La nube

Ya empezaban a acostumbrarse al planeta, al rostro inmutable de ese desierto, a las ligeras sombras de las nubes que parecían siempre a punto de disiparse, esas nubes de una rara transparencia que permitía divisar, en pleno día, las estrellas brillantes; al crujir de la arena bajo las ruedas y los pasos, al sol rojo y opaco cuyos rayos eran incomparablemente más suaves que los del sol terrestre, y que se sentían, más que como calor, como una extraña y silenciosa presencia.

Todas las mañanas los equipos de trabajo se encaminaban a sus diferentes destinos; los ergo-robots desaparecían entre las dunas, meciéndose como barcazas gigantescas. Y cuando la polvareda levantada por las caravanas volvía a asentarse, los que quedaban a bordo de El Invencible pensaban en lo que el nuevo día iría a depararles. Comentaban lo que el técnico de radares le había dicho al ingeniero de comunicaciones, o trataban de recordar el nombre del piloto que había perdido una pierna en el satélite de navegación Terra 5. Pasaban así las horas, hablando de cosas intrascendentes, inclinados sobre latas vacías, a la sombra del casco que como la aguja de un gigantesco cuadrante solar giraba y se extendía hasta tocar el círculo de los ergo-robots. Luego, a la hora del regreso de los expedicionarios, se levantaban, buscando a lo lejos, con la mirada, a los que no podían tardar en llegar.

En cuanto a los exploradores, apagado el entusiasmo de la búsqueda entre los escombros metálicos de la «ciudad», regresaban a la nave fatigados y hambrientos. Hasta el grupo de El Cóndor, al cabo de una semana, no traía ya informaciones más importantes que las de haber identificado uno u otro de los cadáveres. Y los hallazgos que en un principio fueran símbolos de horror — los despojos de antiguos camaradas —, eran ahora cuidadosamente embalados en recipientes herméticos y guardados en las bodegas de El Invencible. Y mientras, esos hombres que continuaban tamizando la arena alrededor de El Cóndor, que seguían hurgando en las entrañas de la nave, no sentían ningún alivio, sino un cansancio y aburrimiento profundos, como si ya no recordaran la suerte corrida por los tripulantes. Empezaron a coleccionar objetos fútiles, recuerdos anónimos, todo cuanto quedaba de los antiguos propietarios desaparecidos. Así, en lugar de documentos capaces de dilucidar el misterio, traían consigo una vieja armónica, un rompecabezas chino; y esos objetos, como despojados de un inexplicable origen mítico, pasaron a ser en cierto modo propiedad común de todos los tripulantes de El Invencible.

Rohan, que nunca había pensado que aquello fuese posible, al cabo de una semana se comportaba igual que los demás. Sólo de tanto en tanto, cuando se encontraba a solas consigo mismo, se preguntaba por qué razón estaba allí. Y entonces tenía la impresión de que toda aquella actividad, todo ese deliberado y concienzudo ajetreo, esos complicados métodos de trabajo, de radiografía, de recolección de muestras, de perforación de las capas rocosas — todo tan penoso a causa de la necesidad de respetar la tercera rutina, cerrando y abriendo constantemente los campos de fuerza, los caños de los lasers apuntando en un ángulo de tiro cuidadosamente calculado, el control óptimo permanente, el recuento incesante de los hombres, las transmisiones simultáneas en varios canales —, que todo aquello no tenía otro propósito que el de ocultar la verdad, y que en el fondo todos esperaban un nuevo accidente, una nueva catástrofe.

Al principio, todas las mañanas, los hombres se apiñaban en los alrededores de la enfermería para enterarse del estado de Kertelen. Les parecía, más que una víctima de un misterioso ataque, una criatura que ya no tenía nada de humano, diferente de todos ellos, como si hubiesen empezado a creer en cuentos fantásticos y pensaran que las fuerzas hostiles del planeta eran capaces de transformar a un hombre, un hombre igual a ellos, en un verdadero monstruo. En realidad, Kertelen no era nada más que un inválido. Además, no tardaron en descubrir que la mente de Kertelen, en blanco como la de un recién nacido, asimilaba lentamente las enseñanzas que le impartían los médicos, y aprendía poco a poco a hablar, como un niño pequeño, justamente. Ya no se escuchaban, en los alrededores de la enfermería, aquellos terribles gemidos inhumanos, sino los balbuceos sin sentido de un bebé, que brotaban de la garganta de un adulto. Al cabo de una semana, Kertelen pronunciaba algunas sílabas y reconocía a los médicos, aunque no podía llamarlos por sus nombres.

Luego, a principios de la segunda semana, ya no se mostraron tan interesados, sobre todo porque los médicos explicaron que Kertelen no podría decir absolutamente nada acerca de las circunstancias del accidente, incluso una vez que volviese al estado normal, o mejor dicho, una vez finalizada la extraña pero indispensable reeducación.

Mientras tanto, los trabajos proseguían. Los equipos continuaban trazando planos de la «ciudad», estudiando en detalle aquellas inexplicables «pirámides de matorrales». En vista de los resultados negativos de estas búsquedas, Horpach decidió suspenderlas. La nave misma tendría que ser abandonada, pues las reparaciones del casco estaban más allá de las posibilidades de los ingenieros, sobre todo teniendo en cuenta la necesidad de hacer otros trabajos mucho más urgentes. Sólo transportaron a El Invencible una cantidad de ergo-robots, vehículos, jeeps y toda clase de aparatos, en tanto el despojo (pues ahora, vacío, El Cóndor era un mero despojo) fue cerrado herméticamente. Se consolaban con la idea de que ellos mismos o quizá una futura expedición terminaría por devolver la nave a un puerto de amarre. Horpach envió el grupo de El Cóndor, con Regnar a la cabeza, a reunirse con el grupo de Gallagher en el norte. Rohan, nombrado ahora coordinador general de todas las investigaciones, no se alejaba de las inmediaciones de El Invencible sino por períodos muy breves, y no todos los días.

En un sector entrecruzado por grietas, donde abundaban las aguas subterráneas, los dos grupos hicieron algunos hallazgos sorprendentes.

Las capas de arcilla traídas por los aluviones estaban separadas entre sí por estratos de una sustancia de color rojo negruzco cuyo origen no era ni geológico ni planetario. Los expertos estaban desorientados. Todo parecía indicar que millones de años atrás, en la superficie de la vieja costra basáltica se habían asentado grandes cantidades de partículas metálicas. Dichas partículas, acaso simples esquirlas de algún metal o metaloide, sugirieron una hipótesis: en aquella época remota un gigantesco meteorito de hierro y níquel habría estallado en la atmósfera de Regis III, y la lluvia de fuego se habría diseminado sobre la roca. Esos residuos metálicos, al oxidarse poco a poco, al reaccionar con los elementos del medio, habrían terminado por transformarse en capas de sedimentos de un color castaño negruzco, que en algunos sitios cambiaba al púrpura y al rojo.

Las excavaciones practicadas hasta ese momento no habían llegado más allá de las capas relativamente superficiales del terreno rocoso. Cuando alcanzaron la capa basáltica, de una edad que se calculaba en miles de millones de años, comprobaron que en los sedimentos, pese a un avanzado estado de cristalización, había trazas de carbono orgánico. En un primer momento se pensó que aquél había sido en otra época el fondo del océano. Pero luego descubrieron depósitos de hulla con vestigios de numerosas especies vegetales que sólo habrían podido crecer en tierra firme. Poco a poco fueron conociendo mejor las formas orgánicas primitivas. Se enteraron, así, de que trescientos millones de años antes habían habitado reptiles en las selvas. Un día volvieron en triunfo a la base trayendo la columna vertebral y el hueso maxilar de un reptil, pero la tripulación no mostró mucho entusiasmo. Al parecer había habido dos ciclos evolutivos en el continente; los seres vivos se habrían extinguido la primera vez unos cien millones de años atrás. Las plantas y los animales habrían perecido bruscamente, a consecuencia sin duda de la explosión de una nova cercana. Sin embargo, la vida había renacido una vez más, en formas nuevas. Pero ni la cantidad ni el estado de los restos fósiles descubiertos permitían una clasificación apenas rigurosa. En el planeta nunca se desarrollaron formas semejantes a los mamíferos. Noventa millones de años antes había ocurrido una segunda erupción estelar, pero esta vez a una distancia mucho mayor. Esta explosión pudo ser determinada por la presencia de isótopos. Según cálculos aproximados, la intensidad de la radiación superficial no había sido suficiente, para provocar la total desaparición de los seres vivos. Y sin embargo, y esto era lo que más desconcertaba a los científicos, a partir de esa fecha los fósiles de plantas y animales eran poco frecuentes en las capas rocosas jóvenes. En cambio, abundaba cada vez más esa «arcilla» comprimida, de sulfuros de antimonio, óxidos de molibdeno, óxidos de hierro, sales de níquel, de cobalto y de titanio.

En esos estratos metalíferos, relativamente superficiales, y que contaban entre seis y ocho millones de años, encontraron núcleos de radiactividad, de origen reciente, comparados con la edad del planeta. Además, todo parecía indicar que algo había desencadenado en ese entonces una serie de reacciones nucleares violentas, pero localizadas, y que los productos se habían depositado sobre las «arcillas de metal». Amén de la hipótesis del «meteoro de hierro radiactivo», se formularon otras de carácter fantástico, que atribuían la presencia de esos núcleos de «radiactividad caliente» a la catástrofe del sistema planetario de Lira.

De acuerdo con una de esas hipótesis, durante las tentativas de colonizar Regis III se habían librado batallas atómicas entre las naves que huían del sistema planetario amenazado. Pero esto no explicaba los extraños estratos metálicos de otras regiones distantes. De todos estos distintos datos emergió al fin un cuadro misterioso pero plausible: la vida en los continentes del planeta se había extinguido a lo largo de millones de años, mientras se formaban los estratos de metal. La causa de esta extinción no podía ser de naturaleza radiactiva; la cantidad total de la radiación había sido calculada en explosiones nucleares: apenas unos veinte o treinta megatones. Escalonadas a lo largo de centenares de miles de años, tales explosiones — si eran en verdad explosiones atómicas y no otras formas de reacción nuclear- no habrían podido amenazar seriamente la evolución de las formas biológicas.

Sospechando la existencia de alguna relación entre las capas metálicas y las ruinas de la «ciudad», los hombres de ciencia querían seguir investigando, aunque esto exigiese la remoción de enormes cantidades de material. La única solución consistía en cavar galerías subterráneas; pero quienes trabajaran bajo tierra no estarían entonces protegidos por el campo de fuerza. Entretanto, los trabajos progresaban a pesar de todo. En efecto, a una profundidad de unos veinte metros, en una capa rica en óxidos de hierro, encontraron fragmentos herrumbrados de metal, de formas muy extrañas, que parecían piezas desgastadas y corroídas de mecanismos diminutos.

Diecinueve días después del aterrizaje, nubes espesas y más sombrías que nunca cubrieron el cielo de la región donde trabajaba la excavadora. Hacia el mediodía, estalló una tormenta, con descargas eléctricas mucho más violentas que las terrestres. El cielo y la montaña se unieron en enceguecedores relámpagos. Las aguas, crecidas como torrentes, se precipitaron por las sinuosas hondonadas, inundando las excavaciones. Los hombres tuvieron que abandonarlas, y se refugiaron junto con los autómatas bajo la cúpula del campo de fuerza. Rayos de varios kilómetros de largo se estrellaban contra la invisible pared protectora. La tormenta se desplazó lentamente hacia el oeste y el horizonte se extendió por encima del océano como un muro negro rasgado incesantemente por luces deslumbrantes.

En el camino de regreso, los equipos excavadores descubrieron una cantidad considerable de minúsculas gotas de metal negro, diseminadas sobre la arena. ¿Serían aquéllas las famosas «moscas»? Las recogieron con todo cuidado y las llevaron a la nave, donde despertaron mucho interés entre los científicos; pero la idea de que fueran despojos de insectos fue decididamente descartada. Se convocó a una nueva reunión de expertos que degeneró varias veces en ásperas disputas. Por último, se decidió enviar una expedición al nordeste, más allá de la región de los barrancos serpenteantes y las capas de compuestos ferrosos, pues en las orugas de los vehículos de El Cóndor se habían descubierto pequeñas cantidades de minerales extraños que no habían aparecido en los sectores estudiados hasta ese momento.

Una columna perfectamente equipada, dotada de ergorobots, el mortero antimateria retirado de El Cóndor, transportes y robots (entre ellos doce arctanos, provistos de palas y excavadoras automáticas) partió a la mañana siguiente. El grupo, encabezado por Regnar, era de veintidós hombres, y llevaba consigo reservas de oxígeno, víveres y carburante atómico. El Invencible se mantuvo en contacto con la expedición hasta que la convexidad del planeta impidió las transmisiones en ondas ultracortas. El Invencible puso entonces en órbita una telesonda que permitió restablecer el contacto. La columna marchó durante toda la jornada. Cuando cayó la noche, los vehículos y los ergo-robots se ordenaron en círculos levantando un campo de fuerza.

A la mañana siguiente reanudaron la marcha. Alrededor del mediodía Regnar llamó a Rohan; se habían detenido al pie de unas ruinas que asomaban en la arena de un cráter pequeño. Una hora más tarde perturbaciones estáticas interfirieron en la transmisión. Los técnicos buscaron otra frecuencia de ondas. De pronto, mientras los estampidos de los truenos se desplazaban hacia el este — es decir, el rumbo mismo de la expedición —, el contacto se interrumpió. Poco antes las señales se habían debilitado varias veces. Además la recepción de televisión se había deteriorado; aunque, transmitida por un satélite en órbita, no dependía del estado de la ionosfera. A la una de la tarde, las comunicaciones cesaron del todo. Ni los técnicos ni los físicos pudieron encontrar alguna explicación. Se hubiera dicho que un muro de metal se había levantado súbitamente en algún lugar del desierto, aislando a El Invencible del grupo expedicionario, a ciento setenta kilómetros de distancia.

Rohan, que durante todo ese tiempo no se había separado del comandante, lo notó nervioso e inquieto. La reacción le pareció injustificada, pues la nube tormentosa podría tener características especiales, que la transformaran en una cortina impenetrable. ¿Acaso no avanzaba en la misma dirección que los expedicionarios? Sin embargo, los físicos, consultados acerca de esa posible masa de aire ionizado, se mostraron escépticos. A eso de las seis de la tarde, la tormenta cesó, pero no fue posible restablecer el contacto. Horpach envió entonces dos aparatos exploradores.

Uno de los planeadores se cernía a algunos centenares de metros por encima del desierto, en tanto el otro volaba a cuatro mil metros de altura y transmitía los mensajes televisados del aparato más bajo. Roban, el astronauta, y Gralew, junto con una decena de hombres entre los que se contaban Ballmin y Sax, observaban en la pantalla principal de la cabina de comando todo cuanto acontecía en el campo visual del piloto de la primera máquina. Más allá del oscuro laberinto de gargantas se extendía el desierto: la interminable cadena de dunas, listadas de negro ahora, pues el sol estaba próximo a desaparecer. A los rayos oblicuos del sol poniente, que daban al paisaje un aspecto singularmente lúgubre, desfilaban bajo las máquinas algunos pequeños cráteres, colmados de arena. Algunos de esos cráteres sólo eran visibles gracias al cono central del volcán, extinguido hacía siglos. El terreno se elevaba paulatinamente y se tornaba más variado. De la arena emergían unos peñascos altos, como un sistema de cadenas montañosas curiosamente melladas. Algunas de las rocas, puntiagudas y aisladas, parecían cascos de naves despanzurradas o siluetas de gigantes. Las laderas estaban marcadas por las nítidas líneas de las hondonadas donde los escombros se amontonaban en formaciones cónicas. Finalmente, la arena desaparecía por completo y era reemplazada por un desierto desolado de rocas abruptas y guijarros. Aquí y allá serpenteaban — semejantes a ríos, a la distancia- las fisuras tectónicas de la corteza del planeta. El paisaje recordaba la luna terrestre.

De pronto, la imagen televisada perdió nitidez y se deformó. No pudo corregirse.

Las rocas, hasta ese momento de un color blancuzco, empezaron a oscurecerse. Las crestas superpuestas que se alejaban del campo visual eran pardas y de un brillo metálico ominoso. De tanto en tanto aparecían manchas de color índigo, casi negro, como si sobre la roca desnuda hubiera una frondosa vegetación muerta.

En ese momento se oyó la llamada de la primera máquina, que hasta entonces había estado muda. El piloto anunciaba que oía las señales automáticas del vehículo de vanguardia. Sin embargo, los hombres reunidos en la cabina de comando no oyeron otra cosa que la voz del piloto, cada vez más débil mientras llamaba al grupo de Regnar.

El sol, ya casi oculto detrás del horizonte, teñía el cielo de un resplandor purpúreo. De pronto, frente a la máquina, contra el rojo telón del firmamento, se alzó un muro negro, un muro que se enroscaba sobre sí mismo en volutas, semejante a una nube, elevándose desde el suelo rocoso hasta una altura de mil metros. Todo cuanto estaba del otro lado de ese muro era ahora invisible. De no haber sido por el movimiento lento y regular de los cúmulus de esa masa sombría, ora negra como la tinta china, ora de un brillante violeta metálico, casi escarlata, se la hubiese tomado por una extraña formación montañosa.

Los rayos del sol herían el muro en líneas casi horizontales y por debajo se abrían cavernas; dentro estallaban unas fugaces cataratas de luz. En las fisuras del muro unos centelleantes cristales de hierro negro parecían moverse en una danza frenética. En el primer momento, los espectadores pensaron que la nube avanzaba hacia la máquina volante; pero era una ilusión óptica. El planeador se acercaba a una velocidad constante a aquel extraño obstáculo.

— P. 4 a la base. ¿Entro en la nube? Conteste.

Era la voz apagada del piloto. Luego de una fracción de segundo, el astronauta respondió

— Comandante de P. 4. Deténgase frente a la nube. — P. 4 a la base. Detenido frente a la nube — confirmó inmediatamente el piloto, y Rohan creyó advertir un tono de alivio en la voz.

Sólo unos pocos centenares de metros separaban a la máquina de la extraña formación, que se estiraba lateralmente, como si quisiera alcanzar la línea del horizonte. Casi toda la pantalla estaba ahora ocupada por una especie de mar negro azabache, un imposible océano vertical. El planeador ya no se movía. Pero de pronto, antes que nadie tuviese tiempo de decir una palabra, la masa que oscilaba lentamente disparó una serie de relámpagos en todas direcciones. La imagen de la pantalla se oscureció, fue sólo un punto luminoso, volvió a encenderse, fluctuó de nuevo, desgarrada por las líneas de las descargas eléctricas cada vez más débiles, y desapareció. — P. 4 — llamó el operador.

— Aquí P. 8 — respondió de improviso el piloto del segundo aparato, que hasta ese momento había funcionado como subestación —. P. 8 a la base. ¿Transmito la imagen? Conteste.

— ¡Base a P. 8! ¡Transmita!

Un caótico torbellino de corrientes negras cubrió la pantalla. Era la misma imagen, desde una altura de cuatro mil metros. Ahora se podía ver que la masa negra de la nube reposaba sobre la falda de la montaña, como si quisiera impedir él acceso a esa región. La superficie del muro ondulaba perezosamente como una sustancia viscosa. Pero no fue posible localizar a la primera máquina, que había sido engullida por la masa oscura.

— ¡Base a P. 8! ¿Oye usted a P. 4? ¡Responda!

— P. 8 a base. No oigo. Paso a la banda de interferencias. ¡Atención! P. 4, aquí P. 8, responda. P. 4. ¡P. 4! Oyeron el llamado del piloto y luego, más claramente:- P. 4 no contesta. Paso a la banda de ultrarrojos. ¡Atención! ¡P. 4, aquí P. 8! ¡Conteste! P. 4! P. 4 no contesta. Enfocaremos la nube con el radar…

En la penumbra de la cabina de comando el silencio era profundo, como si nadie se atreviera a respirar. Todos estaban tensos, expectantes. La imagen, abandonada a sí misma, no cambiaba ahora: la cresta de la montaña asomaba en la nube oscura como una isla en un océano de tinta. En lo alto, en pleno cielo, se desvanecían los copos de unas nubes doradas. El disco del sol tocaba ya el horizonte. Dentro de pocos minutos caería la noche.

— ¡P. 8 a base! — La voz del piloto sonaba ahora extrañamente distinta. — El radar detecta un obstáculo metálico. Conteste.

— ¡Base a P. 8! Conecte el radar a la pantalla. ¡Esperamos!

La pantalla se ensombreció, se apagó, se iluminó de blanco un momento, cambió al verde, y se pobló de chispas centelleantes.

— Esa nube es de hierro — suspiró alguien a espaldas de Rohan.

— ¡Jason! — llamó el astronauta —. ¿Está Jason aquí?

— Estoy aquí.

El físico nuclear se separó del grupo.

— ¿Le parece que puedo calentarlo? — preguntó con voz tranquila el astronauta, señalando la pantalla. Todos comprendieron lo que quería decir. Jason tardó en contestar.

— Habría que alertar previamente a P. 4, para que amplíe al máximo el radio del campo…

— ¡Jason! ¡Estamos incomunicados!

— Hasta cuatro mil grados, sin grandes riesgos.

— Gracias.¡Blaar,el micrófono!¡Comandantea P. 8! Prepare los lasers contra la nube, potencia reducida, un billón de ergios en el epicentro como máximo. ¡Fuego continuo en el eje del azimut!

— P. 8, fuego continuo de un billón de ergios máximo — respondió inmediatamente la voz del piloto.

Por espacio de un segundo, nada ocurrió. Luego hubo un relámpago, y la nube central, en la parte inferior de la pantalla, cambió de color. Al principio, la nube se desparramó como un fluido, viró al rojo y burbujeó transformándose en una especie de embudo de paredes incandescentes en cuyo interior desaparecieron, como aspirados por un remolino, los jirones de las nubes más cercanas. De pronto, todo movimiento cesó; la nube era ahora un enorme anillo que dejaba ver los caóticos amontonamientos de formaciones rocosas. Un cono de fino polvo negro flotó por el aire.

— ¡Comandante a P. 8! ¡Descienda a la distancia de máxima eficacia!

El piloto repitió la orden. La nube, rodeando de una muralla móvil la brecha recién abierta, intentaba cerrarla, y retiraba los tentáculos oscuros cada vez que la alcanzaba el fuego. Todo esto duró pocos minutos. La situación no podía prolongarse. El astronauta no se atrevía a atacar a la nube con toda la potencia del láser, pues dentro, en algún sitio, estaba el otro aparato. Rohan supo instintivamente lo que Horpach esperaba: que la otra máquina consiguiera escapar hacia la región despejada del espacio. Pero la máquina seguía siendo invisible. El P. 8 planeaba ahora, casi inmóvil, bombardeando con luces enceguecedoras los bordes burbujeantes del círculo negro. El cielo era claro aún, pero la oscuridad crecía a lo largo de las rocas. El sol se ocultaba.

Bruscamente, un resplandor fantasmagórico iluminó las sombras. Rojiza y turbia, como la boca de un volcán encendido bajo un manto de cenizas, la nube ocultó la escena. Ya sólo eran visibles las tinieblas, y dentro siseaba un fuego que proyectaba lenguas escarlatas. La materia nubosa, o lo que fuese, atacaba a la máquina desaparecida, chocando con el campo de fuerza de la nave, envolviéndolo en llamas ardientes.

Rohan observaba al astronauta en cuyo rostro inmóvil, inexpresivo, se reflejaban las llamaradas del incendio. Las volutas negras de la hoguera, que a veces parecía petrificarse en una zarza ardiente, ocupaban el centro de la pantalla. A lo lejos, una elevada cumbre se recortaba contra el púrpura frío de los postreros rayos del sol, extrañamente semejante en esa hora al astro terrestre.

Rohan esperaba, tenso; el rostro del astronauta era una máscara impenetrable; nadie podía saber si ordenaría a la máquina superior que acudiera en ayuda de la otra, o que la abandonara a su suerte continuando vuelo hacia el nordeste.

En ese preciso momento sucedió algo espantoso; o el piloto de la máquina prisionera de la nube perdió la cabeza, o alguna catástrofe ocurrió a bordo de la nave. Sea como fuere, un relámpago atravesó la bullente masa de sombras, una llama enceguecedora estalló en el centro, y grandes jirones de nubes, desgarradas por la explosión, volaron en todas direcciones. La trepidación desencadenada por el choque fue tan violenta que la imagen toda empezó a moverse, repitiendo la danza frenética del P. 8. Luego, volvió la oscuridad, una oscuridad ahora impenetrable.

El astronauta se inclinó y le dijo algo al radiooperador que se encontraba junto a los micrófonos, pero en voz tan baja que Rohan no alcanzó a oírlo.

La radio transmitió inmediatamente la orden:

— ¡Prepare los antiprotones! ¡Bombardee la nube a máxima potencia, fuego continuo!

El piloto repitió la orden. Uno de los técnicos, que observaba una pantalla lateral, gritó de pronto:

— ¡Atención! ¡P. 8! ¡Suba! ¡Más alto! ¡Más!

Desde el espacio hasta entonces despejado en el oeste, se precipitaba, con la velocidad de un huracán, una nube negra que giraba sobre sí misma. Durante una fracción de segundos, la masa negra fue sólo una prolongación de la inmensa nube principal, pero luego se separó de ella, y arrastrando tras de sí ramificaciones fragmentadas, empezó a ascender con movimientos giratorios en una línea casi vertical. El piloto, que había advertido este fenómeno una fracción de segundo antes de la llamada de alarma, maniobró rápidamente para ganar altura, pero la nube lo perseguía, estirando unos negros tentáculos. El piloto los atacaba sistemáticamente, uno tras otro. Uno de los tentáculos, herido de frente, se fragmentó y se oscureció. Y repentinamente la imagen empezó a temblar.

En aquel momento, mientras una porción de la nube penetraba ya en la zona de las ondas de radio, dificultando cada vez más las comunicaciones entre la nave y la.base, el piloto recurrió — sin duda por primera vezal mortero antimateria. La atmósfera del planeta se transformó, de pronto, en un inmenso mar de fuego. Los últimos resplandores purpúreos del sol, ya oculto detrás del horizonte, se apagaron como al soplo de una ráfaga de viento. Por un instante aún se vislumbró la nube entre los zigzags de las deflagraciones y las negras columnas de humo que ascendían y se dispersaban en una masa blanquecina. Una segunda.' explosión, mucho más terrible que la primera, arrojó cascadas de fuego _sobre un caos de rocas envueltas en vapores y gases. Esa fue la última imagen que vieron, pues un instante después, tras un breve pero intenso estallido de chispas y descargas eléctricas, la pantalla quedó en blanco, vacía, iluminando en la penumbra de la cabina de comando la mortal palidez de los rostros de los hombres.

Horpach ordenó a los radiooperadores que continuaran llamando a las dos máquinas, y junto con Rohan, Jason y algunos otros se trasladó a la cabina contigua.

— Según ustedes, ¿ de qué naturaleza es esa nube? — preguntó sin preámbulos.

— Partículas de metal. Una especie de suspensión dirigida por control remoto desde un centro único — dijo Jason.

— ¿ Gaarb? — Opino lo mismo.

— ¿Desean añadir algo? ¿No? Tanto mejor. Ingeniero jefe, ¿qué supercóptero está en mejores condiciones? ¿El nuestro o el que rescatamos de El Cóndor?

— Los dos están bien, astronauta. Pero yo preferiría el nuestro.

— De acuerdo. Rohan, si no me equivoco, usted quería trabajar fuera de la cúpula. Bueno, es el momento. Llevará dieciocho hombres, un doble equipo de autómatas, lasers de arco y antiprotones. ¿Hay alguna otra cosa que podría serle útil?

Nadie respondió.

— Bueno, no hay arma más poderosa que el mortero. Partirá a las 4 y 31, es decir a la salida del sol, y tratará de descubrir ese cráter de que hablaba Regnar. Aterrizarán allí en un campo de fuerza. En camino, dispare contra todo, pero desde lejos. No economice municiones. Si pierde contacto con la base, no se detenga, siga adelante. Cuando haya encontrado el cráter, aterrice; pero con prudencia, para no posarse sobre los hombres… Me imagino que deben de estar por ahí. — Señaló un punto del mapa de Regis III que ocupaba toda la pared. — Dentro de este sector marcado con rojo. Es una mera suposición, pero no tenemos otra cosa.

— ¡Qué he de hacer después del aterrizaje, astronauta? ¿Los busco?

— Decida usted. Pero le pido que tenga en cuenta una sola cosa: no dispare en un radio de cincuenta kilómetros, pues allí pueden estar nuestros hombres. — ¿Contra ningún objetivo terrestre?

— Contra ninguno en general. Hasta aquí — el astronauta trazó sobre el mapa una línea imaginaria que separaba el territorio en dos sectores- puede atacar con armas aniquiladoras. A partir de esta línea, sólo está autorizado a defenderse con un campo de fuerza. Jason ¿qué presión soporta el campo de un supercóptero?

— Más de un millón de atmósferas por centímetro cuadrado.

— ¿Qué significa «más»? ¿Acaso me lo quiere vender? ¡Dígame cuántas! ¿Cinco millones? ¿Veinte millones?

El tono de voz era tranquilo; pero esta calma estudiada inquietaba siempre a los tripulantes de.El Invencible.

Jason carraspeó.

— El campo fue probado a dos millones y medio…

— Eso está mejor. ¿Oyó, Rohan? Si el peso de la nube supera esa cifra, levante campamento al instante. Subir, creo que esa es la mejor vía de escape.

— Miró el reloj. Exactamente ocho horas después de la partida, los llamaré por todas las longitudes de onda. Si no da resultado, trataremos de comunicarnos vía satélite o contacto óptico directo. Enviaremos señales láser en morse. Hasta donde yo sé, este sistema nunca ha fallado. Pero seamos más previsores, por las dudas. Si tampoco los lasers logran atravesar la nube, espere tres horas más, y entonces despegue y vuelva a la base. Y si yo no estoy aquí…

— ¿Qué? ¿Piensa despegar?

— No me interrumpa, Rohan. No tengo la intención de despegar, pero no todo depende de nosotros. Si no estoy aquí, póngase en órbita alrededor del planeta. ¿Lo hizo ya alguna vez con un supercóptero?

— Sí, dos veces, en Delta de la Lira.

— Perfecto. Entonces sabe que es un procedimiento complicado pero perfectamente factible. La órbita tiene que ser estacionaria. Stroem le indicará las coordenadas exactas antes de la partida. Me esperará en esa órbita treinta y seis horas. Si en ese lapso no doy señales de vida, regresará al planeta. Volará hasta El Cóndor, y tratará de ponerlo en marcha. Imagino lo que piensa, pero no hay alternativa. Si lo consigue, regrese a la Tierra con El Cóndor y presente un informe sobre esta expedición. ¿Hay algo que desee preguntar?

— Sí. ¿Puedo tratar de entrar en contacto con… con ese centro que dirige la nube, si logro localizarlo? — Lo dejo también a criterio de usted. En todo caso, no corra más riesgos que los razonables. Naturalmente, no puedo estar seguro, pero creo que ese centro no se encuentra en la superficie del planeta. Si existe, lo que me parece problemático.

— ¿Qué quiere decir?

— Hemos estado captando todo el espectro electromagnético. Si alguien o algo estuviese dirigiendo a esa nube, habríamos registrado las señales.

— Quizá el centro se encuentre en la nube misma.

— Quizá. No sé. Jason, ¿es posible un medio de telecomunicación que no sea el de las ondas electromagnéticas?

— ¿Me pide usted mi opinión, astronauta? No, no es posible.

— ¿Su opinión? ¿Qué otra cosa podría pedirle?

— Mis conocimientos no abarcan todas las zonas de lo posible. Lo único que puedo decirle es que nosotros no los conocemos.

— ¿Y la telepatía? — insinuó una voz desde el fondo.

— Sin comentarios — replicó secamente Jason —. En todo caso, no se ha descubierto nada parecido en la parte explorada del universo.

— A ver, orden. No perdamos el tiempo en discusiones estériles. Lleve a sus hombres, Rohan, y prepare el supercóptero. Las coordenadas de la eclíptica de la órbita le serán facilitadas por Stroem dentro de una hora. Stroem, calcule una órbita estacionaria con un apogeo de cincuenta y cinco kilómetros.

— Muy bien, astronauta.

El astronauta entreabrió la puerta de la cabina.

— Terner ¿qué hay de nuevo? ¿Nada?

— Nada, comandante. Es decir, interferencias atmosféricas. Muchos parásitos de estática, pero nada más.

— ¿Ningún rastro de un espectro de emisión?

— Ninguno.

Lo que quiere decir que las máquinas no están combatiendo, que han abandonado la lucha, se dijo Rohan. Si utilizaran el fuego de los lasers, o simplemente un lanzallamas inductivo, los detectores de El Invencible los habrían descubierto a una distancia de centenares de kilómetros.

Rohan estaba demasiado excitado para pensar en los peligros que podían esperarle. Esa noche la pasó en vela. Era preciso revisar todas las instalaciones del supercóptero, subir a bordo la carga suplementaria de combustible, los víveres y las armas. Los hombres trabajaron sin descanso para poder partir a la hora señalada.

En el momento en que el disco rojo del sol asomaba por detrás del horizonte, la nave de dos niveles y setenta toneladas de peso se elevó por los aires. Levantando densas nubes de polvo, el cóptero voló en línea recta hacia el nordeste, subiendo hasta quince mil metros, pues a la altura de la estratosfera no sólo podía desarrollar la velocidad máxima: el peligro de toparse con la nube era también menor. O por lo menos eso pensaba Rohan. Tuviera o no razón, o quizá suerte, lo cierto es que al cabo de una hora se posaban bajo los rayos oblicuos del sol naciente, en un cráter cubierto de arena y de fondo todavía sombrío.

Antes aún que los ardientes chorros de gas lanzaran al aire nubes de polvo, los operadores de video alertaron a la cabina de navegación: habían avistado algo sospechoso en la parte norte del cráter. La pesada máquina volante interrumpió el descenso, estremeciéndose ligeramente como suspendida de un tenso resorte invisible. Desde una altura de quinientos metros hicieron una minuciosa inspección del lugar.

En la pantalla amplificadora alcanzaron a ver contra un fondo gris rojizo, unos pequeños rectángulos dispuestos regularmente alrededor de une rectángulo más grande, de color gris acerado. Junto con Ballmin y Gaarb, que se encontraban con él en la cabina de comando, Rohan reconoció los vehículos de la expedición de Regnar.

Sin esperar más, aterrizaron no lejos de allí, respetando todas las medidas de seguridad. Las patas de aterrizaje telescópicas no se habían detenido aún por completo cuando ya los hombres habían bajado la planchada, y dos vehículos exploradores, protegidos por un campo de fuerza móvil, eran enviados a tierra. El interior del cráter se parecía a un plato playo de bordes mellados. Una costra de lava negro-pardusca cubría el cono central del antiguo volcán.

Los vehículos exploradores tardaron pocos minutos en recorrer el kilómetro y medio que los separaba del grupo de Regnar. La comunicación radial era excelente. Rohan hablaba con Gaarb, que iba al frente de la primera máquina.

— Estamos escalando una pequeña elevación, de un momento a otro los tendremos a la vista — repitió Gaarb varias veces. Luego de un instante, gritó —: ¡Aquí están! ¡Ahora los veo! — Y a continuación, en tono más sereno:- Parece que todo marcha bien. Uno, dos, tres, cuatro, no falta ningún vehículo. Pero ¿por qué están detenidos a pleno sol?

— ¿Y los hombres? ¿Ve a nuestros hombres? — preguntó Rohan de pie, arrugando los ojos, frente al micrófono.

— Sí. Algo se mueve por allí, dos hombres. ¡Otro! Y alguien está allí, acostado a la sombra. ¡Los veo, Rohan! La voz se alejó. Rohan oyó que le decía algo al conductor. Luego, el eco apagado de un cohete fumífero. La voz de Gaarb otra vez clara.

— Los estoy saludando… el humo flota ahora en dirección a ellos… en cuanto se disipe… Jarg ¿qué pasa? ¿Qué? ¿Cómo?… ¡Hola, hola, muchachos!

El grito de Gaarb vibró un instante en la cabina y se cortó en seco. Rohan escuchó un rato: el zumbido de los motores fue amortiguándose, y al fin cesó del todo; ahora oían pasos precipitados, llamadas confusas, una exclamación, y otra; luego, silencio.

— ¡Hola! ¡Gaarb! ¡Gaarb! — llamó Rohan una y otra vez con los labios resecos.

Los pasos en la arena se acercaban. Había ruidos parásitos en el micrófono.

— ¡Rohan! — la voz de Gaarb era distinta, jadeaba —. ¡Rohan! ¡Maldición! ¡Están igual que Kertelen! ¡Están inconscientes, no nos reconocen, no hablan…! Rohan, ¿me oye?

— Lo oigo, sí. ¿Todos, todos en el mismo estado?

— Me parece que sí. No sé todavía. Jarg y Terner los están observando uno por uno.

— ¿Cómo es posible? ¿Y el campo?

— Desconectado. No hay campo. No sé qué ha pasado. Se diría que lo desconectaron.

— ¿Rastros de combate?

— No, ninguno. Los vehículos están detenidos, intactos, sin ninguna avería; y ellos, ellos están acostados, sentados. Los sacudimos pero no reaccionan. ¿Qué? ¿Qué pasa allí?

Rohan oyó una voz lejana, interrumpida por un aullido interminable.. Apretó las mandíbulas, procurando vencer la sensación de náusea que le subía de la boca del estómago.

— ¡Dios todopoderoso! ¡Es Gralew! — La voz horrorizada de Gaarb. — ¡Gralew, Gralew! ¿No me reconoces?

El jadeo de Gaarb, amplificado por el altoparlante, llenó de pronto la cabina.

— Gralew también — dijo por fin, sin aliento. Calló un instante, como para reponerse.

— Rohan, no sé si podremos, solos. Hay que sacarlos de aquí. Envíenos más hombres ¿quiere?

— En seguida.

Una hora más tarde un cortejo de pesadilla se detenía bajo el casco metálico del supercóptero. De los veintidós hombres que habían partido sólo quedaban dieciocho; se ignoraba la suerte que habían corrido los otros cuatro. La mayor parte del grupo no se resistió, pero cinco de los hombres rehusaron abandonar el lugar y hubo que llevarlos por la fuerza. Fueron transportados en camillas hasta la enfermería improvisada en el puente inferior del supercóptero. Los trece restantes, de terrible aspecto, con rostros rígidos como máscaras, fueron instalados en una cabina donde se dejaron acostar sin oponer resistencia. Tuvieron que desvestirlos y quitarles las botas; parecían bebés desvalidos. Rohan, testigo mudo de esta escena, de pie entre las hileras de cuchetas, notó que los hombres rescatados estaban casi todos tranquilos; los otros, en cambio, los que fueran traídos de viva fuerza, continuaban retorciéndose y gimiendo.

Dejó a los hombres al cuidado del médico y envió en busca de los desaparecidos a todo el equipo disponible. Ahora sobraban vehículos, pues habían puesto en marcha las máquinas abandonadas por los hombres de Regnar. Acababa de dar la orden de salida a la última patrulla cuando lo llamaron desde la cabina de comunicaciones: habían establecido contacto con El Invencible.

No le extrañó que hubiesen podido comunicarse con la nave madre. Ya nada lo asombraba.

En pocas palabras informó a Horpach.

— ¿Quiénes faltan? — inquirió el astronauta.

— Regnar, Bennigsen, Korotko y Mead. ¿Y qué noticias hay de los planeadores? — preguntó Rohan.

— Ninguna.

— ¿Y la nube?

— Esta mañana envié una patrulla de tres aparatos. Acaban de regresar. No hay rastros de la nube. — ¿Nada? ¿Absolutamente nada?

— Nada.

— ¿Y de las máquinas volantes?

— Nada.

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