El primero

Una oscuridad fosforescente y sedosa le envolvía el cuerpo. Se ahogaba. Trataba desesperadamente de liberarse de aquellas cuerdas inmateriales; se cerraban sobre él como los hilos invisibles de una telaraña. Buscó un arma; en vano: estaba desnudo. Quiso gritar pidiendo auxilio, y el grito se le ahogó en la garganta.

Un ruido ensordecedor lo arrancó del sueño. Rohan saltó de su cucheta, despierto sólo a medias, consciente sólo de las tinieblas de alrededor y del repiqueteo incesante de la señal de alarma. Esto no era ya una pesadilla. Encendió la luz, se enfundó de prisa el traje protector, y corrió al pasillo.

Los hombres se apiñaban frente a la jaula, en todos los niveles. Sólo se oía la llamada de alarma; resplandecía en todas las paredes la palabra alerta en letras rojas.

Entró corriendo en la cabina de comando. El astronauta, vestido de uniforme, como en pleno día, estaba de pie frente a la pantalla principal.

— Ya he dado orden de suspender la alarma — dijo con voz serena —. Está lloviendo, nada más. Mire, Rohan: un hermoso espectáculo.

Y en verdad, la pantalla que mostraba la parte superior del cielo nocturno brillaba con una lluvia de chispas. Las gotas chocaban con la cúpula invisible del campo de fuerza, y se transformaban instantáneamente en microscópicas explosiones incandescentes que iluminaban todo el paisaje con una luz vacilante, como una multiplicada aurora boreal.

— Tendremos que programar mejor a los autómatas — dijo Rohan en voz baja, ya completamente despierto —. Le diré a Terner que desconecte el aniquilador. De lo contrario, un poco de arena en el viento nos hará saltar de la cama en plena noche…

— Tomémoslo como un ejercicio de prueba — respondió el astronauta, que parecía estar de muy buen humor —. Son las cuatro de la mañana. Puede volver a su cabina, Rohan.

— A decir verdad, no tengo nada de sueño. ¿Y usted?

— Yo ya he dormido. Cuatro horas de sueño me bastan. Después de viajar dieciséis años por el espacio, ya poco me queda de los hábitos terrestres. He estado pensando si podríamos proteger aun más a los grupos de exploración. Sería demasiado engorroso que llevaran de aquí para allá a los ergo-robots levantando campos de fuerza. ¿Qué piensa usted?

— Podríamos darles emisores individuales. Pero eso no resolvería todos los problemas. Un hombre encerrado en una burbuja de energía no puede tocar nada… ya sabe usted cómo es eso. Y si el radio del campo se reduce demasiado, hay peligro de graves quemaduras. He visto accidentes de ese tipo.

— Estuve pensando incluso en no mandar hombres a tierra y en trabajar sólo con robots — confesó el astronauta —. Sí, eso podría ser práctico unas pocas horas, un día a lo sumo. Pero sospecho que pasaremos aquí un tiempo largo.

— ¿Qué planes tiene usted?

— Cada uno de los grupos tendrá una base de operaciones, protegida por un campo de fuerza, pero los exploradores dispondrán de cierta libertad de movimientos. De otro modo estaríamos tan protegidos contra posibles accidentes que no llegaríamos a nada. Habrá una condición: los hombres que trabajen fuera del campo llevarán la guardia de un hombre protegido, que lo seguirá a todas partes. No perder de vista a nadie en ningún momento: este principio será ley mientras estemos en Regis III.

— ¿A qué grupo me destina usted?

— ¿Le gustaría trabajar en El Cóndor? Ya veo que no. Quedan la «ciudad» y el desierto. Puede elegir. — Elijo la «ciudad», astronauta. Sigo pensando que allí encontraremos la clave del misterio.

— Es posible. Mañana, o mejor dicho hoy, pues ya está amaneciendo, partirá con el mismo grupo de ayer. Les daré un par de arctanos más. Algunos lasers manuales también. Tengo la impresión de que eso actúa a corta distancia.

— ¿Eso? ¿A qué se refiere?

— Si lo supiera… Bueno.. no olvide llevar también una cocina portátil. Trabajará así con más libertad y no dependerá de los víveres de la nave.

El sol rojo apenas calentaba el aire. Las sombras de las grotescas construcciones se alargaban y unían. El viento soplaba sin cesar levantando remolinos de arena en las dunas móviles, entre las pirámides metálicas.

Rohan, sentado sobre el techo de un tractor-oruga, observaba con el largavista a la pareja Gralew-Chen. Los hombres, del otro lado del campo de fuerza, excavaban el pie de un panal negro. La correa que sujetaba el láser portátil le lastimaba la nuca. Acomodó la correa sin perder de vista a los dos hombres. El quemador de plasma, en manos de Chen, brillaba como un pequeño diamante. Una señal de llamada llegó de pronto desde el interior del vehículo, repitiéndose una y otra vez, pero Rohan no volvió la cabeza. Oyó que el conductor respondía a la base.

— ¡Astronauta! ¡Orden del comandante! ¡Tenemos que regresar inmediatamente! — le gritó Jarg, muy excitado, asomando la cabeza por la portezuela de la torrecilla.

— ¿Regresar? ¿Por qué?

— No sé. No hacen más que repetir la señal de regreso inmediato: EV cuatro veces seguidas.

— ¿EV? Maldición, tenemos que darnos prisa. Alcánceme el micrófono y lance los cohetes.

Al cabo de diez minutos todos los hombres que exploraban el exterior estaban de vuelta en los vehículos. Rohan conducía la pequeña caravana a tanta velocidad como lo permitía el terreno accidentado. Blank, que ahora trabajaba junto a él como oficial de enlace, le tendió de pronto los auriculares. Rohan se dejó caer en el interior del vehículo, que olía a plástico recalentado. Bajo el zumbido del ventilador — la corriente de aire le arremolinaba los cabellos —, se puso a escuchar las señales entre el grupo de Gallagher, en el desierto occidental, y El Invencible.

Parecía avecinarse una tormenta. Ya desde la mañana los barómetros habían bajado de nivel, y ahora sobre el horizonte aparecían unas nubes alargadas de color azul oscuro. Arriba, el cielo era claro. Había tantos ruidos parásitos en la atmósfera, que las comunicaciones sólo podían hacerse en morse. Rohan captaba series de señales convencionales. Había tomado los auriculares demasiado tarde y no entendía muy bien de qué se trataba. El grupo de Gallagher también regresaba a la base, lo más rápidamente posible. En la nave se había declarado el estado de alerta y habían llamado a todos los médicos.

— Alerta para los médicos — informó a Ballmin y Gralew que lo observaban ansiosos —. Algún accidente, pero con seguridad nada grave. Quizá un desprendimiento de tierra y alguien quedó enterrado.

Todos sabían qué tareas habían encomendado a Gallagher: excavaciones geológicas en un lugar previamente elegido. Rohan, sin embargo, no creía en lo que estaba diciendo: tenía la convicción de que no había sido un simple accidente de trabajo.

Se encontraban a sólo seis kilómetros de la base, pero parecía que el otro grupo había sido llamado mucho antes, pues cuando la sombría silueta de El Invencible se alzó ante ellos, vieron en la arena rastros recientes de tractores. Las huellas, en aquel viento huracanado, no podían tener más de media hora.

Se acercaron al límite exterior del campo y pidieron que les abrieran un pasaje. Curiosamente, la respuesta tardó largo rato en llegar. Al fin los semáforos azules se encendieron y la comitiva entró en el campo protector.

El grupo de El Cóndor 'ya estaba allí. Era a ellos, entonces, a quienes habían llamado en primer término, y no a los geólogos de Gallagher. Había un vehículo-oruga junto a la rampa; otros obstruyendo el pasaje. En torno de la nave, todo era alboroto. Los hombres corrían frenéticos de aquí para allá hundiéndose en la arena hasta las rodillas; los autómatas encendían y apagaban los reflectores.

Caía ya la noche, y Rohan no supo cómo interpretar esta escena caótica. Repentinamente, un rayo de luz deslumbrante partió desde lo alto transformando la nave en un faro gigantesco. El rayo explorador avanzó a tientas por el desierto hasta encontrar una columna de luces que oscilaban y se sacudían como si se tratara de todo un convoy. Los vehículos no se habían detenido aún cuando los hombres de Gallagher saltaron a la arena. Un reflector rodante se acercó a ellos desde la rampa, y entre las hileras de vehículos pasó una pequeña procesión, llevando a un hombre en unas parihuelas.

En el momento en que la camilla pasaba frente a él, Rohan apartó de un codazo a los hombres que tenía al lado y se puso en primera fila. Por un momento, había llegado a pensar que había ocurrido en verdad un desgraciado accidente, pero el hombre tendido en la camilla tenía las piernas y los brazos atados, y se debatía, gritando, la boca desmesuradamente abierta.

El grupo siguió el haz de luz del reflector. Rohan, paralizado en la oscuridad, continuaba escuchando aquellos alaridos inhumanos que no se parecían a nada que hubiese oído alguna vez. El blanco grupo luminoso subió por la rampa y desapareció en la escotilla del pañol. Rohan llamó a gritos a algunos de los hombres preguntándoles qué había sucedido; todos pertenecían al equipo de El Cóndor, y no sabían nada.

Transcurrió largo rato antes que pudiera reponerse. La hilera de vehículos detenidos volvió a moverse, y trepó ruidosamente por la rampa; en lo alto del ascensor se encendieron las luces; las gentes que esperaban abajo empezaron a dispersarse, y al fin el mismo Rohan subió, entre los últimos, junto con los arctanos; la calma imperturbable de los robots le pareció esta vez singularmente irritante. Dentro del cohete se oían las interminables campanillas de los informadores y los teléfonos internos, y en las paredes continuaban encendidas las luces de alarma que llamaban a los médicos. Las señales se apagaron casi en seguida. Los pasillos se fueron despejando poco a poco. Una parte de la tripulación bajó a las cantinas. Rohan oyó conversaciones en los corredores resonantes de pasos; un arctano rezagado avanzó pesadamente hacia el departamento de los robots; por último, todo el mundo desapareció, y sólo él quedó allí, como abrumado, convencido de que no podía haber ninguna explicación, y de que nunca la habría.

— ¡Rohan!

Gaarb estaba frente a él, llamándolo a la realidad.

— ¿Es usted? Doctor… ¿usted lo vio? ¿Quién era?

— Kertelen.

— ¿Kertelen? ¡No es posible!

— Lo vi casi hasta el final…

— ¿El final?

— Sí, yo estaba con él — explicó Gaarb con una voz artificialmente serena.

Rohan vio en las gafas de Gaarb los reflejos de las luces coloreadas.

— El grupo que exploraba el desierto — balbuceó.

— Exactamente.

— ¿Y qué pasó?

— Gallagher había elegido el lugar de acuerdo con las sondas sismográficas… Descubrimos un laberinto de gargantas estrechas y serpeantes — explicó Gaarb con voz lejana, como hablándose a sí mismo y tratando de rememorar el curso exacto de los acontecimientos —. Hay allí rocas blandas de origen orgánico; agua, grutas, cavernas. Tuvimos que dejar los orugas en la meseta superior. Avanzábamos en fila india, no muy separados. Éramos once. Los ferrómetros indicaban la presencia de masas de hierro y nosotros tratábamos de encontrarlas. Kertelen pensaba que quizás había máquinas ocultas en alguna parte.

— Sí. También a mí me lo dijo. ¿Y entonces?

— En una de las cavernas, casi en la superficie, debajo de una capa de légamo, encontró una especie de autómata. Había estalactitas y estalagmitas en esa gruta.

— ¿Un autómata?

— No, no lo que usted piensa. Chatarra en realidad. No herrumbrada, pues la aleación es inoxidable, sino corroída, casi reducida a cenizas, restos, nada más.

— Pero podría haber otros…

— No sé, este autómata tiene por lo menos trescientos mil años.

— ¿Cómo puede saberlo?

— Porque en la superficie encontramos depósitos de cal, del agua que cayó de las estalactitas. Gallagher en persona estudió el tiempo de evaporación, y la formación de la estalagmita. Trescientos mil años es el cálculo más modesto. Además ¿sabe a qué se parece ese autómata? ¡A las famosas ruinas!

— ¡Entonces no tiene nada de autómata!

— Espere. Tuvo que haber sido un móvil, pero sin un par de patas. Aunque parecía un cangrejo. Además, no tuvimos tiempo de estudiarlo, pues en seguida…

— ¿Qué sucedió?

— A intervalos regulares yo contaba a nuestros hombres. Me encontraba bajo el campo de fuerza y estaba encargado de vigilarlos, entiende… pero todos llevaban máscaras, y usted sabe cómo es, todos parecían iguales. Sobre todo porque ya no se veían los colores — de los trajes, estaban cubiertos de fango. En un determinado momento conté un hombre de menos. Llamé a todos los demás y nos pusimos a buscarlo. Kertelen, feliz con su descubrimiento, se había apartado del grupo, seguramente con la intención de curiosear un poco más allá. Pensé que se habría extraviado en una de las gargantas laterales. La caverna es un verdadero laberinto de callejones sin salida, pero todos cortos, nivelados, y con luz. De improviso, lo vimos aparecer en un recodo, acercándose en línea recta. Ya en ese estado. Nygren estaba con nosotros; pensó que se trataba de un ataque de insolación.

— Pero ¿qué tiene?

— Está inconsciente. No, no es eso. Camina, mueve el cuerpo, pero es imposible comunicarse con él. Además, ya no sabe hablar. ¿Lo oyó?

— Sí.

— Ahora se ha serenado un poco. Antes, era peor. No nos reconoció. En el primer momento eso fue lo más espantoso. «Kertelen, a dónde fuiste», le grité y él pasó a mi lado como si se hubiera quedado sordo de repente; pasó de largo junto a todos nosotros y fue hacia la entrada de la garganta, a un paso que nos puso la carne de gallina. Como si lo hubieran cambiado, sencillamente. Viendo que no nos contestaba corrimos detrás. ¡Menuda tarea! En una palabra, tuvimos que atarlo para poder traerlo de vuelta a la nave.

— ¿Qué dicen los médicos?

— Como de costumbre, sueltan frases en latín, pero no saben nada. Nygren está con Sax en la cabina del comandante; si quiere, puede preguntar allí.

Gaarb se alejó con paso lento, la cabeza un poco inclinada, como de costumbre. Rohan tomó el ascensor y subió hasta la cabina de comando. Estaba desierta, pero al pasar por la sala de mapas oyó la voz de Sax. Entró.

— Una amnesia total, eso parece — decía el neurofisiólogo.

Estaba de pie, de espaldas a Rohan, examinando las radiografías que tenía en la mano. Detrás del escritorio, inclinado sobre el abierto libro de bitácora, estaba sentado el astronauta, la mano levantada y apoyada en los estantes de mapas celestes perfectamente enrollados. Escuchaba a Sax en silencio; Sax guardaba lentamente la radiografía en un sobre de papel madera.

— Una amnesia. Pero una amnesia de una naturaleza excepcional. No sólo ha perdido todos los recuerdos, sino también capacidad de hablar, de escribir, de leer; en realidad, es más que amnesia. Es una desintegración total, una verdadera destrucción de la personalidad. Fuera de los reflejos más primitivos, no queda nada. Es capaz de caminar y comer, pero sólo si se le pone el alimento en la boca.

— ¿Ve y oye?

— Sí, por supuesto. Pero no comprende lo que ve. Es incapaz de distinguir entre las personas y las cosas.

— ¿Los reflejos?

— Normales. Es un problema cerebral. Como si le hubieran borrado de un solo golpe todas las huellas de memoria.

— Pero entonces… el otro, el hombre de El Cóndor…

— Sí, ahora no cabe la menor duda. Es el mismo caso.

— Vi una vez algo parecido — dijo el astronauta en voz muy baja, casi un murmullo. Miraba en dirección a Rohan pero no lo veía —. Fue en el espacio…

— ¡Ah, ya sé! ¡Y no haber pensado en eso! — exclamó el neurofisiólogo con voz excitada —. Amnesia total como consecuencia de una exposición magnética, ¿no es eso?

— Sí.

— Nunca vi a ese hombre. Conozco el caso sólo en teoría. Ocurrió hace mucho tiempo ¿no? Durante una travesía a gran velocidad por un campo magnético.

— Sí, pero cuidado; en condiciones muy particulares. No es tanto la intensidad del campo lo que cuenta sino el gradiente, la brusquedad del cambio. Hoy detectamos los gradientes desde lejos. En aquellos tiempos, no era posible…

— Es verdad — asintió el médico —. Es verdad. Ammarhatten experimentó con monos y gatos. Los sometió a campos magnéticos intensos, hasta hacerles perder la memoria.

— Sí. Esto tiene cierta relación con los impulsos eléctricos del cerebro.

— Pero en el caso presente — reflexionó Sax en alta voz —, además del informe de Gaarb, tenemos las declaraciones de los otros hombres. Un potente campo magnético… por lo menos centenares de miles de gauss ¿no?

— Centenares de miles de gauss no habrían bastado. Se habrían necesitado millones — declaró el astronauta, con voz áspera. En ese mismo momento pareció advertir por primera vez la presencia de Rohan: — ¡Entre y cierre la puerta!

— ¿Millones? ¿Y los aparatos de a bordo no descubrieron semejante campo?

— Todo depende de las circunstancias — respondió Horpach —. Si estuviese concentrado en una superficie reducida; si tuviera, por ejemplo, la circunferencia de ese globo, y se encontrase, además, aislado del exterior…

— En una palabra, ¿si Kertelen hubiese metido la cabeza entre los polos de un electroimán gigantesco?

— Ni siquiera eso sería suficiente. El campo tendría que oscilar a una frecuencia determinada.

— Pero allí no había ningún imán, ningún aparato excepto esos escombros ruinosos; sólo gargantas bañadas por las aguas, guijarros y arena.

— Y cavernas — agregó, pensativo, el comandante.

— Y cavernas, sí. ¿Supone, astronauta, que alguien o algo lo atrajo a una de esas cavernas, y que allí había un imán? Bueno, francamente..

— ¿Qué explicación le da usted, entonces? — preguntó Horpach, como si la discusión empezara a fatigarlo. El médico guardó silencio.

A las tres y cuarenta de la madrugada las señales de alarma repiquetearon en todos los niveles de El Invencible. Los hombres saltaron de las camas, echando maldiciones, se vistieron en un abrir y cerrar de ojos, y corrieron a sus puestos. Rohan llegó a la cabina de comando cinco minutos después de la primera llamada. El astronauta no había llegado todavía. Se volvió a la pantalla mayor. Hacia el oeste, una lluvia de diminutos relámpagos blancos iluminaba la oscuridad. Parecía como si un enjambre de meteoritos estuviese atacando a la nave. Echó una ojeada a los instrumentos que medían el campo. Él, personalmente, había programado las computadoras y sabía que no podían reaccionar ni a la lluvia ni a una tormenta de arena.

Algo volaba desde el desierto invisible y estallaba en un diluvio de perlas de fuego; las descargas eléctricas se producían en la superficie del campo, y los extraños proyectiles volaban en estelas parabólicas de un resplandor cada vez más débil al resbalar por la superficie convexa. Las crestas de las dunas eran visibles un momento, y luego se desvanecían otra vez en la oscuridad. Las agujas de los cuadrantes oscilaban perezosamente; los emisores Dirac aniquilaban sin mucho esfuerzo este misterioso bombardeo.

Rohan oyó que el comandante se acercaba, y echó una ojeada a los detectores espectroscópicos.

— Níquel, hierro, manganeso, berilo, titanio — leyó junto a él el astronauta en la pantalla iluminada —. Me gustaría verlo con mis propios ojos.

— Una lluvia de partículas metálicas — dijo Rohan con voz lenta —. De acuerdo con las descargas, tienen que ser muy reducidas.

— Me gustaría verlas de cerca — dijo el astronauta —. ¿Qué le parece? ¿Nos arriesgamos?

— ¿A qué? ¿A desconectar el campo?

— Sí. Por una fracción de segundo. Unas pocas partículas caerán en la zona protegida, y rechazaremos el resto conectando en seguida.

Rohan tardó en contestar.

— Después de todo ¿por qué no? — dijo al cabo de un rato, titubeando.

Pero antes que el astronauta tuviera tiempo de acercarse al tablero, el hormiguero de llamas se extinguió tan repentinamente como había aparecido, y otra vez reinó esa oscuridad total que sólo conocen los planetas sin luna y que giran lejos de las constelaciones galácticas.

— Esta vez no hemos tenido suerte — gruñó Horpach. Se quedó un momento con la mano apoyada en el interruptor central. Luego, saludando a Rohan con un leve movimiento de cabeza, salió de la cabina. Las sirenas que suspendían el estado de alerta resonaron en toda la nave. Rohan suspiró, contempló una vez más las pantallas ahora completamente negras y volvió a la cabina. a tratar de dormir.

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