El Invencible

Los dos primeros jeeps descendieron la rampa antes del amanecer. Hacia el levante, los suaves declives de las dunas estaban todavía envueltos en las sombras de la noche. Con un parpadeo de luces azules, el campo de fuerza se abrió para dar paso a las máquinas y volvió a cerrarse. En el estribo del tercer jeep, cerca de la popa del crucero, estaba sentado Rohan, vestido con un traje del espacio, sin casco ni anteojos protectores, sólo con la boquilla de la pequeña máscara de oxígeno en la boca. Se abrazaba las rodillas con ambas manos porque de ese modo le era más fácil observar en su reloj los saltos del segundero.

En el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba cuatro ampollas para inyecciones; en el derecho, tabletas de alimento concentrado, y en los bolsillos de las rodilleras distintos instrumentos: un medidor de radiación, un minúsculo detector magnético, una brújula y un mapa microfotogramétrico de la región, no más grande que una tarjeta postal, y que se leía con el auxilio de una lupa. Llevaba enroscadas alrededor de la cintura seis vueltas de una finísima cuerda de material plástico. No había ningún elemento metálico en las ropas. No sentía la red debajo de los cabellos a menos que moviese deliberadamente el cuero cabelludo. Tampoco sentía las vibraciones de la corriente, pero podía controlar el funcionamiento de la micropila, cosida al cuello de la chaqueta, apoyando el dedo en ese lugar. El pequeño y duro cilindro latía entonces rítmicamente.

Una estela roja cruzaba el cielo oriental. El viento azotó las crestas arenosas de las dunas. Los bordes ligeramente dentados del cráter, que se unían a la línea del horizonte, parecieron disolverse poco a poco en un torrente de luz escarlata.

Rohan levantó la cabeza. No había podido llevar un equipo receptor y transmisor para mantenerse en contacto con la nave, pues un transmisor lo hubiera delatado en seguida. Pero llevaba en la oreja un aparato receptor no mayor que un guisante. El Invencible podía enviarle señales, al menos durante un tiempo. Y justamente el aparato acababa de hablar. Era casi como si la voz le hablase dentro de la cabeza.

— Atención, Roban, aquí Horpach. Los detectores de proa registran un aumento de la actividad magnética. 'Seguramente los jeeps ya han sido atacados por la nube… Lanzo una sonda.

Rohan miró el cielo. El día empezaba a clarear. No advirtió en qué momento lanzaban la sonda, que de pronto voló verticalmente como una llamarada la estela de humo blanco rodeó un instante la cúpula de la nave, para luego partir velozmente hacia el nordeste. Los minutos pasaban. Ya la mitad del abotagado disco del viejo sol se posaba a horcajadas sobre el borde del cráter.

— Una nube relativamente pequeña ataca al primer jeep — sonó la voz dentro de la cabeza de Roban —. Por el momento, el segundo avanza sin problemas… el primero se acerca a la puerta rocosa… ¡Atención! Acabamos de perder el control del primer vehículo. Ningún contacto visual… está cubierto por la nube. El segundo se acerca al recodo de la séptima garganta… por ahora no ha sido atacado… ¡Ah, ahora sí! Hemos perdido el control del segundo vehículo. Las nubes lo han cercado… ¡Roban! ¡Atención! Partirá usted dentro de quince segundos. De ahora en adelante actuará como a usted le parezca. Conecto el encendido automático. Buena suerte…

La voz de Horpach cesó repentinamente. La reemplazó el tic-tac metálico del dispositivo que descontaba los segundos. Rohan se acomodó en el asiento, levantó las piernas, las instaló firmemente en el tablero y deslizó el brazo dentro de la correa elástica adosada al respaldo. El liviano vehículo trepidó un instante, luego arrancó suavemente.

Horpach había ordenado a todos los hombres que permanecieran dentro de la nave. Rohan le estaba casi agradecido; no hubiera podido soportar las despedidas. Aferrado al bamboleante estribo del jeep, sólo veía ahora el gigantesco pilar de la nave, que se empequeñecía paulatinamente. El relámpago azul que chisporroteó un instante sobre los flancos de las dunas, le anunció que estaba atravesando la muralla invisible del campo de fuera. Inmediatamente después, la velocidad aumentó, y una nube roja, levantada por los neumáticos-balón, le ocultó el paisaje. Apenas distinguía, en lo alto, las grises tonalidades del cielo de la aurora. La situación no era muy halagüeña; en cualquier momento podían atacarlo, de improviso. En lugar de quedarse sentado, como habían convenido, dio media vuelta, se levantó, y tomándose del respaldo del jeep miró por encima del dorso chato de la máquina, observando el desierto que avanzaba hacia él. El jeep corría a velocidad máxima, saltando y traqueteando por momentos; Rohan tenía que apretarse contra el respaldo. Casi no oía el ruido del motor; el viento le silbaba alrededor de la cabeza; granos de arena le lastimaban los ojos, y a ambos lados del vehículo se levantaban verdaderos manantiales de arena formando una pared alta y opaca. Avanzaba tan a ciegas que ni siquiera advirtió que había dejado atrás el círculo del cráter. Seguramente el jeep había evitado la pendiente saliendo por un paso arenoso de la ladera septentrional.

Repentinamente, Rohan oyó una señal cantarina que se acercaba: el transmisor de la telesonda. La buscó en el cielo. Probablemente la habían lanzado muy arriba para no atraer la atención de la nube. Al mismo tiempo, la telesonda era indispensable, pues sin ella El Invencible no podía guiar el vehículo. En la parte trasera habían instalado un odómetro para facilitar la orientación. Ya había recorrido diecinueve kilómetros, y en cualquier momento aparecerían los primeros peñascos. Pero el disco bajo del sol, vagamente rojizo detrás de la cortina de polvo y que hasta ese momento estaba a la derecha, se corrió ligeramente detrás de él. Eso quería decir que el jeep estaba doblando a la izquierda. Rohan intentó en vano averiguar si el ángulo de maniobra correspondía al itinerario previamente trazado o si la curva era demasiado amplia. Eso podía significar que en la cabina de comando habían detectado un movimiento inesperado de la nube y que trataban de alejarlo. El sol desapareció poco después detrás de una primera elevación rocosa. Luego volvió a aparecer. A la luz tenue y oblicua, el paisaje tenía un aspecto desolado que Rohan no había notado en la última expedición. Pero en aquella oportunidad el puesto de observación había sido mucho más alto: la torrecilla de un transporte. El jeep se bamboleó, y Rohan se golpeó varias veces el pecho contra la carrocería. Ahora apretaba todos los músculos para que la violencia de las sacudidas no lo despidiera lejos del coche; ni siquiera los neumáticos-balón conseguían amortiguar el traqueteo. Las ruedas resbalaban sobre las piedras, despidiendo altos abanicos de guijarros menudos; el jeep bajaba ruidosamente la pendiente, y de tanto en tanto los neumáticos se atascaban, patinaban, giraban en el aire. Rohan llegó a la conclusión de que esa carrera infernal tenía que oírse en muchos kilómetros a la redonda, y empezaba a preguntarse seriamente si no convendría detener la marcha — un poco por debajo del hombro asomaba el freno de mano, que habían prolongado fuera de la carrocería- y saltar a tierra. Pero entonces tendría que recorrer a pie kilómetros y kilómetros, reduciendo las posibilidades ya casi mínimas de llegar a tiempo a la meta. Apretando los dientes, las manos convulsivamente aferradas a las manijas que ya no le parecían nada seguras, entornaba los ojos, y por encima del chato cuerpo del jeep miraba hacia lo alto de la cuesta. El canto de la radiosonda cesaba de vez en cuando, pero continuaba manejando el jeep, que maniobraba hábilmente, esquivando los escombros rocosos; inclinándose a un costado de tanto en tanto, y aminorando la velocidad, para volver a partir en vertiginosa carrera cuesta arriba.

El odómetro le indicó que había recorrido veintisiete kilómetros. En el mapa la ruta medía sesenta, pero en realidad tenía que ser más larga, a causa de los zigzags y las diferencias de altura. No había ya rastros de arena. El disco del sol, enorme, casi frío, colgaba del cielo, pesado y amenazante, rozando siempre las melladas crestas de las rocas. El vehículo se sacudía abriéndose paso empecinadamente a través de los escombros, rodando a veces por la pendiente, acompañado por una ruidosa avalancha de piedras. Los neumáticos chillaban resbalando en las piedras de la pendiente, cada vez más empinada. Veintinueve kilómetros. Ahora sólo se ola el silbido de la sonda. El Invencible había enmudecido. ¿Por qué? Rohan creyó reconocer una pared abrupta, delineada por unos contornos casi indistintos a la luz roja del sol. Este era sin duda el barranco donde tenía que descender; no aquí, naturalmente, sino mucho más lejos, hacia el norte. Treinta kilómetros. En todo caso, no había por ahora rastros de la nube negra. Quizá estuviese ocupada poniendo fuera de combate a los otros dos vehículos. ¿ O los habría abandonado, luego de bloquear el sistema de comunicaciones? Como una bestia acorralada, el jeep corría zigzagueando. Los jadeos roncos e intermitentes del motor le helaban la sangre a Roban. Ahora el jeep perdía velocidad, aunque no se detenía. ¿No hubiera sido preferible un vehículo con colchón de aire? No, era demasiado grande, demasiado pesado. Por otra parte, ya nada se podía cambiar.

Trató de mirar el reloj, pero no podía alzar el puño a la altura de los ojos, ni por un instante. Dobló las rodillas para amortiguar los tremendos golpes que le sacudían las entrañas.

Súbitamente, el jeep se levantó sobre las ruedas traseras, y cayó resbalando cuesta abajo. Los frenos chillaron, pero ya los pedruscos y guijarros volaban en todas direcciones repiqueteando contra las chapas de metal. El vehículo giró sobre sí mismo, se deslizó de costado entre los escombros, y se detuvo.

Lentamente, la máquina se enderezó y una vez más corrió cuesta arriba. Ahora Rohan veía la garganta. Reconoció las masas negruzcas, como bosquecillos de pinos, los espesos matorrales que cubrían las rocas abruptas. Treinta y cuatro kilómetros. Faltaba un kilómetro para llegar al barranco.

La pendiente que tenía delante parecía un mar caótico de rocas y de escombros, intransitable para el jeep. Rohan ya no buscaba los pasos posibles, pues no eta él quien conducía Procuraba en cambio no perder de vista los peñascos que asomaban en lo alto del precipicio. La nube negra podía aparecer sobre esas paredes en cualquier momento.

— Rohan.. Rohan — oyó, de pronto.

El corazón se le aceleró. Había reconocido la voz de Horpach.

— Quizá el jeep no pueda llevarlo a destino. Desde aquí es imposible conocer con exactitud la inclinación de la pendiente, pero es probable que unos cinco o seis kilómetros más adelante, el jeep no pueda seguir avanzando y tenga que continuar a pie… Repito…

Cuarenta y dos, cuarenta y tres kilómetros como máximo… o sea que me quedarán unos diecisiete, lo cual en este tipo de terreno significa por lo menos cuatro horas de marcha, calculó Rohan rápidamente. Pero quizá se equivoquen, quizá el jeep pueda pasar…

La voz había callado; otra vez no oyó nada más que el canturreo rítmico de la telesonda. Rohan mordió la boquilla de la máscara de oxígeno; cuando el jeep se sacudía, la boquilla le lastimaba los labios. El sol ya no rozaba la cresta de la montaña más próxima, pero tampoco seguía subiendo. Frente a él desfilaban peñascos, altas tapias rocosas que a veces lo envolvían en una sombra fría. El jeep había aminorado la marcha. Levantó la cabeza; leves plumones de nubes flotaban en el cielo.

De pronto, algo extraño le sucedió al jeep. Se alzó sobre las ruedas de atrás, y durante un instante se balanceó, en precario equilibrio, como un caballo encabritado. Un segundo más, y el jeep se habría despeñado, arrastrándolo con él, si Rohan no hubiese saltado del estribo. Cayó sobre manos y rodillas, sintiendo el golpe a través de los guantes y las polainas protectoras. Resbaló unos pocos metros entre los escombros, sin poder detenerse. — Atención… Rohan… treinta y nueve kilómetros de recorrido.. el jeep no podrá seguir… Ha de continuar a pie… Recurra al mapa. El jeep quedará donde está, por si usted no puede regresar de otra manera… Se encuentra ahora en la intersección de las coordenadas 46 y 192…

Rohan se puso de pie con lentitud. Le dolía todo el cuerpo. Sin embargo, sólo los primeros pasos fueron difíciles; al cabo de un momento los músculos empezaron a obedecerle. Quería alejarse todo lo posible del jeep, ahora inmóvil entre dos umbrales rocosos. Se sentó al pie de un elevado obelisco, sacó el mapa del bolsillo y trató de orientarse. No era fácil. Al fin lo consiguió. Estaba a un kilómetro, a vuelo de pájaro, del borde superior del barranco, pero desde ese sitio el descenso era imposible. Las laderas estaban cubiertas por un espeso manto de vegetación metálica. Continuó pues cuesta arriba, preguntándose si se arriesgaría a descender al fondo de la garganta poco antes del lugar elegido. Para llegar allí, necesitaría por lo menos cuatro horas de marcha, y luego otras cinco horas para el regreso, aun en el caso de que pudiese volver en jeep. ¿Y cuánto tardaría en bajar hasta el fondo del barranco, sin contar el tiempo que le llevarían las búsquedas? De pronto, el plan mismo le pareció totalmente descabellado. No era nada más que un gesto tan vano como heroico, un plan ideado por Horpach; sacrificándolo a él, Rohan, tranquilizaba su propia conciencia.

Durante un rato se sintió tan furioso — el astronauta lo había manejado como a un niño- que no miró nada alrededor. Poco a poco, se fue calmando. Imposible retroceder ahora, se repetía. Lo voy a intentar. Si no logro bajar, si no he encontrado a nadie dentro de tres horas, regresaré. Eran las siete y cuarto.

Trató de caminar a pasos largos y regulares pero no demasiado rápidos, pues cualquier esfuerzo reduciría considerablemente la provisión de oxígeno. Se aseguró la brújula a la muñeca derecha, para no perder el rumbo. A veces tenía que dar un rodeo, cuando tropezaba con alguna grieta de bordes cortados a pique. En Regis III la presión atmosférica era muy inferior a la de la Tierra, lo cual le permitía al menos una cierta libertad de movimiento, incluso en este terreno difícil. El sol ya era visible en pleno cielo. Rohan sentía el oído (habituado al constante acompañamiento sonoro que lo había rodeado como una barrera protectora en las expediciones anteriores) como desnudo y ultrasensible. De cuando en cuando escuchaba las señales rítmicas de la sonda, ahora más débiles. En cambio, una leve brisa que azotara las aristas rocosas lo ponía en estado de alerta, porque le parecía oír un ligero zumbido, ese zumbido que tan bien conocía, que tan bien recordaba. Poco a poco se habituó a ese ritmo de marcha, y mientras trepaba mecánicamente de una a otra piedra daba rienda suelta a sus pensamientos. Llevaba en el bolsillo un cuentapasos, pero no quiso consultarlo todavía, y decidió esperar una hora. Al fin sacó el pequeño instrumento antes de tiempo. Tuvo una amarga desilusión: apenas había avanzado tres kilómetros. Tres kilómetros de difícil ascenso, en verdad, pero sólo tres. Esto significa que no serán tres ni cuatro horas de marcha, sino por lo menos seis…, se dijo. Volvió a sacar el mapa, se arrodilló, y se orientó por segunda vez. Ahora veía, a setecientos u ochocientos metros de distancia, hacia el este, el borde superior del barranco. Hasta ese momento había estado avanzando casi paralelamente a esa línea. En un lugar, una tenue fisura serpentina abría una luz entre los negros matorrales que tapizaban la pendiente; sin duda el seco lecho de un arroyo. Examinó atentamente el paraje. De rodillas, mientras las ráfagas de viento soplaban alrededor, tuvo un instante de vacilación. Como si aún no supiera del todo lo que hacía, se levantó, volvió a guardar maquinalmente el mapa en el bolsillo y echó a caminar en ángulo recto con respecto a la dirección previa, hacia las abruptas laderas de la garganta.

Con paso cauteloso, como si en cualquier momento la tierra fuese a hundirse bajo los pies, se acercó a los derruidos peñascos silenciosos. Un miedo indecible le encogía el corazón. Sin embargo, seguía avanzando, los brazos colgando a los costados, las manos dolorosamente vacías. De pronto se detuvo y miró hacia el valle, el desierto donde reposaba el casco de El Invencible. Oculta detrás del horizonte, la nave no se veía. Rohan sabía que no podía verla, pero seguía con los ojos clavados en el cielo teñido de escarlata, que se poblaba de lentas nubes algodonosas. El canturreo de la sonda era tan tenue que ya no sabía si era una realidad o una ilusión. ¿Por qué callaba El Invencible?

Porque no tiene nada más que decirme, se respondió. Ya las rocas de la cima, como grotescas estatuas carcomidas por la erosión, estaban cerca. El barranco se abría delante de él como un gigantesco pozo de oscuridad; los rayos del sol sólo iluminaban la mitad superior de las paredes, cubiertas de vegetación negra. Agujas blancas, al parecer crestas de rocas calcáreas, apuntaban aquí y allá por encima del boscaje espinoso. Rohan se inclinó a mirar el fondo pedregoso, a una profundidad de mil quinientos metros, y se sintió de pronto tan indefenso, tan vulnerable, que instintivamente se agachó, acurrucándose como si quisiera convertirse en una de las piedras. Era absurdo, por supuesto, porque no corría el riesgo de que lo viesen. Lo que él temía, no tenía ojos para ver. Tendido sobre la lisa superficie de la roca, miró hacia abajo. El mapa fotogramétrico le proporcionaba una información exacta pero absolutamente inútil, pues le mostraba el terreno visto a vuelo de pájaro en un exagerado corte vertical. Imposible arriesgar un descenso a lo largo del estrecho surco que corría entre las dos paredes cubiertas de negro. Necesitaría no veinticinco sino por lo menos cien metros de cuerda, amén de algunos ganchos y una piqueta. No tenía nada de todo eso, no estaba equipado para subir o bajar montañas.

Al principio, la estrecha garganta bajaba en un declive relativamente suave, para cortarse de pronto y desaparecer detrás de la jiba prominente de la pared rocosa; luego, mucho más lejos, casi en el fondo, volvía a aparecer entre una bruma grisácea. Una idea absurda le cruzó por la mente: si al menos tuviese un paracaídas… Examinó con obstinación las pendientes, a ambos lados del lugar donde se había tendido, bajo un peñón en forma de hongo. Hasta entonces no había reparado en que desde el abismo subía una ligera corriente de aire cálido. Era esa brisa la que estremecía levemente los contornos de las cumbres, frente a él. Los matorrales actuaban como un acumulador de rayos solares. Reconoció, al mirar hacia el sudoeste, los picos rocosos de la puerta de piedra, el escenario de la catástrofe. No los habría distinguido entre los demás si no fuera por aquella brillante superficie de color negro azabache, que parecía esmaltada. Durante la batalla entre el Cíclope y la nube la temperatura había llegado sin duda al punto de fusión. Pero desde allí arriba no se veía en el fondo del barranco ningún rastro de los transportes ni de la explosión atómica de la víspera. Tendido boca abajo, se sintió repentinamente vencido por la desesperación: tenía que descender hasta el valle y no había ningún camino. Sin embargo, en lugar de sentirse aliviado, de decirse que podía volver y explicarle al astronauta que había hecho todo lo posible, tomó una resolución.

Se levantó. Un movimiento, entrevisto apenas, en las profundidades de la garganta, lo impulsó instintivamente a acurrucarse una vez más entre las piedras. Pero reaccionó y volvió a levantarse. Si me echo al suelo a cada instante, no haré gran cosa, se dijo. Avanzaba ahora por la cumbre, buscando un paso. Cada doscientos o trescientos metros se inclinaba a espiar el vacío, pero el paisaje era siempre el mismo: allí donde el declive era suave, la pared estaba tapizada de matorrales negros, y donde la maleza no crecía, la roca estaba cortada a pique.

En una ocasión golpeó una piedra con el pie; la piedra se precipitó al abismo, arrastrando consigo a otras. La pequeña avalancha se despeñó, rugiendo para chocar contra la pared de espinos unos cien metros más abajo. Una voluta de humo chisporroteante al sol brotó del lugar, se desplegó por el aire, flotó un momento, como si inspeccionara los alrededores, y se inmovilizó. Al cabo de un minuto o más, el humo se disipó y fue absorbido en silencio por el espejeante boscaje.

Poco antes de las nueve, al asomarse por detrás de un peñasco, vio en el fondo mismo del valle — aquí el barranco se ensanchaba considerablemente- una diminuta mancha que se movía. Con mano trémula, sacó del bolsillo un pequeño largavista plegadizo y miró…

Era un hombre. El anteojo era demasiado débil y no alcanzaba a distinguir el rostro, pero veía con toda claridad el movimiento regular de las piernas. El hombre caminaba lentamente, cojeando, como si arrastrase una pierna herida. ¿Tenía que llamarlo? No se atrevió. O mejor dicho, lo intentó, pero el miedo le paralizó la garganta, y no pudo emitir sonido alguno. Se aborreció por esa cobardía. Sólo sabía una cosa: ahora menos que nunca renunciaría a la misión. Grabó en su memoria el camino que le viera tomar al hombre — remontaba el valle hacia las pirámides- y echó a correr en la misma dirección por la línea de la cumbre, saltando sobre las piedras y las grietas de las rocas, hasta que el corazón le latió aceleradamente. Es una locura, no puedo continuar así, se dijo, sin saber qué hacer. Aflojó el paso y de pronto se abrió ante él, incitante, una ancha garganta. Más abajo, se estrechaba entre dos macizos de vegetación negra. Y hacia el fondo el declive era más brusco. ¿Habría acaso una saliente?

Una ojeada al reloj lo decidió: eran casi las nueve y media. Empezó a descender, al principio de cara al vacío; luego, cuando la pendiente se tomó demasiado empinada, de cara a la pared. Bajaba paso a paso, ayudándose con las manos. Los matorrales negros, muy próximos ya, parecían arder con una lumbre inmóvil, silenciosa. La sangre le golpeaba en las sienes. En una arista rocosa, cortada en bisel, se detuvo a tomar aliento; calzó el pie izquierdo en una grieta y miró hacia el abismo. Unos cuarenta metros más abajo vio una ancha plataforma que se prolongaba en una franja de roca desnuda, perfectamente visible, por encima del ramaje muerto de la maleza. Pero estaba lejos de esa plataforma, verdadera tabla de salvación. Levantó la cabeza: ya había descendido doscientos metros o acaso más. Los violentos latidos de su corazón parecían conmover el aire. Parpadeó varias veces. Muy pausadamente, con movimientos de ciego, se puso a desenrollar la cuerda. No vas a cometer tamaña locura… le dijo una voz interior.

Avanzando de costado, a pasos cortos, descendió hasta el matorral más próximo. Las púas estaban cubiertas de una capa de herrumbre que se pulverizaba al tacto. Esperando quién sabe qué, se aferró al matorral. Todo cuanto oyó fue un crujido seco. Tiró con fuerza; estaba fuertemente arraigado. Enroscó la cuerda alrededor de la base, tironeó una vez más… luego, en un arranque de coraje, aseguró la cuerda alrededor de un segundo, un tercer matorral, apoyó firmemente los pies, y tiró. Enraizadas en las grietas de la roca, las matas no se movieron.

Empezó a deslizarse lentamente al principio frotando las suelas de los zapatos contra la roca; pero de pronto giró sobre sí mismo y quedó suspendido en el aire. A un ritmo cada vez más acelerado, dejó deslizar la cuerda por entre las rodillas, frenando la velocidad con una torsión de la mano derecha. Al fin se posó en la plataforma, que no había perdido de vista. Trató entonces de desprender la cuerda, tirando del extremo. Los matorrales no cedían. Tironeó varias veces. La cuerda se había atascado. Se sentó a horcajadas sobre la plataforma y tironeó con todas sus fuerzas hasta que, bruscamente la cuerda cedió, fustigó el aire con un silbido agudo, y le azotó la nuca. Rohan saltó hacia atrás, como herido por un rayo. Temblaba de pies a cabeza. Permaneció sentado unos minutos pues sentía las piernas demasiado débiles para aventurarse más lejos. En ese momento volvió a distinguir la silueta del hombre que trotaba abajo, más grande ahora. Le sorprendió que brillase tanto. Además, había algo extraño en la forma de la cabeza, o más bien en lo que parecía cubrirle la cabeza.

Sabia que lo peor no había llegado aún. Lo que vio entonces, desbarató toda posible esperanza. El camino cm mucho más llano, pero los crujientes matorrales muertos daban paso ahora a otros, de un negro aceitoso y brillante. En las púas retorcidas había unos espesamientos, parecidos a frutos pequeños, que reconoció inmediatamente.

De tanto en tanto unas pequeñas humaredas brotaban de la espesura, y con un suave zumbido giraban en el aire. Rohan se detenía cada vez, aunque no por mucho tiempo; de lo contrario, nunca llegaría al fondo del barranco. Durante un rato avanzó montado a horcajadas sobre la franja rocosa; luego la senda se ensanchó y pudo continuar a pie, aunque no sin dificultad, ayudándose siempre con las manos. Con la atención desdoblada, obligado como estaba a mirar hacia uno y otro lado del angosto sendero, apenas se daba cuenta de cuánto había avanzado. A veces pasaba tan cerca de los matorrales que las púas le rozaban el traje protector. Sin embargo, ni una sola de las nubecillas que centelleaban a la luz del sol, revoloteando por encima de la cabeza de Rohan, se aproximó alguna vez. Era casi mediodía cuando llegó por fin al talud, separado apenas por unos centenares de metros del lecho del barranco. Allí las piedras eran de un color blanco mate como huesos. Había pasado ya la zona boscosa; la pendiente por la que acababa de bajar estaba iluminada hasta media altura por el sol, ahora en el cenit. Hubiera podido medir con la mirada la distancia recorrida, pero no volvió la cabeza. Se lanzó a la carrera cuesta abajo, tratando de hacer recaer el peso del cuerpo ya en una pierna ya en la otra, a la mayor velocidad posible. Pero los escombros rocosos comenzaren a deslizarse junto con él, con un fragor creciente. De pronto, cuando se encontraba a un paso del lecho del arroyo el pedregullo cedió bajo sus pies. Cayó al suelo con tanta violencia que mientras rodaba cuesta abajo unos quince metros la máscara de oxígeno se le cayó de la cara. Estaba a punto de levantarse para echar a correr otra vez, sin prestar atención a las magulladuras que sentía en todo el cuerpo, persiguiendo al hombre que viera desde arriba, temiendo perderlo de vista en cualquier instante, pues en ambas laderas, y sobre todo en la opuesta, se abrían las bocas negras de numerosas grutas, cuando tuvo algo así como un presentimiento. Antes de saber de qué se trataba, se dejó caer una vez más sobre las piedras de bordes afilados, inmóvil y expectante.

Desde lo alto, una sombra ligera descendió sobre él. En seguida, con un murmullo monótono que creció hasta abarcar todos los registros, desde el agudo sibilante hasta el bajo del trueno, una informe nube negra bajó y lo envolvió. Tal vez hubiera debido cerrar los ojos. Pero no lo hizo. Un último pensamiento le cruzó por la mente: quizá la caída había estropeado el instrumento cosido al cuello de la chaqueta. En seguida aflojó el cuerpo, y se quedó muy quieto, esperando. Aunque ni siquiera movía las pupilas, vio a la nube burbujeante que planeaba por encima de él y extendió un tentáculo que se contorsionaba perezosamente. La punta del tentáculo, vista de cerca, parecía el nódulo de un negro torbellino de tinta. Sintió en el cuero cabelludo, en las mejillas, en toda la cara, el tibio contacto del aire, el soplo de un aliento que parecía fragmentado en millones de partículas. Algo le rozó el traje a la altura del pecho, y de pronto quedó envuelto en una oscuridad casi total. Rápidamente, ese tentáculo que seguía contorsionándose como una diminuta tromba de aire se retiró una vez más al cuerpo de la nube. El fragor se transformó en un silbido agudo y penetrante que parecía perforarle la cabeza, y que por último se apagó. La nube, ascendiendo casi en vertical, se convirtió en una niebla negra, se desplegó en abanico entre las dos vertientes, y se desgajó en volutas que giraban sobre sí mismas, desapareciendo en la inmóvil pelambre de la vegetación. Durante largo rato aún Rohan permaneció tendido e inmóvil, como un muerto. De repente se le ocurrió que quizá le había llegado el fin, que ya no sabía quién era, ni cómo había venido aquí, ni para qué. Sintió tal pánico que se sentó de golpe. Bruscamente, rompió a reír. Si podía pensar todas esas cosas, era porque estaba sano y salvo, porque la nube no lo había herido porque la había engañado. Trataba de dominar los espasmos de risa que le subían a la garganta y le sacudían todo el cuerpo. Es histeria, se dijo, apoyándose sobre las rodillas, y sintiéndose mucho más sereno. Se ajustó la máscara de oxígeno y miró en torno.

El hombre que viera desde lo alto ya no estaba allí, pero aún se oían los pasos. Sin duda había desaparecido detrás del peñasco que cerraba a medias el fondo de la garganta. Rohan echó a correr. El eco de los pasos era cada vez más cercano y extrañamente sonoro, como si el hombre calzara botas de hierro. Rohan corría, sin tiendo agujas dolorosas que le subían por la tibia, hasta la rodilla. Con seguridad me he dislocado el tobillo, se dijo, mientras trataba desesperadamente de mantener el equilibrio, extendiendo los brazos. Otra vez le faltó el aire y empezaba a ahogarse cuando lo vio. Caminaba a grandes trancos, desplazándose mecánicamente de piedra en piedra. Los ecos de los pasos resonaban en las cercanas paredes rocosas. Y entonces, Rohan acabó de entender. Era un robot, no un hombre. Un arctano. Ni una sola vez se le había ocurrido pensar qué habría pasado con los autómatas, luego de la catástrofe. Estaban en el transporte principal cuando la nube los había atacado. Notó que el brazo izquierdo del robot colgaba, inerte, aplastado, y que la armadura, antes redondeada y brillante, estaba deslucida y abollada. La decepción fue grande, pero al cabo de un momento la idea de que al menos tendría un compañero para seguir buscando, lo reconfortó. Pensó en llamado a voces, pero algo lo contuvo. Apresuró el paso, se le adelantó y se detuvo a esperarlo, interceptándole el camino. Pero el gigante de dos metros y medio de altura no le prestó ninguna atención. De cerca, Rohan pudo ver que la antena de radar, semejante al pabellón de una oreja, estaba quebrada, y que en el sitio donde antes estuviera la lente del ojo izquierdo, había un agujero de bordes irregulares. A pesar de todo, el robot avanzaba con paso firme sobre res pies gigantescos, arrastrando la pierna izquierda. Cuando estuvo a pocos pasos, Rohan lo llamó, pero el autómata siguió avanzando ciegamente, en línea recta, y a último momento Rohan tuvo que saltar a un costado. Se acercó de nuevo al robot e intentó tomarle la mano de metal, pero el otro la retiró con un rápido movimiento indiferente y prosiguió caminando. Rohan comprendió entonces que también este arctano era una víctima de la nube y que ya no podía contar con él. Sin embargo, le costaba dejar abandonada a su suerte a la desvalida máquina; y además, sentía curiosidad por saber a dónde iba, pues avanzaba eligiendo un terreno lo más llano posible, como si se hubiese fijado una meta. Al cabo de unos instantes de reflexión, durante los cuales el robot se alejó unos quince metros, Rohan resolvió seguirlo. El arctano llegó por fin al pie del promontorio de rocas y escombros, y se puso a escalarlo, sin preocuparse por el alud de piedras que se despeñaba detrás de él. Trepó así hasta más o menos la mitad del montículo de pedruscos y guijarros; de pronto cayó y rodó cuesta abajo, agitando desesperadamente las piernas al aire: un espectáculo que en otras circunstancias habría movido a risa. Luego se enderezó otra vez, y reanudó el ascenso.

Rohan dio media vuelta y se alejó, pero el ruido de los escombros y guijarros que se despeñaban y el golpeteo metálico de los pasos que repercutían en ecos múltiples contra las paredes rocosas lo persiguieron largo rato. Ahora progresaba rápidamente, pues el camino, sobre las piedras lisas del lecho del arroyo, era relativamente llano y en suave declive. No había rastro alguno de la nube; sólo de tanto en tanto, una ligera vibración del aire en lo alto de las paredes delataba una actividad febril en el seno del oscuro follaje. Llegó así a la parte más ancha del barranco: un valle circundado por pendientes rocosas. A unos dos kilómetros de allí, se encontraba el desfiladero, el lugar de la catástrofe. Se le ocurrió entonces que un detector olfativo le hubiera ayudado a localizar a los desaparecidos, pero el instrumento era demasiado pesado para transportarlo a pie. Tendría que arreglarse sin él. Se detuvo y examinó una por una todas las rocas. Imposible que alguien hubiese podido buscar refugio en la maleza metálica. Quedaban sólo las grutas, las cavernas y las criptas de las rocas; contó cuatro desde el sitio en que se encontraba. El interior estaba disimulado por altos umbrales de paredes verticales, que auguraban un escalamiento sumamente difícil. Decidió, pues, examinarlas una por una.

Previamente, en la nave, había estudiado con los médicos y los psicólogos en qué lugares convendría buscar a los desaparecidos, tratando de imaginar los escondrijos más probables. Pero en verdad no habían llegado a nada, pues el comportamiento de un hombre atacado de amnesia es imprevisible. El hecho de que los desaparecidos se hubiesen alejado del grupo de Regnar indicaba una actividad que los diferenciaba de los otros; y en cierta medida, el que las huellas de estos cuatro hombres, hasta el lugar donde habían podido seguirlas, no se hubiesen separado, permitía suponer que los encontraría juntos. Naturalmente, si aún vivían, y siempre y cuando no hubiesen tomado distintos rumbos luego de pasar por la puerta rocosa.

Rohan exploró sucesivamente dos grutas pequeñas y cuatro grandes en las que pudo entrar con relativa facilidad, escalando la superficie inclinada de la roca. En la última, encontró unos despojos metálicos parcialmente sumergidos en el agua; en un principio los tomó por el esqueleto del segundo arctano pero eran antiquísimos y no se parecían en nada a las estructuras que conocía. En un charco de agua poco profundo, visible a la luz escasa que reflejaba la bóveda, reposaba una extraña forma oblonga que parecía una cruz de cinco metros de largo. Las chapas metálicas se habían desprendido de la estructura hacía ya mucho tiempo, dejando en el fondo del charco un sedimento herrumbroso. Rohan no quiso examinar más detenidamente el insólito hallazgo, quizá los últimos despojos de un macroautómata destruido por la nube, en virtud de la ley de supervivencia de los más aptos. Retuvo pues en su memoria la forma, el trazado ya casi imperceptible de los brazos articulados que probablemente habían servido más para volar que para caminar. Pero el reloj le ordenaba darse prisa. Sin retrasarse más, inició la exploración de las otras cavernas.

Había tantas — visibles a ratos desde el fondo del valle como ventanas sombrías en las altas paredes rocosas —, y los corredores y galerías subterráneos — inundados a menudo, y que desembocaban a veces en arroyos helados y pozos verticales- eran tan tortuosos, que no se atrevía a internarse demasiado. Por lo demás, sólo llevaba consigo una pequeña linterna eléctrica relativamente débil, ineficaz en las vastas grutas de muchas galerías y bóvedas altas. Por fin, literalmente extenuado, se sentó sobre una gran piedra calentada por el sol, a la entrada de la caverna que acababa de explorar, y mascó algunas tabletas de alimento concentrado rociando cada bocado con agua del arroyo. Varias veces le pareció oír el murmullo de la nube, pero probablemente sólo era el eco de los esfuerzos de Sísifo del arctano, que llegaban hasta él desde lo alto de la barranca. Luego de haber comido se sintió mejor. Lo más sorprendente fue comprobar que el peligroso mundo circundante lo inquietaba cada vez menos. Pues en verdad, allí donde posara la mirada, sus ojos tropezaban con la espinosa maleza negra.

Descendió del montículo en que se había detenido a descansar frente a la gruta y entonces vio por primera vez algo así como una fina estela de color pardo-rojizo sobre las piedras secas de la otra vertiente. Al acercarse, descubrió que eran rastros de sangre. Estaban secos y habían cambiado de color y no los habría visto si no hubiese sido por la blancura excepcional del peñasco, de roca caliza. Intentó determinar la dirección que había seguido el hombre herido, pero en vano. Caminó entonces al azar, remontando nuevamente el valle, guiándose tan sólo por el razonamiento de que quizá se tratase de un hombre herido en el combate del Cíclope y la nube, que se había alejado del lugar. Los rastros se entrecruzaban, desaparecían en varios sitios, pero terminaron por conducirlo a la entrada de una de las primeras cavernas. Allí descubrió, con profunda extrañeza — pues en su búsqueda anterior no la había visto- una abertura estrecha, semejante a una zanja. Allí, precisamente, terminaba el rastro de sangre. Rohan se arrodilló y se inclinó sobre el agujero sumido en la penumbra. De nada le sirvió estar preparado para lo peor; no pudo contener un grito ahogado, pues acababa de reconocer, mirándolo con órbitas vacías, mostrando los dientes en un horrible rictus, la cabeza de Bennigsen. Lo reconoció por la montura dorada de los anteojos cuyos cristales, por una rara ironía, estaban intactos y brillaban al resplandor que una inclinada lámina calcárea proyectaba en el rocoso ataúd. Sostenido por las piedras, los hombros encajados en la entibación natural del foso, el cuerpo del geólogo se mantenía erguido. Roban no quiso abandonar en aquel estado esos restos humanos, pero cuando, con un estremecimiento, intentó mover el cadáver, las. carnes cedieron bajo el grueso tejido del traje espacial. La descomposición, acelerada por la acción del sol que todos los días iluminaba el lugar, ya había cumplido su tarea. Se contentó pues con abrir el cierre relámpago del bolsillo del pecho y retirar de él la chapa de identidad del sabio; antes de marcharse, levantó una de las losas cercanas y cerro con ella el sepulcro de piedra.

Ya había encontrado a uno de los hombres. Sólo cuando se hubo alejado del lugar se dijo que hubiera debido estudiar la radiactividad del cadáver, lo que hubiera arrojado alguna luz sobre el destino del propio Bennigsen y sus compañeros: un fuerte aumento de radiación habría demostrado que el muerto estuvo en!as cercanías del campo de batalla atómico. Pero Roban lo había olvidado, v ahora nada en el mundo lo haría desandar el camino y levantar la lápida con que había cerrado el sepulcro. En ese mismo momento reparó en el papel que estaba desempeñando el azar. ¿Acaso no había explorado a fondo, al menos eso le había parecido la primera vez, los alrededores del sitio?

Inspirado por una idea nueva, partió una vez más a buen paso, siguiendo los rastros de sangre, hasta el sitio donde comenzaban. La pista lo llevó en línea recta al fondo del valle, por así decirlo al campo mismo donde se librara el combate atómico. Pero a algunos centenares de pasos, cambiaba bruscamente de rumbo. El geólogo había perdido mucha sangre y parecía casi inverosímil que hubiese podido alejarse tanto. Las piedras, que desde el momento de la catástrofe no fueran tocadas por una sola gota de lluvia, estaban muy ensangrentadas, Rohan se encaramó sobre un cúmulo de rocas oscilantes y pronto se encontró en una ancha depresión bajo una desnuda pared rocosa. Lo primero que vio fue la enorme planta metálica del pie de un robot. El autómata estaba acostado de flanco, casi cortado en dos, probablemente por el fuego reiterado de un lanzallamas. Un poco más lejos, sentado y caído contra las piedras, había un hombre. Tenía el casco ennegrecido y estaba muerto. El lanzallamas le colgaba aún de la mano, rozando el suelo con su caño brillante. En el primer momento Rohan no se atrevió a tocar al hombre; se arrodilló a su lado y trató de verle la cara, tan desfigurada por la descomposición como la de Bennigsen. Y entonces reconoció la ancha y chata mochila del geólogo, sujeta a los encogidos hombros del cadáver. El muerto sentado era Regnar, el jefe de la expedición atacada en el cráter. Midiendo la radiactividad, confirmó que el arctano había sido abatido por una descarga del lanzallamas: el indicador registraba isótopos característicos de tierras raras. Una vez más, quiso retirar del cadáver la chapa de identidad del geólogo, pero no tuvo suficiente coraje. Se limitó a desprender la mochila, ya que para ello no necesitaba tocar el cuerpo. Pero sólo contenía esquirlas de distintos minerales. Titubeó un momento, y sacando el cuchillo recortó de la mochila de cuero el monograma del geólogo.

Luego. encaramado en una roca alta, contempló una vez más la escena, tratando de adivinar qué había sucedido. Todo parecía indicar que Regnar había disparado contra el robot. ¿Acaso el arctano habría amenazado al geólogo, o a Bennigsen? Pero ¿un hombre atacado de amnesia estaría en condiciones de defenderse de una agresión? Comprendiendo que nunca llegaría a resolver el enigma, y recordando que aún lo aguardaban otras búsquedas, miró una vez más el reloj: pronto serían las cinco. Si quería que el oxígeno le alcanzara, tenía que emprender el regreso inmediatamente. Fue en ese momento cuando se le ocurrió sacar las botellas de gas adosadas a la mochila de Regnar. Retiró todo el aparato y comprobó que uno de los recipientes estaba lleno: lo cambió por uno de los suyos, vacío, y se puso a cubrir con piedras el despojo. Le llevó casi una hora, pero se sintió obligado a rendirle ese homenaje, como si tuviera que agradecerle el tubo de oxígeno. Luego pensó que hubiera sido una buena idea proveerse de un arma, por ejemplo el lanzallamas que con seguridad todavía estaría cargado. Pero una vez más, ya no había remedio, y tendría que marcharse con las manos vacías.

Eran casi las seis de la tarde. Se sentía tan cansado que se le doblaban las piernas. Le quedaban aún cuatro tabletas estimulantes; tomó una y al cabo de un momento se sintió reanimado y pudo tenerse en pie. Como no sabía a dónde encaminarse, fue simplemente hacia la puerta rocosa. Le faltaba recorrer aún casi un kilómetro cuando el detector de radiación le advirtió que la radiactividad empezaba a aumentar. Sin embargo, no era todavía demasiado acentuada, de modo que siguió caminando, mirando atentamente alrededor. El barranco serpeaba, y sólo algunas de las paredes habían sido afectadas y mostraban rastros de fusión. A medida que avanzaba, esas resquebrajaduras características de las rocas eran cada vez más frecuentes; por último, empezó a ver unos peñascos enormes, semejantes a burbujas petrificadas, pues la explosión atómica había fundido sin duda la superficie de piedra. En realidad, no tenía nada que hacer allí, y sin embargo seguía avanzando. El detector que llevaba en la muñeca emitía un ligero tic-tac, cada vez más acelerado, y la aguja saltaba en el cuadrante. Al fin distinguió, a lo lejos, lo que quedaba de la puerta rocosa, que se había desmoronado, y era ahora una depresión, una especie de cráter. El cráter parecía un lago pequeño, como si las aguas, a consecuencia del tremendo impacto, hubiesen salpicado furiosamente las orillas, solidificándose en figuras fantasmales. La base de las rocas se había transformado en una espesa capa de lava, mientras que la pelambre negra de la vegetación metálica era como un tapiz hecho jirones, cubierto de cenizas. A lo lejos, entre los muros rocosos, se dibujaban vagamente unos colgajos gigantescos de tonalidades más claras. Rohan dio media vuelta y se alejó rápidamente.

Una vez más, lo ayudó el azar. Cuando llegaba a la próxima puerta, mucho más ancha que la anterior, y a mayor altura, no lejos de un lugar por el que pasara poco antes, alcanzó a ver el brillo de un objeto metálico. Era el reductor de aluminio de un tubo de oxígeno. En una grieta casi horizontal entre el peñasco y el lecho seco del torrente, vio la oscura espalda de un hombre cubierta con una escafandra ennegrecida por el hollín. El cadáver no tenía cabeza. La terrible fuerza de la explosión lo había arrojado sobre un montón de piedras, estrellándolo contra las rocas. No lejos de allí, encontró una cartuchera intacta con un arma reluciente, como recién lustrada. Rohan se guardó el arma. Quiso identificar el cadáver, pero no era posible.

Reanudó la marcha cuesta arriba. La luz que caía sobre la ladera oriental del barranco era roja ahora, y como una cortina volante subía cada vez más a medida que el sol se ocultaba detrás de la montaña. Eran casi las siete menos cuarto. Rohan se encontraba frente a un verdadero dilema. Hasta ese momento había tenido suerte, en un sentido al menos: había cumplido con su misión, estaba sano y salvo, y ahora podía regresar a la base. De que el cuarto hombre estuviera muerto, no quedaba ninguna duda. Pero ya habían pensado lo mismo a bordo de El Invencible. En realidad, sólo había venido hasta aquí para cerciorarse. ¿Tenía entonces el derecho de regresar? La reserva de oxígeno de Regnar le alcanzaría para seis horas más. Ahora lo aguardaba toda una noche, una noche en la que no podría hacer absolutamente nada, no tanto a causa de la nube, sino por la sencilla razón de que estaba totalmente extenuado. Tomó una segunda tableta, y mientras esperaba que le hiciera efecto, intentó encontrar algún plan que fuera bastante razonable.

En las crestas de las montañas rocosas, el sol rojo bañaba los negros matorrales: las púas afiladas de las ramas centelleaban y chispeaban con opalescencias violáceas.

Rohan seguía indeciso. Mientras estaba allí, sentado, al pie de un peñasco, oyó el zumbido fragoroso de la nube. Y cosa extraña, no sintió miedo. La relación que tenía con la nube ya no era la misma. Sabía — o al menos creía saber- lo que podía esperar; como un escalador de montañas que no tiene miedo, aunque sabe que la muerte espera agazapada en las grietas de un ventisquero.

En realidad, no era del todo consciente de ese cambio, pues no guardaba en la memoria el instante en que descubriera la sombría belleza de aquellos matorrales que en las laderas se teñían de violeta. Sin embargo ahora, aunque veía ya a las nubes negras — los acababan de aparecer en las vertientes opuestas y se le acercaban —, no se movió, no trató de protegerse apretando la cara contra las rocas. Al fin y al cabo, lo que hiciera no tenía ninguna importancia siempre y cuando el aparatito disimulado en los cabellos continuase funcionando. Rozó con las yemas de los dedos la pequeña tapa redonda, del tamaño de una moneda, y sintió claramente la leve vibración. No queriendo desafiar al peligro, buscó una posición más cómoda, para no tener que moverse.

Las nubes ocupaban ahora las dos partes del barranco. Una especie de corriente ordenadora parecía fluir a través de las densas volutas, y ahora las nubes se espesaban en los bordes, formando columnas casi verticales en tanto las superficies interiores se arqueaban, acercándose entre ellas cada vez más. Era como si un escultor titánico las hubiese tallado con veloces e invisibles golpes de cincel. Algunos relámpagos fugaces rasgaron el aire entre los puntos más cercanos de las nubes, que parecieron precipitarse unas sobre otras, aunque en realidad todas seguían en el mismo sitio, y sólo los esféricos núcleos centrales se agitaban a una velocidad cada vez más vertiginosa. El resplandor de esos relámpagos era extrañamente sombrío, iluminando fugazmente las nubes, inmovilizadas en el aire como millones de cristales de plata negra. Un instante después varios truenos resonaron sucesivamente entre los peñascos, cesaron de pronto como sofocados por una mordaza, y las dos alas del mar negro, temblorosas y tensas, se unieron y confundieron. Abajo, todo quedó en sombras, como si el sol acabara de ocultarse, mientras la nube se cubría de líneas indefinidas que parecían perseguirse. Rohan tardó largo rato en comprender que eran los reflejos grotescamente deformados del fondo rocoso del valle. Y esos espejos aéreos, bajo la bóveda de la nube, ondulaban y se dilataban. Bruscamente vio una inmensa silueta humana cuya cabeza se elevaba hasta las tinieblas, y que lo contemplaba, absolutamente inmóvil, aunque la imagen temblaba y danzaba sin cesar, como si se extinguiese y encendiese una y otra vez, al influjo de un ritmo misterioso. Una vez más, tardó varios segundos en comprender que era su propio reflejo, suspendido en el vacío entre las alas laterales de la nube.

Quedó tan estupefacto, tan paralizado por la inexplicable actitud de la nube, que se olvidó de todo lo demás. Una idea le cruzó como un rayo por la mente: quizá la nube sabía que él estaba allí; quizá no ignoraba la presencia microscópica del último hombre vivo entre las rocas y las piedras del barranco. Pero ese pensamiento no lo atemorizó, no porque fuese demasiado inverosímil — ya nada le parecía inverosímil- sino simplemente porque quería participar de ese misterio cuya significación — de eso estaba seguro- jamás le sería develada. Aquel gigantesco reflejo, a través del cual distinguía vagamente las lejanas paredes de la parte superior del valle donde no llegaba la sombra de la nube, se disipó de pronto. En seguida innumerables tentáculos salieron de la nube; cada vez que uno se replegaba, otros venían a reemplazarlo.

Una lluvia negra, cada vez más densa, empezó a caer. Una lluvia de pequeños cristales que caían también sobre él, golpeándole suavemente el rostro, se le deslizaban por el traje y se acumulaban en los repliegues de la tela; la lluvia persistía y la voz de la nube se elevó en un crescendo, un zumbido que parecía extenderse no sólo por el valle sino por la atmósfera toda del planeta. Unos torbellinos se formaban en el interior de la nube como ventanas, que dejaban ver el cielo. La masa negra se desgarró en su centro, y dos nubes montañosas rodaron como a desgano, hacia los matorrales, y desaparecieron en la espesura inmóvil.

Rohan no se atrevía a moverse. No se decidía a sacudirse los pequeños cristales que lo cubrían de arriba abajo. Había cristales por doquier, sobre las piedras; y el lecho del arroyo, hasta un momento antes de una mate blancura de hueso, parecía rociado con tinta. Tomó con delicadeza uno de los diminutos cristales triangulares, y el cristal, como si de pronto hubiese cobrado vida, le sopló en la palma un aliento suave y cálido y cuando Rohan abrió la mano instintivamente, echó a volar por el aire. En seguida, como obedeciendo a una señal, todo cuanto lo rodeaba se animó con un movimiento hormigueante, un movimiento que sólo fue caótico durante los primeros segundos, Los puntos negros formaron una cortina de bruma, que flotó un momento casi a ras del suelo, luego los puntos se unieron en una masa que trepó en columnas hacia el cenit. Fue como si los peñascos mismos, convertidos en gigantescas antorchas, elevasen al cielo el humo ritual de unos sacrificios misteriosos. Pero aún no había ocurrido lo más inaudito: mientras el enjambre de cristales formaba una nube casi esférica en el centro mismo del valle, como un enorme y ligero globo negro contra un cielo que se ensombrecía paulatinamente, las otras nubes volvieron a salir de la espesura y con una fuerza avasalladora se precipitaron sobre la masa que flotaba suspendida en el aire. Rohan creyó oír el ruido chirriante y extraño del choque, pero quizá fue sólo una ilusión. Se dijo que estaba presenciando una lucha, que las nubes habían expulsado y arrojado al fondo del barranco los «insectos» muertos de que querían deshacerse; pero al instante comprendió que se había engañado.

Las nubes se disiparon, y no quedó rastro alguno del ligero globo flotante: las nubes lo habían absorbido. Un instante después, sólo quedaban las crestas rojizas de las montañas a los rayos postreros del sol y el ancho fondo del valle otra vez silencioso y desierto.

Rohan se levantó; las piernas le temblaban aún ligeramente. Se sintió ridículo con el lanzallamas que le había arrebatado al muerto; y peor aún, se sintió de más en aquella comarca de la muerte perfecta, donde sólo podían perpetuarse unas formas inertes que oficiaban ritos secretos, que nadie debiera haber visto jamás. No con terror sino con maravillada admiración había participado un momento antes en aquella fantástica ceremonia. Sabía que ninguno de los científicos compartiría esos sentimientos, pero ahora quería regresar no sólo para anunciar la muerte de los desaparecidos, sino también para convencer a los hombres de que nunca más, en el futuro, se turbase la paz de este planeta. No nos está destinado todo el universo, no todo cuanto existe nos pertenece, pensaba mientras descendía a paso lento.

La luz del sol poniente le permitió llegar al campo de batalla. Allí tuvo que apresurar el paso, pues las radiaciones de las rocas vitrificadas, cuyas siluetas fantasmagóricas adivinaba en la creciente penumbra, aumentaban rápidamente. Por último, echó a correr. El eco de sus pasos resonaba entre las paredes rocosas, y al ritmo de ese eco incesante, que la prisa magnificaba, saltando en un último esfuerzo de piedra en piedra, dejó atrás los cadáveres de las máquinas, irreconocibles a causa de la fusión, y se encontró por fin en un terraplén. Pero también allí el cuadrante del detector era rojo.

No podía detenerse, aunque estaba casi sin aliento. Sin dejar de correr, desatornilló a fondo el reductor del tanque de oxígeno. Aun cuando la reserva se le agotase a la salida del barranco, aunque tuviese que respirar el aire del planeta, todo era preferible a pasar más tiempo en ese sitio, donde cada centímetro cuadrado de roca emitía una radiación mortal. El oxígeno afluyó a la boca de Rohan en una ola helada. Corría con facilidad, pues la lava solidificada que el Cíclope dejara detrás, luego de ser derrotado, era lisa, casi vítrea en algunos lugares. Afortunadamente, las suelas de goma de las botas le permitían correr sin resbalar. La oscuridad era tan densa ahora que sólo veía del suelo algunas piedras más claras, bajo la vitrificada superficie. Sabía que aún tenía que recorrer por lo menos tres kilómetros de ese mismo camino. A la velocidad con que descendía, le era imposible hacer cálculos, pero de tanto en tanto lograba echar una ojeada al cuadrante rojo del detector. A lo sumo podría estar una hora más entre las rocas hendidas y desmoronadas por el fuego nuclear; la radiación a que se expondría no podía exceder de los doscientos roentgens. Una hora y cuarto, en el mejor de los casos; pero si en ese lapso no llegaba a la entrada del desierto, ya no tendría ninguna razón para apresurarse.

Al cabo de unos veinte minutos, sobrevino la crisis. Sentía el corazón como una presencia cruel e infatigable que le apretaba el pecho, o lo trituraba por dentro. El oxígeno le quemaba la garganta y la laringe con un fuego vivo, y unas chispas le bailaban entre los ojos. Pero había algo peor: se tambaleaba y tropezaba. En realidad, la radiación había disminuido: la esfera del detector era una débil ascua a punto de extinguirse, pero sabía que tenía que correr, correr aunque las piernas se negaban a obedecerle. Todas las células del cuerpo decían basta, todo en él gritaba. Párate, párate y déjate caer sobre este suelo vitrificado y aparentemente inofensivo. Levantó la cabeza para mirar las estrellas, y entonces tropezó y cayó de bruces, con los brazos extendidos. Respirando convulsivamente, recobró el aliento. Se incorporó, se puso de pie, recorrió varios metros vacilando de derecha a izquierda, y luego se dejó llevar otra vez por el impulso de la carrera. Había perdido por completo la noción del tiempo. ¿Y cómo orientarse en aquella impenetrable oscuridad? Se había olvidado de los muertos, de la petrificada sonrisa de Bennigsen, de Regnar que reposaba bajo las piedras junto al arctano despedazado, del hombre sin cabeza; hasta se había olvidado de la nube. La oscuridad lo aplastaba; los ojos inyectados en sangre buscaban en vano el inmenso cielo estrellado del desierto; allí, en aquellas arenas desoladas esperaba encontrar la salvación; corría sin ver. El sudor le resbalaba por los párpados; corría, impulsado por una fuerza cuya presencia permanente en él llegaba aún, por momentos, a asombrarlo. La carrera, la noche, parecían no tener fin.

Ya no veía absolutamente nada cuando sus pies, de pronto, empezaron a chapotear cada vez más pesadamente, a hundirse. En un último acceso de desesperación alzó la vista al cielo y comprendió de golpe que había llegado al desierto. Tuvo tiempo aún de ver las estrellas por encima del horizonte; luego, mientras se le doblaban las piernas, buscó con los ojos el detector en la muñeca, pero no vio el cuadrante: estaba oscuro, y el instrumento silencioso. Había dejado atrás, en el río de lava cristalizada, a la muerte invisible. Ese fue su último pensamiento, porque cuando sintió contra la mejilla el frío áspero de la arena, cayó no en un sueño sino en una especie de sopor en el que todo su cuerpo seguía desplegando una actividad frenética, las costillas levantándose al agitado ritmo de la respiración, el corazón latiendo aceleradamente. De ese estado de duermevela del agotamiento total pasó a otro más profundo, hasta que al fin perdió la conciencia.

Recobró el sentido con un sobresalto, sin saber dónde estaba. Movió las manos, sintió el frío de la arena que se le escurría entre los dedos,se sentó y gimió.

Poco a poco fue recuperándose: la aguja fosforescente del manómetro estaba en cero. En la segunda botella había aún una presión de dieciocho atmósferas. Desatornilló la válvula y se levantó. Era la una de la mañana. Las estrellas, muy visibles, brillaban en el cielo negro.

Buscó la dirección en la brújula y emprendió la marcha. A las tres tomó la última tableta. Poco antes de las cuatro el tanque de oxígeno quedó vacío. Abandonó entonces el aparato y prosiguió caminando, respirando al principio con recelo. Pero cuando respiró el aire frío de las horas que preceden al alba, echó a andar a paso más vivo, esforzándose por no pensar en nada más que en esa marcha a través de las dunas en las que a veces se hundía hasta las rodillas. Se sentía mareado, como ebrio, pero ignoraba si era a causa de los gases atmosféricos, o sólo por la fatiga. Se dijo que si conseguía hacer cuatro kilómetros por hora, llegaría a la nave a las once.

Trató de regular la marcha con la ayuda del cuentapasos, pero sin resultado. La Vía Láctea dividía en dos partes desiguales la bóveda celeste, trazando una inmensa estela de luz blanquecina. Ya se había acostumbrado tanto a la tenue luminosidad de las estrellas, que esquivaba sin dificultad las dunas más altas. Chapoteaba sin cesar en la arena. Al cabo, allá en el horizonte sin estrellas, distinguió una silueta angular. Corrió, hundiéndose cada vez más en la arena, como un ciego, hasta que las manos tendidas hacia adelante tropezaron con un metal duro. Era un jeep, vacío, abandonado, acaso uno de los que Horpach enviara la víspera, u otro abandonado por el grupo de Regnar. Pero ni siquiera pensó en eso. Se quedó inmóvil, jadeante, abrazado al vehículo con ambas manos. El cansancio lo atraía hacia el suelo. Dejarse caer al lado del jeep, dormirse junto a él y a la mañana, cuando saliera el sol, reanudar la marcha…

Trepó lentamente al casco blindado, buscó a tientas la manija de la portezuela, la abrió. Las luces del tablero se encendieron. Se dejó caer en el asiento. Sí, ahora sabía que estaba intoxicado, envenenado sin duda por el aire del planeta, pues no era capaz de encontrar el contacto, no recordaba dónde estaba, no sabía nada… Por último una mano tropezó al azar con la palanca, la empujó, el motor maulló ligeramente, y se encendió. Rohan levantó la tapa del girocompás; no conocía con certeza sino una sola cifra, la que indicaba el camino de regreso. Durante algún tiempo el jeep rodó en la oscuridad; Rohan había olvidado los faros…

A las cinco de la mañana era aún de noche. Entonces vio, a la distancia, entre las estrellas blancas y azules, una estrella baja, suspendida sobre el horizonte. Una estrella de color rubí. Rohan parpadeó, confundido. ¿Una estrella roja? Imposible… Le pareció que alguien, seguramente Jarg, estaba junto a él y quiso preguntarle qué estrella podía ser ésa. De pronto, lo supo en un destello de lucidez. Era el reflector de la proa de El Invencible. Y ahora avanzaba en línea recta hacia esa gota de rubí, que brillaba en las tinieblas. La estrella se elevó lentamente hasta convertirse en una esfera brillante a cuyo resplandor el casco de la nave refulgía suavemente en la oscuridad. Un ojo escarlata parpadeó entre los cuadrantes del tablero y se oyó una vibración que indicaba la proximidad del campo de fuerza. Rohan apagó el motor. El jeep rodó hasta el pie de la duna y se detuvo. No estaba seguro de poder volver a subir al jeep si se apeaba. Metió la mano en un compartimiento y retiró el lanzallamas; como le temblaba la mano, calzó el codo entre los rayos del volante, se sostuvo el puño con la otra mano y apretó el gatillo. Una llamarada de un rojo anaranjado hendió la oscuridad. La corta trayectoria se transformó de pronto en una lluvia de estrellas, pues acababa de chocar con la pared del campo de fuerza, como contra un vidrio transparente. Rohan disparó una y otra vez, hasta que el percutor le devolvió un sonido hueco. No tenía más municiones. Ya lo habían visto, los primeros disparos habían sin duda alertado y movilizado a los hombres de guardia en la cabina de comando. Dos grandes reflectores se encendieron inmediatamente en la cúpula de la nave, y luego de haber barrido la arena, los haces blancos cayeron sobre el jeep. Al mismo tiempo, la rampa se inundó de luz y las lámparas eléctricas, como una llama fría, iluminaron la cabina del ascensor. En un abrir y cerrar de ojos las escaleras se poblaron de siluetas que se precipitaban por los peldaños, mientras en las dunas, no lejos de la nave, se iluminaban reflectores, y avanzaban a los tumbos, sacudiendo las columnas de luz. Por último, se encendieron los semáforos azules, indicando que la entrada al perímetro de protección había sido abierta.

Rohan, que había soltado el lanzallamas, nunca supo en qué momento se dejó caer al suelo, al lado del vehículo. Con pasos vacilantes, exageradamente largos, erguido en toda su estatura, apretando los puños para vencer el temblor de los dedos, avanzó hacia la nave del espacio de veinte pisos de altura, que envuelta en una deslumbrante aureola de luz se perfilaba contra el cielo pálido del amanecer, majestuosa en aquella inmóvil grandeza, como si fuera realmente invencible.


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