El Cóndor

A la distancia, el cohete parecía una torre inclinada. Las arenas circundantes reforzaban esta impresión. A causa de la dirección de los vientos, el talud que descendía hacia el oeste era mucho más elevado que el del este. En las cercanías de la nave, varios tractores estaban hundidos casi por completo en la arena, y hasta el mortero antimateria, con la cúpula abierta, asomaba apenas en la superficie. Sin embargo, los escapes de las toberas de popa eran todavía visibles, pues la nave descansaba en el centro de una depresión que la protegía de los vientos. Hubiera bastado con remover una fina capa de arena para llegar a los objetos diseminados aquí y allá, alrededor de la rampa.

Los hombres de El Invencible se habían detenido en la cresta del talud más elevado. Los vehículos que habían traído de la nave rodeaban ya en círculo una vasta extensión de terreno, y los rayos de energía de los emisores se habían unido levantando el campo protector. Habían dejado los transportes y los info-robots a unos cien metros del anillo de arena que circundaba la base de El Cóndor. Los hombres miraban desde lo alto de la duna.

La rampa de la nave se alzaba a unos cinco metros del suelo, como si algo la hubiese detenido de pronto. El ascensor, sin embargo, estaba intacto, y la puerta abierta de la cabina parecía invitarlos a entrar. En las cercanías, algunos tanques de oxígeno emergían de la arena. Los recipientes de aluminio resplandecían como si se los hubiese dejado allí pocos minutos antes. Un poco más lejos asomaba un objeto azul: un recipiente de plástico. Había, por lo demás, una multitud de objetos diversos abandonados aquí y allá: latas de conserva, llenas y vacías, teodolitos, cámaras fotográficas, trípodes y portaviandas; intactos algunos, deteriorados otros.

Se diría que alguien arrojó todo esto a brazadas fuera del cohete, pensó Rohan, mientras observaba el oscuro agujero de la escotilla de acceso, que estaba entreabierta.

La pequeña expedición aérea de De Vries había descubierto por pura casualidad la nave abandonada. De Vries no había intentado entrar y había informado inmediatamente a la base. Al grupo de Rohan le había sido asignada la tarea de descifrar el misterio de El Cóndor, y ya los técnicos descendían rápidamente de las máquinas, llevando cajas de instrumentos.

Viendo un objeto combado cubierto de una delgada capa de arena, Rohan lo levantó de un puntapié; sin darse cuenta todavía de qué se trataba, se acercó a aquella bola de un color blanco amarillento. Retrocedió de pronto, reprimiendo un grito. Los otros se volvieron y lo miraron alarmados. La bola era una calavera humana.

Casi en seguida encontraron otras osamentas, cráneos, y hasta un esqueleto entero vestido con un traje espacial. Entre la mandíbula inferior y los dientes superiores colgaba aún el tubo de oxígeno; la manecilla indicaba una presión de cuarenta atmósferas. Arrodillándose, Jarg desatornilló la válvula del recipiente y el gas escapó con un prolongado silbido. A causa de la sequedad desértica del aire, no había rastro de óxido en las partes metálicas del aparato, y el tornillo giró fácilmente.

Entraron en el ascensor y apretaron los botones: no había corriente eléctrica. Escalar cuarenta metros, la altura del pozo del ascensor, parecía difícil; Rohan vaciló. ¿No convendría más enviar algunos hombres en el explorador volante? Pero ya dos de los técnicos se habían colocado las cuerdas y estaban escalando la armazón metálica. Los otros los observaban en silencio.

El Cóndor, crucero de la clase de El Invencible, había sido construido pocos años antes, y exteriormente ambas naves eran idénticas. Los hombres callaban. Todos hubieran preferido encontrar unos restos diseminados, a causa de una colisión, o aun de una explosión nuclear. Pero El Cóndor estaba allí, hundido en la arena del desierto, volcado a un costado como una mole inerte, como si el suelo hubiese cedido bajo el peso de los pilares de popa, rodeado de una caótica profusión de objetos y huesos humanos, y aparentemente intacto. Los hombres se estremecieron.

Los dos técnicos llegaron a la escotilla de los tripulantes, empujaron la puerta sin esfuerzo aparente y desaparecieron dentro del casco. Pasó el tiempo, y ya Rohan empezaba a inquietarse, cuando el ascensor trepidó repentinamente, subió un metro más, y descendió luego para posarse en la arena. La figura de uno de los técnicos se asomó a la puerta, indicándoles con un ademán que podían subir.

Rohan, Ballmin, Hagerup el biólogo y Kralik, uno de los técnicos, entraron en el ascensor. Por la fuerza de la costumbre, Rohan examinaba al pasar el poderoso y curvado casco de la nave que se deslizaba por detrás de los barrotes de la cabina, y por primera vez en ese día sintió miedo. Las chapas blindadas, construidas con una aleación de titanio y molibdeno, habían sido arañadas o perforadas con una herramienta de una dureza inverosímil; las marcas no eran profundas, pero el casco íntegro parecía tachonado por pequeñas picaduras de viruela.

Rohan tomó a Ballmin por el hombro, pero el paleontólogo ya había observado aquel extraño fenómeno. Los dos hombres examinaron con atención aquellas marcas. Todas eran pequeñas, como si hubiesen sido cinceladas con un instrumento puntiagudo. Sin embargo, Rohan sabía que no había cincel capaz de dañar el revestimiento de la nave. Aquellas cicatrices tenían que ser el producto de algún corrosivo químico. Antes que pudiera sacar otras conclusiones, el ascensor llegó a destino. Todos pasaron a la cámara neumática.

El interior de la nave estaba iluminado, pues los técnicos habían puesto en marcha el generador auxiliar de aire comprimido. La arena que había entrado por la escotilla se había acumulado en el umbral, pero los corredores estaban limpios. El tercer nivel parecía impecable, brillantemente iluminado; sólo de tanto en tanto un objeto caído: una máscara de gas, un plato de material plástico, un libro, parte de una escafandra. El orden reinaba únicamente en el tercer nivel. Más abajo en cambio, en las salas de mapas y de observación estelar, en las cantinas, los camarotes de los tripulantes, las salas de radar, la cabina de comando, los largos corredores, los puentes, los pasillos laterales, el desorden era en verdad indescriptible.

En la cabina de comando no había ningún vidrio intacto. El vidrio de los cuadrantes y pantallas era un material prácticamente indestructible; sin embargo, golpes de una fuerza sobrehumana los habían reducido a ese polvo plateado que ahora cubría las consolas, los sillones y hasta los cables eléctricos y los interruptores. En la pequeña biblioteca contigua, como si alguien hubiese vaciado de golpe el contenido de un bolso, vacían en desorden, en confusa maraña, carretes de microfilms parcialmente desenrollados, libros despedazados, compases, reglas de cálculo, espectroscopios; todo destrozado, roto, mezclado con grandes atlas estelares de Camerón, en los que parecían haberse encarnizado especialmente, con furia, pero con una paciencia inconcebible, desgarrando uno por uno los rígidos cuadernillos de plástico.

En la sala de reuniones y en el microcine, montones de trajes destrozados y jirones de cuero arrancados al tapizado de los sillones obstruían la entrada. En pocas palabras, y como dijo el técnico Terner, parecía que un ejército de gorilas enfurecidos hubiera tomado la nave por asalto.

Los hombres, estupefactos, iban de uno a otro puente. En la pequeña cabina de navegación, enroscado al pie de la pared, descubrieron el cadáver reseco de un hombre, vestido con pantalones de hilo y una camisa manchada. Uno de los técnicos, el primero en entrar, había extendido una sábana sobre el cadáver, que era ya una especie de momia, con la piel pardusca pegada a los huesos.

Rohan fue uno de los últimos en abandonar El Cóndor. Se sentía mareado y enfermo. Tenía la impresión de haber vivido una pesadilla, un sueño inverosímil. Pero los rostros desencajados de los otros eran demasiado elocuentes. Transmitió un breve mensaje a El Invencible. Parte del grupo permaneció a bordo de El Cóndor, tratando de poner un poco de orden. Rohan les pidió que fotografiaran previamente todos los lugares, y que anotaran todo lo que habían encontrado.

Luego emprendió el regreso junto con Ballmin y Gaarb, uno de los biofísicos. Jarg timoneaba el vehículo. El rostro ancho, habitualmente sonriente, estaba sombrío y como encogido. El pesado tractor se sacudía por los golpes bruscos que Jarg, un conductor siempre hábil y experimentado, aplicaba de tanto en tanto al acelerador. Arrojando a ambos lados grandes chorros de arena, el vehículo se internó entre las dunas. Delante avanzaba un ergo-robot vacío, que los protegía con un campo de fuerza. Todos guardaban silencio, ensimismados.

Rohan casi tenía miedo de encontrarse cara a cara con el astronauta; no sabía qué decirle. Se había reservado uno de los hallazgos más espeluznantes, quizá el más incomprensible. En el cuarto de baño del octavo piso había encontrado varios trozos de jabón con huellas inconfundibles de dientes humanos. Era imposible que aquellas mordeduras obedecieran a un estado de hambruna en la nave. Los víveres se acumulaban en los depósitos; hasta la leche, en la cámara fría, estaba perfectamente conservada.

A mitad de camino recibieron las señales radiales transmitidas por un pequeño automotor que pasó junto a ellos levantando una cortina de polvo. Detuvieron la marcha y el otro vehículo también se detuvo. Dos hombres viajaban en él: Magdov, un técnico de cierta edad, y Sax, el neurofisiólogo. Rohan desconectó el campo y pudieron hablar de viva voz.

En la cámara de hibernación de El Cóndor, y luego de la partida de Rohan, habían descubierto un cuerpo humano congelado. Tal vez fuese posible reanimarlo y Sax había traído de El Invencible todos los instrumentos necesarios. Rohan decidió ir con ellos, justificando este cambio de planes; el vehículo de Sax no tenía campo protector. Pero en verdad, le alegraba poder postergar su entrevista con Horpach. Dieron pues media vuelta y entre grandes nubes de polvo regresaron al lugar de partida.

Los hombres iban y venían alrededor de El Cóndor. Seguían desenterrando de las dunas los objetos más heterogéneos. En un lugar aparte, cubiertos por sábanas blancas, había una hilera de cadáveres. Ya habían encontrado más de veinte. La rampa funcionaba ahora, los generadores eléctricos habían sido reparados.

Los reconocieron de lejos por la nube de polvo que se elevaba en el desierto, y cuando se acercaron les abrieron un pasaje en el campo de fuerza. Había un médico entre los hombres de la primitiva expedición, el doctor Nygren, pero quería consultar a un especialista antes de examinar al hombre que habían encontrado en el túnel de hibernación.

Rohan invocando prerrogativas — ¿acaso no reemplazaba aquí al propio comandante? — subió a bordo con los dos médicos.

Los escombros que habían obstruido la entrada en la primera visita ya no estaban allí. El termómetro indicaba una temperatura de diecisiete grados bajo cero. Los dos médicos se miraron. En cuanto a Rohan, sabía bastante de métodos de hibernación y entendía que aquella temperatura era demasiado alta para permitir una muerte completa reversible, pero demasiado baja para un sueño hipotérmico. No parecía que el hombre se hubiese preparado para sobrevivir en el hibernador, sino que hubiera quedado encerrado allí accidentalmente otro de los tantos enigmas absurdos y desconcertantes que les planteaba la nave. Los médicos y Rohan se pusieron los trajes termostáticos e hicieron girar la manivela que abría la pesada puerta del hibernador. Tendido de cara al suelo, vestido tan sólo con una camisa, vieron el cuerpo de un hombre. Rohan ayudó a los médicos a transportarlo a una camilla cubierta con una sábana blanca, e iluminada por tres lámparas que desalojaban todas las sombras. No era una mesa de operaciones propiamente dicha, sino una camilla para las pequeñas intervenciones que es preciso practicar de vez en cuando en un hibernador. Rohan tenía miedo de mirar el rostro del hombre, pues conocía a casi todos los tripulantes de El Cóndor. Sin embargo, este rostro le era desconocido. De no haber sido por el frío glacial y la rigidez de los miembros, se hubiera podido pensar que el hombre dormía. Tenía los párpados bajos; en la cabina seca y herméticamente cerrada, la piel no había perdido su color natural; estaba, sí, más pálida. Pero en los tejidos, bajo la epidermis, había microscópicos cristales de hielo. Los dos médicos, sin decir una palabra, se miraron otra vez. Luego comenzaron a preparar los aparatos. Rohan se sentó en una de las cuchetas libres. Todo estaba allí en perfecto orden. La doble fila de literas daba la impresión de haber sido acomodada pocos minutos antes.

Los instrumentos tintinearon varias veces, los médicos cuchichearon entre ellos. Por último Sax se separó de la mesa.

— No hay nada que hacer — comentó.

— Está muerto — dijo Rohan, más como una conclusión que como una pregunta.

Nygren, por su parte, se había acercado al tablero del climatizador. Al cabo de un instante, una corriente tibia entró en el cuarto. Rohan se levantaba para marcharse cuando observó que Sax volvía a la mesa. El médico recogió un pequeño maletín negro que había dejado en el suelo, lo abrió, y sacó uno de esos aparatos de los que Rohan había oído hablar, pero que hasta entonces nunca había visto. Sax, con extraordinaria parsimonia, con una precisión casi petulante, desenrolló unos alambres rematados por electrodos planos. Aplicó los seis electrodos sobre el cráneo del muerto, los aseguró con bandas de goma, se arrodilló, y sacó del maletín tres pares de auriculares. Se calzó uno a las orejas, y siempre agachado, movió las llaves del aparato en el interior del maletín. Cerrando los ojos, escuchó con profunda atención. De pronto, arrugó el ceño, se inclinó un poco más hacia adelante, inmovilizó con la mano una de las llaves, y se quitó bruscamente los auriculares.

— Doctor Nygren — dijo con una voz extraña. El doctor Nygren se calzó los auriculares. — ¿Qué…? — dijo Rohan con voz trémula, conteniendo casi la respiración.

En la jerga de los tripulantes, llamaban a este aparato el «estetoscopio de las tumbas». En un muerto reciente o un cuerpo donde el proceso de descomposición no se hubiera iniciado aún, era posible «escuchar el cerebro», o mejor dicho detectar los últimos pensamientos conscientes.

El aparato introducía en las profundidades de la caja craneana unos impulsos eléctricos; estos impulsos recomían el cerebro siguiendo las líneas de menor resistencia, es decir las fibras nerviosas que antes de la agonía habían constituido un todo funcional. Los resultados nunca eran seguros, pero se decía que algunas veces había sido posible obtener informaciones de extraordinaria importancia. En una ocasión como esta, cuando todo el porvenir dependía de que se encontrara una explicación al misterio de El Cóndor, el «estetoscopio de las tumbas» podía ser una ayuda inapreciable. Rohan ya había adivinado que el neurólogo no había tenido en ningún momento la esperanza de reanimar al hombre congelado, y que había venido, en realidad, para escuchar lo que aquel cerebro pudiera transmitirle. Inmóvil, con una extraña sensación de sequedad en la boca, Rolan oía los sordos latidos de su propio corazón. En ese momento, Sax le tendió el segundo par de auriculares. Si el ofrecimiento no hubiese sido tan espontáneo, Rohan no se habría atrevido. Se puso los auriculares bajo la serena mirada de los ojos negros de Sax. Siempre con una rodilla en tierra, junto al aparato, Sax movía lentamente la perilla del amplificador.

En un principio, Rohan no oyó nada más que el zumbido de la corriente, y se sintió aliviado, pues en verdad no quería oír nada. Hubiera preferido. aunque no se lo decía abiertamente, que el cerebro de aquel desconocido fuese mudo como una piedra. Sax, levantándose. le ajustó los auriculares. Entonces Rohan vio algo a través de la luz que inundaba la blanca pared de la cabina, una imagen gris, como de partículas de polvo, borrosa y suspendida a una distancia indefinible. Cerró los ojos involuntariamente, y la imagen se volvió casi nítida. Era algo así como un corredor en el interior de la nave, con tubos a lo largo del cielo raso; estaba totalmente ocupado por un hacinamiento de cuerpos humanos. Los cuerpos parecían moverse, pero era en verdad toda la imagen lo que vibraba y se mecía. Los hombres estaban casi desnudos, unos restos de ropas les colgaban en harapos, y en la piel, de una blancura sobrenatural, había una erupción de manchas negras. Sin embargo, era. posible que ese fenómeno. fuese un mero efecto visual, pues las manchas negras moteaban también profusamente el piso y las paredes. La imagen toda, semejante a una fotografía muy borrosa, tomada a través de una densa masa de agua, oscilaba, se estiraba, y se encogía, ondulando. Asustado, Rohan abrió los ojos; la imagen se enturbió, y a la cruda luz de la realidad circundante se diluyó en una pantalla de sombra. Entonces Sax movió una vez más las perillas del aparato, y Rohan oyó como en el interior de su propia cabeza, un débil murmullo: «…ala…ama…lala…ala…ma…mama…»

Nada más. Repentinamente, los auriculares emitieron unos ruidos espeluznantes, maullidos, graznidos que se repetían como un hipo enloquecido, como una carcajada salvaje, sarcástica y atroz. Pero no era otra cosa que la corriente, el heterodínamo que emitía ahora vibraciones demasiado poderosas…

Sax enrolló los alambres y los guardó otra vez en el maletín, en tanto Nygren cubría de nuevo con la sábana la cara del muerto; la boca, hasta ese momento cerrada, estaba ahora entreabierta — quizá por efecto del calor, que ya empezaba a ser sofocante; al menos Rohan sentía que la transpiración le corría por la espalda- y le confería al rostro una expresión de asombro indescriptible. Sintió alivio cuando por fin la sábana lo ocultó.

— Diga algo… ¿Por qué no dice nada? — estalló Rohan.

Sax ajustó las correas del maletín, se levantó, se acercó a Rohan hasta casi tocarlo.

— Tranquilícese, navegante. .

Roban arrugó los ojos y apretó los puños; el esfuerzo fue desmesurado pero vano. Como de costumbre en tales situaciones, sentía que lo dominaba la cólera. Le era muy difícil evitarlo.

— Per…dóneme. .-balbuceó —. Pero qué… ¿qué significa esto?

Sax abrió el cierre de la escafandra, que se le deslizó hasta el suelo; el imponente efecto de elevada estatura desapareció. Fue una vez más el personaje familiar: un hombrecito flaco, encorvado, de pecho estrecho y manos delicadas y nerviosas.

— No sé nada que usted no sepa — dijo —. Y quizá todavía menos.

Roban se sintió desconcertado; no entendía nada, pero se aferró a las últimas palabras del neurólogo.

— ¿Por qué? ¿Por qué menos?

— Porque yo acabo de llegar, no vi nada, aparte de este cadáver. Usted, ustedes estuvieron aquí desde la mañana. Esa imagen ¿no le sugiere algo?

Y esos… se movían. ¿Estaban con vida todavía? ¿Y esas manchas, esas manchitas negras…? no se movían. Era una ilusión. Los engramas se fijan como las fotografías. Algunas veces hay varias imágenes superpuestas; pero no en este caso.

— ¿Y las manchas? ¿Eran también una ilusión?

— No lo sé. Todo es posible, pero me parece que no. Qué piensa usted, Nygren?

También Nygren se había desembarazado ya del traje protector.

— No sé — dijo —. No estoy seguro de que fuesen una ilusión óptica. No había ninguna en el cielo raso ¿verdad?

— ¿Ninguna mancha? No. Sólo ellos… y el suelo. Y algunas en las paredes…

— Una segunda proyección hubiera cubierto casi toda la imagen — observó Nygren —. Pero tampoco eso es seguro. Hay muchos factores aleatorios en estas fijaciones.

— ¿ Y la voz? ¿ Ese… balbuceo? — insistió Rohan, buscando desesperadamente una respuesta.

— Una de las palabras era perfectamente clara: «Mamá». ¿La oyó usted?


— Sí. Pero también había otras. «Ala»…«tala». . Se repitieron muchas veces.

— Se repitieron porque yo estaba explorando la corteza parietal — dijo lacónicamente Sax —. O sea toda la región de la memoria auditiva — le explicó a Rohan —. Eso fue lo más extraordinario.

— ¿Qué? ¿ Las palabras?

— No. No las palabras. Un moribundo puede pensar en cualquier cosa; hubiera sido perfectamente normal que pensara en la madre de él. Pero la corteza auditiva de este hombre está en blanco, totalmente en blanco. ¿ Comprende?

— No. No comprendo nada. ¿ Cómo, en blanco?

— Por lo general, la exploración de los lóbulos parietales no da resultados — prosiguió Nygren —. Hay ahí demasiados engramas. Demasiadas palabras inscriptas. Nadie puede leer cien libros al mismo tiempo. Un caos. Pero él — dijo mirando la forma alargada bajo la tela blanca —, no tenía nada en esa región. Ni una sola palabra, aparte de esas pocas sílabas.

— Sí. Pasé del centro sensorial de la palabra, a la cisura de Rolando — aclaró Sax —. Por eso se repetían las sílabas; los últimos fonemas que quedaron allí.

— ¿Y que pasó con los otros?

— No hay otros — Sax levantó bruscamente el pesado aparato, haciendo restallar el cuero de las manijas —. No hay nada más y punto. Y no me pregunte qué les ocurrió. Este hombre había perdido por completo la memoria auditiva.

— ¿Y la imagen?

— Eso es diferente. La imagen, la vio. Quizá no comprendió lo que veía, pero una máquina fotográfica tampoco comprende y sin embargo fija la imagen. Por lo demás, no sé si la habrá comprendido o no.

«¿Tiene la bondad de ayudarme con esto, Nygren? Los dos médicos abandonaron la cámara de hibernación, llevándose los aparatos. La puerta se cerró y Rohan quedó solo. Se sentía tan desesperado que se acercó a la mesa, levantó la mortaja, la retiró, desabrochó la camisa del muerto, que estaba descongelándose, y le examinó minuciosamente el pecho. Se estremeció al contacto de esa piel, que ya no era rígida sino flexible. A medida que los tejidos se descongelaban, se relajaban los músculos. La cabeza, hasta ese momento tensa, en una postura poco natural, descansaba ahora pasivamente, como si en verdad el hombre estuviese durmiendo.

Rohan buscó en aquel cuerpo vestigios de una epidemia misteriosa, de envenenamiento, de mordeduras, pero no encontró nada. Dos dedos de la mano izquierda se apartaron, dejando al descubierto una pequeña herida, de bordes ligeramente abiertos. La herida empezó a sangrar. Gotas rojas cayeron sobre la mesa tapizada de linóleo blanco. Aquello fue demasiado para Rohan. Sin siquiera volver a cubrir al muerto, salió corriendo de la cabina, y tropezando con las personas que se apretujaban en la puerta, se precipitó hacia la salida principal. Jarg consiguió detenerlo en la cámara de descompresión, le ayudó a ajustarse la máscara de oxígeno, y hasta le deslizó la boquilla entre los labios. — ¿Encontraron algo?

— No, Jarg. Absolutamente nada.

No supo quiénes bajaron con él en el ascensor. Afuera rugían los motores de las máquinas. El viento huracanado soplaba ahora con mayor violencia, levantando ráfagas de arena, que se estrellaban contra la superficie del casco, granulosa y desigual. Rohan había olvidado por completo ese extraño fenómeno.

Acercándose a la popa y estirando el brazo, palpó con las yemas de los dedos el casco metálico. El blindaje parecía de roca, una viejísima superficie rocosa desgastada por la intemperie, tachonada de nódulos y asperezas. Alcanzó a ver entre los vehículos la elevada silueta del ingeniero Ganong, pero ni se le ocurrió preguntarle qué pensaba acerca del fenómeno. El ingeniero no sabría más que él. Es decir, nada. Absolutamente nada.

Regresó junto con una docena de hombres, sentado en un rincón de la cabina del transporte principal. Oía las voces de los otros como si le llegasen desde muy lejos. Temer habló de envenenamiento, pero los demás protestaron.

— ¿Envenenamiento? ¿Con qué? Todos los filtros se encuentran en perfecto estado. Hay oxígeno en las tanques, reservas de agua, víveres…

— ¿Notaron el aspecto de ese hombre en la cabina de navegación? — preguntó Blank —. Yo lo conocía, pero si no hubiese visto el anillo de sello, no lo habría reconocido.

Nadie le respondió.

De regreso en la base, Rohan fue directamente a ver a Horpach. El astronauta estaba ya al tanto de lo ocurrido, gracias a la transmisión televisada y a los informes del grupo que había vuelto primero trayendo centenares de fotografías. Rohan experimentó un involuntario alivio: no tendría que relatar en detalle al comandante lo que había visto en El Cóndor.

El astronauta lo miró largamente y se levantó de la mesa sobre la que había extendido un mapa de la zona, cubierto ahora en parte por pruebas fotográficas. Estaban los dos solos, en la amplia cabina de navegación.

— Trate de serenarse, Rohan — le dijo —. Comprendo muy bien lo que siente, pero lo que ahora más necesitamos es serenidad, raciocinio y lucidez. Hay que aclarar este condenado enigma.

— Tenían todos los medios de protección: los ergorobots, los lasers, los morteros antimateria. El mortero principal está junto a El Cóndor. Tenían el mismo equipo que nosotros — dijo Rohan con voz opaca.

De improviso, se dejó caer en una silla.

— Perdón… — murmuró.

El comandante sacó del armario una botella de cognac. — Un antiguo remedio. Algunas veces es útil. Beba, Rohan. En otras épocas lo utilizaban en los campos de batalla… Rohan bebió en silencio el ardiente licor.

— He verificado los contadores de todos los campos de fuerza — dijo con tono de reproche —. Nunca fueron atacados. Ni siquiera dispararon una sola vez. Sencillamente… sencillamente…

— ¿Todos se volvieron locos de pronto? — sugirió, imperturbable, el comandante.

— Si al menos pudiésemos tener esa certeza. Pero ¿cómo es posible?

— ¿Vio usted el libro de bitácora? Gaarb se lo llevó. ¿Lo vio usted?

Luego de la fecha del aterrizaje hay sólo cuatro anotaciones. Se refieren a las ruinas que ustedes han explorado… y a las «moscas».

— No entiendo. ¿Qué moscas?

— No lo sé. El texto dice literalmente que… Tomó de la mesa un registro abierto.

— «Ni un solo rastro de vida en tierra firme. La composición de la atmósfera…» Aquí figuran los resultados de los análisis… Luego: «A las 18 y 40 la segunda patrulla motorizada regresaba de las ruinas. Tropezaron con una tormenta de arena local; descargas eléctricas atmosféricas. Contacto radial establecido, pese a los parásitos. La patrulla comunica el descubrimiento de una cantidad considerable de moscas pequeñas que cubren…»

El astronauta se interrumpió y volvió a poner el registró sobre la mesa.

— ¿ Qué más? ¿ Por qué no termina de leer?

— Porque no hay nada más. Aquí se interrumpe la última anotación. Mire.

El astronauta le tendió el registro abierto. Estaba cubierto de garabatos ilegibles. Rohan, los ojos fuera de las órbitas, miraba como hipnotizado la maraña indescifrable de líneas y trazos.

— Se diría que aquí hay una letra «b» — dijo en voz baja.

Y aquí una «G». Una «G» mayúscula. Parece la escritura de un niño pequeño… ¿Está usted de acuerdo?

Rohan callaba; aun tenía la copa vacía en la mano. Recordó ambiciones recientes: había pensado que un día comandaría El Invencible. Ahora, daba gracias al cielo por no tener que decidir el futuro de la expedición.

— Rohan. Hágame el favor de convocar a los jefes de los grupos de especialistas. ¡Rohan! ¡Reaccione de una vez!

— Perdón, comandante. ¿Una conferencia?

— Sí. Que se reúnan todos en la biblioteca.

Un cuarto de hora más tarde, todos se encontraban sentados en la amplia sala cuadrada, de paredes de color; los libros y los microfilms se guardaban detrás de las mamparas. Lo más impresionante era sin duda la increíble semejanza entre las instalaciones de El Cóndor y las de El Invencible, Rohan miraba a un lado y a otro, y veía una vez más las imágenes de pesadilla que se le habían grabado en la memoria.

Todos ocuparon los sitios de costumbre. El biólogo, el médico, el planetólogo, los ingenieros electricistas y de comunicaciones, los cibernetistas y los físicos estaban sentados en semicírculo. Estos veinte hombres eran el cerebro estratégico de la nave. El astronauta se encontraba de pie, debajo de una pantalla blanca desenrollada a medias.

— ¿Están todos al tanto de la situación a bordo de El Cóndor?

Un murmullo de voces afirmativas.

— Hasta el momento — anunció Horpach- los equipos que trabajan en el perímetro de El Cóndor han recuperado veintinueve cadáveres. En la nave misma, han hallado treinta y cuatro, uno de ellos perfectamente conservado, en la cámara de hibernación. El doctor Nygren, que acaba de regresar de la nave, nos dirá lo que ha visto.

— No tengo mucho que decir — déclaró Nygren,

Con paso lento se acercó al astronauta, que le llevaba más de una cabeza,

— Hemos encontrado nueve cuerpos momificados. Además del que acaba de mencionar el comandante, y que estamos disecando. Los restantes son en realidad esqueletos o partes de esqueletos extraídos de la arena. La momificación ocurrió en el interior de El Cóndor donde prevalecían condiciones favorables: muy escasa humedad atmosférica, una ausencia prácticamente total de bacterias patógenas y una temperatura no demasiado elevada. En los cuerpos que se encontraron a la intemperie la descomposición se aceleró en los períodos de lluvias, pues la arena contiene óxidos y sulfuros de hierro que reaccionan en presencia de los ácidos débiles. . Por lo demás, creo que estos detalles no son importantes. Si se desea una explicación más a fondo de estas reacciones, nuestros colegas del laboratorio químico podrían investigarlas. De todas maneras, la momificación era imposible fuera de la nave, pues el agua de las lluvias y las sustancias disueltas del suelo y la arena han estado actuando todos estos años. Este último fenómeno explica el porqué de las superficies pulidas de los huesos.

— Perdone, doctor — dijo el astronauta —. Lo más importante para nosotros es conocer la causa de esas muertes, no lo que vino después.

— Ningún síntoma de muerte violenta, al menos en los cadáveres mejor. conservados — explicó inmediatamente el médico. No miraba a nadie y daba la impresión de estar observando un objeto invisible que sostenía en la mano levantada —. En apariencia todos murieron de muerte natural.

— ¿Qué quiere decir?

— No hubo causas exteriores. Encontramos fracturas en algunos huesos largos, pero pueden haberse producido más tarde. Para saberlo con certeza, habría que llevar a cabo otros experimentas. Los que estaban vestidos tenían la piel y los huesos intactos. Ninguna herida, si descontamos los pequeños rasguños que con seguridad no pueden haberles provocado la muerte.

— Pero entonces, ¿cómo murieron?

— Lo ignoro. Podríamos aventurar la hipótesis de que murieron de hambre o de sed. .

— Hay mucha agua y víveres en El Cóndor — observó Gaarb.

Hubo un instante de silencio.

— Momificación significa en primer término la total deshidratación del cuerpo — explicó Nygren, sin volverse hacia los otros —. Los tejidos adiposos se modifican, pero no desaparecen. Pero en estos hombres no había vestigios de grasas. Como si hubiesen muerto de hambre.

— Pero ese no es el caso del hombre que encontramos en la cámara de hibernación — dijo Rohan que estaba de pie detrás de la última fila de butacas.

— Es verdad. Pero es probable que haya muerto de frío. Cómo y por qué entró en la cámara de hibernación, es todavía un misterio. A lo mejor se quedó dormido en la cámara mientras la temperatura seguía bajando.

— ¿Hay alguna posibilidad de un envenenamiento colectivo? — preguntó Horpach.

— No.

— Pero doctor, cómo puede ser tan categórico…

— Me parece obvio — respondió el médico —. Un envenenamiento, en condiciones planetarias, sólo es concebible por vía pulmonar, mediante gases venenosos, o por el tubo digestivo e incluso por la piel. Sin embargo, entre los cadáveres mejor conservados había uno con máscara de oxígeno. La reserva del tanque le habría alcanzado para varias horas más… Es cierto, se dijo Rohan. Recordó al hombre, la piel tensa sobre el cráneo; manchas parduscas en los huesos de los pómulos y las órbitas llenas de arena.

— Esta gente no puede haber comido nada venenoso, por la sencilla razón de que aquí no hay nada que comer. En tierra firme, quiero decir. Y no intentaron pescar en el océano. A lo sumo, enviaron una patrulla al fondo de las ruinas. Nada más. Pero allí veo a Mac Minn. ¿Ha terminado usted, colega?

— Sí, he terminado — dijo el bioquímico desde la puerta.

Todas las cabezas se volvieron hacia él. Se abrió paso entre los asistentes y se detuvo junto a Nygren. Todavía llevaba puesta la larga túnica de laboratorio.

— ¿Hizo los análisis?

— El doctor Mac Minn acaba de estudiar el cadáver de la cámara de hibernación — explicó Nygren —. Si quisiera decirnos qué ha encontrado…

— Nada — dijo Mac Minn.

Tenía el cabello tan claro que casi parecía blanco. Los ojos eran pálidos también, con párpados manchados de pecas. Ahora, sin embargo, la larga cabeza equina no hacía sonreír a nadie.

— Ningún veneno, orgánico o no. Todos los valores enzimáticos, normales. Ningún elemento extraño en la sangre. En el estómago, restos de bizcochos y de alimentos concentrados digeridos a medias.

— ¿De qué murió, entonces? — preguntó Horpach con la calma de siempre.

— Murió, sencillamente — respondió Mac Minn que sólo en ese momento reparó en que aún llevaba puesta la túnica de laboratorio.

Desató los cordones, se la quitó y la tiró sobre un sillón vacío, al lado. La tela sedosa resbaló y cayó al suelo.

— ¿Cuál es, entonces, la opinión de usted? — insistió el astronauta.

— No tengo ninguna opinión. Sólo puedo decir que estos hombres no murieron envenenados.

— ¿ Una sustancia radiactiva de descomposición rápida? ¿Una radiación dura?

— Una radiación dura, en dosis mortal, deja rastros: hemorragias, petequias, modificaciones en la sangre. No las hay. Por lo demás, ninguna sustancia radiactiva consumida en dosis mortales hace ocho años puede haber desaparecido del todo. El nivel de radiactividad es aquí inferior al de la Tierra. Esos hombres no han estado sometidos a ninguna forma de radiactividad. Puedo asegurarlo.

— ¡Pero algo tiene que haberlos matado! — exclamó el planetólogo Ballmin alzando la voz.

Mac Minn guardaba silencio. Nygren le dijo algo en voz baja. El bioquímico inclinó la cabeza y salió del salón, pasando entre las filas de asientos. Nygren descendió del estrado y se sentó en el lugar de Mac Minn.

— Las perspectivas no son muy alentadoras — dijo el astronauta —. En todo caso, no podemos esperar ninguna ayuda de los biólogos. ¿Alguno de los presentes tiene algo que decir?

Sarner, el físico atómico, se puso de pie.

— La clave del misterio de El Cóndor tenemos que buscarla en la nave misma.

Los penetrantes ojos de pájaro miraron uno tras otro a todos los presentes. En contraste con el pelo renegrido, los ojos parecían casi blancos.

— Lo que quiero decir es que la explicación se encuentra allí, pero que nosotros no estamos aún en condiciones de descifrarla. El caos que reina en las cabinas, las provisiones intactas, el estado y la disposición de los cadáveres, los deterioros causados a la instalación; todo eso algo significa.

— Si eso es lo que tiene que decir. . — intervino Gaarb, decepcionado.

— Un momento, un momento. Nos encontramos en la más completa oscuridad y lo primero que necesitamos es buscar un camino. Por el momento, sabemos muy poco. Tengo la impresión de que no nos atrevemos a recordar algunas de las cosas que vimos en El Cóndor. Por esa razón volvemos una y otra vez con tanta obstinación a la hipótesis de un envenenamiento misterioso, que habría provocado una locura colectiva. Por nuestro propio interés, y también por ellos, los tripulantes muertos de El Cóndor, hemos de enfrentar los hechos con lucidez y sin engaños. Sugiero, o mejor dicho propongo que hablemos todos francamente, ahora mismo. ¿Qué les chocó más cuando estuvieron en El Cóndor? Lo que quizá no han dicho todavía a nadie. Lo que pensaron que era preferible olvidar.

Sarner volvió a sentarse. Rohan titubeó un momento y habló de los trozos de jabón que había visto en el cuarto de baño.

Luego Gralew se puso de pie. Debajo de la capa de mapas y libros destrozados había abundantes excrementos secos.

Alguien mencionó una lata de conserva con marcas de dientes. Como si hubiesen intentado morder el latón. Lo que más había sobrecogido a Gaarb era la mención de las «moscas» en el libro de bitácora. Y en seguida dijo:

— Supongamos que de esa fosa tectónica de la «ciudad» haya escapado una capa de gas asfixiante, y que el viento lo haya llevado hasta el cohete. Si, a consecuencia de un descuido, la puerta de la cámara de aire hubiera quedado abierta… — Sólo la puerta exterior estaba abierta. Había arena en la cámara de aire. La puerta interior estaba cerrada…

— Quizá la cerraron después, cuando la acción deletérea de los gases…

— ¡Imposible, Gaarb! No se puede abrir la puerta exterior si la interior no está cerrada. Se abren alternativamente, lo que excluye toda posibilidad de descuido o negligencia…

— Pero para mí hay un hecho indudable: que todo esto ocurrió de repente. Una locura colectiva… no voy a negar que haya casos de psicosis durante los vuelos, pero no en un planeta, no pocas horas después del aterrizaje. Una locura colectiva que atacara de golpe a toda la tripulación sólo podría ser resultado de un envenenamiento.

— O de un retorno a la infancia — acotó Sarner.

— ¿Cómo? ¿Qué dice? — inquirió Gaarb, estupefacto —. ¿ Qué es eso? ¿ Una broma?

— Nunca hablo en broma en circunstancias como ésta. Hablo de un retorno a la infancia porque nadie lo dijo hasta ahora. ¡Y sin embargo! Esos garabatos en el libro de a bordo, esos atlas estelares despedazados, esas letras trazadas con tanto esfuerzo… Todos ustedes lo han visto, ¿no es verdad?

— Pero, ¿qué puede significar? — preguntó Nygren —. ¿Acaso una enfermedad nueva?

— No. No una enfermedad. En eso tiene usted razón, doctor.

Una vez más todos guardaron silencio. El astronauta titubeó.

— Una pista falsa, quizá. Los resultados de las auscultaciones necroscópicas siempre son inciertos. Aunque por el momento, no veo en qué podría perjudicarnos. Doctor Sax. .

El neurofisiólogo describió la imagen extraída del cerebro del muerto; no dejó de mencionar las sílabas grabadas en la memoria auditiva.

Las revelaciones de Sax desencadenaron una verdadera tempestad de preguntas. Hasta Rohan fue interrogado por los científicos, puesto que había presenciado la experiencia. A pesar de todo, no llegaron a ninguna conclusión.

— ¿No le parece que las «manchitas» deben de tener alguna relación con las «moscas»? — sugirió Gaarb. Un momento; tal vez las causas de la muerte hayan sido otras. Digamos que la tripulación fue atacada por insectos venenosos. No es posible detectar una picadura en una piel momificada. Y el hombre que encontramos en la cámara de hibernación quizá intentó esconderse, huir de los insectos, y murió de frío.

— Pero ¿por qué, antes de morir, tuvo un ataque de amnesia?

— ¿Perdió la memoria? ¿No hay ninguna duda?

— Eso dicen los exámenes necrópticos.

— Pero ¿qué opina usted de la hipótesis de los insectos?

— Que hable Lauda.

Lauda era el paleobiólogo jefe de la nave. Se puso de pie y esperó a que todos los otros callaran.

— No es por casualidad que no hayamos hablado de esas «moscas». Todos nosotros, incluso aquellos que tienen vagas nociones de biología, sabemos que ningún organismo puede vivir fuera de un biotipo determinado; es decir, fuera de un todo más complejo: el medio y las especies que en él habitan. Lo hemos comprobado en todos los rincones del Cosmos. Una enorme variedad de formas de vida; o ninguna. No hay insectos si no hay plantas en tierra firme, y otros organismos invertebrados semejantes, etcétera. No les daré una conferencia sobre la teoría general de la evolución; bastará que les diga que esa hipótesis es imposible. No hay aquí moscas venenosas, ni artrópodos, ni coleópteros, ni arácnidos.

— ¿Cómo puede estar tan seguro? — preguntó Ballmin.

— Si usted hubiera sido alumno mío, Ballmin — dijo el paleobiólogo- no se encontraría a bordo de esta nave, pues no habría aprobado los exámenes.

— Todos sonrieron involuntariamente.

— No sé qué calificaciones habrá obtenido usted en planetología, pero no sabe mucho de biología de la evolución.

— Parece que esto degenera en una disputa entre especialistas. ¡Qué manera de perder el tiempo! — susurró alguien al oído de Rohan. Rohan se volvió y se encontró con el ancho rostro bronceado de Jarg, que le guiñaba un ojo.

— Pero quizá los insectos no eran originarios de este planeta — insistió Ballmin —. A lo mejor los trajeron de alguna otra parte.

— ¿De dónde?

— De los planetas de la Nova.

Ahora todo el grupo hablaba al mismo tiempo. Pasó un largo rato antes que se restableciera el orden.

— Estimados colegas — dijo Sarner —, sé quién ha sugerido esta idea a Ballmin. El doctor Gralew.

— Está bien, no negaré esa paternidad — admitió el físico.

— Perfecto. Supongamos que ya no podemos permitirnos el lujo de hipótesis relativamente plausibles, y que recurramos a hipótesis descabelladas. Por mi parte, seña res biólogos, no hay ningún inconveniente. Admitamos que una nave haya traído a Regis III insectos que vivían en un planeta de la Nova. ¿Se habrían adaptado esos insectos a las condiciones locales?

— Si estamos proponiendo una hipótesis descabellada, todo es posible — admitió Lauda —. Pero aun las hipótesis disparatadas no pueden dejar cosas sin explicar.

— ¿Qué quiere decir?

— Quiero decir que falta explicar qué ha deteriorado el blindaje exterior. Según los ingenieros, la nave no podrá despegar si no se la repara a fondo. ¿Creen ustedes, por ventura, que esos misteriosos insectos llegaron a adaptarse a una dieta de molibdeno? Es una de las sustancias más duras de todo el universo. Petersen, ¿qué puede atacar a ese material?

— Si está bien templado nada, que yo sepa — respondió el adjunto del jefe de ingenieros —. Se lo puede perforar ligeramente con un diamante, pero serían necesarias varias toneladas de diamantes y miles de horas de trabajo. La alternativa sería algún ácido. Pero ácidos inorgánicos que actúan a una temperatura mínima de dos mil grados y sólo en presencia de ciertos catalizadores.

— ¿Qué puede haber deteriorado entonces el blindaje de El Cóndor?

— No tengo ni la más remota idea. Quizá si lo hubieran sumergido un tiempo en un baño de ácido, y a la temperatura necesaria… Pero no sé cómo pudo haber sido posible, sin arcos de plasma y sin catalizadores.

— Bueno, ya ve a qué han quedado reducidas esas «moscas», colega Ballmin — dijo Lauda volviendo a sentarse.

— Creo que no tiene sentido continuar la discusión — intervino el astronauta que había estado callado un largo rato —. Tal vez sea prematura. Todo cuanto podemos hacer por el momento es continuar nuestros exámenes, análisis y búsquedas. Nos dividiremos en tres grupos. Uno se ocupará de las ruinas, otro de El Cóndor y el tercero explorará el desierto occidental. Más no podemos hacer, pues aunque reparemos algunas máquinas de El Cóndor, no podrá movilizar más de catorce ergorobots. Por lo demás, el tercer procedimiento de rutina sigue vigente.

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