10

Apenas una hora después, Illyan regresó por Bothari. Cordelia permaneció doce horas sola. Pensó en escapar de la habitación, como era su deber de soldado, y preparar algún tipo de sabotaje. Pero si Vorkosigan estaba llevando a cabo una completa retirada, apenas serviría de nada.

Permaneció tendida en la cama, sumida en un negro cansancio. Él la había traicionado: no era mejor que el resto. «Mi guerrero perfecto, mi querido hipócrita», y parecía que Vorrutyer lo conocía mejor que ella, después de todo. No. Eso era injusto. Había cumplido con su deber al extraer aquella información; ella había hecho lo mismo al ocultarla el máximo tiempo posible. Y de soldado a soldado, aunque novato (cinco horas de servicio, ¿no?), tenía que darle la razón a Illyan: había sido elegante. No podía detectar ningún efecto secundario después de lo que fuera que él había utilizado para la invasión secreta de su mente.

Lo que fuera que había utilizado… ¿Qué podía haber sido? ¿De dónde lo había sacado, y cuándo? Illyan no se lo había traído: se había mostrado tan sorprendido como ella cuando Vorkosigan dejó caer esa información. Había que creer que él guardaba un arsenal secreto de drogas interrogatorias oculto en sus habitaciones, o…

—Santo Dios —susurró, no una imprecación, sino una plegaria—. ¿Con qué me he topado ahora?

Recorrió la habitación, las conexiones encajando incontrolablemente en su sitio.

Se sintió absolutamente segura. Vorkosigan nunca la había interrogado: sabía de antemano lo de los espejos de plasma.

Aún más, parecía que era el único hombre del mando barrayarés que lo sabía. Vorhalas no tenía ni idea. Y el príncipe tampoco. Ni Illyan.

—Poner todos los huevos en una sola cesta —murmuró—. ¿Y… tirar la cesta? ¡Oh, no puede haber sido un plan suyo! Desde luego que no…

Tuvo una súbita visión del plan, completo: el plan para asesinar en masa más grande de la historia de Barrayar, y el más sutil, los cadáveres ocultos en montañas de cadáveres, irrecuperables para siempre.

Pero él debía de haber obtenido la información de alguna parte. Entre el momento en que ella lo dejó sin más preocupaciones que una sala de máquinas llena de amotinados, y ahora, que se esforzaba por rescatar a una flota a la desbandada hasta un lugar seguro antes de que la destrucción que habían desatado les rebotara. En algún lugar en una habitación tranquila y de seda verde, donde un gran coreógrafo diseñaba una danza de muerte, y el honor de un hombre de honor quedaba roto en la rueda de su servicio.

Vorrutyer, el de la vanidad demoníaca, se fue encogiendo más y más ante aquella visión que crecía por momentos, convirtiéndose en un ratón, en una pulga, en una mota.

—Dios mío, ya me pareció que Aral estaba nervioso. Debía estar medio loco. Y el emperador… el príncipe era su hijo. ¿Puede ser verdad? ¿O me he vuelto tan loca como Bothari?

Se obligó a sentarse, luego a tenderse, pero los planes y contraplanes todavía giraban en su cerebro, un amasijo de traiciones dentro de traiciones alineándose bruscamente en un punto del espacio y el tiempo para conseguir su fin. La sangre le latía en el cerebro, densa y mareante.

—Tal vez no sea cierto —se consoló por fin—. Se lo preguntaré, y eso es lo que dirá. Sólo me interrogó en sueños. Les dimos una paliza, y yo soy la heroína que salvó a Escobar. Él no es más que un soldado que realiza su trabajo.

Se volvió de lado y contempló la penumbra.

—Los cerdos tienen alas y podré volver a casa volando montada en uno.

Illyan la rescató por fin, y la llevó al puente.


La atmósfera había cambiado un poco. Los guardias no la miraban de la misma manera; de hecho, parecían evitar mirarla. Los procedimientos seguían siendo claros y eficaces, pero apagados, muy apagados. Cordelia reconoció un rostro: el guardia que la había escoltado hasta las habitaciones de Vorrutyer, el que se había apiadado de ella, parecía estar ahora al mando, con un par de nuevas insignias rojas de teniente abrochadas en el cuello del uniforme, algo torcidas. Cordelia se había vuelto a poner la ropa de Vorrutyer. Esta vez le permitieron cambiarse en la intimidad el pijama naranja. Luego la escoltaron a una celda permanente, no a una zona de retención.

La celda tenía otra ocupante, una joven escobariana de extraordinaria belleza que yacía en su camastro mirando a la pared. No miró a Cordelia cuando entró, ni respondió a su saludo. Al cabo de un rato, un equipo médico barrayarés entró a llevársela. Ella los siguió sin decir palabra, pero en la puerta empezó a pugnar con ellos. A un gesto del doctor, un guardia la sedó con una ampolla que Cordelia creyó reconocer, y un momento después se la llevaron inconsciente.

El doctor, que por su edad y rango Cordelia supuso que podía ser el cirujano jefe, se quedó un ratito a atenderle las costillas. Después de eso se quedó sola, sin nada más que la entrega periódica de raciones alimenticias para marcar el tiempo, y ocasionales cambios en los leves ruidos y vibraciones en las paredes que le permitían suponer qué estaba sucediendo fuera.

Unas ocho raciones de comida más tarde, cuando estaba tumbada en el camastro aburrida y deprimida, las luces se oscurecieron. Volvieron, pero se oscurecieron de nuevo casi inmediatamente.

—Agh —murmuró, mientras el estómago le daba un vuelco y empezaba a flotar hacia arriba. Se agarró rápidamente al camastro. Su previsión fue recompensada un momento más tarde cuando se vio aplastada contra la cama a unas tres ges. Las luces se encendieron y apagaron, y quedó ingrávida una vez más.

—Ataques de plasma —murmuró para sí—. Los escudos deben de estar sobrecargados.

Una sacudida tremenda hizo estremecer la nave. Cordelia fue lanzada del camastro al techo en medio de una completa negrura, ingravidez, silencio. ¡Un impacto directo! Rebotó en la pared del fondo, no consiguió hallar asidero, se golpeó dolorosamente un codo contra… ¿una pared?, ¿el suelo, el techo? Giró en el aire, gimiendo. Fuego amigo, pensó histérica: voy a morir por fuego amigo. El final perfecto para mi carrera militar… Apretó los dientes y escuchó con feroz concentración.

Demasiado silencio. ¿Habían perdido aire? Tuvo una desagradable visión de sí misma como la única superviviente, atrapada en aquella caja negra y condenada a flotar hasta que la lenta asfixia o el lento congelamiento le robaran la vida. La celda sería su ataúd, y meses más tarde sería abierta por alguna tripulación de salvajes.

Y un pensamiento más horrible: ¿podía haber sido el impacto en el puente? El centro neural donde sin duda estaría Vorkosigan, donde los escobarianos sin duda concentrarían su fuego. ¿Había muerto él aplastado por los escombros flotantes, medio congelado en el vacío, quemado por el fuego de plasma, aplastado entre las cubiertas destrozadas?

Sus dedos encontraron una superficie por fin, y buscaron frenéticamente asidero. Una esquina; bien. Se agarró, se enroscó en el suelo, respirando entrecortadamente.

Pasó una eternidad sumergida en aquella oscuridad estigia. Los brazos y las piernas le temblaban por el esfuerzo de sujetarse. Luego la nave gimió a su alrededor y las luces regresaron.

Oh, demonios, pensó, esto es el techo.

La gravedad regresó y la derribó al suelo. El dolor le recorrió el brazo izquierdo, y luego el aturdimiento. Regresó al camastro, agarrándose como pudo a los rígidos barrotes con la mano derecha, y haciendo palanca también con un pie, preparándose de nuevo para echar a volar.

Nada. Esperó. Algo húmedo empapaba su camisa naranja. Vio que un fragmento de hueso amarillo rosáceo asomaba a través de la piel de su antebrazo izquierdo, y que la sangre se acumulaba a su alrededor. Se quitó torpemente la parte superior del pijama, se envolvió el brazo con ella y trató de detener la hemorragia. La presión despertó el dolor. Intentó, de manera experimental, pedir ayuda. Sin duda estarían vigilando su celda.

No vino nadie. A lo largo de las tres horas siguientes Cordelia varió el experimento de gritar, hablando razonablemente, dando golpes a la puerta y las paredes con la mano buena, o simplemente sentándose en el camastro y gimiendo de dolor. La gravedad y las luces fluctuaron varias veces más. Por fin tuvo la sensación familiar de que la volvían del revés a través de un bote de pegamento, lo cual indicaba un salto a través de un agujero de gusano, y el entorno se consolidó.

Cuando la puerta de la celda se abrió por fin, la sorprendió tanto que retrocedió contra la pared y se golpeó la cabeza. Pero era el teniente a cargo de los calabozos, con un guardia médico. El teniente tenía una interesante magulladura del tamaño de un huevo en la frente; el guardia parecía dolorido.

—Ésta es la siguiente —le dijo el teniente al guardia—. Después de eso, puedes seguir con la lista.

Con el rostro blanco, agotada y silenciosa, ella mostró el brazo para que lo inspeccionara y atendiera. El guardia era competente, pero carecía de la delicadeza del cirujano jefe. Cordelia casi se desmayó antes de que por fin le aplicaran la escayola plástica.

No hubo más signos de ataque. A través de una rendija en la pared le entregaron un nuevo uniforme de prisionera. Dos raciones alimenticias después, sintió otro salto de agujero de gusano. Sus pensamientos giraban una y otra vez sobre la rueda de sus temores: cuando dormía sólo soñaba y sus sueños eran todos pesadillas.


Fue el teniente Illyan quien vino a escoltarla por fin, junto con un guardia corriente. Ella estuvo a punto de besarlo, llena de alegría por ver una cara conocida. En cambio, se aclaró la garganta y preguntó, esperando parecer indiferente:

—¿Está el comandante Vorkosigan bien, después de ese ataque?

Él alzó las cejas, y le dirigió una mirada de divertido análisis.

—Por supuesto.

Por supuesto. Por supuesto. Ese «por supuesto» incluso sugería que estaba ileso. Sus ojos se humedecieron de alivio, cosa que intentó enmascarar con una expresión de frío interés profesional.

—¿Adónde me lleva? —le preguntó mientras salían del calabozo y empezaban a recorrer el pasillo.

—A la lanzadera. Será usted trasladada al campamento de prisioneros de guerra planetario, hasta que se terminen los acuerdos de intercambio y los envíen a todos a casa.

—¡A casa! ¿Y qué pasa con la guerra?

—Se ha terminado.

—¡Terminado! —Ella asimiló la idea—. Terminado. Sí que ha sido rápida. ¿Por qué no nos persiguen los escobarianos aprovechando la ventaja?

—No pueden. Hemos cerrado la salida del agujero de gusano.

—¿Cerrado? ¿No bloqueado?

Él asintió.

—¿Cómo demonios se cierra un agujero de gusano?

—En cierto modo, es una idea muy antigua. Naves de combate.

—¿Eh?

—Se envía una nave dentro, se prepara una gran explosión materia-antimateria en un punto intermedio entre los nódulos. Eso produce una resonancia… nada más puede pasar durante semanas, hasta que se agota.

Cordelia silbó.

—Astuto… ¿por qué no se nos ocurrió eso? ¿Cómo sacan de allí al piloto?

—Tal vez por eso no se les ocurrió. No lo sacamos.

—Dios, vaya muerte. —Su visión del caso fue clara.

—Eran voluntarios.

Ella sacudió la cabeza, aturdida.

—Sólo un barrayarés… —Buscó un tema menos espeluznante—. ¿Hicieron muchos prisioneros?

—No muchos. Tal vez un millar en total. Dejamos unos once mil soldados en Escobar. Eso hace que sean ustedes muy valiosos, si queremos intentar canjearlos diez a uno.

La lanzadera de prisioneros era un aparato sin ventanillas, y ella la compartió con sólo dos personas más, uno de sus ayudantes de ingeniero y la escobariana de pelo oscuro que estaba en su celda. Su técnico estaba ansioso por intercambiar historias, aunque no tenía mucho que contar. Se había pasado todo el tiempo encerrado en una celda con sus otros tres compañeros de nave, que habían sido trasladados el día anterior.

La hermosa escobariana, una joven alférez que había sido capturada cuando su nave quedó dañada durante la lucha por el punto de salto a la Colonia Beta hacía más de dos meses, tenía aún menos que contar.

—He debido perder el sentido del tiempo —dijo, incómoda—. No es difícil en esa celda, sin ver a nadie. Pero me desperté en la enfermería, ayer, y no pude recordar cómo había llegado allí.

Y si el cirujano era tan bueno como parecía, nunca lo recordarás, pensó Cordelia.

—¿Recuerda al almirante Vorrutyer?

—¿Quién?

—No importa.

La lanzadera aterrizó por fin, y la compuerta se abrió. Una punzada de luz y una brisa de aire veraniego la recorrieron, aire dulce y verde que los hizo advertir de pronto que habían estado respirando fetidez durante días.

—Guau, ¿dónde estamos? —dijo el técnico, asombrado, y atravesó la compuerta, empujado por los guardias—. Es precioso.

Cordelia lo siguió, y se rió con fuerza, aunque no con alegría, al reconocerlo inmediatamente.

El campamento de prisioneros era una triple fila de refugios barrayareses, feos semicilindros grises rodeados de una pantalla de fuerza, emplazado en el fondo de un anfiteatro de un kilómetro de ancho formado por bosques secos y una cascada, bajo un cielo turquesa. La tarde cálida y tranquila hizo que Cordelia se sintiera como si nunca se hubiera marchado de allí.

Sí, ahí estaba incluso la entrada al depósito subterráneo, sin camuflar ya, ampliado con una gran zona pavimentada para aterrizaje y descarga situada delante, repleta de lanzaderas y actividad. La cascada y la laguna habían desaparecido. Cordelia se giró, mientras caminaban, contemplando su planeta. Ahora que lo pensaba, parecía inevitable que acabaran aquí, bastante lógico en realidad. Sacudió la cabeza con tristeza.

Ella y su joven acompañante escobariana fueron registradas y las condujeron a un refugio situado a medio camino en la fila, junto a un guardia bien vestido y sin expresión. Entraron en el refugio y lo encontraron ocupado por once mujeres, aunque en el lugar cabían cincuenta. Eligieron cama.

Las prisioneras veteranas, ansiosas de noticias, se les echaron encima. Una mujer regordeta de unos cuarenta años restauró el orden y se presentó.

—Soy la teniente Marsha Alfredi. Soy la oficial de más alto rango en este refugio. Mientras haya orden. ¿Saben qué demonios está pasando?

—Soy la capitana Cordelia Naismith. Fuerza Expedicionaria Betana.

—Gracias a Dios. Puedo pasarle el muerto a usted.

—Oh, vaya. —Cordelia suspiró—. Infórmeme.

—Ha sido un infierno. Los guardias son unos cerdos. De pronto, ayer por la tarde llegó un grupo de oficiales barrayareses de alto rango. Al principio pensamos que buscaban mujeres para violar, como los últimos que vinieron. Pero esta mañana aproximadamente la mitad de los guardias habían desaparecido, los peores de todos, y fueron sustituidos por una tripulación que parecía salida de un desfile. Y al jefe del campamento… no podía creerlo. ¡Lo llevaron a la pista de aterrizaje para lanzaderas esta mañana y lo fusilaron! ¡Delante de todo el mundo!

—Ya veo —dijo Cordelia, casi en voz baja. Se aclaró la garganta—. Esto… ¿no se han enterado todavía? Los barrayareses han sido expulsados por completo del espacio local escobariano. Probablemente ahora mismo estarán buscando una tregua formal y algún tipo de acuerdo.

Se produjo un silencio aturdido, y luego una explosión de júbilo. Algunas rieron, otras lloraron, otras se abrazaron, y otras se sentaron a solas. Algunas se marcharon a difundir la noticia a los refugios vecinos y de allí a todo el campamento. Pidieron a Cordelia más detalles. Ella ofreció un breve resumen de la lucha, dejando aparte sus hazañas y la fuente de su información. La alegría de las demás la hizo sentirse un poco más feliz, por primera vez en días.

—Bueno, eso explica por qué los barrayareses han cambiado de repente —dijo la teniente Alfredi—. Supongo que antes no esperaban tener que dar la cara.

—Tienen un nuevo comandante —explicó Cordelia—. Le preocupan los prisioneros. Ganen o pierdan, habría habido cambios con él al mando.

Alfredi no parecía convencida.

—¿Sí? ¿Y quién es?

—Un tal comodoro Vorkosigan —dijo Cordelia, sin ningún énfasis.

—¿Vorkosigan, el Carnicero de Komarr? Dios mío, ahora sí que estamos perdidas. —Alfredi parecía realmente preocupada.

—Yo diría que ha tenido una adecuada muestra de buena fe en la pista de aterrizaje esta mañana.

—Yo diría que eso sólo demuestra que es un lunático —dijo Alfredi—. El comandante ni siquiera participó en los abusos. No era el peor ni con diferencia.

—Era el hombre al mando. Si estaba al tanto de los abusos, tendría que haberlos detenido. Si no lo sabía, era un incompetente. Fuera como fuese, era responsable. —Cordelia, al oírse defender una ejecución barrayaresa, se detuvo bruscamente—. No sé. —Sacudió la cabeza—. No soy la guardiana de Vorkosigan.

El ruido de algo que parecía un motín llegó desde el exterior, y su refugio fue invadido por una representación de prisioneros, todos ansiosos por oír la confirmación de los rumores de paz. Los guardias se retiraron al perímetro y dejaron que el nerviosismo se agotara solo. Cordelia tuvo que repetir su narración, dos veces. Los miembros de su propia tripulación, liderados por Parnell, llegaron desde la zona de los hombres.

Parnell se subió a un camastro para dirigirse a la multitud, gritando por encima de la alegre algarabía.

—Esta señora no lo está contando todo. Uno de los guardias barrayareses me contó toda la historia. Después de que nos llevaran a bordo de la nave insignia, se escapó y asesinó personalmente al comandante barrayarés, el almirante Vorrutyer. Por eso su avance se desplomó. ¡Que la propia capitana Naismith nos lo cuente!

—Esa no es la verdadera historia —objetó ella, pero los gritos y vítores ahogaron sus palabras—. Yo no maté a Vorrutyer. ¡Eh! ¡Bájenme!

Su tripulación, dirigida por Parnell, la había aupado a hombros para pasearla por todo el campamento.

—¡No es verdad! ¡Basta! ¡Agh!

Fue como intentar detener la marea con una cucharilla. La historia tenía demasiado atractivo para los deprimidos prisioneros, demasiados deseos hechos realidad. Se la tomaron como un bálsamo para sus espíritus heridos y la convirtieron en su venganza. La historia fue transmitida, elaborada, ampliada, cambiada, hasta que veinticuatro horas después fue tan rica e imparable como una leyenda. Al cabo de unos cuantos días, Cordelia se dio por vencida.

La verdad era demasiado complicada y ambigua para resultar atractiva, y ella misma, al suprimir todo lo que tenía relación con Vorkosigan, no podía conseguir que pareciera convincente. Su deber parecía vacío de significado, aburrido y descolorido. Ansiaba volver a casa, con su sensata madre y su hermano, a la tranquilidad, y a un pensamiento que la conectara con otro sin establecer una cadena de horrores secretos.

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