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¿Qué hay de gracioso en un hombre que se marea en el vacío? A esos imbéciles con un estómago a prueba de bombas siempre les causa risa… Estoy seguro de que les divertiría lo mismo que su abuela se rompiese las dos piernas.

Huelga decir que sufrí un mareo espacial así que la nave se puso a navegar en caída libre. No tardé en recuperarme, ya que tenía el estómago casi vacío: no había ingerido alimento alguno desde el desayuno. No obstante, seguí encontrándome mal durante el resto de aquel maldito viaje, que se me hizo eterno. Tardamos una hora y cuarenta y tres minutos en llegar al punto de reunión, lo cual, para un topo terrestre como yo, equivalía a mil años en el purgatorio.

Pese a todo, debo decir algo en defensa de Dak: no se burló de mi debilidad. Dak era un profesional, y consideró normal mi reacción, haciendo gala de la cortesía habitual en una azafata; no como esos cretinos de cabeza vacía y voz estridente que uno encuentra en las listas de pasajeros de los correos a la Luna. Si yo mandase, haría que todos esos estúpidos fueran olvidados en una lejana órbita hasta que se murieran de risa en medio del vacío.

A pesar de los agitados pensamientos que bullían en mi cabeza y de las miles de preguntas que deseaba formular, llegamos al punto de reunión con la gran nave interplanetaria, que nos esperaba en órbita alrededor de la Tierra, antes de que yo fuera capaz de sentir interés por nada. Creo que si alguien se acercase a una víctima del mareo espacial y le comunicase que iba a ser fusilado al amanecer, la única respuesta sería: “¿De veras? ¿Quiere alcanzarme esa bolsa, por favor?”.

Al fin empecé a recuperarme; al menos ya no deseaba morirme cuanto antes, sino que empezaba a sentir un leve deseo de seguir viviendo. Dak se mantuvo ocupado con la radio la mayor parte del tiempo, al parecer comunicando con algún punto que se hallaba en movimiento, ya que pude observar que sus manos manipulaban sin cesar el control direccional de la radio, como un artillero que tuviera muchas dificultades para apuntar su arma. No pude oír lo que decía, ni siquiera leer el movimiento de sus labios, porque mantuvo la cabeza pegada al micrófono durante toda la conversación. Presumí que hablaba con la gran nave estelar con la que teníamos que encontrarnos.

Pero cuando apartó el micro a un lado y encendió un cigarrillo, hice un esfuerzo para reprimir las náuseas que la simple vista del humo me producía y le pregunté:

—Dak, ¿no cree que ha llegado el momento de que me lo cuente todo?

—Tendremos mucho tiempo para ello durante el viaje a Marte.

—Vaya, siempre esquivando la cuestión —protesté débilmente—. Yo no quiero ir a Marte. Nunca habría aceptado su absurda oferta si me hubiera dicho que tendría que ir a Marte.

—Como guste. No necesita ir, si no quiere.

—¿Cómo?

—La compuerta neumática está detrás de usted. Salga y empiece a andar. No se olvide de cerrar la puerta tras de sí.

Preferí no contestar a aquella ridícula sugerencia. Dak continuó:

—Pero si, como imagino, no puede respirar en el vacío, lo mejor que puede hacer es venir conmigo a Marte… Yo me cuidaré de que regrese a la Tierra. El Can Do… esta nave… está a punto de entrar en contacto con el Go For Broke, una nave espacial a reacción de alta aceleración. Unos diecisiete segundos después de que establezcamos contacto, el Go For Broke se dirigirá a Marte… Tenemos que estar allí el próximo miércoles.

Yo le contesté con la obstinación propia de un enfermo.

—No quiero ir a Marte. Me quedaré en esta nave. Alguien tendrá que devolverla a la Tierra. No podrán engañarme.

—Es cierto —admitió Dak—. Pero usted no se quedará aquí. Los tres individuos que se supone que tripulan esta nave, de acuerdo con los registros del Espaciopuerto Jefferson, se encuentran ahora en el Go For Broke. Ya habrá observado que ésta es una nave para tres tripulantes. Me temo que ninguno estará dispuesto a cederle su sitio. Además, ¿cómo pasaría por Inmigración cuando llegase al campo?

—¡No me importa! Al menos volveré a estar en tierra firme.

—Y también en la cárcel, acusado de cualquier crimen, además de entrada ilegal en el territorio y asalto a mano armada en una nave espacial. Como mínimo creerían que pretende entrar en el país ilegalmente, y se lo llevarían a algún lugar tranquilo donde pudieran clavarle una aguja detrás del globo ocular para hacerle decir la verdad. Ellos sabrían las preguntas que debían hacerle y usted no podría evitar contestarles. Pero no podría complicarme a mí, porque el bueno de Dak Broadbent no ha regresado a la Tierra desde hace mucho tiempo, y tiene excelentes testigos para probarlo.

Reflexioné sobre sus palabras, sintiéndome mareado de nuevo, tanto por los efectos del miedo como por la sensación de flotar en el vacío.

—¿De modo que me denunciaría a la policía? Sucio y escurridizo…

Me interrumpí, por falta de un insulto adecuado.

—¡Oh, no! Mire, hijo, yo puedo meterle el miedo en el cuerpo y hacerle creer que le entregaré a la policía… pero la verdad es que no soy capaz de ello. Sin embargo, Rrringlath, el hermano acoplado de Rrringriil, sabe con certeza que éste entró por aquella puerta y no volvió a salir. Denunciará el caso a la policía. Los hermanos acoplados constituyen un parentesco tan íntimo que nunca podremos comprenderlo, ya que nosotros no nos reproducimos por escisión.

A mí no me importaba que los marcianos se reprodujeran como los conejos o que la cigüeña los trajera en un pañuelo colgado del pico. A juzgar por las palabras de Dak, no me cabía la menor duda de que nunca podría regresar a la Tierra, y así se lo dije. Dak meneó la cabeza.

—Nada de eso. Tenga confianza en mí y volveremos a hacerle entrar del mismo modo que salió de allí. Dentro de unos días saldrá del mismo espaciopuerto, o de algún otro, con un permiso de salida que dirá que usted es un mecánico que acaba de realizar una reparación… e irá vestido con un mono manchado de grasa y llevará las herramientas adecuadas para demostrarlo. ¿Acaso un actor como usted no podrá representar el papel de un mecánico durante algunos minutos?

—¡Pues claro que sí! Pero…

—Entonces estamos de acuerdo. Usted no se separe del viejo Dak, y él tendrá cuidado de que no le pase nada. Tuvimos que movilizar nada menos que a ocho miembros del Gremio de Pilotos para este asunto, a fin de que yo pudiera llegar a la Tierra y los dos pudiéramos salir de allí; cuando sea necesario, volveremos a hacerlo. Pero usted no podría hacer nada sin que los pilotos le ayuden.—Sonrió—. En el fondo, todo piloto es un poco un contrabandista. Tal como está el negocio del contrabando en estos días, todos nosotros nos hallamos siempre dispuestos a ayudarnos frente a los guardias de los espaciopuertos. Sin embargo, una persona que no pertenezca a nuestra asociación generalmente no obtiene semejante ayuda.

Traté de dominar los movimientos de mi estómago y pensar en todo aquello.

—Dak, ¿acaso se trata de un asunto de contrabando? Porque yo…

—¡Oh, no! La única mercancía ilegal que llevamos es usted.

—Iba a decir que no considero el contrabando como un crimen.

—¿Y quién lo hace? Sólo aquellos que ganan dinero limitando el libre tráfico de mercancías. Pero aquí sólo se trata de representar el papel de otra persona, Lorenzo, y usted es el hombre que necesitamos. No fue una casualidad que nos encontrásemos en aquel bar; le seguíamos desde hacía dos días. Tan pronto como llegué a la Tierra me dirigí directamente a donde sabía que podía encontrarle —frunció el ceño—. Quisiera poder estar seguro de que nuestros honorables enemigos me estaban siguiendo a mí, y no a usted.

—¿Por qué?

—Si me seguían a mí es porque trataban de descubrir lo que me traía entre manos, lo cual no tiene importancia, ya que nuestras respectivas posiciones están perfectamente definidas; sabemos que somos enemigos. Sin embargo, si le seguían a usted, entonces conocían el propósito que me guiaba… conseguir un actor para representar el papel.

—Pero ¿cómo iban a saberlo, a menos que usted se lo dijera?

—Lorenzo, este asunto es muy importante, mucho más de lo que pueda imaginar. Yo no lo sé todo; y cuanto menos sepa usted de todo ello hasta que necesite la información, mucho mejor para usted. Pero puedo decirle esto: se ha proporcionado a la gran computadora electrónica del Centro Censal del Sistema en La Haya una lista de características personales, y la máquina las ha comparado con las características personales de todos los actores profesionales existentes en el Sistema Solar. Se ha hecho con toda la discreción y el secreto posibles, pero siempre cabe que alguien haya adivinado nuestro propósito y haya hablado. Las especificaciones se referían a la identificación del original y del actor que debía actuar como doble, ya que el trabajo tiene que ser perfecto.

—Ya. ¿Y el cerebro electrónico decidió que yo era el hombre adecuado para este trabajo?

—Sí. Usted… y otro actor.

Aquélla era otra magnífica ocasión para que yo mantuviera la boca cerrada. Pero no me habría contenido aunque me fuera en ello la vida… lo que en cierto modo era verdad. Necesitaba saber quién era el otro actor considerado competente para desempeñar un papel que requería mis condiciones únicas de artista.

—¿Otro? ¿Quién es?

Dak me contempló durante un momento. Pude ver como vacilaba antes de contestar.

—Pues… un individuo llamado Orson Trowbridge. ¿Le conoce?

—¡Ese aficionado!

Por un momento me sentí tan furioso que llegué a olvidar el mareo.

—¿Es posible? He oído decir que es muy buen actor.

No pude evitar sentirme indignado ante la idea de que alguien pudiera pensar ni por un momento que aquel ignorante de Trowbridge podía desempeñar un papel destinado a mí.

—¡Ese molino de viento!… ¡Ese escupepalabras!

Me callé, comprendiendo que era más digno ignorar a semejantes colegas… si la palabra “colega” podía aplicarse a tales actorzuelos. Trowbridge era tan engreído que si la obra indicaba que debía besar la mano de una dama, el muy presumido evitaría hacerlo y besaría sus propios dedos. Un narcisista, un vanidoso, sin alma de artista… ¿Cómo era posible que semejante hombre pudiera llegar a vivir su papel?

Sin embargo, los caprichos de la fortuna le habían hecho rico, mientras los verdaderos artistas pasaban hambre.

—Dak, no puedo comprender cómo llegaron a pensar en él.

—Verá, nosotros no lo deseamos, se encuentra ligado a un largo contrato que haría su ausencia muy evidente, y difícil de explicar. Tuvimos suerte de que usted estuviera disponible. En cuanto usted aceptó nuestra oferta, Jock dio instrucciones para que retirasen el equipo que trataba de llegar a un acuerdo con Trowbridge.

—¡Naturalmente !

—Sin embargo, Lorenzo, quiero ser sincero con usted. Mientras usted se encontraba mareado, llamé al Go For Broke y les dije que revocasen esas instrucciones y que nuestros hombres volvieran a tratar con Trowbridge.

—¿Qué?

—Usted tuvo la culpa, amigo. Mire, cuando alguien de mi profesión se compromete a llevar una nave hasta Ganimedes lo hace dispuesto a llegar hasta allí con la carga o morir en la empresa. Uno de nosotros no se desanima y trata de desertar mientras todavía están cargando la nave. Usted me dijo que aceptaba el trabajo… sin condiciones ni reservas… usted lo aceptó. Unos minutos más tarde hubo una pelea y perdió el valor. Más tarde trató de huir de mi lado en el espaciopuerto. Hace sólo diez minutos estaba aquí gritando que quería volver a la Tierra. Es posible que sea usted mejor actor que Trowbridge. No lo sé. Pero sé que necesitamos un hombre que no pierda la cabeza si hay problemas. Tengo entendido que Trowbridge es de esa clase. De modo que si llegamos a un acuerdo con él, le daremos el trabajo, le pagaremos a usted por las molestias que le hemos causado, no le contaremos nada más y le devolveremos a la Tierra. ¿Me comprende?

Le comprendí perfectamente. Dak no había usado la palabra adecuada; era posible que no la conociese, pero me estaba diciendo que yo no me portaba como un buen artista. Lo más amargo era que tenía razón. No podía enfadarme con él, sólo me sentí avergonzado. Había sido un idiota al aceptar el contrato sin conocer más detalles… pero me había comprometido a desempeñar un papel, sin condiciones ni cláusulas evasivas. Ahora trataba de retirarme, como un aficionado que siente miedo del público.

“El espectáculo debe continuar” es una de las más viejas reglas del teatro. Quizá no tenga una justificación filosófica, pero las reglas por las que se rigen los hombres rara vez están sujetas a las normas de la lógica. Mi padre había creído en ello; yo le había visto representar dos actos con un ataque agudo de apendicitis y luego salir a saludar antes de permitir que le llevaran a un hospital. Aún podía recordar su rostro mientras me miraba con el orgullo del verdadero artista hacia los mal llamados actores, que se permiten defraudar al público.

—Dak —dije humildemente—, lo siento mucho. Estaba equivocado.

Me miró fijamente.

—¿Quiere decir que hará el trabajo?

—Sí —Lo dije con sinceridad. Pero de repente recordé un factor que me impedía representar el papel, tanto como si tuviera que actuar de Blancanieves en Los siete enanitos—. Bien… oiga. Quiero hacerlo. Pero…

—Pero ¿qué? —dijo con desdén—. ¿Otra vez su maldito temperamento?

—¡No, no! Sin embargo, me ha dicho que íbamos a Marte. Dak, ¿es que tendré que realizar mi papel rodeado de marcianos?

—¿Cómo? Desde luego. ¿Qué otra cosa hay en Marte?

—Pero, Dak, ¡no puedo soportar a los marcianos! Me ponen enfermo. No quisiera… Trataré de no fracasar, pero es posible que eche a correr en cuanto los tenga a mi lado.

—¡Oh! Si es eso lo que le preocupa, ya puede olvidarlo.

—¿Eh? Pero es que no puedo olvidarlo. Es algo superior a mí. Yo…

—Le he dicho que lo olvide. Amigo, sabíamos que era un patán en estas cuestiones… lo sabemos todo respecto a usted, Lorenzo. Su miedo a los marcianos es tan irracional e infantil como el horror a las arañas y a las serpientes. Pero ya lo hemos previsto y nos ocuparemos de ello. Así que puede olvidarse del asunto.

—Bien… de acuerdo.

No me sentía muy seguro, pero Dak había pronunciado una palabra que aún me dolía, “patán” ¡Los patanes son los del público! De modo que me callé.

Dak se acercó al micro y no se molestó en procurar que yo no oyese su mensaje.

—Dandelion a Tumbleweed. Anulen el plan Inkblot. Proseguimos con el plan Mardi Gras.

—¿Dak? —dije cuando cortó.

—Luego —respondió—. Estamos a punto de unir las órbitas. El contacto puede ser un poco violento, pero no podemos perder tiempo evitando los baches. Ahora cállese y agárrese bien.

Y fue violento. Cuando me encontré dentro de la gran nave espacial me sentí satisfecho de volver a estar en caída libre; el mareo de la aceleración es aún peor que el producido por flotar simplemente en el vacío. Pero no estuvimos en caída libre durante más de cinco minutos; los tres hombres que tenían que regresar en el Can Do estaban ya en la cámara de transferencia, mientras Dak y yo flotábamos hacia el interior de la otra nave. Los momentos que siguieron me parecieron muy confusos. Supongo que en el fondo soy un topo de tierra, porque me desoriento fácilmente cuando no puedo distinguir el techo del suelo. Alguien gritó:

—¿Dónde está?

Dak replicó:

—Aquí.

La misma voz insistió:

—¿Éste? —como si no pudiera creer lo que veía.

—Sí, sí —repuso Dak—. Está maquillado. No os preocupéis, todo va bien. Ayudadme a colocarle en el prensa-uvas.

Una mano me agarró del brazo, remolcándome a lo largo de un estrecho pasillo, aún flotando, y me metió en un camarote. En uno de los extremos, y colocadas junto a la pared, había dos literas de las llamadas prensa-uvas; unos tanques de presión hidráulicos, en forma de bañera, usados en las grandes naves a reacción de alta aceleración. Nunca había visto uno, pero en la obra Ataque a la Tierra usamos unos modelos de guardarropía bastante convincentes.

En la pared, detrás de las literas, había un letrero: AVISO. No se sometan a más de tres gravedades sin un traje antipresión. Por orden de…

Giré lentamente en el aire sobre mí mismo antes de que pudiera acabar de leer el letrero, y alguien me empujó dentro de una de aquellas bañeras. Dak y el otro hombre me estaban atando a toda prisa los cinturones de seguridad cuando un altavoz colocado cerca de allí lanzó un bramido horrísono. El ruido continuó durante varios segundos, y luego se oyó una voz:

—¡Atención! ¡Dos gravedades! ¡Tres gravedades! ¡Atención! ¡Dos gravedades! ¡Tres minutos!

Y el bramido volvió a empezar.

En medio de aquel estruendo pude oír como Dak preguntaba:

—¿Tenéis el computador preparado? ¿La órbita de lanzamiento calculada?

—Desde luego.

—¿Dónde está la inyección? —Dak dio media vuelta en el aire y se dirigió a mí—: Oiga, compañero, vamos a ponerle una hipodérmica. No es nada peligroso. Está compuesta de Antigrav y un estimulante… porque tendrá que estar despierto muchas horas para estudiar su papel. Al principio notará cierto ardor en las órbitas de los ojos, y es posible que sienta algo de picazón, pero no será nada grave.

—¡Espere, Dak, yo…!

—No queda tiempo. Tengo que ir a encender los fuegos de esta caldera.

Giró en el aire y salió de la habitación antes de que yo pudiera terminar mi protesta. El otro hombre me levantó la manga del brazo izquierdo, colocó el aparato de aire comprimido contra la piel y antes de que yo pudiera pronunciar otra palabra, ya había recibido la inyección hipodérmica. El hombre salió de allí sin decir nada. El alarido del altavoz se interrumpió y una voz anunció:

—¡Atención! ¡Dos gravedades! ¡Dos minutos!

Traté de mirar a mi alrededor, pero la droga empezaba a hacer sentir sus efectos. Los ojos me ardían y tenía la boca seca, y empecé a sentir un intolerable picor a lo largo de la columna vertebral; los cinturones de seguridad me impidieron aliviar aquella tortura, y quizá también evitaron que me rompiera un brazo por la súbita aceleración. El rugido volvió a apagarse, y esta vez oí la voz firme y llena de confianza de Dak:

—¡Atención! ¡Ultimo aviso! ¡Dos gravedades! ¡Un minuto! ¡Dejen de jugar a las cartas y tírense de cabeza a las literas! ¡Vamos a encender!

El alarido del altavoz fue reemplazado esta vez por un disco del Ad Astra, de Arkezian, opus 61, en Do mayor. Se trataba de la discutida versión de la London Symphony, con su famoso ciclo de 14 notas que se metían en el tímpano. Maltrecho, confuso y seminarcotizado como me encontraba, ni siquiera aquello pareció causarme ningún efecto… no se puede mojar el mar.

En aquel momento entró una sirena por la puerta. No tenía cola escamosa, desde luego, pero se parecía mucho a mis sueños de una sirena. Cuando mis ojos consiguieron enfocar su figura, pude ver que se trataba de una joven muy bien parecida y de formas exquisitamente femeninas, vestida con una blusa ajustada y pantalones cortos, nadando en el aire con una soltura que indicaba que la caída libre en el espacio no era ninguna novedad para ella. Me lanzó una mirada seria, sin dignarse sonreír, se colocó en el otro prensa-uvas y se agarró al pasamanos colocado al lado de aquella especie de bañera… Ni siquiera se molestó en sujetarse los cinturones de seguridad. La música atacó el estruendoso final y sentí que mi peso aumentaba de un modo desmesurado.

Dos gravedades no son difíciles de soportar, especialmente cuando uno se encuentra en un lecho líquido. La membrana plástica colocada en la parte interior del prensa-uvas se elevó alrededor de mi cuerpo, soportando mi peso con firmeza; simplemente me sentí muy pesado y con cierta dificultad para respirar. A veces se oyen historias sobre pilotos que arrancan a una aceleración de diez gravedades, quedando destrozados a los pocos minutos, y no dudo que eso sea posible; pero dos gravedades en el prensa-uvas no causan otro efecto que cierta sensación de languidez y el deseo de permanecer inmóvil.

Pasó algún tiempo antes de darme cuenta de que la voz del comunicador interior se dirigía a mí.

—¡Lorenzo! ¿Cómo se encuentra, compañero?

—Muy bien —contesté; pero el esfuerzo me quitó el aliento—. ¿Cuánto tiempo tendremos que soportar esta aceleración?

—Cosa de dos días.

Debí de lanzar un gemido, porque Dak rió alegremente.

—No se queje, amigo. Mi primer viaje a Marte duró treinta y siete semanas, todas ellas en caída libre en una órbita elíptica. Usted va en un crucero de lujo: sólo dos gravedades durante dos días y una gravedad a la hora de dormir. Deberíamos cobrarle por el paseo.

Empecé a decirle lo que pensaba de sus bromas con unas cuantas frases escogidas, hasta que recordé que había una dama presente. Mi padre me enseñó que una mujer puede perdonar casi cualquier ofensa, incluso el asalto con violencia, pero se siente fácilmente insultada por las palabras groseras; la hermosa mitad de nuestra especie concede gran importancia al simbolismo, algo muy extraño, teniendo en cuenta su desarrollado sentido práctico. En todo caso, nunca permito que una palabra prohibida salga de mis labios, si es que puede ofender los oídos de una dama, desde la última vez que mi padre me golpeó en plena boca… Mi padre podía haberle enseñado un par de cosas al profesor Pavlov sobre los reflejos condicionados.

Dak volvía a hablar por el altavoz.

—¡Penny! ¿Estás ahí, cariño?

—Sí, capitán —contestó la joven a mi lado.

—Bien, entonces ocúpate de que nuestro amigo empiece sus deberes escolares. Bajaré tan pronto haya colocado esta ratonera en sus raíles.

—Muy bien, capitán —Penny volvió la cabeza hacia mí y me dijo, con una voz suave de contralto—: El doctor Capek le pide que trate de tranquilizarse y que mire unas cuantas películas durante las próximas horas. Yo estaré aquí para contestar a sus preguntas cuando sea necesario.

—¡Gracias a Dios! —Suspiré—. ¡Por fin encuentro a alguien dispuesto a contestar a mis preguntas!

Ella no replicó, pero alzó un brazo con visible esfuerzo y pasó la mano por un contacto colocado a su lado. Se apagaron las luces del camarote y se formó ante mis ojos una estereoimagen en tres dimensiones y con sonido. Reconocí al personaje inmediatamente, del mismo modo que uno cualquiera de los miles de millones de ciudadanos del Imperio lo habría reconocido en el acto… y por fin comprendí hasta qué punto Dak Broadbent me había hecho caer en la trampa.

El personaje era Bonforte.

El gran Bonforte. Me refiero al Honorable John Joseph Bonforte, ex Ministro Supremo, jefe del partido de la oposición y Presidente de la Coalición Expansionista, el hombre más querido (y también más odiado) de todo el Sistema Solar.

Mi maravillada mente dio un salto y llegó en un instante de penetración a lo que parecía una certidumbre lógica. Bonforte había escapado por lo menos a tres intentos de asesinato… eso era lo que habían dicho los periódicos. En dos de esas ocasiones se había librado de milagro. Supongamos que no existió tal milagro… Supongamos que los intentos habían tenido éxito, pero que el querido tío Joe Bonforte se encontraba en alguna otra parte en aquellos momentos…

De esa forma se puede utilizar a un buen número de actores.

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