2

Dividieron los escasos restos del campamento en mochilas improvisadas y empezaron a bajar de la montaña con las grises brumas de la mañana. Cordelia llevaba a Dubauer de la mano y lo ayudaba cuando tropezaba. No estaba segura de que la reconociera claramente, pero se aferraba a ella y evitaba a Vorkosigan.

El bosque se fue haciendo más denso y los árboles más altos a medida que descendían. Vorkosigan se abrió paso entre los matorrales con su cuchillo durante un rato y luego llegaron al lecho del arroyo. Manchas de luz empezaron a filtrarse entre las copas de los árboles, iluminando los regazos del agua y las piedras del fondo como si fueran una capa de monedas de bronce.

La simetría radial era común entre las diminutas criaturas que ocupaban los nichos ecológicos de los insectos de la Tierra. Algunas variedades aéreas parecidas a medusas llenas de gas flotaban en nubes iridiscentes sobre el arroyo como bandadas de delicadas pompas de jabón, asombrando a Cordelia con su visión. Parecían tener un efecto tranquilizador también sobre Vorkosigan, pues detuvo el paso tras lo que a ella le había parecido un ritmo mortífero.

Bebieron del arroyo y permanecieron sentados un rato mientras veían los pequeños remolinos correr e hincharse en el chorro de la cascada. Vorkosigan cerró los ojos y se apoyó contra un árbol. Cordelia advirtió que también él estaba al borde del agotamiento. Lo estudió con curiosidad, puesto que ahora no la observaba. Se había comportado todo el tiempo con cortante pero digna profesionalidad militar. Sin embargo, a ella seguía molestándole una alarma subliminal, una persistente sensación de que había olvidado algo importante. Surgió en su mente de repente, como una pelota mantenida bajo el agua y que rompe la superficie al ser soltada y botar al aire.

—Sé quién es usted. Vorkosigan, el Carnicero de Komarr.

Inmediatamente deseó no haber hablado, pues él abrió los ojos y se la quedó mirando, mientras un peculiar juego de expresiones surcaba su rostro.

—¿Qué sabe usted de Komarr? —Su tono añadía: «betana ignorante».

—Lo que sabe todo el mundo. Era una canica sin valor que su pueblo se anexionó por la fuerza para así dominar sus agujeros de gusano. El Senado se rindió, y sus miembros fueron asesinados inmediatamente. Usted estaba al mando de la expedición, o…

Sin duda el Vorkosigan de Komarr era almirante, ¿no?

—¿Era usted? Creí que había dicho que no mataba prisioneros.

—Lo era.

—¿Lo degradaron por eso? —preguntó ella, sorprendida. Pensaba que ese tipo de conducta era normal en Barrayar.

—Por eso no. Por lo que vino después.

Pareció reacio a decir nada más, pero la sorprendió de nuevo al continuar.

—Lo que vino después fue reprimido de manera más efectiva. Yo había dado mi palabra, mi palabra, como Vorkosigan, de que los miembros del Senado iban a ser respetados. Mi oficial político contravino mi orden y los hizo matar a mis espaldas. Lo ejecuté por eso.

—Santo Dios.

—Le rompí el cuello con mis propias manos, en el puente de mi nave. Era un asunto personal, ¿sabe?, que afectaba a mi honor. No podía ordenárselo a un pelotón de fusilamiento: todos tenían miedo del ministro de Educación Política.

Eso era el eufemismo oficial para la policía secreta, recordó Cordelia, de la cual los oficiales políticos eran la rama militar.

—¿Y usted no lo tiene?

—Ellos me tienen miedo a mí —añadió él agriamente—. Como esos carroñeros de anoche, atacan cuando tienen la ocasión. Por eso no hay que darles la espalda.

—Me sorprende que no lo hicieran ahorcar.

—Hubo un gran clamor, a puerta cerrada —admitió él, al recordarlo, y se acarició las insignias del cuello—. Pero no se puede hacer desaparecer a un Vorkosigan en la noche, todavía no. Me creé algunos enemigos poderosos.

—Apuesto a que sí.

Esta historia pelada, contada sin adornos ni excusas, sonaba a verdad, aunque ella no tenía ningún motivo lógico para confiar en él.

—¿Le dio, uh, la espalda a uno de esos enemigos ayer?

Él la miró bruscamente.

—Es posible —dijo muy despacio—. Pero hay algunos problemas con esa teoría.

—¿Como qué?

—Todavía sigo vivo. No creía que fueran a arriesgarse a iniciar el trabajo sin terminarlo. Para asegurarse, les tentaría la oportunidad de achacarles mi muerte a ustedes, los betanos.

—Vaya. Y yo que creía que tenía problemas al mando de un puñado de prima donnas intelectuales que colaboraban en el trabajo meses seguidos. Dios me mantenga al margen de la política.

Vorkosigan sonrió levemente.

—Por lo que he oído de los betanos, eso no es tarea fácil. Creo que no me cambiaría por usted. Me molestaría tener que discutir cada orden.

—No discuten cada orden. —Ella hizo una mueca, porque su puya despertó algún recuerdo—. Además, se acaba por aprender a convencerlos.

—¿Dónde supone que estará ahora su nave?

La alerta cortó su diversión como un telón.

—Supongo que eso depende de dónde esté la suya.

Vorkosigan se encogió de hombros y se levantó; aseguró la mochila a sus hombros.

—Entonces tal vez no deberíamos perder más tiempo para averiguarlo.

Le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, la máscara de soldado cubriendo de nuevo sus rasgos.

Tardaron todo el día en descender desde la gran montaña hasta las llanuras de tierra roja. Estaban marcadas por canales de agua, turbia por las lluvias recientes, salpicadas por macizos rocosos. Atisbaron grupos de hexápodos herbívoros. Cordelia dedujo de su conducta en manada que cerca tenían que acechar depredadores.

Vorkosigan habría continuado, pero Dubauer sufrió una seria y prolongada convulsión a la que siguió un estado de letargo antes de quedarse dormido. Cordelia insistió inflexible en que acamparan para pasar la noche. Y eso hicieron, si podía llamarse campamento al hecho de detenerse y sentarse en un claro entre los árboles, a unos trescientos metros sobre el terreno liso. Compartieron su cena de gachas y salsa de queso azul en abatido silencio. Vorkosigan encendió otra luz cuando los últimos colores del atardecer se borraron del cielo, y se sentó en una gran piedra plana. Cordelia se tendió y observó al barrayarés de guardia hasta que el sueño la alivió del dolor que sentía en las piernas y la cabeza.

Él la despertó pasada la medianoche. Los músculos de Cordelia parecieron chirriar y crujir por la acumulación de ácido láctico cuando se incorporó envarada para encargarse de su guardia. Esta vez Vorkosigan le dio el aturdidor.

—No he visto nada cerca, pero algo hace un ruido infernal de vez en cuando —comentó; parecía una explicación adecuada para aquel gesto de confianza.

Cordelia comprobó el estado de Dubauer, y luego ocupó su puesto en el peñasco, se acomodó y contempló la negra masa de la montaña. Allí arriba estaba Rosemont en su profunda tumba, pero todavía condenado a descomponerse lentamente. Desvió sus pensamientos hacia Vorkosigan, que yacía cerca, casi invisible con su uniforme de camuflaje en la penumbra de luz verdiazul.

Un acertijo dentro de otro acertijo, pensó. Sin duda, debía ser uno de los guerreros aristócratas barrayareses de la vieja escuela, enfrentado a la nueva burocracia. Los militaristas de ambas partes mantenían una alianza incómoda y bastarda que controlaba la política gubernamental y las Fuerzas Armadas, pero en el fondo eran enemigos naturales. El emperador establecía sutilmente el equilibrio de poder entre ellos, pero no había duda de que, a la muerte del astuto anciano, a Barrayar le esperaba un periodo de canibalismo político, cuando no una guerra civil abierta, a menos que su sucesor mostrara más fuerza de lo que cabía esperar. Cordelia deseó saber más sobre la matriz de relaciones sanguíneas y poder en Barrayar. Sabía que el apellido del emperador, Vorbarra, estaba asociado con el nombre del planeta pero, aparte de eso, poca cosa más.

Acarició ausente el pequeño aturdidor y fantaseó: ¿quién era ahora el cautivo, y quién el captor? Pero sería casi imposible cuidar de Dubauer ella sola. Tenía que alimentarlo y ya que Vorkosigan se había cuidado mucho de no decir dónde estaba su escondrijo, necesitaba al barrayarés para llegar hasta allí. Además, le había dado su palabra. Era curioso que Vorkosigan hubiera aceptado automáticamente su palabra como si fuera un lazo: evidentemente pensaba igual de sí mismo.

El Este empezó por fin a iluminarse de gris, luego de albaricoque, verde y dorado en una repetición pastel de la espectacular puesta de sol de la noche anterior. Vorkosigan se agitó y se sentó, y la ayudó a llevar a Dubauer a lavarse al arroyo. Desayunaron otra vez gachas y queso azul.

Vorkosigan trató de mezclarlas esta vez, para variar. Cordelia intentó alternar bocados, para ver si servía de algo. Ninguno hizo comentario alguno sobre el menú.


Vorkosigan la condujo hacia el noroeste a través del terreno arenoso, color ladrillo. En la estación seca sería casi un desierto. Ahora estaba brillantemente decorado con hierbas verdes y amarillas, y docenas de variedades de pequeñas flores silvestres. Cordelia vio con tristeza que Dubauer no parecía advertirlas.

Después de unas tres horas a paso rápido llegaron a su primer obstáculo del día, un empinado valle rocoso surcado por un río de color café con leche. Caminaron por el borde de la pendiente buscando un vado.

—Esa roca de allí se ha movido —observó Cordelia de repente.

Vorkosigan se sacó del cinturón su visor de campo y echó un vistazo.

—Tiene usted razón.

Media docena de bultos de color café con leche que parecían rocas resultaron ser hexápodos encogidos y de gruesos miembros que pastaban al sol de la mañana.

—Parece que son anfibios. Me pregunto si serán carnívoros —dijo Vorkosigan.

—Ojalá no hubieran interrumpido mi investigación tan pronto —se quejó Cordelia—. Entonces tendría respuestas para todas esas preguntas. Allí hay más cosas de esas que parecen pompas de jabón. Dios, nunca habría imaginado que pudieran crecer tanto y ser capaces de volar.

Una bandada de una docena de grandes radiales, transparentes como vasos de vino y de más de un palmo de diámetro, vinieron volando sobre el río como una bandada de globos perdidos. Unos cuantos flotaron sobre los hexápodos, aplastándose sobre sus pieles como boinas extrañas. Cordelia tomó el visor para echar un vistazo más atento.

—¿Cree que serán como esos pájaros de la Tierra, que le quitan los parásitos al ganado? ¡Oh! No, supongo que no.

Los hexápodos se agitaron con susurros y silbidos, meneando los cuerpos con una especie de bamboleo obeso, y se deslizaron hacia el río.

Los radiales, ahora del color de vaso de vino lleno de burdeos, se inflaron y se retiraron al aire.

—¿Globos vampiros? —preguntó Vorkosigan.

—Eso parece.

—Qué criaturas más sorprendentes.

Cordelia casi se echó a reír al ver su expresión de asco.

—Como carnívoro, no los puede condenar.

—Condenarlos, no; evitarlos, sí.

—En eso le doy la razón.

Continuaron corriente arriba y dejaron atrás una rebullente cascada de color pardo. Después de un kilómetro y medio, llegaron a un lugar donde se unían dos afluentes, y cruzaron por la parte menos profunda que pudieron encontrar. Al cruzar el segundo afluente, Dubauer perdió pie cuando una roca cedió bajo él, y se desplomó sin un grito.

Cordelia tensó su presa sobre su brazo, compulsivamente, y cayó con él, resbalando hacia una zona más profunda. El terror se apoderó de ella, por miedo a perderlo corriente abajo más allá de su alcance, a merced de aquellos hexápodos anfibios, las afiladas rocas, la cascada. Sin hacer caso al agua que le llenaba la boca, se agarró a él con ambas manos. Allá iban… no.

Algo tiró de ella con una fuerza tremenda para contrarrestar la embestida de las aguas. Vorkosigan la había agarrado por el cinturón, y los aupaba a ambos hacia los bajíos con la fuerza y el estilo de un estibador.

Sintiéndose indigna, pero agradecida, ella se puso en pie y arrastró a Dubauer, que tosía, hasta la orilla.

—Gracias —le dijo a Vorkosigan, jadeando.

—¿Qué esperaba, que dejara que se ahogasen? —inquirió él secamente, vaciando sus botas.

Cordelia se encogió de hombros, cortada.

—Bueno… al menos dejaríamos de retrasarlo.

—Mm.

Él se aclaró la garganta, pero no dijo nada más. Encontraron un lugar rocoso donde sentarse, comieron sus cereales y su salsa de queso, y se secaron un rato antes de continuar.

Fueron recorriendo kilómetros y kilómetros, pero su visión de la gran montaña a su derecha apenas parecía variar. En un momento determinado Vorkosigan pareció tomar una decisión que no compartió, y los condujo hacia el oeste, dejando la montaña a sus espaldas y al sol de lado.

Cruzaron otro río. Al rebasar esa parte del valle, Cordelia casi se topó con un hexápodo de piel roja que yacía tranquilo en una depresión, completamente confundido con el paisaje. Era un ser de formas delicadas, del tamaño de un perro mediano, y recorría las llanuras rojas con graciosos brincos.

Cordelia despertó bruscamente.

—¡Esa cosa es comestible!

—¡El aturdidor! ¡El aturdidor! —exclamó Vorkosigan. Ella se lo entregó rápidamente.

Vorkosigan se hincó de rodillas, apuntó, y abatió a la criatura de un disparo.

—¡Oh, buen tiro! —chilló Cordelia, extasiada.

Vorkosigan sonrió como un crío por encima del hombro y echó a correr hacia su presa.

—Oh —murmuró ella, aturdida por el efecto de la sonrisa. Había iluminado su cara como el sol durante un breve instante. Oh, hazlo otra vez, pensó; luego se sacudió del pensamiento. El deber. Cíñete al deber.

Ella lo siguió hasta donde yacía el animal. Vorkosigan había sacado el cuchillo, sin saber por dónde empezar. No podía cortarle la garganta, pues no tenía cuello.

—El cerebro está localizado justo detrás de los ojos. Tal vez podría matarlo clavándoselo entre el primer conjunto de omóplatos —sugirió Cordelia.

—Eso debe ser bastante rápido —reconoció Vorkosigan, y así lo hizo. La criatura se estremeció, suspiró y murió—. Es temprano para acampar, pero aquí hay agua, y la madera que el río arrastra nos servirá como leña para encender un fuego. Pero eso significa que mañana tendremos que caminar más kilómetros —advirtió.

Cordelia contempló el cadáver, pensando en la carne asada.

—No importa.

Vorkosigan se echó el animal al hombro y se puso en pie.

—¿Dónde está su alférez?

Cordelia miró alrededor. No se veía a Dubauer por ninguna parte.

—Oh, señor —resopló, y corrió hacia el lugar donde se encontraba cuando Vorkosigan disparó. Dubauer no estaba allí tampoco. Cordelia se acercó al borde del riachuelo.

Dubauer estaba allí de pie, los brazos colgando a sus costados, mirando hacia arriba, como en trance. Flotando suavemente sobre su rostro vuelto había un gran radial transparente.

—¡Dubauer, no! —chilló Cordelia, y corrió hacia él. Vorkosigan la adelantó de un salto y ambos corrieron hacia la orilla.

El radial se posó sobre la cara de Dubauer y empezó a aplanarse, y él alzó las manos con un grito.

Vorkosigan llegó primero. Agarró la cosa semiflácida con su mano desnuda y la apartó de la cara de Dubauer. Una docena de oscuros apéndices parecidos a tentáculos estaban enganchados en la piel del alférez, y se estiraron y chasquearon cuando la criatura fue arrancada de su presa. Vorkosigan la arrojó a la arena y la pisoteó mientras Dubauer caía al suelo y se enroscaba de costado. Cordelia intentó quitarle las manos de la cara. Estaba haciendo ruidos extraños y roncos, y su cuerpo se estremecía. Otro ataque, pensó. Pero luego advirtió con horror que estaba llorando.

Sostuvo su cabeza sobre su regazo para detener los salvajes movimientos. Los lugares donde los tentáculos habían penetrado su piel eran negros en el centro, rodeados por círculos de carne roja que empezaban a hincharse alarmantemente. Había uno particularmente desagradable en la comisura de un ojo. Cordelia le quitó los tentáculos restantes de la piel y descubrió que le quemaban los dedos, como ácido. Al parecer la criatura estaba toda cubierta de un veneno similar, pues Vorkosigan estaba arrodillado, con la mano metida en el arroyo. Cordelia quitó rápidamente los demás tentáculos y llamó al barrayarés.

—¿Tiene algo en su botiquín que nos ayude con esto?

—Sólo el antibiótico.

Le tendió un tubo y ella roció un poco sobre el rostro de Dubauer. En realidad no era un ungüento adecuado para las quemaduras, pero tendría que valer. Vorkosigan contempló a Dubauer un momento y luego sacó reacio una pequeña píldora blanca.

—Esto es un potente analgésico. Sólo tengo cuatro. Deberá durarle hasta la noche.

Cordelia se lo colocó a Dubauer en la lengua. Evidentemente sabía amargo, pues él trató de escupirlo, pero ella lo recuperó y lo obligó a tragárselo. En unos pocos minutos pudo ponerlo en pie y llevarlo al campamento que Vorkosigan había elegido, dominando el canal arenoso.

Vorkosigan, mientras tanto, había recogido leña para el fuego.

—¿Cómo va a encenderlo? —inquirió Cordelia.

—Cuando era un niño pequeño, tuve que aprender a encender fuego por fricción —recordó Vorkosigan—. Campamento de verano de la escuela militar. No era fácil. Llevaba toda la tarde. Ahora que lo pienso, nunca llegué a conseguirlo. Lo encendí diseccionando un comunicador de la mochila.

Rebuscó en su cinturón y sus bolsillos.

—El instructor se puso furioso. Creo que el comunicador era suyo.

—¿No hay prendedores químicos? —preguntó Cordelia, haciendo un gesto con la cabeza hacia su actual inventario del cinturón.

—Se supone que si quieres calor, puedes encender tu arco de plasma. —Él palpó con los dedos la cartuchera vacía—. Tengo otra idea. Un poco drástica, pero creo que será efectiva. Será mejor que vaya con su botánico. Esto va a sonar fuerte.

Sacó un cartucho de energía del inútil arco de plasma de su cinturón.

—Oh-oh —dijo Cordelia, apartándose—. ¿No será un poco exagerado? ¿Y qué va a hacer con el cráter? Será visible desde el aire desde kilómetros de distancia.

—¿Quiere sentarse aquí y frotar dos palitos? Pero supongo que será mejor que haga algo respecto al cráter.

Pensó un instante y luego se acercó al borde del vallecillo. Cordelia se sentó junto a Dubauer, rodeó sus hombros con un brazo y se encogió, esperando la explosión.

Vorkosigan llegó corriendo desde el borde del valle y alcanzó el suelo rodando. Hubo un brillante destello blanquiazul, y una explosión que estremeció el terreno. Una gran columna de humo, polvo y vapor se alzó al aire, y guijarros, tierra y trozos de arena fundida empezaron a caer como lluvia alrededor. Vorkosigan desapareció de nuevo tras el risco y regresó poco después con una antorcha encendida.

Cordelia fue a echar un vistazo a los daños. Vorkosigan había colocado el cartucho cortocircuitado corriente arriba, a unos doscientos metros, en el borde exterior de un recodo donde el arroyo se curvaba corriente arriba. La explosión había dejado un espectacular cráter cristalino de unos quince metros de ancho y cinco de profundidad que todavía humeaba. Pero mientras ella miraba el arroyo erosionó el borde y entró en el hueco, provocando una columna de vapor. Dentro de una hora sería un agujero de aspecto natural.

—No está mal —murmuró, aprobando la acción.


Para cuando el fuego se redujo a un lecho de brasas, tenían trozos de oscura carne roja preparados ya en las espetas.

—¿Cómo le gusta la carne? —preguntó Vorkosigan—. ¿Poco hecha? ¿En su punto?

—Creo que será mejor que esté bien pasadita —sugirió Cordelia—. Todavía no habíamos completado la investigación sobre parásitos.

Vorkosigan miró su carne con gesto dubitativo.

—Ah. Vaya —dijo débilmente.

La cocinaron a conciencia y luego se sentaron junto al fuego y se lanzaron a la humeante carne con feliz salvajismo. Incluso Dubauer consiguió alimentarse solo, con pequeños bocados. La carne era dura y correosa, quemada por fuera y con un saborcillo amargo, pero nadie sugirió un acompañamiento de gachas o salsa de queso azul.

Cordelia se sintió de buen humor. Las ropas de Vorkosigan estaban sucias, húmedas y salpicadas de sangre seca por haber arrastrado la cena, igual que las suyas. Él tenía barba de tres días, su rostro brillaba a la luz de la hoguera con grasa de hexápodo y apestaba a sudor seco.

A excepción de la barba, ella no tenía mejor aspecto y sabía que tampoco olía mejor. Se sintió inquietantemente consciente del cuerpo de él, musculoso, compacto, completamente masculino, agitando sentidos que ella creía haber suprimido. Sería mejor que pensara en otra cosa…

—De hombre del espacio a cavernícola en tres días —meditó en voz alta—. Imaginamos que la civilización está en nosotros mismos, cuando en realidad está en nuestras cosas.

Vorkosigan miró con una sonrisa torcida a Dubauer, tan cuidadosamente atendido.

—Parece que usted lleva la civilización por dentro.

Cordelia se ruborizó, incómoda, y se alegró del camuflaje que le prestaba la hoguera.

—Sólo cumplo con mi deber.

—Algunas personas consideran que su deber es más elástico. O… ¿estaba usted enamorada de él?

—¿De Dubauer? ¡Cielos, no! No soy una cazadora de bebés. Pero era un buen chico. Y me gustaría devolvérselo a su familia.

—¿Tiene usted familia?

—Claro. Mi madre y mi hermano, allá en la Colonia Beta. Mi padre también se dedicaba a la Exploración.

—¿Fue uno de esos de los que nunca volvieron?

—No, murió en un accidente con una lanzadera, a unos diez kilómetros de casa. Había estado en casa de permiso, y regresaba.

—Mis condolencias.

—Oh, eso fue hace muchísimos años.

Se pone un poco personal, ¿no?, pensó ella. Pero era mejor que intentar esquivar un interrogatorio militar. Cordelia esperó fervientemente que el tema, digamos, del último equipamiento betano no saliera a colación.

—¿Y usted? ¿Tiene familia?

De repente, a ella se le ocurrió que la frase era también una forma amable de preguntar: «¿Está casado?»

—Mi padre vive. Es el conde Vorkosigan. Mi madre era medio betana, ¿sabe? —preguntó él, vacilante.

Cordelia decidió que si Vorkosigan, lleno de frialdad militar, era formidable, Vorkosigan intentando parecer amable era verdaderamente aterrador. Pero la curiosidad superó la urgencia por interrumpir la conversación.

—Eso es poco habitual. ¿Cómo sucedió?

—Mi abuelo materno fue el príncipe Xav Vorbarra, el diplomático. Fue embajador en la Colonia Beta durante un tiempo, en su juventud, antes de la Primera Guerra Cetagandiana. Creo que mi abuela estaba en su Oficina de Comercio Interestelar.

—¿La conoció usted bien?

—Después de que mi madre… muriera, y la Guerra Civil de Yuri Vorbarra terminara, pasaba a veces las vacaciones escolares en la casa del príncipe en la capital. No se llevaba bien con mi padre, antes y después de la guerra, porque eran de distintos partidos políticos. Xav era el jefe de los liberales, y por supuesto mi padre era, es, parte del último reducto de la antigua aristocracia militar.

—¿Fue feliz su abuela en Barrayar? —Cordelia calculó los días escolares de Vorkosigan en unos treinta años atrás.

—No creo que llegara a ajustarse por completo a nuestra sociedad. Y, naturalmente, la Guerra de Yuri… —Se calló, y luego empezó de nuevo—. Los extranjeros, los betanos en particular, tienen esa extraña visión de Barrayar como si fuera una especie de monolito, pero somos una sociedad fundamentalmente dividida. Mi Gobierno siempre está combatiendo esas tendencias centrífugas.

Vorkosigan se inclinó hacia delante y lanzó otro trozo de madera al fuego. Las chispas revolotearon como una bandada de pequeñas estrellas anaranjadas que saltaran al cielo. Cordelia sintió un fuerte anhelo de volar con ellas.

—¿A qué partido pertenece usted? —preguntó, esperando llevar la conversación a un plano que resultara menos enervante en lo personal—. ¿Al de su padre?

—Mientras él viva. Siempre quise ser soldado y evitar todos los partidos. Tengo aversión a la política; ha sido la muerte de mi familia. Pero ya es hora de que alguien se encargue de esos malditos burócratas y de sus espías. Se imaginan que son la avanzadilla del futuro, pero sólo son detritos que caen cuesta abajo por la pendiente.

—Si expresa esas opiniones con tanto ardor en casa, no me extraña que se la tengan jurada. —Ella atizó el fuego con un palo, liberando más chispas para su viaje.

Dubauer, sedado por el analgésico, se quedó dormido rápidamente, pero Cordelia permaneció despierta largo rato, repasando mentalmente la perturbadora conversación. Pero, al fin y al cabo, ¿qué le importaba si a este barrayarés le gustaba darse cabezazos contra los demás? No había motivos para implicarse. Ninguno. Seguro que no. Aunque la hechura de sus fuertes manos cuadradas fuera un sueño de poder en forma de…

Despertó en mitad de la noche con un sobresalto. Pero sólo era el fuego restallando cuando Vorkosigan añadió una inusitada cantidad de leña. Ella se sentó, y él se le acercó.

—Me alegro de que esté despierta. La necesito. —Le colocó en la mano el cuchillo de combate—. Ese cadáver parece estar atrayendo algo. Voy a lanzarlo al río. ¿Quiere sujetar la antorcha?

—Claro.

Ella se desperezó, se levantó y seleccionó una rama adecuada. Lo siguió hasta el arroyo, frotándose los ojos. Las fluctuantes luces anaranjadas provocaban saltarinas sombras negras con las que era casi más difícil ver que con la simple luz de las estrellas. Cuando llegaron al borde del agua Cordelia vio movimiento por el rabillo del ojo, y oyó un roce entre las rocas y un siseo familiar.

—Oh-oh. Hay un grupo de carroñeros corriente arriba, a la izquierda.

—En efecto.

Vorkosigan lanzó los restos de la cena en mitad del río, donde se desvanecieron con un borboteo sordo. Hubo un sonido de chapuzón, fuerte, no un eco.

¡Ajá! pensó Cordelia, también te he visto dar un respingo, barrayarés. Pero fuera lo que fuese lo que había saltado al agua no salió a la superficie, y sus ondas se perdieron en la corriente. Oyeron algunos siseos más y un alarido aterrador, corriente abajo. Vorkosigan desenfundó el aturdidor.

—Hay una camada entera ahí delante —comentó Cordelia, nerviosa. Unieron espalda con espalda, tratando de penetrar la negrura. Vorkosigan se apoyó el aturdidor en una muñeca y lanzó un disparo tras apuntar cuidadosamente. Hubo un zumbido, y una de las oscuras formas se desplomó en el suelo. Sus camaradas lo olisquearon con curiosidad y siguieron acercándose.

—Me gustaría que su pistola tuviera más de un disparo.

Él apuntó de nuevo y abatió dos más, sin ningún efecto sobre el resto. Se aclaró la garganta.

—¿Sabe? Su aturdidor casi no tiene carga.

—¿No hay suficiente para eliminar al resto, entonces?

—No.

Uno de los carroñeros, más atrevido que el resto, se abalanzó hacia delante. Vorkosigan lo recibió con un grito y avanzando a su vez. La bestia se retiró temporalmente. Los carroñeros que ocupaban las llanuras eran ligeramente más grandes que sus primos de las montañas, e incluso más feos, si eso era posible. Obviamente, también viajaban en grupos mayores. El círculo de bestias se tensó cuando ellos intentaron retirarse hacia el borde del valle.

—Oh, demonios —dijo Vorkosigan—. Lo que faltaba.

Una docena de silenciosos y espectrales globos flotaba en las alturas.

—Qué forma tan asquerosa de morir. Bueno, llevémonos por delante tantos como sea posible.

La miró, pareció a punto de decir algo más, pero luego sacudió la cabeza y se dispuso a correr.

Cordelia, con el corazón desbocado, contempló los radiales que descendían, y entonces tuvo una idea luminosa.

—Oh, no —jadeó—. No es el último cartucho. Es la caballería al rescate. Venid, pequeñines —llamó—. Venid con mamá.

—¿Se ha vuelto loca? —preguntó Vorkosigan.

—¿Quería una explosión? Yo le daré una explosión. ¿Qué cree que mantiene a esas cosas en el aire?

—No lo había pensado. Pero naturalmente tiene que ser…

—¡Hidrógeno! Le apuesto lo que quiera a que si analizáramos esos pequeños conjuntos químicos descubrimos agua electrolizada. ¿Se ha fijado en que siempre están cerca de ríos y arroyos? Ojalá tuviera unos guantes.

—Permítame.

La sonrisa de Vorkosigan brilló en la oscuridad veteada de fuego. Saltó, agarró un radial en el aire, tomándolo por los tentáculos marrones, y lo lanzó al suelo ante los carroñeros que se acercaban. Cordelia, empuñando la antorcha como si fuera el florete de un espadachín, estiró la mano hacia delante. Las chispas revolotearon cuando golpeó dos, tres veces.

El radial explotó en una bola de llamas cegadoras que le chamuscó las cejas, con un gran retumbar y un hedor sorprendente. Fogonazos naranjas y verdes bailaron ante sus retinas. Cordelia repitió el truco con la siguiente presa de Vorkosigan. La piel de uno de los carroñeros ardió, y eso provocó la retirada general, entre chirridos y siseos. Cordelia pinchó de nuevo un radial en el aire. Estalló con un destello que iluminó toda la extensión del valle fluvial y las espaldas jorobadas de la camada de carroñeros en fuga.

Vorkosigan la palmeó frenéticamente en la espalda; no fue hasta que notó el olor, que ella advirtió que su pelo estaba ardiendo. Él lo apagó. El resto de los radiales se perdió en las alturas, excepto uno que Vorkosigan capturó y mantuvo sujeto por los tentáculos.

—¡Ja! —Cordelia bailó a su alrededor una danza de la guerra. La subida de adrenalina provocaba en ella unas tontas ganas de reír. Inspiró profundamente—. ¿Está bien su mano?

—Un poco quemada —admitió él. Se quitó la camisa y metió dentro el radial. El bicho latía y apestaba—. Tal vez nos haga falta más tarde.

Se lavó la mano brevemente en el arroyo y volvieron corriendo al campamento. Dubauer dormía tan tranquilo, aunque unos pocos minutos más tarde un carroñero perdido apareció en el borde del círculo de luz, olisqueando y siseando. Vorkosigan lo puso en fuga con la antorcha, el cuchillo y algunas maldiciones… susurradas, para no despertar al alférez.

—Creo que será mejor que nos mantengamos con las raciones de campaña el resto del viaje —dijo al regresar.

Cordelia asintió de todo corazón.


Despertó a los hombres con las primeras luces grises del amanecer, tan ansiosa ahora como Vorkosigan por completar el viaje hasta la seguridad del escondite de suministros lo más rápido posible. El radial que Vorkosigan tenía cautivo en la camisa había muerto y se había desinflado durante la noche, convirtiéndose en una horrible masa gélida. Vorkosigan invirtió unos minutos en lavar la camisa en el arroyo, pero los hedores y manchas que el bicho había dejado lo convirtieron en el indiscutible campeón en la competición de suciedad que a Cordelia le parecía que estaban manteniendo. Tomaron un rápido refrigerio de sus sosas pero seguras gachas y su salsa de queso azul, y se pusieron en marcha en cuanto salió el sol.

Cerca de su descanso de mediodía Vorkosigan desapareció detrás de unos matorrales para atender sus necesidades biológicas. Unos momentos después se oyó una sarta de maldiciones, y Vorkosigan salió saltando de un pie a otro y sacudiendo las perneras de sus pantalones. Cordelia le dirigió una mirada de inocente curiosidad.

—¿Sabe esos conos amarillos de arena que hemos visto…? —dijo Vorkosigan, desabrochándose los pantalones.

—Sí.

—No pise ninguno para hacer pis.

Cordelia no pudo sofocar una risita.

—¿Qué ha encontrado? ¿O debo decir qué lo ha encontrado a usted?

Vorkosigan dio vuelta a los pantalones y empezó a quitar las pequeñas criaturas redondas y blancas que corrían entre sus pliegues. Cordelia agarró una y la sostuvo en la palma de la mano para mirarla con atención. Era otro modelo de radial, con cilios por patas, una forma subterránea.

—¡Ay! —Se libró rápidamente del bicho.

—Pica, ¿eh? —rugió Vorkosigan.

Un borbotón de risa se acumuló en su interior. Pero evitó perder el control cuando advirtió un rasgo más preocupante en el aspecto de él.

—Eh, ese arañazo no tiene buen aspecto, ¿no?

La marca de la garra del carroñero en el muslo derecho que Vorkosigan había recibido la noche en que enterraron a Rosemont estaba hinchada y azulina, con feas vetas rojas que llegaban hasta la rodilla.

—No pasa nada —dijo él con firmeza, y empezó a ponerse los pantalones libres de radiales.

—No tiene buena pinta. Déjeme ver.

—No hay nada que pueda hacer —protestó él, pero se sometió a un breve reconocimiento—. ¿Satisfecha? —inquirió sarcástico, y terminó de vestirse.

—Ojalá sus microespecialistas hubieran sido un poco más concienzudos cuando crearon ese apósito. —Cordelia se encogió de hombros—. Pero tiene usted razón. No podemos hacer nada.

Continuaron el camino. Cordelia lo observó con más atención a partir de entonces. De vez en cuando él empezaba a cojear, luego advertía que ella lo estaba mirando y avanzaba con paso aún más decidido. Pero al final del día abandonó las pretensiones y cojeó sin disimulo. A pesar de eso, continuaron andando hasta la puesta de sol y también después, hasta que la montaña hacia la que se dirigían se convirtió en una masa negra en el horizonte. Por fin, dando tumbos en la oscuridad, él cedió y detuvo la marcha. Cordelia se alegró, pues Dubauer no podía más, y se apoyaba en ella pesadamente y trataba de tumbarse. Durmieron en el lugar donde se detuvieron, en el suelo de arena rojiza. Vorkosigan rompió una bengala y se encargó de la guardia, mientras Cordelia yacía en tierra y observaba las inalcanzables estrellas girar en el cielo.

Vorkosigan había pedido que lo despertaran antes del amanecer, pero ella lo dejó dormir hasta pasado un buen rato. No le gustaba el aspecto que tenía, alternativamente pálido y enrojecido, ni la forma entrecortada de su respiración.

—¿No cree que sería mejor que se tomara uno de sus analgésicos? —le preguntó ella cuando se despertó, pues él apenas podía apoyar el peso en la pierna, que estaba mucho más hinchada.

—Todavía no. Tengo que guardar un poco para el final.

Cortó en cambio una larga vara, y los tres comenzaron la tarea del día caminando hacia el sol.

—¿Cuánto falta? —preguntó Cordelia.

—Calculo que un día, día y medio, depende del ritmo que podamos seguir. —Hizo una mueca—. No se preocupe. No va a tener que llevarme en brazos. Soy uno de los hombres más en forma de mi regimiento. —Continuó cojeando—. De los de más de cuarenta años.

—¿Cuántos hombres de más de cuarenta hay en su regimiento?

—Cuatro.

Cordelia hizo una mueca.

—De todas formas, si es necesario, tengo un estimulante en mi equipo médico que animaría a un cadáver. Pero quiero guardarlo también para el final.

—¿Qué clase de problemas espera?

—Depende de quién atienda a mi llamada. Sé que Radnov, mi oficial político, tiene al menos a dos agentes en mi sección de comunicaciones. —Frunció los labios, midiéndola de nuevo— Verá, no creo que hubiera un motín general. Creo que fue un intento de asesinato improvisado en el acto por parte de Radnov y unos cuantos. Usaron a los betanos, pensando que podrían deshacerse de mí sin implicarse. Si tengo razón, todo el mundo a bordo de la nave cree que estoy muerto. Todos menos uno.

—¿Quién?

—Bien que me gustaría saberlo. El que me golpeó en la cabeza y me ocultó entre los helechos, en vez de cortarme la garganta y arrojarme al agujero más cercano. El teniente Radnov parece tener un topo en su grupo. Y sin embargo… si ese topo me fuera leal, lo único que tendría que hacer es decírselo a Gottyan, mi primer oficial, y éste haría que una patrulla leal bajara a recogerme en un santiamén. ¿Quién de mis hombres está tan confuso como para traicionar a ambos bandos a la vez? ¿O me estoy pasando por alto algún detalle?

—Tal vez todavía están persiguiendo mi nave —sugirió Cordelia.

—¿Dónde está su nave?

Cordelia calculó que la sinceridad debería ser ya segura.

—Camino de la Colonia Beta.

—A menos que los hayan capturado.

—No. Estaban fuera de su alcance cuando hablé con ellos. Puede que no estén armados, pero son más veloces que su crucero de batalla.

—Mmm. Bueno, es posible.

No parece sorprendido, advirtió Cordelia. Apuesto a que sus informes de inteligencia sobre nuestro material producirían espasmos a nuestros agentes de contrainteligencia.

—¿Hasta dónde los perseguirán?

—Eso es cosa de Gottyan. Si considera que no puede alcanzarlos, regresará a la estación de contacto. Si piensa que sí, hará todos los esfuerzos.

—¿Porqué?

Él la miró de reojo.

—No puedo hablar de eso.

—No veo por qué no. No voy a ir a ninguna parte que no sea una prisión barrayaresa, durante una temporada. Es curioso cómo cambian los parámetros. Después de este viaje, me parecerá el súmmum del lujo.

—Intentaré que no se llegue a eso —sonrió él.

Sus ojos la molestaban, y su sonrisa. Podía enfrentarse a su rudeza y equipararla con su propio orgullo, protegiéndose como si fuera el florete de un espadachín. Pero su amabilidad era como luchar contra el mar, y los golpes de ella se volvían suaves y perdían toda voluntad. Cordelia no respondió a la sonrisa, y el rostro de él se ensombreció y se volvió de nuevo hosco y grave.

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