5

El comisionado Boothroyd había sido nombrado por el Partido de la Humanidad, naturalmente, al igual que todos los funcionarios a su cargo, excepto los empleados técnicos del servicio civil. Pero Dak me había informado de que lo más razonable era que Boothroyd no hubiera tenido ninguna participación en la intriga; Dak le creía honrado, aunque estúpido. Respecto a esa cuestión, ni Dak ni Roger Clifton pensaban que el Ministro Supremo Quiroga estuviera complicado en el asunto; culpaban del atentado a los miembros del grupo terrorista clandestino del Partido de la Humanidad, que se llamaban a sí mismos los “Activistas”… y creían que ese grupo seguía a su vez las indicaciones de algunos financieros altamente respetables, que se beneficiarían en extremo de la situación.

En cuanto a mí, no era capaz de distinguir un Activista de un accionista.

Pero en el momento en que aterrizamos ocurrió algo que me hizo preguntarme si el amigo Boothroyd era tan honrado y tan estúpido como Dak creía. Era un detalle sin importancia, pero era una de esas cosas que pueden hacer fracasar la representación mejor preparada. Puesto que yo era una visita muy importante, el Comisionado salió a recibirme; como no tenía otro cargo oficial que el de miembro de la Asamblea Interplanetaria y mi viaje era particular, no se hicieron honores oficiales. Sólo acompañaban al Comisionado su ayudante y… una niña de unos quince años.

Lo conocía por fotografías y sabía bastante sobre él; Roger y Penny me habían preparado con todo detalle. Nos estrechamos las manos, le pregunté cómo seguía su sinusitis; le di las gracias por sus atenciones durante mi última visita a Marte y cambié algunas palabras con su ayudante del modo cordial que caracterizaba a Bonforte. Luego me volví hacia la niña. Sabía que Boothroyd tenía una hija de aproximadamente esa misma edad; pero no sabía… quizá ni Roger ni Penny lo supieran… si la había visto antes de ahora.

El mismo Boothroyd me sacó del apuro.

—No creo que conozca a mi hija Deirdre. Insistió mucho en acompañarme.

En todas las películas que había estudiado, nada indicaba cómo se comportaba Bonforte con las niñas; en ninguna pude ver a Bonforte en una situación semejante… así que me vi obligado a ser Bonforte… un viudo de cincuenta años, sin hijos ni sobrinas y probablemente con muy poca experiencia en el trato con niños… aunque tenía mucha experiencia en el trato con personas extrañas de todas las clases y categorías. De modo que la traté como si tuviera el doble de edad, pero no llegué a besarle la mano. La muchacha enrojeció y pareció muy satisfecha.

Boothroyd la miró con indulgencia y dijo:

—Bien, díselo de una vez, querida. Quizá no tengas nunca otra oportunidad.

Ella se sonrojó aún más y dijo:

—Señor, ¿podría tener su autógrafo? Las chicas de mi colegio los coleccionan. Ya tengo el del señor Quiroga… Me gustaría tener también el suyo.

Sacó un librito blanco que había mantenido escondido a su espalda.

Me sentí igual que un conductor de helicóptero al que le piden la licencia… y se da cuenta de que la ha olvidado en casa, en los otros pantalones. Había estudiado mi papel a fondo, pero no esperaba verme obligado a falsificar la firma de Bonforte ¡Caramba, no hay tiempo de hacerlo todo en dos días y medio!

Pero era imposible que Bonforte rehusara atender a semejante petición, y yo era Bonforte. Sonreí con jovialidad y dije:

—¿De modo que ya tiene el autógrafo del señor Quiroga?

—Sí, señor.

—¿Sólo su autógrafo?

—Sí. Puso Recuerdos y su firma.

Hice un guiño a Boothroyd.

—Sólo Recuerdos, ¿eh? A las muchachas nunca les pongo menos que Cariño. Le diré lo que voy a hacer… —le cogí el libro de las manos y le eché un vistazo.

—Jefe —dijo Dak con urgencia—, ya vamos retrasados.

—Tenga calma —le contesté sin mirarle—. Toda la nación marciana tendrá que esperar, si es necesario, para atender a esta señorita —luego entregué el libro a Penny—. ¿Quiere tomar nota del tamaño de este libro? Y luego recuérdeme que tenemos que enviar una fotografía adecuada para colocarla aquí… naturalmente, autografiada.

—Sí, señor Bonforte.

—¿Le parece bien, señorita Deirdre?

—¡Naturalmente!

—Bien. Gracias por pedirme el autógrafo. Ya podemos marcharnos, capitán. Señor Comisionado, ¿es éste nuestro coche?

—Sí, señor Bonforte —el Comisionado movió la cabeza con buen humor—. Me temo que acaba de convertir a un miembro de mi propia familia a sus herejías Expansionistas. No es muy deportivo, ¿eh? Aprovecha todas las ocasiones, ¿verdad?

—Eso le enseñará a no exponer a su hija a las malas compañías, ¿no le parece, señorita Deirdre? —estreché las manos de todos los visitantes—. Gracias por venir a recibirnos, señor Comisionado. Creo que ahora tendremos que darnos prisa.

—Sí, desde luego. Ha sido un placer.

—Muchas gracias, señor Bonforte.

—Gracias a usted, querida.

Di media vuelta lentamente para no aparecer agitado o nervioso en las pantallas de estereovisión. A nuestro alrededor se agolpaba una multitud de fotógrafos, cámaras de cine y de estereovisión, magnetófonos, etcétera, así como gran cantidad de periodistas. Bill mantenía a los reporteros apartados de nuestro grupo; cuando nos volvimos para marcharnos saludó con la mano y dijo:

—Le veré luego, Jefe —y se volvió para seguir hablando con uno de los periodistas.

Roger, Dak y Penny me siguieron cuando entré en el coche. A nuestro alrededor se apretujaba el acostumbrado gentío de todos los espaciopuertos, quizá no tan compacto como en la Tierra, pero bastante numeroso. Aquella gente no me preocupaba, ya que Boothroyd había aceptado como buena mi personificación; aunque no cabía duda de que entre los presentes algunos sabían que yo no era Bonforte.

Pero no quise preocuparme por aquellos individuos. No podían causarnos ninguna dificultad sin comprometerse ellos mismos.

El coche era un Rolls Estelar, con cabina a presión; a pesar de ello, me dejé puesta la máscara de oxígeno porque los demás tampoco se la sacaron. Yo cogí el asiento de la derecha; Roger se sentó a mi lado y Penny en el otro extremo, mientras Dak hacía lo posible por acomodar sus largas piernas en uno de los asientos plegables. El conductor nos miró a través del cristal divisorio y arrancó.

Roger dijo en voz baja:

—Durante un momento me sentí preocupado.

—No había necesidad de preocuparse —contesté—. Ahora les ruego a todos un poco de silencio. Tengo que repasar mi discurso.

En realidad lo que quería era contemplar la paz del paisaje marciano; conocía el discurso de memoria. El conductor tomó un camino a lo largo del extremo norte del espaciopuerto, dejando atrás buen número de cruces de carreteras secundarias. Pude ver muchos anuncios de la Verwijs Trading Company, de Diana Outlines, de la Compañía Three-Planets y de la I. G. Farbenindustrie. Se veía casi a tantos marcianos como humanos. Nosotros, los topos de tierra, tenemos la impresión de que los marcianos se desplazan casi tan despacio como las tortugas… y eso es cierto, en nuestro planeta comparativamente más pesado. Pero en su propio mundo se deslizan sobre sus bases con la misma facilidad que una piedra lanzada al agua.

A la derecha, al sur y más allá del campo, el Gran Canal se hundía en el cercano horizonte, sin que se pudiera ver su otra orilla. Delante de nosotros, y a gran distancia, se veía ya el nido de Kkkah; una ciudad de hadas. Lo estaba contemplando con el corazón conmovido ante su frágil belleza, cuando Dak se movió súbitamente.

Habíamos dejado atrás todo el tráfico cerca de los cruces, pero aún teníamos un coche ante nosotros, que se nos acercaba de frente; ya lo había visto sin prestarle atención. Pero Dak debía estar preparado para alguna contingencia semejante; cuando el otro coche ya estaba muy cerca, de repente hizo bajar el cristal que nos separaba del conductor, pasó los brazos por encima del cuello del hombre y se agarró al volante. Nos desviamos a la derecha, evitando por unos centímetros el choque con el otro coche, y luego volvimos a la izquierda, manteniéndonos por milagro en la carretera. Estuvimos muy cerca del desastre porque ya habíamos dejado el campo atrás y ahora la carretera bordeaba el Gran Canal.

No le había servido de gran ayuda a Dak un par de días antes, en el incidente del Eisenhower, pero entonces yo estaba desarmado y no sospechaba una posible lucha. Esta vez tampoco iba armado, ni siquiera llevaba un mondadientes conmigo, pero me porté algo mejor. Dak no podía hacer más que tratar de dirigir el coche desde el asiento trasero. El conductor, sorprendido en el primer momento, ahora trataba de sacárselo de encima y apoderarse de nuevo del volante.

Me lancé sobre él, pasé mi brazo izquierdo por la garganta del conductor y le apreté con el pulgar derecho en las costillas.

—¡Un solo movimiento y eres hombre muerto!

La voz pertenecía al gángster de El Caballero del Hampa, y las palabras también eran suyas.

Mi prisionero se quedó quieto en el acto.

Dak dijo, apremiante:

—Roger, ¿qué hacen ahora?

Clifton miró hacia atrás y contestó:

—Están dando la vuelta para seguirnos.

Dak replicó:

—Bien, Jefe, no separe la pistola de este tipo mientras yo paso delante —lo estaba haciendo mientras hablaba; le resultaba difícil a causa de sus largas piernas y de lo lleno que iba el coche. Se acomodó en el asiento del conductor y dijo alegremente—: No creo que exista nada sobre ruedas que pueda alcanzar a un Rolls en una recta —pisó el acelerador y el coche dio un salto hacia adelante—. ¿Qué tal vamos, Roger?

—Acaban de dar la vuelta.

—Bien. ¿Qué hacemos con este individuo? ¿Lo tiramos a la carretera?

Mi víctima se retorció y dijo:

—¡Yo no he hecho nada!

Apreté el pulgar un poco más y se calló de repente.

—¡Oh, casi nada! —admitió Dak, sin separar los ojos de la carretera—. Todo lo que has hecho ha sido tratar de causar un pequeño accidente… lo bastante grave para impedir que el señor Bonforte llegase a tiempo a la ceremonia. Si no me hubiese fijado en que frenabas para no resultar herido en el choque, es posible que lo hubieseis conseguido. ¿Te faltó valor, eh? —Tomó una curva con las cubiertas chillando sobre la lisa carretera mientras el giróscopo luchaba para mantener el equilibrio del coche—. ¿Cómo va eso, Roger?

—Bien —Dak no redujo la velocidad; debíamos andar rozando los trescientos kilómetros por hora—. Me pregunto si se atreverán a bombardearnos con uno de los suyos en el coche. ¿Qué te parece, amigo? ¿Crees que vacilarán en matarte con nosotros?

—¡No sé de qué me habla! ¡Tendrá que responder de este ataque!

—¿Es posible? ¿Con la palabra de cuatro personas respetables contra tu ficha de penado? ¿O es que no eres uno de los condenados a Colonias? De cualquier modo, el señor Bonforte prefiere que sea yo quien conduzca el coche… y, por lo tanto, no has tenido inconveniente en hacerle este favor.

Pasamos por encima de algo del tamaño de un gusano atravesado en el camino liso como un cristal y mi prisionero y yo casi salimos por el techo.

—¡Señor Bonforte!

Mi víctima masculló el nombre como si fuera una maldición.

Dak permaneció silencioso unos segundos. Por fin dijo:

—No creo que debamos dejar a éste en la carretera, Jefe. Pienso que, después de que usted haya bajado del coche, tendremos que llevarlo a un lugar tranquilo. Es posible que hable si le insistimos un poco.

El conductor trató de revolverse. Aumenté la presión sobre el cuello y le hundí el pulgar en el costado. Un pulgar quizá no se parezca al cañón de una pistola radiónica, pero… ¿quién se atreve a averiguarlo? El hombre se tranquilizó y mascullo:

—No se atreverán a clavarme la aguja.

—¡Cielos, no! —contestó Dak con fingido horror—. Eso sería ilegal. Penny, ¿tienes una horquilla?

—Pues sí, desde luego, Dak.

Penny pareció sorprendida y yo también lo estaba.

—Bien. Amigo, ¿nunca te han clavado una aguja de mujer debajo de las uñas? Dicen que llega a anular una orden hipnótica de mantener un secreto. Actúa directamente sobre el subconsciente o algo así. La única dificultad es que el paciente hace unos ruidos muy desagradables. De modo que vamos a llevarte a las dunas, donde no molestarás a nadie excepto a los escorpiones. Cuando nos hayas dicho lo que queremos saber, y ahora viene la parte más graciosa… después de que hayas hablado te dejaremos en libertad; no te haremos nada más, sólo tendrás que volver andando a la ciudad. Pero… escucha con atención… si te portas bien y cooperas con nosotros, tendrás un premio. Te dejaremos la máscara de oxígeno para el paseo.

Dak dejó de hablar; por un momento no se escuchó otro sonido que el silbido del aire marciano rozando el techo del coche. Un ser humano no puede andar más de cien metros en Marte sin una máscara de oxígeno, si disfruta de excelentes pulmones. Creo haber leído sobre un caso en que un hombre pudo andar casi medio kilómetro antes de caer muerto. Miré al cuentakilómetros y vi que nos encontrábamos aproximadamente a veintitrés kilómetros de Goddard.

El prisionero dijo lentamente:

—Le juro que no sé nada de todo esto. Sólo me pagaron para que provocara un accidente.

—Trataremos de estimular tu memoria.

Las puertas de la ciudad marciana se erguían ya ante nosotros. Dak empezó a reducir la velocidad.

—Ya hemos llegado, Jefe —dijo—. Roger, será mejor que tomes tu pistola y sustituyas al Jefe para vigilar a nuestro invitado.

—De acuerdo, Dak.

Roger se puso a mi lado y clavó un dedo en la espalda del hombre. Yo me aparté. Dak frenó suavemente hasta parar delante mismo de las enormes puertas.

—Faltan cuatro minutos —dijo con voz tranquila—. Éste es un buen coche; me gustaría que fuese mío. Roger, apártate un poco y déjame sitio.

Clifton hizo lo que le decían y Dak golpeó expertamente al chófer en el cuello con el canto de la mano; el hombre se quedó inmóvil sin lanzar un grito.

—Así se mantendrá tranquilo mientras usted atraviesa las puertas. No podemos permitir que se arme escándalo ante los mismos ojos del nido. Y ahora comprobemos el tiempo.

Miré el reloj y vi que aún faltaban unos tres minutos y medio para el momento exacto de mi entrada.

—Tiene usted que presentarse en el momento preciso —dijo Dak—. Ni antes ni después, ¿comprende?

—Muy bien —repliqué.

—Tiene treinta segundos para subir la rampa de entrada. ¿Qué quiere hacer durante estos tres minutos que le quedan?

Suspiré y dije:

—Tranquilizarme.

—No le hace falta recobrar la serenidad. Cuando tuvimos el incidente con el conductor, no perdió usted la cabeza. Anímese, muchacho. Dentro de dos horas ya podrá estar de regreso hacia el hogar, con su paga caliente en el bolsillo. Estamos muy cerca de la meta.

—Espero que así sea. La carrera ha sido dura. Oiga, Dak.

—¿Qué?

—Venga conmigo un momento.—Descendí del coche y le hice un gesto para que se reuniese conmigo a corta distancia de los demás—. ¿Qué puede suceder si cometo un error, una vez ahí dentro?

—¿Cómo? —Dak pareció sorprenderse y luego se echó a reír, quizá un poco demasiado fuerte—. No cometerá ningún error. Penny me ha dicho que se ha aprendido todos los detalles a la perfección.

—Bien, pero suponga que me equivoco.

—No se equivocará. No tenga miedo; sé cómo se siente. Yo sentí lo mismo el día que tuve que realizar mi primer aterrizaje sin instructor. Pero cuando la cosa empezó, estuve tan ocupado en cumplir mi tarea que no me quedó tiempo para equivocarme.

Clifton nos llamó, con una voz extrañamente amortiguada en el aire rarificado.

—¡Dak! ¿Ya controlan el tiempo?

—No hay prisa. Aún nos falta un minuto.

—¡Señor Bonforte!—era la voz de Penny.

Di media vuelta y regresé al coche. Ella se bajó del vehículo y me tendió la mano.

—Buena suerte, señor Bonforte —dijo.

—Gracias, Penny.

Roger me estrechó la mano y Dak me dio unas palmadas en la espalda.

—Nos quedan treinta y cinco segundos. Será mejor que se vaya.

Asentí sin pronunciar palabra y empecé a ascender por la rampa de entrada a la ciudad. Debí llegar ante el enorme pórtico con un segundo o dos de adelanto sobre la hora señalada para mi llegada, porque las enormes puertas metálicas se abrieron silenciosa y lentamente a mi paso. Tragué saliva y maldije la incómoda máscara de oxígeno.

Luego salí al escenario.

No importa cuántas veces lo haya hecho uno, los primeros pasos ante las candilejas mientras el telón termina de alzarse en una noche de estreno, nos dejan sin aliento mientras el corazón casi se paraliza de miedo. Claro que uno conoce a los compañeros. Desde luego que uno le ha preguntado al empresario por el ambiente de la sala. No hay duda de que uno es veterano y ya conoce todo eso. No importa… cuando se sale a escena y se sabe que todos aquellos ojos le están mirando, esperando a que uno hable, esperando que uno haga algo… quizá esperando que uno se equivoque… amigo, uno siente miedo. Por ese motivo tenemos a los apuntadores.

Al mirar al otro lado de las puertas vi a mi público y sentí el imperioso deseo de echar a correr. Sentí miedo ante las candilejas por primera vez en treinta años.

Todas las ramas familiares del nido se extendían ante mí hasta donde alcanzaba a ver. Había un camino despejado frente a mí, con miles de marcianos a cada lado, apretados como espárragos. Yo sabía que lo primero que tenía que hacer era echar a andar lentamente por aquel camino hasta el otro extremo de la gran plaza y subir por la rampa que conducía al nido.

No pude moverme. Permanecí clavado en el mismo lugar.

Me dije: “Muchacho, comprende que eres John Joseph Bonforte. Has estado aquí docenas de veces, en este mismo nido. Conoces bien a estas gentes. Son tus amigos. Estás aquí porque lo has deseado y porque ellos quieren que te encuentres entre ellos. Así que adelante, sigue el pasillo. Brrrum, bum, bum. ¡Ahí viene la novia!”.

Empecé a sentir de nuevo la personalidad de Bonforte. Ya era Joe Bonforte, decidido a llevar a cabo la ceremonia a la perfección; por el honor y el bienestar de mi propia especie y mi planeta… y por mis amigos los marcianos. Hice una profunda inspiración y di el primer paso.

El aire que llenó mis pulmones me salvó; llevaba consigo una fragancia celestial. Miles y miles de marcianos apretados en estrechas filas; el perfume que llenaba la plaza era como si alguien hubiese roto una caja entera de Embrujo de Selva. La convicción de que era aquello lo que olía fue tan fuerte que sin querer miré hacia atrás para ver si Penny me había seguido. Aún podía sentir su apretón de manos.

Empecé a cojear a lo largo del corredor que se abría ante mí, tratando de hacerlo a la misma velocidad con que un marciano se mueve en su planeta. La multitud iba cerrando filas detrás de mí, cortándome la retirada. A veces salían algunos chicos de entre las filas y echaban a correr delante de mí. Al decir chicos me refiero a los marcianos recién fisionados del cuerpo de sus hermanos acoplados, con aproximadamente la mitad de la masa y no más de la mitad de altura que un adulto. Nunca salen del nido y nosotros nos sentimos inclinados a olvidar que también deben de existir niños marcianos. Se requieren casi cinco años, después de la escisión, para que un marciano alcance de nuevo su talla normal, su cerebro funcione con todas sus facultades y recobre la memoria. Durante este período de transición, el marciano en desarrollo es un idiota que estudia para estúpido. La ordenación de los genes y su subsiguiente regeneración a consecuencia del acoplamiento y escisión, hacen que el nuevo individuo quede prácticamente inutilizado durante un largo tiempo. Una de las películas de Bonforte era un estudio sobre este tema, acompañado por algunas estereofotos de aficionado no muy buenas.

Los chicos, al no ser nada más que unos simpáticos e inconscientes estúpidos, no estaban obligados a las reglas de la etiqueta marciana y todo lo que ésta lleva consigo. Pero todo el mundo les quería y los mimaba.

Dos de los chicos, ambos del tamaño más pequeño y con aspecto completamente idéntico, salieron corriendo de entre la multitud que se alineaba a ambos lados y se quedaron clavados ante mí, igual que un perrito en medio de una calle llena de tráfico. O frenaba o los iba a atropellar.

Frené. Los pequeños marcianos se acercaron aún más, cerrándome el paso, y empezaron a agitar sus seudomiembros mientras charlaban entre ellos. No pude comprender nada de lo que decían, pero al cabo de un momento empezaron a tirarme de las ropas y a tratar de meter sus ásperas patitas dentro de mis bolsillos.

La multitud nos rodeaba de tal modo que no me era posible dar la vuelta para dejar a los pequeños a un lado. Vacilé un momento ante la duda de lo que debía hacer. En un primer momento, los pequeños resultaban tan graciosos que quise buscar en mis bolsillos a ver si llevaba por casualidad algún caramelo para darles… pero sobre todo sabía que la ceremonia de adopción estaba programada con la exactitud de un ballet. Si yo no seguía caminando a lo largo de aquel pasillo, iba a cometer el clásico pecado contra el protocolo que había hecho famoso al propio Kkkahgral el Joven.

Pero los chicos no parecían comprender aquella necesidad. Uno de ellos acababa de descubrir mi reloj.

Suspiré y casi me desmayé ante la intensidad del perfume. Luego hice una apuesta conmigo mismo. Aposté que la costumbre de besar a los niños era universal en toda la Galaxia y que aquello tendría prioridad incluso sobre la etiqueta marciana. Me arrodillé sobre la pierna buena, para ponerme a su mismo nivel y los acaricié durante unos momentos, dándoles palmaditas y pasándoles las manos por sus ásperas cortezas.

Luego me levanté y dije tranquilamente:

—Ahora basta. Tengo que marcharme —usando para ello la mayor parte de mis conocimientos de la lengua marciana.

Los niños se agarraron a mí, pero los aparté con cuidado y continué en medio de las dos filas de adultos, apresurándome a compensar el tiempo perdido. Ninguna de las varillas mortales que todos los adultos llevaban consigo me abrasó la espalda. Empecé a comprender que mi falta contra la etiqueta no había llegado al nivel en que merecía la muerte. Llegué a la rampa que conducía al nido interior y la atravesé con decisión.


Este espacio en blanco representa la ceremonia de adopción. ¿Por qué? Porque se trata de algo reservado a los miembros del nido de Kkkah. Es una cuestión de familia.

Cabe una explicación. Puede ser que un mormón tenga amigos gentiles… pero esa amistad no hará que los gentiles puedan penetrar en el templo de Salt Lake City. Nunca lo han conseguido y nunca lo conseguirán. Los marcianos viajan libremente entre sus diferentes nidos… pero un marciano sólo puede entrar en el nido interior de su propia familia. Ni siquiera sus entronques familiares gozan de ese privilegio. Tengo tanto derecho a contarles los detalles de la ceremonia de adopción como un miembro de la logia masónica lo tiene de darles los detalles del ritual de iniciación en su sociedad.

¡Oh!, los rasgos generales no tienen importancia, ya que son los mismos para cualquier nido, igual que mi papel era el mismo que el de cualquier otro candidato. Mi padrino, el más antiguo amigo marciano de Bonforte, Kkkahrreash, me recibió en la puerta y me amenazó con una varilla marciana. Le pedí que me matara en el acto si me encontraba culpable de cualquier falta contra el nido. A decir verdad, no le reconocí aunque había visto varias fotografías de mi amigo. Pero tenía que ser él, porque el ritual establecido así lo exigía.

Una vez demostrado que yo me encontraba firmemente al lado de las instituciones de la Maternidad, el Hogar y las Virtudes Cívicas, y que nunca dejé de asistir a la escuela dominical, me fue permitida la entrada. Rrreash me siguió a través de todas las estaciones prescritas, me hicieron las preguntas de ritual y yo fui contestando. Cada palabra, cada gesto era tan estilizado como en una obra clásica china, de otro modo no habría tenido la menor oportunidad de éxito. La mayor parte del tiempo no entendía nada de lo que me decían y la mitad de las veces no comprendía mis propias respuestas. Mi labor no se veía ayudada por la pobre iluminación que les gustaba a los marcianos; durante todo el tiempo iba tanteando a mi alrededor como un topo.

En una ocasión trabajé en una obra con Hawk Mantell, poco antes de que muriera, cuando ya se había quedado sordo como una tapia. No hay duda de que era un artista de una pieza. Ni siquiera le quedaba el recurso de utilizar un audífono porque tenía el octavo nervio destruido. A veces podía guiarse por el movimiento de los labios de los otros actores, pero eso no es siempre posible. Dirigía la obra personalmente y siempre recitaba sus papeles en el momento exacto. Le he visto pronunciar una frase y luego separarse de su interlocutor… para dar media vuelta de repente y lanzar la réplica a una frase que no podía oír, precisamente en el instante adecuado.

Lo que yo hacía ahora era algo parecido. Conocía mi papel y lo representaba lo mejor que sabía. Si ellos se equivocaban, sería asunto suyo.

Pero el hecho de que siempre había por lo menos media docena de varillas marcianas apuntando a mi pecho no me ayudaba a sentirme animado. Me repetí mentalmente que aquellos seres no me abrasarían porque cometiera un desliz. Después de todo, yo no era más que un pobre y estúpido humano; en último caso, me darían un aprobado por aplicación y asistencia a clase. Pero no creía en mis propias palabras.

Después de un tiempo que me pareció que duraba días enteros, aunque no era así, ya que toda la ceremonia duraba exactamente una novena parte de la rotación de Marte; digamos que, después de un tiempo interminable, nos sentamos a la mesa. No sé qué platos formaban el banquete y quizá fue mejor así. Por lo menos la comida no me envenenó.

Cuando los mayores hubieron pronunciado sus discursos, yo pronuncié mis gracias como respuesta y ellos me dieron mi nombre y mi varilla, símbolo de la mayoría de edad marciana. Ahora era un miembro del nido de Kkkah, en Marte.

No sabía cómo tenía que usar mi varilla, y mi nombre sonaba igual que un grifo chirriante, pero desde aquel instante aquél era mi nombre en Marte y ya era legalmente pariente de sangre de la familia más aristocrática del planeta… aproximadamente unas cincuenta y dos horas después de que un actor terrestre abandonado por la suerte hubiera gastado su último Imperial en convidar a un forastero en el bar de Casa Mañana.

Supongo que eso prueba que no hay que entablar nunca relaciones con personas extrañas.

Salí de allí tan pronto como me fue posible. Dak había preparado una pequeña alocución en la que yo expresaba una urgente necesidad de partir en seguida, y mis nuevos parientes me dejaron marchar. Me sentía tan nervioso allí como un hombre en el dormitorio de una residencia de señoritas, porque ahora ya no existía un ritual fijado por el cual pudiera guiarme. Quiero decir que incluso las costumbres sociales en una reunión estaban determinadas por normas herméticas y peligrosas para un extraño que no supiera lo que era considerado correcto. De modo que recité mis excusas y me dirigí hacia la salida. Rrreash y otro de aquellos personajes me acompañaron y me arriesgué a acariciar ligeramente a otro par de niños que encontramos en la plaza… o quizá eran los mismos de la vez anterior. Una vez que llegamos a las puertas de la ciudad, los dos personajes se despidieron de mí en un inglés chirriante y me dejaron partir en paz; cuando las grandes puertas metálicas se cerraron a mis espaldas sentí que el corazón volvía a colocarse en su lugar de costumbre.

El Rolls seguía esperando en el mismo lugar donde lo había dejado; me apresuré a bajar la rampa, me acerqué al coche, abrí la puerta y me sorprendí al ver que en su interior sólo estaba Penny, aunque ello no me desagradó. La llamé.

—¡Hola, Rizos! ¡Lo conseguimos!

—Sabía que lo haría perfectamente.

La saludé militarmente con mi varilla marciana, bromeando, y contesté:

—De ahora en adelante le ruego que me llame “Kkkahjjjerrr” —rociando la primera fila de butacas con la segunda sílaba.

—¡Tenga cuidado con eso!—dijo ella, nerviosa.

Me senté a su lado en el asiento delantero y pregunté:

—¿Sabe cómo se usa una cosa de éstas?

La tensión nerviosa se estaba disipando y me sentí exhausto pero alegre; lo que quería ahora era un par de copas y un buen bistec, y luego a esperar las primeras ediciones de los periódicos con las críticas del estreno.

—No. Pero tenga cuidado.

—Creo que todo lo que hay que hacer es apretar aquí —dije, uniendo la acción a la palabra, y en el acto se produjo un limpio agujero en el parabrisas y el coche dejó de tener cabina a presión.

Penny se quedó sin aliento.

—Caramba, lo siento —dije—. La guardaré hasta que Dak me enseñe a usarla.

Ella tragó saliva.

—No tiene importancia. Pero vigile a dónde apunta.

Arrancó el coche y me di cuenta de que Dak no era el único de mis nuevos amigos al que le gustaba pisar a fondo el acelerador.

El viento silbaba a través del agujero del parabrisas que yo había causado con mi inoportuno disparo. Me decidí a preguntar:

—¿A qué viene tanta prisa? Necesito algo de tiempo para estudiar las respuestas que debo dar en la conferencia de prensa. ¿Las han traído? ¿Dónde están los demás?

Me había olvidado por completo del chófer al que hicimos prisionero; no había vuelto a pensar en él desde el momento en que se abrieron las puertas del nido.

—No les es posible venir.

—Penny. ¿Qué sucede?

Estaba pensando si podría enfrentarme a un grupo de periodistas sin necesidad de aprenderme las respuestas de memoria. Quizá les podría explicar algunos detalles sobre la ceremonia de adopción; aquello no tendría que inventarlo.

—Se trata del señor Bonforte. Lo han encontrado.

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