8

Cordelia suspiró temblorosa al verlo, y el pánico paralizador pareció escapar de ella con aquella explosión de aliento.

—Dios mío, casi me da un ataque al corazón —consiguió decir con voz tensa—. Pase y cierre la puerta.

Los labios de él formaron en silencio su nombre, y entró, el súbito pánico de su rostro casi igual que el de ella. Entonces Cordelia vio que lo seguía otro oficial, un teniente de pelo castaño y rostro blando y regordete. Así que no se abalanzó sobre Vorkosigan y le lloriqueó al hombro, como apasionadamente deseaba, sino que dijo en cambio, con cautela:

—Ha habido un accidente.

—Cierra la puerta, Illyan —le dijo Vorkosigan al teniente. Sus rasgos se volvieron tensos y controlados mientras el joven le obedecía—. Vas a tener que ser testigo de esto con la mayor atención.

Con los labios convertidos en una rendija blanca, Vorkosigan recorrió lentamente la habitación, anotando los detalles, algunos de los cuales señaló en silencio a su compañero. El teniente dijo «Er, ah» al primer gesto, que fue con el arco de plasma. Vorkosigan se detuvo ante el cadáver, miró el arma que tenía en la mano como si la viera por primera vez y la guardó en su funda.

—Leyendo otra vez al Marqués, ¿eh? —le dijo al cadáver con un suspiro. Le dio la vuelta con la puntera de la bota, y un poco más de sangre brotó del corte carnoso de su cuello—. Aprender ciertas cosas es peligroso. —Miró a Cordelia—. ¿A quién debo felicitar?

Ella se humedeció los labios.

—No estoy segura. ¿Cuánto se va a molestar la gente al respecto?

El teniente estaba examinando los cajones y armarios de Vorrutyer, usando un pañuelo para abrirlos, y por su expresión al hallar aquello quedó claro que su educación cosmopolita no era tan completa como había supuesto.

Se quedó mirando largo rato el cajón que Cordelia había cerrado tan presurosamente.

—El emperador, para empezar, estará encantado —dijo Vorkosigan—. Pero estrictamente en privado.

—De hecho, yo estuve atada todo el tiempo. El sargento Bothari, ejem, hizo los honores.

Vorkosigan miró a Bothari, todavía sentado en el suelo, hecho un ovillo.

—Mm.

Contempló la habitación una vez más.

—Hay algo en esto que me recuerda cierta escena notable cuando irrumpimos en mi sala de máquinas. Tiene su firma personal. Mi abuela tenía una frase para ello… algo referido a llegar tarde y un dólar…

—¿Un día tarde y un dólar menos? —sugirió Cordelia involuntariamente.

—Sí, eso era. —Él controló un gesto irónico—. Una observación muy betana… Empiezo a ver por qué.

Su rostro seguía siendo una máscara de neutralidad, pero sus ojos la escrutaron llenos de secreta agonía.

—¿Llegué, uh, tarde?

—En absoluto —lo tranquilizó ella—. Llegó, hum, muy a tiempo. Estaba intentando controlar el pánico, preguntándome qué hacer a continuación.

Él tenía la cara vuelta, de modo que Illyan no podía verla, y una sonrisa rápidamente reprimida iluminó sus ojos un instante.

—Entonces parece que estoy rescatando a mi flota de usted —murmuró entre dientes—. No es exactamente lo que tenía en mente cuando venía, pero me alegro de rescatar algo. —Alzó la voz—. En cuanto acabes, Illyan, sugiero que nos reunamos en mi camarote para seguir la discusión.

Vorkosigan se arrodilló junto a Bothari, estudiándolo.

—Ese maldito hijo de puta ha estado a punto de volverlo a estropear —gruñó—. Estaba casi bien, después del tiempo que paso conmigo. Sargento Bothari —dijo con amabilidad—, ¿puede acompañarme caminando?

Bothari le murmuró algo ininteligible a sus rodillas.

—Venga aquí, Cordelia —dijo Vorkosigan. Era la primera vez que ella le oía pronunciar su nombre—. Mire a ver si puede hacer que se levante. Creo que será mejor que yo no lo toque, por ahora.

Ella se agachó ante el sargento.

—Bothari. Bothari, míreme. Tiene que levantarse y caminar un poco.

Le tomó la mano empapada de sangre y trató de dar con un argumento racional, o más bien irracional, capaz de alcanzarlo. Ensayó una sonrisa.

—Mire. ¿Ve? Está lleno de sangre. La sangre lava el pecado, ¿verdad? Ahora va a ponerse bien. Uh, el hombre malo se ha ido y, dentro de poco, las voces malas se irán también. Así que venga conmigo y yo le llevaré a donde pueda descansar.

Mientras Cordelia hablaba, él se concentró gradualmente en ella, y al final asintió y se incorporó. Todavía sujetándole la mano, Cordelia siguió a Vorkosigan a la salida, con Illyan detrás. Esperaba que su cura de urgencia psicológica aguantara; una alarma de cualquier tipo podría hacerlo estallar como una bomba.

Se sorprendió al descubrir que el camarote de Vorkosigan estaba enfrente, una puerta pasillo abajo.

—¿Es usted el capitán de esta nave? —preguntó. Las insignias de su cuello, ahora que las veía mejor, indicaban que su rango era el de comodoro—. ¿Estaba aquí todo el tiempo?

—No, ahora pertenezco al Estado Mayor. Mi correo llegó del frente hace unas horas. He estado reunido con el almirante Vorhalas y el príncipe hasta ahora. Acabamos de terminar. Venía hacia aquí cuando el guardia me habló de la nueva prisionera de Vorrutyer. Usted… ni en mis más alocadas pesadillas habría soñado que pudiera ser usted.

El camarote de Vorkosigan parecía tranquilo como la celda de un monje en comparación con la carnicería que habían dejado enfrente. Todo según las reglas, la habitación adecuada para un soldado. Vorkosigan cerró la puerta tras ellos. Se frotó la cara y suspiró, comiéndosela con la mirada.

—¿Seguro que se encuentra bien?

—Sólo aturdida. Sabía que corría riesgos cuando me seleccionaron, pero no esperaba nada parecido a ese hombre. Inenarrable. Me sorprende que haya estado usted a sus órdenes.

El rostro de él se volvió hosco.

—Yo estoy a las órdenes del emperador.

Ella advirtió a Illyan, que permanecía de pie y en silencio. ¿Qué diría si Vorkosigan le preguntaba por el convoy? Suponía un peligro más grande para su misión que la tortura. Había empezado a pensar, en los últimos meses, que su separación acabaría por reducir el ansia que sentía de él, pero verlo vivo e intenso ante ella la hizo sentirse hambrienta. No podía saber qué sentía él, sin embargo. En aquel momento parecía cansado, inseguro y bajo tensión. Mal, todo mal…

—Ah, permítame presentarle al teniente Simon Illyan, del equipo de seguridad personal del emperador. Es mi espía. Teniente Illyan, la comandante Naismith.

—Ahora soy capitana —intervino ella automáticamente. El teniente le estrechó la mano con una inocencia tranquila y neutra, completamente contraria a la extraña escena que acababan de dejar atrás. Podría haber estado igualmente en una recepción en cualquier embajada. El contacto con ella dejó una mancha de sangre en su palma—. ¿Y a quién espía?

—Prefiero el término «vigilancia» —dijo él.

—Cháchara burocrática —intervino Vorkosigan—. El teniente me espía a mí. Representa un compromiso entre el emperador, el ministro de Educación Política y yo mismo.

—La frase que empleó el emperador —dijo Illyan, distante—, fue «alto el fuego».

—Sí. El teniente Illyan también tiene un biochip de memoria eidética. Puede considerarlo un aparato grabador con piernas, que el emperador reproduce a voluntad.

Cordelia lo miró de reojo.

—Es una lástima que no pudiéramos volver a encontrarnos en circunstancias más auspiciosas —le dijo cuidadosamente a Vorkosigan.

—Aquí no hay ninguna circunstancia auspiciosa.

El teniente Illyan se aclaró la garganta, mirando a Bothari, quien cruzaba y descruzaba los dedos y miraba a la pared.

—¿Y ahora qué, señor?

—Mm. Hay demasiadas pruebas físicas en esa habitación, por no mencionar testigos que saben quién entró y cuándo, para intentar alterar el escenario. Personalmente, preferiría que Bothari no hubiera estado allí. El hecho de que sea claramente non compos mentis no influirá en el príncipe cuando se entere de esto.

Se puso en pie, pensando furiosamente.

—Simplemente habrá tenido que escapar, antes de que Illyan y yo llegáramos a la escena. No sé cuánto tiempo será posible esconder a Bothari aquí dentro… tal vez pueda conseguir algunos sedantes para él. —Miró a Illyan—. ¿Qué tal el agente del personal del emperador que está en la sección médica?

Illyan pareció no inmutarse.

—Es posible que pueda lograrse algo.

—Bien. —Se volvió hacia Cordelia—. Va a tener que quedarse aquí y mantener a Bothari bajo control. Illyan y yo debemos ir juntos, o habrá demasiados minutos sin explicación entre el momento en que dejamos a Vorhalas y el momento en que hagamos sonar la alarma. Los hombres de seguridad del príncipe estudiarán esa habitación a conciencia, al igual que los movimientos de todo el mundo.

—¿Eran Vorrutyer y el príncipe del mismo partido? —preguntó ella, buscando pie en las mareas de la política barrayaresa.

Vorkosigan sonrió amargamente.

—Eran sólo buenos amigos.

Y se marchó, dejándola a solas con Bothari y llena de confusión.


Hizo que Bothari se sentara ante el escritorio de Vorkosigan, donde continuó agitando los dedos de manera silenciosa e incesante. Ella se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama, tratando de irradiar un aire de calma y buen humor. No era fácil, para un espíritu lleno de pánico como el suyo.

Bothari se levantó y empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, hablando solo. No, solo no, advirtió. Y desde luego tampoco con ella. El entrecortado fluir de sus palabras no tenía ningún sentido. El tiempo pasó lentamente, denso de miedo.

Tanto ella como Bothari dieron un respingo cuando la puerta se abrió, pero era solamente Illyan. Bothari adoptó una postura de luchador cuando entró.

—Los sirvientes de la bestia son las manos de la bestia —dijo—. Les da de comer la sangre de la esposa. Malos sirvientes.

Illyan lo miró nervioso y le entregó a Cordelia unas ampollas.

—Tome. Déselas usted. Una de estas podría derribar a un elefante a la carga. No puedo quedarme.

Y se marchó de nuevo.

—Cobarde —murmuró ella. Pero probablemente tenía razón. Tal vez ella tuviera más posibilidades de dárselas al sargento. La agitación de Bothari se acercaba a un nivel explosivo.

Hizo a un lado las ampollas y se acercó a él con una sonrisa radiante, cuyo efecto se veía algo mermado por el espanto de sus ojos. Los de Bothari eran rendijas fluctuantes.

—El comodoro Vorkosigan quiere que descanse usted ahora. Envía unas medicinas para ayudarlo.

Él retrocedió, alertado, y ella se detuvo, cuidando de no arrinconarlo.

—Es sólo un sedante, ¿ve?

—Las drogas de la bestia emborracharon a los borrachos. Cantaban y gritaban. Mala medicina.

—No, no. Esto es buena medicina. Hará que los demonios se vayan a dormir —prometió ella. Aquello era como andar sobre una cuerda floja en la oscuridad. Probó con otra táctica.

—Firmes, soldado —dijo bruscamente—. Inspección.

Fue un error. Él le arrebató la ampolla cuando Cordelia intentó aplicársela en el brazo y cerró la mano en torno a su garganta como si fuera una cinta de hierro candente. Ella contuvo el aliento, dolorida, pero a duras penas consiguió liberar los dedos y presionar el espray de la ampolla sedante contra el interior de su muñeca antes de que él la alzara y la arrojara al otro lado de la habitación.

Cordelia aterrizó de espaldas con estrépito, o eso le pareció, y acabó chocando contra la puerta. Bothari se abalanzó sobre ella. ¿Puede matarme antes de que le haga efecto el sedante?, se preguntó salvajemente, y se obligó a quedarse flácida, como si estuviera inconsciente. Sin duda las personas inconscientes no resultaban muy amenazadoras.

Evidentemente, no era el caso de Bothari, pues sus manos se cerraron en torno a su cuello. Una rodilla se hundió en su caja torácica y ella sintió que algo iba dolorosamente mal en esa región. Abrió los ojos a tiempo de ver que él ponía en blanco los suyos. Sus manos aflojaron la tenaza y rodó a cuatro patas, agitando la cabeza mareado, hasta quedar desplomado en el suelo.

Ella se sentó, apoyada contra la pared.

—Quiero irme a casa —murmuró—. Esto no entraba en la descripción de mi trabajo.

El débil chiste no hizo nada para disolver el nudo de histeria que se formaba en su garganta, así que recurrió a una disciplina más antigua y más seria, y susurró las palabras en voz alta. Para cuando terminó, había recuperado el autocontrol.

No podía arrastrar a Bothari hasta la cama. Alzó su pesada cabeza y le colocó una almohada debajo, y luego puso sus manos y piernas en posición más cómoda. Cuando Vorkosigan y su sombra regresaran, podrían encargarse de él.

La puerta se abrió por fin, y Vorkosigan e Illyan entraron, la cerraron rápidamente y caminaron con cuidado alrededor de Bothari.

—¿Bien? —preguntó Cordelia—. ¿Cómo fue?

—Con precisión mecánica, como un salto de agujero de gusano al infierno —replicó Vorkosigan. Volvió la palma de la mano hacia arriba con un gesto familiar que atrapó su corazón como un garfio.

Ella lo miró, asombrada.

—Es usted tan desconcertante como Bothari. ¿Cómo se han tomado lo del asesinato?

—Salió bien. Estoy bajo arresto y confinado a mis habitaciones, por sospecha de conspiración. El príncipe piensa que envié a Bothari a hacerlo —explicó—. Dios sabe cómo.

—Uh, sé que estoy muy cansada y no pienso con claridad. ¿Pero ha dicho que salió bien?

—Comodoro Vorkosigan, señor —interrumpió Illyan—. Recuerde que voy a tener que informar de esta conversación.

—¿Qué conversación? —dijo Vorkosigan—. Tú y yo estamos solos aquí, ¿recuerdas? No se requiere que me observes cuando estoy solo, como todo el mundo sabe. Empezarán a preguntarse por qué te retrasas aquí dentro antes de que pase mucho rato.

El teniente Illyan frunció el ceño al oír estas palabras.

—La intención del emperador…

—¿Sí? Háblame de la intención del emperador. —Vorkosigan lo miró de manera salvaje.

—La intención del emperador, tal como me la comunicó a mí, era impedir que se incriminara usted. Ya sabe que no puedo alterar mi informe.

—Ése fue tu razonamiento hace cuatro semanas. Ya viste el resultado.

Illyan pareció perturbado.

Vorkosigan habló en voz baja y controlada.

—Todo lo que el emperador requiere de mí se cumplirá. Es un gran coreógrafo, y tendrá su danza de soñadores hasta el último paso. —La mano de Vorkosigan se cerró en un puño, y luego se abrió de nuevo—. No he retirado nada que sea mío de su servicio. Ni mi vida. Ni mi honor. Reconóceme eso. —Señaló a Cordelia—. Me diste tu palabra entonces. ¿Pretendes retirarla?

—¿Quiere alguien explicarme de qué están ustedes hablando? —interrumpió Cordelia.

—El teniente Illyan tiene un pequeño conflicto entre su deber y su conciencia —dijo Vorkosigan, cruzándose de brazos y mirando a la pared del fondo—. No es algo que pueda resolverse sin redefinir una cosa o la otra, y debe elegir ahora.

—Verá, hubo otro incidente como ése. —Illyan señaló con el pulgar en dirección a las habitaciones de Vorrutyer—. Con una prisionera, hace unas cuantas semanas. El comodoro Vorkosigan quiso, eh, hacer algo al respecto ya entonces. Yo le convencí de lo contrario. Después… después accedí a no inmiscuirme con ninguna acción que quisiera emprender, si la situación volvía a plantearse.

—¿La mató Vorrutyer? —preguntó Cordelia morbosamente.

—No —respondió Illyan. Se miró las botas.

—Vamos, Illyan —dijo Vorkosigan, cansado—. Si no los descubren, podrás darle al emperador el informe completo, y que él lo altere si quiere. Si los encuentran aquí, la integridad pública de tus informes no va a ser tu mayor preocupación, créeme.

—¡Maldición! El capitán Negri tenía razón —dijo Illyan.

—Suele tenerla… ¿Qué es lo que dijo?

—Dijo que permitir que los juicios personales influyeran en mi deber acerca de los asuntos más nimios sería igual que quedarse un poquito embarazado… que las consecuencias me sobrepasarían muy pronto.

Vorkosigan se echó a reír.

—El capitán Negri es un hombre con mucha experiencia. Pero puedo decirte que, muy raramente, incluso él ha hecho algún juicio personal.

—Pero Seguridad está poniéndolo todo patas arriba ahí fuera. Llegarán aquí tarde o temprano por un simple proceso de eliminación. En el momento en que a alguien se le ocurra dudar de mi integridad, se acabó.

—Con el tiempo —reconoció Vorkosigan—. ¿Cuánto tiempo calculas?

—Completarán el registro de la nave dentro de unas pocas horas.

—Entonces tendrás que redirigir sus esfuerzos. Ampliar su área de búsqueda… ¿no partió ninguna nave de aquí entre la muerte de Vorrutyer y el momento en que se instaló el cordón de Seguridad?

—Sí, dos, pero…

—Bien. Usa tu influencia imperial. Pide toda la ayuda que, como ayudante de más confianza del capitán Negri, puedas conseguir. Menciona a Negri frecuentemente. Sugiere. Recomienda. Duda. Mejor no sobornar ni amenazar, eso es demasiado obvio, aunque puede que haya que llegar a eso. Torpedea sus procesos de inspección, haz que los registros se evaporen… todo lo que sea necesario para enturbiar las aguas. Consígueme cuarenta y ocho horas, Illyan. Es todo lo que pido.

—¿Todo? —se atragantó Illyan.

—Ah. Intenta asegurarte de que seas tú y nadie más quien traiga las comidas y todo eso. E intenta traer algunas raciones de más cuando lo hagas.


Vorkosigan se relajó visiblemente cuando Illyan se marchó, y se volvió hacia ella con una sonrisa triste y torpe que fue tan buena como una caricia.

—Bienvenida, señora.

Ella le hizo un esbozo de saludo militar y le devolvió la sonrisa.

—Espero no haberle complicado demasiado las cosas. Personalmente, quiero decir.

—En absoluto. De hecho, las ha simplificado enormemente.

—El Este es el Oeste, arriba es abajo, y ser falsamente arrestado por haberle cortado la garganta a su oficial en jefe es una simplificación. Debo estar en Barrayar. Supongo que no se molestará en explicarme qué esta pasando aquí.

—No. Pero por fin comprendo por qué ha habido tantos locos en la historia de Barrayar. No son su causa, sino su efecto. —Suspiró, y habló tan bajo que fue casi un susurro—. Oh, Cordelia. No tiene ni idea de cuánto necesito a una persona cuerda cerca de mí. Es usted agua en el desierto.

»Tiene usted buen aspecto… parece que ha perdido peso.

Él parecía diez años más viejo que hacía seis meses.

—Oh, vaya. —Se pasó una mano por la cara—. ¿En qué estaré yo pensando? Debe de estar agotada. ¿Quiere dormir, o algo?

—No estoy segura de que pueda, todavía. Pero me gustaría lavarme. Pensé que sería mejor no usar la ducha mientras no estuviera usted aquí, por si la tienen controlada.

—Bien pensado. Adelante.

Ella se frotó el muslo inerte, la tela negra pegajosa de sangre.

—Esto… ¿tiene una buena muda de ropa para mí? Ésta está hecha una porquería. Además, era de Vorrutyer. Tiene hedor psíquico.

—Cierto. —Su rostro se ensombreció—. ¿Esa sangre es suya?

—Sí, Vorrutyer jugó a los médicos. No duele. No tengo nervios aquí.

—Mm. —Vorkosigan se acarició su propia cicatriz y sonrió un poco—. Sí, creo que tengo lo adecuado para usted.

Abrió uno de sus cajones con un código de ocho dígitos y, para asombro de Cordelia, sacó del fondo la ropa de faena de Exploración que ella había dejado en la General Vorkraft, ahora limpia, zurcida, planchada y perfectamente doblada.

—No tengo las botas, y las insignias están obsoletas, pero imagino que le vendrán bien —observó Vorkosigan tímidamente, entregándoselas.

—Usted… ¿guardó mi ropa?

—Ya lo ve.

—Santo cielo. Pero… ¿por qué?

Él hizo una mueca triste.

—Bueno… fue todo lo que dejó usted. Aparte de la lanzadera que abandonaron ustedes en tierra, que sería un recuerdo bastante embarazoso.

Ella pasó la mano por la ropa parda, sintiéndose tímida de pronto. Pero justo antes de desaparecer en el cuarto de baño con las ropas y un botiquín de primeros auxilios, dijo bruscamente:

—Todavía tengo en casa mi uniforme barrayarés. Envuelto en papel, en un cajón. —Hizo un gesto firme con la cabeza; los ojos de él se iluminaron.

Cuando Cordelia salió de la ducha, la habitación estaba tenuemente iluminada y tranquila, a excepción de una luz sobre el escritorio donde Vorkosigan estaba estudiando un disco en su interfaz informática.

Cordelia saltó a la cama y se sentó de nuevo con las piernas cruzadas, meneando los dedos descalzos.

—¿Qué es todo eso?

—Trabajo. Es mi función oficial como miembro del personal de Vorrutyer… del difunto almirante Vorrutyer. —Sonrió un poco mientras se corregía, como el famoso tigre del poemita cuando regresaba de cabalgar con la damisela en la panza—. Tengo que planificar y mantener al día las órdenes de contingencia, por si nos vemos obligados a replegarnos. Como dijo el emperador en la reunión del Consejo, ya que yo estaba tan convencido de que iba a ser un desastre, bien podía encargarme de los planes de contingencia. En este momento soy considerado una especie de quinta rueda.

—Las cosas van bien para su bando, ¿no? —preguntó ella, deprimida.

—Nos estamos extendiendo demasiado. Algunos consideran eso un progreso. —Introdujo nuevos datos, y luego desconectó el ordenador.

Ella intentó apartar el tema de conversación del peligroso presente.

—¿Deduzco que entonces no le acusaron de traición? —preguntó, pensando en su última conversación, tan lejos en el tiempo ya, en otro mundo.

—Ah, en eso quedamos en tablas. Me mandaron regresar a Barrayar después de que usted escapara. El ministro Grishnov (el jefe de Educación Política, y el tercero en el poder después del emperador y el capitán Negri) estaba prácticamente babeando, tan convencido se hallaba de que por fin me tenía. Pero mi caso contra Radnov era intachable.

»El emperador intervino antes de que llegáramos a las manos, y forzó a un compromiso, o más concretamente a una suspensión. No me han llegado a declarar inocente, los cargos están todavía pendientes en algún limbo legal.

—¿Cómo lo logró?

—Juegos malabares. Dio a Grishnov y a todo el partido de la guerra cuanto pedían, todo el plan de Escobar en bandeja y más. Les dio al príncipe. Y todo el crédito. Después de la conquista de Escobar, Grishnov y el príncipe piensan que serán cada uno de ellos el gobernante de facto de Barrayar.

»Incluso hizo que Vorrutyer se tragara mi ascenso. Recalcó que me tendría directamente a sus órdenes. Vorrutyer vio la luz de inmediato. —Los dientes de Vorkosigan destellaron ante algún recuerdo doloroso, y su mano se abrió y se cerró una vez, inconscientemente.

—¿Cuánto tiempo hace que le conoce? —preguntó ella con cautela, pensando en el insondable pozo de odio en el que había caído.

Él apartó la mirada.

—Fuimos a la academia, y nos graduamos juntos como tenientes, cuando él no era más que un voyeur corriente. Empeoró, según tengo entendido, en los últimos años, desde que empezó a asociarse con el príncipe Serg, y llegó a pensar que podría salir de rositas con todo. Dios nos ayude, casi tenía razón. Bothari ha hecho un gran servicio público.

Lo conocías mejor que eso, pensó Cordelia. ¿Era ésa tu infección de la imaginación, tan dura de combatir? Bothari ha hecho un gran servicio privado, también, según parece…

—Hablando de Bothari. La próxima vez, sédelo usted. Se puso como loco cuando me acerqué con la ampolla.

—Ah. Sí. Creo que comprendo por qué. Estaba en uno de los informes del capitán Negri. Vorrutyer tenía la costumbre de drogar a sus, uh, jugadores, con diversos productos, porque quería tener un espectáculo mejor. Estoy seguro de que Bothari fue una de sus víctimas.

—Repugnante. —Cordelia se sintió enferma. Sus músculos se agarrotaron en el costado dolorido—. ¿Quién es ese capitán Negri del que no para de hablar?

—¿Negri? No le gusta llamar la atención, pero no es ningún secreto. Es el jefe del equipo de seguridad personal del emperador. El jefe de Illyan. Lo llaman el familiar de Ezar Vorbarra.

»Si consideramos que el Ministerio de Educación Política es la mano derecha del emperador, entonces Negri es la izquierda, la que no se permite que conozca la derecha. Se encarga de la seguridad interna en los más altos niveles… los jefes de ministerios, los condes, la familia del emperador, el príncipe… —Vorkosigan frunció el ceño, introspectivo—. Llegué a conocerlo bastante bien durante los preparativos de esta pesadilla estratégica. Un tipo curioso. Podría tener el rango que quisiera. Pero las formalidades no le importan. Sólo le interesa la sustancia.

—¿Es un buen tipo o un mal tipo?

—¡Qué pregunta tan absurda!

—Pensé que podría ser el poder detrás del trono.

—Difícilmente. Si Ezar Vorbarra dijera «Eres una rana», él saltaría y croaría. No. Sólo hay un emperador en Barrayar, y no permite que haya nadie tras él. Todavía recuerda cómo llegó al poder.

Ella se desperezó y dio un respingo al notar el dolor de su costado.

—¿Algo va mal? —preguntó él, preocupado al instante.

—Oh, Bothari me golpeó con la rodilla, cuando le apliqué el sedante. Pensé que iban a oírnos. Me asusté de muerte.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Sus dedos recorrieron lentamente sus costillas. Sólo en la imaginación de Cordelia dejaron un rastro de luz de arco iris.

—Ay.

—Sí. Tiene dos costillas rotas.

—Eso pensaba. Tengo suerte de que no fuera el cuello.

Cordelia se tendió, y él se las vendó con tiras de ropa, y luego se sentó junto a ella en la cama.

—¿Ha pensado alguna vez en mandarlo todo a paseo y marcharse a algún sitio donde nadie lo moleste? —preguntó Cordelia—. A la Tierra, por ejemplo.

Él sonrió.

—A menudo. Incluso tuve la pequeña fantasía de emigrar a la Colonia Beta y plantarme ante el umbral de su puerta. ¿Tiene usted umbral en la puerta?

—No exactamente, pero continúe.

—No puedo imaginar con qué me ganaría allí la vida. Soy estratega, no técnico ni navegante ni piloto, así que no podría entrar en su flota mercante. Difícilmente me aceptarían en el Ejército, y no me veo presentándome a ningún cargo político.

Cordelia soltó una risita.

—¿No sorprendería eso a Freddy el Firme?

—¿Así es como llama a su presidente?

—Yo no voté por él.

—El único empleo que se me ocurre sería como maestro de artes marciales, como deporte. ¿Se casaría usted con un instructor de judo, querida capitana? Pero no —suspiró—. Llevo Barrayar en la sangre. No puedo desprendérmelo, no importa lo lejos que viaje. Esta lucha, Dios lo sabe, no tiene ningún honor. Pero el exilio, por ningún otro motivo que la tranquilidad… eso sería renunciar a toda esperanza de honor. La última derrota, sin ninguna semilla de victoria futura.

Ella pensó en el letal cargamento que había conseguido hacer llegar a Escobar. Comparadas con todas las vidas que colgaban en la balanza, la suya y la de Vorkosigan pesaban menos que una pluma. Él no interpretó bien el pesar de su rostro, creyendo que era miedo.

—Ver su cara no es exactamente como despertar de una pesadilla. —Él la acarició suavemente, las yemas de los dedos en la curva de su barbilla, posando el pulgar un instante sobre sus labios, más liviano que un beso—. Más bien es saber, mientras aún sueño, que más allá del sueño hay un mundo despierto. Pretendo unirme a usted en ese mundo algún día. Ya lo verá. Ya lo verá. —Le apretó la mano y sonrió, tranquilizador.

En el suelo, Bothari se agitó y gruñó.

—Yo me encargo de él —dijo Vorkosigan—. Duerma un poco, mientras pueda.

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