DOS

Hawks llegó finalmente al almacén general que marcaba el cruce del camino arenoso y la carretera. Llevaba la chaqueta del traje sobre el brazo, y la camisa, que se había desabotonado en el cuello, estaba húmeda y pegada al delgado torso.

Se detuvo y echó una ojeada a la tienda, un edificio pequeño y de estructura vieja, con una falsa fachada cuadrada donde había apiladas a un lado montones de cajas de botellas de refresco vacías, maltratadas por la intemperie.

Se secó la cara con el borde de la mano, se quitó los zapatos y mantuvo el equilibrio como una garza, mientras, primero uno, luego el otro, volcaba la arena que se había acumulado en su interior. Luego se encaminó a la entrada de la tienda.

Miró más allá de los descascarillados surtidores de gasolina, a ambos lados de la carretera que ardía en la distancia, en cada oscilación ligera de su superficie, bajo los parpadeantes estanques de espejismos. Sólo pasaban coches particulares delante de él. El espejismo cercenaba sus ruedas mientras siseaban al introducirse en ellos y fundía los bordes de los guardabarros.

Hawks dio media vuelta, abrió la puerta, cuya floja mosquitera llevaba un sucio anuncio de pan entrelazado en la rejilla, y entró.

El interior estaba abarrotado de estanterías y alacenas que cubrían casi todos los centímetros cuadrados del espacio disponible y dejaban sólo unos pasillos estrechos. Miró a su alrededor, parpadeando una o dos veces; finalmente, cerró por completo los ojos y los volvió a abrir después de unos momentos con una mueca de impaciencia. Inspeccionó de nuevo la tienda, en esta ocasión con mirada fija. No había nadie. Una puerta angosta y blanca daba a un cuarto trasero del que no provenía ningún ruido. Hawks se abotonó de nuevo el cuello de la camisa y se subió la corbata.

Frunció el ceño y dio la vuelta para mirar la puerta que tenía detrás. Descubrió una campanilla suspendida del marco en un lugar en que la puerta principal tendría que haberla movido al cerrarse. Había sido apartada silenciosamente por la mosquitera más pequeña. Extendió el brazo y dobló la abrazadera hacia dentro. Su gesto no consiguió que la campanilla sonara; se quedó mirándola con expresión molesta. Tuvo la idea de rozar la campanilla; pero bajó la mano y echó otra vez un vistazo. Un número de coches pasó a ambos lados de la carretera en rápida sucesión.

Había depositado la chaqueta sobre la tapa de una nevera de Coca-Cola. La recogió, abrió la tapa y observó las botellas del interior. Todas eran de marcas locales, con un color naranja brillante y un rojo vidrioso, cubiertas hasta arriba de agua sucia. Algunas de ellas habían perdido las etiquetas de papel. Un trozo de hielo, modelado hasta convertirse en algo parecido a la cabeza de una rata gigante, flotaba en un rincón, manchado por el mismo tipo de sedimento que formaba posos en las botellas. Cerró de nuevo la tapa con un movimiento automáticamente controlado, y una vez más no se produjo el suficiente ruido para que llegara hasta el cuarto trasero. Se quedó contemplando la nevera: cada uno de sus arañazos había sido invadido por la herrumbre. Respiró profundamente. Miró hacia la puerta del cuarto.

Sonó un ligero crujido de grava en el exterior cuando un coche se detuvo ante los surtidores de gasolina. Hawks escudriñó desde detrás de la mosquitera. Una muchacha que conducía un viejo coupé le devolvió la mirada a través del hueco de la ventanilla bajada.

Hawks se volvió hacia el cuarto trasero. No se oía ningún ruido. Dio un paso en esa dirección y, molesto, abrió la boca y volvió a cerrarla.

La portezuela del coche se abrió y se cerró suavemente cuando salió la muchacha. Se acercó hasta la mosquitera y espió el interior. Era bajita, con el cabello negro, las facciones pálidas y unos labios gruesos que, en ese momento, mientras se cubría los ojos con una mano, parecían un poco fruncidos por la indecisión. Miró directamente a Hawks, y éste se encogió a medias de hombros.

Abrió la puerta y sonó la campanilla. Entró y le dijo a Hawks:

—Quisiera un poco de gasolina.

Desde el fondo de la estancia se escuchó un movimiento repentino: un pesado crujir de muelles de cama y el arrastrar de unos pies que se acercaban. Hawks hizo un gesto vago en aquella dirección.

—Oh —comentó la muchacha. Observó las ropas de Hawks y emitió una sonrisa de disculpa—. Perdóneme. Creí que trabajaba usted aquí.

Hawks sacudió la cabeza.

Un hombre gordo y un poco calvo, vestido con una camiseta y unos pantalones color caqui, con los pies hinchados embutidos en unas zapatillas de playa y mechones de cabello sudado y de un gris sucio aplastados en remolinos contra la cabeza, salió del cuarto trasero. Se masajeó las arrugas de la almohada que habían quedado impresas en su rostro y dijo con voz áspera:

—Estaba dando una cabezada. —Recorrió rápidamente el espacio que separaba las manos de ellos del mostrador, no vio nada y musitó—: La gente podría robarme. —Carraspeó y se frotó el cuello. Dirigiéndose a ambos, preguntó—: ¿Qué desean?

—Este caballero estaba primero —indicó la muchacha.

El hombre escrutó a Hawks.

—¿Ha estado esperando? No oí que llamara nadie. —Miró con suspicacia el pliegue de la chaqueta de Hawks que colgaba de su brazo; luego echó una ojeada a los estantes—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Sólo quiero saber si pasa algún autobús que vaya a la ciudad.

—¿Y pensaba esperar hasta que yo apareciera? Suponga que hubiera venido un autobús mientras se encontraba aquí. Se habría sentido bastante estúpido, ¿verdad?

Hawks suspiró.

—¿Pasa algún autobús?

—Un montón, amigo. Pero ninguno se detiene para recoger pasajeros. Si viene de la ciudad, le dejan a usted donde quiera; sin embargo, no le recogen salvo que sea en una parada oficial. Son las reglas. ¿No tiene coche?

—No, no tengo. ¿A qué distancia se halla la parada más próxima?

—A unos dos kilómetros carretera abajo, por allí. —Hizo un gesto con la mano—. En la gasolinera Henry’s Friendly Service.

Hawks se secó de nuevo el rostro.

—¿Por qué no le vende la gasolina a esta señorita mientras yo me lo pienso, en? —Sonrió fugazmente—. Puede registrarme cuando regrese.

El hombre se ruborizó. Sus ojos saltaron de Hawks a la puerta.

—¿Ha estado jo…, tonteando con la campanilla? Disculpe el lenguaje, señorita.

—Sí, la ajusté. Para que nadie pudiera entrar a hurtadillas sin que usted se diera cuenta.

—Tengo una escopeta recortada ahí atrás que le haría atravesar la pared —murmuró el hombre. Miró con ojos centelleantes a Hawks y, luego, giró la cabeza hacia la muchacha—. ¿Quiere un poco de gasolina, señorita? —Sonrió con una mueca—. La atiendo enseguida. —Se deslizó al lado de Hawks en dirección a la puerta; incómodo, mantuvo la mosquitera abierta para ella, sujetándola con un brazo blanco y fofo. Desde el umbral le dijo a Hawks—: Será mejor que decida lo que piensa hacer, amigo: caminar, autostop, comprar algo…, no dispongo de todo el día. —Le sonrió de nuevo a la muchacha—. Tengo que ocuparme aquí de la joven.

La muchacha le dirigió una forzada sonrisa a Hawks y dijo con voz suave, cuando pasó a su lado:

—Disculpe.

Cuando llegó a la puerta, rozó la cadera y el hombro izquierdo contra el marco para no tocar al propietario.

El hombre frunció los labios en un gesto como de escupitajo detrás de ella y, siguiéndola, miró con ojos apreciativos y depravados la falda y la blusa.

Hawks observó desde la ventana mientras ella regresaba al coche y pedía veinticinco litros de gasolina normal. El hombre sacó el inyector de la manguera del soporte y bajó la palanca del contador con un movimiento brusco del brazo. Permaneció ceñudo delante del coche, con las manos en los bolsillos, mientras el surtidor automático bombeaba gasolina en el depósito. Cuando la válvula de suministro automático se cerró, en el momento en que el contador estaba en el litro veinticuatro, el hombre arrancó de inmediato el goteante inyector y lo colocó de nuevo en el soporte. Arrugó el billete de cinco dólares que la muchacha le ofrecía por la ventanilla.

—Venga a la tienda a por su cambio —gruñó, alejándose.

Hawks aguardó mientras el hombre se inclinaba sobre el mostrador y hurgaba en una caja que había debajo. Entonces dijo:

—Yo le llevaré el cambio a la señorita. —El hombre se incorporó y le miró con furia, con el dinero estrujado en su puño. Hawks contempló a la muchacha, que tenía la mosquitera medio abierta y mostraba el rostro ligeramente tenso. Se dirigió a ella—. Le parece bien, ¿verdad?

Ella asintió.

—Sí —aceptó nerviosa.

El hombre metió el cambio en la palma de Hawks. Éste lo miró.

—¿Es que no es lo correcto por veinticinco litros, señor? —inquirió el hombre, con tono beligerante—. ¿Quiere echarle un vistazo y ver lo que pone en el maldito contador?

—No es lo correcto para cuatro décimas menos de veinticinco litros. Estuve observando.

Hawks siguió inmóvil delante del hombre, que de repente se volvió y rebuscó una vez más en la caja. Le dio a Hawks el resto del cambio.

—Viene aquí y provoca a un hombre en su misma tienda —musitó con aliento contenido—. Vamos…, largúese, usted no quiere comprar nada.

Dio media vuelta y se dirigió al cuarto trasero.

Hawks salió al exterior y le dio el cambio a la muchacha. Cuando la mosquitera se cerró tras él, la campanilla sonó. Sacudió la cabeza.

—Yo hice que se comportara así. Le irrité. Lamento que haya sido tan desagradable con usted.

La muchacha había traído con ella el monedero y estaba guardando el dinero.

—Usted no es responsable de lo que es él. —Sin alzar el rostro, ofreció con cierto esfuerzo—: ¿Necesita…, necesita que le lleven a la ciudad?

—Hasta la parada del autobús, sí, gracias. —Sonrió con gentileza cuando ella alzó los ojos—. Olvidé que ya no soy un muchacho. Emprendí una marcha más larga de lo que creí.

—No tiene por qué justificarse ante mí —comentó la muchacha—. ¿Por qué cree que necesita un pasaporte para viajar con alguien?

Hawks se encogió de hombros.

—La gente parece quererlo. —Sacudió de nuevo la cabeza, un poco confundido—. ¿Por qué usted no?

La muchacha frunció el ceño y agitó los pies.

—Yo voy a la ciudad —repuso—. No tiene sentido que le deje en la parada del autobús.

Hawks tiró incómodo de la chaqueta que llevaba al brazo. Se la puso y se la abotonó.

—De acuerdo. —Un fragmento de sombra vertical apareció en su piel áspera, entre las cejas, y permaneció allí. Se alisó la chaqueta contra las costillas—. Gracias.

—Entonces vamonos —anunció la muchacha.

Entraron en el coche y se metieron en la corriente de tráfico de la carretera.

Permanecieron sentados, rígidos, mientras el coche avanzaba, con las ruedas vibrando de modo regular sobre los rezumantes pliegues de cemento.

—No tengo aspecto para ligar —comentó la muchacha.

Hawks la miró; aún mostraba el ceño levemente fruncido.

—Es usted muy atractiva —dijo.

—¡Pero no soy fácil! Le ofrezco llevarlo porque supongo que lo necesita. —Las uñas color escarlata de sus manos cortas se cerraron sobre el plástico desgastado del volante.


—Ya lo sé —señaló él con tranquilidad—. Y tampoco pienso que lo esté haciendo por gratitud. Ese hombre no era nadie que usted misma no hubiera podido controlar. Lo único que hice fue ahorrarle el esfuerzo. No soy su galante caballero al rescate, y no he ganado su mano en mortal combate.

—Bien —corroboró ella.

—De nuevo estamos cayendo en la misma trampa —expuso él—. Ninguno de los dos sabe bien qué hacer. Hablamos en círculos. Si aquel hombre no hubiera aparecido, aún nos encontraríamos en la tienda, realizando una danza ritual el uno alrededor del otro.

Ella asintió con vehemencia.

—Oh, lo siento…, ¡pensé que trabajaba aquí! —se imitó a sí misma.

—No…, eh…, no lo hago —comentó él.

—Bien…, eh…, ¿hay alguien?

—No lo sé. ¿Cree que deberíamos llamar en voz alta o algo así…?

—¿Qué diríamos?

—«¡Eh, usted!»

—¿Y si golpeáramos con una moneda sobre el mostrador?

—Yo…, este…, sólo dispongo de un billete de a cinco.

—Bien, entonces… —Él dejó que su voz se perdiera en una imitación tensa de un murmullo azarado.

La muchacha golpeó impaciente con el pie sobre la madera del suelo.

—¡Sí, es exactamente así como habría sido! ¡Y ahora lo hacemos aquí en vez de en la tienda! ¿No puede cambiarlo?

Hawks respiró hondo.

—Me llamo Edward Hawks. Tengo cuarenta y dos años, soltero, graduado universitario. Trabajo para la Continental Electronics.

—Yo soy Elizabeth Cummings. Estoy empezando como diseñadora de moda. Soltera. Tengo veinticinco años —dijo ella, volviendo el rostro para mirarle—. ¿Por qué iba caminando?

—Cuando era niño solía andar a menudo —contestó él—. Tenía muchas cosas en las que pensar. No lograba entender el mundo, y no cesaba de tratar de descubrir el secreto que me permitiera vivir satisfactoriamente en él. Si me quedaba en casa sentado en una silla para meditar, preocupaba a mis padres. Hubo momentos en los que pensaron que era pereza, y otros momentos en los que creyeron que había algo que no funcionaba en mí. Yo no sabía de qué se trataba. Si me marchaba a otra parte, debía contar con otras personas. De modo que decidí empezara caminar para estarsolo conmigo mismo. Andaba kilómetros y kilómetros. Y nunca llegué a descubrir el secreto del mundo, o lo que no funcionaba en mí. Sin embargo, sentía que cada vez me aproximaba más y más. Entonces, cuando transcurrió el tiempo suficiente, poco a poco aprendí la forma para comportarme adecuadamente en el mundo tal y como yo lo percibía. —Sonrió—. Ésa es la razón por la que esta tarde iba caminando.

—¿Y adonde va ahora?

—De regreso al trabajo. Tengo que hacer algunas comprobaciones para un proyecto que comenzamos mañana. —Miró fugazmente a través de la ventanilla y, luego, volvió a observar a Elizabeth—. ¿Adonde va usted?

—Tengo un estudio en la parte baja de la ciudad. Yo también he de trabajar hasta tarde esta noche.

—¿Me dará su dirección y su teléfono para que pueda llamarla mañana?

—Sí —repuso ella—. ¿Mañana por la noche?

—Si puedo.

—No me formule preguntas si ya conoce las respuestas —dijo ella, mirándole—. No comente cosas intrascendentes sólo por pasar el tiempo.

—Entonces tendré muchas cosas que contarle.

Ella detuvo el coche delante de la puerta principal de la Continental Electronics para dejar que él bajara.

—Usted es el Edward Hawks —indicó.

—Y usted la Elizabeth Cummings.

Ella hizo un gesto señalando los edificios blancos.

—Ya sabe a lo que me refiero.

La miró con expresión seria.

—Yo soy el Edward Hawks que es importante para otro ser humano. Usted es la Elizabeth Cummings.

Ella alargó el brazo y le tocó la manga de la chaqueta cuando él abrió la portezuela del coche.

—Es demasiado calurosa para llevar en un día como éste.

Se detuvo al lado del coche, se abrió la chaqueta y se la quitó, para volver a doblarla sobre el brazo. Luego sonrió, alzó la mano en un gesto dubitativo, se volvió y atravesó la puerta que un guardia le mantenía abierta.

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