14

Era casi mediodía, hora local, cuando el volador que había alquilado en Vorbarr Sultana sobrevoló el gran lago. La orilla estaba bordeaba de pendientes cubiertas de viñedos y detrás se alzaban empinadas montañas cubiertas de matorrales. La población aquí era escasa, excepto en los alrededores del lago, que tenía una aldea al pie. Un acantilado al borde del agua estaba coronado por las ruinas de una antigua fortificación. Lo sobrevoló, comprobando de nuevo su mapa, donde aparecía de forma destacada. Tres grandes propiedades más al norte, posó el volador en un camino de acceso que serpenteaba hasta una cuarta.

Una casa antigua construida en piedra nativa se mezclaba con la vegetación de la falda de la montaña. Cordelia contrajo las alas, apagó el motor, se metió las llaves en el bolsillo y se sentó contemplando insegura su soleada fachada.

Una alta figura con un extraño uniforme marrón y plata deambulaba por la esquina. Llevaba un arma a la cintura, y su mano se posaba sobre ella descuidadamente. Ella supo que Vorkosigan debía de estar cerca, pues se trataba del sargento Bothari. Parecía en buena forma, al menos físicamente.

Salió del volador.

—Ejem, buenas tardes, sargento. ¿Está en casa el almirante Vorkosigan?

Él se la quedó mirando con los ojos entornados, luego su cara pareció despejarse y la saludó.

—Capitana Naismith. Señora. Sí.

—Tiene mucho mejor aspecto que la última vez que nos vimos.

—¿Señora?

—En la nave insignia. En Escobar.

Él pareció preocupado.

—Yo… no me acuerdo de Escobar. El almirante Vorkosigan dice que estuve allí.

—Ya veo.

Te borraron la memoria, ¿eh? ¿O fuiste tú mismo? No podía saberlo ahora.

—Lamento oír eso. Sirvió usted con valentía.

—¿Sí? Me dieron de baja, después.

—Oh. ¿Qué es ese uniforme?

—Las armas del conde Vorkosigan, señora. Me tomó como guardia personal suyo.

—Estoy segura de que le servirá bien. ¿Puedo ver al almirante Vorkosigan?

—Está en la parte de atrás, señora. Puede usted subir. —Él continuó su camino, evidentemente haciendo alguna especie de ronda.

Ella rodeó la casa, sintiendo el calor del sol en la espalda, tropezando con la desacostumbrada falda que vestía y reacomodándola sobre sus rodillas. Había comprado la ropa ayer en Vorbarr Sultana, en parte por diversión, en parte porque su viejo uniforme pardo de Exploración con las insignias llamaba la atención por la calle. Su oscuro diseño floral le gustó. Llevaba el pelo suelto, con la raya en medio y apartado de la cara por dos peinetas, también compradas ese día.

Un poco más arriba había un jardín, rodeado por un bajo muro de piedra gris. No, no era un jardín, advirtió al acercarse: un cementerio. Un anciano vestido con un viejo mono trabajaba en el, arrodillado en la tierra, plantando florecillas. Alzó la vista para mirarla cuando Cordelia empujó la pequeña cancela. Ella no confundió su identidad. Era un poco más alto que su hijo, y su musculatura se había vuelto fina y nudosa con la edad, pero vio a Vorkosigan en los huesos de su cara.

—¿General conde Vorkosigan, señor? —lo saludó automáticamente, y entonces advirtió lo peculiar que debía parecer el saludo militar con aquel vestido. Él se puso trabajosamente en pie— Soy la cap… Soy Cordelia Naismith. Soy amiga de Aral. Yo… no sé si me habrá mencionado alguna vez. ¿Se encuentra aquí?

—¿Cómo está usted, señora? —Él se puso más o menos firme, y le dirigió un amable gesto con la cabeza que le resultó dolorosamente familiar—. Dijo muy poco, y no me hizo pensar que pudiera llegar a conocerla. —Una sonrisa agrietó su rostro, como si aquellos músculos estuvieran entumecidos por no haber sido utilizados en mucho tiempo—. No tiene ni idea de cuánto me complace ver que estaba equivocado. —Hizo un gesto por encima del hombro, indicando colina arriba—. Hay un pequeño pabellón en lo alto de nuestra propiedad, asomado al lago. Él, ah, se sienta allí casi todo el tiempo.

—Ya veo. —Cordelia divisó el sendero, que serpenteaba más allá del cementerio—. Um. No estoy segura de cómo expresarlo… ¿Está sobrio?

El anciano miró el sol, y arrugó sus labios correosos.

—Probablemente no, a esta hora. Cuando llegó a casa, al principio, sólo bebía después de cenar, pero gradualmente ha ido haciéndolo antes. Muy preocupante, pero no hay mucho que yo pueda hacer al respecto. Aunque si las tripas le vuelven a sangrar, tal vez… —Se interrumpió, mirándola con intensa, insegura especulación—. Creo que se ha tomado el fracaso de Escobar como algo innecesariamente personal. Ni siquiera le pidieron la dimisión.

Ella dedujo que el anciano conde no contaba con la confianza del emperador en este asunto, y pensó que no era el fracaso de Aral lo que amargaba su espíritu, sino su éxito. En voz alta, dijo:

—La lealtad para con su emperador era un tema de honor muy importante para él, lo sé.

Casi su último bastión, y su emperador escogió arrasarlo hasta los cimientos al servicio de su gran necesidad…

—¿Por qué no sube? —sugirió el anciano—. Aunque hoy no tiene un buen día… será mejor que se lo advierta.

—Gracias. Comprendo.

Él se la quedó mirando cuando salió del recinto amurallado y empezó a ascender por el serpenteante camino. Estaba protegido por árboles, la mayoría importados de la Tierra, y alguna otra vegetación que tenía que ser local. El seto de arbustos con flores (ella supuso que eran flores, Dubauer lo habría sabido) que parecían plumas rosa de avestruz era particularmente llamativo.

El pabellón era una estructura de madera ajada y aspecto vagamente oriental, que dominaba el chispeante lago. Estaba recubierto de enredaderas que parecían reclamarlo al suelo de roca, abierto por cuatro lados y amueblado con un par de sillas de mano, un gran sillón y un taburete, todo de aspecto muy viejo, y una mesita con dos escanciadores, algunos vasos y una botella de espeso líquido blanco.

Vorkosigan estaba tumbado en el sillón, los ojos cerrados, los pies descalzos sobre el taburete, un par de sandalias caídas al lado. Cordelia se detuvo para estudiarlo con una especie de delicada diversión. Llevaba unos pantalones negros de uniforme, muy viejos, y una camisa civil, de estampado floreado chillón e inesperado. Obviamente no se había afeitado esa mañana. Ella advirtió que los dedos de sus pies tenían una pelusa de pelo negro, como el dorso de sus manos. Decidió que le gustaban sus pies; de hecho, podía aficionarse fácilmente a cualquier parte de él. Su aspecto, generalmente imponente, era menos divertido. Parecía cansado, y más que cansado. Enfermo.

Él entreabrió los ojos y extendió la mano hacia un escanciador de cristal lleno de un líquido ambarino, pero luego pareció cambiar de opinión y tomó la botella blanca. Al lado había una tacita para medir, pero la ignoró, y prefirió engullir un buen trago del líquido blanco directamente a morro. Contempló un instante la botella, y luego la cambió por el escanciador de cristal y dio un trago. Se volvió a acomodar en el sillón, un poco más recto que antes.

—¿Desayuno líquido? —preguntó Cordelia—. ¿Es tan sabroso como las gachas y la salsa de queso azul?

Él abrió los ojos de golpe.

—Tú —dijo roncamente después de un momento—. No eres una alucinación.

Empezó a levantarse, y luego pareció pensárselo mejor y se hundió en el pesimismo.

—No quería que vieras…

Ella subió los escalones hasta la sombra, acercó una silla y se sentó. Rayos, pensó, lo he avergonzado al pillarlo desprevenido de esta forma. ¿Cómo tranquilizarlo? Lo prefiero tranquilo, siempre…

—Intenté llamar con antelación, cuando aterricé ayer, pero te echaba de menos. Si lo que esperas son alucinaciones, eso que bebes debe de ser bien fuerte. Sírveme una copa, por favor.

—Creo que preferirías lo otro. —Le sirvió del segundo escanciador, con aspecto aturdido. Curiosa, ella dio un sorbito.

—¡Puaf! No es vino.

—Coñac.

—¿A esta hora?

—Si empiezo después del desayuno —explicó él—, normalmente puedo conseguir estar totalmente inconsciente a la hora del almuerzo.

Ella advirtió que ya faltaba muy poco para esa hora. Su forma de hablar la había confundido al principio, pues parecía perfectamente clara, aunque algo más lenta y vacilante que de costumbre.

—Debe de haber anestésicos generales menos nocivos. —El licor pajizo que le había servido era excelente, algo seco para su gusto—. ¿Haces esto todos los días?

—Dios, no. —Él se estremeció—. Dos o tres veces a la semana como mucho. Un día bebiendo, el día siguiente enfermando… una resaca es casi tan buena como emborracharte para apartar tu mente de otras cosas… y el día siguiente haciendo encarguitos para mi madre. Ha bajado mucho el ritmo en los últimos años.

Él conseguía concentrarse gradualmente, a medida que su terror inicial a resultarle repulsivo iba menguando. Se enderezó y se frotó la cara con la mano en un gesto familiar, como para disolver el abotargamiento, y trató de iniciar una conversación más ligera.

—¡Qué bonito vestido! Una gran mejora sobre esos monos naranja.

—Gracias —dijo ella, siguiéndole inmediatamente la corriente—. Lamento no poder decir lo mismo de tu camisa… ¿representa por casualidad tu nuevo gusto?

—No, fue un regalo.

—Menos mal.

—Una especie de broma. Algunos de mis oficiales se reunieron y la compraron con motivo de mi primer ascenso a almirante, antes de Komarr. Siempre pienso en ellos, cuando me la pongo.

—Bueno, eso está bien. En ese caso supongo que podré acostumbrarme.

—Tres de los cuatro están ahora muertos. Dos cayeron en Escobar.

—Ya veo.

Se acabó la charla animada. Ella agitó el licor en el fondo de su copa.

—Tienes un aspecto espantoso, ¿sabes? Hinchado.

—Sí, dejé de hacer ejercicio. Bothari está bastante ofendido.

—Me alegro de que Bothari no tuviera muchos problemas con lo de Vorrutyer.

—Fue peliagudo, pero conseguí librarlo. El testimonio de Illyan ayudó.

—Sin embargo, lo dieron de baja en el Ejército.

—Honorablemente. Por motivos de salud.

—¿Hiciste que tu padre lo contratara?

—Sí. Me pareció lo más adecuado. Nunca será normal, tal como nosotros consideramos la normalidad, pero al menos tiene un uniforme, un arma y una serie de reglas que seguir. Parece que eso le proporciona un asidero. —Pasó lentamente un dedo por el borde de la copa de coñac—. Fue el conejillo de indias de Vorrutyer durante cuatro años, ¿sabes? No estaba demasiado bien cuando lo asignaron a la General Vorkraft. A punto de desarrollar doble personalidad… separando memorias, todas esas cosas. Da miedo. Ser soldado parece el único papel humano que es capaz de desempeñar, le permite una especie de autorespeto. —Le sonrió—. Tú, por otro lado, tienes un aspecto magnífico. ¿Puedes, ah… quedarte una temporada?

Había una expresión ansiosa en su rostro, deseo nervioso reprimido por la incertidumbre. Hemos vacilado demasiado tiempo, pensó ella, se ha convertido en una costumbre. Entonces se dio cuenta de que él temía que sólo estuviera de visita. Es un viaje demasiado largo para venir a charlar, mi amor. Sí que estás borracho.

—Cuanto quieras. Descubrí, cuando regresé a casa… que había cambiado. O que había cambiado yo. Nada encajaba ya. Ofendí a casi todo el mundo, y me marché pitando antes de, ejem, causar más problemas. No puedo volver. Dimití de mi cargo (lo envié desde Escobar) y todo lo que poseo está en la parte trasera de ese volador de ahí fuera.

Cordelia saboreó el placer que encendió los ojos de Aral mientras hablaba, cuando finalmente comprendió lo que quería decir. Se sintió satisfecha.

—Me levantaría —dijo él, deslizándose hasta el lado de su sillón—, pero por algún motivo mis piernas van primero y mi lengua después. Preferiría caer a tus pies de manera más controlada. Mejoraré dentro de poco. Mientras tanto, ¿quieres venir a sentarte aquí?

—Con mucho gusto. —Ella cambió de asiento—. ¿Pero no te apretujaré? Soy más bien alta.

—Ni pizca. Aborrezco a las mujeres pequeñitas. Ah, eso está mejor.

—Sí.

Ella se acurrucó a su lado, rodeando su pecho con los brazos, la cabeza apoyada en su hombro, y enganchando también una pierna sobre él, para completar su captura de manera más enfática. El cautivo emitió algo a caballo entre el suspiro y la risa. Ella deseó que pudieran permanecer así sentados eternamente.

—Tendrás que renunciar a este asunto del suicidio por el alcohol, ya sabes.

Él ladeó la cabeza.

—Creí que estaba siendo sutil.

—No demasiado.

—Bueno, me parece bien. Es algo extraordinariamente incómodo.

—Sí, tienes preocupado a tu padre. Me dirigió una mirada muy peculiar.

—Espero que no fuera su famosa mirada abrasadora, perfeccionada a lo largo de toda una vida.

—En absoluto. Sonrió y todo.

—Santo Dios. —Una sonrisa arrugó las comisuras de sus ojos.

Ella se echó a reír y dobló el cuello para mirarlo a la cara. Eso estaba mejor…

—También me afeitaré —prometió él en un arrebato de entusiasmo.

—No te pases por causa mía. También he venido a retirarme. Una paz separada, como dicen.

—Paz, en efecto. —Él le acarició el pelo, saboreando su olor. Sus músculos se disolvieron bajo ella como un arco demasiado tenso que se afloja de golpe.


Unas semanas después de su matrimonio hicieron su primer viaje juntos. Cordelia acompañó a Vorkosigan en su peregrinación periódica al Hospital Militar Imperial de Vorbarr Sultana. Viajaron en un vehículo de tierra proporcionado por el conde, con Bothari ejerciendo lo que era evidentemente su función principal como combinación de conductor y guardaespaldas. A Cordelia, que estaba empezando a conocerlo lo bastante bien como para ver a través de su taciturna fachada, le pareció tenso. Sentado entre ella y Vorkosigan, miraba inseguro por encima de su cabeza.

—¿Se lo ha dicho, señor?

—Sí, todo. No pasa nada, sargento.

Cordelia añadió, tranquilizadora:

—Creo que está haciendo usted lo adecuado, sargento. Yo, hum, estoy muy satisfecha.

Él se relajó un poco, y casi sonrió.

—Gracias, milady.

Cordelia estudió su perfil con disimulo, recordando la gama de dificultades que pasaría la aldeana contratada ese día en Vorkosigan Surleau, dudando de su habilidad de enfrentarse a ellas. Se arriesgó a sondear un poco.

—¿Ha pensado usted en… lo que va a contarle sobre su madre, cuando sea mayor? Tarde o temprano querrá saberlo.

Él asintió, guardó silencio y luego habló.

—Voy a decirle que está muerta. Le diré que estábamos casados. No es buena cosa tener a una bastarda por aquí. —Su mano se tensó sobre los controles—. Así que ella no lo será. Nadie debe llamarla así.

—Ya veo.

Buena suerte, pensó Cordelia. Pasó a una pregunta más ligera.

—¿Sabe qué nombre le va a poner?

—Elena.

—Qué bonito. Elena Bothari.

—Era el nombre de su madre.

Cordelia se sorprendió.

—¡Creí que no recordaba usted nada de Escobar!

Pasó un buen rato, y luego él dijo:

—Se puede derrotar a las drogas contra la memoria, a algunas, si sabes cómo.

Vorkosigan alzó las cejas. Evidentemente, esto era nuevo también para él.

—¿Cómo lo consigue, sargento? —preguntó, cuidadosamente neutral.

—Alguien a quien conocí una vez me dijo…: Se anota lo que quieres recordar, y piensas en ello. Luego lo escondes, igual que solíamos esconder sus archivos secretos a Radnov, señor… nunca los encuentran tampoco. Entonces, lo primero que haces cuando vuelves, antes de que tu estómago deje de dar vueltas siquiera, es sacarlo y mirarlo. Si puedes recordar una cosa de la lista, normalmente puedes recordar el resto, antes de que vuelvan a por ti. Entonces haces lo mismo una y otra vez. Y otra más. Ayuda también tener un objeto.

—¿Tenía usted, ah, un objeto? —preguntó Vorkosigan, claramente fascinado.

—Un mechón de pelo.

Guardó silencio durante largo rato, y luego confesó:

—Ella tenía el pelo largo y negro. Olía bien.

Cordelia, aturdida y divertida por lo que implicaba su historia, se acomodó y contempló el dosel del vehículo. Vorkosigan parecía levemente iluminado, como un hombre que encuentra una pieza clave en un rompecabezas. Ella contempló el variado paisaje, disfrutando de la clara luz del sol, el aire de verano tan fresco que no hacían falta artilugios protectores, y los pequeños destellos de verde y agua en los huecos de las colinas. También advirtió algo más. Vorkosigan vio la dirección de su mirada.

—Ah, los has visto, ¿no?

Bothari sonrió levemente.

—¿El volador que no nos adelanta? —dijo Cordelia—. ¿Sabes quién es?

—Seguridad Imperial.

—¿Siempre te siguen a la capital?

—Siempre me siguen a todas partes. No ha sido fácil convencer a esa gente de que me quería retirar en serio. Antes de que vinieras, me divertía esquivándolos. Hacía cosas como emborracharme y conducir mi volador de noche por esos cañones del sur. Es nuevo. Muy rápido. Eso hacía que condujeran con cuidado.

—¡Cielos, eso parece letal! ¿De verdad que hacías eso?

Él pareció moderadamente avergonzado de sí mismo.

—Me temo que sí. No pensaba que fueras a venir, entonces. Era muy excitante. No había buscado una descarga de adrenalina semejante desde que era adolescente. El Servicio suministró ese tipo de necesidad.

—Me sorprende que no tuvieras un accidente.

—Lo tuve, una vez —admitió él—. Sólo un choque sin importancia. Eso me recuerda que debo atender las reparaciones. Parece que tardan una eternidad. El alcohol me dejaba flácido como un trapo, supongo, y nunca tuve valor para conducir sin el arnés de seguridad. No hubo daños, excepto para el volador y los nervios de los agentes del capitán Negri.

—Dos veces —comentó de pronto Bothari.

—¿Cómo dice, sargento?

—Tuvo usted dos accidentes. —Los labios del sargento se retorcieron—. No se acuerda de la segunda vez. Su padre dijo que no le sorprendía. Le ayudamos, hum, a sacarlo de la jaula de seguridad. Estuvo inconsciente durante un día.

Vorkosigan pareció sobresaltado.

—¿Me está tomando el pelo, sargento?

—No, señor. Puede usted buscar las piezas del volador. Están repartidas por un kilómetro y medio a la redonda en el Barranco Dendarii.

Vorkosigan se aclaró la garganta, y se hundió en su asiento.

—Ya veo. —Permaneció en silencio, y luego añadió—: Qué… desagradable, tener un agujero así en la memoria.

—Sí, señor —coincidió Bothari.

Cordelia miró el volador a través de una abertura en las montañas.

—¿Nos han estado vigilando todo el tiempo? ¿A mí también?

Vorkosigan sonrió ante la expresión de su rostro.

—Desde el momento en que pusiste los pies en el espaciopuerto de Vorbarr Sultana, supongo. Después de lo de Escobar, soy materia importante desde el punto de vista político. La prensa, que es la tercera mano de Ezar Vorbarra en esto, me ha calificado como una especie de héroe en la retirada, capaz de arrancar la victoria espontáneamente en las fauces de la derrota y todo eso… absolutamente ridículo. Hace que me duela el estómago, incluso sin el coñac. Sabiendo lo que sabía de antemano, tendría que haber podido hacer un trabajo mejor. Sacrifiqué demasiados cruceros para cubrir a las tropas de tierra… tuvo que ser así, porque la pura aritmética lo exigía, pero…

Ella supo por su cara que sus pensamientos se dirigían hacia un laberinto muchas veces transitado de posibilidades militares que nunca fueron. Maldito Escobar, pensó, y maldito sea tu emperador, malditos sean Serg Vorbarra y Ges Vorrutyer, malditas sean todas las casualidades de tiempo y espacio que se combinaron para aplastar los sueños de heroísmo de un muchacho en la pesadilla de asesinatos, crímenes y engaños de un hombre. Su presencia había sido un gran paliativo para él, pero no era suficiente: en su interior todavía había algo mal, algo desafinado.

Mientras se aproximaban a Vorbarr Sultana desde el sur, el terreno montañoso se convirtió en una fértil llanura, y la población se volvió más concentrada. La ciudad se alzaba a ambas orillas de un ancho río plateado, con los más viejos edificios gubernamentales, antiguas fortalezas reconvertidas la mayoría de ellos, salpicando los acantilados y cumbres que dominaban el curso del río. La ciudad moderna se extendía desde ellos hacia el norte y el sur.

Las oficinas gubernamentales más nuevas, eficientes monolitos, estaban concentradas en medio. Ellos atravesaron este complejo, dirigiéndose a uno de los famosos puentes de la ciudad para cruzar el río, camino de la zona norte.

—Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? —preguntó Cordelia, cuando pasaban una manzana de edificios calcinados, ennegrecidos y esqueléticos.

Vorkosigan sonrió amargamente.

—Eso era el Ministerio de Educación Política, antes de los disturbios de hace dos meses.

—Leí algo al respecto, en Escobar, cuando venía de camino. No tenía ni idea de que los disturbios hubieran sido tan grandes.

—En realidad no lo fueron. Cuidadosamente orquestados, eso sí. Personalmente, me pareció que era una forma muy peligrosa de hacer el trabajo. Aunque supongo que fue un avance respecto a la defenestración del Consejo Privado de Yuri Vorbarra. Una generación de progreso, más o menos… No creía que Ezar fuera capaz de volver a meter ese genio en la botella, pero parece haberlo conseguido. En cuanto Grishnov murió, todas las tropas que había congregado, y que por algún motivo parecían haber sido desviadas para proteger la Residencia Imperial —hizo una mueca—, aparecieron y despejaron las calles, y los disturbios cesaron, excepto las manifestaciones de unos cuantos fanáticos y de algunos espíritus heridos que habían perdido familiares en Escobar. Eso sí se puso feo, pero no apareció en las noticias.

Cruzaron el río y llegaron por fin al grande y famoso hospital, casi una ciudad dentro de la ciudad, que se extendía dentro de su parque amurallado. Encontraron al alférez Koudelka solo en su habitación, tendido en la cama con el pijama de uniforme verde. Cordelia pensó al principio que los había saludado al verlos, pero abandonó la idea cuando su brazo izquierdo continuó subiendo y bajando desde el codo siguiendo un lento ritmo.

Koudelka se sentó y sonrió cuando entró su excomandante, e intercambió un saludo con Bothari. La sonrisa se amplió cuando la vio a ella detrás de Vorkosigan. Su cara estaba mucho más envejecida que antes.

—¡Capitana Naismith, señora! Lady Vorkosigan, debería decir. No creí que volvería a verla.

—Yo pensaba lo mismo. Me alegro de haberme equivocado. —Ella le devolvió la sonrisa.

—Y enhorabuena, señor. Gracias por enviar la nota. Le eché de menos en las últimas semanas, pero… puedo ver que tenía usted mejores cosas que hacer. —Su sonrisa hizo que el comentario no tuviera picardía.

—Gracias, alférez. Y… ¿qué le ha pasado en el brazo?

Koudelka hizo una mueca.

—Me caí esta mañana. Algo se ha torcido. El médico vendrá dentro de unos minutos para arreglarlo. Podría haber sido peor.

La piel de sus brazos, advirtió Cordelia, estaba cubierta por una red de finas cicatrices rojas que marcaban las líneas de los implantes nerviosos prostéticos.

—Está caminando, entonces. Es bueno oír eso —lo animó Vorkosigan.

—Sí, más o menos. —Koudelka sonrió—. Y al menos ahora tienen mis tripas bajo control. No me importa no poder sentir nada en esa zona, ahora que por fin me he librado de esa maldita colostomía.

—¿Siente mucho dolor? —preguntó Cordelia, atenta.

—No mucho —contestó Koudelka; ella pensó que estaba mintiendo—. Pero lo peor, además de sentirme tan torpe y desequilibrado, son las sensaciones. No dolor, sino cosas raras. Falsos informes de inteligencia. Como saborear colores con el pie izquierdo, o sentir cosas que no están ahí, como insectos reptando por todo tu cuerpo, o no sentir cosas que sí están, como el calor… —Su mirada cayó sobre su vendado tobillo derecho.

Entró un médico y la conversación se interrumpió mientras Koudelka se quitaba la camisa. El doctor conectó un aparato a su hombro y se puso a buscar el circuito adecuado con un delicado tractor quirúrgico manual. Koudelka se puso pálido y miró fijamente sus rodillas, pero por fin el brazo detuvo su lenta oscilación y colgó flácido a su costado.

—Me temo que voy a tener que dejarlo así durante el resto del día —se disculpó el doctor—. Nos dedicaremos a él mañana, cuando se ponga usted a trabajar con esos abductores de la pierna derecha.

—Sí, sí. —Koudelka lo despidió con un gesto de su mano derecha, y el médico se marchó con su material.

—Sé que debe parecerle una eternidad —dijo Vorkosigan, mirando el rostro frustrado de Koudelka—, pero siempre que vengo me parece que ha hecho progresos. Saldrá de aquí —lo animó.

—Sí, el cirujano dice que me dará la patada dentro de unos dos meses —sonrió—. Pero dicen que nunca volveré a ser apto para el combate. —La sonrisa desapareció, y su rostro se arrugó—. ¡Oh, señor! ¡Van a darme de baja! ¡Todo este interminable suplicio para nada!

Apartó el rostro, rígido y avergonzado, hasta que volvió a controlar sus rasgos.

También Vorkosigan desvió la mirada, para no descubrir su compasión, hasta que el alférez volvió a mirarlos, con la sonrisa cuidadosamente pegada de nuevo a su rostro.

—Comprendo por qué —dijo Koudelka, señalando con la cabeza al silencioso Bothari, que estaba apoyado en la pared y al parecer se contentaba sólo con escuchar—. Unos cuantos golpes como los que solía usted propinarme en el ring de prácticas, y empezaré a boquear como un pescado. No seré un buen ejemplo para mis hombres. Supongo que tendré que buscar… algún tipo de trabajo burocrático. —Miró a Cordelia—. ¿Qué fue de su alférez, el que resultó golpeado en la cabeza?

—La última vez que lo vi, después de Escobar… lo visité dos días antes de marcharme de casa. Está igual. Salió del hospital. Su madre renunció a su trabajo y ahora se queda en casa para cuidar de él.

Koudelka bajó los ojos, y Cordelia se apiadó de la vergüenza que asomó a su rostro.

—Y yo me quejo por unos cuantos puntos de sutura. Lo siento.

Ella sacudió la cabeza, incapaz de hablar.

Más tarde, a solas un momento con Vorkosigan en el pasillo, Cordelia apoyó la cabeza contra su hombro, y él la rodeó con sus brazos.

—Comprendo por qué empezabas a beber después del desayuno. Ahora mismo a mí también me vendría bien un trago.

—Te llevaré a almorzar después de la próxima parada, y todos podremos tomar uno —prometió él.


El ala de investigación fue su siguiente destino. El doctor militar al mando saludó cordialmente a Vorkosigan, y sólo se quedó un poco aturdido cuando Cordelia fue presentada, sin más explicaciones, como lady Vorkosigan.

—No sabía que estaba usted casado, señor.

—Desde hace poco.

—¿Sí? Enhorabuena. Me alegro de que haya venido a verlos, señor, antes de que terminemos con todos. Es casi la parte más interesante. ¿Desea milady esperar aquí mientras nos encargamos de este asuntito? —Parecía cohibido.

—Lady Vorkosigan ha sido plenamente informada.

—Además —añadió Cordelia animosa—, tengo en ello un interés personal.

El doctor parecía desconcertado, pero los condujo a la sala de monitorización. Cordelia contempló dubitativa la media docena de contenedores que quedaban, todos alineados. El técnico de servicio se acercó a ellos, manejando un equipo obviamente prestado del departamento de obstetricia de algún otro hospital.

—Buenos días, señor —dijo alegremente—. ¿Viene a ver cómo sacamos al pollito del cascarón hoy?

—Me gustaría que empleara algún otro término para ello —dijo el médico.

—Sí, pero no se puede decir que nazcan —recalcó razonablemente el hombre—. Técnicamente, ya han nacido una vez. Dígame usted lo que es, entonces.

—En casa lo llaman descorchar la botella —sugirió Cordelia, observando con interés los preparativos.

El técnico, tras extender los aparatos medidores y colocar una cunita bajo una luz cálida, le dirigió una mirada de curiosidad.

—Es usted betana, ¿verdad, milady? Mi esposa se enteró en las noticias del matrimonio del almirante. Yo nunca leo la sección de estadísticas vitales.

El doctor alzó la cabeza, sorprendido, pero luego se concentró de nuevo en su lista. Bothari fingió apoyarse contra la pared, con los ojos entrecerrados, ocultando su aguda atención. El doctor y el técnico terminaron sus preparativos y los permitieron acercarse.

—¿Tiene preparada la sopa, señor? —murmuró el técnico.

—Aquí mismo —contestó el médico—. Inyecte en el administrador C…

El técnico insertó la mezcla hormonal correcta en la apertura adecuada, mientras el doctor comprobaba repetidas veces el disco de instrucción en su monitor.

—Cinco minutos de espera, desde… ya. —El doctor se volvió hacia Vorkosigan—. Una máquina fantástica, señor. ¿Sabe algo más sobre lo de conseguir fondos y personal especializado para intentar duplicarlas?

—No —respondió Vorkosigan—. Estaré fuera de este proyecto oficialmente en cuanto el último bebé vivo sea… liberado, terminado, o como quiera llamarlo. Va a tener que trabajarse usted a sus superiores normales, y tendrá que pensar en una aplicación militar para justificarlo, o al menos algo que lo parezca, para camuflarlo.

El doctor sonrió, pensativo.

—Creo que merece la pena conseguirlo. Podría ser un buen cambio tras pensar en tantas formas nuevas para matar a la gente.

—Tiempo, señor —dijo el técnico, y se volvió hacia el proyecto actual.

—La separación de placenta parece ir bien… un poco más tensa de lo habitual. Sabe, cuanto más lo estudio, más me impresionan los médicos que hicieron las secciones en las madres. Tenemos que conseguir que más estudiantes de medicina se formen fuera del planeta. Conseguir esas placentas sin daños debe ser… ya. Aquí. Y aquí. Rompa el sello. —Completó los ajustes y alzó la tapa—. Cortamos la membrana… y aquí sale. Succión, rápido, por favor.

Cordelia advirtió que Bothari, todavía pegado a la pared, contenía la respiración.

El bebé, mojado y resbaladizo, tomó aliento y tosió cuando el aire frío lo alcanzó. Bothari respiró también. Limpia de sangre, a Cordelia le pareció una niña bastante bonita, y mucho menos roja y arrugada que los vids de los recién nacidos corrientes que había visto. La niña lloró bien fuerte. Vorkosigan dio un respingo, y Cordelia soltó una carcajada.

—Bueno, parece perfecta.

Cordelia miró por encima del hombro de los dos médicos, que tomaban medidas y muestras de su diminuta, sorprendida, asombrada y parpadeante carga.

—¿Por qué llora tan fuerte? —preguntó Vorkosigan, nervioso, sin moverse del sitio, como Bothari.

Porque sabe que ha nacido en Barrayar, fue el comentario que Cordelia reprimió. En cambio, dijo:

—Bueno, tú también llorarías si un puñado de gigantes te sacara de un sueño calentito y te fueran agitando por ahí como si fueras un saco de patatas.

Cordelia y el técnico intercambiaron una mirada medio divertida medio seria.

—Muy bien, milady —reconoció el técnico, mientras el médico volvía a su preciosa máquina.

—Mi cuñada dice que hay que abrazarlos así, con fuerza. No a un brazo de distancia. Yo también protestaría si me dejaran suspendido sobre un pozo y estuviera a punto de caer. Ya está, nena. Sonríe o algo para tu tía Cordelia. Eso es, tranquilita. ¿Eras lo bastante mayor para recordar los latidos de tu madre?

Le canturreó al bebé, quien chasqueó los labios y bostezó, y la arropó con la manta.

—Qué viaje tan largo y extraño has realizado.

—¿Quiere mirar el interior, señor? —continuó el doctor—. Usted también, sargento… Hizo usted tantas preguntas la última vez que estuvo aquí…

Bothari negó con la cabeza, pero Vorkosigan se acercó a recibir la exposición técnica que el doctor obviamente ansiaba proporcionar. Cordelia le llevó el bebé al sargento.

—¿Quiere sostenerla?

—¿Estará bien, milady?

—Cielos, no tiene que pedirme permiso. En todo caso, al contrario.

Bothari la sostuvo con torpeza. Sus grandes manos parecieron absorberla. La miró a la cara.

—¿Seguro que es ésta? Creí que iba a tener la nariz más grande.

—Lo han comprobado una y otra vez —le aseguró Cordelia, esperando que no le preguntara cómo lo sabía. Pero parecía una suposición segura—. Todos los bebés tienen la nariz pequeña. No se sabe cómo van a ser los niños hasta que tienen dieciocho años.

—Tal vez se parecerá a su madre —dijo él, esperanzado. Cordelia secundó la esperanza, en silencio.

El doctor terminó de enseñar a Vorkosigan las tripas de su máquina ideal. Vorkosigan consiguió amablemente parecer sólo un poco inquieto.

—¿Quieres sostenerla tú también, Aral? —invitó Cordelia.

—No sé si estaría bien —se excusó él rápidamente.

—Te vendrá bien la práctica. Tal vez la necesites algún día.

Intercambiaron una mirada de privada esperanza, y él cedió y se dejó convencer.

—Mm. He sostenido gatos con más peso. No sirvo para estas cosas.

Pareció aliviado cuando los médicos volvieron a recogerla para terminar su análisis técnico.

—Hum, veamos —dijo el doctor—. Ésta es la que no llevaremos al Orfanato Imperial, ¿verdad? ¿Adónde la llevamos, después del periodo de observación?

—Me han pedido que cuide de ella personalmente —dijo Vorkosigan tranquilamente—. Por bien de la intimidad de su familia. Yo… Lady Vorkosigan y yo la entregaremos a su tutor legal.

El doctor pareció extremadamente pensativo.

—Oh. Ya veo, señor —miró a Cordelia—. Es usted el hombre a cargo del proyecto. Puede hacer lo que quiera con ellos. Nadie le hará preguntas, se… se lo aseguro, señor.

—Bien, bien. ¿Cuánto tiempo es el periodo de observación?

—Cuatro horas, señor.

—Bien, podremos ir a almorzar. ¿Cordelia, sargento?

—Uh, ¿puedo quedarme aquí, señor? No… no tengo hambre.

Vorkosigan sonrió.

—Por supuesto, sargento. A los hombres del capitán Negri les vendrá bien el ejercicio.

Camino del vehículo de tierra, Vorkosigan le preguntó a Cordelia:

—¿De qué te ríes?

—No me estoy riendo.

—Tus ojos se están riendo. Brillan como locos, de hecho.

—Por el médico. Me temo que hemos acabado por confundirlo, sin mala intención. ¿No te diste cuenta?

—Creo que no.

—Cree que ese bebé que descorchamos hoy es mío. O tal vez tuyo. O quizá de ambos. Prácticamente pude ver los engranajes de su cerebro girando. Cree que finalmente ha descubierto por qué no abriste los contenedores.

—¡Santo Dios! —Él casi se dio media vuelta.

—No, no, déjalo —dijo Cordelia—. Si lo niegas sólo servirá para empeorarlo. Me han culpado antes de los pecados de Bothari. Deja que siga con la duda.

Guardó silencio. Vorkosigan estudió su perfil.

—¿En qué piensas ahora? Ahora tus ojos no brillan.

—Me preguntaba qué habrá pasado con su madre. Estoy segura de que la conocí. Pelo negro y largo, se llamaba Elena, la conocí en la nave insignia… Sólo puede tratarse de ella. Increíblemente hermosa. Comprendo por qué llamó la atención de Vorrutyer. Pero tan joven, y tratar con ese tipo de horror…

—Las mujeres no deberían participar en el combate —dijo Vorkosigan, sombrío.

—Ni los hombres tampoco, en mi opinión. ¿Por qué intentaron los tuyos encubrir sus recuerdos? ¿Lo ordenaste tú?

—No, fue idea del cirujano. Sintió lástima por ella. —Su cara era tensa y sus ojos distantes.

—Fue horrible. No lo comprendí en su momento. Creo que ahora sí. Cuando Vorrutyer terminó con ella… y se esmeró, incluso para sus baremos, estaba catatónica. Yo… era demasiado tarde para ella, pero fue entonces cuando decidí matarlo, si volvía a suceder, y al infierno con las órdenes del emperador. Primero Vorrutyer, luego el príncipe, después yo. Tendría que haber dejado a salvo a Vorhalas…

»De todas formas, Bothari… le pidió el cadáver, como si dijéramos. La llevó a su propio camarote. Vorrutyer supuso que para continuar torturándola, presumiblemente imitando su dulce persona. Se sintió halagado y los dejó a solas. Bothari, de algún modo, evitó sus monitores. Nadie tenía la menor idea de lo que estaba haciendo allí dentro, cada minuto de su tiempo libre. Pero acudió a mí con una lista de medicinas que quería que le consiguiera. Anestésicos, algunas cosas para el tratamiento de choque, una lista muy bien pensada. Su experiencia de combate lo había convertido en un buen administrador de primeros auxilios. Entonces me di cuenta de que no la estaba torturando, y de que sólo quería que Vorrutyer lo creyera. Estaba loco, pero no era tonto. Estaba enamorado, de algún modo extraño, y tenía el instinto de no permitir que Vorrutyer lo supiera.

—Dadas las circunstancias, no parece muy alocado —comentó ella, recordando los planes que Vorrutyer tenía para Vorkosigan.

—No, pero la manera en que lo llevaba a cabo… Vi un par de casos. —Vorkosigan resopló—. Bothari cuidó de ella en su camarote: le dio de comer, la vistió, la lavó… mientras seguía actuando para Vorrutyer. Hacía ambas cosas. Al parecer había elaborado una fantasía donde ella estaba enamorada de él, casada incluso: una pareja normal, cuerda y feliz. ¿Por qué no puede un loco soñar con estar cuerdo? Ella debió de sentirse aterrada durante sus periodos de conciencia.

—Señor. Casi lo siento tanto por él como por ella.

—No del todo. Bothari también se acostó con ella, y tengo motivos para creer que no limitó ese matrimonio de fantasía a sólo palabras. Comprendo por qué, supongo. ¿Puedes imaginar a Bothari acercándose a cien kilómetros de una chica semejante en cualquier circunstancia normal?

—Mm, a duras penas. Los escobarianos protegieron a las mejores de vosotros.

—Pero eso, creo, es lo que decidió intentar recordar de Escobar. Debió requerir una increíble fuerza de voluntad. Recibió terapia durante meses.

—Fiuuu —jadeó Cordelia, atormentada por las visiones que conjuraban sus palabras. Se alegró de tener unas cuantas horas por delante antes de volver a ver a Bothari—. Vamos a tomar esa copa ahora, ¿quieres?

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