OCHO

—Elizabeth… —comenzó, y agitó la mano en un gesto de irritación—. No. Las palabras iban a salir precipitadamente. Ocurre así tan a menudo.

Estaban sentados en un saliente rocoso que se adentraba hacia la espuma de las olas del mar. Hawks mantenía alzado el cuello de su chaqueta, sostenido con una mano. Elizabeth llevaba una abrigo, con las manos en los bolsillos, y un pañuelo sobre la cabeza. La luna, que se ponía sobre el horizonte, proyectaba su luz sobre el encaje de nubes que flotaba sobre sus cabezas. Elizabeth alzó el rostro y le sonrió ampliamente.

—Es un lugar muy romántico éste al que me has traído, Edward.

—Yo…, sólo iba conduciendo. No tenía en mente ningún sitio en particular. —Miró a su alrededor—. No estoy lleno de astucia, Elizabeth… Estoy lleno de lógica, y raciocinio, y Dios sabe qué más. —Sonrió, cohibido—. Aunque sospecho lo peor…, pero eso casi siempre surge más tarde. Me digo a mí mismo: «¿Qué estoy haciendo aquí?», y entonces he de obtener una respuesta. No, tengo cosas… —Manoteó en el aire—. Cosas que quiero decir. Esta noche. No después. —Dio un paso hacia delante, se volvió y se quedó mirándola, observando con pose rígida más allá de su hombro hacia la playa vacía, hacia la elevación de la carretera con su coche aparcado a un lado, y hacia el cielo oriental que había más allá—. No sé qué forma adquirirán. Pero he de pronunciarlas; si quieres escucharme.

—Por favor.

La miró y sacudió la cabeza; luego se llevó las manos a los bolsillos del pantalón y mantuvo el cuerpo rígido.

—¿Sabes?… Durante la guerra, los alemanes se negaron a creer que el radar de microondas era práctico. Sus submarinos estaban equipados con receptores de búsqueda de radar, con el que podían detectar el uso del radar antisubmarino. Sin embargo, únicamente recibían ondas comparativamente largas. Cuando nosotros instalamos radares de microondas en nuestros aviones de patrulla y en nuestros convoyes de escolta, empezamos a recoger sus señales de noche, cuando emergían para cargar sus baterías. Sin embargo, antes que eso, al comienzo de la guerra, tuvimos que apoderamos de uno de sus receptores, de modo que pudiéramos determinar sus limitaciones. Por casualidad, a mí se me dio uno para que lo analizara. Un grupo de asalto de un destructor consiguió salvar uno de un submarino que había recibido unas cargas de profundidad y al que se obligó a salir a la superficie. Nuestra gente arrancó la pieza antes de que el submarino se hundiera. El receptor fue enviado al laboratorio en el que yo trabajaba, primero por un avión mensajero con escolta especial y luego por coche. Lo tuve en mis manos durante un lapso de doce horas.

»Bueno, pues lo deposité sobre mi mesa de trabajo y lo contemplé. La carcasa estaba destruida por la metralla, anegada de agua…, y terriblemente manchada por el humo, el aceite y la corrosión marina, los gases tóxicos de las bombas…, ya sabes. Y tenía más restos cubriéndola. Sin embargo, en aquellos días, yo era un joven brillante, con unas recomendaciones y mi encargo de la Reserva, y henchido con la idea de ser un niño prodigio… —Hawks sonrió con una mueca—. Miré la caja, y en silencio me dije algo alentador muy parecido a esto: “Hummm, no ha de ser muy difícil desentrañarlo. Lo único que hemos de hacer es limpiarlo un poco y…”. Y así sucesivamente. Y todo ese tiempo pude ver que la sangre diluida que se secaba en un charco alrededor del agujero más grande formaba parte del “follón”. Algún marinero, me dije a mí mismo de forma profesional, sin haber estado nunca en el mar, algún marinero se hallaba cerca de ella cuando estallaron las cargas de profundidad. Pero, cuando logré sacar el laminado metálico, Elizabeth, allí había un corazón humano, Elizabeth…, entre los tubos y los cables.

Después de un rato, Elizabeth preguntó:

—¿Qué hiciste?

—Bien, pues pasado un tiempo, regresé y analicé el receptor, y construí una réplica. Después, comenzamos a emplear radares de microondas y ganamos la guerra.

«Escucha… la cuestión es que la gente, cuando un hombre muere, dice: “Bueno, ha llevado una vida completa y, cuando llegó su hora, murió sosegadamente”. O, si no: “Pobre muchacho…, apenas había empezado a vivir”. Sin embargo, la cuestión es que la muerte no es un accidente. No es algo que le ocurra a un hombre, más pronto o más tarde, respecto a un día determinado de su vida. Le ocurre a todo el hombre: al muchacho que fue, al joven que fue…, a sus alegrías, a sus penas, a las ocasiones en que se rió, a las veces que, simplemente, sonrió. Ya sea más pronto o más tarde, ¿cómo puede el hombre moribundo sentir que ha sido o no suficiente la vida que vivió? ¿Quién la mide? ¿Quién puede decidir, cuando muere, que ya era su hora? Sólo el cuerpo alcanza un punto en el que ya no puede moverse más. La mente, incluso la mente senil, nublada por las moribundas células del cerebro de su cuerpo, incluso la racional o la irracional, la amplia o la estrecha…, nunca se detiene; sin importar lo que suceda, mientras un destello de electricidad se filtre de una célula a otra, sigue funcionando; sigue moviéndose. ¿Cómo puede mi mente llegar a decirse a sí misma alguna vez: “Bien, esta vida ha alcanzado su final lógico” y desactivarse? ¿Quién puede comentar: “He visto suficiente”? Incluso el suicida ha de volarse los sesos, ya que tiene que destruir lo físico para evadirse de lo que contiene su mente y no le deja vivir en paz. La mente, Elizabeth, la inteligencia; la capacidad de observar el universo; de preocuparse de si el pie falla en su pisada, de lo que la mano toca…, ¿cómo puede evitar el continuar, y seguir adelante, bebiendo de todo lo que percibe?

Realizó con el brazo un arco largo y rígido que abarcó todo el mar y la playa.

¡Mira esto! ¡Durante toda tu vida tendrás esto de ahora! ¡Y yo también! En nuestros últimos momentos, aún seguiremos siendo capaces de mirar hacia atrás, y de estar aquí de nuevo. A años de distancia de aquí, a miles de kilómetros de aquí, todavía lo tendremos. El tiempo, el espacio, la entropía…, ningún atributo del universo puede arrebatarnos esto salvo matándonos, aplastándonos.

»¡Lo importante es que el universo está muriendo! Las estrellas se están consumiendo. Los planetas giran más lentamente sobre sus ejes. Caen hacia dentro en dirección a sus soles. Las partículas atómicas que lo componen todo se hacen más lentas en sus órbitas. Poco a poco, después de incontables miles de millones de años, ocurre lentamente. Todo se está desintegrando. Y, algún día, se detendrá. Sólo una cosa en todo el universo crece y se hace más rica, y se obliga a subir la colina. La inteligencia, las vidas humanas…, nosotros somos los únicos seres que existen y que desobedecen la ley universal. El universo mata nuestros cuerpos; los aplasta con la gravedad; tira y tira hasta que nuestros corazones se cansan de bombear sangre en su lucha contra ella, hasta que los muros de nuestras células se rompen con su propio peso, hasta que nuestro tejido cede y nuestros huesos se debilitan y se doblan. Nuestros pulmones se agotan de inhalar y exhalar aire. Nuestras venas y nuestros vasos capilares se rompen con la tensión. Poco a poco, desde el día de nuestro nacimiento, el universo tira de nuestros cuerpos hasta que éstos ya no pueden regenerarse a sí mismos. Y de esa forma, al final, mata nuestros cerebros.

»Pero nuestras mentes…, ése es nuestro don más precioso; ése es el fenómeno que no tiene nada que ver con el tiempo y el espacio, salvo para usarlos…, para describirse a sí mismas las vidas que nuestros cuerpos viven en el universo físico.

»En una ocasión, mi padre me llevó a dar un paseo; era a última hora de la noche y había nevado. Avanzamos por un camino que acababa de ser limpiado. Se veían las estrellas, y también la luna. Era una noche clara y fría, y la nieve amontonada brillaba en la oscuridad. Y, en el tramo en que nuestro camino se unía a la carretera, había una farola sobre un poste alto. Allí realicé un descubrimiento. Hacía el frío suficiente como para que mis ojos lagrimearan, y me di cuenta de que, si los mantenía casi cerrados, la humedad difuminaba las luces, de modo que todo: la luna, las estrellas y la farola, tenía como halos y unos puntos de luz dispersos a su alrededor. Los bancos de nieve parecían destellar como un mar de azúcar hilado, y todas las estrellas estaban unidas por un lazo incandescente, de modo que parecía que yo avanzaba por un universo tan loco, tan maravilloso, que el corazón casi se me parte con su belleza.

«Durante años, llevé ese momento y ese lugar en mi mente. Aún sigue en ella. Pero lo importante es que no fue el universo el que lo creó. Fui yo. Yo lo vi, pero pude vislumbrarlo porque me obligué a verlo. Tomé las estrellas, que son soles lejanos, y la noche, que es la sombra de la Tierra, y la nieve, que es agua que sufre un cambio de estado, y tomé las lágrimas de mis ojos, y creé una tierra de maravillas. Ninguna otra persona ha sido capaz jamás de verla. Ninguna otra persona ha sido capaz jamás de visitarla. Ni siquiera yo puedo regresar físicamente a ella; yace treinta y ocho años en el pasado, al nivel de la perspectiva del ojo de un niño, y su exactitud estereoscópica se basa en la separación existente entre los ojos de ese niño. En la actualidad, únicamente existe en un lugar. En mi mente, Elizabeth…, en mi vida. Pero, yo moriré y, entonces, ¿dónde estará?

Elizabeth alzó los ojos hacia él.

—¿En mi mente, un poco? ¿Junto con el resto de ti?

Hawks la miró. Alargó los brazos y se inclinó hacia delante con el mismo cuidado con que lo haría un niño al que le dieran un copo de nieve para que lo sostuviera, y la estrechó con ternura en ellos.


—Elizabeth, Elizabeth —musitó—. Nunca me di cuenta de lo que me estabas dejando hacer.

—Te quiero.


Caminaron juntos playa abajo.

—Cuando yo era niña —dijo ella—, mi madre me inscribió en una agencia de repartos e intentó conseguirme algunos papelitos en películas. Recuerdo que un día se necesitaba a alguien que interpretara el papel de la hija de un pastor mejicano; mi madre, con sumo cuidado, me vistió con una pequeña blusa de campesina y una falda con flores bordadas, y me compró un rosario para que lo llevara entre las manos. Me trenzó el cabello y me oscureció las cejas; luego me llevó a los estudios. Cuando aquella tarde regresamos a casa, mi tía le comentó a mi madre: “No lo consiguió, ¿verdad?”, y mi madre, que estaba furiosa y a punto de ponerse a llorar, replicó: “¡Fue lo más horrible que haya visto nunca! ¡Fue terrible! ¡Casi lo tenía, pero se lo ganó una mocosa hispana!”.

Hawks tensó el brazo con el que sujetaba su hombro. Miró hacia el mar y al cielo.

—Este es un lugar hermoso —exclamó—. ¿Sabes?, es un lugar hermoso.

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