El verano se acababa cuando Vorkosigan propuso hacer un viaje a Bonsanklar. Casi habían hecho las maletas la mañana prevista cuando Cordelia se asomó a la ventana principal de su dormitorio, y dijo, con voz apagada:
—¿Aral? Un volador acaba de aterrizar y están bajando seis hombres armados. Se están desplegando por toda la propiedad.
Vorkosigan, instantáneamente en guardia, se acercó a mirar, y entonces se relajó.
—No pasa nada. Son los hombres del conde Vortala. Debe de venir a visitar a mi padre. Me sorprende que encuentre tiempo para salir de la capital ahora mismo. He oído decir que el emperador lo mantiene muy ocupado.
Unos pocos minutos después un segundo volador aterrizó junto al primero, y Cordelia vio por primera vez al nuevo primer ministro de Barrayar. La descripción que de él había hecho el príncipe Serg, diciendo que era un payaso arrugado, era una exageración, pero justa: era un hombre delgado, encogido por la edad, que aún se movía con viveza. Llevaba bastón, pero por la forma en que lo blandía Cordelia supuso que era por pura afectación. El pelo blanco rodeaba una cabeza calva y manchada que brillaba al sol mientras él y un par de ayudantes, o guardaespaldas, Cordelia no estaba segura de qué, pasaban bajo su línea de visión y llegaban a la puerta principal.
Los dos condes estaban charlando en el salón cuando Cordelia y Vorkosigan bajaron las escaleras.
—Ah, aquí viene —dijo el general.
Vortala los miró con ojos brillantes y penetrantes.
—Aral, muchacho. Me alegro de ver que estás tan bien. ¿Y ésta es tu joven Pentasilea betana? Mis felicitaciones por una captura notable. Milady.
Se inclinó sobre su mano y la besó con una especie de savoir faire maníaco.
Cordelia parpadeó al oír la descripción que hacía de ella, pero consiguió decir «¿Cómo está usted, señor?». Vortala la miró a los ojos, calculador.
—Me alegro de que pudiera venir de visita, señor —dijo Vorkosigan—. Mi esposa y yo —la frase se amplificó en su boca, como un sorbo de vino de bouquet superior—, casi hemos estado a punto de no verlo. Hice la promesa de llevarla a ver el océano hoy.
—Muy bien… Da la casualidad de que no se trata de una visita social. Traigo un mensaje de mi amo y señor. Y mi tiempo es por desgracia escaso.
Vorkosigan asintió.
—Entonces les dejo, caballeros.
—Ja. No trates de escabullirte, muchacho. El mensaje es para ti.
Vorkosigan pareció cansado.
—Me parece que el emperador y yo no tenemos nada más que decirnos. Creí haberlo dejado bien claro cuando dimití.
—Sí, bueno, él aceptó que estuvieras fuera de la capital mientras se llevaba a cabo el trabajo sucio con el Ministerio de Educación Política. Pero tengo la misión de informarte —hizo una pequeña reverencia—, de que se te ordena y requiere que vayas a verlo. Esta tarde. Y tu esposa también —añadió, como si se lo pensara mejor.
—¿Por qué? —preguntó Vorkosigan bruscamente—. Ezar Vorbarra no estaba en mis planes para hoy… ni para ningún otro día.
Vortala se puso serio.
—No puede esperar a que te aburras del campo. Se está muriendo, Aral.
Vorkosigan resopló.
—Lleva once meses muriéndose. ¿No se puede seguir muriendo un poco más?
Vortala se echó a reír.
—Cinco meses —corrigió, ausente, y luego miró a Vorkosigan con el ceño fruncido—. Mm. Bueno, ha sido muy conveniente para él. Ha tirado más ratas por el desagüe estos últimos cinco meses que en los pasados veinte años. Prácticamente se podía ver la limpieza en los ministerios por sus boletines médicos. Una semana, estado muy grave. A la semana siguiente, otro subsecretario acusado de malversación, o de lo que fuera. —Volvió a ponerse serio—. Pero esta vez es de verdad. Tienes que verlo hoy. Mañana podría ser demasiado tarde. Dentro de dos semanas será definitivamente demasiado tarde.
Vorkosigan apretó los labios.
—¿Para qué me quiere? ¿Lo ha dicho?
—Ah… Creo que tiene en mente un puesto para ti en el inminente gobierno regente. Ése del que no quisiste oír hablar durante vuestro último encuentro.
Vorkosigan sacudió la cabeza.
—No creo que haya un puesto en el Gobierno que pudiera tentarme para volver a ese circo. Bueno, tal vez… no. Ni siquiera el Ministerio de la Guerra. Es demasiado peligroso. Aquí llevo una vida muy tranquila y agradable. —Rodeó protectoramente la cintura de Cordelia—. Vamos a tener familia. No la arriesgaré en la arena de la política y sus gladiadores.
—Sí, ya te imagino, disfrutando de la vejez… a los cuarenta y cuatro años. ¡Ja! Vendimiando uvas, navegando en tu barco… tu padre me ha hablado de tu barquito velero. He oído que van a cambiarle el nombre a la aldea de Vorkosigan Surleau en tu honor, por cierto…
Vorkosigan hizo una mueca, y ambos intercambiaron un gesto irónico.
—De cualquier forma, tendrás que decírselo tú mismo.
—Siento… curiosidad por conocerlo —murmuró Cordelia—. Si es realmente la última oportunidad.
Vortala le sonrió, y Vorkosigan claudicó, reluctante. Regresaron al dormitorio para vestirse, Cordelia con su más formal vestido de noche, Vorkosigan con el uniforme verde de gala que no se ponía desde la boda.
—¿Por qué tantos nervios? —preguntó Cordelia—. Tal vez sólo quiere despedirse de ti o algo por el estilo.
—Estamos hablando de un hombre que puede hacer que incluso su propia muerte sirva a sus propósitos políticos, ¿recuerdas? Y si hay algún modo de gobernar Barrayar desde más allá de la tumba, puedes apostar a que ya lo ha descubierto. Nunca he salido beneficiado de ningún trato que haya tenido con él.
Con esa nota ambigua, se reunieron con el primer ministro para regresar con él a Vorbarr Sultana.
La Residencia Imperial era un edificio antiguo, casi una pieza de museo, pensó Cordelia mientras subían los gastados peldaños de granito hasta el pórtico que daba al este. La larga fachada mostraba multitud de tallas en piedra, cada figura era una obra de arte individual, el opuesto estético de los modernos y anodinos edificios ministeriales que se alzaban a un kilómetro o dos al este.
Los condujeron a una sala que era medio hospital medio exposición de antigüedades. Altos ventanales asomaban a los jardines y paseos situados al norte de la Residencia. El habitante principal de la habitación yacía tendido en una enorme cama tallada, heredada de algún esplendoroso antepasado, su cuerpo taladrado en una docena de lugares por los tubos de plástico que lo mantenían con vida.
Ezar Vorbarra era el hombre más blanco que Cordelia había visto jamás, tan blanco como sus sábanas, tan blanco como su propio pelo. Su piel era blanca y arrugada sobre sus mejillas hundidas. Sus párpados eran blancos, densos y encapuchados sobre unos ojos almendrados que ella había visto una vez antes, tenuemente en un espejo. Sus manos eran blancas, con venas azules en el dorso. Sus dientes, cuando habló, eran de un amarillo marfileño contra un fondo sin sangre.
Vortala y Vorkosigan, y Cordelia después de un segundo de incertidumbre, se arrodillaron junto a la cama. El emperador despidió a su médico con un pequeño gesto con un dedo que le costó un gran esfuerzo. El hombre hizo una reverencia y se marchó. Todos se pusieron de pie, Vortala con problemas.
—Bien, Aral —dijo el emperador—. Dime qué aspecto tengo.
—Muy enfermo, señor.
Vorbarra se echó a reír, y tosió.
—Eres un alivio. La primera opinión sincera que oigo desde hace semanas. Incluso Vortala capea el temporal. —Su voz se quebró, y se aclaró de flema la garganta—. Me quedé sin melanina la semana pasada. Ese maldito doctor no me deja salir al jardín durante el día. —Hizo una mueca, por desaprobación o para respirar—. Así que ésta es tu betana, ¿eh? Ven aquí, muchacha.
Cordelia se acercó a la cama, y el blanco anciano la miró a la cara, con aquellos ojos almendrados e intensos.
—El comandante Illyan me ha hablado de ti. El capitán Negri también. He visto todos tus archivos de Exploración, sabes. Y esa sorprendente elucubración de tu psiquiatra. Negri quería contratarla, sólo para que generase ideas para su sección. Vorkosigan, siendo Vorkosigan, me ha dicho mucho menos. —Hizo una pausa para respirar—. Dime la verdad, ¿qué ves en él… cómo era la frase, un asesino contratado?
—Parece que Aral le ha contado algo —dijo ella, sorprendida al oír sus propias palabras en su boca. Lo contempló con igual curiosidad. La pregunta parecía exigir una respuesta sincera, y se esforzó por satisfacerla.
—Supongo… que me veo a mí misma. O a alguien como yo. Ambos buscamos la misma cosa. La llamamos por nombres distintos, y la buscamos en lugares diferentes. Creo que se llama honor. Supongo que yo la llamaría la gracia de Dios. Ambos salimos casi siempre de vacío.
—Ah, sí. Recuerdo por tu archivo que eres una especie de teísta —dijo el emperador—. Yo soy ateo. Es una fe sencilla, pero resulta de gran consuelo, estos últimos días.
—Sí, a menudo he sentido esa atracción.
—Mm. —Él sonrió—. Una respuesta muy interesante, a la luz de lo que dijo Vorkosigan de ti.
—¿Y qué dijo, señor? —preguntó Cordelia, picada en su curiosidad.
—Que te lo diga él. Fue una confidencia. Muy poética, por cierto. Me sorprendió. —La despidió con un gesto, como satisfecho, e indicó a Vorkosigan que se acercara. Vorkosigan se plantó ante él en una especie de agresiva posición de firmes. Su boca era sardónica, pero sus ojos, advirtió Cordelia, estaban conmovidos.
—¿Cuánto tiempo me has servido, Aral? —preguntó el emperador.
—Desde mi graduación, veintiséis años. ¿O quiere usted decir en cuerpo y alma?
—En cuerpo y alma. Siempre cuento desde el día en que el pelotón del viejo Yuri mató a tu madre y tu tío. La noche en que tu padre y el príncipe Xav acudieron a mí en el Cuartel General del Ejército Verde con su peculiar propuesta. El Día Uno de la Guerra Civil de Yuri Vorbarra. ¿Por qué nunca se llama la Guerra Civil de Piotr Vorkosigan? Ah, bien. ¿Qué edad tenías?
—Once años, señor.
—Once años. Yo tenía la edad que tú tienes ahora. Extraño. Así que me has servido en cuerpo y alma… maldición, sabes que esto está empezando a afectar mi cerebro…
—Treinta y tres años, señor.
—Dios. Gracias. No queda mucho tiempo.
Por la expresión cínica de su rostro Cordelia supuso que Vorkosigan no estaba convencido en lo más mínimo de la supuesta senilidad del emperador.
El anciano volvió a aclararse la garganta.
—Siempre he querido preguntarte qué os dijisteis el viejo Yuri y tú, ese día, dos años después, cuando por fin lo eliminamos en ese viejo castillo. Últimamente me ha dado por desarrollar cierto interés por las últimas palabras de los emperadores. El conde Vorhalas pensó que estabas jugando con él.
Vorkosigan cerró los ojos un instante, dolido por los recuerdos.
—Difícilmente. Oh, creía que estaba ansioso por descargar el primer golpe, hasta que lo tuve desnudo y sujeto delante de mí. Entonces… tuve el impulso de golpearle súbitamente la garganta, y acabar limpiamente de una vez.
El emperador sonrió amargamente, los ojos cerrados.
—Qué tumulto habría causado.
—Mm. Creo que él supo por mi expresión lo que estaba pensando. Se burló de mí. «Golpea, niño. Si te atreves mientras llevas mi uniforme. Mi uniforme en un niño.» Eso fue todo lo que dijo. Yo respondí: «Mataste a todos los niños de aquella habitación», lo cual fue una tontería, pero fue lo mejor que se me ocurrió en ese momento, y luego le hundí la espada en el estómago. A menudo he deseado haber dicho… otra cosa. Pero sobre todo he deseado haber tenido agallas para seguir mi primer impulso.
—Tenías muy mal aspecto, en las almenas, bajo la lluvia.
—Él había empezado a gritar ya. Lamenté haber vuelto a oír.
El emperador suspiró.
—Sí, lo recuerdo.
—Lo preparó usted.
—Alguien tenía que hacerlo. —Hizo una pausa para descansar, y luego añadió—: Bueno, no te he llamado para charlar de los viejos tiempos. ¿Te habló el primer ministro de mi propósito?
—Algo sobre un puesto. Le dije que no estaba interesado, pero se negó a transmitir mi mensaje.
Vorbarra cerró los ojos, cansado, y se dirigió, aparentemente, al techo.
—Dime… lord Vorkosigan… ¿quién debería ser regente de Barrayar?
Vorkosigan puso una cara como si hubiera mordido algo repugnante pero fuera demasiado educado para escupirlo.
—Vortala.
—Demasiado viejo. No duraría dieciséis años.
—Entonces la princesa.
—El Alto Estado Mayor se la comería viva.
—¿Vordarian?
El emperador abrió los ojos.
—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Un poco más de sesera, muchacho!
—Tiene un poco de formación militar.
—Discutiremos sus pegas en profundidad… si los médicos me dan otra semana de vida. ¿Tienes algún otro chiste, antes de volver al asunto?
—Quintillian de Interior. Y no es un chiste.
El emperador esbozó una sonrisa amarilla.
—Así que tienes algo bueno que decir de mis ministros después de todo. Ya puedo morirme: lo he oído todo.
—Nunca conseguiría un voto de aprobación de los condes a favor de nadie que no tenga el prefijo Vor delante de su apellido —dijo Vortala—. Ni siquiera aunque fuera capaz de caminar sobre el agua.
—Pues entonces ponedle uno. Dadle un rango que acompañe a su trabajo.
—Vorkosigan —dijo Vortala, escandalizado—, ¡no pertenece a la casta guerrera!
—Ni muchos de nuestros mejores soldados. Sólo somos Vor porque un emperador muerto declaró que uno de nuestros antepasados muertos lo fuera. ¿Por qué no iniciar otra vez la costumbre, como recompensa al mérito? Mejor todavía, declarad Vor a todo el mundo y acabemos con la maldita tontería de una vez.
El emperador se echó a reír, luego se atragantó y tosió.
—¿No sería tirar de la alfombra de debajo de la Liga de la Defensa del Pueblo? ¡Qué contrapropuesta más atractiva para asesinar a la aristocracia! No creo que los más locos de todos ellos pudieran presentar una propuesta más radical. Eres un hombre peligroso, lord Vorkosigan.
—Ha pedido usted mi opinión.
—Sí, en efecto. Y siempre me la das. Extraño. —El emperador suspiró—. Puedes dejar de escabullirte, Aral. No te librarás esta vez.
»Permíteme que lo deje bien claro. Lo que la Regencia necesita es un hombre de impecable rango, de mediana edad y no más, con una educación militar consistente. Debe ser popular con sus oficiales y hombres, bien conocido por el pueblo y, sobre todo, respetado por el Alto Estado Mayor. Lo suficientemente implacable para mantener un poder casi absoluto en este manicomio durante dieciséis años, y lo bastante honrado para entregar ese poder al final de esos dieciséis años a un muchacho que sin duda será un idiota… Yo lo era, a esa edad, y según recuerdo, tú también. Y, oh, sí, que esté felizmente casado. Eso reduce la tentación de convertirse en emperador consorte a través de la princesa. En resumen, tú mismo.
Vortala sonrió. Vorkosigan frunció el ceño. Cordelia sintió que el estómago se le caía a los talones.
—Oh, no —dijo Vorkosigan, pálido—. No vais a dejarme caer ese muerto encima. Es grotesco. Yo, nada menos, para calzar los zapatos de su padre, para hablarle con la voz de su padre, para convertirme en el consejero de su madre… es más que grotesco. Es obsceno. No.
Vortala pareció sorprendido de su vehemencia.
—Un poco de reticencia decente es una cosa, Aral, pero no nos pasemos. Si te preocupan los votos, ya están decididos. Todo el mundo comprende que eres el hombre idóneo.
—Todo el mundo no. Vordarian se convertirá en mi enemigo instantáneo, y también el ministro del Oeste. Y en cuanto a poder absoluto, usted mejor que nadie, señor, sabe qué falsa quimera es esa idea. Una ilusión temblequeante, basada en… Dios sabe qué. Magia. Arte de birlibirloque. Creer en tu propia propaganda.
El emperador se encogió de hombros, con cuidado, para no soltar sus tubos.
—Bueno, no será mi problema. Será del príncipe Gregor, y de su madre. Y del individuo que pueda dejarse convencer para estar a su lado, en los momentos de necesidad. ¿Cuánto tiempo crees que durarán, sin ayuda? ¿Un año? ¿Dos?
—Seis meses —murmuró Vortala.
Vorkosigan sacudió la cabeza.
—Ya me planteasteis ese argumento antes de Escobar. Era falso entonces, aunque tardé algún tiempo en advertirlo, y es falso ahora.
—Falso no —negó el emperador—. Ni entonces ni ahora. Eso debo creer.
Vorkosigan cedió un poco.
—Sí. Puedo ver que debe usted creerlo. —Su rostro se tensó, lleno de frustración, mientras contemplaba al hombre postrado—. ¿Por qué tengo que ser yo? Vortala tiene más sentido político. La princesa tiene más derecho. Quintillian comprende mejor los asuntos internos. Incluso hay mejores estrategas militares. Vorlakial. O Kanzian.
—Pero no puedes nombrar a un tercero —murmuró el emperador.
—Bueno… tal vez no. Pero tenéis que comprender mis razones. No soy el hombre irreemplazable que por algún motivo todo el mundo imagina que soy.
—Al contrario. Tienes dos ventajas únicas, desde mi punto de vista. Las he tenido en cuenta desde el día en que matamos al viejo Yuri. Siempre he sabido que no viviría para siempre: demasiados venenos latentes en mis cromosomas, absorbidos cuando luchaba contra los cetagandanos como aprendiz militar de tu padre, y descuidado con mis técnicas de limpieza, pues no esperaba llegar a viejo. —El emperador volvió a sonreír, y se concentró en el rostro intenso e inseguro de Cordelia—. De los cinco hombres con mejor derecho de sangre y ley que yo para gobernar el Imperio de Barrayar, tu nombre encabeza la lista. Ja —añadió—. Tenía razón. Sabía que no se lo habías dicho. Qué pícaro, Aral.
Cordelia, angustiada, volvió los ojos hacia Vorkosigan. Él sacudió la cabeza, irritado.
—No es cierto. Descendencia sálica.
—No entablaremos un debate aquí. Sea como sea, todo aquel que desee deponer al príncipe Gregor usando argumentos basados en la sangre y la ley deberá primero deshacerse de ti, o tendrá que ofrecerte el Imperio. Todos sabemos lo difícil que es matarte. Y eres el único hombre de esa lista, el único, estoy absolutamente seguro, por los restos dispersos de Yuri Vorbarra, que no desea ser emperador. Otros pueden creer que eres tímido. Yo sé bien que no.
—Gracias por eso, señor. —Vorkosigan parecía enormemente triste.
—Como aliciente, señalo que no puedes estar mejor situado para impedir esa eventualidad que siendo regente. Gregor es tu vida, muchacho. Gregor es todo lo que impide que seas propuesto. Tu esperanza del cielo.
El conde Vortala se volvió hacia Cordelia.
—Lady Vorkosigan. ¿No nos comunicas tu voto? Parece que lo conoces muy bien. Dile que es el hombre adecuado para el puesto.
—Cuando vinimos aquí —dijo Cordelia lentamente—, con esa vaga idea de que le ofreceríais un puesto, pensé que tal vez debería instarlo a que lo aceptara. Necesita trabajar. Está hecho para ello. Confieso que no esperaba esta oferta. —Contempló la colcha bordada del emperador, absorta en sus intrincados diseños y colores—. Pero siempre he pensado que las pruebas son regalos. Y las pruebas mayores son el mayor de los regalos. Fallar la prueba es una desgracia. Pero rechazar la prueba es rechazar el regalo, y algo peor, aún más irrevocable, que la desgracia. ¿Comprenden lo que quiero decir?
—No —dijo Vortala.
—Sí —dijo Vorkosigan.
—Siempre he pensado que los creyentes eran más implacables que los ateos —dijo Ezar Vorbarra.
—Si piensas que es un error es una cosa —le dijo Cordelia a Vorkosigan—. Tal vez esa es la prueba. Pero si sólo es miedo al fracaso… no tienes derecho a rechazar el regalo.
—Es un trabajo imposible.
—Eso pasa, a veces.
Él la llevó, en silencio hasta los ventanales.
—Cordelia… no tienes ni idea de qué tipo de vida será. ¿Crees que nuestros hombres públicos se rodean de hombres de armas por gusto? Si tienen un momento de tranquilidad, es al coste de la vigilancia de veinte hombres. No tienen ningún tipo de paz privada. Tres generaciones de emperadores se han desgastado intentando desenmarañar la violencia que es nuestra forma de ser, y aún no hemos terminado. No tengo el orgullo desmedido de pensar que puedo tener éxito donde él ha fracasado. —Sus ojos fluctuaron en la dirección de la gran cama.
Cordelia sacudió la cabeza.
—El fracaso no me asusta tanto como antes. Pero voy a citarte una cosa: «El exilio, por ningún otro motivo que la tranquilidad, sería la última derrota, sin ninguna semilla de victoria futura.» Creo que el hombre que dijo esas palabras entendía algo.
Vorkosigan volvió la cabeza y contempló la nada.
—No es del deseo de tranquilidad de lo que hablo ahora. Es del miedo. Terror puro y duro. —Le sonrió con tristeza—. Sabes, antes me consideraba un hombre intrépido, hasta que te conocí y redescubrí las preocupaciones. Había olvidado lo que significa tener tu corazón puesto en el futuro.
—Sí, yo también.
—No tengo que aceptarlo. Lo puedo rechazar.
—¿Puedes?
Se miraron a los ojos.
—No es la vida que esperabas cuando saliste de la Colonia Beta.
—No vine por una vida. Vine por ti, ¿Lo quieres?
Él se rió, tembloroso.
—Dios, qué pregunta. Es la oportunidad de toda una vida. Sí. Lo quiero. Pero es veneno, Cordelia. El poder es una droga mala. Mira lo que le ha hecho a él. Una vez estuvo cuerdo, y fue feliz. Creo que podría rechazar casi cualquier otra oferta sin pestañear.
Vortala se apoyó ostentosamente en su bastón, y llamó desde el otro lado de la habitación.
—Decídete, Aral. Están empezando a dolerme las piernas. No entiendo a qué viene tanta delicadeza… es un trabajo por el que un montón de hombres estarían dispuestos a matar, Y a ti te lo ofrecen gratis.
Sólo Cordelia y el emperador supieron por qué Vorkosigan soltó una carcajada. Suspiró, miró a su señor, y asintió.
—Bien, viejo. Sabía que encontrarías un modo de gobernar desde la tumba.
—Sí. Tengo pensado atormentarte continuamente. —Se produjo un breve silencio mientras el emperador digería su victoria—. Tendrás que empezar agrupando a tu personal inmediatamente. Voy a encargar al capitán Negri la seguridad de mi nieto y de la princesa. Pero pensé que tal vez te gustaría tener al comandante Illyan para ti.
—Sí. Creo que nos llevamos muy bien. —Una idea agradable pareció iluminar de pronto el oscuro rostro de Vorkosigan—. Y conozco al hombre adecuado para el trabajo de secretario personal. Necesitará ser ascendido… a teniente.
—Vortala se encargará en tu nombre. —El emperador se tumbó, cansado, y volvió a aclararse la garganta de flema otra vez, los labios plomizos—. Encargaos de todo. Creo que será mejor que llaméis al doctor.
Los despidió con el gesto cansado de una mano.
Vorkosigan y Cordelia salieron de la Residencia Imperial al aire cálido de la tarde de verano, suave y gris por la humedad del río cercano. Los seguían sus nuevos guardaespaldas, esbeltos en sus uniformes negros. Habían mantenido una larga reunión con Vortala, Negri e Illyan. A Cordelia la cabeza le daba vueltas por el número y detalle de los temas tratados. Vorkosigan, advirtió con envidia, parecía no tener ningún problema para adaptarse; de hecho, él marcó el ritmo.
Su rostro parecía concentrado, más enérgico de lo que Cordelia lo había visto desde que llegó a Barrayar, lleno de una tensión ansiosa. Está vivo otra vez, pensó ella. Mira hacia fuera, no hacia dentro; hacia delante, no atrás. Como la primera vez que lo vi. Me alegro. Sean cuales sean los riesgos.
Vorkosigan chasqueó los dedos y dijo, críptico:
—Los galones. Primera parada, la Casa Vorkosigan.
Habían pasado ante la residencia oficial del conde en su último viaje a Vorbarr Sultana, pero era la primera vez que Cordelia entraba en ella. Vorkosigan subió de dos en dos los escalones de las amplias escaleras circulares hasta llegar a su habitación. Era una gran sala, sencillamente amueblada, que daba al jardín trasero. A Cordelia le recordó su propia habitación en el apartamento de su madre, por su frecuente y prolongada falta de ocupación, y las capas arqueológicas de pasiones pasadas guardadas en armarios y cajones.
Como era de esperar, había pruebas de su interés por todo tipo de juegos de estrategia, y de historia civil y militar. Lo más sorprendente fue un portafolios de dibujos a plumilla que apareció mientras rebuscaba en un cajón lleno de medallas, recuerdos y pura basura.
—¿Los hiciste tú? —preguntó Cordelia con curiosidad—. Son bastante buenos.
—Cuando era un chaval —explicó él, todavía buscando—. Y algo más tarde. Lo dejé cuando tenía veintitantos años. Demasiado ocupado.
Su colección de medallas de campaña mostraba una historia peculiar. Las primeras estaban cuidadosamente colocadas y exhibidas sobre terciopelo verde, con notas adjuntas. Las posteriores y más grandes estaban apiladas en una jarra. Una, que Cordelia reconoció como una alta condecoración barrayaresa al valor, estaba suelta en el fondo de un cajón, con el lazo arrugado y enmarañado.
Se sentó en la cama y repasó el portafolios. Eran estudios arquitectónicos meticulosos, pero también había algunos estudios de figuras y retratos realizados con un estilo menos afianzado. Había varios dibujos de una joven de belleza sorprendente, pelo corto y rizado, vestida y desnuda, y Cordelia vio con sorpresa, por las notas que había en ellos, que se trataba de la primera esposa de Vorkosigan. También había tres estudios de un joven sonriente llamado «Ges» que le resultó dolorosamente familiar. Le añadió mentalmente veinte kilos y veinte años, y la habitación pareció tambalearse cuando reconoció al almirante Vorrutyer. Cerró el portafolios en silencio.
Vorkosigan encontró por fin lo que estaba buscando: un par de viejos galones rojos de teniente.
—Bien. Era más rápido que ir al cuartel general.
En el Hospital Militar Imperial los detuvo un enfermero.
—¿Señor? La hora de visita ha terminado, señor.
—¿No ha llamado nadie del cuartel general? ¿Dónde está ese cirujano?
El cirujano de Koudelka, el hombre que lo había atendido con el tractor manual durante la primera visita de Cordelia, fue localizado por fin.
—Almirante Vorkosigan, señor. No, naturalmente que las horas de visita no se aplican a él. Gracias, cabo, puede retirarse.
—No vengo a hacer ninguna visita esta vez, doctor. Asunto oficial. Pretendo relevarle de su paciente esta noche, si es físicamente posible. Koudelka ha sido reasignado.
—¿Reasignado? ¡Pero si le van a dar la baja dentro de una semana! ¿Reasignado a qué? ¿No ha leído nadie mis informes? Apenas puede caminar.
—No lo necesitará. Su nueva misión es trabajo de despacho. Confío en que sus manos funcionen.
—Bastante bien.
—¿Queda por hacerle algún trabajo médico?
—Nada importante. Unas últimas pruebas. Lo estaba reteniendo hasta final de mes, para que pudiera completar su cuarto año. Pensé que eso le ayudaría un poco con su pensión.
Vorkosigan rebuscó entre papeles y discos, y le tendió al doctor los pertinentes.
—Tome. Meta esto en su ordenador y firme el alta. Venga, Cordelia, vamos a darle una sorpresa. —Parecía más feliz de lo que había estado en todo el día.
Entraron en la habitación de Koudelka y lo encontraron vestido con un uniforme negro de diario, debatiéndose con un ejercicio de coordinación terapéutica manual y maldiciendo entre dientes.
—Hola, señor —saludó a Vorkosigan, ausente—. El problema con este maldito sistema nervioso de papel de aluminio es que no se le puede enseñar nada. La práctica sólo ayuda a las partes orgánicas. Juro que algunos días me dan ganas de darme cabezazos contra la pared. —Renunció al ejercicio con un suspiro.
—No lo hagas. Te hará falta la cabeza en los días por venir.
—Supongo. De todas formas, nunca fue mi mejor parte. —Contempló, abstraído y abatido, el tablero, y luego se acordó de estar alegre ante su comandante. Al alzar la cabeza, advirtió la hora que era—. ¿Qué está haciendo aquí a esta hora, señor?
—Asuntos. ¿Cuáles son tus planes para las próximas semanas, alférez?
—Bueno, van a darme de baja la semana que viene, ya sabe. Me iré a casa una temporada. Luego empezaré a buscar trabajo, supongo. No sé de qué clase.
—Lástima —dijo Vorkosigan, manteniendo la cara seria—. Odio tener que alterar tus planes, teniente Koudelka, pero has sido reasignado.
Y colocó sobre la mesilla de noche, en orden, como si fuera una mano de cartas, las órdenes recién emitidas para Koudelka, su ascenso, un par de galones rojos.
Cordelia nunca había disfrutado más de la alegría del rostro de Koudelka. Era un estudio de asombro y esperanza. Tomó las órdenes con cuidado y las leyó.
—¡Oh, señor! ¡Sé que no es una broma, pero tiene que tratarse de un error! Secretario personal del regente electo… no sé nada de ese trabajo. Es un trabajo imposible.
—Sabe, eso es exactamente lo que el regente electo dijo sobre su trabajo, cuando se lo ofrecieron por primera vez —dijo Cordelia—. Supongo que los dos tendrán que aprenderlo juntos.
—¿Cómo me ha elegido a mí? ¿Me recomendó usted, señor? Ahora que lo pienso… —repasó las órdenes, leyéndolas una y otra vez—, ¿quién va a ser el regente?
Alzó los ojos hacia Vorkosigan e hizo la conexión por fin.
—Dios mío —susurró. No sonrió y le felicitó, como Cordelia pensó que iba a hacer, sino que pareció bastante serio—. Es… es un trabajo infernal, señor. Pero creo que el Gobierno ha hecho por fin algo bien. Me sentiré orgulloso de servir de nuevo a sus órdenes. Gracias.
Vorkosigan asintió, mostrando su acuerdo y aceptación.
Koudelka sonrió al recibir la orden de ascenso.
—Gracias también por esto, señor.
—No me des las gracias tan pronto. Pienso hacer que sudes sangre a cambio.
La sonrisa de Koudelka se hizo más amplia.
—Nada nuevo en eso. —Luchó torpemente con las insignias.
—¿Puedo hacerlo yo, teniente? —preguntó Cordelia. Él alzó la cabeza, a la defensiva—. Será un placer para mí —añadió.
—Sería un honor, milady.
Cordelia se las colocó en el cuello, con mucho cuidado, y dio un paso atrás para admirar su trabajo.
—Enhorabuena, teniente.
—Mañana podrás conseguir unas nuevas —dijo Vorkosigan—. Pero pensé que éstas valdrían por hoy. Voy a sacarte de aquí ahora mismo. Te llevaremos a la residencia del conde, mi padre, porque el trabajo empieza mañana al amanecer.
Koudelka acarició los rectángulos rojos.
—¿Eran sus galones, señor?
—Lo fueron. Espero que no te den mi suerte, que siempre fue mala, pero… llévalos con buena salud.
Koudelka asintió, y sonrió. Estaba claro que consideraba el gesto de Vorkosigan profundamente significativo, y que excedía su capacidad de hablar. Pero los dos hombres se entendían perfectamente bien sin palabras.
—Creo que no quiero unos galones nuevos, señor. La gente pensaría que fui alférez hasta ayer.
Más tarde, acostada en la oscuridad de la habitación de Vorkosigan, en la casa del conde, Cordelia recordó algo.
—¿Qué le dijiste de mí al emperador?
Él se agitó junto a ella, y le cubrió tiernamente el hombro desnudo con la sábana.
—¿Mm? Oh, eso —vaciló—. Ezar me estuvo preguntando por ti, en nuestra discusión acerca de Escobar. Dio a entender que habías influido en mi valor, para mal. Entonces no sabía si volvería a verte o no. Él quiso saber qué vi en ti. Le dije… —hizo una pausa, y luego continuó, casi tímidamente—, que vertías honor a tu alrededor, como una fuente.
—Qué extraño. No me siento llena de honor, ni de nada más, excepto tal vez confusión.
—Por supuesto que no. Las fuentes no se quedan con nada para sí mismas.