3

Debo decir que nunca me había mezclado en asuntos políticos. Mi padre me previno siempre contra ello:

—Manténte apartado de eso, Larry —solía decirme con aire solemne—. La publicidad que se consigue de ese modo es una mala publicidad, y además a la gente no le gusta.

No había votado una sola vez en toda mi vida… ni siquiera cuando la enmienda del 98 hizo posible que la población flotante —la cual incluye, por supuesto, a la mayoría de los miembros de mi profesión— pudiera ejercer el derecho de voto.

Por otra parte, caso de albergar alguna preferencia política, ésta no se orientaba precisamente hacia el viejo Bonforte. Le consideraba un hombre peligroso, quizá incluso un traidor a la raza humana. La idea de suplantarle y ser asesinado en su lugar me resultaba… ¿cómo podría decirlo?… sumamente desagradable.

Pero eso sí… ¡qué gran papel!

En cierta ocasión hice el papel protagonista de L'Aiglon, y también había representado a César en las dos únicas obras dignas de tal nombre. Pero la idea de representar semejante papel en vida… bien, es suficiente para hacerle a uno comprender por qué un hombre puede ir a la guillotina en lugar de otro, sólo para tener la oportunidad de representar, siquiera sea durante breves instantes, el definitivo y trascendente papel de la muerte, y hacer de ello una suprema obra de arte.

Me pregunté cuáles serían aquellos colegas que habían sido incapaces de resistir la tentación en las ocasiones precedentes. No cabía duda de que eran artistas… aunque su absoluto anonimato había constituido el único tributo al éxito de su caracterización. Intenté recordar cuándo habían tenido lugar los anteriores intentos de asesinato de Bonforte, y cuáles de mis colegas con las suficientes aptitudes para representar ese papel habían desaparecido del mapa por la misma época. Mis esfuerzos fueron vanos. No sólo ignoraba los detalles de la historia política moderna, sino que, además, muchas veces los actores se desvanecen de la escena sin que se sepa por qué; es una profesión arriesgada, incluso para los mejores de nosotros.

Entretanto, seguía estudiando concienzudamente mi futura caracterización.

Comprendí que podía representar el papel. De hecho, podía hacerlo con un pie metido en un cubo de agua y con un incendio entre bastidores. Para empezar, no existían problemas en lo concerniente al aspecto físico; Bonforte y yo podíamos intercambiar nuestros trajes sin que se notara ni una sola arruga. Aquellos conspiradores de opereta que me habían arrastrado en su loca empresa habían concedido una gran importancia al parecido físico, cosa innecesaria, ya que eso no significa nada si no está apoyado en el arte; además, el parecido no es imprescindible si el actor es competente. No obstante, admito que constituye una ayuda, y su estratagema de utilizar el cerebro electrónico había conducido, por mero accidente, a la selección de un verdadero artista, con el aliciente adicional de que éste era gemelo del político, tanto en medidas corporales como en estructura ósea. Sus rasgos faciales eran casi idénticos a los míos. Incluso sus manos eran largas, estrechas y aristocráticas como las mías; y eso es importante porque las manos son mucho más difíciles de imitar que el rostro.

En cuanto a su leve cojera, al parecer resultado de uno de los ya mencionados intentos de asesinato, no presentaba dificultad alguna. Tras estudiarle durante unos minutos, me di cuenta de que podía levantarme de la cama (con la gravedad adecuada, desde luego) y caminar exactamente igual que él sin ningún esfuerzo. La manera que tenía de rascarse el pescuezo y de frotarse la barbilla, el casi imperceptible tic nervioso que precedía cada una de sus frases, tales cosas no suponían ningún problema; habían penetrado en mi subconsciente igual que el agua es absorbida por la arena.

Desde luego, Bonforte tenía unos quince o veinte años más que yo, pero siempre es más fácil representar el papel de un hombre más viejo que el de otro más joven. En cualquier caso, para un actor, la edad no es más que un asunto de atención interior; no tiene nada que ver con la progresiva degradación de los procesos físicos.

Estaba listo para representar el papel en el escenario, o pronunciar un discurso en su lugar, al cabo de veinte minutos. Pero aquel trabajo, tal como yo lo entendía, era algo más que una sencilla suplantación. Dak me había dicho que tendría que convencer a personas que le conocían bien, quizá en circunstancias íntimas. Eso es mucho más difícil. ¿Tomaría el café con azúcar o sin él? ¿Qué mano usaba para encender un cigarrillo, y con qué gesto? Recibí la respuesta a esa pregunta aun antes de acabar de formularla; la imagen que tenía ante mí encendió un cigarrillo con un gesto que me convenció de que había usado fósforos y uno de los anticuados encendedores antes de decidirse a seguir la marcha del mal llamado progreso.

Sin embargo, lo peor de todo es que un hombre no constituye una complejidad única; es un complejo distinto para cada una de las personas que le conocen. Eso quiere decir que, para tener éxito, la suplantación debe cambiar ante cada público, ante cada conocido de la persona a quien se está representando. Eso no sólo es difícil, sino matemáticamente imposible. Hay cientos de detalles en los que uno puede estrellarse.

¿Qué experiencias comunes tiene nuestro modelo con su conocido John Jones? ¿O con cien, o mil, John Jones? ¿Cómo es posible que un doble conozca todos estos detalles?

En sí misma, una representación, como cualquier obra de arte, no es más que un proceso de abstracción, que consiste en retener sólo los rasgos más significativos. Ahora bien, en una suplantación cualquier detalle puede ser significativo. A la larga, algo tan estúpido como el no cortar la lechuga con el cuchillo podría descubrir todo el enredo.

Luego se me ocurrió el sombrío pensamiento de que mi trabajo probablemente sólo necesitaba ser convincente el tiempo necesario para que algún traidor escondido fijara su mira en mi persona.

Todavía seguía estudiando al hombre a quien debía reemplazar (qué otra cosa podía hacer), cuando la puerta se abrió y oí como Dak exclamaba alegremente:

—¿Hay alguien en casa?

Las luces se encendieron de nuevo, la figura tridimensional se desvaneció. y sentí como si me arrancasen de un sueño. Volví la cabeza; la joven llamada Penny se esforzaba en levantar la cabeza dentro del otro tanque hidráulico, mientras Dak permanecía apoyado en el umbral.

Le miré y pregunté asombrado:

—¿Cómo puede permanecer de pie?

Una parte de mi cerebro, mi parte profesional, que siempre trabaja con independencia de mis otros procesos mentales, estaba ya anotando la forma en que se sostenía y archivando sus notas en una carpeta nueva, rotulada: Forma en que un hombre se mantiene en pie bajo dos gravedades.

Dak me sonrió.

—No tiene importancia. Llevo tirantes en los pantalones.

“Puede levantarse si quiere. Generalmente no aconsejamos a los pasajeros que se levanten del tanque de presión cuando aceleramos a más de una gravedad y media; siempre existe el riesgo de que algún idiota tropiece y se rompa una pierna. Pero una vez vi cómo un tipo forzudo salió del prensa-uvas y empezó a caminar bajo cinco gravedades… sin embargo, después de aquello nunca sirvió para gran cosa. Pero dos G no tienen importancia; es como llevar a otro hombre a la espalda —lanzó una mirada a la joven—. ¿Le ha contado todo, Penny?

—Aún no me ha preguntado nada.

—¿Es posible? Lorenzo, creía que usted era el hombre que quería saber todas las respuestas.

Me encogí de hombros.

—No llego a ver qué importancia tiene eso ahora, ya que es evidente que no viviré lo bastante para disfrutar de mis conocimientos.

—¿Eh? ¿Qué mosca le ha picado, amigo?

—Capitán Broadbent —dije amargamente—, debo moderar mis palabras por la necesidad de expresarme delante de una dama; por lo tanto, no puedo discutir con precisión acerca de sus antepasados, su moral y su posible fin. Pero sí le diré que supe que me había tendido una trampa desde el momento en que conocí la identidad de la persona a quien debo reemplazar. Me contentaré con una única pregunta. Quisiera saber quién es la persona interesada en asesinar a Bonforte. Hasta los muñecos del tiro al blanco tienen derecho a saber quién es el que va a tirar contra ellos.

Por primera vez vi a Dak expresar sorpresa. Luego empezó a reír con tal entusiasmo, que la aceleración de la nave le pareció excesiva; se deslizó hasta el suelo y apoyó la espalda contra la pared, mientras seguía riendo.

—No puedo comprender qué hay de gracioso en este asunto —dije furioso.

Se contuvo y se secó los ojos.

—Larry, ¿de veras ha llegado a pensar que le he contratado para que sirva de blanco a los tiros de un asesino?

—Me parece evidente.

Luego le expliqué mis deducciones a la luz de los anteriores intentos de asesinato.

Tuvo la delicadeza de no echarse a reír de nuevo.

—Comprendo. Ha pensado que se trataba de un trabajo como el de aquellos siervos que probaban los alimentos destinados al rey de la Edad Media. Bien, trataré de hacerle cambiar de idea; supongo que su actuación se resentiría si pensara que estaba a punto de ser agujereado por unas cuantas balas. Mire, he trabajado para el Jefe durante seis años. Durante todo este tiempo, me consta que nunca ha usado doble… Sin embargo, estuve presente en dos de las ocasiones en que se intentó asesinarle; en una de esas veces yo mismo derribé al asesino. Penny, tú has trabajado con el Jefe más tiempo que yo. ¿Ha usado alguna vez un doble?

Ella me miró con frialdad.

—Nunca. La idea de que el Jefe pudiera permitir que alguien se expusiera a algún peligro en su lugar… ¡Caramba, debería abofetearle ahora mismo por pensar tal cosa!

—No te irrites, Penny —dijo Dak tranquilamente—. Ambos necesitáis trabajar juntos. Además, sus deducciones no son tan descabelladas, por lo menos para un extraño. A propósito, Lorenzo, la señorita es Penelope Russell. Es la secretaria personal del Jefe, y por lo tanto, será ahora su instructor principal.

—Es un honor conocerla, mademoiselle.

—¡Quisiera poder decir lo mismo!

—¡Cuidado, Penny! —exclamó Dak—, o tendré que darte una azotaina… y bajo dos gravedades. Lorenzo, debo admitir que el personificar a John Joseph Bonforte no es tan seguro como estar sentado en una silla de inválido… es cierto, y los dos sabemos que se han hecho varios intentos para que las compañías de seguros tengan que pagar su póliza. Pero no tememos nada de eso en esta ocasión. En realidad, esta vez, y por razones que comprenderá más adelante, los muchachos que están contra nosotros no se atreverán a matar al Jefe… ni tampoco a usted cuando esté representando su papel. Su juego es un poco violento… como habrá podido ver, y no tendrían reparos en matarme a mí o incluso a Penny, si eso les reportase la más ligera ventaja. También le matarían a usted ahora mismo, si pudieran. Pero cuando se presente en público como Bonforte, puede sentirse tranquilo; las circunstancias son tales, que no podrán arriesgarse a matarle entonces.

Dak contempló mi rostro.

—¿Bien?

Meneé la cabeza lentamente.

—No lo comprendo.

—Naturalmente, pero ya lo comprenderá. Es un asunto complicado, en el que desempeñan un importante papel las costumbres y hábitos de los marcianos. Puede confiar en mi palabra; lo sabrá todo antes de que lleguemos a nuestro destino.

Aún no me gustaba nada de todo aquello. Hasta entonces Dak no me había contado ninguna mentira, que yo supiera… pero podía ocultarme la verdad al no decirme todo lo que sabía, como ya había aprendido a mis propias expensas. Le dije:

—Mire, Dak, no tengo ningún motivo para confiar en usted o en esta joven… si me perdona, señorita. Pero aunque no siento gran simpatía por el señor Bonforte, sé que tiene la reputación de ser una persona en extremo sincera, a veces hasta el punto de llegar a ser ofensiva. ¿Cuándo podré hablarle? ¿Tan pronto lleguemos a Marte?

La simpática y fea cara de Dak se ensombreció de repente con tristeza.

—Me temo que no será posible. ¿No se lo ha dicho, Penny?

—¿Decirme el qué?

—La razón de que necesitemos un doble para el Jefe. Le han secuestrado.

La cabeza me dolía, quizá por el doble peso que ahora tenía, o posiblemente por la sucesión de sorpresas a las que me veía enfrentado.

—Ahora ya lo sabe —continuó Dak—. Ya sabe por qué Jock Dubois no quería confiarle este secreto hasta que saliésemos de la Tierra. Se trata de la noticia más importante desde el primer aterrizaje en la Luna, y nosotros la estamos manteniendo en secreto, haciendo todo lo que podemos y más aún para que no llegue nunca a oídos de la gente. Esperamos que usted nos ayude en nuestro propósito hasta que le encontremos y podamos rescatarle. De hecho, Lorenzo, ya ha empezado a reemplazarle. Esta nave no es en realidad el Go For Broke; es la nave particular y oficina móvil del Jefe: el Tom Payne. El Go For Broke está ahora en una órbita de espera alrededor de Marte, utilizando en todas las comunicaciones la señal de clave de esta nave; sustitución sólo conocida por su capitán y por el oficial de comunicaciones. Mientras tanto, el Tom Payne se ha apretado el cinturón y ha volado a la Tierra, para regresar con un sustituto del Jefe. ¿Empieza a comprenderlo ahora?

Debo admitir que no comprendía nada.

—Sí, sí; pero, vamos a ver, capitán: si los enemigos políticos de Bonforte le han secuestrado, ¿por qué quieren ustedes mantener ese ultraje en secreto? Yo, en su lugar, lo gritaría a los cuatro vientos.

—Nosotros también lo haríamos en la Tierra. Igual que en New Batavia, o en Venus. Pero aquí tratamos con Marte. ¿Conoce la leyenda de Kkkahgral el Joven?

—Pues… creo que no.

—Entonces debe aprenderla; le ayudará a comprender la mente de un marciano. A grandes rasgos, el joven Kkkah debía aparecer en un lugar y hora señalados de antemano, hace miles de años, para recibir un alto honor… algo parecido a ser nombrado caballero. Aunque él no tuvo la culpa (tal como nosotros lo juzgamos), no pudo presentarse a su debido tiempo. De acuerdo con las costumbres marcianas, no quedaba otro remedio que matarlo. Pero gracias a su juventud y a su historia impecable, ciertos reformistas que se encontraban presentes argumentaron que debían permitirle volver a empezar de nuevo. Sin embargo, Kkkahgral el Joven no quiso aceptar la gracia. Insistió en el derecho que tenía de actuar como fiscal acusador de su propia causa, ganó el juicio y fue ejecutado. Lo cual se ha convertido en la misma esencia de la etiqueta y el protocolo en Marte, por decirlo así.

—¡Es absurdo!

—¿Por qué? Nosotros no somos marcianos. Constituyen una especie antiquísima, la cual posee una escala de valores y obligaciones sociales que tiene prevista cualquier situación… Son las gentes más formalistas posible. Comparados con ellos, los antiguos japoneses, con sus giri y gimu, eran unos verdaderos anarquistas. Los marcianos no tienen en su vocabulario las palabras “bien” y “mal”; en su lugar dicen “corrección” e “incorrección”, con un significado elevado al cubo y cargado con explosivos de reacción. No obstante, todo esto se refiere a nuestros problemas, porque el Jefe estaba a punto de ser adoptado por el nido del mismísimo Kkkahgral el Joven. ¿Empieza a comprender?

Todavía no entendía nada. Para mi aquel Kkkah simbólico no era más que un personaje de melodrama. Broadbent continuó.

—Es una cosa fácil de comprender. El Jefe es quizá uno de los mayores investigadores en costumbres y psicología marcianas. Ha trabajado en este tema durante muchos años, y uno de sus mayores deseos era precisamente éste. Al mediodía del miércoles, en el Lacus Soli, se celebrará la ceremonia de la adopción oficial. Si el Jefe se encuentra presente y cumple con su parte del ceremonial, todo irá bien. Si no se presenta a la hora convenida… y no tiene la menor importancia el porqué no se encuentra allí… su nombre será arrastrado por el barro en todos los nidos de Marte, de polo a polo, y el mayor intento político de integración racial e interplanetaria que se haya intentado jamás no será otra cosa que un fracaso. Peor aún, ese intento se volverá contra sus autores. Creo que lo menos que puede suceder es que Marte se retire de su débil asociación con el Imperio. Posiblemente habrá represalias y muchos seres humanos morirán, quizá todos los humanos en Marte. Entonces los extremistas del Partido de la Humanidad empezarán a clamar venganza y Marte será anexionado por la fuerza de las armas… pero no antes de que todos los marcianos hayan perecido en un inútil combate. Todo esto como resultado de que Bonforte no pueda presentarse a la ceremonia de su adopción… Los marcianos toman estas cosas muy en serio.

Dak salió de la habitación con la misma rapidez con que había llegado, y Penelope Russell volvió a hacer funcionar el proyector. Se me ocurrió que hubiera debido preguntarle qué podía impedir a nuestros enemigos matarme, si todo lo que se necesitaba para conseguir sus siniestros propósitos era impedir que Bonforte (en persona o representado por un doble) acudiera a aquella salvaje ceremonia marciana. Pero no se me había ocurrido preguntárselo… Quizá sentía un terror subconsciente a conocer la respuesta.

Unos minutos después me encontraba de nuevo estudiando a Bonforte, tratando de asimilar sus gestos y movimientos, interpretando sus emociones, vocalizando los tonos de su voz, mientras me sentía inmerso en mi mejor esfuerzo creador. Estaba “absorbiendo” al personaje a toda velocidad.

El pánico me arrancó de mi concentración cuando la imagen cambió y vi a Bonforte rodeado de marcianos que le tocaban con sus seudomiembros. Estaba tan compenetrado con aquella imagen, que pude sentir como si me tocasen a mí… y el olor era insoportable. Lancé un grito de horror y levanté los brazos para protegerme.

—¡Párelo!—grité.

Las luces se encendieron y la estereoimagen desapareció. La señorita Russell me miraba sorprendida.

—¿Qué le pasa ahora?

Traté de recobrar el aliento y reprimir el temblor que me dominaba.

—Señorita Russell… lo siento mucho… por favor… no vuelva a proyectar esa escena. No puedo soportar a los marcianos.

Ella me contempló como si no creyera lo que estaba oyendo, con una mirada llena de desprecio.

—Ya les dije que este ridículo proyecto no podía tener éxito— pronunció lentamente, en tono irónico.

—Lo siento muchísimo. No puedo remediarlo.

No me contestó, pero se levantó con esfuerzo del prensa-uvas. No podía caminar tan fácilmente bajo dos gravedades como lo había hecho Dak, pero era evidente que estaba acostumbrada a ello. Salió del camarote sin pronunciar una palabra, cerrando la puerta tras de sí.

La muchacha no regresó. En su lugar la puerta fue abierta por un hombre que parecía vivir dentro de unas gigantescas andaderas.

—¡Hola, muchacho!— saludó con voz profunda y agradable.

Debía de tener unos sesenta años, y era grueso y de maneras suaves. No necesité ver sus credenciales para comprender que estaba acostumbrado a tratar con enfermos.

—¿Cómo está usted, señor? —respondí a su saludo.

—Bastante bien. Pero me sentiría mejor a más baja aceleración —lanzó una mirada al curioso aparato sobre el que descansaba todo su cuerpo en sentido vertical—. ¿Qué le parece este armazón de ruedas? Quizá resulta un tanto ridículo, pero alivia enormemente a mi cansado corazón. A propósito, debo presentarme. Soy el doctor Capek, médico personal de Bonforte. Ya sé quién es usted. Ahora, ¿quiere tener la bondad de explicarme ese problema entre usted y los marcianos?

Traté de hacerlo en forma clara y sin permitir que mis emociones se mezclaran en ello.

El doctor Capek asintió.

—El capitán Broadbent debió haberme avisado —dijo—. Habríamos cambiado el orden de su programa de instrucción. El capitán es un joven muy competente a su manera, pero a veces sus músculos corren más que su cerebro. Tiene una personalidad tan perfectamente extravertida que a veces me asusta. Sin embargo, nada se ha perdido. Señor Smythe, necesito su permiso para proceder a hipnotizarle. Le doy mi palabra de médico que usaré la hipnosis únicamente para ayudarle en esta cuestión, y que de ningún modo lo haré para interferir en su integración personal psíquica.

Sacó del bolsillo un anticuado reloj de bolsillo de esos que constituyen el emblema de su profesión y empezó a tomarme el pulso.

—No tengo inconveniente en darle ese permiso, doctor —contesté—; pero me temo que no le servirá de nada. No podrá dormirme.

Yo había aprendido las técnicas hipnóticas durante la época en que realizaba mi acto mentalista, pero mis maestros nunca pudieron hipnotizarme. Un poquito de hipnotismo resulta muy útil a veces para convencer al público, especialmente si la policía local no es demasiado exigente en hacer cumplir las leyes con que nos han constreñido las asociaciones médicas.

—¿De veras? Bien, entonces no nos quedará otro remedio que hacer todo lo posible para amortiguar esa repulsión hacia los marcianos. Vamos a ver, trate de ponerse cómodo, relaje los músculos y hablaremos un poco sobre su problema.

Mantenía el reloj en la mano, retorciendo la cadena de plata y haciendo que el reloj girase rápidamente, primero en un sentido, luego en el otro. Estuve a punto de decirle que me molestaba, ya que la luz de la lámpara colocada a mi cabecera se reflejaba en el reloj, que ahora centelleaba, pero pensé que probablemente se trataba de una costumbre del doctor de la que quizá no era consciente y que, en realidad, era una cuestión poco importante para tener que llamar la atención de un desconocido.

—Me siento tranquilo —le aseguré—. Pregúnteme lo que quiera. O si lo prefiere, yo le explicaré lo que siento.

—No se preocupe. Flote tranquilamente en ese tanque hidráulico —dijo en voz baja. Dos gravedades le hacen a uno sentirse pesado, ¿no es cierto? Hacen que la sangre descienda del cerebro, producen somnolencia. Han vuelto a acelerar de nuevo. Todos tendremos que dormir… Nos sentiremos cansados… Tendremos que dormir…

Quise decirle que sería mejor que se guardase aquel reloj o, de lo contrario, se le caería de la mano, pero en vez de decirle nada me quedé dormido.

Cuando me desperté, la otra litera estaba ocupada por el doctor Capek.

—Hola, amigo —me saludó—. Me cansé de seguir metido en aquel juguete y decidí tenderme aquí a descansar un poco.

—¡Ah!, ¿volvemos a estar bajo dos gravedades?

—Desde luego. La aceleración es igual a dos gravedades.

—Lamento haber perdido el conocimiento. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

—¡Oh, no mucho! ¿Se siente bien?

—Muy bien. En realidad, fresco y descansado como nunca.

—A menudo produce ese efecto. Me refiero a la alta aceleración, desde luego. ¿Le gustaría ver otras películas?

—Por supuesto, doctor, si usted lo desea.

—Bien.

Estiró el brazo y el camarote volvió a quedar a oscuras. Me sentí fortalecido ante la idea de que fuera a mostrarme más imágenes de los marcianos; decidí que esta vez no iba adejarme arrastrar por el pánico. Después de todo, en muchas ocasiones me había visto obligado a figurarme que no estaban cerca de mí. No tenían por qué causarme ningún efecto en película; si antes lo habían hecho era porque me cogieron desprevenido.

No tardaron en llegar las estereoimágenes de los marcianos, tanto con Bonforte como solos. Descubrí que me era posible estudiarlos sin sentir ninguna emoción, terror o disgusto.

¡De repente comprendí que me gustaba verlos!

Lancé una exclamación incoherente y Capek detuvo el proyector.

—¿Le sucede algo?—preguntó.

—Doctor… ¡usted me ha hipnotizado!

—Me dijo que podía hacerlo.

—Pero si no es posible… nadie puede hipnotizarme.

—Lamento enterarme de eso… ahora.

—¡Ah! De modo que lo consiguió. No soy tan estúpido como para no comprenderlo —luego continué—: Vamos a proyectar esas películas de nuevo. Casi no puedo creerlo.

El doctor hizo funcionar el proyector y yo contemplé las imágenes en tres dimensiones, maravillado. Los marcianos no eran desagradables, si uno los miraba sin prejuicios; ni siquiera resultaban feos. En realidad, poseían la misma gracia exótica de una pagoda china. Es cierto que no tenían forma humana, pero tampoco la tiene un ave del paraíso… y las aves del paraíso son los seres más hermosos del Universo.

Empecé a comprender también que sus seudomiembros podían resultar muy expresivos; sus torpes movimientos guardaban cierto parecido con los amistosos retozos de los perritos. Me di cuenta de que durante toda mi vida había visto a los marcianos a través de los negros cristales del odio y el miedo.

Sin embargo, pensé que me costaría tiempo acostumbrarme a su horrible olor, pero… luego me di cuenta de que estaba oliendo el inconfundible aroma… y que no me molestaba en absoluto. Hasta me resultaba agradable.

—¡Doctor! —exclamé—. Esta máquina tiene el equipo sensorial olfativo, ¿no es verdad?

—¿Cómo? No lo creo. Demasiado peso muerto para una nave de recreo.

—Sin embargo, debe de tenerlo. Puedo olerlos sin error posible.

—¡Ah, claro! —El doctor pareció ligeramente avergonzado—. Amigo, le hice algo que espero no le parecerá mal.

—¿A qué se refiere?

—Mientras estaba analizando su mente, encontré que la causa principal de su repulsión neurótica ante los marcianos era provocada por sus emanaciones físicas. No tenía tiempo para hacer un trabajo de eliminación profundo, de modo que tuve que neutralizar esa sensación. Le pedí a Penny… esa joven que estaba aquí antes… que me prestase un poco del perfume que ella usa. Me temo que de ahora en adelante, amigo, el olor de los marcianos le va a parecer igual que un perfume parisiense. Con más tiempo habría usado otro olor agradable, pero más familiar, como el de fresas maduras o el de miel. Sin embargo, me vi obligado a improvisar con lo que tenía a mano.

Aspiré el aire. Sí, se sentía el olor de un fuerte y caro perfume, y sin embargo, era la inconfundible emanación de un marciano.

—Pues me gusta.

—No puede evitar que le guste —dijo el médico.

—Debe de haber gastado una botella entera. Todo este lugar está lleno de perfume.

—¿Cómo? Nada de eso. No hice más que pasar el tapón por debajo de su nariz hace una media hora y luego devolví la botella a Penny, quien se la volvió a llevar —Capek aspiró el aire—. El perfume ya ha desaparecido. “Embrujo de Selva”, ponía en la botella. Parecía contener mucho almizcle. Acusé a Penny de tratar de seducir a toda la tripulación con semejante perfume, pero ella se rió de mí —el doctor alzó el brazo y desconectó el estereocine—. Ya hemos visto bastantes películas. Ahora quisiera que empezara a trabajar en algo más útil.

Cuando las imágenes en tres dimensiones se desvanecieron, la fragancia del perfume desapareció con ellas, exactamente igual que en los cines equipados con equipo sensorial olfativo. Tuve que admitir que todo aquello sólo estaba en mi mente. Pero, como actor profesional, ya sabía que la imaginación desempeñaba un importante papel en todas las sensaciones.

Cuando Penny volvió a entrar en la cabina al cabo de unos minutos, trajo consigo una fragancia exactamente igual a la de un marciano.

Me pareció un perfume adorable.

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