Hawks estaba sentado con la espalda apoyada en el ángulo del sofá en el estudio de Elizabeth Cummings. Sostenía blandamente la copa de brandy con ambas manos y observaba el cielo nocturno a través del cristal que había detrás de ella. Ella estaba sentada en un sillón situado debajo de la ventana con el perfil hacia él, los brazos alrededor de las rodillas levantadas.
—En mi primera semana en la escuela primaria —le contó él—, tuve que elegir. ¿Fuiste al colegio aquí en la ciudad?
—Sí.
—Yo fui a la escuela en un pueblo muy pequeño. La escuela estaba bastante bien: había cuatro aulas para menos de setenta alumnos. Sin embargo, sólo teníamos tres maestros, incluyendo al director, y cada uno de ellos enseñaba en los tres cursos, contando también con pre-primaria. Lo cual significaba que dos tercios de cada día yo no podía contar con mis maestros. Estaban enseñando a los otros dos cursos cosas que yo sabía ya o no se suponía que debía conocer. Entonces, cuando fui a la escuela secundaria, de repente descubrí que tenía un maestro para cada asignatura. Al final de la primera semana, la directora de esa escuela y yo nos encontramos por casualidad en el patio. Ella había leído mis tests de inteligencia y todas esas cosas, y me preguntó si me gustaba la escuela secundaria. Yo le contesté que me lo estaba pasando muy bien. —Hawks sonrió, mirando su copa de brandy—. Entonces se irguió mucho y su rostro cobró una expresión pétrea. “¡No has venido aquí a divertirte!”, me dijo, y se marchó.
»De modo que se me planteó una elección. Después de esas palabras, o tomaba mis deberes del colegio como un castigo, y descubría la forma de evitarlo, o podía fingir tomármelo todo en serio y aprovechar las ventajas que te brinda la simulación. Mi elección se planteaba entre una actitud honesta y deshonesta. Me decidí por la deshonestidad. Me volví muy serio, y asistía a clase con una cartera llena de libros y apuntes. Formulaba preguntas serias y analizaba mis deberes, incluso aquellos temas que me aburrían. Me convertí en un estudiante modelo. Al cabo de poco tiempo, eso fue un castigo. Pero me lo había impuesto yo mismo, y acepté las consecuencias de mi deshonestidad. —Bebió un sorbo de brandy—. A veces me pregunto qué habría sido de mí si hubiera elegido continuar como en la escuela primaria…, preguntándole a mis profesores todo aquello que me interesaba, mientras dejaba que todo lo demás me resbalara, al tiempo que disfrutaba de mi educación. —Miró a su alrededor—. Es un estudio muy bonito el que tienes, Elizabeth. Me alegra que pudiera conocerlo. Quería ver dónde trabajabas…, qué hacías.
—Por favor, sigue hablándome de ti —comentó ella desde la ventana.
—En la escuela secundaria sólo tuve que tomar otra decisión —continuó él al cabo de un rato, en el que simplemente permaneció sentado contemplándola—. Fue durante el tercer año, y estaba a punto de dar mi primera asignatura de ciencias. Física. El profesor de física del colegio durante mi segundo año había sido un excelente profesor, un tal Hazlet. Sus alumnos casi adoraban el suelo que pisaba. Por entonces, yo había empezado a pensar que la respuesta a mi vida eran las ciencias.
»Cuando me presenté a clase el primer día de mi tercer año, me sentía lleno de ansiedad. Había leído muchas novelas acerca de la superciencia y de la gente competente que realizaba cosas competentes con ella, y supongo que esperaba más de lo que incluso Hazlet habría podido introducir en una clase de física de la escuela secundaria.
»Sin embargo, Hazlet no estaba. No sé lo que le ocurrió…, supongo que se fue a trabajar para el gobierno o, más probablemente, se cambió a una escuela con un presupuesto mayor. Fuera lo que fuese, la dirección de la escuela tuvo que reemplazarlo. Tenían a una profesora en su nómina, una profesora graduada en la universidad y todo eso, con todos los diplomas necesarios, que había sido contratada para enseñar español. Era una dama muy gentil del sur, una tal señorita Cramer, con unos huesos pequeños y delicados y facciones muy pálidas. Su piel era casi transparente, y siempre parecía que se quedaba sin aliento. Mientras yo estaba en segundo curso, como ya he dicho, había intentado enseñar gramática española a un puñado de niños que iban con petos remendados y zapatos de granja. Así como todo el mundo en la escuela conocía a Hazlet, también todo el mundo sabía qué lado del escritorio de la señorita Cramer tenía el control de la clase.
»De modo que al año siguiente, cuando entré en el laboratorio de física, descubrí que a la señorita Cramer se le había dado un curso de verano sobre la enseñanza de la física y se le había adjudicado el puesto de Hazlet. No funcionó muy bien. Disponía de todo tipo de guías para maestros, y de la ayuda de los manuales de física que explicaban las fórmulas y los problemas clásicos. Supongo que cada noche, cuando regresaba a casa, intentaba memorizar las respuestas del día siguiente. Pero, simplemente, no funcionó…, descubrió que, cuando trataba de desarrollar un problema en la pizarra del mejor modo que ella sabía, el resultado no coincidía con la respuesta que había memorizado. Así que borraba su solución y escribía la del manual, diciéndonos que aunque ella no había podido sacar bien las ecuaciones, ésa era la solución correcta, y que debíamos memorizarla. Cuando nos ponía un examen, jamás había problemas de cálculo. Sencillamente planteaban el problema y dejaban un espacio en blanco para la respuesta correcta.
»Incluso con ese camino de aproximación, era incapaz de meter tanto en su mente cada noche para abarcar todo el terreno necesario. Por ejemplo, nunca aprendió que el símbolo químico del mercurio no era Mk. No resultaba gracioso; era patético. Y, siempre que algo iba mal, estallaba en una furia muy femenina; a veces lloraba sentada a su escritorio. Espero que haya encontrado un trabajo en algún lugar…, al año siguiente no regresó.
»Sin embargo, yo tuve que elegir. Tuve que decidir si me unía a la clase en mirar por la ventana y reírme a hurtadillas de la señorita Cramer, o concentrarme cada día en la clase, ignorando todo lo demás (se trataba de hacer caso omiso de todo o ponerme a llorar yo mismo), y dedicarme a recorrer la biblioteca en busca de textos de ciencia para enseñarme a mí mismo. Ello significaba apartarme del sendero que los otros individuos de la clase estaban tomando, al tiempo que veía cómo se perdían. Tuve la elección de permanecer con mis semejantes, o de apartarme de ellos, sabiendo que yo estaba nadando mientras ellos se ahogaban.
»Elegí salvarme. Después de un tiempo, comencé a razonar que si había algún físico latente entre ellos, reemprenderían el camino en la universidad. Traté de ayudar a algunos con los deberes, hasta que me di cuenta de que habían perdido el interés en comprender el por qué las respuestas eran las que eran. Si de verdad querían vivir, me dije a mí mismo, encontrarían la energía para nadar. Si ninguno nadaba, significaba que nadie de ellos tenía madera de científico. —Sonrió, con los ojos apagados—. La vida y la ciencia, de niño, parece que han sido de igual importancia para mí. Casi lo mismo.
—¿Y ahora? —inquirió Elizabeth.
—Ya no soy un niño. Ya no estamos en mil novecientos treinta y dos.
—¿Ésa es tu respuesta?
—Puedo decir lo mismo con más palabras. Tengo un trabajo que ha de ser realizado por mí, ya que fui yo el que lo hizo. Ahora no puedo dar marcha atrás y cambiar al niño del que crecí. Puedo verlo; veo sus errores al igual que sus decisiones acertadas. Sin embargo, yo soy el hombre que creció de esos errores al tiempo que de las decisiones que un adulto aprobaría. He de seguir con lo que soy. No hay nada más que pueda hacer…, no puedo juzgarme eternamente. Un trozo de carbón no puede modificar su estructura. Es un diamante o un pedazo de carbón…, y ni siquiera sabe lo que es el carbón o los diamantes. Otros deben juzgarlo.
Permanecieron sentados un rato largo, en silencio: Hawks con la copa de brandy vacía depositada en la mesita de café, al lado de sus piernas extendidas, y Elizabeth observándole desde la ventana, con el rostro apoyado sobre las rodillas levantadas.
—¿En qué pensabas ahora? —le preguntó ella cuando él volvió a moverse y miró su reloj de pulsera—. ¿En tu trabajo?
—¿Ahora? —Sonrió desde mucha distancia—. No…, pensaba en otra cosa. Pensaba en cómo se toman las placas de rayos X.
—¿Y qué ocurre?
Él sacudió la cabeza.
—Es complicado. Cuando un médico le saca unas radiografías a un hombre enfermo, consigue una impresión que le muestra las manchas en sus pulmones, o el calcio en sus arterias, o el tumor en su cerebro. Pero, para curar a un hombre, no puede sacar unas tijeras y cortar las manchas de la radiografía. Lo que debe hacer es abrir con el bisturí al hombre y, antes de poder realizar la operación, ha de decidir si el bisturí puede llegar hasta la enfermedad sin dañar alguna parte de éste. Tiene que decidir si el bisturí posee el suficiente filo como para arrancar el tumor maligno del tejido sano, o si el hombre reproducirá su enfermedad de los restos que queden detrás… si tendrá que ser operado una y otra vez. Cortar la radiografía no hace nada. Lo único que logra es dejar un agujero en el celuloide. Y, aunque hubiera un modo de arreglar los rayos X para que no fotografiaran el tumor maligno, y aunque existiera alguna forma de hacer que la radiografía cobrara vida, ésta aún tendría un agujero en el lugar donde había estado el mal, como si un cirujano la hubiera atacado con su bisturí. Moriría por la herida.
»De modo que lo que haría falta sería una película de rayos X cuyos ingredientes químicos no sólo no reprodujeran el tumor maligno, sino que reprodujeran el tejido sano, que nunca han visto, en su lugar. Se necesitaría una cámara que pudiera modificar de forma inteligente los granos de plata de la película. ¿Quién podría construir semejante cámara? ¿Cómo voy a hacerlo, Elizabeth? ¿Cómo voy a construir ese tipo de máquina?
Ella le acarició la mano en la puerta. Los dedos de él se estremecieron profundamente.
—Por favor, llámame tan pronto como puedas —dijo ella.
—No sé cuándo será eso —respondió él—. Este…, este proyecto en el que estoy metido, si funciona, va a ocuparme mucho tiempo.
—Llámame cuando puedas. Si no estoy aquí, me encontrarás en casa.
—Llamaré —susurró él—. Buenas noches, Elizabeth.
Apretó la mano contra el costado de su pierna. El brazo comenzó a temblarle. Dio media vuelta antes de que ella pudiera acariciarle de nuevo, y bajó con rapidez las escaleras del estudio hasta su coche: los ecos de sus pisadas resonaron torpemente.