Si hace su aparición un hombre vestido como un paleto y con aires de ser el amo del lugar, no cabe la menor duda de que nos hallamos ante un piloto espacial.
Se trata de una deducción lógica. Su profesión hace que se sienta el rey de la Creación; para él, poner los pies en tierra significa codearse con patanes. Y por lo que respecta a su forma de vestirse, tan falta de elegancia, no es de extrañar que un hombre que va de uniforme la mayor parte del tiempo y que está más habituado a vivir en el espacio abierto que en la civilización, ignore todo lo referente a la moda masculina. Obviamente, constituye una presa fácil para los mal llamados “sastres”, que invaden todos los espaciopuertos vendiendo “trajes para tierra”.
Al momento me di cuenta de que el individuo alto y corpulento que acababa de efectuar su entrada había sido vestido por Omar, el fabricante de tiendas de campaña. No cabía error posible: hombreras acolchadas y demasiado grandes, pantalones tan cortos que al sentarse dejaban al descubierto buena parte de sus velludos muslos, y una camisa arrugada que le hubiera sentado mucho mejor a una vaca.
No obstante, me guardé mis opiniones y con el último medio imperial que me quedaba le invité a un trago, pensando que hacía una buena inversión, ya que los pilotos espaciales tienen fama de no ser precisamente avaros con su dinero.
—¡Calentemos los motores!—dije cuando entrechocamos nuestras copas. Me dirigió una rápida mirada de suspicacia.
Ése fue el primer fallo en mi relación con Dak Broadbent. En lugar de responder “¡Espacio despejado!” o “Buen aterrizaje”, como hubiera sido lo lógico, me estudió un momento y dijo suavemente:
—Un buen brindis, pero dedicado a la persona equivocada. Jamás he estado en el espacio.
De nuevo debí mantener la boca cerrada. Los pilotos espaciales no suelen aparecer a menudo por el bar de Casa Mañana. No se trata precisamente de uno de sus hoteles preferidos, y además queda a varios kilómetros del espaciopuerto. Si uno de ellos se deja caer por allí vestido de paisano, se refugia en un rincón oscuro y no desea ser reconocido como piloto, eso es asunto suyo. Yo también había elegido aquel rincón porque desde allí podía ver sin ser visto; debía algún dinero aquí y allá, nada importante, pero hubiera resultado embarazoso que mis acreedores me reconocieran. Debí imaginar que él tenía también sus razones, y haberlas respetado.
Pero mis cuerdas vocales tenían vida propia, y no pude retener las palabras.
—A otro perro con ese hueso, amigo —repliqué—. Si usted es un topo de tierra, entonces yo soy el alcalde de Tycho City. Apuesto a que ha tomado más tragos en Marte que en la Tierra— añadí, notando con qué cuidado alzaba su vaso, lo cual denotaba su costumbre de beber en lugares de baja gravedad.
—¡No levante la voz! —me interrumpió, hablando entre dientes—. ¿Por qué está tan seguro de que soy piloto? Ni siquiera me conoce.
—Mire, por mí puede ser lo que quiera —repuse—. Pero tengo ojos en la cara. Se descubrió en cuanto entró aquí.
Lanzó una maldición en voz baja.
—¿Qué le hizo darse cuenta?
—No se preocupe por eso. Estoy seguro de que nadie más se fijó. Pero yo veo lo que los demás no pueden ver —le entregué mi tarjeta, con un inocultable gesto de orgullo—. Sólo existe un Lorenzo Smythe, el único. Yo soy “el Gran Lorenzo”, cine, televisión, vídeo, teatro clásico, “Extraordinario Actor y Mimo”.
Leyó mi tarjeta y se la guardó en un bolsillo, lo cual me molestó un poco, porque aquellas tarjetas me habían resultado bastante caras; eran una perfecta imitación de grabado a mano.
—Comprendo —dijo tranquilamente, y añadió—: ¿Y qué hay de raro en mi forma de moverme?
—Se lo demostraré —dije—. Iré hasta la puerta como un topo de tierra y después regresaré caminando tal como lo hace usted. Observe.
Hice lo que le había dicho, exagerando un poco a la vuelta su manera de andar, a fin de que pudiese captar la idea: los pies arrastrando ligeramente por el suelo, para no perder la estabilidad, el cuerpo un poco echado hacia adelante y equilibrado desde las caderas, las manos separadas del tronco, listas para asirse a cualquier parte a la menor oscilación.
Había una docena más de detalles difíciles de precisar; uno tiene que ser un piloto espacial para hacerlo, con el cuerpo siempre alerta, manteniendo el equilibrio inconscientemente; es preciso vivirlo. El hombre de las ciudades se mueve toda su vida sobre suelos lisos y firmes, con una gravedad terrestre normal, y sin duda tropezará con el primer papel que encuentre a su paso. No así el piloto espacial; éste sabe dónde pone los pies.
—¿Comprende ahora?—pregunté, cuando volví de nuevo a su lado.
—Me parece que sí —admitió, sonriendo—. ¿Es posible que camine de ese modo?
—Ya… Entonces, quizá convendría que me diese usted lecciones.
—En efecto, no le vendría mal —asentí.
Me contempló con atención y luego pareció que iba a decir algo, pero cambió de idea e hizo un gesto al camarero para que nos sirviera más bebida. Cuando llegaron nuestras copas, las pagó, se bebió la suya y se levantó, todo ello sin transición.
—Espéreme aquí—pidió en voz baja.
Con la bebida que él había pagado ante mí, no podía negarme. Tampoco deseaba hacerlo; aquel hombre había despertado mi interés. Me era simpático, aunque apenas acababa de conocerle; era la clase de tipo fuerte y feo, pero atractivo, de quien se enamoran las mujeres y al que obedecen los hombres.
Atravesó el bar discretamente, pasando junto a una mesa ocupada por cuatro marcianos, próxima a la puerta. A mí no me gustan los marcianos. No consigo convencerme de que una cosa que recuerda a un tronco de árbol rematado por un salacot pueda ser objeto de los mismos privilegios que un hombre. Tampoco me gusta la manera como agitan sus seudomiembros; me parecen serpientes arrastrándose por el suelo. Ni su habilidad para mirar en todas direcciones a la vez sin mover la cabeza… si es que tienen cabeza, lo cual es muy discutible. Y otra cosa más: ¡no puedo soportar su olor!
Eso no significa que se me pueda acusar de tener prejuicios raciales. No me importa la religión, la raza o el color de un hombre. Pero los hombres son hombres; en cambio, los marcianos son sólo cosas. A mi modo de ver, ni siquiera puede decirse que sean animales. Prefiero tener cerca a un jabalí verrugoso que a uno de esos marcianos, y encuentro ofensivo que se les permita la entrada en los bares y restaurantes frecuentados por hombres. Pero existía el Tratado, así que ¿qué podía hacer?
Aquellos cuatro marcianos no se encontraban en el bar cuando yo entré, de lo contrario habría reparado en ellos. Tampoco estaban sentados a su mesa hacía un momento, cuando llevé a cabo mi recorrido de ida y vuelta hasta la puerta. Sin embargo, ahora nadie podía negar que estaban allí, sentados en sus pedestales en torno a la mesa, tratando de pasar desapercibidos. Ni siquiera había notado la aceleración del aparato del aire acondicionado.
La bebida gratis que tenía ante mí no me apetecía demasiado; lo único que deseaba era que mi nuevo amigo regresase, para poder irme de una manera cortés. De pronto recordé que había lanzado una rápida mirada en aquella dirección antes de marcharse precipitadamente, y me pregunté si no serían los marcianos la causa de su partida. Volví a mirarlos, tratando de averiguar si prestaban atención a nuestra mesa, pero ¿cómo podía uno decir hacia dónde miraba un marciano o en qué estaba pensando? Ésa era otra de las razones de que no me gustasen los marcianos.
Seguí allí sentado, jugando con el vaso y pensando en qué podía haberle sucedido a mi amigo. Albergaba la esperanza de que su hospitalidad llegara hasta el punto de invitarme a cenar, y si nuestra amistad se consolidaba, incluso a que me hiciera un pequeño préstamo. Mi situación en aquellos momentos era… digamos, bastante precaria. Las dos últimas veces que había intentado comunicarme con mi agente teatral, sólo había conseguido que su autosecretario grabase mi llamada, y a menos que pudiera introducir unas cuantas monedas en la puerta, mi habitación no se abriría esa noche. Hasta ese punto había descendido mi suerte; me veía obligado a dormir en un cubículo accionado por monedas.
Mis melancólicos pensamientos se vieron interrumpidos por el camarero, que me tocaba el brazo.
—Una llamada para usted, señor.
—¿Eh? Gracias, amigo. ¿Sería tan amable de traer el aparato a la mesa?
—Lo siento, señor, pero me es imposible transferir la comunicación. Está en la cabina doce, en el vestíbulo.
—¡Ah!, muy bien, iré allí, pues— contesté, tratando de mostrarme amistoso, ya que no podía darle una propina.
Pasé lo más lejos que pude de los marcianos al salir del bar.
No tardé en darme cuenta de por qué no se podía transferir la llamada a mi mesa. El número 12 era una cabina de máxima seguridad; visión, sonido y modulación. En la pantalla no aparecía ninguna imagen, y siguió sin aparecer incluso cuando hube cerrado la puerta a mis espaldas. Siguió reflejando una lechosa luminiscencia, hasta que me senté y puse mi rostro delante del dispositivo transmisor; entonces las nubes opalescentes se disiparon, y me encontré frente a la imagen de mi nuevo amigo.
—Siento haberme marchado tan precipitadamente— dijo con rapidez—, pero tenía prisa. Necesito que venga de inmediato a la habitación dos mil ciento seis del Eisenhower.
No dio más explicaciones. El Eisenhower era un hotel tan poco frecuentado por los pilotos como el Casa Mañana. Todo aquello me parecía un poco raro. No se le pide a un individuo al que se acaba de conocer en un bar que acuda a una habitación de hotel… Bueno, al menos no se suele hacer con alguien del mismo sexo.
—¿Para qué?— quise saber.
El piloto tenía esa mirada especial propia de los hombres acostumbrados a ser obedecidos sin discusión; le estudié unos instantes con interés profesional… No era de cólera, más bien algo parecido a una nube oscura que amenaza tormenta. Mi amigo se contuvo con esfuerzo y repuso con voz tranquila:
—Lorenzo, no tengo tiempo para explicaciones. Puedo ofrecerle un trabajo. ¿Le interesa?
—¿Se refiere a un contrato profesional? —repuse, subrayando las palabras.
Por un horrible instante, sospeché que me ofrecía…, bueno, eso…, un trabajo. Hasta entonces había logrado mantener intacto mi orgullo profesional, a pesar de los golpes que me había deparado la veleidosa fortuna.
—¡Oh, sí, profesional, por supuesto!—contestó con rapidez—. Necesito el mejor actor que pueda encontrar.
No dejé traslucir el alivio que sentía. Desde luego, estaba dispuesto a desempeñar cualquier papel… Hasta habría recitado con fervor la escena del balcón de Romeo y Julieta… Pero no conviene mostrarse demasiado interesado.
—¿Cuál es la naturaleza de ese contrato? —pregunté—. No tengo muchas fechas disponibles.
Hizo un gesto de impaciencia.
—No puedo explicarlo por el videófono. Quizá usted no lo sepa, pero hasta los aparatos de máxima seguridad pueden ser interferidos, si se dispone de tiempo. ¡Venga aquí cuanto antes!
Él se mostraba interesado; por lo tanto, podía permitirme el lujo de parecer vacilante.
—Pero, vamos a ver —protesté—, ¿quién cree que soy? ¿Un ordenanza? ¿O un corista ansioso por aparecer en escena con una lanza? ¡Yo soy Lorenzo! —Levanté la frente y me mostré ofendido—. ¿Cuál es su oferta?
—¿Eh?… ¡Maldición!, no puedo entrar en detalles por el videófono, ya se lo he dicho. ¿Cuánto gana?
—¿Se refiere a mis honorarios profesionales?
—Sí, sí.
—¿Para una sola representación? ¿Por una semana? ¿O para un contrato opcional?
—¡No importa! ¿Cuánto gana al día?
—Mis honorarios mínimos para una representación en una tarde son cien imperiales.
Aquello era la verdad. Bueno, a veces me había visto obligado a pagar comisiones escandalosas, pero mi contrato siempre indicaba mis honorarios formales. Cada uno tiene su categoría. Prefiero pasar hambre.
—De acuerdo —contestó en el acto—: cien imperiales al contado, pagaderos en el instante en que se presente aquí. Y ahora, ¡apresúrese!
—¿Eh?
Me di cuenta con amargura de que podría haber pedido doscientos o quizá doscientos cincuenta.
—Pero es que aún no he aceptado su oferta.
—No se preocupe por eso. Ya hablaremos cuando llegue aquí. Los cien son suyos aunque no quiera trabajar para nosotros. Si acepta… bien, llámelo una prima, además de su sueldo. Y ahora, ¿quiere cortar y venir aquí en el acto?
Me incliné ceremoniosamente.
—Ciertamente señor. Le ruego que tenga paciencia.
Por fortuna, el Eisenhower no estaba lejos de Casa Mañana, porque no me quedaba ni siquiera dinero para tomar el subterráneo. Sin embargo, aunque el arte de pasear casi se ha perdido, pude saborear la caminata, y eso me dio tiempo para establecer mi plan de acción. Yo no era ningún estúpido; me daba cuenta de que cuando alguien tiene tanta prisa en darte dinero, hay que mirar las cartas con cuidado, porque sin duda hay algo ilegal o peligroso, o ambas cosas a la vez, complicado en la cuestión. No soy demasiado escrupuloso en cuanto a la legalidad per se; estoy de acuerdo con el Bardo en que la ley es a menudo una idiotez. Pero en general, siempre me he mantenido apartado de las complicaciones con la policía.
No obstante, al cabo de unos minutos comprendí que no disponía de suficiente información para llegar a una decisión acertada; de modo que borré el problema de mi mente, lancé el vuelo de mi capa por encima del hombro y seguí caminando, disfrutando del suave clima otoñal y de los fragantes y variados perfumes de la metrópoli. Cuando llegué al Eisenhower decidí evitar la entrada principal y tomar un ascensor desde la puerta de servicio hasta el piso veintiuno; no me parecía el momento oportuno para arriesgarme a que la gente me reconociese. Mi amigo me franqueó la entrada.
—Ha tardado mucho— manifestó.
—¿Le parece?
No hice ningún otro comentario, y miré a mi alrededor. Era una suite de lujo, tal como esperaba, pero se encontraba desordenada y por lo menos había una docena de vasos sucios, y otras tantas tazas de café vacías, esparcidos por las mesas; no se necesitaba ser muy observador para comprender que yo era el último de una serie de visitantes. Tendido en un diván, y mirándome con ojos llenos de sospecha, había otro hombre, a quien también clasifiqué provisionalmente como piloto. Le lancé una mirada interrogativa, pero nadie se molestó en presentármelo.
—Bien, al menos ya se encuentra aquí. Ahora, vayamos a nuestro negocio.
—Desde luego —repliqué—; lo que me recuerda que se ha mencionado algo de una prima o pago adelantado.
—¡Ah, sí! —Se volvió hacia el hombre del diván—. Jock, págale.
—¿Por qué?
—¡Págale!
Ahora sabía cuál de los dos era el jefe… aunque, como aprendí más tarde, generalmente no cabía duda sobre ello en cualquier lugar donde se encontrase Dak Broadbent. El otro individuo se puso en pie lentamente, todavía mirándome con desagrado, y me entregó un billete de cincuenta y cinco de diez. Me los puse en el bolsillo con elegancia, sin contarlos, y dije:
—Estoy a su disposición, caballeros.
El más alto se mordió los labios.
—Ante todo, quiero tener su solemne juramento de que no hablará de este trabajo, ni siquiera dormido.
—Si mi palabra no es suficiente, ¿de qué les sirve mi juramento?— Lancé una mirada hacia el otro hombre, tendido de nuevo en el diván—. No creo que nos hayamos visto antes de ahora. Yo soy Lorenzo— me presenté.
El otro me miró y luego apartó los ojos. Mi amigo del bar dijo con rapidez:
—Nuestros nombres no deben importarle.
—¿No? Antes de morir, mi querido padre me hizo tres recomendaciones: primero, que nunca mezclara el whisky con nada, excepto con agua; segundo, que ignorara las cartas anónimas, y por último, que no entrara en tratos con ningún desconocido que rehusara dar su nombre. Buenos días, señores.
Me dirigí hacia la puerta, con mis cien imperiales en el bolsillo.
—¡Un momento!—me detuvo mi amigo. Hizo una pausa. Luego continuó—: Tiene razón. Me llamo…
—¡Capitán!
—Cállate, Jock. Yo soy Dak Broadbent; ése que nos mira con rabia es Jacques Dubois. Los dos somos pilotos; pilotos de primera clase, cualquier nave, cualquier aceleración.
Me incliné.
—Lorenzo Smythe —dije con modestia—. Juglar y socio de The Lambs Club.
Recordé que aún debía las cuotas de los dos últimos años.
—Bien. Jock, trata de sonreír para variar. Lorenzo, ¿está de acuerdo en mantener en secreto nuestro asunto?
—Por mi honor. Éste es un trato entre caballeros.
—¿Tanto si acepta el trabajo como si no?
—Tanto si llegamos a un acuerdo como en caso contrario. Soy humano, pero a menos que se me interrogue por medios ilegales, nunca revelaré sus secretos.
—Conozco los efectos de la neodexocaína sobre el cerebro humano, Lorenzo. No espero lo imposible.
—Dak —le interrumpió Dubois—, esto es un error. Por lo menos, debemos. . .
—Cierra el pico, Jock. No quiero ningún hipnotizador por aquí en este momento. Lorenzo, necesitamos que ocupe el lugar de otra persona. Que sea su doble. El trabajo tiene que ser tan perfecto que nadie… repito, nadie pueda sospechar que se ha efectuado el cambio. ¿Puede hacer esa clase de trabajo?
Fruncí el ceño.
—La pregunta no es si puedo hacerlo, sino si quiero. ¿Cuáles son las circunstancias del caso?
—Ya entraremos en detalles más tarde. En general, se trata del trabajo de doble que se suele hacer en el caso de una personalidad pública bien conocida. La diferencia consiste en que la suplantación tiene que ser tan perfecta que engañe a personas que le conocen bien y que le verán de cerca. No se trata sólo de asistir a una revista militar desde una tribuna de honor o de imponer medallas a unos cuantos boy-scouts. —Dak me miró con ojos penetrantes—. Se necesita un verdadero artista.
—No— contesté en el acto.
—¿Cómo? Todavía no conoce los detalles del caso. Si le preocupa su conciencia, puedo asegurarle que no hará nada contra los legítimos intereses del hombre a quien debe representar… ni contra los intereses de nadie. Es un trabajo necesario, que debe ser ejecutado en beneficio de todos.
—No.
—Pero ¡por todos los diablos!, ¿por qué? Ni siquiera sabe cuánto pensamos pagarle.
—El dinero no es lo más importante —dije con firmeza—. Yo soy un actor, no un doble.
—No le comprendo. Hay muchos actores que ganan dinero realizando presentaciones en público en lugar de algunas personalidades.
—Les considero como mercenarios, no como colegas. Déjeme explicarlo. ¿Hay algún autor que respete al que escribe para que otro firme sus obras? ¿Acaso se respeta a un pintor que permita a otro hombre que presente sus propios cuadros como obras suyas? Es posible que usted no conozca el espíritu del verdadero artista, señor, pero quizá pueda encontrar palabras para definir mi idea, en algo que atañe a su propia profesión. ¿Estaría usted dispuesto, por dinero, a pilotar una nave mientras algún otro que no posea su capacidad técnica llevase el uniforme, recibiera el mérito y fuese públicamente aclamado como capitán? ¿Lo haría usted?
Dubois me interrumpió:
—Depende del precio.
Broadbent le lanzó una mirada irritada.
—Creo comprender su punto de vista —dijo.
—Para el artista, señor, el prestigio es lo primero. El dinero sólo representa los medios que le permiten realizar su obra de arte.
—¡Hum…! De acuerdo. De manera que no está dispuesto a hacerlo sólo por dinero. ¿Lo haría por otras razones? ¿Si creyera que es algo que debe hacerse y que usted es el único que puede realizar este trabajo con éxito?
—Concedo esa posibilidad; no obstante, no puedo imaginar las circunstancias en que eso fuese posible.
—No necesita imaginarlas; nosotros se las explicaremos.
Dubois saltó del diván.
—Un momento, Dak, no puedes…
—Cierra el pico, Jock. Tiene que saberlo todo.
—No tiene por qué saberlo, ni en este lugar. Y no tienes ningún derecho a comprometernos, informándole de todo. No sabes nada de este hombre.
—Es un riesgo previsto.
Broadbent se volvió hacia mí.
Dubois le agarró del brazo y le hizo dar media vuelta.
—¡Al demonio el riesgo previsto! Dak, siempre he estado a tu lado en todo, pero esta vez, y antes de que puedas decir otra palabra más, uno de nosotros dos va a tener que tragarse los dientes.
Broadbent pareció sorprendido, y luego sonrió fríamente a Dubois.
—¿Crees que puedes hacerlo, hijito?
Dubois le miró firmemente y no dio un paso atrás. Broadbent era una cabeza más alto que su compañero, y quizá pesaba veinte kilos más. Por primera vez sentí simpatía hacia Dubois; siempre me ha gustado la audacia de un gatito, el coraje de un gallo de pelea o el valor de un hombre para morir en su puesto antes que humillarse ante el enemigo más fuerte… Y aunque no creía que Broadbent llegase a matarle, estaba seguro de que iba a ver a Dubois arrastrándose por el suelo como un trapo.
No tenía la menor intención de intervenir en aquella inminente pelea. Todo el mundo tiene derecho a elegir el momento y la manera de su propia destrucción.
Pude ver como la tensión iba en aumento. Luego, de repente, Broadbent se echó a reír y le palmeó la espalda a Dubois.
—¡Eres un valiente, Jock! —Se volvió hacia mí y dijo tranquilamente—: ¿Quiere excusarnos un momento? Mi amigo y yo tenemos que fumar la pipa de la paz.
El departamento estaba equipado con un rincón reservado, donde había un videófono y el autosecretario. Broadbent cogió a Dubois por el brazo y le llevó hasta allí. Los dos quedaron de pie y empezaron a hablar con excitación.
Muchas veces los lugares semejantes en sitios públicos, tales como los hoteles, están lejos de ser a prueba de indiscreciones; el sonido no llega a anularse por completo. Pero el Eisenhower era un hotel de primera clase, y por lo menos en esta ocasión, el dispositivo interceptor de sonidos funcionó perfectamente; podía ver el movimiento de sus labios, pero no pude oír nada.
Sin embargo, me bastaba con ver el movimiento de sus labios. El rostro de Broadbent estaba vuelto hacia mí, mientras que el de Dubois se reflejaba en un espejo de la pared. Cuando trabajaba en mi famoso acto mentalista, muchas veces di gracias a que mi padre me había calentado las posaderas hasta que aprendí el lenguaje de los labios; en esas representaciones, siempre trabajaba en una sala brillantemente iluminada y usaba unas gafas especiales que me permitían… Pero eso no importa ahora; basta decir que puedo leer las palabras en el movimiento de los labios.
Dubois estaba hablando.
—Maldición, Dak, eres el mayor estúpido que he conocido; aparte de otras cosas que no quiero mencionar por lo feas que son, ¿es que quieres que terminemos cargando rocas en Titán? Ese presumido charlatán acabará por irse de la lengua y denunciarnos a todos.
Casi me perdí la respuesta de Broadbent. ¡De modo que presumido! Aparte de una legítima apreciación de mi genio, siempre me había considerado un hombre modesto.
—No me importa que las cartas estén marcadas; no tenemos otra baraja —repuso Broadbent—. Jock, no hay ningún otro hombre a quien podamos usar.
—Bien, entonces trae aquí a Doc Scortia para que le hipnotice y ponle una inyección. Pero no se lo cuentes todo… por lo menos hasta que su mente esté sujeta a nosotros y nos encontremos lejos de la Tierra.
—Mira, el mismo Scortia me ha dicho que para este trabajo no podemos recurrir a la hipnosis ni a las drogas. Necesitamos que esté a nuestro lado conscientemente, que coopere con inteligencia y voluntad propias.
Dubois bufó:
—¿Con qué inteligencia? Míralo bien. ¿Has visto alguna vez un pollo paseando por el corral? Es cierto que tiene la apariencia física que necesitamos y que su cráneo se parece mucho al del Jefe…, pero no hay nada dentro. Te digo que perderá el valor, que echará a correr en cualquier momento y lo hará fracasar todo. No puede representar ese papel… ¡No es más que un actor aficionado!
Si hubiesen acusado al inmortal Caruso de dar una nota falsa no se habría sentido más ofendido que yo. Pero creo que en aquel momento me porté como un verdadero actor; seguí impasible, puliéndome las uñas en la manga de mi chaqueta, e ignoré por completo aquel injusto comentario. Me limité a decirrne mentalmente que algún día haría llorar y reír al amigo Dubois en el espacio de veinte segundos. Esperé unos momentos más y luego me levanté para acercarme a su rincón. Cuando se dieron cuenta de que me aproximaba, se callaron en el acto.
—Escuchen, caballeros —dije tranquilamente—. He cambiado de idea.
Dubois pareció satisfecho.
—¿No quiere aceptar el trabajo?
—Quiero decir que acepto su proposición. No necesitan darme más explicaciones. Mi amigo Broadbent me asegura que no habrá nada en mi tarea que pueda ofender a mi conciencia… y yo le creo. Me ha dicho que necesita un actor, y los motivos de mi empresario no deben preocuparme. Acepto su oferta, señores.
Dubois pareció furioso, pero siguió callado. Yo esperaba que Broadbent se mostrase satisfecho y aliviado; sin embargo, se mostró más bien preocupado.
—Conforme —dijo—. Ahora que ya estamos de acuerdo, debemos terminar nuestro plan. Lorenzo, no sé con exactitud por cuánto tiempo le necesitaremos. Estoy seguro de que no será más que unos cuantos días y sólo tendrá que actuar unas horas un par de veces durante ese tiempo.
—Eso no tiene importancia, mientras se me conceda el tiempo necesario para poder estudiar a mi modelo… la persona a quien debo reemplazar. Pero ¿aproximadamente cuántos días estaré a su servicio? Necesito avisar a mi agente teatral.
—¡Oh, no! No haga eso.
—Bien. ¿Cuánto tiempo necesitaremos? ¿Una semana?
—Tendrá que ser menos de eso… o estamos perdidos.
—¿Eh?
—No se preocupe. ¿Está conforme con cien imperiales al día?
Vacilé un momento, recordando lo fácilmente que había accedido a pagar mis honorarios mínimos sólo para entrevistarse conmigo, pero luego decidí que aquél no era el momento de mostrarse codicioso.
—No hablemos de eso ahora —dije, haciendo un gesto de despreocupación—. No me cabe la menor duda de que ustedes me gratificarán con unos honorarios adecuados a la calidad de mi representación.
—Bien, bien. —Broadbent se apartó de mi lado con impaciencia—. Jock, llama al campo. Luego llama a Langston y dile que iniciamos el plan Mardi Gras. Sincroniza con él. Lorenzo… —Me hizo un gesto para que le siguiera y entró en el cuarto de baño. Abrió un pequeño maletín y me preguntó—: ¿Cree que podrá hacer algo con toda esta basura?
Desde luego, era basura… la clase de equipo de maquillaje nada profesional que venden a precios fabulosos los corredores a los jovenzuelos que se creen actores. Le lancé una breve mirada con un gesto de disgusto.
—¿Debo entender, señor, que quiere que empiece mi trabajo ahora? ¿Sin tiempo para estudiar a mi modelo?
—¿Eh? No, no, en absoluto. Quiero que cambie su aspecto, por si alguien le reconoce cuando salgamos de aquí. Puede hacerlo, ¿no es cierto?
Le contesté con orgullo que el ser reconocidos por el público era una carga que todos los personajes célebres nos veíamos obligados a llevar. No quise añadir que era seguro que infinidad de personas reconocerían al Gran Lorenzo en cualquier parte.
—Por eso mismo, es mejor que cambie su físico, para que no parezca usted.
Me dejó solo, sin darme tiempo a contestarle.
Suspiré y volví a mirar las baratijas que me habían entregado, sin duda creyendo que eran las herramientas acostumbradas de mi profesión: pinturas propias de payasos, maloliente goma disuelta en alcohol, pelucas postizas que parecían arrancadas de la vieja alfombra de tía Maggie. No había allí ni un gramo de Silicocarne, ni cepillos eléctricos, ni ninguno de los instrumentos modernos a que estaba acostumbrado. Pero el verdadero artista puede realizar milagros con un corcho quemado, o con los materiales que se pueden encontrar en cualquier cocina… y con su propio genio, por supuesto. Arreglé las luces y me sumí en una creadora reflexión.
Hay varias maneras de impedir que un rostro popular sea reconocido. La más fácil es dirigir la atención hacia otro sitio. Vista a un hombre con un uniforme y lo más probable es que nadie se fije en su rostro. ¿Recuerda usted la cara del último policía con el que se ha topado? ¿Podría identificarle si volviera a verle vestido de paisano? El sistema de llevar la atención hacia algún detalle especial actúa por el mismo principio. Proporcione a un hombre una nariz enorme, desfigurada quizá con acné; los espíritus vulgares se fijarán con fascinación en esa nariz, mientras que los más maleducados volverán la vista hacia otro lado… Pero ninguno de los dos verá el rostro.
Decidí en contra de esa primitiva estratagema porque juzgué que mi jefe desearía que nadie se fijase en mí, con preferencia a que me recordasen por un detalle extraño aunque no me reconociesen. La tarea resultaba así mucho más difícil; cualquiera puede llamar la atención, pero se necesita verdadera habilidad para pasar desapercibido. Necesitaba un rostro vulgar, que fuese tan difícil de recordar como la verdadera cara del inmortal Alec Guinness. Por desgracia, mis rasgos aristocráticos eran demasiado distinguidos, demasiado bellos… una lamentable desventaja para un actor de carácter.
Como mi padre solía decir:
—¡Larry, eres demasiado guapo! Si no te decides a trabajar y aprendes el oficio, vas a pasar quince años haciendo papeles de jovenzuelo, con la falsa idea de que eres un actor, y luego terminarás vendiendo caramelos por los pasillos. Ser estúpido y ser guapo son los peores vicios en un actor teatral… y tú tienes los dos.
Luego mi padre terminaba quitándose el cinturón para empezar a estimular mi cerebro. Mi progenitor era un psicólogo práctico, y creía que el calentar la región glútea con una correa eliminaba el exceso de sangre en el cerebro de un muchacho. Aunque su teoría fuese equivocada, los resultados justificaban sus métodos, y a la edad de quince años yo podía mantenerme cabeza abajo en la cuerda floja y recitar páginas enteras de Shakespeare o de Shaw… o conseguir que en la escena todo el auditorio se fijase en mí, simplemente encendiendo un cigarrillo.
Me encontraba sumido en mis reflexiones, cuando Broadbent metió la cabeza por la puerta.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¿Aún no ha hecho nada?
Le devolví la mirada fríamente.
—Creí entender que deseaba una obra maestra… y eso no puede hacerse con apresuramiento. ¿Acaso espera que un cordon bleu pueda preparar una nueva salsa a lomos de un caballo al galope?
—¿Quién habla de caballos? —Lanzó una mirada a su reloj de pulsera—. Le doy seis minutos más. Si no puede hacer nada en ese tiempo, tendremos que arriesgarnos a que salga tal como está.
Yo hubiera preferido disponer de todo el tiempo necesario, pero había reemplazado a mi padre muchas veces en su creación El asesinato de Huey Long (quince papeles en siete minutos), y una vez lo había representado en nueve segundos menos que su tiempo récord.
—¡Quédese donde está! —exclamé—. Estaré listo en el acto.
Luego me transformé en Benny Grey, el descolorido criado para todo que comete los crímenes en La casa sin puertas; dos toques rápidos para dibujar unas líneas desde la nariz hasta las comisuras de la boca, unas ligeras bolsas bajo los ojos, y crema Max Factor número 5 por todo el rostro, sin emplear más de veinte segundos en toda la transformación… Podía hacerlo dormido; La casa sin puertas se mantuvo en cartel durante noventa y dos representaciones consecutivas antes de que la hicieran en película.
Me volví hacia Broadbent y éste se quedó sin aliento.
—¡Dios santo! Casi no puedo creerlo.
Seguí en mi papel de Benny Grey y ni siquiera sonreí. Lo que Broadbent no sabía era que en realidad el maquillaje no era necesario. Desde luego, la pintura ayuda al actor, y yo la había usado principalmente porque él esperaba que lo hiciese: como todos los no iniciados, creía que las transformaciones se lograban con pintura y polvos.
Dak seguía mirándome.
—Es increíble —dijo con admiración—. Oiga, ¿podría hacer algo parecido conmigo? ¿Algo rápido?
Estaba a punto de admitir que no, cuando me di cuenta de que su pregunta desafiaba mi orgullo profesional. Me sentí tentado de decirle que si mi padre le hubiese tomado bajo su tutela a la edad de cinco años, ahora posiblemente estaría capacitado para vender entradas en una barraca de feria, pero luego lo pensé mejor.
—¿Sólo quiere estar seguro de que no le reconocerán?—pregunté.
—Sí, sí. ¿No podría maquillarme, o ponerme una nariz falsa, o algo por el estilo?
Meneé la cabeza.
—No importa cómo le maquillase, siempre parecería un niño disfrazado para el carnaval. Usted no puede actuar, y nunca aprenderá a su edad. No tocaremos su rostro.
—¿Eh? Pero con esta nariz que tengo. . .
—Escúcheme. Cualquier cosa que hagamos con esa nariz sólo servirá para que la gente se fije en ella, puedo asegurárselo. Sin embargo, creo que bastará con que si nos encontramos con un conocido suyo, éste le mire y se diga: “Caramba, ese tipo alto me recuerda a Dak Broadbent. No es Dak, desde luego, pero se le parece mucho”. ¿Qué opina de eso?
—Pues… creo que es lo que necesito. Mientras esa persona esté segura de que no soy yo, todo irá bien. Se supone que ahora me encuentro en… Bien, en estos momentos no debería estar en la Tierra.
—Su amigo estará completamente seguro de que no es usted, porque cambiaremos su manera de andar. Ése es su rasgo más distintivo. Si su modo de caminar no es el mismo, entonces no puede ser usted… debe de tratarse de algún otro hombre alto y musculoso que se le parece.
—Bien, enséñeme cómo debo andar.
—No, nunca lo aprendería. Yo le obligaré a que camine tal como yo quiero que lo haga.
—¿Cómo?
—Pondremos un puñado de piedrecitas o algo equivalente en la puntera de sus zapatos. Eso hará que encoja los dedos de los pies y le obligará a caminar erguido. Le será imposible deslizarse sobre el suelo con ese paso felino propio de un piloto. Mmmm… Además, le pondré una tira de cinta adhesiva de un hombro al otro para que no se olvide de sacar el pecho. Con eso bastará.
—¿Cree que nadie podrá reconocerme sólo porque camine de manera distinta?
—Desde luego. Un conocido suyo no sabrá explicar por qué se siente seguro de que no es usted, pero el mismo hecho de que su convicción sea subconsciente y sin explicación no le dejará la menor duda sobre ello. Bueno, le maquillaré un poco, para que se sienta más tranquilo, pero en realidad no es necesario.
Regresamos juntos al salón de la suite que ocupaban. Yo seguía en mi papel de Benny Grey; una vez que adopto cualquier papel, necesito un esfuerzo consciente de la voluntad para volver a asumir mi propia personalidad. Dubois estaba hablando por el videófono; levantó la vista, me miró un momento y se quedó con la boca abierta. Salió corriendo de su rincón y exclamó:
—¿Quién es ése? ¿Y dónde está nuestro actor?
Después de su primera mirada, se dirigía a Broadbent, sin molestarse en examinarme con detenimiento. Benny Grey es un tipo de aspecto tan insignificante y vulgar que no hay necesidad de mirarle dos veces.
—¿Qué actor? —contesté, con el murmullo opaco y descolorido de Benny.
Aquello hizo que Dubois se volviera hacia mí. Me miró, y luego sus ojos se clavaron en mis ropas. Broadbent estalló en una risotada y le palmeó la espalda.
—¿Y tú decías que no podía actuar? —Luego añadió, cortante—: ¿Has hablado con todos, Jock?
—Sí.
Dubois me contempló perplejo y luego apartó la vista.
—Bien. Tenemos que salir de aquí dentro de cuatro minutos. Veamos con qué rapidez puede transformarme, Lorenzo.
Dak se había quitado un zapato, y se levantó la camisa a fin de que yo pudiera colocarle la cinta adhesiva en los hombros. De pronto se encendió la luz que había sobre la puerta y el zumbador de llamada empezó a sonar. Dak se quedó inmóvil.
—Jock, ¿esperamos a alguien?
—Probablemente es Langston. Me dijo que trataría de ponerse en contacto con nosotros antes de marcharnos.
Dubois se dirigió hacia la puerta.
—Quizá no sea él —apuntó Broadbent—. Puede que…
No llegué a saber quién pensaba Broadbent que podía ser, porque Dubois ya abría la puerta. Encuadrado en el dintel, semejante a un espectro de pesadilla, apareció un marciano.
Por un segundo que pareció toda una vida de agonía, no pude ver más que al marciano. No me fijé en el humano que le seguía, ni vi la varita mortal que el marciano llevaba en uno de sus seudomiembros.
Luego el marciano se deslizó dentro de la habitación, el humano que iba con él le siguió, y la puerta volvió a cerrarse automáticamente. El marciano graznó:
—Buenas tardes, caballeros. ¿Acaso piensan marcharse?
Me quedé helado, sin poder pensar en nada, bajo los efectos de un agudo ataque de xenofobia. Dak estaba en desventaja por hallarse a medio vestir. Pero el pequeño Jacques Dubois actuó con un sencillo heroísmo que le convirtió en mi hermano aun en el mismo momento de morir… Se lanzó de cabeza contra aquella varita mortal. De frente… sin intentar esquivar su destructor disparo.
Debió de morir, con un agujero en el vientre por el que se podía pasar el brazo, antes de llegar al suelo. Pero no soltó su presa, y el seudomiembro se estiró como si fuese de goma y luego se partió a unos centímetros del cuello del monstruo. El pobre Jock aún tenía la varita entre las manos.
El terrestre que había seguido a aquella cosa maloliente y maligna al interior de la habitación tuvo que hacerse a un lado para poder disparar… pero cometió un error. Debió atacar primero a Dak y luego a mí. En vez de eso, desperdició su primer tiro sobre Jock, y ya no tuvo tiempo de volver a disparar, porque Broadbent le deshizo el rostro de un solo tiro. Hasta entonces no supe que Dak iba armado.
Privado de su arma, el marciano no intentó la huida. Dak se le acercó de un salto y dijo:
—¡Ah, Rrringriil, te saludo!
—Te saludo, capitán Dak Broadbent —graznó el marciano, y luego añadió—: ¿Avisarás a mi nido?
—Avisaré a tu nido, Rrringriil.
—Te doy las gracias, capitán Dak Broadbent.
Dak estiró el brazo, con el largo y huesudo índice extendido, e introdujo éste en el ojo del marciano, empujando con todas sus fuerzas hasta que los nudillos presionaron contra la caja craneana del monstruo. Luego retiró la mano y su dedo apareció bañado en un líquido verdoso. Los miembros nudosos del extraño ser se replegaron hasta el interior del tronco en un espasmo reflejo, pero aun después de su rápida agonía el marciano siguió erguido sobre su base. Dak se retiró con rapidez hacia el lavabo, y oí como se lavaba las manos. Yo me quedé allí plantado, casi tan inmóvil como el ya difunto Rrringriil.
Broadbent apareció de nuevo, secándose las manos con el faldón de la camisa, y se dirigió hacia mí.
—Tenemos que limpiar todo esto. No nos queda mucho tiempo.
Parecía que hablaba de un vaso de agua derramada.
Barboté una frase incomprensible, tratando de hacerle entender que yo no quería saber nada de todo aquello, que lo mejor sería llamar a la policía, que mi mayor deseo era salir de allí antes de que ésta llegase, que él podía hundirse en el infierno con su maldito trabajo de suplantación y que en aquellos momentos planeaba hacerme crecer unas alas y salir volando por la ventana.
Dak barrió todas aquellas incoherencias con un gesto.
—No pierda el control, Lorenzo. Vamos muy retrasados. Ayúdeme a llevar los cuerpos hasta el cuarto de baño.
—¿Qué? ¡Dios del cielo! Cerremos la puerta y salgamos de aquí cuanto antes. Aún tenemos una posibilidad de que no nos cojan con las manos en la masa.
—Posiblemente lo conseguiríamos —admitió Dak—. Pero verían en el acto que Rrringriil mató a Jock… y no puedo permitir que sepan eso. Al menos por ahora. No nos conviene que los periódicos publiquen una historia truculenta respecto a un marciano que ha asesinado a un terrestre. De manera que cállese y ayúdeme.
No me quedaba otro remedio que callarme y ayudarle. Me serené un poco cuando recordé que Benny Grey era un malvado sádico psicópata que disfrutaba desmembrando a sus víctimas. De manera que dejé que Benny Grey arrastrase los dos cuerpos humanos hasta el baño, mientras Dak cogía la varita marciana y cortaba a Rrringriil en pedacitos lo bastante pequeños para que fuesen manejables. Tuvo la precaución de hacer el primer corte debajo de la caja craneana, de modo que se derramase la menor cantidad posible de la savia vital del marciano. Sin embargo, yo no pude ayudarle en su trabajo. Tenía la impresión de que un marciano muerto olía aún peor que uno vivo.
El water estaba disimulado detrás de una mampara corrediza del cuarto de baño, al lado del bidé. No lo habríamos encontrado de no ser porque la puerta estaba marcada con el acostumbrado trébol radiante. Tras empujar los trozos de Rrringriil por la taza hasta hacerlo desaparecer (yo conseguí reunir el suficiente valor para ser de alguna utilidad), Dak se dedicó a la más desagradable tarea de descuartizar y hacer pasar los cuerpos humanos, usando la varita y, desde luego, haciendo su trabajo dentro de la bañera.
Es sorprendente la cantidad de sangre que contiene un hombre. Abrimos todos los grifos y dejamos correr el agua hasta que terminamos; a pesar de todo, fue un espectáculo de lo más desagradable. No obstante, cuando Dak quiso cortar los restos del pobre Jock, no le fue posible continuar. Sus ojos se llenaron de lágrimas, cegándole, y tuve que apartarle a un lado antes de que se rebanase una mano. Dejé que Benny Grey se hiciese cargo de aquel asunto.
Cuando terminé no quedaba nada en la suite que indicase que allí habían estado dos hombres y un monstruo. Lavé la bañera con el mayor cuidado y me puse de pie. Dak estaba en la puerta del baño, y parecía tan sereno como siempre.
—Ya he limpiado el suelo —anunció—. Supongo que un técnico criminalista con los instrumentos adecuados podría reconstruir lo sucedido; pero tenemos que confiar en que nadie sospechará nada. De modo que salgamos de aquí cuanto antes. Hemos de recuperar casi doce minutos. ¡Vamos!
No pude reunir el valor suficiente para preguntarle dónde o por qué.
—De acuerdo —dije—. Vamos a terminar con sus zapatos.
Dak meneó la cabeza.
—No. Sólo serviría para impedirme correr. En estos momentos la velocidad es más importante que el riesgo de ser reconocidos.
—Como quiera —dije, y le seguí hasta la puerta.
Dak se detuvo y continuó:
—Es posible que haya otros esperando. Si es así, dispare primero y haga las preguntas después; no le conviene hacer otra cosa.
Broadbent llevaba la varita desintegradora en la mano, oculta por la capa.
—¿Marcianos?
—O terrestres. O los dos a la vez.
—Dígame, Dak, ¿era Rrringriil uno de aquellos cuatro que vimos en el bar de Casa Mañana?
—Desde luego. ¿Por qué cree que le llamé por el videófono para sacarle de allí y decirle que viniera al hotel? O bien le seguían a usted, igual que nosotros, o me seguían a mí. ¿No lo reconoció?
—Naturalmente que no. Todos esos monstruos me parecen idénticos.
—Y ellos dicen que nosotros somos todos iguales. Aquellos cuatro eran Rrringriil, su hermano acoplado Rrringlath y otros dos de su mismo nido, pero de linajes divergentes. Y ahora cállese. Si ve a un marciano, dispare. ¿Tiene la otra pistola?
—Sí. Oiga, Dak, no sé nada de lo que está pasando, pero ya que esas bestias están contra usted, yo sigo a su lado. Odio a los marcianos.
Dak pareció ofendido.
—No sabe lo que dice. No luchamos contra los marcianos. Esos cuatro son renegados.
—¿Qué? En tal caso, yo…
—Cierre el pico. Está ya demasiado metido en esto para salirse. Ahora camine de prisa hasta llegar al ascensor exprés. Yo cubriré la retaguardia.
Me callé. Estaba demasiado metido en aquel asunto, eso era innegable.
Caímos como una bala hasta los niveles inferiores a la calle y nos dirigimos hacia los tubos neumáticos. Una cápsula de dos pasajeros acababa de llegar. Dak me hizo entrar de un empujón y no tuve tiempo de ver cómo marcaba el número de destino. Pero no me sorprendí cuando el cinturón automático de detención se abrió y pude ver el parpadeante anuncio luminoso “ESPACIOPUERTO JEFFERSON — Salida”.
Tampoco me preocupaba mucho en qué lugar me encontrase, mientras fuera lo más alejado posible del Hotel Eisenhower. Los pocos minutos que había estado en el tubo neumático habían sido suficientes para que me formase un plan… Vago, sin detalles y sujeto a cambios sin previo aviso, como dice la letra pequeña de los contratos, pero un plan al fin y al cabo. Podía describirse con una sola palabra: ¡desaparecer!
Aquella misma mañana el plan me habría resultado difícil de realizar; en nuestra civilización, un hombre sin dinero se encuentra tan indefenso como un recién nacido. Pero con cien imperiales en el bolsillo podía ir lejos y de prisa. No me sentía en deuda con Dak Broadbent. Por sus propias razones… que no eran las mías, casi había conseguido que me mataran, luego me había hecho ayudarle a eliminar los rastros de un crimen, y me había convertido en un fugitivo de la justicia. Pero la policía no nos había alcanzado, por lo menos hasta aquel momento, y ahora, una vez me sacudiera de encima a Broadbent, podía olvidarme de todo aquello y pensar que había sido una pesadilla. Parecía improbable que nadie me relacionase con el asunto, aunque llegasen a descubrir lo sucedido… Por suerte, un caballero siempre lleva guantes, y yo sólo me había quitado los míos para colocarme el maquillaje, y luego durante la macabra limpieza en el cuarto de baño.
Aparte de la simpatía propia de un adolescente que sentí al pensar que Dak luchaba contra los marcianos, yo no tenía ningún interés por sus planes, e incluso esa simpatía se desvaneció cuando supe que le gustaban los marcianos en general. No quería tocar su empleo para actuar de doble ni a una distancia de cien metros. ¡Al diablo con Broadbent! Todo lo que yo deseaba en la vida era el dinero suficiente para mantener juntos cuerpo y alma, y una oportunidad para poder practicar mi arte; el jugar a policías y ladrones no me tentaba en absoluto… no era más que mal teatro.
El Espaciopuerto Jefferson me pareció hecho a la medida para mis proyectos de desaparición. Lleno de gente apresurada, con muchas idas y venidas, y una red de tubos neumáticos que salían de allí con destino a todas partes. Si Dak apartaba los ojos de mi persona aunque sólo fuese medio segundo, cuando quisiera darse cuenta yo me encontraría a medio camino de Omaha. Me quedaría quieto durante unas semanas y luego me pondría en contacto con mi gente para saber si alguien me andaba buscando.
Pero Dak hizo que yo saliera de la cápsula delante de él, o de otro modo le habría cerrado la puerta en las narices y huido de allí como un rayo. Hice como si no notase nada y me pegué a él como un perrito mientras subíamos por la cinta transportadora en dirección al gran vestíbulo central. La cinta transportadora nos dejó justo entre los mostradores de la Pan-Am y de las Líneas Espaciales Americanas, pero Dak atravesó la enorme sala llena de gente, dirigiéndose hacia el despacho de Diana, Ltd. Pensé que iba a comprar billetes para el correo nocturno a la Luna, aunque no pude comprender cómo pensaba hacerme pasar a mí sin pasaporte ni certificado de vacunación; sin embargo, ya había visto que Broadbent tenía recursos para todo. Decidí que el momento más propicio para perderme sería cuando sacase la cartera para pagar; cuando un hombre cuenta su dinero, siempre hay unos instantes en que sus ojos y su atención están completamente ocupados.
Pero pasamos por delante del despacho de Diana, Ltd, sin detenernos y nos metimos por un pasillo con el rótulo Hangares Particulares. No había nadie en el corredor, y las paredes estaban desnudas; me di cuenta con abatimiento de que había dejado pasar mi oportunidad allá atrás, en el ajetreo del vestíbulo principal, y me detuve.
—Dak, ¿vamos a salir de aquí en una nave espacial? —quise saber.
—Desde luego.
—Está usted loco. No tengo documentación, ni siquiera un pase turístico para la Luna.
—No lo necesita.
—¿Cómo? Me pararán en Emigración. Y luego un policía grandote empezará a hacer preguntas difíciles.
Una mano del tamaño de un jamón se cerró sobre mi brazo.
—No perdamos más tiempo. ¿Por qué tiene que pasar por la oficina de Emigración cuando oficialmente usted no se marcha? ¿Y para qué tengo que ir yo por allí, cuando oficialmente nunca he llegado? A paso rápido, muchacho.
Yo era bastante fuerte y casi tan alto como Dak, pero me sentí como si un policía robot de tráfico me estuviera arrastrando fuera de una zona de peligro. Vi un letrero que decía Caballeros e hice un esfuerzo desesperado para terminar con aquella situación.
—Dak, un momento, por favor. Tengo que ir al lavabo.
Mi compañero me hizo una mueca.
—¿Ah, sí? Ya fue antes de que saliéramos del hotel.
Ni detuvo su marcha ni me soltó.
—Es que estoy enfermo de los riñones…
—Amigo Lorenzo, de lo que está enfermo es de miedo. Le diré lo que vamos a hacer. ¿Ve aquel policía de allí?
Al final del pasillo, en las oficinas administrativas, un agente de la ley estaba buscando alivio para sus pies planos, apoyándose en uno de los mostradores.
—Pues me doy cuenta de que siento remordimientos por todos mis pecados —continuó Dak—. Necesito confesarlo todo… cómo usted ha asesinado a un turista marciano y a dos ciudadanos terrestres… cómo me amenazó con esta pistola y me obligó a ayudarle a eliminar los rastros de su horrendo crimen. También le diré…
—¿Se ha vuelto loco?
—Casi completamente, por la angustia y los remordimientos de conciencia, compañero.
—Pero… no puede probar nada contra mí.
—¿No? Creo que mi historia será más convincente que la suya. Yo conozco todos los antecedentes del caso y usted no. Yo sé toda su historia y usted no sabe nada de mí. Por ejemplo…
Luego Dak mencionó un par de detalles de mi pasado que yo hubiera jurado que estaban enterrados en el olvido. Era verdad que en dos ocasiones había participado en revistas que no eran aptas para verlas en familia, pero un hombre tiene que comer. En cuanto a aquella factura del hotel, si bien es cierto que dejar de pagar la cuenta del hotel en Miami Beach tiene la misma pena que un asalto a mano armada en cualquier otro lugar, eso siempre me había parecido una actitud muy provinciana… De todos modos, yo habría pagado si hubiese tenido el dinero. Y respecto a aquel desagradable incidente en Seattle… Bien, quiero decir que Dak sabía muchas cosas de mi pasado, pero que no las había interpretado correctamente. De todas maneras…
—Por lo tanto —prosiguió Dak—, vamos a ver al agente y se lo explicamos todo. Le apuesto siete contra dos a que sé cuál de los dos saldrá primero bajo fianza.
Por lo tanto, seguimos caminando hacia el policía y pasamos por su lado sin detenernos. Estaba hablando con una empleada, y ninguno de los dos se molestó en mirarnos. Dak sacó del bolsillo dos billetes en los que se leía Pase de andenes — Permiso de reparaciones — Hangar K127 y los insertó en el monitor. La máquina los examinó con un leve zumbido y luego se iluminó una pantalla rectangular con instrucciones para que tomásemos un coche subterráneo, con destino King 127. La puerta se abrió y se volvió a cerrar detrás de nosotros mientras una voz mecánica repetía dos veces: “Rogamos tengan cuidado y estén atentos a los avisos de radiación. La administración del Espaciopuerto no se hace responsable de los accidentes ocurridos más allá de esta puerta”.
Una vez nos encontramos en el coche de transporte, Dak marcó un número de destino completamente distinto; la máquina dio media vuelta, escogió una onda de fuerza y salimos por un túnel debajo del campo de aterrizaje. Todo aquello ya no me importaba; me sentía incapaz de preocuparme por nada.
Cuando descendimos del coche de transporte, éste regresó por donde había venido. Delante de mí había una escalera que desaparecía en el techo de acero que cerraba el túnel. Dak me empujó.
—Arriba —dijo.
Al final de la escalera había una puerta con un letrero: EXPOSICION RADIACTIVA — Optimax 13 segundos. Los números estaban escritos con yeso. Me detuve indeciso. No sentía especial cariño por mis descendientes, pero no soy ningún estúpido. Dak sonrió y dijo:
—¿Acaso lleva zapatos de plomo? Abra la puerta, salga rápido y suba la escalerilla hasta el interior de la nave. Si no se detiene para rascarse la cabeza, podrá hacerlo con tres segundos de sobra.
Creo que me sobraron cinco segundos. Me encontré a la luz del sol a lo largo de unos tres metros y luego me vi metido en un túnel vertical dentro de la nave. Subí los peldaños de tres en tres.
Aparentemente, aquella nave espacial era muy pequeña. Por lo menos la cabina de control era muy reducida; no había podido ver el exterior de la nave. Las únicas naves interplanetarias en que había estado eran los correos de la Luna Evangeline y su gemelo Gabriel, y eso fue en aquella ocasión en que incautamente acepté un contrato lunar con una cláusula de participación en pérdidas y ganancias; nuestro empresario tuvo la brillante idea de que una compañía a base de gimnastas, equilibristas y acróbatas sería un éxito en la gravedad de la Luna, que es un sexto de la de la Tierra, lo cual era correcto, pero no calculó el tiempo necesario para los ensayos hasta que nos acostumbrásemos a la baja gravedad del satélite. Tuve que recurrir a la Ley de Viajeros Desamparados para poder regresar por cuenta del Gobierno, y perdí todo mi guardarropa.
La cabina de control estaba ocupada por dos hombres; uno de ellos se hallaba tendido en la más próxima de las tres literas de aceleración manipulando en los instrumentos que tenía ante sí, mientras que el otro hacía algo extraño con un destornillador. El que estaba en la litera me miró, pero no dijo nada. El otro dio media vuelta, pareció preocupado y dijo sin dirigirse a mí:
—¿Qué le ha sucedido a Jock?
Dak surgió de la escotilla detrás de mí, como impulsado por un cañón.
—No tenemos tiempo para explicaciones —dijo cortante—. ¿Habéis tenido en cuenta el compensar su masa?
—Red, ¿tenemos ya la órbita de lanzamiento? ¿Estás en contacto con la torre de control?
El hombre de la litera contestó tranquilamente:
—He estado calculando la órbita cada dos minutos. Tenemos el permiso de la torre. Menos cuarenta… y siete segundos.
—¡Sal de la litera! ¡Fuera de aquí! Voy a salir en esa órbita.
El llamado Red salió sin prisas de la litera, mientras Dak se instalaba en su lugar. El otro hombre me obligó a tenderme en la litera del copiloto y me ató un cinturón de seguridad por encima del pecho; a continuación dio media vuelta y se dejó caer por la escotilla. Red le siguió, y luego se detuvo con la cabeza y los hombros al nivel del suelo.
—Los billetes, por favor —dijo alegremente.
—¡Oh, caramba!
Dak se aflojó el cinturón de seguridad, buscó en uno de sus bolsillos, sacó los pases que había usado para meternos a los dos de contrabando en aquella nave y se los tiró a Red.
—Gracias —dijo éste—. Ya les veré el domingo después de misa. ¡Buen despegue y todo lo demás!
Su cabeza desapareció por la escotilla un instante después. Oí como se cerraba la compuerta hermética y noté la familiar opresión en los oídos, producida por el aumento de presión. Dak no contestó a la despedida de su compañero, tenía los ojos fijos en los instrumentos de vuelo y estaba haciendo algunas rectificaciones de última hora.
—Veintiún segundos —dijo dirigiéndose a mí—. Despegaremos con la máxima aceleración. Asegúrese de que tiene los brazos sobre la litera y relaje los músculos. El primer salto será desagradable.
Hice lo que me decía y esperé durante horas con la misma tensión que experimentaba siempre antes de levantarse el telón. Por fin, dije:
—¿Dak?
—¡Cállese!
—Sólo una pregunta: ¿adónde vamos?
—A Marte.
Vi como su pulgar apretaba un botón rojo, y me desmayé.