en cuando.

—Muy bien —suspiró Vorkosigan—. Radnov, Darobey, Sens y Tafas tienen que ser desarmados, de la manera más calmada y limpia posible, y arrestados bajo el cargo de amotinamiento. Habrá otros más tarde. No quiero ninguna comunicación con la General Vorkraft hasta que todos estén bajo llave. ¿Saben dónde está el teniente Buffa?

—En las cavernas. ¿Señor? —Koudelka parecía un poco triste, ya que había empezado a deducir lo sucedido.

—¿Sí?

—¿Está seguro respecto a Tafas?

—Casi. —Vorkosigan suavizó el tono—. Serán juzgados. Para eso sirven los juicios, para separar a los culpables de los inocentes.

—Sí, señor. —Koudelka asintió, aceptando esta limitada garantía de la seguridad de un hombre al que Cordelia supuso un amigo.

—¿Empieza a comprender por qué dije que las estadísticas sobre la guerra civil ocultan la principal realidad? —dijo Vorkosigan.

—Sí, señor. —Koudelka lo miró directamente a los ojos, y Vorkosigan asintió, seguro de su hombre.

—Muy bien. Vengan conmigo los dos.

Se pusieron en marcha. Vorkosigan volvió a tomarla del brazo sin apenas cojear, ocultando perfectamente cuánto se apoyaba en ella. Siguieron otro sendero a través del bosque, por terreno escabroso, y salieron a la vista de la puerta camuflada de las cavernas.

La cascada que caía junto a ella terminaba en una pequeña laguna que acababa por convertirse en un arroyuelo que se perdía entre los árboles. Había un extraño grupo junto a él. Al principio Cordelia no distinguió qué estaban haciendo. Dos barrayareses montaban guardia al tiempo que otros dos permanecían arrodillados junto al agua. Mientras se acercaban, los dos que estaban arrodillados se levantaron, sosteniendo para que se pusiera en pie a una figura chorreante vestida de pardo, con las manos atadas a la espalda. El hombre tosió, esforzándose por respirar entre jadeos entrecortados.

—¡Es Dubauer! —chilló Cordelia—. ¿Qué le están haciendo?

Vorkosigan, que pareció saber al instante qué le estaban haciendo, murmuró:

—Oh, mierda.

Y echó a correr como pudo.

—¡Ése es mi prisionero! —rugió mientras se acercaban al grupo—. ¡Quitadle las manos de encima!

Los barrayareses se pusieron firmes tan rápido que pareció un reflejo espinal. Dubauer, al ser liberado, cayó de rodillas, todavía intentando recuperar el aire con largos jadeos. Cordelia, mientras corría a atender a Dubauer, pensó que nunca había visto un grupo de hombres de aspecto más aburrido. El pelo de Dubauer, la cara hinchada, la barba sin afeitar y el cuello de su camisa estaban empapados, los ojos enrojecidos, y continuaba tosiendo y jadeando. Horrorizada, ella finalmente advirtió que los barrayareses le habían estado torturando metiéndole la cabeza bajo el agua.

—¿Qué es esto, teniente Buffa? —Vorkosigan dirigió al jefe del grupo una mirada terrible.

—¡Creí que los betanos le habían matado, señor! —dijo Buffa.

—No lo hicieron —replicó Vorkosigan, cortante—. ¿Qué le están haciendo a este betano?

—Tafas lo capturó en el bosque, señor. Estábamos intentando interrogarlo para descubrir si había más betanos cerca… —Miró a Cordelia—. Pero se niega a hablar. No ha dicho ni una palabra. Y yo que pensaba que los betanos eran blandos.

Vorkosigan se frotó la cara un instante, como rezando en busca de fuerzas.

—Buffa —dijo pacientemente—, este hombre fue alcanzado por un disruptor hace cinco días. No puede hablar y, si pudiera, no sabría nada de todas formas.

—¡Bárbaros! —exclamó Cordelia, arrodillada en el suelo. Dubauer la había reconocido y se aferraba a ella—. ¡Los de Barrayar no son más que bárbaros, villanos y asesinos!

—E idiotas. No se olvide de lo de idiotas. —Vorkosigan asesinó a Buffa con la mirada. Un par de hombres tuvieron el detalle de parecer inquietos, además de incómodos. Vorkosigan dejó escapar un suspiro—. ¿Está bien?

—Eso parece —admitió ella, reacia—. Pero está bastante aturdido.

Cordelia temblaba de furia.

—Comandante Naismith, le pido disculpas por el comportamiento de mis hombres —dijo Vorkosigan formalmente, y en voz alta, para que nadie pudiera confundirse y creer que su capitán se humillaba ante su prisionera por su causa.

—No se me vaya a cuadrar ahora —murmuró Cordelia furiosa, para que sólo la oyera él. Al ver su expresión ceñuda, ella se aplacó un poco y dijo, en voz más alta—: Fue un error de interpretación. —Miró al teniente Buffa, que intentaba que la tierra se tragara su considerable altura—. Un ciego se habría dado cuenta. Oh, demonios —añadió, porque el terror y la desazón de Dubauer estaban provocando otra convulsión. La mayoría de los barrayareses desviaron la mirada, con diversos grados de embarazo. Vorkosigan, que estaba ganando práctica, se arrodilló para ayudarla. Cuando el ataque remitió, se levantó.

—Tafas, entregue sus armas a Koudelka —ordenó.

Tafas vaciló, miró alrededor y luego obedeció lentamente.

—No quise participar, señor —dijo a la desesperada—. Pero el teniente Radnov dijo que era demasiado tarde.

—Tendrá una oportunidad de hablar más adelante —le advirtió Vorkosigan.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó el asombrado Buffa—. ¿Ha visto al comandante Gottyan, señor?

—Le he dado al comandante Gottyan… órdenes particulares. Buffa, ahora está usted al mando de la partida de desembarco.

Vorkosigan repitió las órdenes de arresto de su corta lista, y envió un grupo para cumplir la misión.

—Alférez Koudelka, lleve a mis prisioneros a la cueva, y encárguese de que les den comida adecuada, y todo lo que la comandante Naismith requiera. Luego asegúrese de que la lanzadera está preparada para despegar. Regresaremos a la nave en cuanto los… los otros prisioneros hayan sido capturados.

Evitó la palabra «amotinados», como si fuera demasiado fuerte, una blasfemia.

—¿Adónde va usted? —preguntó Cordelia.

—Voy a tener una conversación con el comandante Gottyan. A solas.

—Mm. Bueno, no me haga lamentar mi propio consejo. —Lo cual era lo más cercano a «tenga cuidado» que podía decir en aquel momento.

Vorkosigan reconoció sus intenciones con un gesto, y se volvió hacia el bosque. Ahora cojeaba de manera más ostensible.


Cordelia ayudó a Dubauer a ponerse en pie, y Koudelka los condujo a la boca de la cueva. El joven parecía tanto el complementario del propio Dubauer que a ella le resultaba difícil mantener su hostilidad.

—¿Qué le pasa al viejo en la pierna? —le preguntó Koudelka, mirando por encima del hombro.

—Tiene un arañazo infectado —respondió ella, quitándole importancia al hecho y tratando de apoyar la evidente política de Vorkosigan de poner buena cara ante su tripulación, tan poco de fiar—. Debería recibir atención médica especializada en cuando puedan hacer que frene el ritmo.

—Así es el viejo. Nunca he visto a nadie de esa edad que tenga tanta energía.

—¿Esa edad? —Cordelia alzó una ceja.

—Bueno, claro que a usted no le parecerá tan viejo —concedió Koudelka, y pareció sorprendido cuando ella se echó a reír—. No quería decir energía exactamente.

—¿Qué tal, potencia? —sugirió ella, curiosamente alegre de que Vorkosigan tuviera al menos un admirador—. Energía aplicada al trabajo.

—Eso está muy bien —aplaudió él, gratificado. Cordelia decidió no mencionar tampoco la píldora azul.

—Parece una persona interesante —dijo, deseando obtener otro punto de vista de Vorkosigan—. ¿Cómo se metió en este lío?

—¿Se refiere a Radnov?

Ella asintió.

—Bueno, no es que quiera criticar al viejo, pero… no conozco a nadie más que le haya dicho a un oficial político cuando subió a bordo que se mantuviera apartado de su vista si quería vivir hasta el final del viaje. —Koudelka bajó la voz expresando su asombro.

Cordelia, al girar por segunda vez en las entrañas de la cueva, se puso en guardia al ver lo que la rodeaba. Qué peculiar, pensó. Vorkosigan me engañó. El dédalo de cavernas era en parte natural, pero sobre todo tallado en la roca con arcos de plasma, fresco, húmedo y tenuemente iluminado. Los enormes espacios estaban repletos de suministros. No era un escondrijo: era un depósito capaz de abastecer a toda una flota. Silbó para sus adentros, mirando en derredor, súbitamente despierta a toda una nueva gama de desagradables posibilidades.

En un rincón de las cavernas había un refugio de campaña estándar, una cápsula semicircular cubierta con una tela parecida a las tiendas de los betanos. Lo habían convertido en cocina de campaña y comedor, rudo y pelado. Un guardia solitario estaba limpiando después del almuerzo.

—¡El viejo acaba de aparecer, vivito y coleando! —le saludó Koudelka.

—¡Vaya! Creí que los betanos le habían cortado la garganta —dijo el guardia, sorprendido—. Y mira que hicimos una cena buena para el funeral.

—Estos dos son los prisioneros personales del viejo. —Koudelka los presentó al cocinero, aunque Cordelia sospechaba que era más soldado de asalto que chef de gourmants—. Y ya sabes cómo es para esas cosas. El tipo sufre daños causados por un disruptor. Hay que darle la comida adecuada, así que no intentes envenenarlos con la bazofia de costumbre.

—Todo el mundo me critica —murmuró el guardia-cocinero, mientras Koudelka se marchaba para cumplir sus otras tareas—. ¿Qué va a tomar?

—Lo que sea. Cualquier cosa menos gachas de avena y queso azul —se corrigió ella rápidamente.

El guardia desapareció en la habitación trasera y regresó unos minutos más tarde con dos humeantes cuencos de una sustancia parecida a un guiso y pan de verdad rociado con auténtico aceite vegetal. Cordelia lo atacó con hambre de lobo.

—¿Cómo está? —preguntó el guardia sin interés, encogido de hombros.

Delichioso —dijo ella sin dejar de masticar—. Maravichoso.

—¿De verdad? —El hombre se enderezó—. ¿Le gusta de verdad?

—De verdad.

Ella se detuvo para darle unas cuantas cucharadas al aturdido Dubauer.

El sabor de la comida caliente se abrió paso a través de su modorra, y el alférez masticó con algo parecido al entusiasmo de Cordelia.

—Traiga… ¿puedo ayudarla a darle de comer? —se ofreció el guardia.

Cordelia le sonrió cálidamente.

—Desde luego.

En menos de una hora ella se enteró de que el guardia se llamaba Nilesa, de casi toda la historia de su vida, y recibió la completa, aunque limitada, gama de exquisiteces que una cocina de campaña barrayaresa podía ofrecer. El guardia tenía evidentemente tantos deseos de ser halagado como sus compañeros de comer como en casa, pues siguió devanándose los sesos para ofrecerle pequeños detalles y servicios.

Vorkosigan entró solo y se sentó cansinamente junto a Cordelia.

—Bienvenido, señor —le saludó el guardia—. Creíamos que los betanos lo habían matado.

—Sí, lo sé. —Vorkosigan descartó esta bienvenida que ya empezaba a hacerse familiar—. ¿Hay algo de comer?

—¿Qué quiere, señor?

—Cualquier cosa menos gachas de avena.

También a él le sirvieron el guiso y el pan, que comió sin el apetito de Cordelia, pues la fiebre y el estimulante se combinaban para apagarlo.

—¿Cómo han ido las cosas con el comandante Gottyan? —le preguntó Cordelia en voz baja.

—No mal del todo. Ha vuelto al trabajo.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Lo desaté y le entregué mi arco de plasma. Le dije que no podía trabajar con un hombre que hacía que se me erizaran los pelos de la nuca, y que ésta era la última oportunidad que iba a darle para ascender instantáneamente. Luego me senté dándole la espalda. Me quedé allí sentado durante al menos diez minutos. No dijimos una palabra. Luego él me devolvió el arco y regresamos al campamento.

—Me preguntaba si algo así podría funcionar. Aunque no estoy segura de que hubiera podido hacerlo, si fuera usted.

—Creo que yo tampoco hubiera podido hacerlo si no hubiera estado tan agotado. Me apetecía sentarme. —Su tono se animó ligeramente—. En cuanto terminen de hacer los arrestos, despegaremos hacia la General. Es una buena nave. Voy a asignarle el camarote de los oficiales de visita… La sala del almirante, la llaman, aunque no es diferente de las demás. —Vorkosigan no terminó de comer los últimos restos del plato—. ¿Cómo estaba su comida?

—Maravillosa.

—No es lo que dice la mayoría de la gente.

—El soldado Nilesa ha sido muy amable y atento.

—¿Estamos hablando del mismo hombre?

—Creo que necesita que aprecien un poco su trabajo. Podría usted intentarlo.

Vorkosigan, con los codos sobre la mesa, apoyó la barbilla sobre sus manos y sonrió.

—Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.

Los dos permanecieron sentados en silencio ante la sencilla mesa de metal, cansados y haciendo la digestión. Vorkosigan se echó hacia atrás en la silla, los ojos cerrados. Cordelia se apoyó sobre la mesa usando el brazo como almohada. Media hora después, llegó Koudelka.

—Tenemos a Sens, señor —informó—. Pero tuvimos… estamos teniendo algunos problemas con Radnov y Darobey. Se dieron cuenta, de algún modo, y escaparon hacia el bosque. He destacado a una patrulla para que los localice.

Vorkosigan pareció a punto de maldecir.

—Tendría que haber ido en persona —murmuró—. ¿Tenían armas consigo?

—Ambos llevaban sus disruptores. Conseguimos sus arcos de plasma.

—Muy bien. No quiero malgastar más tiempo aquí. Retire a la patrulla y selle todas las entradas a la caverna. Les vendrá bien descubrir cómo es pasar unas cuantas noches a la intemperie. —Sus ojos chispearon al imaginarlo—. Podemos recogerlos más tarde. No tienen ningún sitio adonde ir.


Cordelia empujó a Dubauer ante sí y ambos entraron en la lanzadera, un pelado y bastante decrépito transporte de tropas. Lo hizo sentarse en un asiento libre. Con la llegada de la última patrulla la lanzadera parecía repleta de barrayareses, incluidos a los sometidos y silenciosos prisioneros, subordinados inútiles de los cabecillas huidos, atados espalda contra espalda. Todos parecían jóvenes grandotes y musculosos. De hecho, Vorkosigan era el más bajito que había visto hasta ahora.

La miraban con curiosidad, y captó fragmentos de conversación en dos o tres idiomas. No era difícil adivinar su contenido, y ella sonrió algo sombría. La juventud, parecía, estaba repleta de fantasías respecto a cuánta energía sexual podían tener dos personas que se pasaban caminando cuarenta o más kilómetros al día, llenos de contusiones, aturdidos, enfermos, comiendo poco y durmiendo aún menos, alternando los cuidados a un hombre herido con evitar convertirse en la cena de todos los carnívoros cercanos… y con un plan para dar un golpe de mano como remate. Y además eran viejos, treinta y tres años y cuarenta y tantos. Se rió para sí, y cerró los ojos, ignorándolos.

Vorkosigan regresó del compartimento del piloto y se sentó junto a ella.

—¿Se encuentra bien?

Cordelia asintió.

—Sí. Un poco abrumada por todo este rebaño de chicarrones. Creo que los de Barrayar son los únicos que no emplean tripulaciones mixtas. ¿Cómo es eso?

—En parte por tradición, en parte por mantener un aspecto externo agresivo. No la habrán estado molestando…

—No, divirtiéndome solamente. Me pregunto si se dan cuenta de cómo se les utiliza.

—En absoluto. Creen que son los emperadores de la creación.

—Pobres corderillos.

—Yo no los describiría así.

—Estaba pensando en sacrificios animales.

—Ah. Eso se acerca más a mi idea.

Los motores de la lanzadera empezaron a zumbar, y por fin despegaron. Trazaron un círculo sobre el cráter de la montaña y luego viraron hacia el este y ascendieron. Cordelia contempló por la ventanilla cómo la tierra que tan dolorosamente habían atravesado a pie se perdía de vista en tantos minutos como días habían tardado ellos en recorrerla. Surcaron la gran montaña donde se pudría el pobre Rosemont, lo bastante cerca para ver los picos nevados y los glaciares brillando anaranjados al sol poniente. Cruzaron la línea que separaba el día de la noche, el horizonte se perdió y se internaron en el perpetuo día del espacio.

Cuando se aproximaron a la órbita de la General Vorkraft Vorkosigan volvió a dejarla para ir a proa a supervisar. Parecía estar apartándose de ella, absorto de nuevo en la matriz de hombres y deber de la que había sido arrancado. Bueno, sin duda tendrían algunos momentos de tranquilidad juntos en los meses por venir. Bastantes meses, por lo que había dicho Gottyan. Finge que eres antropóloga, se dijo Cordelia, estudiando a los salvajes barrayareses. Considéralo unas vacaciones: de todas formas, querías tomarte unas vacaciones largas después de este viaje de exploración, ¿no? Bueno, pues ya las tienes. Sus dedos soltaban hilos del tapizado del asiento, y se obligó a estarse quieta frunciendo ligeramente el ceño.

Atracaron limpiamente, y el grupo de fornidos soldados se levantó, recogió su equipo y salió. Koudelka apareció a su lado y le comunicó que le habían nombrado su guía. Su guardián, más bien. O su niñera: ella no parecía muy peligrosa en aquel momento. Recogió a Dubauer y lo siguió a la nave de Vorkosigan.

Olía de manera distinta a su nave de exploración. Era más fría, llena de metal pelado y sin pintar, y habían sacrificado la comodidad y la decoración hasta el punto de que costaba diferenciar una sala de estar de un armario trastero. Su primer destino fue la enfermería, para dejar allí a Dubauer.

Era una serie de habitaciones limpias y austeras, mucho más grandes en proporción que las de su nave de exploración, preparadas para atender a mucha gente. Ahora estaba casi desierta, a excepción del cirujano jefe y un par de soldados que mataban las horas de servicio haciendo inventario, y de un soldado solitario con un brazo roto que se aburría. El doctor examinó a Dubauer. Cordelia sospechó que era más experto en heridas de disruptor que su propio cirujano. Tras examinar al alférez, lo entregó a los soldados para que lo lavaran y lo acostaran.

—Va a tener otro cliente dentro de poco —le dijo Cordelia al cirujano, que era uno de los cuatro hombres de Vorkosigan que tenían más de cuarenta años—. Su capitán tiene una infección bastante fea en la espinilla. Se ha extendido a su sistema. Además, no sé qué tienen esas pildoritas azules que llevan en sus cinturones, pero por lo que él dijo, la que se tomó esta mañana debe de estar a punto de agotarse ya.

—Ese maldito veneno —rezongó el médico—. Claro que es efectivo, pero podrían encontrar algo menos agotador. Por no mencionar el problema que tenemos de que se enganchen a esas cápsulas.

Cordelia sospechó que esto último era el quid de la cuestión. El doctor se puso a preparar el sintetizador antibiótico. Cordelia vio cómo llevaban a la cama al aturdido Dubauer, el principio de una serie de días en el hospital que serían el preludio del resto de su vida. La fría duda de si le había hecho un favor se añadiría para siempre a su inventario de pensamientos nocturnos. Lo atendió un rato, esperando con disimulo la llegada de su otro ex acompañante.

Vorkosigan llegó por fin, acompañado (en realidad sostenido) por un par de oficiales que ella aún no conocía, y dando órdenes. Obviamente había medido el tiempo con acierto, pues tenía un aspecto aterradoramente malo. Estaba blanco, sudoroso y tembloroso, y a Cordelia le pareció ver cómo serían las arrugas de su cara cuando tuviera setenta años.

—¿No se han encargado de usted todavía? —preguntó en cuanto la vio—. ¿Dónde está Koudelka? Creí que le había dicho… oh, está ahí. Hay que llevarla al camarote del almirante. ¿Lo dije ya? Y pásese por intendencia y que le den ropa nueva. Y de cenar. Y una nueva carga para su aturdidor.

—Estoy bien. ¿No sería mejor que se acostara? —dijo Cordelia ansiosamente.

Vorkosigan, todavía de pie, vagaba en círculos como un muñeco de cuerda con el muelle roto.

—Vayan a sacar de allí a Bothari —murmuró—. A estas horas estará alucinando.

—Acaba de hacerlo usted ya, señor —le recordó uno de los oficiales.

El cirujano lo miró a los ojos e hizo un significativo gesto con la cabeza hacia la mesa de reconocimiento. Juntos interceptaron a Vorkosigan en su órbita, lo impulsaron casi a la fuerza hacia ella y lo obligaron a tenderse.

—Son esas malditas píldoras —le explicó el cirujano a Cordelia, apiadándose de su expresión alarmada—. Estará bien por la mañana, a excepción de la sensación de letargo y un dolor de cabeza infernal.

El cirujano volvió a su tarea, cortar el estrecho pantalón y retirarlo de la pierna hinchada. Maldijo entre dientes al ver lo que había debajo. Koudelka miró por encima del hombro del médico, y se volvió hacia Cordelia con una sonrisa forzada en el rostro verde.

Cordelia asintió y, reacia, se retiró, dejando a Vorkosigan en manos de los profesionales. Koudelka, que al parecer disfrutaba de su papel como correo, aunque esto había causado que se perdiera el espectáculo del regreso de su capitán a bordo, la condujo hasta intendencia para que consiguiera ropa, desapareció con el aturdidor de ella y, diligente, regresó con el arma cargada a tope. Parecía ir contra las normas.

—No hay mucho que pueda hacer con el aturdidor de todas formas —dijo ella, viendo su expresión vacilante.

—No, no, el viejo dijo que lo tuviera usted. No voy a discutir con él por los prisioneros. Es un tema que le afecta.

—Eso tengo entendido. He de señalar, por si le ayuda en algo, que nuestros dos gobiernos no están en guerra que yo sepa, y que estoy siendo retenida de manera ilegal.

Koudelka reflexionó sobre este intento de reajustar su punto de vista, y luego decidió ignorarlo. La condujo a sus nuevas habitaciones y se hizo cargo de sus cosas.

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