9

Encontré a Roger y a Bill mordiéndose las uñas en el salón superior de Bonforte. En el mismo instante en que entré en la habitación, Corpsman se lanzó contra mí.

—¿Dónde demonios ha estado?

—Con el Emperador —contesté fríamente.

—Ha tardado cinco o seis veces más de lo que debía.

No me molesté en contestarle. Desde la discusión sobre el asunto del discurso, Corpsman y yo habíamos trabajado juntos, pero no era más que un matrimonio de conveniencia, sin una pizca de amor. Cooperamos mutuamente, pero no llegamos a enterrar el hacha de guerra… a menos que fuese en mi espalda. No hice ningún esfuerzo para reconciliarnos y tampoco veía ninguna razón para hacerlo… en mi opinión, sus padres se habían conocido brevemente en un baile de carnaval.

No creo que sea una buena política el pelearse con los otros miembros de la compañía, pero la única forma en que Corpsman parecía dispuesto a aceptarme era como a un criado, con el sombrero en la mano y muy humildemente, señor. No estaba dispuesto a complacerle en aquel punto, ni siquiera para mantener la paz. Yo era un profesional, contratado para realizar un trabajo profesional, en extremo difícil, y a los profesionales no se les hace entrar por la escalera de servicio: se les trata con respeto.

De modo que ignoré su pregunta y le pregunté a Roger:

—¿Dónde está Penny?

—Con él. También están allí Dak y el doctor, en este momento.

—¿Está él aquí?

—Sí—Clifton vaciló—. Le hemos puesto en lo que se supone es el dormitorio de la esposa. Era el único sitio donde podemos mantener el secreto y seguir dándole los cuidados que necesita. Espero que no le importe.

—Nada de eso.

—No le causará ninguna molestia. Los dos dormitorios están unidos, como quizá ha visto, únicamente a través del tocador, y hemos cerrado esa puerta. Es a prueba de sonidos.

—Me parece un buen arreglo. ¿Cómo se encuentra?

Clifton frunció el ceño.

—Mejor, mucho mejor… en general. Está en posesión de sus facultades la mayor parte del tiempo —hizo una pausa—. Puede ir a verle, si gusta.

Yo hice una pausa aún más larga.

—¿Cuándo cree el doctor Capek que estará en condiciones de presentarse en público?

—Es difícil de decir. No cree que tarde mucho.

—¿Cuánto? ¿Tres o cuatro días? ¿Lo bastante pronto como para que podamos cancelar todos nuestros compromisos y hacerme desaparecer? Roger, no sé cómo explicarlo, pero, aunque me gustaría mucho visitarle y ofrecerle mis saludos, no creo que deba verle hasta después de que haya hecho mi última presentación en público. Puede hacer fracasar mi caracterización.

Yo había cometido el terrible error de ir al funeral de mi padre; durante muchos años después, cuando pensaba en él, le veía siempre en el ataúd. Sólo muy lentamente pude recuperar la verdadera imagen… el hombre viril y dominante que me había criado con mano firme y que me enseñó mi oficio. Tenía miedo de que me sucediera algo semejante con Bonforte; ahora yo estaba representando a un hombre sano, en la plenitud de sus fuerzas, en la forma en que le había visto en sus numerosos rollos de estereocine. Temía que si le veía enfermo, aquel recuerdo haría confusa y vacilante mi falsa personalidad.

—No insisto —contestó Clifton—. Usted sabe lo que es mejor. Es posible que podamos evitar el que usted tenga que volver a aparecer en público, pero quiero mantenerle en reserva y dispuesto para presentarse, hasta que se haya recobrado por completo.

Casi se me escapó que también el Emperador quería que se hiciera de aquel modo. Pero me contuve… La impresión de que el Emperador descubriera mi papel me había hecho perder la serenidad. Pero aquella idea me hizo recordar un asunto que estaba sin terminar.

—Aquí está la lista aprobada para las agencias de noticias. Bill. Ya verá que se ha hecho un cambio… De La Torre por Braun.

—¿Qué?

—Jesús De La Torre por Lothar Braun. Así lo quiere el Emperador.

Clifton pareció asombrado; Corpsman, asombrado y furioso.

—¿Qué tiene que ver él con esto? No tiene ningún derecho a opinar.

Clifton dijo largamente:

—Bill tiene razón, Jefe. Como abogado especialista en Ley constitucional puedo asegurarle que la confirmación del Soberano es puramente nominal. No debió permitirle que hiciera ningún cambio.

Me sentí a punto de gritarles que se fueran al diablo, y sólo la superpuesta personalidad de Bonforte me salvó de ello. Había tenido un día agotador, y a pesar de una brillante actuación, el inevitable desastre me había alcanzado por fin. Quería decirle a Roger que si Willem no hubiera sido en realidad un gran hombre, un Rey en el verdadero sentido de la palabra, todos estaríamos perdidos… sencillamente porque no se me habían dado todas las respuestas necesarias. Pero en vez de ello contesté:

—Ya está hecho y así quedará.

Corpsman saltó:

—¡Eso es lo que usted cree! He dado la lista a los periodistas hace dos horas. Ahora tendrá que ir allí y arreglar las cosas. Roger, será mejor que llames al Palacio en el acto y…

—¡Quieto!—estallé.

Corpsman se calló. Luego continué en voz baja:

—Roger, desde un punto de vista legal es posible que tenga razón. No puedo decirlo. Pero sí puedo decir que el Emperador se creyó con derecho a objetar el nombramiento de Braun. Ahora, si uno de ustedes quiere ir a ver al Emperador a discutir con él, puede hacerlo. Pero yo no voy a ninguna parte. Voy a sacarme de encima esta anacrónica camisa de fuerza, quitarme los zapatos y beberme un whisky doble. Después me iré a la cama.

—Un momento, Jefe —objetó Clifton—. Tenemos una emisión de cinco minutos en la cadena de estereovisión para proclamar el nuevo Gabinete.

—Usted puede hacerlo. Usted es el viceprimer ministro en el nuevo Gobierno.

Clifton parpadeó:

—De acuerdo.

Corpsman insistió:

—¿Qué hay de lo de Braun? Tenemos un compromiso con él.

Clifton le miró pensativo.

—No es ningún escrito que yo haya visto, Bill. Sencillamente le preguntamos si estaba dispuesto a aceptar el cargo, como a todos los demás. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Desde luego. Pero es lo mismo que un compromiso.

—No hasta que se anuncie oficialmente, por lo menos.

—Pero la lista ya se ha hecho pública, ya lo he dicho. Hace dos horas.

—Mmmm… Bill, me temo que tendrás que volver a llamar a los muchachos y decirles que cometiste un error. O yo les llamaré y les diré que debido a un error se les ha entregado una lista preliminar antes de que el señor Bonforte la aprobase. Pero tenemos que corregirla antes de la emisión radiada.

—¿Quieres decir que vas a permitir que él se salga con la suya?

Por él, creo que Bill se refería a mí en vez de a Willem, pero la contestación de Clifton asumía lo contrario.

—Sí, Bill. Éste no es el momento para entablar una discusión constitucional. El asunto no lo merece. De manera que, ¿quieres redactar la rectificación? ¿O lo hago yo?

La expresión de Corpsman me hizo recordar la de un gato que se somete a lo inevitable… por el mínimo margen. Su rostro se endureció, luego se encogió de hombros y contestó:

—Yo lo haré. Quiero asegurarme que se redacta en forma adecuada, de modo que podamos salvar todo lo posible de este lío.

—Gracias, Bill —contestó Roger suavemente.

Corpsman dio media vuelta para marcharse. Yo le llamé:

—¡Bill! Ya que va a hablar con los periodistas, tengo otra noticia para ellos.

—¿Qué quiere ahora?

—No mucho —la verdad es que de repente me sentí agotado y disgustado con mi papel y con las tensiones que creaba—. Sólo dígales que Bonforte se encuentra resfriado y su médico le ha ordenado un reposo en cama. Ya he aguantado demasiado.

—Creo que diré que es una pulmonía —masculló Corpsman.

—Lo que quiera.

Cuando hubo desaparecido, Roger se volvió hacia mí y dijo:

—No permita que estas cosas le alteren, Jefe. En nuestro negocio hay días mejores que otros.

—Roger, me pondré realmente enfermo. Puede decirlo en el estéreo de esta noche.

—¿Entonces?

—Me voy a la cama y me quedaré allí. No hay ninguna razón que impida que Bonforte pueda tener un resfriado hasta que esté dispuesto a volver al trabajo en persona. Cada vez que aparezco en público aumenta la probabilidad de que alguien se dé cuenta de algo raro… y cada vez que me presento en mi papel de Bonforte ese envenenado Corpsman encuentra algo que criticar. Un artista no puede ofrecernos su mejor trabajo si tiene alguien a su alrededor molestándole continuamente. De modo que dejemos las cosas como están y que bajen ya el telón.

—Tómelo con calma, Jefe. Tendré a Corpsman apartado de ahora en adelante. Aquí no hay necesidad de que nos tropecemos a cada momento como en la nave.

—No, Roger, estoy decidido. ¡Oh!, no le dejaré plantado. Me quedaré aquí hasta que Bonforte pueda levantarse, en caso de que se presente alguna emergencia realmente importante —me acordaba de que el Emperador había dicho que siguiera con mi trabajo y había quedado convencido que yo lo haría—; pero creo que será mejor que me retire por unos cuantos días. Hasta ahora hemos tenido éxito, ¿no es cierto? ¡Oh!, claro que ellos lo saben… alguien lo sabe… que Bonforte no era el hombre que asistió a la ceremonia de adopción: pero no se atreverán a publicarlo a los cuatro vientos, ni tampoco pueden probarlo aunque quisieran. Las mismas personas pueden sospechar que fue un doble el que asistió a la audiencia real de hoy, pero no lo saben, no pueden estar seguros de ello… porque siempre cabe la posibilidad de que Bonforte se haya recobrado con bastante rapidez para acudir hoy en persona. ¿De acuerdo?

El rostro de Clifton adquirió una expresión extraña y vacilante.

—Me temo que deben estar seguros de que fue un doble, Jefe.

—¿Eh?

—Hemos disfrazado un poco la verdad para impedir que se pusiera nervioso, Jefe. El doctor Capek estaba seguro desde el momento en que lo examinó por primera vez de que sólo un milagro podía hacer que hoy pudiera presentarse a la audiencia. La gente que le administró la droga también tiene que saberlo.

Arrugó el ceño.

—¿Entonces antes me engañaron cuando me dijeron que estaba mucho mejor? ¿Cómo se encuentra, Roger? Dígame la verdad.

—En esta ocasión le decía la verdad, Jefe. Por eso sugerí que fuese a verle… mientras que antes me sentía satisfecho con su repugnancia a visitarle —y añadió—: Quizá será mejor que ahora le vea y hable con él.

—Mmmm… no —mis razones para no verle aún tenían validez; si tenía que seguir con el papel no quería que mi subconsciente me jugase una mala pasada. El papel exigía un hombre sano—. Mire, Roger, lo que he dicho antes aún se aplica con más fuerza en vista de lo que acaba de contarme. Si ellos pueden estar razonablemente seguros de que hoy fue un doble el que se presentó ante el Emperador, entonces no podemos atrevernos a otra actuación. Hoy les cogimos por sorpresa… o quizá les fue imposible el desenmascararme, en vista de las circunstancias. Pero eso no será siempre. Pueden preparar alguna trampa, alguna prueba que me sea imposible evitar y entonces… ¡buuum! Ahí será donde estalle la bomba —reflexioné por un momento—. Será mejor que siga enfermo durante todo el tiempo necesario. Bill tenía razón; lo mejor es una pulmonía.

Tal es el poder de la autosugestión, que a la mañana siguiente me desperté con la nariz irritada y la garganta congestionada. El doctor Capek vino a verme y me recetó alguna medicina; a la hora de cenar me sentía mucho mejor, a pesar de lo cual el doctor publicó boletines sobre “la infección por virus del señor Bonforte”. Las ciudades herméticas y con aire acondicionado de la Luna, siendo lo que son, nadie se mostró muy deseoso de exponerse a una enfermedad propagada por el aire; nadie hizo ningún esfuerzo por atravesar la barrera de mis ayudantes. Durante cuatro días no hice más que descansar y leer los libros de la biblioteca de Bonforte, tanto sus propias obras como muchos de sus otros libros… Descubrí que la política y la economía pueden ser temas de lectura muy interesantes; nunca me habían atraído hasta aquel momento. El Emperador me envió flores del invernadero real… ¿o quizás no eran para mí?

No importa. Descansé y me complací en el lujo de volver a ser Lorenzo, o hasta el sencillo Lorenzo Smythe. Observé que volvía a adoptar mi falsa personalidad de forma automática cada vez que entraba alguien, pero eso no podía evitarlo. En realidad no era necesario; no vi a nadie excepto a Penny y al doctor Capek, salvo una visita que me hizo Dak.

Pero hasta el nirvana puede llegar a cansar. Al cuarto día me sentía tan cansado de aquella habitación como si se tratase de la antesala de un empresario, y tenía la sensación de estar abandonado por todos. Nadie se preocupaba de mí; las visitas de Capek habían sido breves y estrictamente profesionales, y las de Penny fueron pocas y espaciadas. Había dejado de llamarme “señor Bonforte”.

Cuando Dak se presentó, me sentí encantado de verle.

—¡Dak! ¿Qué hay de nuevo?

—Nada de particular. He estado tratando de reabastecer al Tom Payne con una mano mientras ayudo a Roger en su trabajo político con la otra. La organización de esta campaña va a darle úlceras —se sentó en la cama—. ¡Política, bah!

—¡Hummm!… Dak, ¿cómo llegó a mezclarse con todo esto? A primera vista, creería que los pilotos deben de ser tan poco políticos como actores de teatro. Especialmente usted.

—Lo son y no lo son. La mayor parte de las veces les importa un comino quién manda en el Gobierno, mientras puedan seguir llevando esas chatarras por el cielo. Pero para que las naves vuelen necesitan carga, y la carga significa comercio, y el comercio provechoso quiere decir comercio libre, con derecho para ir a cualquier parte, sin áreas restringidas ni tonterías de aduanas. ¡Libertad! Y ahí tiene; ya estamos metidos en política. En cuanto a mí, yo vine aquí la primera vez para hacer presión en la aprobación de la Ley del “viaje continuo”, de manera que las mercancías en el comercio triangular no tuvieran que pagar aduanas dos veces. Fue uno de los proyectos de Bonforte, desde luego. Una cosa llevó a otra y aquí estoy, Capitán de su yate durante los últimos seis años y representando a mi Gremio desde las últimas elecciones generales —suspiró—. Ni yo mismo sé cómo sucedió.

—Supongo que estará deseoso de abandonar todo esto. ¿Piensa presentarse a la reelección?

Me miró sorprendido.

—Hermano, hasta que no haya estado metido en política no puede decir que haya vivido.

—Pero antes dijo que…

—Ya sé lo que dije. Es duro y a veces sucio y siempre un trabajo pesado y lleno de detalles aburridos. Pero es el único deporte para personas mayores. Todo lo demás es para chicos. Todos ellos —se puso en pie—. Tengo que marcharme.

—¡Oh, quédese un rato!

—No puedo. La Asamblea Interplanetaria se reúne mañana y tengo que ayudar a Roger. No debí haber venido aquí a pasar este rato.

—¿Es cierto? No lo sabía.

Conocía que la Asamblea, la Asamblea saliente, desde luego, debía reunirse por última vez para aceptar el Gobierno regente. Pero no había pensado en ello. Era una cuestión de rutina, tan sencilla como presentar la lista al Emperador.

—¿Cree que él podrá presentarse?

—No. Pero no se preocupe por eso. Roger presentará sus excusas a la Asamblea por su ausencia… quiero decir la de él… y pedirá que se le conceda la representación in absentis, mediante el procedimiento de no ha lugar. Luego leerá el discurso del Ministro Supremo entrante… Bill está trabajando en eso en este momento. Después, con su propia personalidad, presentará una moción para que el Gobierno quede confirmado. Se le apoyará. No habrá debate. La moción quedará aprobada. Se levanta la sesión… y todo el mundo sale corriendo para sus casas y a empezar a prometer a los votantes dos mujeres para cada uno y cien imperiales cada lunes por la mañana. Un asunto de rutina —luego añadió—: ¡Oh, sí! Algún miembro del Partido de la Humanidad presentará una propuesta de simpatía y para que se le envíe una cesta de flores, lo cual será aprobado en medio de muchos aplausos hipócritas. Preferirían enviarla al funeral de Bonforte.

Hizo una mueca.

—¿Es algo tan sencillo? ¿Qué sucederá si se niegan a aceptar la representación in absentis? Tenía entendido que la Asamblea no aceptaba los votos por delegación.

—Es cierto, en todos los asuntos corrientes. O no se cuenta o uno tiene que presentarse para votar. Pero esta vez se trata de parar la maquinaria parlamentaria. Si no permiten que aparezca por delegación mañana, tendrán que esperar por aquí hasta que se ponga bueno antes de que puedan levantar la sesión y dedicarse al asunto mucho más importante de hipnotizar a los votantes. En realidad la Asamblea se ha estado reuniendo cada día y levantando la sesión por falta de quórum, desde la dimisión de Quiroga. Esta Asamblea está más muerta que el fantasma de Hamlet, pero tenemos que enterrarla de acuerdo con la Constitución.

—De acuerdo…, pero supongamos que algún idiota se opone.

—Nadie lo hará. ¡Oh! podría forzar una crisis de Gobierno. Pero no sucederá.

Ninguno de los dos dijo nada más. Dak no hizo ningún movimiento para marcharse.

—Dak, ¿las cosas serían más sencillas si yo me presentase y pronunciase ese discurso?

—¡Caramba! Creía que ya habíamos discutido ese punto. Usted mismo ha decidido que no debíamos arriesgarnos a otra actuación a menos que se declarase fuego en la casa. En general, estoy de acuerdo con usted. Ya sabe aquello del cántaro y la fuente.

—Sí. Pero eso no será más que un paseo, ¿no es así? ¿Con los movimientos tan concretos como en el teatro? ¿Hay alguna posibilidad de que alguien se presente con alguna sorpresa que no sepa cómo contestar?

—Pues, no. De ordinario se esperaría que hablase con los chicos de la prensa, después de la reunión, pero su reciente enfermedad nos servirá de excusa. Podemos hacerle pasar por un túnel reservado y evitar el encontrarnos con los periodistas —sonrió e hizo un gesto—. Bien, siempre existe la posibilidad de que algún loco en las galerías del público haya conseguido entrar una pistola… Bonforte siempre se refería a ese lugar como la galería de tiro al blanco, después de que le hirieron la pierna desde allí.

La pierna empezó a dolerme de repente.

—¿Es que trata de asustarme?

—No.

—Pues tiene un modo raro de darme ánimos. ¿Quiere que haga ese trabajo mañana? ¿O no?

—Naturalmente que quiero. ¿Por qué demonios piensa que he venido aquí en un día tan ajetreado como hoy? ¿Para charlar un rato?

El Presidente pro tempore golpeó con su martillo, el Capellán pronunció una oración que evitaba cuidadosamente cualquier diferencia entre una y otra religión… y todo el mundo calló. Los escaños estaban medio vacíos pero la galería estaba atestada de turistas.

Escuchamos la llamada ceremonial amplificada por los altavoces; el Sargento de Armas corrió con su maza hasta la puerta. Tres veces el Emperador exigió que se le franquease la entrada y tres veces se le negó. Luego solicitó que se le concediera este privilegio y le fue concedido por aclamación. Nos pusimos en pie mientras Willem ocupaba su asiento detrás y un poco más arriba del Presidente. Llevaba el uniforme de Almirante General y no le acompañaba su séquito, excepto el Presidente y el Sargento de Armas.

Entonces coloqué mi varilla marciana debajo del brazo y me puse en pie en mi asiento del primer banco, dirigiéndome al Presidente de la Asamblea como si el Soberano no estuviese presente. Pronuncié mi discurso, que no era el mismo que Corpsman había escrito; aquél había ido a la papelera tan pronto como le puse la vista encima. Bill había preparado un discurso con vistas a la campaña electoral; y aquél no era el momento ni el lugar para ello.

El mío era mucho más corto, imparcial y escogido de las obras de Bonforte, era en realidad una paráfrasis del discurso que pronunció Bonforte en otra ocasión en que formó Gobierno regente. Me mostré partidario decidido de buenas carreteras y buenos puentes y deseé que todos se amasen los unos a los otros del mismo modo que nosotros, los buenos demócratas, amamos a nuestro soberano y él nos quiere a nosotros. Era un poema en verso de unas quinientas palabras, y si me aparté del discurso original de Bonforte, es que me equivoqué al recitar mi papel.

Tuvieron que imponer orden en la sala.

Roger se levantó y presentó una moción para que se confirmaran los nombres que yo había mencionado en mi discurso… Fue apoyado sin objeciones y el secretario sacó una bola blanca. Mientras atravesaba el pasillo central, seguido por un miembro de mi partido y otro de la oposición, pude ver como muchos de los asistentes miraban sus relojes como si se preguntasen si tendrían tiempo de alcanzar el cohete de enlace del mediodía.

Juré lealtad a mi Soberano, sujeto a las limitaciones constitucionales, jurando defender y continuar los derechos y privilegios de la Asamblea Interplanetaria, proteger las libertades de los ciudadanos del Imperio en cualquier lugar en que se hallasen… e incidentalmente cumplir con mis deberes como Ministro Supremo de Su Majestad. El Capellán se equivocó una vez al leer el juramento, pero yo le corregí.

Pensé que lo estaba haciendo en forma excelente para ser una función de despedida… cuando me di cuenta de que estaba llorando de tal forma que casi no veía nada. Cuando terminé, Willem me dijo en voz baja:

—Un buen discurso, Joseph.

No sé si se refería a mí o a su viejo amigo… pero no me importó. No quise ocultar mis lágrimas; dejé que corriesen por mis mejillas mientras me volvía a la Asamblea. Esperé que Willem se marchase y luego levanté la sesión.

La Compañía de Transportes Diana Ltd, puso en servicio cuatro cohetes de enlace aquella tarde. New Batavia quedó desierta… es decir, desierta excepto por la Corte y un millón más o menos de carniceros, panaderos, fabricantes de cirios y empleados del Estado… y además un Gobierno provisional.

Como ya estaba repuesto de mi resfriado, después de aparecer públicamente ante la Asamblea Interplanetaria, ya no parecía lógico que siguiera escondiéndome. Como Ministro Supremo no era posible, sin causar muchos comentarios el que no se me viese nunca; como jefe nominal de un partido político a punto de entrar en una campaña electoral, me veía obligado a recibir a muchas personas… por lo menos a bastantes. De modo que hice lo que tenía que hacer y todos los días recibía un informe de los progresos de Bonforte hacia su recuperación. Sus progresos eran alentadores, aunque lentos. Capek me informó que ya era posible, si resultaba absolutamente necesario, el que se presentara en público en cualquier momento… pero aconsejó que no se hiciera; había perdido casi diez kilos y su coordinación era pobre.

Roger hizo todo lo posible para protegernos a los dos. El señor Bonforte sabía que estábamos usando un doble en su lugar, y después de un acceso de indignación había comprendido la necesidad de hacerlo y lo había aprobado. Roger llevaba la campaña, consultándole sólo en cuestiones de alta política y luego pasándome las soluciones a mí para publicarlas cuando era necesario.

Pero la protección que se me concedía era grande; era tan difícil verme como a un importante agente teatral. Mi oficina estaba situada dentro de la montaña, detrás de los departamentos del jefe de la oposición (no nos habíamos trasladado a las habitaciones más lujosas del Ministro Supremo; aunque era legal el hacerlo, no era lo acostumbrado durante un Gobierno regente), y podía llegar allí directamente desde mis salones inferiores, pero para que un hombre pudiera verme tenía que pasar por lo menos por cinco puntos de control… excepto los visitantes distinguidos que eran conducidos directamente por un túnel especial hasta el despacho de Penny y desde allí al mío.

Aquella organización significaba que tenía tiempo de estudiar la ficha Farley de cualquiera que viniese a verme antes de que llegase a mi presencia. Inclusive podía tenerla a la vista mientras le recibía, gracias a que mi mesa de despacho tenía una pantalla oculta que el visitante no podía ver y que podía ser eliminada en el acto si resultaba ser uno de aquellos a los que les gustaba caminar mientras hablaba. La pantalla tenía otros usos prácticos; Roger podía conceder al visitante el tratamiento distinguido, conduciéndole directamente a mi despacho y luego dejándonos solos… pero pasando por la oficina de Penny para transmitirme una nota por la pantalla; observaciones o comentarios tales como: “Déle un beso y no le prometa nada” o “Todo lo que quiere es que su esposa sea presentada en la Corte” o hasta “Tenga cuidado con éste. Representa un distrito “difícil” y es más listo de lo que parece. Pásemelo a mí y yo me arreglaré con él”.

Nunca llegué a saber quién dirigía el Gobierno. Probablemente los subsecretarios de carrera. Todas las mañanas encontraba una pila de papeles en mi mesa; yo los firmaba con la gruesa escritura de Bonforte y luego Penny se los llevaba. Nunca tuve tiempo para leerlos. El inmenso volumen de la maquinaria imperial me asombraba. Una vez, tuvimos que asistir a una reunión fuera de nuestras oficinas, y Penny me llevó por un atajo a través de los Archivos; kilómetros y kilómetros de interminables estanterías, cada una de ellas abarrotada de cajas de microfilms y todas provistas de cintas transportadoras que se deslizaban delante de las estanterías de modo que el empleado no tuviera que pasar todo el día para ir a buscar una carpeta.

Sin embargo, Penny me dijo que sólo me había mostrado una sección de los Archivos. Sólo el índice, me explicó, ocupaba una caverna del tamaño de la Asamblea Interplanetaria. Me hizo sentirme satisfecho que la Administración Civil no fuera mi profesión sino un pasatiempo pasajero, como si dijéramos.

El recibir a los visitantes importantes era una tarea inevitable y en general inútil, ya que Roger, o Bonforte a través de Roger, eran quienes tomaban las decisiones. Mi función más importante era la de pronunciar discursos. Se había extendido un discreto rumor de que mi médico personal temía que la infección hubiese afectado temporalmente a mi corazón y que me había aconsejado que me quedase en la baja gravedad de la Luna durante toda la campaña electoral. No me atrevía a llevar mi caracterización por una gira por las principales ciudades de la Tierra y mucho menos hacer el viaje a Venus; el archivo Farley seria inútil si intentaba entrar en contacto con grandes multitudes, sin mencionar los riesgos desconocidos que entrañaban los posibles ataques de las bandas de Activistas… lo que yo podía decir con una dosis mínima de neodexocaína en los lóbulos frontales ninguno de nosotros quería ni imaginarlo.

Quiroga hacía propaganda en todos los continentes de la Tierra, haciendo que las emisiones de estereovisión le presentasen siempre en mítines frente a grandes multitudes. Pero aquello no parecía preocupar a Roger Clifton. Se encogió de hombros cuando lo supo y contestó: “Déjenle que haga lo que quiera. No se pueden conseguir más votos por acudir personalmente a los mítines del partido. Todo lo que se logra es agotar al orador. A esos mítines sólo van los incondicionales”.

Esperé que supiera de lo que estaba hablando. La campaña era muy breve, sólo seis semanas desde la dimisión de Quiroga hasta el día de las elecciones que él mismo había señalado antes de dimitir, y yo tenía que hablar casi cada día, bien en una gran emisión radiada en cadena con todas las emisoras en las que compartía el tiempo con equidad con el Partido de la Humanidad, o bien en discursos que luego eran enviados por avión especial y proyectados en reuniones políticas. Habíamos organizado un sistema de trabajo; se me enviaba el borrador del discurso, quizá preparado por Bill, aunque ahora no le veía nunca y yo lo adaptaba al estilo de Bonforte. Roger se llevaba el borrador corregido y generalmente lo devolvía aprobado, y de vez en cuando había correcciones con la letra de Bonforte, ahora tan temblorosa que casi era ilegible.

Nunca me permití modificar las frases que él había corregido, aunque a menudo lo hice con el resto… Cuando uno se lanza en el calor de un discurso, con frecuencia se encuentra una forma mejor y más enérgica de expresar las ideas. Empecé a darme cuenta de la naturaleza de sus correcciones; casi siempre eran supresiones de circunloquios… más duro, ¡que lo tomen o lo dejen!

Después de cierto tiempo las correcciones fueron menos. Yo me estaba compenetrando con su pensamiento.

Seguía sin haberle visto. Comprendía que no podría encarnar con eficacia su personalidad si le miraba en su lecho de enfermo. Pero yo no era el único de sus íntimos que no le visitaba; Capek se lo había prohibido a Penny… por el bien de ella. Yo no me enteré hasta mucho después. Me daba cuenta de que Penny se volvía irritable, distraída y temperamental después que llegamos a New Batavia. Tenía unas ojeras enormes… de todo lo cual yo me daba cuenta, pero lo atribuía a la tensión de la campaña, combinada con la preocupación sobre la salud de Bonforte.

Sólo tenía razón en parte. Capek comprendió la verdad y se decidió a actuar. La colocó bajo una ligera hipnosis y le hizo varias preguntas… y luego le prohibió por completo que volviera a ver a Bonforte hasta que yo hubiera terminado mi trabajo y desaparecido de la escena por entero.

La pobre muchacha se estaba volviendo loca al visitar diariamente a un enfermo del que estaba enamorada sin esperanza y luego pasando a trabajar junto a un hombre que parecía, hablaba y actuaba exactamente igual que el otro, pero que estaba sano. Probablemente empezaba a odiarme.

El buen doctor Capek llegó hasta el fondo de sus dificultades y le dio unas cuantas sugestiones poshipnóticas que la ayudaron y calmaron por completo, y desde luego, después de aquello no volvió a la habitación del enfermo. A mí no me dijeron nada; no era algo que pudiera importarme. Pero Penny se recobró completamente y de nuevo se mostró con su verdadero carácter adorable y con una asombrosa eficiencia en el trabajo.

Aquello significaba mucho para mí. Seamos sinceros; si no hubiera sido por Penny, por lo menos en dos ocasiones me habría marchado lleno de disgusto por aquella lucha de ratas callejeras.

Una de las reuniones del partido era imposible evitarla: se trataba de la Comisión Organizadora de la Campaña Electoral. Dado que el Partido Expansionista era minoritario, ya que sólo era la fracción mayor de una coalición de distintos partidos unidos únicamente por la personalidad y dirección de John Joseph Bonforte, yo no tenía otro remedio que colocarme en su lugar y verter aceite sobre las aguas agitadas por aquellas primas donnas. Se me preparó para esa ocasión con extremado cuidado, y Roger se sentaría a mi lado para ayudarme en el caso de que yo fallase en algo. Pero era un trabajo que no podía delegarse en ninguna otra persona.

Unas dos semanas antes del día de las elecciones teníamos que celebrar una reunión en la cual se repartirían los distritos “incondicionales”. Nuestra organización política siempre disponía de treinta a cuarenta distritos que podían utilizarse para hacer a alguien elegible para un cargo de Gobierno, o para conseguir el nombramiento de Representante para un secretario político indispensable; por ejemplo, una persona con el cargo de Penny era mucho más útil si tenía categoría oficial, con derecho a moverse o a hablar en la Asamblea, o de asistir a las reuniones más importantes del partido, o bien por otras razones políticas. El mismo Bonforte era elegido en uno de esos distritos “incondicionales”, ahorrándole así la necesidad de hacer su propia campaña electoral. Clifton tenía otro. Dak también lo habría tenido si no fuese por el hecho de que contaba con el apoyo unánime del Gremio de Pilotos. Roger hasta llegó a decirme en una ocasión que si alguna vez quería dedicarme a la política, sólo tenía que decir una palabra y mi nombre iría en la próxima lista.

Algunos de estos puestos siempre se reservaban para gente adicta al Partido, dispuesta a dimitir cuando fuese necesario, y dar estado oficial de Representante a otra persona, o por cualquier otra razón.

Pero todo aquello creaba intereses personales y, siendo lo que era la coalición, resultaba necesario que Bonforte en persona decidiera la parte que le correspondía a cada uno y que presentase la lista final a la Comisión Organizadora. Era un trabajo de última hora, que se hacía casi en el mismo instante en que se preparaban las listas de candidatos.

Cuando Dak y Roger entraron en mi despacho, yo estaba trabajando en un discurso y le había dicho a Penny que no dejase pasar a nadie a menos que llevara la camisa incendiada. La noche anterior, Quiroga había pronunciado un discurso absurdo en Sidney, Australia, y era tal la naturaleza de sus manifestaciones, que no me sería difícil hacer que se tragase sus palabras. Estaba intentando redactar el discurso sin ayuda de nadie, y tenía muchas esperanzas de que resultaría aprobado por los demás.

Cuando entraron, me recliné en la silla y les dije:

—Oigan esto —y les leí un par de los párrafos principales—. ¿Qué les parece?

—Con eso podremos arrancarle la piel y clavarla en la puerta —admitió Roger—. Aquí tiene la lista de los “incondicionales”, Jefe. ¿Quiere repasarla? Tenemos que asistir a la reunión dentro de veinte minutos.

—¡Oh, esa maldita reunión! No veo la necesidad de que yo repase la lista. ¿Hay algo de particular que quieran explicarme?

Sin embargo, cogí la lista de las manos de Roger y le di una ojeada. Los conocía a todos por sus fichas y a unos cuantos por haberme visitado; conocía la razón por la cual uno de ellos tenía que ser elegido.

Luego un nombre me saltó ante los ojos: Corpsman, William J.

Traté de dominar lo que creía que era una irritación justificada y dije en voz baja:

—Veo que Bill está en la lista, Roger.

—¡Oh, sí! Quería hablarle de eso. Mire, Jefe, como todos sabemos, han habido ciertas discusiones entre usted y Bill. No es que le eche la culpa a usted, ha sido Bill el causante. Pero siempre existen dos lados en una discusión. Lo que quizá usted no sabe es que Bill tiene un tremendo complejo de inferioridad; eso le hace muy suspicaz. Ahora lo arreglaremos.

—¿Bien?

—Sí. Es lo que él siempre ha deseado. Mire, todos nosotros tenemos categoría oficial, somos miembros de la Asamblea, quiero decir. Hablo de los que trabajamos cerca de… ¡uh! de usted. Bill se resiente. Le he oído decir, después de unas cuantas copas, que él no es más que un empleado. Está amargado por eso. No le importa, ¿no es cierto? El Partido puede hacerlo y creemos que vale la pena, a cambio de eliminar fracciones en nuestro Cuartel General.

Yo había conseguido dominarme por completo.

—Todo esto no me atañe a mí. ¿Por qué tiene que importarme, si eso es lo que Bonforte quiere?

Capté una mirada entre Dak y Roger. Añadí:

—¿Es eso lo que Bonforte quiere? ¿No es así, Dak?

Dak respondió bruscamente:

—Díselo, Roger.

Roger dijo lentamente:

—Dak y yo lo hemos arreglado entre los dos. Creemos que es lo mejor.

—¿Entonces Bonforte no ha aprobado la designación? Se lo habrán consultado, desde luego.

—No. No lo hemos hecho.

—¿Por qué no?

—Jefe, éste no es un asunto para molestar a Bonforte. Está enfermo y muy cansado. No quiero preocuparle con nada que no sea una decisión política importante… y esto no lo es. Se trata de un distrito que tenemos ganado sea quien sea el que se presente a la elección.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntan a mí?

—Bien; creímos que debería saberlo… y la razón del porqué lo hacemos. Creemos que debería aprobarlo.

—¿Yo? Me piden que tome una decisión como si yo fuese Bonforte. Yo no soy Bonforte —golpeé la mesa con un gesto nervioso acostumbrado en él—. O bien esta decisión debe tomarla Bonforte y entonces tienen que consultarle a él o no lo es y entonces no tienen por qué consultarme a mí.

Roger mordió la punta de su cigarro y luego dijo:

—De acuerdo. Hágase cuenta de que no le he dicho nada.

—¡No!

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir ¡no! Ya me lo han preguntado; por lo tanto, es que no están seguros de ello. De modo que si esperan que yo presente esta lista a la Comisión como si yo fuese Bonforte, entonces entren ahí dentro y se lo preguntan a él.

Los dos se sentaron y se quedaron silenciosos por un momento. Por fin Dak suspiró y dijo:

—Dile todo lo demás, Roger. O se lo diré yo.

Esperé. Clifton se quitó el cigarro de la boca y dijo:

—Jefe, Bonforte ha tenido un ataque hace cuatro días. No se encuentra en condiciones de ser molestado.

Me quedé inmóvil y empecé a contar hasta cien. Cuando me hube repuesto de la sorpresa, pregunté:

—¿Cómo está su mente?

—Su mente parece bastante despejada, pero se encuentra terriblemente fatigado. Aquella semana que pasó prisionero fue una tortura mayor de lo que pensamos. El ataque lo ha tenido inconsciente durante veinticuatro horas. Ahora se ha repuesto, pero el lado izquierdo de su cara está paralizado y todo su costado izquierdo completamente inmóvil.

—¡Uh!… ¿Qué es lo que dice el doctor Capek?

—Cree que cuando el coágulo se disuelva, la parálisis desaparecerá. Aunque tendrá que llevar una vida reposada. Pero Jefe, en estos momentos está enfermo. Tenemos que seguir adelante durante el resto de la campaña sin contar con su ayuda.

Sentí la misma impresión que cuando había perdido a mi padre. Nunca había visto a Bonforte y no tenía otra ayuda de él que unas cuantas correcciones en un papel hechas con una mano temblorosa. Pero aquello me servía de sostén moral. El simple hecho de que se encontrara en aquella habitación cercana había hecho que todo fuese posible.

Respiré profundamente, como un boxeador antes de entrar en combate, y dije:

—De acuerdo, Roger. Tendremos que hacerlo solos.

—En efecto, Jefe —se puso en pie—. Tenemos que marcharnos a la reunión. ¿Qué hay de eso?

Hizo un gesto hacia la lista de “incondicionales”.

—¡Oh!

Traté de pensar con rapidez.

Era posible que Bonforte quisiera recompensar a Bill con el privilegio de poder llamarse Muy Honorable, para hacerle feliz. Bonforte no era tacaño con esas cosas; no era del tipo que ata la boca de los caballos que muelen el grano. En uno de sus ensayos políticos había dicho: “Yo no soy un intelectual. Si poseo algún talento especial es el de escoger colaboradores de gran capacidad y dejarles trabajar tranquilos”.

—¿Cuánto tiempo ha trabajado Bill con él? —pregunté de repente.

—¿Eh? Cosa de cuatro años. Un poco más.

No había duda de que a Bonforte le gustaba su trabajo.

—En ese tiempo, ¿ha habido unas elecciones generales, no es cierto? ¿Por qué no le hizo Representante en aquella ocasión?

—Pues, no lo sé. Nunca se presentó la ocasión.

—¿Cuándo hizo nombrar a Penny?

—Hace tres años. En una elección secundaria.

—Ahí tiene su respuesta, Roger.

—No le comprendo.

—Bonforte podía haber hecho nombrar Representante a Bill en cualquier momento. No quiso hacerlo. Quite su nombre y pongan en su lugar a uno de los que están dispuestos a dimitir cuando queramos. Si luego… si es que se siente dispuesto a ello.

Clifton no hizo comentarios. Simplemente recogió la lista y dijo:

—De acuerdo, Jefe.

Aquella misma noche Bill presentó su dimisión. Supongo que Roger se vería obligado a decirle que su propuesta no había sido aceptada. Pero cuando Roger me comunicó la noticia me sentí realmente enfermo, comprendiendo que mi intransigente actitud nos había colocado a todos en una situación peligrosa y así se lo dije. Clifton denegó con la cabeza.

—¡Pero él lo sabe todo! Fue idea suya desde el principio. Fíjese en la cantidad de basura que puede llevar al campo contrario.

—Olvídese de eso, Jefe. Bill puede estar despechado… yo no puedo perdonar a un hombre que nos abandona en medio de una campaña electoral; simplemente es algo que no debe hacerse nunca. Pero no es un traidor. En su profesión no se revelan los secretos del cliente, aunque lleguen a pelearse.

—Espero que no se equivoque.

—Ya lo verá. No se preocupe más. No piense más que en el trabajo.

A medida que fueron pasando los días llegué a la conclusión de que Roger conocía a Bill mejor que yo. No supimos nada de él mientras la campaña continuaba su curso, cada vez más dura, pero sin el menor indicio de que nuestro gigantesco engaño estuviera comprometido. Empecé a sentirme más tranquilo y me dediqué a la tarea de producir los mejores discursos estilo Bonforte que me era posible… a veces con la ayuda de Roger; otras veces sencillamente con su aprobación. Bonforte iba mejorando continuamente, pero Capek insistía en que debía mantener reposo absoluto.

Roger tuvo que ir a la Tierra durante la última semana; hay ciertas clases de compromisos que no pueden hacerse por correspondencia. Después de todo, los jefes locales tienen más importancia que los oradores elocuentes. Pero teníamos que seguir produciendo discursos y asistiendo a las reuniones de prensa; yo seguí con el trabajo, ayudado por Dak y Penny… Desde luego ahora yo estaba mucho mejor preparado; la mayor parte de las preguntas podía contestarlas sin detenerme a pensar.

El día que Roger tenía que regresar, teníamos programada la acostumbrada conferencia de prensa que celebramos dos veces por semana. Yo tenía la esperanza de que Roger llegaría a tiempo para asistir a la reunión, pero no había ninguna razón para que no pudiera hacerlo yo solo. Penny entró delante de mí, llevando la cartera de documentos; pude oír como ahogaba una exclamación.

Entonces vi que Bill estaba sentado al otro extremo de la mesa.

Pero lancé una mirada alrededor de la sala como de costumbre y dije:

—Buenos días, caballeros.

—Buenos días, señor Ministro —contestó la mayoría.

Luego añadí:

—Buenos días, Bill. No sabía que iba a encontrarle aquí. ¿A quién representa?

Todos guardaron silencio para escuchar su respuesta. Cada uno de los demás periodistas sabía que Bill nos había abandonado o había sido despedido. Bill sonrió y dijo:

—Buenos días, señor Bonforte. Trabajo para el Sindicato de Prensa Krein.

Me di cuenta de que íbamos a tener dificultades y traté de no darle la satisfacción de que el temor se asomase a mis ojos.

—Una buena compañía. Espero que le paguen todo lo que usted vale. Y ahora al trabajo… las preguntas escritas primero. ¿Las tiene aquí, Penny?

Leí rápidamente las preguntas escritas, dando las contestaciones para las que había tenido tiempo de prepararme, luego me incliné en la silla como de costumbre y dije:

—Nos queda tiempo para charlar un poco, caballeros. ¿Alguna otra pregunta?

Hubo varias. Me vi obligado a contestar “Sin comentario” sólo una vez… una respuesta que Bonforte prefería hacer en vez de dar una explicación ambigua. Por fin miré el reloj y dije:

—Creo que eso es todo por hoy, señores.

Y empecé a levantarme.

—¡Smythe!—gritó Bill.

Seguí levantándome, sin mirarle.

—¡Me refiero a ti, falso Bonforte-Smythe!—continuó furioso, gritando aún más.

Aquella vez le miré con asombro… creo que con la expresión adecuada a un alto personaje que se ve obligado a enfrentarse con una grosería en circunstancias improbables. Bill me estaba señalando con el dedo y tenía el rostro congestionado.

—¡Impostor! ¡Actor de segunda clase! ¡Fraude!

El corresponsal del Times de Londres que se encontraba a mi derecha me dijo en voz baja:

—¿Quiere que llame a los guardias, señor?

—No —contesté—. Creo que es inofensivo.

Bill se echó a reír.

—De manera que soy inofensivo, ¿eh? Ya lo veremos.

—Creo que debería hacerlo, señor —insistió el hombre del Times.

—No —luego añadí severamente—: Ya basta, Bill. Será mejor que salga de aquí.

—¡Eso es lo que quieres tú!

Y a continuación empezó a relatar rápidamente la historia básica. No hizo ninguna mención del secuestro y no habló de la parte que él había desempeñado en el engaño, pero sugirió que nos había dejado antes de tomar parte en semejante estafa. La suplantación la atribuyó, correctamente, a una enfermedad de Bonforte… pero dejando entender que nosotros le habíamos drogado.

Le escuché con paciencia. La mayor parte de los periodistas primero le escucharon con sorpresa, con la expresión del que se ve expuesto sin desearlo a una desagradable discusión familiar. Luego algunos de ellos empezaron a tomar notas en sus cuadernos o a dictar en los microregistros.

Cuando acabó le pregunté:

—¿Has terminado, Bill?

—¿Es suficiente, no crees?

—Más que suficiente. Lo siento, Bill. Eso es todo, señores. Tengo que volver a mi trabajo.

—Un momento, señor Ministro —exclamó alguien—. ¿No quiere refutar estas acusaciones?

Otro añadió:

—¿No va a perseguirle judicialmente?

Contesté primero a la última pregunta:

—No. No le denunciaré. No se denuncia a un loco.

—¿Loco yo? —gritó Bill.

—Tranquilícese, Bill. En cuanto a refutar los cargos, no creo que sea necesario. Sin embargo, veo que alguno de ustedes ha estado tomando notas. Aunque dudo que ninguno de sus editores quiera publicar esta historia, si es que lo hacen, la anécdota que voy a contarles puede añadir un poco de interés. ¿Han oído hablar del profesor que pasó cuarenta años de su vida tratando de probar que la Odisea no fue escrita por Homero… sino por otro griego que llevaba el mismo nombre?

Conseguí solamente algunas risas de cortesía. Sonreí y empecé a dar media vuelta. Bill se me acercó corriendo y me cogió por el brazo.

—¡No podrás salir de esto con un chiste!

El corresponsal del Times… el señor Ackroyd, creo que se llamaba, le apartó de mi lado.

Dije:

—Gracias, señor —luego añadí dirigiéndome a Corpsman—: ¿Qué es lo que quiere conseguir, Bill? He tratado de evitar que le arresten.

—¡Llama a los policías si te atreves, impostor! ¡Veremos quién de los dos se queda en la cárcel! ¡Espera hasta que te tomen las huellas dactilares!

Suspiré y traté de quitarle importancia a sus palabras.

—Esto ya pasa de ser una broma, señores. Creo que será mejor que terminemos de una vez. Penny, querida, ¿quiere hacer que alguien nos traiga un equipo para tomar mis huellas?

Sabía que estaba perdido… pero, ¡maldita sea!, si uno se encuentra en un naufragio, lo menos que debe hacer es portarse dignamente mientras la nave se hunde. Hasta el villano de la obra tiene derecho a salir a recoger los aplausos.

Bill no quiso esperar. Agarró el vaso de agua que yo tenía delante de mí en la mesa. Yo lo había tocado varias veces.

—Ya le he dicho en varias ocasiones, Bill, que debe moderar su lenguaje en presencia de una dama. Pero puede guardarse el vaso.

—¡Puedes estar seguro de que lo guardaré bien!

—Bien. Ahora salga de aquí. De lo contrario, me veré obligado a llamar a la policía.

Bill salió de la sala sin pronunciar otra palabra. Nadie dijo nada por unos instantes. Por fin yo hablé:

—¿Puedo facilitarles mis huellas dactilares a alguno de ustedes?

Ackroyd contestó en el acto:

—¡Oh, estoy seguro de que no las necesitamos, señor Ministro !

—¡Por favor! Si es que realmente este incidente llega a publicarse, necesitan ustedes toda la información posible —insistí porque estaba de acuerdo con mi personaje… y en segundo y tercer lugar… porque no es posible estar un poco en estado o ligeramente desenmascarado… y tampoco quería que mis amigos entre los periodistas fuesen adelantados por Bill. Era lo último que podía hacer por ellos.

No hubo necesidad de enviar a buscar un equipo especial. Penny llevaba hojas de papel carbón y alguien llevaba uno de esos cuadernos con hojas de plástico. Hicimos unas impresiones excelentes. Luego les dije buenos días y salí de allí.

Llegamos hasta la oficina de Penny; una vez dentro, ella cayó al suelo desmayada. La llevé hasta mi despacho, la coloqué en el diván y luego me senté en mi mesa. Durante unos cuantos minutos no hice más que temblar de pies a cabeza.

Ninguno de los dos sirvió para gran cosa durante el resto de aquel día. Seguimos adelante con el trabajo como si no hubiera sucedido nada excepto que Penny canceló todas las visitas, usando cualquier excusa. Yo tenía que pronunciar un discurso aquella noche y pensé seriamente en anular aquel compromiso. Pero escuché las noticias de la radio durante todo el día y no pude oír ni una sola palabra del incidente de aquella mañana. Comprendí que estaban comparando las huellas dactilares antes de arriesgarse a publicar semejante noticia… Después de todo, yo era el Ministro Supremo de Su Majestad. Necesitaban estar seguros. De modo que al fin decidí pronunciar mi discurso, ya que lo tenía escrito y la emisora había programado mi aparición en las pantallas de estéreo para toda la Tierra. Ni siquiera me fue posible consultar a Dak; se encontraba en Tycho City.

Fue el mejor discurso de mi vida. Puse el mismo entusiasmo que un cómico usa para tranquilizar al público mientras el teatro está ardiendo. Después que la línea fue cortada hundí el rostro entre mis manos y me eché a llorar, mientras Penny trataba de tranquilizarme. No habíamos hablado del asunto en todo el día.

Roger aterrizó a las veinte horas, hora de Greenwich, casi mientras yo terminaba, y vino a verme en el acto. Con voz apagada le conté lo sucedido. Me escuchó en silencio, mordiendo su cigarro, que se había apagado, el rostro impasible.

Al final dije casi suplicante:

—Tenía que darles las huellas dactilares, Roger. Lo comprende, ¿no es cierto? Negarme a ello no habría estado de acuerdo con la persona que represento.

Roger contestó:

—No se preocupe.

—¿Qué?

—He dicho: No se preocupe. Cuando llegue la confirmación de esas huellas de la Oficina de Identificación en La Haya, usted va a recibir una pequeña pero agradable sorpresa… y nuestro ex amigo Bill una mucho mayor, pero nada agradable. Si es que ya ha cobrado el dinero de su traición por adelantado, espero que se lo arranquen de la piel. Probable-

mente lo harán.

No podía dejar de entender lo que quería decir.

—¡Oh! Pero, Roger… no se detendrán ahí. Hay muchos otros sitios. Seguridad Social… los Bancos… ¡Oh!, infinidad de ellos.

—¿Es que cree que no lo tuvimos en cuenta? Jefe, sabía que esto podía suceder, un día u otro. Desde el momento en que Dak nos dio instrucciones para completar el plan Mardi Gras, empezamos a trabajar para cubrimos ante todas las contingencias. En todas partes. Pero no creí necesario que Bill lo supiera —aspiró en su cigarro apagado, se lo quitó de la boca y lo miró pensativo—. ¡Pobre Bill!

Penny suspiró suavemente y volvió a desmayarse.

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