—Pareces cansado —comentó Elizabeth cuando los fluorescentes del techo del estudio se encendieron después de un parpadeo y Hawks se sentó en el sofá.
Sacudió la cabeza.
—No he estado trabajando duro. Es la misma vieja historia…, cuando era niño, en la granja, realizaba tareas físicas hasta quedar exhausto, de modo que no tuviera ningún problema para dormir. Me despertaría por la mañana y me sentiría de maravilla; estaría descansado, lleno de energía, y sabría con toda exactitud que tenía por delante aquel día, y que haría todo lo que tuviera que hacer. Incluso cuando me hallaba cansado me sentía bien; tenía la impresión de que lo que acababa de realizar era lo correcto. Aun cuando después de la cena no podía mantener los ojos abiertos, mi cuerpo estaba relajado y feliz. No sé si ello resulta comprensible si no lo has experimentado; pero era así.
»Sin embargo, ahora permanezco siempre sentado y pienso. No puedo dormir por la noche, y me levanto por la mañana sintiéndome peor que el día anterior. Necesito horas hasta que dejo de sentir que mi cuerpo está irritado. A veces creo que por el día la situación mejora únicamente porque mi cuerpo se embota, no porque la irritación se desvanezca. Nunca me siento bien. Continuamente estoy lleno de molestias y dolores que surgen de ninguna parte. Me miro en el espejo y me contempla un hombre enfermo…, la clase de hombre en la que no confiaría, si tuviera que trabajar con él, para que pudiera realizar sus tareas.
Elizabeth enarcó una ceja.
—Creo que te vendría bien un poco de café.
Él sonrió con una mueca.
—Preferiría té, si tienes.
—Me parece que sí. Veré.
Atravesó el estudio hacia la esquina tapada con una cortina, donde se encontraban la alacena y el hornillo.
—Oh…, mira —llamó él a su espalda—. Estoy siendo tonto. El café es perfecto. Si no tienes té.
Se sentaron en el sofá juntos, bebiendo té. Elizabeth depositó la taza sobre la mesa.
—¿Qué ocurrió esta noche? —preguntó.
Hawks sacudió la cabeza.
—No estoy completamente seguro. En parte fue un problema de mujer.
Elizabeth gruñó:
—Oh.
—No del tipo normal —se apresuró a decir Hawks.
—No pensé que lo fuera.
—¿Por qué?
—Tú no eres el tipo de hombre normal.
Hawks frunció el ceño.
—No, supongo que no. Por lo menos, no parece que reciba las reacciones normales de la gente. Y no sé por qué.
—¿Quieres saber qué es lo que sucede entre las mujeres y tú?
Hawks la miró parpadeando.
—Sí. Mucho.
—Las tratas como a personas.
—¿Sí? —sacudió de nuevo la cabeza—. No lo creo. Nunca he sido capaz de entenderlas muy bien. No sé por qué hacen la mayor parte de las cosas que hacen. Yo… De hecho, Elizabeth, he tenido un montón de problemas con las mujeres.
Elizabeth le acarició la mano.
—No me sorprendería en absoluto. Pero eso está al margen de la cuestión. Ahora piensa en esto: yo soy bastante más joven que tú.
Hawks asintió, con una expresión turbada.
—Lo he pensado.
—Ahora medita también en esto: tú no eres encantador, elegante o dicharachero. De hecho, tienes un aspecto gracioso. Estás demasiado ocupado como para dedicarme mucho tiempo y, aunque me llevaras alguna noche a bailar, estarías tan fuera de lugar que yo no lo disfrutaría. Sin embargo, haces una cosa: que sienta que mis reglas son tan valiosas para mí como las tuyas lo son para ti. Cuando me pides que haga algo, sé que no te sentirás herido si me niego. Y, si lo hago, no piensas que has conseguido un punto en alguna especie de juego complejo. No intentas usarme, no me engañas, no tratas de cambiarme. Yo ocupo tanto espacio en el mundo, tal como tú lo percibes, como tú. ¿Tienes alguna remota idea de lo raro que es eso?
Hawks estaba perplejo.
—Me alegra que lo veas así —repuso con lentitud—, pero no considero que sea verdad. Mira… —Se puso de pie y comenzó a andar de un lado para otro mientras Elizabeth seguía sentada observándole, con una ligera sonrisa en el rostro—. Las mujeres —prosiguió con énfasis— siempre me han fascinado. De niño realicé los tanteos normales. No me tomó mucho tiempo descubrir que la vida no era lo que ocurría en esas historias mimeografiadas que hacíamos circular por la escuela. No, había algo más…, ¿qué?, no lo sé; sin embargo, había algo acerca de las mujeres. No me refiero al aspecto físico. Quiero decir algo especial sobre las mujeres: un objetivo que yo no podía captar. Lo que me molestaba era que estaban estos otros organismos inteligentes, en el mismo mundo que los hombres, y debía haber un propósito para esa inteligencia. Si todas las mujeres sólo estaban para la continuidad de la especie, ¿para qué necesitaban la inteligencia? Con un simple juego de instintos se habrían podido arreglar igual de bien. Y, de hecho, los instintos están ahí, de modo que, ¿cuál era el objetivo de la inteligencia? Había hombres de sobra para encargarse de convertir el entorno en un lugar cómodo. Ésa no era la causa de las mujeres. Por lo menos, no era por lo que tenían que poseer inteligencia… Pero nunca lo averigüé. Y siempre me lo he preguntado.
Elizabeth sonrió.
—Sigues sin ver que nosotras pensamos lo mismo de vosotros.
Hawks suspiró y dijo:
—Tal vez. Pero eso no me aclara lo que quiero saber.
—Quizá lo descubras pronto —comentó Elizabeth con voz suave—. Mientras tanto, ¿por qué no has intentado hacerme el amor?
Hawks la miró con los ojos abiertos.
—¡Por todos los cielos, Elizabeth, aún no te conozco lo suficientemente bien!
—Eso era lo que quería decir acerca de ti —repuso Elizabeth, mientras el rubor desaparecía de su rostro—. Ahora, doctor, ¿te gustaría otra taza de té?
Elizabeth había vuelto a trabajar a su mesa de dibujo, sentada con los tacones enganchados en el apoyapies superior de su taburete; un hilillo de humo se alzaba de un cenicero sostenido por dos chínchelas grandes en el borde del tablero. Esporádicamente, una voluta de humo se metía en sus ojos y la obligaba a cerrarlos. Entonces maldecía en voz baja y miraba a Hawks, que estaba sentado en un almohadón al lado de la mesa, sujetándose con una mano las rodillas encogidas.
—En la universidad me enamoré de una muchacha —comentó—. Una chica muy atractiva, de Chicago. Era inteligente y, por encima de todo, poseía tacto. Había visto y hecho tantas cosas más que yo: obras de teatro, ópera, conciertos, todo aquello de lo que puedes disfrutar en una ciudad. La envidiaba tremendamente por ello y la admiraba mucho. Pero lo que pasó es que nunca traté de compartir todas esas cosas con ella. Creo que tenía la idea de que, si le pedía que me hablara de ellas, se las estaría quitando… como si recibiera algo de ella que le había costado mucho conseguir y que yo no tenía derecho a arrebatarle. Sin embargo, me dije a mí mismo que una persona tan buena como ella podría valorar si yo valía la pena o no. Bueno, creo que es así como lo pensé. De cualquier modo, intenté compartirlo todo con ella. De hecho, la aburrí.
Elizabeth dejó el lápiz a un lado y alzó la cabeza para observarle.
—Hubo momentos en los que estuvimos muy cerca el uno del otro, y otros en que no tanto. Yo siempre temía perderla. Y un día, poco antes de graduarnos, me dijo con mucho tacto: “Ed, ¿por qué no te relajas y me llevas a algún lugar donde podamos beber una o dos copas? Podríamos bailar un poco e ir a dar una vuelta en el coche, y aparcarlo en algún sitio y simplemente no hablar”. Algo me dominó —comentó Hawks—. En el tiempo en que se tarda en parpadear, dejé de estar enamorado. Nunca más me acerqué a ella.
»¿Por qué exactamente? No lo sé. ¿Sólo porque creí que yo era tan maravilloso que el hecho de que no me escucharan me resultaba inimaginable? No lo creo. Sé que estaba lleno de bobadas. Sabía que la mayoría de las cosas que tenía que decir no resultaban originales ni interesantes. Y yo nunca había hablado con nadie salvo con ella. Apenas conseguía obligarme a mantener conversaciones sociales con otra gente. Pero yo la amaba, Elizabeth, y ella me había dicho que ya no quería escucharme más; entonces dejé de amarla. Fue como si se hubiera convertido en una cobra. Empecé a temblar de forma incontrolada. Me alejé de ella tan pronto como pude y me dirigí a mi cuarto…, y permanecí allí sentado, temblando. Debió transcurrir una hora antes de que me controlara.
»Ella intentó varias veces ponerse en contacto conmigo. Y hubo momentos en los que yo salí casi a buscarla de nuevo. Sin embargo, nunca funcionó. Yo me había desenamorado. Y me sentía asustado… En una ocasión, en la guerra, me vi atrapado en el incendio de un laboratorio y apenas logré escapar a tiempo. Durante unos pocos minutos estuve convencido de que iba a morir. Esa es la única vez en la que experimenté el mismo temor… Oh, sí —repitió—, tengo problemas con las mujeres.
—Quizá tu problema sea con la muerte.
La expresión de él se hizo infinitamente lejana. La compostura de su cara y de su cuerpo se modificó.
—Sí —corroboró—, así es.
Finalmente se puso de pie, con las manos en los bolsillos, después de haber permanecido sentado durante largo tiempo sin pronunciar palabra.
—Es tarde. Será mejor que me marche —anunció.
Elizabeth alzó la vista de su trabajo.
—¿Aún sigues con ese proyecto?
Sonrió con un gesto torcido.
—Supongo que sí. Doy por hecho que toda la gente que necesito aparecerá en el trabajo mañana.
—¿Es que algunos se quedan en casa los sábados?
—¿Oh? ¿Mañana es sábado?
—Pensé que era eso lo que querías dar a entender.
—No. No, no lo recordaba. Y pasado mañana será domingo.
Elizabeth enarcó las cejas y repuso inocentemente:
—Sí, normalmente es así.
—Cobey estará bastante irritado —murmuró Hawks, perdido en sus pensamientos—. Tendrá que pagarle a los técnicos horas extra.
—¿Quién es Cobey?
—Un hombre, Elizabeth. Otro hombre que conozco.
Ella le condujo a casa, al edificio de apartamentos estucado con una tonalidad pastel construido a mediados de los años 20 donde él tenía su vivienda de batalla de una habitación y media.
—Nunca antes había visto el lugar donde vivías —dijo ella, mientras ponía el freno de mano.
—No —admitió él. Su rostro estaba tenso por la fatiga. Permaneció sentado con la barbilla apoyada sobre el pecho y las rodillas contra la guantera—. Es… —Con un gesto vago de la mano indicó el edificio con techo de tejas, en cuyas paredes se veían unas grietas que habían sido enyesadas en repetidas ocasiones y pintadas de nuevo por encima de la pintura original—. Es un lugar.
—¿Nunca echas de menos el campo y la granja? ¿Los territorios abiertos? ¿Los bosques? ¿El cielo despejado?
—No había muchos campos abiertos —contestó él—. En su mayor parte se criaban pollos, y todo estaba lleno de gallineros de una o dos plantas. —Miró fuera de la ventanilla—. Gallineros. —La observó de nuevo—. ¿Sabes? Los pollos son muy proclives a los problemas respiratorios. Estornudan y roncan toda la noche, por millares…, es un sonido que pende sobre pueblos enteros, como el gemido de una multitud lejana que llorara. Los pollos. Solía preguntarme si sabían lo que éramos nosotros…, por qué los teníamos encerrados y los hacíamos comer de unos abrevaderos y beber de unas espitas. Por qué los protegíamos de la lluvia y nos rompíamos las espaldas para llevarles una mezcla húmeda de granos. Por qué entrábamos cada semana a su gallinero y les quitábamos los excrementos de debajo de sus nidos e intentábamos mantener los gallineros tan limpios de cualquier enfermedad como fuera posible. Me preguntaba si lo sabían, y si ésa era la causa por la que cacarearaban mientras dormían. Pero, por supuesto, los pollos sonabismalmente estúpidos. De todas las cosas vivas del mundo, sólo el Hombre piensa como el Hombre.
Abrió la puerta del coche, se volvió a medias para salir, y luego se detuvo.
—¿Sabes?… ¿Sabes? —comenzó de nuevo—. Cuando estamos juntos, hablo mucho. —La miró con una expresión de disculpa—. Debes aburrirte mucho con mi charla.
—No me importa.
Él sacudió la cabeza.
—No te entiendo. —Le sonrió con gentileza.
—¿Te gustaría hacerlo?
Él parpadeó.
—Sí. Mucho.
—Puede que yo también sienta lo mismo hacia ti.
Volvió a parpadear.
—Bueno —dijo—. Bueno, creo que he dado por sentado eso todo el tiempo, ¿verdad? Nunca lo pensé. Jamás. —Sacudió la cabeza. Añadió con pesar—: Sólo el Hombre piensa como el Hombre. —Salió del coche y se quedó al lado de la puerta, mirándola—. Has sido muy amable conmigo esta noche, Elizabeth. Gracias.
—Quiero que me llames de nuevo tan pronto como puedas.
De repente, él frunció el ceño.
—Sí. Tan pronto como pueda —repitió con voz perturbada. Cerró la puerta y se quedó dándole unos golpecitos al marco de la ventanilla abierta—. Sí —insistió. Sonrió con una mueca—. El tiempo pasa —se quejó en voz baja—. Te…, te llamaré —le confirmó, y se alejó en dirección a la casa de apartamentos, con la cabeza gacha y los brazos colgando a los costados, las manos largas abriéndose y cerrándose al ritmo de sus pasos, siguiendo una trayectoria levemente errática, de modo que había recorrido el sendero de uno a otro extremo antes de alcanzar la puerta del edificio y ponerse a buscar las llaves.
Por fin consiguió abrir la puerta. Dio media vuelta, miró hacia el coche y agitó la mano con un movimiento rígido, como si no estuviera seguro de que hubieran terminado su conversación. Luego dejó caer el brazo y empujó la puerta.