9

El movimiento y las voces la despertaron. Vorkosigan se estaba levantando de su asiento e Illyan se encontraba de pie ante él, tenso como una cuerda de arco.

—¡Vorhalas y el príncipe! —decía—. ¡Aquí! ¡Ahora!

—Hijo de… —Vorkosigan giró sobre sus talones, abarcando con la mirada la pequeña habitación—. Tendrá que ser en el cuarto de baño. Mételo en la ducha.

Rápidamente, Vorkosigan agarró a Bothari por los hombros mientras Illyan lo hacía por los pies, atravesaron dando tumbos la estrecha puerta y lo metieron en la ducha.

—¿No habría que darle más sedantes? —preguntó Illyan.

—Tal vez sea lo mejor. Cordelia, déle otra ampolla. Es demasiado pronto, pero será la muerte de ustedes dos si hace ahora el menor ruido.

La empujó hasta una habitación del tamaño de un armario, colocándole la droga en la mano y apagando la luz al mismo tiempo.

—Nada de ruidos, nada de movimientos.

—¿La puerta cerrada? —preguntó Illyan.

—En parte. Apóyate en el marco, con aspecto desenfadado, y no dejes que el guardaespaldas del príncipe se acerque a tu espacio psicológico.

Cordelia, palpando en la oscuridad, se arrodilló y aplicó otra dosis del sedante en el brazo del sargento inconsciente. Tras sentarse en el lugar lógico, descubrió que podía ver una rendija del camarote de Vorkosigan en el espejo, de manera inversa y desorientadora. Oyó abrirse la puerta del camarote, y nuevas voces.

—… a menos que pretenda relevarle oficialmente también de sus deberes, yo continuaré siguiendo el procedimiento estándar. Vi esa habitación. Su acusación es absurda.

—Ya veremos —replicó la segunda voz, tensa y furiosa.

—Hola, Aral. —El propietario de la primera voz, un oficial de unos cincuenta años, vestido de verde, estrechó la mano de Vorkosigan y le presentó un paquete de discos de datos—. Nos marchamos a Escobar dentro de una hora. El correo acaba de traer esto… las últimas puestas al día. He ordenado que se te informe de los acontecimientos. Los escobarienses se están replegando en todos los frentes. Incluso han abandonado esa lenta batalla y corren hacia el agujero de salto de Tau Ceti. Los hemos puesto en fuga.

El propietario de la segunda voz también iba vestido con uniforme verde, más densamente repujado de dorado que nada que ella hubiera visto antes. Las condecoraciones enjoyadas de su pecho destellaban y parpadeaban como ojos de lagarto a la luz de la lámpara del escritorio de Vorkosigan. Tenía unos treinta años, el pelo negro, el rostro tenso y rectangular, los ojos entornados y unos labios finos cargados de arrogancia.

—No van a ir los dos, ¿no? —dijo Vorkosigan—. El oficial más veterano debería quedarse en la nave insignia. Ahora que Vorrutyer ha muerto, sus deberes recaen en el príncipe. La estrategia diseñada se basaba en la suposición de que él todavía estaría en su puesto.

El príncipe Serg se envaró, lleno de ira.

—¡Lideraré mis tropas hacia Escobar! ¡No vaya a ser que mi padre y sus vejestorios digan que no soy un soldado!

—Lo harás —dijo Vorkosigan, cansado—, sentado en ese palacio fortificado en cuya construcción se entretendrán la mitad de los ingenieros, y te acomodarás en él, y dejarás que tus hombres mueran por ti, hasta que hayas conseguido el terreno por el puro peso de los cadáveres apilados en él, porque ése es el tipo de soldado que tu mentor te ha enseñado a ser. Y luego enviarás a casa boletines hablando de tu gran victoria. Tal vez puedas hacer que declaren alto secreto la lista de bajas.

—Aral, cuidado —advirtió Vorhalas, sorprendido.

—Vas demasiado lejos —rugió el príncipe—. Sobre todo para tratarse de un hombre que no se acercará a la lucha de la salida del agujero de gusano. Si quieres hablar de… cautela indebida. —Su tono convertía claramente la frase en un eufemismo para un término más feo.

—Difícilmente podrás confinarme en mis habitaciones y luego acusarme de cobardía por no estar en el frente. Señor. Incluso la propaganda del ministro Grishnov tiene que simular la lógica mejor que eso.

—¿Te encantaría, verdad, Vorkosigan? —siseó el príncipe—. Dejarme aquí, y quedarte con toda la gloria para ti y ese payaso arrugado de Vortala y sus falsos liberales. ¡Por encima de mi cadáver! Vas a tener que quedarte aquí sentado hasta que te salga moho.

Vorkosigan tenía los dientes apretados, los ojos entornados e ilegibles. Sus labios se abrieron para mostrar una sonrisa blanca, pero se cerraron al instante.

—Debo protestar formalmente. Al desembarcar en Escobar con las tropas de tierra estarás abandonando tu puesto.

—Protesta denegada. —El príncipe se acercó a él, lo miró a la cara y bajó el tono de voz—. Pero ni siquiera mi padre puede vivir eternamente. Y cuando llegue ese día, tu padre ya no podrá seguir protegiéndote. Tú, y Vortala, y todos sus vejestorios seréis los primeros en ser puestos contra el paredón, te lo prometo. —Alzó la cabeza, recordando que Illyan estaba apoyado en silencio contra el marco de la puerta—. O tal vez te encuentres de vuelta en la Colonia de Leprosos, para cumplir otros cinco años de servicio de patrulla.

En el cuarto de baño, Bothari se agitó incómodo en su semicoma y, para horror de Cordelia, empezó a roncar.

Un ataque de tos espasmódica asaltó al teniente Illyan.

—Discúlpenme —jadeó, y se retiró al cuarto de baño, cerrando la puerta firmemente.

Encendió la luz e intercambió una silenciosa mirada de pánico con Cordelia y una mueca igualmente silenciosa de desesperación. Con dificultad, volvieron el peso muerto de Bothari hasta un lado del constreñido espacio, hasta que volvió a respirar en silencio. Cordelia le hizo a Illyan un gesto afirmativo con los pulgares, y él asintió y volvió a salir por la puerta.

El príncipe se había marchado. El almirante Vorhalas se quedó un momento, para intercambiar unas últimas palabras con su subordinado.

—… ponlo por escrito. Lo firmaré antes de que nos vayamos.

—Al menos no viajéis en la misma nave —suplicó Vorkosigan, con seriedad.

Vorhalas suspiró.

—Aprecio que intentes quitármelo de encima. Pero alguien tiene que limpiar la jaula para el emperador, ahora que Vorrutyer no está, gracias a Dios. No quiere que seas tú, así que parece que el elegido soy yo. ¿Por qué no puedes perder los nervios con tus subordinados, como la gente normal, en vez de con tus superiores, como un lunático? Creí que ya estarías curado de espantos, después de lo que te vi tragar con Vorrutyer.

—Eso está ya muerto y enterrado.

—Sí. —Vorhalas hizo un gesto supersticioso, automáticamente, un evidente gesto heredado de la infancia, vacío de creencias pero lleno de costumbre.

—Por cierto… ¿qué es la Colonia de Leprosos? —preguntó Vorkosigan con curiosidad.

—¿Nunca lo has oído? Bueno… ya comprendo por qué no. ¿Nunca te has preguntado por qué tienes un porcentaje tan alto de meteduras de pata, soldados incorregibles y gente a punto de ser dada de baja entre tu tripulación?

—No me esperaba a la flor y nata del servicio.

—En el cuartel general lo llamaban la Colonia de Leprosos de Vorkosigan.

—Y yo era el leproso jefe, ¿eh? —Vorkosigan parecía más divertido que ofendido—. Bueno, si eran lo peor que puede ofrecer el servicio, tal vez no lo haremos tan mal después de todo. Cuídate. No me apetece ser el segundo al mando.

Vorhalas se echó a reír, y los dos se estrecharon la mano. Se acercó a la puerta y se detuvo.

—¿Crees que contraatacarán?

—Por Dios, claro que contraatacarán. No se trata de una avanzadilla de comercio. Esa gente va a luchar por sus hogares.

—¿Cuándo?

Vorkosigan vaciló.

—Poco después de que empecéis a desembarcar tropas de asalto, pero antes de que la maniobra haya terminado. ¿No lo harías tú? El peor momento para tener que iniciar una retirada. Lanzaderas que no saben si subir o bajar, sus naves nodriza dispersándose y destruyéndose, suministros necesarios que no desembarcan, suministros que desembarcan y no son necesarios, la cadena de mando rota… un comandante sin experiencia al control absoluto…

—Me pones la carne de gallina.

—Sí, bueno… intenta retrasar el principio cuanto sea posible. Y asegúrate de que tus comandantes entienden al dedillo las órdenes de contingencia.

—El príncipe no lo ve así.

—Sí, se muere por dirigir un desfile.

—¿Qué aconsejas?

—No soy tu comandante esta vez, Rulf.

—No es culpa mía. Te recomendé al emperador.

—Lo sé. No quise aceptarlo. Yo te recomendé a ti.

—Y acabamos con ese sodomita hijo de puta de Vorrutyer. —Vorhalas sacudió la cabeza tristemente—. Aquí hay algo que va mal…

Vorkosigan lo condujo amablemente hasta la puerta, dejó escapar un suspiro y se quedó de pie, capturado en su visión del futuro. Alzó la cabeza y miró a Cordelia a los ojos con triste ironía.

—¿No había alguien, cuando los antiguos romanos celebraban sus triunfos, que iba detrás susurrando al oído del homenajeado que era mortal y que la muerte lo esperaba? Los antiguos romanos probablemente también pensaban que era un coñazo.

Ella no dijo nada.

Vorkosigan e Illyan entraron a sacar al sargento Bothari de su improvisado e incómodo escondite. Casi habían atravesado la puerta cuando Vorkosigan soltó una imprecación.

—Ha dejado de respirar.

Illyan resopló, y colocaron rápidamente a Bothari de espaldas sobre la alfombra. Vorkosigan le acercó la oreja al pecho y le palpó el cuello buscándole el pulso.

—Hijo de puta. —Cerró los puños, y los descargó bruscamente contra el esternón del sargento; luego volvió a escuchar—. Nada.

Se dio media vuelta, con aspecto fiero.

—Illyan. Quienquiera que te proporcionó ese pis de lagarto, búscalo y que te dé un antídoto. Rápido. Y sin llamar la atención. Sobre todo sin llamar la atención.

—¿Cómo… y si… no debería… merece la pena…? —empezó a decir Illyan. Alzó las manos, indefenso, y salió corriendo por la puerta.

Vorkosigan miró a Cordelia.

—¿Quiere empujar o soplar?

—Empujar, supongo.

Ella se arrodilló junto a Bothari, y Vorkosigan le tomó la cabeza, la echó atrás y le insufló una bocanada de aire. Cordelia le apretó el esternón con las manos y empujó con todas sus fuerzas, marcando el ritmo. Empujar, empujar, empujar, soplar, una y otra vez, sin parar. Al cabo de un rato los brazos le temblaban y el sudor le perlaba la frente. Podía sentir sus propias costillas rechinando con cada empujón, dolorosamente, y los músculos de su pecho se retorcían de forma espasmódica.

—Tenemos que cambiar.

—Bien. Estoy hiperventilando.

Cambiaron de sitio, Vorkosigan se hizo cargo del masaje cardíaco, Cordelia hizo una pinza en la nariz de Bothari y le cubrió la boca con la suya. Tenía la boca mojada por la saliva de Vorkosigan. La parodia de beso fue horrible, pero evitarla era despreciable. Continuaron, una y otra vez.

El teniente Illyan regresó por fin, sin aliento. Se arrodilló y presionó la nueva ampolla contra el cuello agarrotado de Bothari, junto a la arteria carótida. No sucedió nada. Vorkosigan siguió bombeando.

De repente, Bothari se estremeció y luego se estiró, arqueando la espalda. Tomó una irregular y temblorosa bocanada de aire, y luego se detuvo de nuevo.

—Vamos —instó Cordelia, casi para sí.

Con una brusca y espasmódica toma de aire empezó a respirar de nuevo, entrecortada pero persistentemente. Cordelia se sentó en el suelo y lo miró, sin disfrutar del triunfo.

—Hijo de puta.

—Creía que veía usted significado en este tipo de cosas —dijo Vorkosigan.

—En abstracto. La mayoría de los días es sólo dar tumbos en la oscuridad con el resto de la creación, chocando con cosas y preguntándose por qué duele.

Vorkosigan miró a Bothari también, con el sudor corriéndole por la cara. Luego se puso en pie y corrió a su mesa.

—La protesta. Tengo que escribirla y cursarla antes de que Vorhalas se marche, o no servirá de nada.

Se sentó en su silla y empezó a teclear rápidamente en su consola.

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Cordelia.

—Sssh. Más tarde.

Tecleó con furia durante diez minutos, y luego la envió electrónicamente en busca de su comandante.

Mientras tanto, Bothari continuó respirando, aunque su cara conservó un mortal tono verdoso.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Cordelia.

—Esperar. Recemos para que la dosis sea adecuada —Vorkosigan miró irritado a Illyan—, y que no le provoque ninguna especie de estado maníaco.

—¿No tendríamos que pensar en alguna forma de sacarlos a ambos de aquí? —protestó Illyan.

—Idea descartada. —Vorkosigan empezó a insertar los nuevos discos de datos y a repasar los informes tácticos—. Como escondite tiene dos ventajas que no comparte ningún otro lugar de la nave. Si eres tan bueno como dices, no está vigilado por ninguno de los hombres del oficial político jefe ni del príncipe…

—Estoy bastante seguro de que es así. Me jugaría mi reputación.

—Ahora mismo te estás jugando la vida, así que será mejor que tengas razón. Segundo: hay dos guardias armados en el pasillo para impedir que nadie entre. No se puede pedir más. Admito que estamos un poquito estrechos.

Illyan, exasperado, puso los ojos en blanco.

—He reducido la seguridad hasta el límite que me atrevo. No puedo hacer más sin atraer la atención.

—¿Aguantará veinticuatro horas más?

—Tal vez. —Illyan frunció el ceño, intrigado y molesto—. Tiene algo planeado, ¿verdad, señor?

No era una pregunta.

—¿Yo? —Vorkosigan tecleó en la consola y los reflejos de las luces de colores se dibujaron sobre su rostro impasible—. Estoy simplemente esperando a que llegue una oportunidad razonable. Cuando el príncipe parta para Escobar, la mayoría de sus hombres de seguridad irán con él. Paciencia, Illyan.

Tecleó de nuevo.

—Vorkosigan a Sala de Tácticas.

—Al habla el comandante Venne, señor.

—Oh, bien. Venne, me gustaría recibir actualizaciones cada hora desde el momento en que partan el príncipe y el almirante Vorhalas. Y hágame saber de inmediato, no importa la hora, si empieza a recibir algo fuera de lo corriente, algo que no esté en los planes.

—Sí, señor. El príncipe y el almirante Vorhalas parten ya, señor.

—Muy bien. Adelante. Vorkosigan, corto.

Se acomodó en su asiento y tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Ahora, a esperar. Pasarán unas doce horas antes de que el príncipe llegue a la órbita de Escobar. Empezarán a desembarcar poco después. Una hora para que las señales nos lleguen desde Escobar. Una hora para que las señales regresen. Mucho tiempo. Una batalla puede terminar en dos horas. Podríamos reducir ese tiempo en tres cuartos si el príncipe nos permitiera movernos.

Su tono desenfadado enmascaraba su tensión, a pesar de su consejo a Illyan. La habitación en la que se hallaba apenas parecía existir para él. Su mente se movía con la flota, girando en una tensa constelación alrededor de Escobar, rápidos correos chispeantes, sombríos cruceros, lentos transportes de tropas, los vientres repletos de hombres. En sus dedos, olvidado, un lápiz óptico giraba una y otra vez.

—¿No sería mejor que comiera algo, señor? —sugirió Illyan.

—¿Qué? Oh, sí, supongo. Y usted, Cordelia… debe tener hambre. Adelante, Illyan.

Illyan se marchó a buscar comida. Vorkosigan trabajó ante su consola unos cuantos minutos más antes de apagarla con un suspiro.

—Supongo que será mejor pensar también en dormir. La última vez que dormí fue a bordo de la General Vorhartung, cerca de Escobar… hace día y medio, supongo. Más o menos cuando la capturaron a usted.

—Nos capturaron un poco antes. Nos remolcaron durante casi un día.

—Sí. Enhorabuena, por cierto, por una maniobra de éxito. No era un verdadero crucero de batalla, ¿no?

—La verdad es que no puedo decirlo.

—Alguien quiere considerarlo una victoria.

Cordelia reprimió una sonrisa.

—Por mí, bien. —Se preparó para soportar más preguntas pero, curiosamente, él cambió de tema.

—Pobre Bothari. Desearía que el emperador le concediera una medalla. Me temo que lo mejor que podré hacer por él es hospitalizarlo adecuadamente.

—Si al emperador le desagradaba tanto Vorrutyer, ¿por qué lo puso al mando?

—Porque era el hombre de Grishnov, y bien famoso como tal, y el favorito del príncipe. Por poner todos los huevos en una sola cesta, como si dijéramos. —Se interrumpió, cerrando el puño.

—Me hizo sentir que había encontrado el mal definitivo. Creo que después de él no habrá nada que me asuste de verdad.

—¿Ges Vorrutyer? No era más que un villano pequeño. Un artesano anticuado cometiendo crímenes uno a uno. Los actos verdaderamente imperdonables los cometen hombres tranquilos en preciosas habitaciones de seda verde; esos tratan con la muerte al por mayor, a toneladas, sin lujuria, ni ansia, ni deseo, ni ninguna emoción redentora que los excuse, sólo el frío temor a algún supuesto futuro. Pero los crímenes que esperan impedir en ese futuro son imaginarios. Los que ellos cometen en el presente… ésos son reales. —Su voz se fue apagando mientras hablaba, de modo que al final casi lo hacía en susurros.

—Comodoro Vorkosigan… Aral… ¿qué le está reconcomiendo? Está tan tenso que parece que se vaya a poner a andar por el techo de un momento a otro.

Él se echó a reír.

—Me apetece. Es la espera, supongo. Soy malo esperando. No es buena cosa en un soldado. Envidio su habilidad de esperar pacientemente. Parece tan calmada como la luz de la luna sobre el agua.

—¿Es bonito eso?

—Mucho.

—Parece bonito. No tenemos ninguna de esas dos cosas en casa. —Ella parecía absurdamente complacida por el cumplido implícito.

Illyan regresó con una bandeja, y Cordelia no consiguió sacarle nada más a Vorkosigan. Comieron, y le tocó el turno a Vorkosigan de dormir, o al menos de tumbarse en la cama con los ojos cerrados, porque se levantaba cada hora para ver el desarrollo de las nuevas tácticas.

El teniente Illyan lo observaba por encima de su hombro, y Vorkosigan le señalaba rasgos característicos de la estrategia a medida que se iban produciendo.

—Me parece bien —comentó Illyan una vez—. No comprendo por qué está tan ansioso. Podríamos conseguirlo, a pesar de los recursos superiores de los escobarianos a la larga. No les servirán de nada si los agotan a la corta.

Temerosos de volver a sumergir a Bothari en un coma profundo, lo dejaron regresar a la semiconsciencia. El sargento permaneció sentado en un rincón, encogido en un nudo miserable, despertando y dormitando con malos sueños en ambos estados.

Al final Illyan se fue a dormir a su propio camarote, y Cordelia echó otra cabezada. Durmió largo rato, y no despertó hasta que Illyan regresó con otra bandeja de comida. Encerrada en aquella habitación, Cordelia empezaba a perder la noción del tiempo. Vorkosigan, sin embargo, lo vivía minuto a minuto. Después de comer, se metió en el cuarto de baño para lavarse y afeitarse, y regresó con un nuevo uniforme verde, tan acicalado como si estuviera preparado para celebrar un encuentro con el emperador.

Comprobó las últimas actualizaciones tácticas por segunda vez.

—¿Han empezado a desembarcar tropas ya? —preguntó Cordelia.

Él miró su cronómetro.

—Hace casi una hora. Deberíamos recibir los primeros informes de un momento a otro. —Se sentó y permaneció quieto, como un hombre sumido en profunda meditación, el rostro como de piedra.

El informe táctico de esa hora llegó, y Vorkosigan empezó a estudiarlo, al parecer comprobando detalles. A la mitad, en la pantalla apareció la cara del comandante Venne.

—¿Comodoro Vorkosigan? Recibimos algo muy extraño. ¿Quiere que le envíe una copia de los datos tal como llegan?

—Sí, por favor. Inmediatamente.

Vorkosigan fue sorteando un puñado de conversaciones de todo tipo, y encontró la señal de un comandante, un hombre moreno y fornido que hablaba a su cuaderno de bitácora con acento gutural teñido de miedo.

—… nos atacan con lanzaderas! Devuelven nuestro fuego disparo a disparo. Los escudos de plasma están ahora al máximo… no podemos darles más potencia y seguir intentando disparar. Debemos bajar los escudos y tratar de incrementar nuestra potencia de fuego o renunciar al ataque…

La estática interrumpió la transmisión.

—… no sé cómo lo hacen. No pueden haber creado motores lo bastante grandes en esas lanzaderas para generar esto…

Más estática. La transmisión se cortó bruscamente.

Vorkosigan seleccionó otra. Illyan se inclinó sobre su hombro, ansioso. Cordelia permaneció sentada sobre la cama, en silencio, la cabeza gacha, escuchando. La copa de la victoria: amarga en la lengua, pesada en el estómago, triste como la derrota…

—… la nave insignia está siendo atacada ferozmente —informó otro comandante. Cordelia reconoció la voz con un respingo y dobló el cuello para verle la cara. Era Gottyan: evidentemente había conseguido por fin su rango de capitán—. Voy a bajar todos los escudos y tratar de destruir una a impulso máximo.

—¡No lo hagas, Korabik! —gritó Vorkosigan sin esperanza. La decisión, fuera cual fuese, ya había sido tomada hacía una hora, y sus consecuencias estaban inevitablemente fijas en el tiempo.

Gottyan volvió la cabeza hacia un lado.

—¿Preparado, comandante Vorkalloner? Vamos a intentar… empezó a decir, y fue ahogado por la estática, luego por el silencio.

Vorkosigan dio un fuerte puñetazo contra la mesa.

—¡Maldición! ¿Cuánto van a tardar en darse cuenta…? —Miró la señal de nieve, y luego volvió a pasar la transmisión, observándola con una expresión aterradora, pesar y furia y náuseas mezcladas. Luego seleccionó otra banda, esta vez un gráfico informático del espacio alrededor de Escobar, donde las naves aparecían como pequeñas luces de colores que chispeaban y se perdían. Parecía algo diminuto, y brillante, y simple, como un juego de niños. Sacudió la cabeza, tenía los labios tensos y blanquecinos.

El rostro de Venne volvió a interrumpir. Estaba pálido, con peculiares arrugas de tensión en la comisura de su boca.

—Señor, creo que será mejor que venga a la Sala de Tácticas.

—No puedo, Venne, sin violar el arresto. ¿Dónde está el comodoro Helski, o el comodoro Couer?

—Helski fue con el príncipe y el almirante Vorhalas, señor. El comodoro Couer está aquí. Es usted el oficial de más rango a bordo.

—El príncipe fue bastante explícito.

—El príncipe… creo que el príncipe está muerto, señor.

Vorkosigan cerró los ojos y exhaló un suspiro, sin alegría. Los volvió a abrir y se inclinó hacia delante.

—¿Está confirmado? ¿Tiene alguna nueva orden del almirante Vorhalas?

—Está… el almirante Vorhalas estaba con el príncipe, señor. Su nave fue alcanzada. —Venne se volvió para ver algo por encima de su hombro, luego se giró de nuevo—. Está… —Tuvo que aclararse la garganta—. Está confirmado. La nave del príncipe ha sido… aniquilada. No quedan más que residuos. Está usted al mando ahora, señor.

El rostro de Vorkosigan se volvió frío y triste.

—Entonces transmita de inmediato las órdenes de Contingencia Azul. Que todas las naves cesen el fuego inmediatamente. Pongan toda la energía en los escudos. Y que esta nave se dirija a Escobar a máxima velocidad. Tenemos que recortar el lapso temporal de nuestras transmisiones.

—¿Contingencia Azul, señor? ¡Eso es retirada total!

—Lo sé, comandante. Lo escribí yo.

—Pero retirada total…

—Comandante Venne, los escobarianos tienen un nuevo sistema de armas. Se llama campo de espejo de plasma. Es un nuevo prototipo betano. Vuelve la potencia del atacante contra sí mismo. Nuestras naves se están destruyendo a sí mismas con su propia potencia de fuego.

—¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer?

—Nada, a menos que queramos empezar a abordar sus naves y estrangular a esos hijos de puta uno a uno. Es atractivo, pero poco práctico. ¡Transmita esas órdenes! Y ordene al comandante de ingenieros y al oficial en jefe de los pilotos que vayan a la Sala de Tácticas. Y que el comandante de la guardia baje aquí para relevar a sus hombres. No quiero que me hagan pedacitos cuando salga por la puerta.

—¡Sí, señor! —Venne cortó la comunicación.

—Primero tenemos que conseguir que esos soldados den la vuelta —murmuró Vorkosigan, levantándose de la silla. Se giró y vio que Cordelia e Illyan lo estaban mirando.

—¿Cómo sabía…? —empezó a decir Illyan.

—¿… lo de los espejos de plasma? —terminó Cordelia.

Vorkosigan continuó impasible.

—Usted me lo dijo, Cordelia, cuando dormía, mientras Illyan estaba fuera. Bajo la influencia de una de las pociones del cirujano, por supuesto. No sufrirá ningún efecto secundario.

Ella se enderezó, anonadada.

—¡Qué… miserable… la tortura habría sido más honrosa!

—¡Oh, qué limpieza, señor! —lo felicitó Illyan—. ¡Sabía que tenía usted razón!

Vorkosigan le dirigió una mirada de disgusto.

—No importa. Confirmamos la información demasiado tarde para que sirviera de nada.

Llamaron a la puerta.

—Vamos, Illyan. Es hora de llevar a mis soldados a casa.

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